EL ESCARABAJO DE ORO Comentario de Eloy Tizón Los mejores cuentos de Poe son canciones paranoicas. «The Gold Bug» fue escrito en 1843, el mismo año que «El corazón delator» y «El gato negro», por citar sólo dos de sus piezas mayores dentro de una larga genealogía de títulos mórbidos, truculentos y tan alegres como ponerse a picar cebolla a la vuelta de un funeral. El cuento que nos ocupa, no tan sombrío, apareció publicado por primera vez en el número de junio del Philadelphia Dollar ewspaper, tras ganar un concurso de relatos convocado por la propia revista, por el que Poe recibió una remuneración de cien dólares. Ambientado en la isla de Sullivan, en Carolina del Sur, donde Poe había servido como artillero de segunda en su etapa de cadete de West Point, «El escarabajo de oro» constituye una buena muestra del Poe lógico y cartesiano, alejado de sus delirios necrófilos, y centrado en su faceta detectivesca de investigador de misterios y esclarecedor de acertijos. Para narrar esta fábula clásica, apta para todos los públicos, Poe recurre como otras veces a la figura de un narrador opaco, del que nada conocemos, excepto su función de acompañante y testigo dedicado a levantar acta en primera persona de las elucubraciones de una inteligencia superior al borde de la genialidad o la demencia. Poe juega a introducir método en la locura (o locura en el método, tanto da). Sabemos que el autor fue un maniático de la criptografía y el desciframiento de mensajes ocultos. Para un romántico como Poe, el mundo entero es un pergamino que hay que descodificar un libro compuesto en un lenguaje encriptado, reacio a la interpretación. Todo en este universo, los días de sol, la nieve, el ala de un cuervo, la tos de Virginia Clemm, son páginas en clave, cartas que el destino nos envía para ponernos a prueba, acompañadas de insectos y calaveras. El cuento es el lugar, entonces, en el que se deposita un secreto misterioso, o una larva, o un tesoro, que los ojos del lector repiten, línea por línea. La lectura es el proceso de reconstrucción de un crimen. Escrito con técnica de ajedrecista, el resultado es fiel a su propia teoría de la composición, en que todo el cuento debe estar orientado hacia la apoteosis del efecto final, concebido y ejecutado al revés, de atrás hacia delante. El cuento, en Poe, se narra a contracorriente, en un orden temporal inverso, de modo que ya está escrito antes de haber sido escrito. Quizá sea justo ese fetichismo por el desenlace perfecto, el artefacto bien rematado y el broche de oro, lo que nos hace dudar un poco de su aureola de precursor del relato moderno, un territorio que creemos que él vislumbra pero no llega a conquistar, hazaña reservada para otras mentes de un generación posterior como Henry James o Antón Chéjov. Entiendo por relato moderno aquel en que el texto no sólo cuenta, sino que también «se cuenta». No sólo muestra, sino que también «se muestra». No sólo dice, sino que también «se dice», en un intenso arco de producción de sentido y desvelo, a través del cual el creador tira de la alfombra y el texto tiene el coraje de poner en entredicho sus propios mecanismos de representación. La distancia que media entre la literatura premoderna y la literatura moderna es la misma que media entre el escarabajo de Poe y el escarabajo de Kafka. Siendo el mismo insecto, no pueden ser más dispares. El primero es un objeto tornasolado y brillante,
chapado en oro, lujoso. Samsa, en cambio, es un monstruo oxidado que cojea en los pasillos. Mitigar ese brillo y renunciar a ese lujo ha sido una de las preocupaciones de la literatura más inquieta y menos complaciente. Esto no implica juicio de valor alguno, sino la constatación de una quiebra. Poe hizo cuanto pudo, y lo que pudo es mucho. Sembró el suelo de estrellas fértiles, pero no esperó a ver crecerlas. Su herencia se diluye en un sinfín de imitadores que no alcanzan su horror de enterrado vivo en el panteón de la literatura. Tantos años más tarde, y aún sigue poniendo un grito en nuestra mesilla de noche. BIBLIOGRAFÍA: Cuentos completos / Edgar Allan Poe ; traducción y prólogo de Julio Cortázar ; prefacios de Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa ; edición de Fernando Iwasaki y Jorge Volpi.