El boxeador

Armando López Salinas

EL BOXEADOR Armando López Salinas También él tuvo que ir tras el campeón. Delante del «saco» les estuvieron haciendo algunas fotografías. Luego, al campeón, le midieron el pecho y los antebrazos. Después, le pesaron. Setenta y dos kilos, doscientos gramos. – Se encuentra en plena forma– dijo el patrón. Dentro de seis días ponía el título en juego y tenía que hacer guantes por consejo del entrenador. Por la mañana, contaba el patrón, el muchacho había saltado a la comba y corrido unos cuantos kilómetros para desengrasar. Ruiz, delante de los periodistas, inflaba el pecho. El sol que se filtraba por la cristalera del techo le daba en la cara y le hacía engurruñir los ojos. Sonreía mientras escuchaba las conversaciones del patrón y los periodistas. Enseguida comenzó a golpear el saco, hundía los puños hasta hacer crujir la crin. – Dale ahora la «punching»– indicó el entrenador. Era un hombre de mediana estatura que iba embutido en un jersey muy amplio y de cuello cerrado. Le estuvo cronometrando, tres golpes por segundo durante un minuto y con la mano izquierda. – No está mal. – Que va a estar– replicó el patrón. Los muchachos del rincón que hacían pelea de sombra se habían detenido, también los que hacían piernas en la comba. – Vamos a ver al muchacho con los guantes– dijo uno de los periodistas. – No está mal el chico, ¿eh? – volvió a repetir el patrón. – Veremos cómo se las apaña delante del negro ese. 1

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– Ruiz, ¿conoces al negro? – preguntó uno de los fotógrafos al campeón. – Nunca le vi, dicen que es bueno, ¿no? – No debe ser fácil de tumbar, parece un buen fajador. – Ya veremos. El entrenador miró a los tres hombres. Luego, se agarró a las cuerdas. – Le conviene bajar un poco de peso, ha engordao un poco. Lo malo es que Ruiz apenas suda, le metes tres kilómetros de marcha y se queda más fresco que una lechuga. Ahora Luis le va a trabajar la cintura. – Luis –gritó el campeón– ya podías estar arriba. Tú eres mi «sparring», ¿no? Pues sube rápido que para eso te pago. Los periodistas se sentaron cerca de las cuerdas y encendieron los cigarrillos. – El negro tiene un buen «swing» de derecha, es una primera serie de Cuba. – Así le golpearé a ese negro– dijo Ruiz. Sus dos puños comenzaron una serie en el vacío. – ¿Cuántos años tienes? – Veinticinco. – ¿No has perdido pelea? – De profesional ni una. – Lleva diez combates sin besar la lona– comentó el patrón. Luis, el «sparring», se despojó de su jersey. Se había hecho viejo calzándose los guantes. Nunca había llegado a nada en el cuadrilátero pero aún conversaba una buena pegada y un gran aguante. Al poco de nacerle su segundo hijo volvió a su antiguo oficio de descargador en el mercado de Legazpi. Aunque de cuando en cuando se contrataba como telonero para 2

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los programas de boxeo del Campo del Gas, y también de vez en cuando, iba al Cerro de los Locos en la Dehesa de la Villa a correr entre los pinos, cruzar los guantes con algún aficionado y luego remojarse en el caudalillo de Isabel que por allí corre abierto. Pero cuando, tras vencer en dos combates, le ofrecieron el puesto en el gimnasio no lo dudó un solo instante. Tenía mucha afición y aquello le recordaba otro tiempo. Ahora no estaba para mucho. Cuarenta años, setenta y cinco kilos, plomo en las piernas y una ceja que se abría enseguida, casi al primer golpe. Nunca como en aquel momento temió subir al «ring». Ruiz parecía tenerle manía, siempre se ensañaba con él en los entrenamientos. Y hoy, estando los periodistas, lo haría mucho más. El entrenamiento iba a ser sin casco y con vendajes duros. Con todos los honores de un combate de verdad, para eso se había invitado a la prensa. Iban a hacer tres asaltos de tres minutos. El boxeador viejo apartó las cuerdas para que Ruiz entrara en el cuadrilátero. Éste, se sentó en el taburete de su rincón; le pusieron el vendaje y le calzaron los guantes. Luego, le dieron un masaje en los brazos y le quitaron el albornoz rojo. Después, mordió la goma y se puso en pie. – Tira unas placas.– Dijo uno de los periodistas al fotógrafo. Luis ya estaba en el centro del «ring», nadie le hacía caso. Todos los pupilos del gimnasio se habían sentado en banquetas alrededor de la tarima y miraban al campeón por ver de copiarle el estilo. – Luis, trabájale la cintura. Cruzaron los guantes. Ruiz tenía la guardia adelantada, el brazo izquierdo extendido. Tieso y elegante, la pierna izquierda adelantada; facha de campeón. El campeón empezó a bailar alrededor de su contrario, giraba con movimientos rápidos. Comenzó a fintar con la izquierda casi con la misma velocidad con la que diera al «punching». Enseguida quiso colocar la derecha pero Luis esquivó el golpe. «Hoy viene con 3

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ganas de lucirse, maldita sea su leche. Si tuviera diez años menos este se iba a lucir, una leche se iba a lucir». También Luis empezó a moverse por la tarima siempre buscando el apoyo de las cuerdas. Allí abajo estaba el amo del gimnasio fumando un puro. De cuando en cuando se oía su voz animando a Ruiz: – Anda, Ruiz. Ábrele la guardia. Y tú, trabájale la cintura; dale en los costados. Luis esbozó una serie sobre el campeón, pero éste seguía bailando, y sus golpes sólo segaron el aire. Antes de que pudiera cerrar de nuevo los brazos Ruiz le colocó la izquierda en la cara. Tuvo que encogerse y alzar la guardia. Empezó a sudar, las gotas le caían por la cara; escurriéndose hasta la boca. Un sudor ácido con sabor a sangre. Tenía la cara hinchada pero de cuando en cuando lograba colocar sus puños en los costados del campeón. Ruiz estaba excitado por las voces del entrenador y las luces de magnesio de los fotógrafos. Sus manos se colocaban matemáticas sobre la cara del «sparring». Este, como buen «hoocker», procuraba trabarse pues conocía todos los trucos del cuerpo a cuerpo y a la salida de ellos colocar algún buen golpe. Empezaba Luis a sangrar por la nariz, el campeón le estaba tratando malamente. Se sentó en el taburete. Le quitaron la goma de la boca y respiró hondo. Tenía la lengua llena de un sabor amargo, la sangre detenida entre los labios. Cuando le pusieron el hemostático se le cortó la hemorragia. – No des tan fuerte, Ruiz. Conmigo no te estás jugando el título, resérvate para el negro– dijo. – Ruiz está un poco lento de reflejos, tiene una cintura de preñada; apenas se mueve– dijo uno de los periodistas.

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El amo del gimnasio se acercó hasta el rincón de Luis. El humo del puro hizo toser al boxeador. – Bien, Luis. Bien, aún te conservas. Pero tienes que entrarle. El domingo que viene no va a tener Ruiz tantas facilidades como tú le estás dando. Me juego mucho dinero en la pelea y no quiero que el muchacho me falle. El campeón seguía bailando en las cuerdas. De alguna parte llegaba la musiquilla de un aparato de radio. Los periodistas y el fotógrafo bebían cerveza y hacían comentarios. Se cubrió bien con los guantes, temía por su ceja. Por entonces haría diez años que se la rompieron. Desde entonces no veía bien con el ojo izquierdo y Ruiz lo sabía. Muchas veces se preguntaba las causas de la manía de Ruiz. Quizá fuera por aquella vez, cuando el campeón estaba empezando, que le tumbó delante de una muchacha rubia. Ahora, el campeón era el amo y las estaba pagando todas juntas. A veces Ruiz le insultaba, le decía que nunca había sido un boxeador, que había sido un saco de recibir golpes. Flotaba en el aire. Tenía la cabeza hueca, con un gran ruido dentro de ella. Ya tenía la guardia caída y el campeón le golpeaba insistentemente. De nuevo le sangraba la nariz, el ojo izquierdo cerrado. Pero seguía aguantando, pensando en sus cinco mil pesetas y en los chicos. Les había dicho el dueño. «Si gana Ruiz tendrá cinco de los grandes; si pierde, dos». Luis mordió con fuerza el protector y se encogió un poco más. «Ruiz es un cerdo, me va a sacar los billetes a tiras. ¿Qué tendría dentro de la cabeza? Llena de ruido. Ahora me tendré que pasar unos días en la cama y me tendré que comprar unas gafas oscuras.» Ruiz boxeaba mejor que todos aquellos con los que se había enfrentado. Tenía el estilo clásico de los boxeadores ingleses, una gran pegada. Siempre estaba sonriendo. Ni una cicatriz en la cara y la dentadura brillante como un anuncio de pasta dentífrica. Seguro de su pegada no se había puesto el protector. El campeón disparaba su derecha con la seguridad de encontrar la cara del «sparring». Luego, cruzó la izquierda repetidas veces. 5

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Luis se doblaba sobre el cuadrilátero. Al ponerse de nuevo en pie, Ruiz le conectó tres series seguidas. Sabía que estaba «grogui» pero no quería hacerle doblar del todo. Aún faltaban tres minutos y los periodistas se tenían que dar cuenta de que se encontraba en plena forma. Además, a Luis le iban a dar cinco billetes y podía aguantar. Pensaba en el coche que viera el día anterior, Jaguar descapotable que hacía los doscientos a la hora. Cuando acabara el combate con el negro iba a ir con María Luisa a probarlo a la cuesta de las Perdices. Con las espaldas en las cuerdas Luis no podía pensar en nada. Las voces del patrón y de los periodistas resbalaban dentro de su cabeza, solo escuchaba la musiquilla. Pensó que sería el aparato de pilas del patrón; lo había comprado hacía poco y siempre lo dejaba funcionando en el despacho. Luis se repetía la copla insistentemente como si aquella música fuera capaz de vaciar su dolor. – Anda, Luis, ya sólo quedan tres minutos. No sabía de quién era la voz pero le daba lo mismo. Nunca había odiado cuando peleaba, pero el campeón no tenía necesidad de golpearle como lo estaba haciendo. Ahora sí que le odiaba, a él y al patrón. Además eran los que ganaban dinero de verdad, el patrón no exponía nada. El había hecho de «paquete» muchas veces cuando dejó de cotizarse. Para ganar unos billetes se enfrentaba con todos aquellos que iban para campeones, se dejaba aporrear por dos o tres mil pesetas. Pero en la prensa le llamaban el fajador y mantenían su nombre para que se llenara el local. Siempre tenía que perder, pero lo hacía sin odio, como algo irremediable. Uno de los fotógrafos le hizo un plano de la cara, la debía tener bonita, pensó. Un ojo cerrado y la nariz sangrando, Luis se sabía todos los trucos de la prensa, mañana en los periódicos dirían que Ruiz le había tumbado. Pero eso era lo que menos le importaba si era capaz de aguantar hasta el final. Se puso en pie para el último asalto.

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De salida el campeón le santiguó la cara con un zurdazo a la ceja. Luego, un derechazo al hígado, le dolía más que cuando se la partieron. Fue en aquel combate con el francés, aquel sí que era un tipo serio, boxeaba como los ángeles. Fue el último combate honrado que pudo hacer, aguantó hasta el final sin doblar la rodilla. Estuvo en el hospital mucho tiempo pero perdió como un hombre, pegando de firme hasta el final como un buen encajador. Otro golpe de Ruiz en la ceja. El «sparring», con el ojo ya completamente cerrado, se incorporó contra las cuerdas. Luis piensa que le va a dejar ciego si le sigue golpeando. Muerde sus labios hasta hacerse sangre en ellos. Ya no piensa en nada, ni siquiera en el dolor. Delante de él solo ve una figura borrosa, tiene que apartarla, tiene que matar a Ruiz antes de que este termine con él. Lanza la derecha y siente como el guante se clava en la carne del otro hombre. El campeón se tambalea. Luis le insulta y lanza la derecha, para doblar luego con un gacho al estómago. No ve a su contrario pero sabe que le ha dejado clavado en el ring. De nuevo sus puños se hunden en el cuerpo del campeón. Ya no le duele la ceja, no siente nada. Solo nota la proximidad del otro hombre, su respiración. Ruiz retrocede, se encoge. Con los guantes trata de guardarse la cara. Pero un «uppercut» le deja desencajada la mandíbula. Se oye la voz del dueño. – Luis, ¿te has vuelto loco? Baja del ring o te despido. Los periodistas se han puesto en pie, los pupilos gritan enardecidos. Los fotógrafos tiran placa tras placa. Va a ser un escándalo, había que suspender el combate del domingo. El campeón destrozado por el «sparring». El campeón ha caído al suelo, ha perdido el sentido y sangra por la boca y la nariz. Luis se ha quedado quieto, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Se vuelve hacia las cristaleras que quedan a su espalda. El sol le da en la cara y le hace cerrar los ojos aún más. 7

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Tambaleándose cruza por bajo de las cuerdas. Se cae al suelo y queda un momento como un ovillo. Otra vez ha luchado como un hombre. Renqueando se va hacia la ducha. El patrón le sigue, los periodistas también. El entrenador de Ruiz ha tirado el puro y masculla cien blasfemias. – Vete. Vete a descargar sacos. Para eso es lo que vales. Me has hecho perder veinte mil duros y por esas que no te lo perdono. Jura sobre los dedos cruzados, escupe. El agua fría le hace estremecerse. Abre su ojo derecho. Mira al patrón y quiere disculparse. Pero no puede, no le salen las palabras. Bebe un trago de agua de la que cae de la ducha. Después, se viste. Cruza por delante del ring. Un periodista llama a un médico. El campeón ha vuelto en sí. Los dos hombres se miran un instante, ya apenas con odio. En la primera taberna Luis pide una cerveza, necesita algo fresco que le apague el calor que tiene en la cabeza. Bebe de un trago y pide otra botella. Se deja caer en una silla y, de nuevo, vuelve a pensar en sus hijos, en lo que iba a hacer con los cinco billetes grandes. Abre y cierra los puños hasta hacerse daño en las manos. Volverá a descargar sacos y les comprará la bicicleta. El tabernero le mira y Luis se tienta la nariz y la ceja. La sangre le aflora a los labios pero sonríe. – ¿Fue buena la pelea? – Buena. Hace un gesto con la mano como para indicar que ya se encuentra bien, que la pelea fue buena y que luchó como un hombre.

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