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Historia política del mundo contemporáneo

Sergio Ramírez

Titulo original:

World politics. Since 1945

De 1945 a nuestros días Peter Calvocoressi Traducción de Susana Sueiro Seoane (de la 5.' edición inglesa). Revisión y traducción de los cambios traducidos en la 7.' edición inglesa de Cristina Piña Aldao y Juan Carlos Poyán Cottet

Reservados todos los derechos.· De acueredo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reproduzcan o plagien, en todo o en parte, una obra literaria, artistica o cientlfica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

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Esta edición, traducción de la 7.ª de World politics. Since 1945 (actualización de 1996), se publica por acuerdo con Longman Group Limited, London. © Peter Calvocoressi, 1968, 1971, 19n, 1982, 1987, 1996 ©Ediciones Akal, S.A., 1999, para todos los paises de habla española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 91 806 19 96 Fax: 91 804 40 28 ISBN: 84-460-1008-9 Depósito legal: M. 20.560-1999 Impreso en MaterPrint, S. L ColmenarVlejo (Madrid)

Prólogo a la séptima edición

Con esta séptima edición el libro cubre cincuenta años. Los añadidos más importantes abarcan las consecuencias inmediatas de la desintegración del imperio soviético en Europa y de la propia Unión Soviética; el estremecedor colapso de la Federación Yugoslava; la Guerra del Golfo contra Irak y sus múltiples secuelas; el Tratado de Maastricht para fomentar la Unión Europea; las tensiones surgidas en China entre la liberalización económica y los rigores del comunismo en la penumbra de un dilatado gobierno de Deng Xiaoping desde el borde de la sepultura; las suertes entreveradas en África, desde el optimismo en África del Sur, Ghana e incluso Angola, hasta la virulencia en Nigeria, Somalía, Ruanda y Liberia; malas épocas para la ONU, el caduco GATI y el internacionalismo en general. Éste es el medio siglo de la guerra fría. Comienza con el total sojuzgamiento de Alemania y Japón. Para algunos, la Segunda Guerra Mundial fue una colisión ideológica· que se saldó con la derrota del fascismo y desde esta perspectiva despejó el camino a una guerra paralela entre democracia y comunismo. Pero, para ser más exactos, la Segunda Guerra Mundial fue una guerra contra las ambiciones extranacionales de Alemania y Japón, cuyas derrotas ensalzaron el poder de los Estados Unidos y la Unión Soviética hasta tal punto que recibieron el nombre de superpotencias, una nueva categoría política. La guerra fría entre estas superpotencias fue un. enfrentamiento expresado ideológicamente y vivido materialmente. Las ambiciones de Alemania y Japón eran nacionalistas y predadoras pero también formaban parte de una corriente ineluctable que empujaba a la nación-Estado a la agresión dado que el Estado ya no era una entidad autosuficiente y tanto la necesidad como las emociones la impulsaban a extender su dominio más allá de sus fronteras. A su vez, los Estados Unidos y la Unión Soviética no estaban exentos de esta necesidad, aunque se diferenciaban por el distinto modo en que eligieron cumplir con ella. La guerra fría era una disputa por el poder mundial más allá de las fronteras de sus protagonistas, en la que no estaba previsto que ninguna de las partes fuera a tomar los territorios de la otra.

La guerra fría fue un fenómeno enormente confuso. Se libró con una intensidad ideológica y retórica que en gran medida era un disparate y con unas armas pavorosamente destructivas y sin precedentes, pero que eran inservibles en términos estrictamente militares. Además, se suponía que estas dos superpotencias no sólo pertenecían a una categoría común, sino que eran aproximadamente equivalentes, lo cual jamás fue cierto. Aunque en uno o dos sectores el armamento de la Unión Soviética fuera superior y en otros suficiente para responder a la capacidad ofensiva de los Estados Unidos, el balance global entre las superpotencias fue decididamente más ventajoso para Estados Unidos, que era incomensurablemente más fuerte en cuanto al indiscutible poder económico necesario para crear, mantener y desarrollar las armas y en cuanto a las habilidades políticas y económicas requeridas para manejar la complejidad de un Estado moderno. La apariencia y la realidad estaban extraor· dinarimente peleadas. La guerra fría tenía sus raíces en una desconfianza que, acrecentada por desavenencias y errores de cálculo, desembocó en una gran inquietud. Estados Unidos y la URRS estaban profundamente divididos tanto en filosofía política como económica, pero ninguna de las dos potencias tenía la intención de declararle la guerra a la otra aunque ambas temían que la otra pudiera hacerlo. Estos ~emores eran irracionales. Tras el colapso de Alemania, Estados Unidos temía ulteriores avances de las fuerzas soviéticas hacia el oeste y una conversión exitosa al comunismo de los Estados de Europa occidental. Pero, de hecho, las fuerzas soviéticas estaban exhaustas y la propia Unión Soviéticá en ruinas; y ningún Estado occidental estaba ni remotamente cerca de una toma de poder comunista, ni por la vía electoral ni por una sublevación -y de haber sido así su ejército nacional habría sofocado rápidamente cualquier inten· to de golpe-. Por su parte, en 1945 y durante muchos años, la URSS temió un afán consensuado por los países de Occidente para destruirla. Con razón Stalin percibió la fuerte animosidad occidental, pero estaba completamente equivocado al suponer que Estados Unidos y sus aliados pudieran declararle la guerra o concebir otros medios para disminuir su dominio sobre los recién adquiridos satélites en Europa central y oriental. La guerra fría fue la expresión de un profundo antagonismo en el marco de las ideas y la conducta, en la que sin embargo no mediaron disputas territoriales y por consiguiente fue librada como un prolongado intercambio de acusaciones. Y puesto que no era territorial, podía potencialmente convertirse en global. Las armas nucleares acentuaron la confusión. Con frecuencia se ha dicho que la posesión por ambas partes de armas nucleares con una potencia aproximadamente equivalente impedía que la guerra fría se convirtiera en algo peor: cada una de las superpotencias tenía idéntico miedo al armamento que al enemigo. Es evidente que las armas nucleares eran especialmente temibles y, en este sentido, actuaban como fuerza disuasoria -una fuerza disuasoria acrecentada en gran medida por la publicidad de los riesgos de una victoria cuyo coste era la autodestrucción-. Pero ningún arma es peligrosa hasta que no se utiliza y podría argumentarse que no era probable que las superpotencias fueran a utilizar las armas nucleares una contra la otra. Las primeras armas nucleares fueron armas de destrucción e intimidación de masas y durante un breve período de tiempo sólo las poseía o podía producirlas Estados Unidos. Estados Unidos las utilizó contra Japón y posteriormente consideró usarlas contra China, pero su uso contra la URSS en los primeros años de la posguerra era inconcebible. Cuando también la URSS las adquirió, el riesgo de una aniquilación mutua obligó a ambas

partes a desarrollar armas cada vez más precisas, capaces d~ alcanzar objetivos selec· donados más minuciosamente -armas de medio alcance y luego armas tácticas y de batalla- con el fin de racionalizar el uso del poder nuclear en una guerra. Sin embargo, esta tentativa falló. A ningún comandante de operaciones le gustan las armas que contaminan la zona en la que se propone avanzar y que probablemente conducen a la anarquía antes que a la victoria (siendo la anarquía lo que más temen los dirigen· tes junto con la derrota). Dado que el efecto disuasorio de un arma nuclear menor depende de la amenaza implícita de utilizar el arma inmediatamente mayor de la cadena, la amenaza de utilizar la de menor envergadura depende, en último término, de la amenaza de utilizar la de mayor envergadura, cuyo uso debía ser impedido por la creación de la menor. El desarrollo de una cadena de armas nucleares no eliminó la farsa que, aunque presente en la mayoría de las maniobras internacionales, en el caso de las armas nucleares era demasiado grande para resultar convincente. Finalmente la guerra fría no destruyó ni el espacio vital ni a los súbditos de las superpotencias, pero s( sus economías. El predominio de un conflicto aislado como el de la guerra fría oscurece o distor· siona otros problemas. Tres de ellos tuvieron implicaciones especialmente importantes. El enfrentamiento maniqueo de las superpotencias sofocó los frágiles mecanismos del orden internacional. La guerra fría comenzó en el mismo momento en que se creó la ONU, como versión nueva y mejorada de la Liga de Naciones, e inmediatamente invalidó a la ONU, que estaba diseñada para un mundo distinto -un mundo en el que se esperaba que las disputas entre los Estados, aun siendo hasta cierto punto inevitables, fueran susceptibles de ser minimizadas, gobernadas, saneadas-. El impacto de la guerra fría no fue simplemente incapacitar al Consejo de Seguridad mediante el derecho de veto por parte de sus principales miembros. La guerra fría hizo que la ONU resultara en gran parte irrelevante e inoperante en relación con cualquier asunto que pudiera ser interpretado como un aspecto de la guerra fría, de modo que el milagro no es que la ONU fuera menosc~bada, sino que sobreviviera. Sin embargo, sufrió mucho durante la guerra fría y volvió a resurgir en la última década del siglo en un mundo que, al contrario del de 1945, no cifraba en ella grandes esperanzas. La conducción de los asuntos internacionales por medios pacíficos y discursos racionales se debilitó notablemente y Estados Unidos, la superpotencia que había sobrevivido, emergió de la guerra fría con el dilema de hasta dónde podía intervenir en los asuntos mundiales en calidad de primus inter pares y hasta dónde como déspota. Las crisis en Somalia y en el Golfo pusieron al descubierto esta incertidumbre y la guerra en Bosnia provocó un alejamiento, al principio vacilante y luego brusco, de la cooperación internacional hacia una asertivida:d nacional más efectiva, atemperada únicamente por el espíritu de época imperante. Estados Unidos además se vio limitado por un legado de la guerra fría que le había impedido pensar en otros asuntos que no fueran la guerra fría: no habían desarrollado µn política para las distintas partes del mundo, sino meramente una política centrada en combatir en esas mismas zonas a la URSS. Una vez agotado este ingrediente determinante Estados Unidos carecía de una política aplicable a un mundo exento de la guerra fría. Una segunda característica de finales del siglo XX, que fue ensombrecida por la guerra fría, fue el problema que se le planteaba a un Estado a la hora de acceder a las materias primas que quedaban dentro de los confines del otro y que eran esenciales para el bienestar del primero: fundamentalmente el petróleo. El camino más seguro

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para asegurarse estas comodidades -la ocupación de las tierras explotables- no era respetado ni se consideraba seguro. Las colonias, incluso los mandatos, eran tabú, pero se mantuvo la determinación de los Estados más poderosos de defender sus economías y a sus ciudadanos. En este medio siglo el petróleo de Oriente Medio dejó de ser patrimonio de las corporaciones y Estados extranjeros. Esto supuso un cambio en el equilibrio del poder económico, pero no se produjo un cambio equiparable en el equilibrio del poder militar: este último cambió únicamente en el sentido de que se desplazó, pero no en el sentido de que los fuertes vieran mermadas sus fuerzas. Cuando en 1990 Irak invadió Kuwait con el fin de anexionar los campos pertrolíferos y los balances bancarios de este último, Sadam Hussein hizo dos cosas. Perpetró una agresión que violaba los estatutos de la ONU y amenazó con desestabilizar el equilibrio del poder y de la producción de petróleo en Oriente Medio. Este propósito alarmó a los compradores de petróleo, cuyo flujo y precio habían estado hasta hace poco bajo su control. Con esta agresión proporcionó a la ONU una razón que justificara la guerra y al desestabilizar el régimen petrolífero instigó a Estados Unidos a emprender una guerra destinada a derrocarle a él y su régimen. La guerra demostró que las fronteras de un Estado que disponía de unas comodidades internacionalmente valiosas eran particulam1ente susceptibles de ser violadas, independientemente de que este Estado fuera Kuwait o lrak; pero no hizo nada para arrojar luz sobre el problema de cómo dirigir unas relaciones, sin recurrir a la guerra, entre un Estado con tales comodidades pero fuerzas inferiores y un Estado necesitado de tales comodidades pero sin ningún derecho a ellas: el enigma no se centraba en la distribución desigual del poder, sino en la distribución de unos poderes inconmensurables. La tercera cuestión que producía especial incertidumbre afectaba al propio Estado. En la mayor parte del mundo -aunque no en todo él- el Éstado se había convertido en ingrediente principal de la estructura internacional. Era un artilugio europeo y los imperios europeos habían impedido que tomara cuerpo en otras partes del mundo hasta que la retirada de estos imperios de Asia y África permitió a otros pueblos copiar el modelo europeo. Poco después de mediados de siglo los Estados fueron aumentando en número. Sin embargo, los nuevos Estados se apropiaron de los atributos menores propios de un Estado -himno nacional, bancos centrales- sin la suficiente conciencia de las debilidades que siempre habían acosado a los Estados veteranos: la diversidad étnica en lo que engañosamente se había dado en llamar naciones-Estado, las insuficiencias económicas, la debilidad militar, la fragilidad institucional. Al mismo tiempo los Estados veteranos que disfrutaban de los beneficios característicos de un Estado --definición geográfica y legal, lealtad, gobierno estable, disposiciones sociales- estaban dudando acerca de la conveniencia de su condición y experimentado con acuerdos supraestatales (la Comunidad Europea, el ASEAN, una plétora de asociaciones económicas desde zonas de libre comercio a uniones económicas). En el último cuarto de siglo casi la totalidad de la población mundial vivía en Estados, pero la mayoría de estos Estados pertenecía a una u otra organización internacional, empezando por la ONU, en la que sobre todo los Estados nuevos colocaron a sus representantes diplomáticos más veteranos. Estas organizaciones internacionales eran controladas por los Estados a través de sus cuerpos ejecutivos -el Consejo de Seguridad de la ONU, el Consejo de Ministros de la CE, etc.- cuyo dominio y contribuciones financieras apenas disimulados reflejaban que la primacía del Estado seguía vigente. Tampoco fueron escasas las derrotas de la nación-Estado,

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como lo demuestran los ejemplos de la Europa del Este, Somalia, Liberia y Ruanda, Sri Lanka y Burma, y otros tantos. Estos atroces encuentros no eran nuevos, pero sus instrumentos y la publicidad mundial que se hizo de ellos, tanto en televisión como en la prensa, sí lo eran. Incluso en Europa, el continente en el que nacieror:i y maduraron, muchos Estados defraudaron a lo largo del siglo a sus cuidadanos con guerras y otras sublevaciones. En términos generales, el resultado ha sido un descontento creciente con el Estado, pero sin llegar a destronarlo. Los asuntos internacionales siguen siendo en su mayoría asuntos de Estados en un contexto internacional: los Estados siguen siendo la esencia, internacional es el añadido adjetival. La «comunidad internacional», un concepto que los políticos manejan con demasiada facilidad, no existe . La ONU es sencillamente la primera organización mundial de la historia, dado que las organizaciones anteriores, desde el Concierto de Europa posnapoleónico hasta la Liga de Naciones, eran cuerpos regionales con un número limitado de miembros, una autoridad limitada, unos objetivos limitados y ningún poder. Su campo de acción antes de 1945 se desarrolló en Europa para luego circunscribirse a Europa y América Latina, y poco más: un viaje de Viena a Ginebra. Se trataba de experimentos colectivos centrados en la gestión de conflictos de Estado a través de la diplomacia, el arbitraje Y la elaboración del derecho internacional. La ONU empezó como una organización similar. Poco después de su inauguración se transformó por el surgimiento de docenas de nuevos Estados soberanos en todo el mundo; si acaso, tuvo algo más de poder que su predecesor, pero una heterogeneidad cultural considerablemente mayor. Esta diversidad cultural fue el principal obstáculo para concederle mayor poder o fuerza automotora. La cultura que deseaba difundir era pacífica, cooperativa, racional, legalista y, aunque rara vez se llegara a admitir, estaba hasta cierto punto basada en la tradición y la comprensión europea de estos términos. Por contraste desde 1945 la historia del mundo, incluyendo Europa, demuestra que el mundo es' un mosaico. de culturas guerreras rampantes. ?in embargo,. de toda esta confusión surge un experimento europeo llamativamente diferente. Independientemente de dónde uno sitúe las fronteras, la Unión Europea es regional y no global. Abarca una zona que en términos mundiales es comparativam~nte pequeña y posee una homogeneidad cultural apreciable (aunque esa homogen~1dad se vea atenuada por la amplitud de la Unión de oeste a este). Parece ser más activa y efectiva en asuntos europeos que la ONU y mediante el Tratado de Maastricht sus miembros han sacado a colación la posibilidad de darle a la Unión algún tipo de poder militar. J. B. S. Haldane una vez escribió un ensayo acerca de «La i'mpottancia de tener el tamaño adecuado» (Importance of Being the Right Size). Lo que es aplicable en biología podría tal vez aplicarse a los asuntos internacionales. Desde la perspectiva moderna, el Imperio Romano fue bastante pequeño, aproximadamente el tamaño que alcanzará la Unión Europea. El mundo de después de la guerra fría era más que un mundo exento de una guerra fría. Cito tres ejemplos. La desintegración de la Unión Soviética arrojaba dudas acerca de las aptitudes de un Estado ruso, con mucho el más poderoso de los Estados sucesores de la Unión Soviética; pero Rusia era un rompecabezas menos inmediato que China, el Estado imperial más antiguo y extenso de la hisotria mundial. Llevada más de una vez al borde del desmembramiento en los siglos XIX y XX, la enorme expansión y población de China, su renovada coherencia y su aparente confianza en sí

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misma, anunciaban un papel asertivo y amenazante en asuntos internacionales. Aunque parecía que Estados Unidos y Japón habían heredado el mundo, China abar· caba una parte mucho mayor. En segundo lugar, el mundo de después de la guerra fría era un mundo en el que todavía existían armas nucleares. Las superpotencias de la guerra fría habían nego· ciado el alcance del armamento nuclear y las.superpotencias de después de la guerra fría parecían menos propensas a llevar sus relaciones en términos nucleares: de hecho, Japón todavía no disponía de armas nucleares. Pero estas armas, o la capacidad de producirlas o adquirirlas, ya no estaban limitadas a las superpotencias. Hubo señales de circunspección en América Latina: una desconfianza mutua entre Brasil y Argentina, ambos capaces de construir por lo menos un dispositivo nuclear. Sin embargo, en Oriente Medio y Asia del Sur, donde esta capacidad ya existía y estaba extendiéndose, los recelos no llamaban la atención, La proliferación nuclear ya no era una amenaza, sino un hecho, y la amenza de lo que dio en llamarse un conflicto nudear regional era más alarmante porque este concepto resultaba contradictorio: una posible guerra nuclear librada en cualquier parte del mundo no sólo implica a las posibles fuerzas beligerantes. Sin embargo, ninguna organización regional internacional, ni una ONU debilitada por la guerra fría, estaba11 suficientemente equipadas para mediar en conflictos que conllevaran una amenaza nuclear inherente o para gobernarlos ante una amenaza inminente. El mundo no era necesariamente más seguro porque hubiese cesado la guerra fría. Ni tampoco más próspero, y así llegamos al tercer punto. El mundo era internacional sobre todo desde el punto de vista económico -por los beneficios recíprocos del comercio, por el valor de la inversión transnacional, tanto para el receptor como para el proveedor, por los rendimientos políticos de la creciente calidad de vida y método, por la reacción universal frente a la pobreza generalizada- pero se encontraba en estadio incipiente en cuanto a la marcha de las relaciones económicas entre Estados y entre corporaciones de diferentes Estados .o culturas. El poder económico en recursos naturales y habilidades adquiridas estaba distribuido de un modo muy desigual; las normas económicas básicas y la naturaleza de la competición variaban de un lugar a otro; los instrumentos como el Banco Mundial, el IMF, y el WTO {sucesor del GATI), no sólo soportaron las limitaciones propias de los organismos internacionales controlados por una diversidad de gobiernos nacionales, sino también los desacuerdos sobre la teoría, las estrategias y las prioridades macroeconómicas. Para concluir, repito una advertencia y añado otra. Vuelvo a pedir a los lectores que estén al acecho de cuestiones que, al ser demasiado especulativas para una obra de este tipo, no figuran en ella: por ejemplo, el impacto de las armas nucleares que, al socavar el fundamento de una declaración de guerra ...:.al convertir la guerra en un suicidio en la medida en que no logre ser un genocidio- está empujando a los Estados a mantener entre sí un intercambio que se encamina hacia la cooperación y supera la frontera de la agresión por medios distintos a la guerra. La segunda advertencia es resistir a la tentación de leer la historia actual como un fascículo de la historia futura o como invitación a vislumbrar el futuro. Es más importante reparar en la interdependencia del presente y el pasado. Este libro apenas hace mención de la historia anterior a 1945 (ya sólo por cuestiones de espacio), pero todo él está imbuido del pasado y en algunas secciones (por ejemplo, Bosnia) de un pasado que es remoto pero

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a la vez está presente. La historia de los últimos cincuenta años es el producto del pasado y de lo que la gente conoce o desconoce acerca de ella. Este libro pretende ser una ayuda para comprender cosas que han estado sucediendo durante muchísimo tiempo. Con todas sus limitaciones necesarias y sus imperfecciones innecesarias, es un intento de escribir historia. Peter Calvocoressi Enero 1996

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Primera Parte PODER MUNDIAL

y ORDEN MUNDIAL

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Las superpotencias

LA GUERRA FRIA: LOS PRIMEROS ESCENARIOS

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La guerra fría entre las dos superpotencias de la posguerra no fue un episodio equipa· rabie a otras guerras que tienen comienzo y fin, vencedores y vencidos. El término «guerra fría,. se inventó para describir un estado de cosas. El ingrediente principal de este estado de cosas era la hostilidad y miedo mutuos de los protagonistas. Estas emociones estaban enraizadas en sus numerosas diferencias históricas y políticas y se alimentaban de mitos que en ocasiones convertían la hostilidad en odio. La guerra fría dominó los asuntos mundiales durante más de una generación. El presidente Franklin Roosevelt creía, o tal vez sólo esperaba, poder persuadir a Joseph Stalin para que no creara su propia esfera de influencia sobre Europa del Este, sino para que cooperara con Estados Unidos en la creación de un orden económico global basado en el libre comercio y beneficioso para todos los implicados, sobre todo para la Unión Soviéti· ca. El «Préstamo y Arriendo» a la URSS durante la guerra había sido el"primer paso; el Plan Marshall, posterior a la guerra, fue una «última esperanza» un tanto absurda, puesto que incluso después de la muerte de Roosevelt, en abril de 1945, había personás en Washington inclinadas hacia una política que resucitara la Europa del Este sin llegar a una con· frontación militar con la URSS. Pero la mayoría de los americanos creían que la URSS se había consagrado a la conquista de Europa y del mundo entero, en beneficio propio y del comunismo, y que era capaz de lograr, o por lo menos iniciar, una acción destructiva e ini· cua por medio de unas fuerzas armadas instigadas por la rebelión. Desde este punto de vis· ta y bajo la suposición que la hostilidad soviética era inextirpable, o por lo menos más que temporal, la única respuesta posible para Estados Unidos era la de una confrontación mili·· tar en alianza con los europeos y otros países. Ambas suposiciones eran absurdas. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial la URSS estaba incapacitada para seguir empleando sus fuerzas militares y los partidos comunistas que quedaban fuera de su esfera inmediata eran incapaces de lograr nada significativo. Aunque desconfiaran de la URSS y fueran contra· ríos a su sistema y creencias, los poderes occidentales no tenían intención de atacarla y

tampoco estaban dispuestos a desestabilizar el dominio sobre Europa central y oriental quehabía quedado asegurado por su ejército durante el último año de la guerra. Ambas partes se pertrecharon para ganar una guerra que ambos suponían iba a ser iniciada por la otra parte, pero para la que no tenían ni valor ni unos planes concretos. La guerra fría se centró sobre todo en Alemania, donde la disputa sobre Berlín en 19481949 estuvo a punto de desembocar en un conflicto armado pero que terminó con la victoria del lado occidental sin llegar a un combate militar. Este experimento controlado de poder estabilizó a Europa, que durante varias décadas fue la zona más estable del mundo, aunque las hostilidades se trasladaron casi simultáneamente a Asia, comenzando con el triunfo del comunismo en China y la guerra en Corea. Estos acontecimientos a su vezz aceleraron el proceso de independencia y rearmamento de Alemania occidental dentro de una alianza euroamericana y la sucesión de conflictos en Asia, siendo la guerra de Vietnam el más devastador. Los protagonistas jamás de~earon entablar un combate directo pero sí extender su influencia y asegurarse ventajas territoriales en otros lugares del mundo adyacentes, fundamentalmente en Oriente Medio y -tras su descolonización-África. Ninguna de estas excursiones fue decisiva y durante aproximadamente medio siglo la única expn;sión externa de la guerra fría no fue el avance o retroceso táctico sino la acumulación y sofisticación de las vías por medio de las cuales ambas partes intentaban intimidarse mutuamente: esto es, la carrera armamentística. La creciente distensión de la guerra fría resultó del efecto' combinado del elevado coste de los armamentos y de la gradual atenuación de los mitos subyacentes a la guerra. En el verano de 1945 se sabía, tanto en Washington como en Moscú, que Japón estaba dispuesto a reconocer su derrota y a abandonar la guerra que había iniciado con el ataque a Pearl Harbar. En julio, los americanos hicieron explotar experimentalmente la primera arma nuclear de la historia de la humanidad y, en agosto, arrojaron dos bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Japón se rindió inmediatamente, y esta confirmación de la inminente victoria americana privó a los rusos de todo, excepto de una participación simbólica en los acuerdos posbélicos del Extremo Oriente. La Segunda Guerra Mundial terminó con un acto que contenía los dos elementos centrales de la guerra fría: la aparición de las armas nucleares y la rivalidad ruso-americana. En el escenario europeo; este conflicto permaneció velado durante un corto período de tiempo. Los órganos y los hábitos de colaboración de tiempos de guerra no debían desecharse sino adaptarse a los problemas de la paz. La ofensiva rusa de la primavera de 1944 sentó las bases de un dominio militar y una autoridad política de la URSS en Europa sin igual desde que Alejandro l entrara a caballo en París en 1814 con el plan de llevar a cabo un acuerdo entre los vencedores que pusiera orden en los asuntos europeos y los mantuviese en su sitio. La naturaleza del control que las grandes potencias de mediados del siglo xx iban a ejercer era tema de debate: ¿hasta qué punto estas potencias regirían colectivamente el mundo entero, y hasta qué punto cada una dominaría un sector? Rusos y británicos, con el remiso consentimiento del presidente Franklin D. Roosevelt (y la disconformidad de su secretario de Estado, Cordell Hull), discutieron los aspectos prácticos de una inmediata división de _responsabilidades y, en octubre de 1944, en una conferencia celebrada en Moscú a la que el presidente no pudo asistir a causa de la campaña electoral estadounidense, estas disposiciones se expresaron en términos numéricos: el grado de influencia rusa en Rumania fue calificado con 90, en Bulgaria y Hungría con 80; en Yugoslavia, 50; en Grecia, 10. En la práctica, estas cifras llegaron a ser toscos índices de un control político; aunque expresadas como un trato, describían una situación: 90 y 10 eran formas refinadas de decir 100 y O, y el diagnóstico de los casos extremos, Rumania y

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Grecia, se confirmó cuando los británicos tomaron el control de Grecia sin protesta alguna por parte de los rusos, y la URSS instaló un régimen procomunista en Rumania con sólo una leve protesta británica. Bulgaria y Hungría siguieron el mismo camino que Rumania por razones militares. Yugoslavia cayó en la esfera de influencia rusa. _Europa se dividió en dos segmentos pertenecientes a los dos principales vencedores: EE.UU. y URSS. Estas dos potencias continuaron hablando en ténninos de alianza durante un tiempo, y estuvieron específicamente comprometidas a colaborar en el gobierno de los territorios alemanes y austríacos que habían conquistado junto con sus aliados. La situación de la URSS durante estos años fue de gran debilidad. Par:i la URSS, la guerra había sido un enorme desastre económico, acompañado de una pérdida de vidas humanas tan atroz que, probablemente, aún no se había revelado su verdadero alcance. El Estado ruso era una potencia territorial que se había expandido, generación tras generación, dentro de una zona que ofrecía una persistente amenaza alemana. En la fase soviética de su historia, la polí· tica exterior de Rusia se caracterizó, además, por una diplomacia que conducía al aislamiento y por ello, en 1941, al umbral de una derrota militar total. La URSS se había salvado gracias a sus extraordinarios recursos geográficos y espirituales, y gracias a la guerra simultánea en el oeste, en la que los alemanes ya estaban complicados antes de atacar a la URSS, y que se agravaría para ellos cuando, poco después, Hitler declaró, gratuitamente, la guerra a los Estados Unidos de América. Para Stalin, de todas formas, la alianza antifascista de 1941-1945 difícilmente podía haber parecido algo más que un matrimonio de conveniencia y de duración limitada; tampoco parecía otra cosa vista desde el extremo occidental, si no para la opinión pública, al menos para los gobiernos. Terminada la contienda, el objetivo de la alianza se había cumplido y poco había en las mentalidades y tradiciones de los aliados que incitara a pensar que pudiera convertirse en una entente: por el contrario, la historia diplomática de todos los contendientes hasta 1941, y sus respectivas actitudes de cara a los problemas de la política, la sociedad y la economía internacionales, sugieren exactamente la idea opuesta. La eliminación, permanente o temporal, de la amenaza alemana coincidió con la explosión de las primeras bombas nucleares americanas. Por primera vez en la historia del mundo, un Estado había llegado a ser más poderoso que todos los demás estados juntos. La URSS, no en menor medida que el más insignificante de los países, se hallaba a merced de los americanos, si es que éstos estaban dispuestos a hacer en Moscú y Leningrado lo que habían hecho en Hiroshima y Nagasaki. Había multitud de razones para suponer que esta disposición no existía, pero ningún gobierno del Kremlin podía obrar con seriedad basándose en esa suposición. El único rumbo prudente que Stalin podía tomar en esta situación amargamente decepcionante era combinar el máximo fortalecimiento posible de la URSS con una amable valoración del cauto nivel de provocación de Estados Unidos, y subordinarlo todo, incluida la reconstrucción posbélica, a la tarea de alcanzar a los americanos en materia de tecnología militar. Stalin poseía un gran ejército, había ocupado grandes áreas de Europa oriental y central, y tenía aliados y servidores naturales en comunistas de diversas partes del mundo. En el interior, sus tareas eran inmensas, incluyendo la protección de la URSS contra una repetición de la catástrofe de 1941-1945, y la resurrección del país de la tragedia que había costado alrededor de 20 millones de vidas, la destrucción o el desplazamiento de una gran parte de su industria, y la deformación de su estructura industrial en detrimento de todo lo que no fuera producción bélica, y la devastación y despoblación de la tierra cultivada hasta el punto de que la producción de alimentos había quedado reducida casi a la mitad. Para un hombre con el pasado y el temperamento de Stalin, las tareas de restitu-

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ción incluían la reafirmación de las normas del partido y de la ortodoxia comunista, y la reducción, por tanto, de la prominencia del ejército y otras instituciones nacionales, y la extirpación de cualquier forma de pensamiento que se saliera de la línea doctrinal prescrita. En materia de seguridad nacional, en los asuntos económicos y en la vida espiritual, el panorama era siniestro. Dentro del país, los artistas e intelectuales estaban sujetos a una reglamentación, los mariscales victoriosos eran menospreciados y la clase de los oficiales persistente aunque silenciosamente purgada, mientras que el primer plan quinquenal posterior a la guerra prescribía arduas tareas para la industria pesada y ofrecía escaso bienestar a una población agotada por la contienda. De cara al exterior, Stalin dejó claro que las zonas adquiridas en 1939-1940 para cumplir una función protectora no iban a ser devueltas {los tTes estados bálticos, la mitad oriental de Polonia a la que los rusos llamaban Ucrania Occidental, y Bielorrusia Occidental, Besarabia y Bukovina del Norte, y el territorio arrebatado a Finlandia tras la guerra deinviemo); en otras partes de Europa oriental y central, todos los estados debían tener gobiernos bien dispuestos hacia la URSS, una vaga fórmula que parecía significar gobiernos' con los que se podía contar para que nunca volvieran a dar facilidades a un agresor alemán, y que acabaría significando, después de 1947 aproximadamente, gobiernos decididamente hostiles a Estados Unidos en la guerra fría. Tales gobiernos tenían que ser instalados y mantenidos por todos los medios necesarios. En el momento de las conferencias que Stalin, Roosevelt y Churchill celebraron durante la guerra, algunas zonas de la URSS estaban todavía ocupadas por fuerzas alemanas y, en el transcurso de la contienda y, más tarde, durante el tiempo en que perduraron sus secuelas psicológicas (un período de duración imprecisa), Stalin estuvo, sin duda, obsesionado por su problema alemán. La guerra fría sustituyó, primero a los alemanes por los americanos, pero luego, tras el rearme de Alemania occidental, combinó las dos amenazas en una nueva amenaza americano-alemana. Esta evolución, a la que el propio Stalin contribuyó con sus acciones en Europa oriental y central, pudo, no obstante, constituir una decepción para él si, como parece posible, había mantenido alguna vez una perspectiva muy diferente de las relaciones ruso-americanas. Para Stalin, durante la guerra los americanos estaban personificados por el presidente Franklin D. Roosevelt, que no ocultó su deseo de llevarse bien con la URSS ni su desconfianza hacia el imperialismo británico y otros imperialismos occidentales. Por otra parte, Roosevelt deseaba una alianza con los rusos contra Japon, y no parecía en absoluto probable que hiciese lo que Stalin hubiera temido, es decir, mantener tropas en Europa permanentemente y convertir a Estados Unidos en una potencia europea. Por el contrario, Roosevelt no estaba demasiado interesado en la Europa de la posguerra, ni mostraba, en absoluto, por ejemplo, el interés de Churchill acerca de lo que iba a ocurrir en Polonia y Grecia. Así como las relaciones ruso-británicas estuvieron próximas a la ruptura a causa de Polonia, esto no ocurrió con las relaciones ruso-americanas; y Stalin, aunque sin verdadero desinterés ni falta de calculada diplomacia, evitó serios desacuerdos con Roosevelt sobre problemas de organización mundial (como el de la representación de las repúblicas soviéticas en la ONU) en los que Roosevelt estaba seriamente interesado. Partiendo de la base de que los Estados Unidos se mantendrían distantes de Europa y hasta cierto punto amables con la URSS, Stalin estaba dispuesto a moderar su apoyo a los comunistas europeos para no alarmar a Estados Unidos. No podía prever que entregando Grecia a los británicos estaba preparando el camino para la transferencia de la península helénica a Estados Unidos en un plazo de tres años. El hecho de que no ayudase a los comunistas griegos pudo deberse, principalmente, al cálculo de que la ayuda no valía la pena, pero

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Stalin pudo también haber pensado que apoyarles alarmaría e irritaría a los americanos que se agrupaban en tomo a Roosevelt. El líder soviético continuaba con una línea política aplicada ya a Yugoslavia durante la guerra, cuando contuvo el deseo de los comunistas yugoslavos de proyectar y realizar su revolución social estando todavía la guerra en cur· so, y les urgió para que cooperasen con otros partidos, incluso monárquicos. Asimismo, persuadió a los comunistas italianos de que fueran menos antimonárquicos que el Partido de Acción, no comunista; fue el líder comunista Palmiro Togliatti quien propuso, después de la caída de Mussolini, que el futuro de la monarquía italiana permaneciera en suspenso hasta que terminase la contienda. De todos modos, para entonces Roosevelt había muerto y cualquiera que hubiera podido ser la política de Stalin hacia Estados Unidos no se podía seguir basando en sus relaciones con Roosevelt y en su estimación de las inten· ciones de éste. Aunque Roosevelt hubiese sobrevivido, su política hubiera podido cambiar radicalmente -como cambió la de Truman- a raíz de la explosión con éxito de dos bombas atómicas y de la evolución de la política de Stalin en Europa. Para Stalin, una vez enfrentado en agosto de 1945 a la evidencia de Hiroshima y Nagasaki, el hecho más destacado era que la URSS no poseía una fuerza aérea estratégica y no podía lanzar un ataque directo a Estados Unidos. Lo mejor que podía hacer Stalin era plantear una amenaza a la Europa occidental que pudiera disuadir a los americanos de atacar a la URSS. Los ejércitos rusos no fueron desmovilizados ni retirados de las zonas que habían ocupado en las últimas campañas de la guerra, que incluían las capitales históricas de Budapest, Praga, Viena y Berlín. De este modo, Stalin creó un área defensiva por delante del vulnerable núcleo de sus territorios y, al mismo tiempo, obligó a los exhaustos y trémulos euro-

peas y a sus protectores americanos a preguntarse si la rendición alemana había detenido, realmente, el avance soviético, o si éste podría continuar hasta que París, Milán y Burdeos se sumaran al saco ruso. Pero no puede probarse que necesitara mantener un enorme ejército y reducir a vasallaje a la mayor parte de Europa central y oriental mientras el dinero y los cerebros soviéticos se encargaban de fabricar la bomba rusa. Stalin, para lograr la seguri· dad nacional acentuó la hostilidad americana -a la que tenía motivos para temer. La paridad nuclear fue un objetivo casi ineludible para el Kremlin desde 1945, pero había en teoría una alternativa que los americanos trataron de formular en el contexto de una política práctica. Consistía en sublimar o internacionalizar la energía atómica y apartarla así de la política entre estados. Una de las primeras medidas de las Naciones Unidas fue la creación en 1946 de una Comisión de Energía Atómica. En la primera reunión de esta comisión, Bemard M. Baruch presentó, en nombre de Estados Unidos, un plan para crear una Autoridad de Desarrollo Atómico Internacional que tendría exclusivo control y posesión de cualquier actividad nuclear potencialmente útil para la guerra y tendría también derecho a inspeccionar todas las demás actividades atómicas. Una vez que se contase con un control internacional efectivo, Estados Unidos dejaría de fabricar armas nucleares y destruiría las reservas existentes. Pero Estados Unidos no podía destruir sus avanzados conocimientos tecnológicos y conservaría por tanto una enorme ventaja sobre la URSS, cuya aceptación del Plan Baruch supondría el retraso de sus propios avances en física nuclear. Además, a la URSS no le agradaba el plan porque significaría la abolición en este campo del veto, que era el principal símbolo y garantía de la soberanía nacional, en contraste con el gobierno internacional. La URSS estaba menos dispuesta que nin· gún otro Estado a apoyar la supresión del veto. A. A. Gromiko propuso en lugar de ese plan un tratado que prohibiese el uso de armas nucleares, la destrutción de los depósitos existentes y una comisión de control internacional subordinada al Consejo de Seguridad (y, por lo tanto, sometida al veto}; se opuso a la creación de una nlleva autoridad inter· nacional y sólo estuvo dispuesto a permitir la inspección internacional de aquellas plantas en las que se hubiese decl~rado suspendida la producción nuclear y cuando el gobier·· no del país en el que estuviesen situadas las hubiese ofrecido para la inspección. Estas posiciones eran irreconciliables y, aunque el debate continuó durante algún tiempo, la Comisión de Energía Atómica de la ONU decidió finalmente en 1948 suspender indefi· nidamente sus sesiones. El rechazo ruso del Plan Baruch fue un nuevo factor que vino a añadirse para persuadir a la administración de Harry S. Truman -que había ascendido a la presidencia de Estados Unidos a la muerte de Roosevelt, en abril de 1945- de que la URSS no era ya un aliado, sino un adversario. La bomba atómica fue un arma militar que había sido usada para llevar la guerra con Japón a un final excepcional y era también un arma política que fue usada para poner trabas al poder ruso. La guerra dio a Estados Unidos un gran poder en Europa con considerables fuerzas militares y armas nucleares en este territorio. Los artífices de la política americana tenían, teóricamente, mayor libertad de elección que sus colegas rusos. Dotados de una poderosa superioridad técnica, que quizá consideraban que sería permanente, se encontraban en una posición en la que podían atacar, amenazar o simplemente esperar y ver qué pasaba. Atacar -iniciar una guerra preventiva- era imposible en la práctica, porque de ningún modo eran capaces de asumir la voluntad de hacerlo. Una guerra preventiva es una guerra emprendida por un pueblo que se siente amenazado con el objeto de eliminar la amenaza, y los americanos no estaban ni se sentían amenazados por los rusos. En estas circunstancias, una guerra preventiva de los ame·

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Frontera internacional soviética hasta 1991 Frontera entre repúblicas Zona de agua

1.3. Los cuatro estados de Asia central y el Cáucaso.

ricanos era un concepto intelectual abstracto. (Para los rusos era real pero también suici· da.) Por consiguiente, los americanos adoptaron una política que combinaba las amena· zas con el esperar y ver. Todas las armas tienen implicaciones políticas, y cuanto mayor es el arma, mayores son las implicaciones. Un arma que es demasiado temible para ser utilizada tiene las máximas implicaciones, puesto que sus poseedores querrán hacer uso político de ella para compen· sar las anómalas limitaciones de su utilidad militar. La postura de Truman fue automáti· camente diferente de la de Roosevelt tan pronto como Hiroshima hubo sido destruida. La cuestión no era si iba a hacer uso político de la nueva arma, sino para qué fin político la utilizaría. La relación entre Estados Unidos y la URSS se había alterado: ¿cómo debía ser explotada esta alteración? El contexto en el que esta cuestión apareció por primera vez no fue asiático sino europeo, porque era en Europa donde estaban surgiendo los principales asuntos políticos. A Estados Unidos, al contrario que a la URSS y Gran Bretaña, no le gustaba la idea de las esferas de influencia. Tampoco le gustaba la perspectiva de un control exclusivo de los rusos sobre media Europa y creía que éstos estaban dando pasos en esa dirección, contraviniendo así los compromisos de instalar gobiernos democráticos en los países liberados del dominio alemán. Como los propósitos rusos eran inciertos -Stalin pareció contentarse, al principio, con la instalación de gobiernos de coalición en estos países y con la interpretación de que democracia significaba cualquier cosa que excluyera a los fascistas {un término moderadamente ambiguo en las circunstancias reinantes}Estados Unidos quería ejercer presión sobre Moscú en dos direcciones: para lograr que las coaliciones fueran más democráticas en el sentido de que fueran proporcionalmente representativas de la voluntad popular, y para que se concediese a los representantes ame· ricanos y británicos en las Comisiones de Control de los países liberados algo más de auto· ridad en relación con sus colegas rusos. Y, en la presión que se ejercería para conseguir estos objetivos, jugaría un importante papel la bomba nuclear, que era de suponer que haría que los líderes rusos se lo pensaran dos veces antes de adoptar la política contraria. Del lado americano, ese factor intangible pero sin embargo real llamado clima de opi· nión estaba cambiando en esta coyuntura por otras razones, aparte del crecimiento del potencial nuclear. Hombres nuevos impartían nuevas ideas y nuevas formas de manejar los problemas existentes. Truman era un hombre mtiy distinto de Roosevelt y consciente de las diferencias: un americano de cierta eminencia, pero en modo alguno una figura de relieve mundial; un hombre respetado por cualidades como la sencillez o la franqueza, más que por su astucia; un hombre en el que el coraje tendría que ocupar el lugar de la fmura Y la sutileza políticas; un hombre típicamente americano en su adhesión a unos pocos principios e ideologías básicos, allí donde el menos típico Roosevelt había preferido, gene· ralmente, la forma de pensar del pragmático. 1ruman, como último recurso, llevaba a cabo su política siguiendo preceptos y no improvisando, y mientras que a Roosevelt le había preocupado el problema de las relaciones entre dos grandes potencias, Truman estaba más influido por el conflicto entre el comunismo y una entidad aún más vaga llamada anticomunismo. Además, en la medida en que estas generalizaciones son disculpables, Truman era el americano más representativo de finales de los cuarenta, y se inclinaba a conside· rar el encuentro de americanos y rusos en medio de Europa como una confrontación de sistemas y civilizaciones más que de Estados. Informes sobre la indisciplina y las barbari· dades cometidas por tropas rusas, frecuentemente descritas en este contexto como asiáti· cas o mongoloides, incrementaron esta propensión. (También los europeos, si tenían que

elegir entre una hueste de violadores y una hueste de seductores, no sólo preferían a la última, sino que a la primera la temían como a algo extraño y espantoso.) Estados Unidos tenía razones para creer que las repercusiones de Hiroshima en Euro· pano pasaban inadvertidas para los rusos. En octubre y noviembre de 1945 se celebraron elecciones sin coacción en Hungría que dieron a los comunistas sólo una pequeña parti· cipación en el gobierno de la capital y del Estado. Las elecciones en Bulgaria fueron aplazadas ante la insistencia americana y contra los deseos de los rusos. En Rumania, Estados Unidos se alineó con los anticomunistas y el rey en contra del primer ministro, Pettu Groza, al que los rusos habían instalado cuando entraron en el país en 1944. Pero la zona de pruebas decisiva fue Polonia, donde un gobierno de coalición, presi· dido por un primer ministro socialista, se mantuvo hasta 1947, pero se fue transformando gradualmente en el transcurso de ese año y del siguiente, años que asistieron al predomi· nio del viento del este sobre el del oeste en Europa central y oriental, al fracaso del inten· to americano de oponerse a la partición de Europa en dos esferas de influencia, y a la formalización de la guerra fría. En estos años, la política americana cambió de dirección, abandonando el intento de desarrollar al máximo su influencia a lo largo de Europa en favor del objetivo menor de hacer entender a la URSS que quedaban prohibidos nuevos avances territoriales en Europa. Esta prohibición iba a ser impuesta e institucionalizada por una serie de acuerdos polí· ticos abiertos, y apoyada por disposiciones militares. El abrumador poder de Estados Uni· dos sería utilizado para obstruir pero no para destruir. Si la URSS ofrecía una amenaza material, sería contenida por barreras físicas; si ofrecía una amenaza ideológica, sería con· trarrestada con el ejemplo democrático, con dinero y con las semillas de la decadencia que los occidentales percibían en el sistema comunista {al igual que los marxistas en el capi· talismo). La política americana era también constructiva y reconstructiva. La Agencia para el Auxilio y la Reconstrucción de la ONU {UNRRA) estaba financiada, principalmente, con dinero americano; la ayuda, que fue enorme, se destinó, especialmente, a la URSS y Yugoslavia. En marzo de 1947, Estados Unidos asumió el papel, tradicionalmen· te desempeñado por Gran Bretaña y que ahora resultaba demasiado costoso, de mantener a los rusos alejados del Mediterráneo oriental: Truman colocó a Grecia y Turquía bajo la protección americana y prometió ayuda material a los estados amenazados por el comu· nismo. Tres meses después, Estados Unidos inauguró el Plan Marshall para impedir el colapso económico de Europa, que se temía que pudiera dejar al continente entero desamparado ante el poderío ruso y los señuelos del comunismo. La oferta de ayuda eco· nómica estadounidense se hizo a toqa Europa incluida la URSS, pero Moscú la rechazó para ella y sus satélites. Por segunda vez -el Plan Baruch fue la primera- los rusos recha· zaban una generosa propuesta de Washington en lugar de aceptar una colaboración que hubiera permitido a los americanos y a otros moverse libremente por la URSS y observar su verdadera situación. La evolución por separado de Europa occidental por un lado y Europa oriental por otro se vio así afirmada y la iniciativa est.adounidense de reconstruir la primera acabó con las esperanzas rusas {si es que habían existido) de obtener victorias en Occidente. De este modo había quedado trazada una línea de separación. El golpe de Estado que sustituyó el gobierno de coalición por otro comunista en Praga al año siguiente la hizo más rígida. El pesimismo y el miedo cundieron en la política europea. Aunque no había lucha, excepto una de carácter local, esporádico y no reconocido, todo el mundo coincidía en describir la situación como una guerra. Entonces, en Alemania, donde las grandes poten•

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cias se habían estrechado las manos en 1945 y habían establecido una administración conjunta, la lucha por la única importante porción de Europa no incluida en ninguno de los dos campos condujo a un desafío y a una réplica a ese desafío que parecieron destina· dos a originar un enfrentamiento armado. Al final de la guerra, Estados Unidos, la URSS y Gran Bretaña estaban aparentemente de acuerdo en dos propuestas fundamentales sobre Alemania, ninguna de las cuales lograron mantener. La primera de ellas era que Alemania debía ser sometida a coacción, y la segunda que debía permanecer unida en una sola entidad estatal. En una década, Ale·· mania quedó dividida en dos estados separados, cada uno de los cuales -particularmente el occidental- jugaría un papel cada vez más efectivo en la política internacional. Entre las razones de este resultado estaba la incapacidad de los vencedores para ponerse de acuerdo sobre otros aspectos del problema alemán, la importancia intrínseca de Alemania en sí misma y una serie de circunstancias externas, de entre las cuales la guerra de Corea era la más importante. De este modo, Alemania quedaba dividida, al igual que Europa en su conjunt<,:>, como consecuencia de la rivalidad ruso-americana en las salas de conferencias y en el suelo de Europa y otros lugares. La bipolaridad de las p~líticas de las potencias posbélicas conducía inevitablemente a la delineación y la demarcación, e incluso, en un célebre episodio posterior, a la construcción de un muro, una reminiscencia táctica de mecanismos tan antiguos como el intento de cortar el Cuerno de Oro a los barcos o el istmo de Corinto a los ejércitos. A Los principales vencedores estuvieron inicialmente de acuerdo en que Alemania debía ser desarmada y desnazificada, dividida administrativamente en zonas de ocupación pero económicamente tratada como una sola unidad que respondería al pago de sus importaciones de bienes necesarios con la producción que se le permitiese. El desmembramiento, que había sido discutido y pudo haber seguido presente en algunas mentes francesas, fue tácitamente abandonado sin ser oficialmente rechazado, y las amputaciones territoriales que sufrió Alemania fueron la pérdida de Prusia oriental en favor de la URSS y la pérdida, asimismo, de todos los demás territorios más allá de los ríos Oder y Neisse Occidental, que quedaron bajo administración polaca; la delimitación final del Estado alemán quedaba pendiente de una conferencia de paz que nunca tuvo lugar. Churchill se negó a aceptar la designación del Neisse Occidental -en oposición al Neisse Orientalcomo el límite occidental de la esfera de Polonia (el Neisse Occidental fluye en dirección al norte hasta unirse al Oder en un punto en que la corriente ascendente del Oder gira bruscamente hacia el este), pero se sintió incapaz de persistir en una actitud aparentemente antipolaca. La decisión de Postdam sobre las fronteras de Alemania, aunque expresada en términos provisionales, era en realidad una victoria para los rusos. Alemania per~·p; dió cerca de una cuarta parte de sus territorios anteriores a 1938. A Los vencedores se encontraban divididos en sus puntos de vista sobre cuál sería la política económica de la ocupación y la futura estructura del Estado alemán. Los principios generales de unidad económica y de equilibrio entre importaciones y producción, apro· hados en Postdam, se vieron obstaculizados por el problema de las indemnizaciones, que había sido discutido de forma poco concluyente en Yalta y dejado de lado más tarde en Postdam. Se acordó en Yalta que la suma de 20.000 millones de dólares se tomaría como base para posteriores discusiones, exigiendo la URSS la mitad de dicha suma para sí misma y para Polonia. En Postdam, la URSS, cuya necesidad de indemnizaciones en especie o en metálico era apremiante, logró un acuerdo que le permitía realizar apropiaciones en su zona de ocupación para satisfacer las demandas de indemnización rusas y polacas, pero

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no quedó establecido el alcance de dichas demandas. Los aliados occidentales tenían igualmente derecho a desmantelar y trasladar bienes de sus zonas para satisfacer sus demandas y las de los restantes aliados. Este acuerdo estaba destinado a convertir en un absurdo el principio de la unidad económica, puesto que las diversas zonas eran econó· micamente diferentes tanto con respecto a artículos manufacturados como a la produc· ción agrícola. También hacía absurdo el principio de pagar las importaciones con la pro· ducción en curso admitida, desde el momento en que permitía a los ocupantes destruir las fuentes de producción. Alemania podía ser saqueada y exprimida hasta cierto punto, pero no por mucho tiempo. Los aliados occidentales comprobaron pronto que el desmantela· miento les obligaba a proveer a sus zonas de bienes importados que tenían que ser paga· dos por sus propios contribuyentes, ya que la producción alemana era incapaz de pagar la factura. Además, los desmantelamientos y traslados que los rusos realizaban a gran escala, junto con la grave penuria y carestía dentro de la propia URSS, hacía~ recaer sob~e los ocupantes occidentales la carga adicional de suplir a la zona rusa con alimentos y bienes esenciales. Aunque los americanos podrían haber estado dispuestos a ayudar directamen· te a los rusos con medios y material para la reconstrucción, estaban resentidos del modo indirecto en que los rusos se servían de material alemán, a costa finalmente de los americanos, mientras los rusos, por su parte, estaban contentos de tomar de Alemania lo que su amor propio les impedía aceptar de los americanos. A Este conflicto vino acompañado de desacuerdos sobre la estructura política de Alemania y, posteriormente, sobre sus vinculaciones políticas. Los británicos estaban pragmáticamente predispuestos a favor de una estructura unitaria más que federal, por razones económicas más que políticas. La principal preocupación rusa era estratégica: mantener su posición en Alemania oriental. Esto constituía el mínimo esencial e irrenunciable al que consiguientemente se aferraron los rusos firme y resueltament~. ~e consol~d~ est~ p~~­ tura en noviembre de 1945, cuando tuvo lugar el primer acontec1m1ento polmco s1gn1ftcativo en la renaciente Europa de la posguerra: las elecciones en Austria, en las que los comunistas sufrieron una derrota decisiva. Si además de mantenerse firme en Alemania oriental el poderío ruso podía extenderse a Alemania entera, mucho mejor; pero la consecución de esta meta más amplia debió parecer bastante dudosa y problemática una vez transcurridos los primeros y caóticos meses de paz. De todos modos, mientras se mantuvo la posibilidad, los rusos apoyaron un gobierno central fuerte para Alemania, con la esperanza de que cayera en manos del Partido de Unidad Socialista (SED), un intento de crear un partido de izquierdas bajo control comunista e impedir el funcionamiento de otro par· tido socialista diferente. Sólo abandonaron esta secreta política cuando se hizo evidente que una Alemania unida no sería más comunista en los años cuarenta de lo que lo había sido después de 1918. Por consiguiente, pasaron a apoyar no una solución federal para Alemania en su conjunto, sino una política de división del país en dos Alemanias. 4 Los partidarios de la federación, entendiendo por ello una federación con un gobierno central débil, eran los franceses. Incapaces ellos mismos de imponer control alguno sobre Alemania y poco convencidos de la capacidad de sus aliados para hacerlo por mucho tiempo, los franceses querían un Estado alemán débil, desarmado e incapacitado por la fra~en· tación política interna. También querían carbón para sus propios planes de reconstruccton Y para el Sarre. La modificación de su política se produjo por etapas: primero, G~o.rges Bidault, siendo ministro de Asuntos Exteriores, hubo de reconocer, a su pesar, la hostilidad entre la URSS y los aliados occidentales, y a continuación alinéo a Francia del lado de los últimos Y aceptó el establecimiento de un nuevo Estado alemán occidental que incluía la zona france-

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sa; después, Robert Schuman procuró, en un contexto europeo más amplio, ganarse la amistad alemana en vez de asegurarse contra su hostilidad, y René Pleven, en el mismo contex· to, aceptó el ream1e de Alemania; finalmente, De Gaulle, desarrollando la política de Schuman de llevar a cabo la reconciliación sin contar con el marco europeo, concluyó con Konrad Adenauer, antiguo colega de Schuman, una alianza bilateral franco-alemana. A, En los tres años siguientes a la conferencia de Postdam, los ocupantes, sin haber logra· do realizar una política alemana coherente, pasaron de la noción de Alemania como país que había que reprimir a la noción de Alemania como país que había que conseguir, de una postura de eminente colaboración a otra eminentemente competitiva. Ninguna de las dos conferencias de ministros de Asuntos Exteriores celebradas en 1947-en Moscú en marzo y en Londres en noviembre-consiguieron elaborar el tratado de paz que se suponía que debía salir de ellas. El mismo año, que fue también el año de la Doctrina Truman y del Plan Marshall, las zonas americana y británica se fundieron en una sola (en enero) y fueron dotadas de un consejo económico compuesto por cincuenta y cuatro miembros (en mayo). Al año siguiente, americanos y británicos iniciaron resueltamente un movimiento tendente a la conversión de su zona conjunta en una democracia parlamentaria solvente y autónoma. Se duplicó el número de miembros del consejo económico y se le dotó de una segunda cámara¡ se llevó a cabo un plan para la internacionalización del Rµhr con objeto de contestar a los temores de aquellos a los que les resultaba difícil digerir la reaparición de un Estado alemán soberano; en junio, los americanos y los británicos devaluaron el marco en sus zonas, una refonna muy discutida y necesaria que los rusos obstaculizaron apelando al principio de la unidad económica; en septiembre se reunió en Bonn una asamblea constituyente. Este proceso se completó en abril de 1949 cuando la zona francesa se unió con la angloamericana. Pero mientras tanto los rusos decidieron lanzar un desafío al conjwlto de la política occidental orientada al desarrollo por separado de un Estado alemán occidental. Eligieron para ello Berlín, donde su posición era especial y fuerte. A Berlín habia sido excluida del sistema zonal y colocada bajo una autoridad aliada conjunta diferente, la Kommandatura. Para fines prácticos, la ciudad estaba dividida en cuatro sectores, pero estos sectores no tenían la autonomía administrativa de las zonas. La posición rusa en Berlín era distinta por dos razones. Fueron los rusos los que entraron primero en la ciudad, ocupándola unos días antes de la derrota alemana y emprendiendo las tareas de limpieza de los escombros, organización del racionamiento, instalación de nuevas autoridades y establecimiento de una fuerza policial antes de la llegada de las unidades americanas o británicas; y por otro lado, el trazado de los limites de las zonas convertía a Berlín en un enclave dentro de la zona rusa, al que 260 kilómetros separaban del punto más cercano bajo control británico. Posteriormente se discutió mucho sobre la falta de previsión y sentido político de los aliados occidentales al dejar que los rusos llega· sen primero a Berlín y al aceptar el práctico aislamiento de la ciudad sin asegurarse siquiera derechos clara y formalmente definidos de acceder a ella. Aunque hay que tener en cuenta el carácter y las exigencias de la colaboración durante la guerra (que tuvo que ser protegida hasta el final casi a cualquier precio), no cabe duda de que los americanos y los británicos hubieran llevado las negociaciones por un derrotero diferente si se hubieran dado cuenta de que, en realidad, estaban entregando Berlín a los rusos, sujetos sólo al derecho de ser encerrados en su interior. A Berlín era el punto central de una tentativa soviética de hacerse con el control de Alemania, la cual, después de comenzar con una expedición favorable, pronto empezó a encontrar problemas. Los socialistas se negarnn a una fusión con los comunistas en un

partido único y promovieron, en cambio, una coalición antirrusa que, en las elecciones de octubre de 1946, frustró el proyecto soviético de poner la administración de la ciudad en manos comunistas. En 194 7, Ernest Reuter, un socialista ex comunista, fue elegido alcalde en una lucha simbólica en la que todos los ocupantes que no eran rusos estaban clara, aunque aún discretamente, alineados con Reuter contra los rusos y los comunistas. La vida política independiente de la ciudad había cobrado un nuevo impulso, antes de que los rusos pudieran imponer un sustituto que lo ahogara, de fonna que, mientras la posición estratégica rusa continuaba siendo fuerte, su posición política no había crecido proporcionalmente, y los ocupantes occidentales se sentían en deuda con los berlíneses por las actividades antisoviéticas que los habitantes de esta ciudad habían llevado a cabo. A cambio de esta ayuda no convenida, los ocupantes occidentales sintieron más tarde que tenían el compromiso de mantener la independencia de Berlín con respecto a la zona rusa y con respecto al Estado que luego sucedería a dicha zona: Alemania oriental o la República Democrática Alemana. I~ Los pasos dados por los ocupantes occidentales en 1947-1948 para establecer un Esta• do alemán occidental suponían una amenaza para la ambición soviética de quedarse con Alemania entera y convertirla en un Estado comunista. También presagiaban el renacimiento de una potencia alemana independiente en la política mundial, armada y hostil a la URSS. Los rusos decidieron hacer de estos acontecimientos un asunto prioritario y recurrir a la fuerza para deternerlos. Cortaron las carreteras y las vías férreas y marítimas por las que los ocupantes occidentales se comunicaban con Berlín, así como los suministros de alimentos, electricidad, gas y otros productos necesarios que se enviaban con regularidad a los sectores occidentales desde el este. El derecho legal a la utilización ininterrumpida de las vías de comunicación era vago, y además carecía de importancia tratándose, como de hecho se trataba, de una clara prueba de fuerza. Los ocupantes occidentales, tras considerar y rechazar la posibilidad de hacer valer sus derechos enviando un convoy armado que se abriera paso a lo largo de la carretera desde la zona británica hasta los límites de la ciudad, decidieron en su lugar traspasar el cerco ruso por el aire, colocando así a los rusos en la situación de tener que disparar primero. También replicaron imponiendo ellos, a su vez, un bloqueo sobre la zona rusa, y los americanos desplazaron parte de sus bombarderos de largo alcance a aeródromos de Inglaterra. Entre julio de 1948 y mayo de 1949 las fuerzas aéreas americanas y británicas transportaron más de un millón y medio de toneladas de alimentos, combustible y otros bienes a Berlín (la mayor carga en un solo día sobrepasó las 12.000 toneladas), asegurando así las necesidades de toda la población civil de los sec"tores bloqueados, al igual que las de sus guardianes occidentales. Esta hazaña doblemente extraordinaria -tixtraordinaria por lo que se logró y extraordinaria por haberlo logrado sin que condujera a uná abierta hostilidad- supuso una derrota para los rusos, que abandonaron el bloqueo después de 318 días a cambio de la promesa de w1a nueva conferencia sobre Alemania que se celebró en París pero no consiguió nada. A La victoria occidental en Berlín fue seguida por la transformación de la zona oeste de Alemania en un Estado soberano y un miembro armado de la alianza euro-americana contra la URSS. Después de las elecciones del mes de agosto, nacía la República Federal de Alemania el 20 de septiembre, con capital en Bonn y Konrad Adenauer como canciller. De ese modo, uniéndose al bloque occidental, Adenauer accedía a aplazar la reunificación • alemana. Un estatuto de ocupación y una serie de acuerdos (los acuerdos de Petersburgo) definieron las relaciones entre el nuevo Estado y las potencias occidentales e impusieron ciertas restricciones sobre su soberanía, pero estas disposiciones detalladas carecían de

importancia comparadas con el hecho extraordinario de que la mayor parte de Alemania había sido apartada del control conjunto de sus conquistadores y ligada a una nueva alianza occidental anticomunista. Exactamente un año después de la creación de la República Federal, su rearme se convirtió en una cuestión candente: como resultado de la guerra de Corea en junio de 1950, los americanos se convencieron a sí mismos y, con mayor dificultad, a sus aliados británicos y franceses y a Adenauer (que inicialmente estaba en contra) de que la República Federal debía contribuir al armamento de Occidente. La alianza occidental, que fue creada para hacer la guerra fría, comenzó su existencia el 4 de abril de 1949, durante el bloqueo de Berlín. Dos años antes, semejante alianza hubiera parecido imposible a la mayoría de los europeos y americanos a causa de la fuerza de los partidos comunistas de Francia e Italia, pero durante 194 7 los comunistas fueron excluidos del gobierno de estos dos países y quedó probada la falsedad de la creencia de que no era posible gobernarlos sin participación comunista. El Tratado del Atlántico Norte era una asociación de doce estados que declaraban que un ataque armado sobre uno de ellos en Europa o Norteamérica sería considerado como un ataque sobre todos ellos, y que cada uno iría en tal caso en ayuda del aliado atacado tomando cualqui_er medida que se juzgase necesaria, incluido el uso de la fuerza. El área que cubría el tratado quedó definida como los territorios de cualquiera de los signatarios en Europa o Norteamérica, Argelia y las islas, así como los buques o aviones de cualquiera de los signatarios en el Atlántico al norte del Trópico de Cáncer; el tratado también entraría en funcionamiento en caso de ataque a las fuerzas de ocupación de alguno de los signatarios en Europa. Grecia y Turquía se unieron a la alianza en 1952 y la República Federal de Alemania en 1955. La creación de la OTAN era una afirmación de la disolución de la alianza de los tiempos de guerra. Era un gesto defensivo de las principales potencias occidentales basado en el temor a una agresión rusa, en la repulsa hacia el hecho y la naturaleza de la dominación soviética en Europa oriental, en la frustración -que se estaba convirtiendo en hostilidad- por lo que respecta a los asuntos alemanes, en el estado de desamparo en que se hallaba Europa occidental como consecuencia de los daños causados por la guerra y de la desmovilización, y en el fracaso del intento de internacionalizar el control de la energía atómica. A En 1945, la capacidad bélica de Estados Unidos había sido extraordinaria aún sin armas nucleares, pero en los años siguientes la desmovilización estadounidense dio lugar a un nuevo esquema. Mientras la supremacía de Estados Unidos estaba garantizada por la bomba nuclear, los rusos, al no desmovilizarse, establecieron una superioridad en fuerzas terrestres movilizadas en Europa. Así, todos los futuros intentos de desarme se vieron difi· cultados por la imposibilidad de establecer una comparación entre iguales; la defensa de Europa occidental pasó a depender del potencial y la estrategia nucleares, y a la larga la defensa colectiva de Europa occidental provocó disensiones sobre el control interaliado de las armas nucleares. Mientras en 1945 había habido algunas dudas y, por parte de los rusos, algunas esperanzas de una retirada americana de Europa, cuatro años después Estados Unidos estaba formalmente comprometido a desempeñar un papel dominante en los 'il asuntos europeos durante los veinte años siguientes. Comprendiendo demasiado tarde lo que había ocurrido, Stalin propuso en 1948 la retirada de todas las tropas extranjeras de Alemania, pero su oferta fue considerada como una simple estratagema para hacer que los americanos realizaran un largo viaje sin retomo mientras que los rusos se mantenían al alcance de Alemania. En tanto que Alemania siguiera siendo territorio en litigio, los Estados Unidos permanecerían en él. De ahí que Alemania acabase integrándose en la OTAN al lado de sus recientes enemigos.

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La guerra fría fue un episodio muy corto en la historia de Europa, pero en aquel momento asumió un aire de permanencia debido a las metáforas de frialdad y rigidez que se empleaban para hablar de ella. Sus dos características principales quedaron de manifiesta en 1946 en dos discursos: el de Churchill en Fulton (Missouri), en febrero y en pre· senda de Truman, y el del secretario de Estado de Truman, James F. Bymes, en Stuttgart en septiembre. Estos discursos mostraban que la alianza tripartita de la guerra estaba sien· do sustituida por un nuevo esquema de dos contra uno, y que Estados Unidos, lejos de volver la espalda a Europa (y a pesar de la reducción de fuerzas americanas en ese continente que pasaron de dos millones y medio de hombres a menos de medio millón en la fecha del discurso de Fulton), la consideraba como una esfera de influencia estadounidense esencial. Aunque Truman tuvo que aceptar la práctica exclusión de Estados Unidos en Europa central y oriental, se aseguró, mediante la Doctrina Truman de marzo de 194 7, una posición en los Balcanes y en Oriente Medio, al tiempo que se preparaba para consolidar las posturas anticomunistas y antisoviéticas en Europa occidental con una combinación de ayuda económica y alianza militar, encamadas en el Plan Marshall y el Tratado del Atlántico Norte. Era el inicio de la política de contención, concebida para frenar el poderío y cambiar la actitud de los rusos, pero, poco más de un año después de la firma del Tratado del Atlántico Norte, esta política, esencialmente europea, se complicó a causa de un acontecimiento geográficamente distante, el inicio de la guerra en Corea, que produjo una disminución de las fuerzas disponibles para la contención en Europa y convirtió dicha contención en una política más bien global y no sólo europea. La guerra de Corea contribuyó a enrarecer la atmósfera. En Estados Unidos se consideró como una prueba que reforzó el mito de una magna conspiración comunista para conquistar el mundo. El senador Joseph McCarthy, alegando que esta conspiración alcanzaba al propio gobierno de Estados Unidos y a otros centros de influencia, dirigió una rui· dosa y repugnante campaña de calumnias en la que él y sus colegas intimidaron a importantes sectores de la administración pública, acusando de comunista (u homosexual) a todo aquel que no estuviese de acuerdo con su particular punto de vista sobre cómo debían pensar los americanos leales: muchos americanos fueron empujados al exilio y algunos al suicidio, y la formulación y dirección de la política exterior americana estuvieron corrompidas hasta que el macartismo fue anestesiado gracias a unos pocos individuos audaces y gracias también a sus propios excesos y al sentido común que aún le quedaba al pueblo estadounidense, sin gran ayuda de sus indolentes líderes electos. Esta presión atmosférica afectó a la campaña electoral americana de 1952, ~n la que los republicanos, en su intento de recuperar la presidencia por primera vez desde 1932, eligieron al general Eisenhower como candidato. El principal portavoz republicano para asuntos exteriores eran John Foster Dulles, que pronto sería secretario de Estado. Macartismo aparte, había motivos para poner en tela de juicio la política exterior de los demócratas. Estados Unidos estaba complicado en una penosa guerra; la URSS, no. La política de contención parecía significar paz para los rusos, que, aunque no podían expandirse, conservaban libertad de movimientos en el trato con sus países satélites, cuyo destino pesaba incómodamente sobre- la conciencia americana. En sus discursos electorales, Foster Dulles daba la impresión de que los republicanos irían en ayuda de los pueblos esclavizados de Europa oriental y los liberarían de algún modo de la dominación rusa. La política de contención fue fachada de negativa e inmoral. Los republicanos ganaron las elecciones, y la polctica de liberación fue rápidamente olvidada. En su lugar, Dulles continuó con la política de contención, llenando el hueco existente entre la OTAN y la posi·

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ción americana en Japón al promover la OTASE (Organización del Tratado del Surdeste Asiático) y el pacto de Bagdad. También trató de escapar a las frustaciones de la política de contención -a la que había tachado de actuar sólo en respuesta a iniciativas soviéticas- desarrollando una estrategia de represalias masivas que serían aplicadas en los momentos y lugares que los americanos escogiesen. Pero cuando en Indochina, en 1954, los americanos tuvieron que elegir entre las represalias masivas o la conformidad con una derrota aliada, eligieron esto último, reeonociendo así que las represalias masivas eran, en gran medida, una fanfarronada. /;, En Europa, los americanos prosiguieron con éxito su política de anexión de Alemania occidental a la OTAN, aceptando como corolario la imposibilidad de hacer salir a los rusos de Alemania oriental, que se convirtió en un satélite comunista adjunto al imperio soviético en Europa. Después de pasar por etapas similares -un consejo económico, un parlamento, una constitución, la elección de un presidente (Wilhelm Pieck) y de un primer ministro (Otro Grotewohl)- la zona oriental se convirtió, en marzo de 1954, en un Es~ado independiente bajo el nombre de República Democrática de Alemania. La integración de Alemania occidental en el bloque occidenrnl suponía el fin de la ocupación y la negociación de acuerdos en virtud de los cuales la República Federal establecería alianzas con otros estados occidentales y al mismo tiempo, pemlitiría a estos últimos cierto control sobre el rearme alemán. Las tres principales potendas occidentales se ofrecieron a poner fin a su ocupación de la República Federal si ésta se unía a una Comunidad de Defensa Europea en la que las fuerzas nacionales estarían sujetas a control internacional; en mayo de 1952 se firmó un convenio en Bonn con el que finalizaba la ocupación, y al día siguiente se suscribió un Tratado de Defensa Europea. Las elecciones de 1953 dieron la victoria por mayoría absoluta a la Unión Demócrata Cristiana de Adenauer y a sus colegas bávaros de la Unión Social Cristiana, y en 1954 la República Federal ratificó el Tratado de Defensa Europea. El Parlamento francés, sin embargo, rehusó ratific¡¡.r el tratado y hubo de elaborarse un nuevo proyecto. Los acuerdos de París de octubre de 1954 crearon la Unión Europea Occidental (Gran Bretaña, Francia y los países del Benelux, que estaban asociados por un tratado desde 1948, y a los que ahora se unían Italia y la República Federal); y, una vez confirmado el fin de la ocupación, la República Federal se unió a la OTAN. A. Con las necesarias ratificaciones de estos acuerdos en mayo de 1955, la República Federal se convirtió, prácticamente, en miembro de plenq derecho de la alianza occidental. Se comprometió a fabricar annas nucleares, bacteriológicas y químicas y aceptó una fonna de inspección de empresas industriales. A cambio obtuvo una reiterada promesa de remüficación, así como el reconocimiento del gobierno de Bonn como gobierno de toda Alemania y el privilegio de contribuir con doce divisiones a las fuerzas de la OTAN. J\ Estos progresos contaron con la enérgica oposición de los rusos, que interpusieron diversos expedientes para evitar la adhesión de la República Federal a la OTAN. En 1952 estaban dispuestos a aceptar un cierto grado de rearme alemán si iba acompañado de la neutralización del país; propusieron a un escéptico Occidente la mutua retirada de Ale• mania. De cualquier manera, en junio de 1953, poco después de la muerte de Stalin, una serie de levantamientos en el sector oriental de Berlín y en ciudades de la zona oriental, en protesta por los reducidos salarios que se pagaban por excesivas horas de trabajo y en contra de los encarcelamientos por motivos políticos, sorprendieron al régimen alemán oriental en un estado de tal indefensión que tuvo que recibir la ayuda y protección de tropas soviéticas. La URSS quedó, por tanto, comprometida a mantener a los hombres a lo

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que había salvado, y los levantamientos y su represión reforzaron las razones para aferrarse a lo que ya tenían.

DESDE LA MUERTE DE STALIN A CUBA Con la muerte de Stalin, en marzo de 195.3, Churchill creyó ver una oportunidad para detener un proceso que parecía conducir a los dos bloques al conflicto. De acuerdo con sus propias preferencias en lo referente a diplomacia internacional, propuso un encuentro personal de jefes de gobierno, pero soplaban vientos poco favorable?, los americanos (y muchos británicos) se mostraban fríos, los alemanes occidentales desconfiados, y el mismo Churchill sufrió una trombosis poco después. Los levantamientos del mes de junio en Alemania oriental alentaron a los que, en el lado occidental, preferían esperar a que los rusos se implicaran en problemas más graves, mientras en la URSS, la muerte de Stalin fue seguida de un período intermedio de tres años. El Partido Comunista había celebrado su XIX Congreso el año anterior después de una demora inconstitucional de trece años, debido, probablemente, al simple hecho de que los dirigentes del partido necesitaban algún tiempo después de la guerra para poner en orden muchas cosas. Aunque nadie sabía lo cerca que estaba la muerte de Stalin, la sucesión estaba inevitablemente muy presente en la mente de todos. Por su forma de llevar los asuntos del congreso, Stalin demostraba una clara preferencia por G. M. Malenkov, el cual, después de haber sobrevivido a A. A. Zhdanov, parecía aventajar a su más serio rival N. S. Kruschev. La muerte de Zhdanov, en 1948, había venido seguida, en 1949, de una purga entre sus colaboradores; los más viejos habían ido perdiendo poder desde hacía algunos años y los dos más eminentes entre todos ellos, Molotov y Mikoyan, habían perdido sus puestos ministeriales (aunque no sus otros cargos) en 1949; también Lavrenti Beria, el jefe de la policía, parecía de algún modo, menos favorecido y menos poderoso a mediados de los cincuenta, a pesar de poseer el control de una fuerza policial de un millón y medio de hombres y una milicia de trescientos mil. En enero de 1953, nueve médicos, siete de ellos judíos, fueron acusados de complicidad en la muerte de Zhdanov. Esta supuesta conspiración de médicos que fue declarada carente de fundamento después de la muerte de Stalin, fue él resultado de una combinación de antisemitismo y 'un ataque contra los enemigos de Zhdanov, y no era ningún secreto que el principal enemigo de Zhdanov, Malenkov, era· el hombre que más se había beneficiado con su muerte. Por ello, cuando Stalin murió, en marzo de 195.3, la posición de Malenkov era menos prometedora que un año antes, pero aún era lo bastante fuerte para asegurar su sucesión en los máximos cargos tanto del gobierno como del partido. Todo parece indicar que la victoria inicial de Malenkov fue conseguida en alianza con Beria, alianza que no duró mucho. Malenkov y Beria podían haber tenido algunas ideas similares especialmente en el sentido de ayudar a las industrias de bienes de consumo en detrimento de las de armamento pesado, pero Beria era un hombre ~xtraordinariamente impopular, tanto personalmente como por el cargo que ocupaba, y para Malenkov, el apoyo del jefe de la policía de la nación quedaba contrarrestado por la hostilidad de las fuerzas armadas, a las que no les gustaba ni el ejército privado de Beria ni la política económica de Malenkov. Beria fue asesinado en junio O en diciembre. Poco después de finalizada la guerra, Stalin, que no se veía a sí mismo como un Bonaparte ni quería ningún Bonaparte a su alrededor, había empezado a poner al ejército y a

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sus líderes de nuevo en su sitio, en una situación de subordinación al poder civil, pero en la lucha por el poder que tuvo lugar tras su muerte el ejército era inevitablemente un contendiente importante, y Kruschev, que tenía amigos militares de sus días de comisario en el frente de Estalingrado, decidió utilizarlo. Al principio no tuvo que hacerlo. La dele· gación de todos los cargos de Stalin en un solo hombre era más de lo que estaban dis· puestos a tolerar los principales líderes civiles, excepto el propio Malenkov y, posible· mente, Beria. El poder fue dividido casi inmediatamente. Se forzó a Malenkov a que eligiese entre la dirección del gobierno y la del partido. Eligió la primera y cedió el segun· do puesto a Kruschev. El antagonismo entre los dos hombres quedó así institucionalizado: dos equipos de cinco hombres se enfrentaban entre sí. Malenkov y otros cuatro formaban el estrato superior del gobierno, mientras que Kruschev y cuatro hombres más constituían el secretariado del partido. Esta situación duró hasta 1955, año en que Kruschev derrotó a Malenkov, en parte dando un nuevo impulso a los rumores sobre su complicidad en la muerte de Zhdanov y en la consiguiente purga, y acusando a Malenkov de conspirar con Beria para establecer un poder personal en lugar de colectivo a la muerte de Stalin-acusaciones que pusieron a la opinión del partido en contra de Malenkov-y, en parte, fornen· tanda el pánico a la guerra, lo que dio lugar a la alianza entre el ejército y el propio Kruschev. En febrero de 1955, Kruschev consiguió eliminar a Malenkov y colocar en la dirección del gobierno a Bulganin, que estaba destinado a permanecer ahí mientras Krus· chev no considerase oportuno reclamar el puesto para sí mismo. Bulganin fue sustituido en el ministerio de Defensa por el mariscal G. K. Zhukov. Tuvieron lugar otros cambios en las más altas esferas ministeriales, donde parecía estar produciéndose una sustitución de veteranos políticos por expertos técnicos, aunque es más probable que los cortes y cambios de estos años reflejasen las incertidumbres e inconsistencias de la plánificación económica. La preeminencia de Kruschev duró desde 1957 hasta 1964, pero nunca fue t;;in sólida como podía parecer desde fuera. Kruschev se ganó este lugar a pesar de ciertas equivocaciones que nunca fueron olvidadas, fundamentalmente su fracaso en las cuestiones agriculturales que le fueron encomendadas por Stalin. Su política de ·explotación de tierras vírgenes en Kazajstán fue radical y conveniente, pero a corto plazo se aplicó desastrosa· mente. Su perspicacia política y su agilidad le permitieron superar este revés y, durante los años venideros, la desaprobación y las maquinaciones de sus colegas que, después de condenar a Malenkov a las sombras, descubrieron que Kruschev estaba interesado en asegurarse una autoridad personal e inquieto con el sistema del comité. Pero cuando en 1957 los políticos veteranos del partido intentaron destituirlo, Kruschev logró burlarlos y far· talecer su propia posición hasta que su inexperiencia y excentricidades le hicieron volver a perderla. En asuntos exteriores el mandato de Kruschev comprendió un corto y emoliente pre· ludio, centrado en maniobras contra los rivales nacionales, y un período más largo en el que hizo exhibición de un temperamento errático, si bien agradablemente extravertido. Ese último período incluye acontecimientos importantes: las sublevaciones en Polonia y Hungría, el lanzamiento del primer sputnik, la construcción del muro de Berlín, las irre· mediables disputas con China y su afán de instalar misiles nucleares en Cuba. En los años de incertidumbre que siguieron a la muerte de Stalin la política exterior rusa fue cauta y comparativamente amistosa. Los problemas alemanes y austríacos llegaron a la mesa de conferencias, así como Corea, donde en julio de 1953 se firmó un armis· ticio, e Indochina. Bulganin y Kruschev hicieron las paces con Tito, entregaron Porkkala

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a Finlandia y Port Arthur, propusieron nuevas medidas de desarme, visitaron la India, Burma, Afganistán (el primer país no comunista que percibió ayuda rusa) y Gran Breta· ña, y en julio de 1955 asistieron a una reunión en Ginebra con el presidente americano y los primeros ministros de Gran Bretaña y Francia. Esta reunión reveló el deseo de atenuar la guerra fría. Se fraguaron algunas propuestas optimistas: un tratado de no agresión entre la OTAN y el Pacto de Varsovia propuesto por la URSS; una zona de libre inspección propuesta por Eden; y una vigilancia a cielo abierto propuesta por Eisenhower. Una confe· renda complementaria de ministros de exteriores, diseñada para recalcar y fijar la atmósfera de Ginebra, resultó ser un fracaso y este primer intento de derretir la guerra fría fracasó por las revueltas polacas y húngaras de 1956. No obstante, los dirigentes se habían reunido y habían dado ejemplo de un comportamiento honrado en busca de la tolerancia. A finales de los años cincuenta las fuerzas armadas rusas se redujeron de 5,8 millones a 3,6 millones. Una nueva reducción de 1,2 millones, anunciada en 1960, fue pospuesta probablemente como resultado de las presiones militares, que se intensificaron tras el fraca·· so de la cumbre de París en 1960. En lo referente a Alemania, los "'sucesores de Stalin acariciaban proyectos de reunifi·· cación, evacuación y neutralización, pero eran conscientes de que los americanos estaban comprometidos a defender dos proposiciones inaceptables para la URSS: la reunificación por medio de elecciones libres y no juntando, sin más, a las dos Alemanias (que era lo que los rusos querían, y que suponía tratar como iguales a la República Federal y a la mucho menor y no democráticamente constituida República Democrática), y la libertad del país reunificado para concertar alianzas {es decir, para unirse a la OTAN). En una conferencia en Berlín, a principios de 1954, Eden y Molotov presentaron planes que mostraron la imposibilidad de llegar a un acuerdo. Eden propuso la reunificación en cinco etapas: elec· ciones libres, una asamblea constituyente, una constitución, un gobierno de todos los ale· manes y un tratado de paz. Molotov parecía dispuesto a admitir las elecciones en deter· minadas condiciones, pero quería también un tratado de seguridad europea de cincuenta años de duración (con Estados Unidos como una de las partes, según se explicó más tarde) que incluyese la prohibición de unirse a otras alianzas; es decir, renunció al anterior método ruso de reunificación en un intento de conseguir la disolución de la OTAN. Cuando este plan falló, la URSS llegó a sugerir que debería unirse a la OTAN. En 1955, ·~ Bulganin y Kruschev consintieron en la evacuación y neutralización de Austria y, por el Tratado de Estado del mismo año, Austria recuperó toda su soberanía dentro de sus fron· teras de enero de 1938, con dos únicas prohibiciones: no podría establecer ninguna «Anschluss» con Alemania nl ninguna alianza con cualquiera de los bloques de la guerra fría. {Puesto que, por el Tratado de Varsovia del mismo año, la URSS consiguió el derecho a estacionar tropas en Hungría y Rumania, estratégicamente no perdía nada renun· ciando a sus derechos posbélicos sobre la Austria ocupada y a los consiguientes derechos de acceso a través de los territorios adyacentes.) Pero Bulganin y Kruschev no consiguie- • ron un acuerdo comparable para Alemania, aunque reconocieron a la República Federal e intercambiaron embajadores con ella. El intento de detener el rearme de la República Federal, como parte integrante de la alianza antisoviética, había fracasado. El mismo año, los rusos crearon una réplica a la OTAN con el Tratado de Varsovia, y en 1956 la Repú· blica Democrática Alemana entró a formar parte de ella. En el mismo año, el congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, reunido para celebrar su vigésima edición, se sorprendió al oír, primero en boca de Mikoyan y lue· go de Kruschev, denuncias vehementes y de gran amplitud contra Stalin y el stalinismo,

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remontándose a lo que la mujer de Lenin había dicho más de treinta años antes y al ase· sinato de Kirov en 1934. Esta repudiación del pasado, que no permaneció oculta por mucho tiempo y que incluía el compromiso específico de revisar las relaciones de la URSS con sus países satélites, alentó los sentimientos antirrusos y contribuyó a que se produjeran levantamientos en Polonia y Hungría. En Poznan hubo huelgas en junio para reclamar mayores salarios, y muestras evidentes de malestar social. Al mismo tiempo surgió un conflicto en el seno del Partido Comunista polaco entre la fracción de Boleslaw Bierut, que había muerto a comienzos de ese mismo año, y la fracción más nacionalista o titoísta dirigida por Wladyslaw Gomulka, que había salido recientemente de la prisión a la que había sido enviado después de caer en desgracia en 1949. En julio, Kruschev, Bulganin y otros líderes soviéticos se presentaron repentinamente en Varsovia y se inmiscuyeron apasionadamente en las discusiones del comité central del partido polaco. Aun así, fueron incapaces de evitar la victoria de la fracción de Gomulka. Gomulka fue nombrado primer secretario, y los rusos, viendo que tenían que elegir entre permitir que Gomulka se hiciese cargo del gobierno y hacer uso de la fuerza para evitarlo, optaron por lo primero y aceptaron una serie de cambios que incluían la destitución del ministro de Defensa, el soviético Marshall Rokossovsky. En Hungría, la naturaleza y el resultado de los disturbios fueron diferentes. En julio, los gobernantes colocados al frente del Estado, Matyas Rakosi y Emo Gero, fueron a Moscú a pedir reformas urgentes para evitar que se produjesen conflictos. En octubre hubo manifestaciones en petición de libertad y de mayores salarios. La policía húngara y lastropas soviéticas no pudieron impedir que estas manifestaciones se convirtiesen en una revolución anticomunista. lmre Nagy, que había sido primer ministro desde la muerte de Stalin hasta 1955, fue restituido en el puesto. Mikoyan y Suslov llegaron desde Rusia para dirigir las operaciones y decidieron apoyar a ]anos Kadar, el primer secretario del partido comunista y un hombre relativamente bien considerado que representaba un compromiso entre el tándem Rakosi-Gero y Nagy, pero la revolución cobró mayor fuerza y al mis· mo tiempo los rusos se vieron enfrentados a los riesgos y las oportunidades que ofrecía una guerra en Oriente Medio provocada por el ataque anglo-francés i:ontra Nasser. Después de retirar sus tropas de Budapest por razones tácticas, recurrieron a medidas militares a gran escala para reprimir la revolución. Ante la evolución de los acontecimientos, Kadar se puso de lado de los rusos, mientras que Nagy formaba un nuevo gobierno de coalición, prometía elecciones libres, proponía la salida de Hungrí~ del Pacto de Varsovia y pedía ayuda al mundo exterior. Con las potencias occidentales enfrascadas en el conflicto el canal de Suez y la URSS vetando la acción de la ONU, la revolución fue extinguida en la primera semana de noviembre. La realidad del poderío soviético quedó subrayada por el hecho de que la administración americana no sólo no tomó medidas, sino que nunca dio la impresión de que podría llegar a hacerlo. Estos acontecimientos supusieron un revés tanto para Kruschev como para la política de acercamiento entre el este y el oeste. De todos modos, uno y otra se recuperaron. En junio de 1957, Kruschev fue atacado por Malenkov en el Presidium del comité central y derrotado en una votación, pero dando muestras de su capacidad de recuperación, convocó una reunión del comité central que expulsó del Presidium a Malenkov, junto con Molotov y Kaganovich. En octubre, Zhukov fue sustituido por el mariscal Malinovsky. Este año fue testigo del triunfo de Kruschev sobre sus adversarios y sobre la doctrina del liderazgo colectivo. En marzo de 1958 se convirtió en primer ministro y primer secretario, y se mantuvo en una posición predominante hasta su inesperada caída en octubre de 1964. Recogió los

beneficios en lo referente a asuntos exteriores, de la dramática aparición -en agosto y octu· bre de 1957- del primer misil balístico intercontinental y el primer satélite artificial (el sputnik). Desde una plataforma fortificada de esta manera, y observando la alarma de Estados Unidos ante la perspectiva de que el dominio tecnológico americano hubiese sido eliminado, Kruschev adoptó la coexistencia pacífica como una descripción general de sus intenciones. La coexistencia pacífica era un eslogan político benévolo y tranquilizante (aunque no nuevo) con un significado vago y una variabilidad muy útil. Por ello, Kruschev volvió a la idea de que el comunismo, mientras pem1aneciese impertérritamente hostil al capitalismo, podría prevalecer sobre él sin guerra. (La reafirmación de esta doctrina iba dirigida, entre otras cosas, a concitar las simpatías del emergente Tercer Mundo.) Los problemas de Kruschev en Europa central en 1956 y en casa en 1957 eran cola-.1' terales a la guerra fría, pero fueron seguidos por procesos críticos en Aleniania y en las relaciones chino-soviéticas que estaban directamente relacionadas con ella. A lo largo de 1958 los intercambios de notas entre las dos Alemanias habían estado enturbiando la atmósfera, y los polacos apremiaban a la URSS para que encontrara una fonna de evitar que la República Federal se convirtiese en una potencia nuclear y de obstruir su capacidad potencial para causar daños en unión con la OTAN. El mismo Kruschev estaba deseoso de conseguir un mayor reconocimiento de la República Democrática Alemana para estabilizar el mapa de Europa y facilitar, de ese modo, la reducción de los compromisos militares soviéticos en el extranjero y el progreso de su política de acercamiento. Optó por amenazar con transfe~ir la autoridad de la URSS en Berlín a la República " Democrática Alemana, a menos que se encontrase una solución al problema alemán en un plazo de seis meses. Los ocupantes occidentales se limitaron a discutir el derecho de la URSS a actuar de ese modo, y el ultimátum empezó por mitigarse. Kruschev moderó su ultimátum y más tarde lo dejó morir a finales de mayo. El fracaso de esta táctica, junto con la creciente convicción de Kruschev de que los Estados Unidos no tenían intención de atacar a la URSS y la presentación en el XXI Congreso del Partido Comunista, en enero de 1959, de un plan económico de siete años que dependía, en gran medida, de la desviación de fondos militares hacia necesidades alimenticias, condujo al segundo intento de descongelar la guerra fría. Después de una visita a Moscú del vicepresidente ' Richard Nixon, Kruschev visitó Estados Unidos, se entrevistó en privado con Eisenhower en Camp David, presentó a la Asamblea General de la ONU un plan para llevar a cabo un desarme completo y general en cuatro años, y anunció el segundo gran recorte del número de soldados soviéticos. La distensión de 1959-1960 debía haber culminado en una segunda conferencia en la cumbre en mayo de 1960, pero el derribo de un avión ~ de reconocimiento americano en territorio soviético el dia l.º de mayo lo arruinó todo. Los aviones U-2, en sus vuelos de reconocimiento a gran altura entre las bases de Noruega y Pakistán proporcionaban a Estados Unidos informaciones valiosas sin riesgo político alguno, siempre que los aviones no fueran interceptados y las misiones no fueran hechas públicas por ninguno de los dos lados. El presidente estadounidense o bien no sabía nada de los vuelos o bien no tuvo la ocurrencia de suspenderlos en las semanas previas a la conferencia, y el gobierno soviético quizá no pensó en ordenar a sus defensas que dejasen de intentar derribar los aviones espía estadounidenses durante este delicado período o quizá -otra hipótesis verosímil- les había ordenado, precisamente, que los derribaran. Declaraciones falsas en Washington sobre la misión del avión sólo sirvieron para aumentar y agravar el desconcierto americano, ya que los rusos, habían capturado al piloto vivo y con su equipo de espionaje.

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Después del consiguiente fracaso de la conferencia de París, Kruschev reiteró, en Varsovia y Moscú, su confianza en la política de acercamiento, pero para entonces, los pro· gresos en ese sentido habían quedado detenidos a causa del U-2, del mismo modo que habí· an sufrido una interrupción en 1956 a causa de la revolución húngara, y era posible sostener que Krnschev había ideado deliberadamente este frenazo de su propia política, forzado probablemente por grupos de presión militares y pro chinos. Su acercamiento a los Estados Unidos constituía una afrenta para los chinos, que no compartían sus puntos de vista sobre las intenciones agresivas de los estadounidenses, veían con rencor y temor las confabulaciones rnso-estadounidenses y no quisieron apaciguarse cuando Krnschev fue a Pekín de regreso de su viaje a los Estados Unidos. Estas opiniones encontraron cierto eco en el Kremlin. Además, la politica de defensa de Kmschev, consistente en confiar en los , misiles nucleares y reducir las fuerzas no nucleares, resultaba demasiado atrevida para algunos de sus colegas y consejeros. Aunque se creó un Comando de Cohetes bajo el mando del mariscal Nedelin (al que le sucedió el mariscal Moskalenko}, la segunda reducción fue anulada, y en el vigésimo primer congreso en octubre de 1961 Malinovsky declaró que no compartía los puntos de vista de Krnschev. (Esta lucha continuó en 1963-1964; cuando se propusieron, de nuevo, reducciones y volvió a producirse la oposición a las mismas: Kruschev se vio forzado a prometer que las reducciones serían razonables, pero esta persistencia fue probablemente, una de las causas de su caída.) Kruséhev había comprendido finalmente que su intento de conseguir el reconocimiento de la República Democrática Alemana planteando la cuestión de Berlín podía ser utilizado en su contra por los americanos, que vinculaban un acuerdo sobre Berlín con una retirada general de los rnsos de Europa, para la cual ni Kruschev ni el grupo dirigente de Moscú estaban preparados todavía. Después de las desalentadoras experiencias de los años cincuenta, la década siguiente se iniciaba con sintomas contradictorios. La disputa entre rusos y chinos había pasado a ser del dominio público (ver capín1lo 3) y era considerada como un incentivo, para los acuerdos ruso-americanos. En Washington terminó la era Eisenhower, a la que sucedió la breve presidencia de John E Kennedy, cuya juventud e inteligencia suponían un gran contraste con todo lo anterior y prometían acabar con la decadencia de liderazgo y de objetivos que había arruinado la década de los cincuenta. Se acordó un alto el fuego en Laos, pero en un encuentro con Kmschev en Viena, Kennedy no causó ningún impacto y es incluso posible que Kruschev sacase de la entrevista la impresión de que la situación era propicia para un ataque antiamericano. De cualquier modo, Krnschev dio permiso para un nuevo intento en Berlín. A. El gobierno de la República Democrática Alemana amenazaba con derrumbarse. Sus • ciudadanos escapaban del país a un ritmo de 1.000 por día, lo cual era económica y psicológicamente desastroso. El jefe del gobierno, Walter Ulbricht, tenía que actuar urgente· mente si quería mantener su régimen, mientras que Kruschev estaba probablemente convencido de que si no apoyaba a Ulbricht, la crisis en la República Democrática Alemana conduciría a una guerra en Alemania. En consecuencia, dio su consentimiento a la erección de un muro entre el sector oriental y el sector occidental de Berlín, de forma que el sector oriental pasara a formar parte de la República Democrática Alemana y el sector occidental resultase demasiado incómodo para una ocupación continuada por parte de las potencias occidentales. En la noche del 12 al 13 de agosto se constmyó el muro y el flujo de refugiados prácticamente cesó. Unas semanas antes, en Viena, Kennedy le había dicho a Kruschev que Estados Unidos mantenía su compomiso de utilizar todas las fuerzas necesarias para defender la condición y la libertad de Berlín. La construcción del muro fue una j)

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acción provocativa que Estados Unidos aceptó, y pudo influir en Kruschev a la hora de juzgar hasta dónde aconsejaba la prudencia que debía provocarse a Estados Unidos: él mismo iba a ir mucho más lejos que los alemanes orientales, al año siguiente, en Cuba. Kennedy heredó de su antecesor un problema cubano que, en un principio, fue un capítulo de las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica, pero no un capítulo de la guerra fría. Sus orígenes se relatan en la Sexta Parte de este libro. En abril de 1961, Kennedy, continuando una empresa proyectada por el régimen de Eisenhower, prestó su apoyo a un intento de invadir Cuba y derrocar a Fidel Castro llevado a cabo por un grupo de refugiados. La intentona fracasó de manera inmediata y total. Después de eso, Kruschev, que ya prestaba ayuda financiera y diplomática a Castro, decidió llevar a cabo un golpe audaz. En lugar de limitarse a ayudar a Castro a mantenerse en el poder, decidió utilizar a Cuba para ayudar a la URSS, convirtiéndola en una base soviética que amenazase directamente a Estados Unidos con misiles rusos y así (entre otros objetivos) obligar a Estados Unidos a cambiar sus misiles en Turquía que amenazaban las ciudades soviéticas. En el verano de 1962, se enviaron misiles tierra--aire, seguidos de cazas Mig-21, bombarderos nucleares a reacción 11-28 y misiles tierra-tierra (es decir, ofensivos). Cuarenta y dos de este último tipo de los sesenta y cuatro previstos, llegaron a finales de septiembre o principios de octubre. Esta serie incluía misiles Frog de corto alcance diseñados para proteger los SS-4 y SS-5 soviéticos contra un ataque aéreo o invasión y bajo el mando de los jefes soviéticos autorizados para lanzarlos por propia iniciativa. La instalación de estas armas hacía a Estados Unidos, por primera vez, susceptibles de un ataque lanzado a corta distancia, hubiera casi duplicado el número de bases o ciudades amenazadas por la URSS. En un plazo de tres semanas desde el comienzo de la operación, los americanos se dieron cuenta de ello, aunque al principio no tuvieron claro que los rusos estuvieran haciendo algo más que fortalecer la defensa de Cuba. Los soviéticos aseguraron a Washingron que éste era, efectivamente, el caso y que no tenían intenciones ofensivas, y a pesar de algunos relatos perturbadores de refugiados, las misiones de reconocimiento no lograron ninguna prueba de lo contrario hasta mediados de octubre. El 14 de octubre se obtuvieron fotografías que mostraban una platafonna de lanzamiento y un n'tisil. Kennedy decidió inmediatamente cuál era su objetivo: la retirada total de armas nucleares soviéticas de Cuba. El problema fundamental era cómo lograr este objetivo sin iniciar una guerra nuclear. En Washington se decidió que deberían tomarse medidas en un plazo de unos diez días. La respuesta más lógica era lanzar un ataque aéreo, pero existían serias objeciones. Aparte de la aversión a romper las hostilidades utilizando armas nucleares fueran cuales fueran las circunstancias, el presidente y sus consejeros eran perfectamente conscientes de los peligros de un agravamiento de la tensión o de un contraataque ruso sobre Berlín. Muchas de las armas soviéticas estaban aún en camino hacia Cuba por mar, y el secretario de Defensa, Robert McNamara, con el apoyo del fiscal general, Robert Kennedy, propuso un bloqueo naval para evitar que llegaran a su destino y forzar a los soviéticos a retirar los que ya habían llegado. Después de muchas discusiones, el plan, que había atraído al presidente desde el primer momento, fue aprobado. El mismo presidente lo explicó a la opinión pública en un discurso televisado y a los aliados por medio de emisarios especiales, y los buques de guerra americanos se interpusieron en el camino de los barcos que llevaban los misiles soviéticos hacia el oeste. La primera reacción de los rusos fue reiterar que las armas eran sólo defensivas y denunciar el bloqueo. El choque parecía inminente. En ese momento, el presidente, aconsejado por su íntimo amigo lord Harlech, embajador británico, movió su línea de buques interceptores hacia el sur al objeto de darle a Kruschev

un poco más de tiempo para pensar y actuar. Kruschev decidió no aceptar el reto. Se comunicó a los barcos que iban en cabeza que aminorasen la velocidad. Los estadounidenses dejaron que un inofensivo petrolero pasara sin ser registrado y continuara su camino. El resto de los buques dieron la vuelta. En el Consejo de Seguridad, Adlai Stevenson mostró ante los delegados rusos y de otros países pruebas fotográficas que evidenciaban la amenaza contra la cual había actuado Estados Unidos. En la elección del método de acción y en los consiguientes intercambios diplomáticos, Kennedy tuvo gran cuidado de dejar a Kruschev la oportunidad de ordenar la retirada que los estadounidenses querían imponer. El componente dramático fue intenso hasta el final. Kruschev dio a conocer su rendición en una carta a Kennedy en la que afirmaba, una vez más, que las entregas de armas eran una medida defensiva; dijo también que dichas entregas habían terminado y que, si Estados Unidos prometía no invadir Cuba ,Y levantaba el bloqueo, la URSS no consideraría necesaria la presencia rusa en Cuba. Este era, justa· mente, el reconocimiento de la Doctrina Monroe que los americanos querían. Pero casi al mismo tiempo llegó un segundo mensaje de Moscú. En él, Kruschev exigía, no sólo la promesa americana de no atacar Cuba, sino también la retirada de los misiles americanos de Turquía a cambio de la retirada de los misiles soviéticos de Cuba. Kennedy no quería hacer ningún trato; lo único que deseaba era una solución clara y terminante del problema cubano por separado. Después de un breve período de consternación, el fiscal general sugirió que la segunda carta era, en realidad, una anterior a la primera que se había retrasado y debía ser ignorada. Por consiguiente, el presidente respondió a la primera carta, aceptando su sentido general y mostrándose de acuerdo con la apertura de negociaciones sobre la base de que se detuviesen todas las obras de construcción en Cuba. Este mensaje, enviado el 27 de octubre, fue aceptado al día siguiente por Kruschev, que consintió en enviar los misiles soviéticos de vuelta a la URSS. A lo largo de estas negociaciones el secretario general de la ONU, U Thant, desempeñó un papel tan decisivo como discreto. La pregunta crítica era si las naves soviéticas que se estaban aproximando a Cuba iban a parar antes de rebasar el punto que el presidente amerkano había fijado públicamente como punto de retomo. Un enfrentamiento fatal fue evitado sobre todo por U Thant, quien -además de propugnar la moderación y las negociaciones entre ambas partes- fue el primero en sugerir a Kruschev que diera orden a sus naves de no cruzar la línea de intercepción americana. Kruschev se avino a un acuerdo y U Thant informó de ello a Kennedy. Como respuesta a los mensajes de U Thant, Kruschev tambíen aceptó retirar los misiles y bombarderos soviéticos de Cuba bajo la supervisión de la ONU. Posteriormente, U Thant viajó a La Habana, donde encontró a un Castro mucho menos complaciente, en parte porque temía una invasión estadounidense y en parte porque Kruschev no le había informado de los acuerdos a los que había llegado con U Thant. Castro ya había anunciado que emitiría aquel día y no podía ser disuadido de hacerlo por más de veinticuatro horas, pero en atención a los ruegos de U Thant bajó el tono de su discurso, sobre todo en los comentarios acalorados que pretendía lanzar contra Moscú por haber aceptado, sin recurrir a él, la presencia en Cuba de una misión de supervisión de la ONU. Posteriormente, U Thant elogió la habilidad política y la diplomacia de Kennedy y de Kruschev, que en ningún caso habían sido mayores que las suyas. El conflicto en Cuba, así como el desacuerdo sobre Berlín dieciséis años anterior, habían llevado a los protagonistas de la guerra fría a un careo, pero una vez más no se había llegado a producir ningún disparo. El intento por parte de Kruschev de llegar a una igualdad fracasó, primero porque era una insensatez y luego porque sus propios colegas le destitu-

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yeron por la vía pacífica. Después del incidente de la bahía de Tonkin en el mes de agosto Estados Unidos fue implicándose cada vez más en Vietnam. Desde mediados de los años sesenta la guerra fría volvió a convertirse en una cuestión de posturas estáticas, ocasio· nalmente sacudidas por aventuras periféricas (en Etiopía y Afganistán), y se mantenía por la carrera armamentística.

En 1946, Estados Unidos propone, con el Plan Baruch, el absoluto control y propie· dad internacionales de las fuentes de energía nuclear y la transferencia de los arsenales estadounidenses a un organismo internacional. El Comité de Energía Atómica declaró que el plan era técnicamente factible. Pero de todos modos era políticamente inalcanza· ble en aquel momento. El mismo año, la URSS respondió proponiendo la prohibición de fabricar o utilizar armas nucleares y la destrncción inmediata de las existentes (que eran e~clusivamente estadounidenses). La exigencia soviética de la destrucción inmediata era inaceptable para los americanos, que insistían en que antes había que crear un mecanismo internacional. Los planes estadounidense y rnso eran también irreconciliables en otros aspectos. La URSS aceptaba el principio del control internacional, pero rechazaba la propiedad internacional. También estaba dispuesta a aceptar que una autoridad internacional creada para supervisar el control internacional decidiera sobre determinados temas por mayoría de votos y sin posibilidad de veto, pero insistía en que cualquier acto de fuerza que se propusiera tendría que estar sometido al veto. Los rusos opinaban que un convenio internacional debería quedar reforzado por la legislación interna de cada uno de los países firmantes del tratado, pero no por una transferencia de facultades soberanas a un órga· no internacional con poder para llevar a cabo inspecciones y hacer que se cumpliera el convenio. La URSS no descartaba por completo la inspección, pero quería limitarla a las instalaciones nucleares declaradas por cada Estado, excluyendo cualquier investigación en busca de actividades clandestinas. Estas posturas reflejaban las' realidades estratégicas del momento. Otro tanto ocurría con la controversia que tenía lugar, al mismo tiempo, sobre la reducción de las armas no nucleares: Estados Unidos quería vincular el desarme de este tipo a un acuerdo sobre armas nucleares, mientras que la URSS pretendía una reducción proporcional de fuerzas (en una tercera parte) que disminuyese los índices de arioamento sin alterar el poderío relativo de cada país en este tipo de armas. En 1949, el año de la resolución del Tratado del Atlántico Norte, la URSS hizo explotar su primer artefacto nuclear y al año siguiente abandonó la Comision de Desarme de la ONU (creada en 1948 al fusionarse los Comités de Energía Atómica y de Armamentos Convencionales). En 19.52-1953, en un intervalo de nueve meses, los Estados Unidos y la URSS hicieron explotar sus primeras bombas termonucleares o de hidrógeno. Ambos rápidamente desarrollaron sus vías de lanzamiento de manera que a mediados de los cin· cuenta empezó a prevalecer la disuasión mutua. En 1961 ambas potencias enviaron a hombres al espacio -sacándole el ruso Yuri Gagarin una delantera de seis meses al americano John Glenn-. Las reservas americanas fueron mayores en todo momento y la superioridad americana se vio favorecida a principios de los sesenta al ponerse en servicio los misiles Polaris y Minuteman. El temor infundado de los americanos de una posible diferencia de misiles a favor de la URSS tuvo el efecto de espolear a los Estados Unidos para aumentar una diferencia que en cualquier caso se inclinaba a su favor.

El Plan Barnch se abandonó rápidamente aunque de manera tácita. La URSS conti· nuó manteniendo su oposición a todo lo que pudiera ser interpretado como una inter· vención internacional en sus asuntos y aferrándose a su ventaja en armamento no nuclear. En 1952, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia propusieron unos límites cuantitativos a las fuerzas armadas de todos los estados y dos años después Gran Bretaña y Francia produjeron un nuevo plan gradual, diseñado para reconciliar las prioridades divergentes de los americanos y los soviéticos siguiendo un procedimiento progresivo. La URSS respon· dió con un programa que comenzaba con la reducción de las fuerzas convencionales y posteriormente de las reservas nucleares y se completaba con la eliminación de las bases en suelo extranjero, el cese en la producción de armas nucleares y una conferencia relati· va a un tratado de prohibición de ensayos. La URSS también aceptó unos topes cuanti· tativos de las fuerzas armadas, que puso a Estados Unidos en una situación incómoda, ya que sus compromisos mundiales requerían una fuerza mayor que la propuesta. A cambio, Estados Unidos propuso topes aún más altos {lo cual, no obstante, habría supuesto una reducción de las fuerzas americanas) y una licencia de inspección a «cielo abierto» mediante la cual ambas partes pudieran tener a la otra bajo observación permanente, en acecho de aeronaves o satélites en órbita alrededor del globo, pero sigueron reivindicando un órgano de control internacional -aun a riesgo de ser vetados- y rechazaron la idea de una prohibición del uso de armas nucleares y de la destrncción de las reservas ya exis· tentes. Desde el punto de vista americano la ocasión de prohibir el uso de armas nuclea· res ya había pasado. La tentativa iniciada por el Plan Baruch de aislar la ciencia marcial de los últimos avances en física tuvo que ser abandonada. La pretensión de que estos planes de desarme fueran a ponerse al servicio de algún objetivo útil o práctico fue disminuyendo y se buscaron paliativos en programas de retirada de fuerzas armadas, desmilitarización y otras formas de control de armas. La opción de una retirada de las fuerzas armadas -esto es, poner una distancia entre máquinas de' guerra oponentes mediante una retirada recíproca de posiciones aventajadas- resultaba atractiva por una serie de razones: podía minimizar el riesgo de confrontaciones impremeditadas; podía resultar ser un experimento exitoso en desarme local que podría repetirse luego a mayor escala y podía atenuar las tensiones políticas en Europa central y así conducir a una solución del problema alemán. En 1955, Eden propuso una limitación a las fuerzas en Alemania y los estados vecinos (sin especificar cuáles) junto con un sistema de inspección y revisión por un Estado alemán reconciliado y sus cuatro ocupantes anteriores. Eden también propuso un experimento europeo de desmilitarización, empezando con la zona a lo largo de las fronteras germanoorientales y pocos días después aña· dió, como experimento de control de armas, un plan para equipos de inspección mixtos a ambos lados de la división entre Europa oriental y occidental. Estas ideas no fueron bien recibidas por los americanos ni por los alemanes occidentales, a quienes supuestamente Eden no había consultado previamente y quienes rechazaron el reconocimiento implíci· to de la República Democrática Alemana. Las propuestas rusas presentadas por Gromyko en 1956 y 1957 relativas a una zona de limitación e inspección fueron rechazadas sobre las mismas bases. Hugh Gaitskell, dirigente de la oposición parlamentaria británica, ya había formulado unos proyectos similares. Propuso una reducción gradual de las fuerzas extranjeras en las dos Alemanias, Polonia, Checosl9vaquia y Hungría y la prohibición de armas nucleares en esta misma zona; las dos Alemanias se reunificarían, la República Federal se retiraría de la OTAN y los tres estados orientales de la alianza militar de Varsovia. Finalmente, en 1957, con respaldo ruso, el ministro de Asuntos Exteriores polaco,

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LA CARRERA DE ARMAMENTOS

Adam Rapacki, propuso en la Asamblea General (desarrollándolo luego por escrito) un plan para prohibir la fabricación y presencia de armas nucleares en ambas Alemanias. Prometió que Polonia seguiría el mismo ejemplo y el gobierno checo prometió hacer lo mismo. El plan Rapacki se centró únicamente en las armas nucleares de un área específica, sin intervenir abiertamente en las cuestiones políticas circundantes la reunificación de Alemania, la libertad de Alemania para aliarse, la considerable presencia de fuerzas ame· ricanas y rusas en estados centroeuropeos, el equilibrio del poder americano y ruso en Europa, que se desestabilizaría con la retirada de las fuerzas nucleares americanas, si no se producía la correspondiente retirada de las fuerzas no nucleares rusas. El plan fue recha· zado por Estados Unidos en mayo de 1958. A partir de ese momento la retirada de fuerzas armadas dejó de formar parte de la agenda política. Había sido derrotada por la tendencia opuesta, que consistía en armar a las dos Alemanias como contribución independiente a la fuerza de las posiciones aventajadas de los dos bloques rivales, por el temor occidental a la inmensa fuerza no nuclear de la URSS, por la política de la OTAN de colocar armas nucleares en posiciones aventajadas y por la inexperiencia y desconfianza en los métodos de inspección y revisión. El fort
pios pero no llegaron a un acuerdo sobre el plan de control presentado por los americanos; coincidiendo con la sesión otoñal de la Asamblea General, ambas partes presenta· ron borradores sobre un tratado de desarme general y completo (el ruso era una revisión de un borrador anterior). El máximo logro de estas negociaciones lo constituyeron las recomendaciones ele McCloy y Zorin. Consistían en una serie de principios para dirigir unas negóciadones de desarme continuadas, partiendo de la aceptación del desarme general y completo como meta final. Este documento era, en realidad, un pacto sobre cuáles eran los temas en los que había que llegar a un acuerdo. Clarificaba los problemas, pero no aportaba soluciones. Predicaba la necesidad de establecer procedimientos seguros para la solución pacífica de los conflictos y el mantenimiento de la paz; la retención por cada Estado de las fuerzas no nucleares necesarias para preservar la ley y el orden; la disolución de las fuerzas innecesarias y la eliminación de todas las armas nucleares, químicas y bacteriológicas, todos los medios de lanzamiento de annas de destrucción masiva, todas las instituciones de ins· trucción militar y todos los presupuestos militares; un acuerdo sobre una sucesión de etapas en el proceso de desam1e, sometidas a una verificación al final de cada etapa; medidas equilibradas para asegurar que ninguno de los bloques consiguiera una ventaja temporal mientras se llevaba a cabo el desarme; y un control internacional estricto y efectivo durante el proceso y, una vez concluido éste, a través de una Organización Internacional de Desarme integrada en la estructura de la ONU. Este utópico conjunto de medidas requería un acuerdo sobre el orden en que se llevarían a cabo las distintas operaciones, sobre la equivalencia entre los diferentes tipos de armamento y sobre la naturaleza y forma de actuar de un cuerpo de inspectores. Un acuerdo en éstos y otros puntos requería un grado de confianza que ningún dirigente político sentía ni podía mostrar sin introducir una importante componente de riesgo en la seguridad nacional. Los soviéticos, por ejemplo, aceptaron en un determinado momento el principio de inspección, pero se desprendía que sólo se inspeccionarían las armas destruidas y no las restantes¡ se mostraban rea· cios a revelar qué armas serían conservadas por temor a que se lanzase un ataque que las destruyese. Se crearon ingeniosos proyectos para eludir este peligro como la propuesta del profesor Louis Sohn de dividir el territorio nacional en zonas y conceder a los inspectores el derecho de registrar sólo un número limitado de zonas a intervalos determinados, pero no fueron suficientes para vencer al conserv~durismo nacionalista. El tema central de las reanudadas conversaciones sobre desarme era el problema de la inspección y la verificación (un elemento que no había aparecido en anteriores negociaciones, como las que precedieron al Tratado de Washington de 1922, aunque había recabado la atención de la conferencia de desarme de 1932, que propuso una Comisión Permanente de Desarme con poder para realizar inspecciones pero no para hacer cumplir las disposiciones acordadas. La evolución de las armas nuckares había aumentado enormemente los peligros de permitir que una de las partes firmantes de un acuerdo de desarme llevase a cabo engaños u ocultaciones¡ podría, al hacerlo, conseguir el dominio del mundo. Pero la ocultación era también considerada como una condición necesaria para la supervivencia. Para cualquier potencia, los inspectores eran espías en potencia que estaban autorizados para hacer descubrimientos y podrían, por tanto, revelar de qué modo el territorio inspeccionado podía ser despojado de un solo golpe de todas sus defensas. Los esfuerzos de los políticos interesados en el desarme por una u otra razón fueron, por lo tanto, continuamente contrarrestados por reflexiones más prudentes y a corto plazo que impidieron la firma de cualquier tratado excepto algunos de carácter parcial.

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Los acuerdos parciales tuvieron lugar, no obstante. El cese de los ensayos nucleares en la atmósfera fue un ejemplo temprano, al que se unió el mismo año un acuerdo para neutralizar el continente antártico. Los soviéticos reanudaron los ensayos unilateralmente en septiembre de 1961, principalmente porque habían llegado a un punto en el que disponí· ande armas nuevas que necesitaban ser probadas, pero en 1963 tuvo lugar -cuando aún resonaban las repercusiones de la crisis cubana- un nuevo y más extenso acuerdo de prohibición de ensayos nucleares (al igual que la instalación de una línea de comunica· ción directa y permanentemente abierta, el «teléfono rojo», entre la Casa Blanca y el Kremlin). Cuando los soviéticos anunciaron la reanudación de los ensayos, los americanos y británicos se ofrecieron a firmar un tratado que prohibiese su realización en la atmósfera sin estipular ningún tipo de inspección, pero los soviéticos no estaban dispues· tos a abandonar su nueva serie de ensayos, y poto después los americanos también reanudaron las pruebas. Al final del año, los rusos propusieron un tratado que prohibiese todo tipo de ensayos nucleares, tanto subterráneos como atmosféricos, sin inspección; esta pro· pue~ta fue inmediatamente rechazada, y las tres potencias comunicaron a la ONU que no habían logrado llegar a un acuerdo y que renunciaban a intentar alcanzarlo. Alarmada por este fracaso, la ONU decidió convocar una nueva conferencia de desar· me, esta vez con dieciocho miembros, entre ellos ocho neutrales, lo que suponía una innovación, ya que los países neutrales no habían participado hasta entonces en discusiones sobre prohibiciones de ensayos nucleares, sino sólo en discusiones sobre desarme general y total. Los franceses, que estaban empezando a desarrollar un arsenal nuclear propio, y por tanto no deseaban prohibir los ensayos, no tomaron parte en los debates, pero los paí· ses neutrales (Brasil, Birmania, Egipto, Etiopía, India, México, Nigeria y Suecia) demos· traron ser una ayuda valiosa por su perserverancia y empeño en idear compomisos y hacer que las discusiones siguieran adelante. Se reanudó el debate entre las potencias nucleares en tomo a las inspecciones, quedando reducido a un problema de números, ya que las potencias occidentales no consentían que fueran menos de siete al año y los soviéticos se negaban a conceder más de dos o tres. A principios de 1963 casi todo el mundo daba por sentado el fracaso de las conversaciones, pero éste no sólo se evitó, sino que se tomó en éxito, en gran parte por la discreta tenacidad del primer ministro británico, Harold Mac· millan. A primeros de julio, Kruschev dio a entender en un discurso público que podría llegarse a un acuerdo sobre una prohibición parcial, y en ese mismo mes Averell Harri· man y lord Hailsham fueron a Moscú, donde las tres potencias acordaron los términos de un tratado que prohibía los ensayos nucleares en la atmósfera, en el espacio exterior y bajo el agua durante un período de tiempo ilimitado, pero con el derecho de cualquiera de las partes a retirar el compromiso si sus intereses supremos estuvieran en peligro a causa de acontecimientos extraordinarios relacionados con el tema del tratado. Muchos otros países se unieron al tratado. Entre ellos no figuraban ni China ni Francia. La firma de este tratado planteó la cuestión de qué era lo que debía intentarse a con· tinuación. Estimuló el acercamiento entre las potencias y, por consigui~nte, la búsqueda de asuntos dispuestos a ser abordados. Lyndon B. Johnson, que había llegado a la presi· dencia de Estados Unidos al ser asesinado Kennedy en noviembre de 1963, hizo una lista de temas a principios del año siguiente. Entre ellos estaba un programa de antiprolife· ración que incluía una prohibición total de ensayos nucleares, una prohibición de transferir materiales nucleares a países no nucleares y la inspección de las actividades nucleares pacíficas; una cadena de puestos de observación para evitar ataques por sorpre· sa; el bloqueo de todos los misiles, sujeto a verificación; el cese, también sujeto a verifi·

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cación, de la producción de material radiactivo; y una prohibición de hacer uso de la fuer· za para alterar fronteras o transferir el control de un territorio de un Estado a otro. Tam· bién se realizaron propuestas que incluían una quema de bombarderos (refiriéndose a los B-47 y a los Tu-16) y cortes por~entuales en los presupuestos militares. En Polonia, Gomulka resucitó y renovó el Plan Rapacki proponiendo, en diciembre de 1963, una congelación de armas Rucleares en Europa que, no obstante, no gustó a los americanos, en parte porque concedían poco valor al control sobre la ubicación de las armas si no iba acompañado de un control sobre su producción, y en parte por respeto a los recelos de sus aliados alemanes. Estos planes no dieron frutos inmediatos por tres razones. En primer lugar, el tratado de prohibición de los ensayos nucleares era todo lo que, por el momento, los dirigentes de ambos bloques podían digerir y hacer aceptable en sus propios países. Tal vez se podría llegar más lejos, pero no demasiado pronto. En segundo lugar, las discusiones en el seno de la OTAN sobre el control conjunto de las disposiciones nucleares y de las armas nucleares despertaron los temores orientales con respecto a una Alemania nuclearizada. Estados Unidos estaba_ atrapado entre el deseo de que continuase el diálogo y el acerca· miento con la URSS y el deseo de conceder a su más efectivo aliado continental la cate· goría y la autoridad en los consejos y operaciones aliadas que sus contribuciones mate· riales a la alianza merecían. Para los rusos, la fuerza multilateral de la OTAN que había sido propuesta (véase el capítulo 6) era una forma de proliferación de armas nucleares, aunque los americanos la habían concebido como una política de antiproliferación con el objeto de que la República Federal y también Francia se contentasen con algo menos que una fuerza nuclear independiente. Y en tercer lugar, la creciente implicación americana en Vietnam aumentó la tensión en las relaciones ruso-americanas. El intento ame· ricano de apoyar a un Estado sudvietnamita independiente y no comunista trajo consi· .. go la guerra contra el Vietcong, que era considerado, en la terminología comunista, como un movimiento de liberación nacional; y trajo asimismo consigo la guerra contra el Estado comunista del Vietnam del Norte así como algo parecido a una guerra contra el Estado comunista, enormemente más importante, de China. Para los rusos, el dejar de apoyar al presidente de Vietnam del Norte, Ho Chi Minh, hubiera sido una traición a la solidaridad comunista, lo cual resultaba siempre peligroso para la posición rusa en el mundo comunista, pero aún más peligroso en un momento en que la preeminencia y la pureza doctrinal soviéticas estaban siendo atacadas por los chinos. Además, no apoyar al Vietcong era también doblemente peligroso, porque si éste era derrotado, los comunistas culparían de ello a los rusos, mientra,s que si vencía sin ayuda soviética, la influencia chi· na en Asia podría desplazar a la influencia soviética, y además se demostraría que era cierta la opinión china, contraria a la rusa, de que podían librarse las guerras de libera· ción nacional sin que ello desembocase en una guerra nuclear. Cuando, hacia 1965, los americanos se convirtieron, de una forma evidente, en conductores de la guerra y no en simples ayudantes de los vietnamitas del sur, la escala y la naturaleza de la guerra cam· biaron y los americanos ntvieron que enfrentarse a las protestas provenientes de todas las partes del mundo contra los horrores que se estaban produciendo. Los rusos se unieron a estas protestas. Aunque la evolución de las estrategias nucleares, el resurgimiento de China y el paso del tiempo se habían combinado para poner fin a la guerra fría bipolarizada, la costumbre y algunas crisis particulares impidieron que los principales adversarios admitiesen el hecho y actuasen en consecuencia más que de una forma muy indecisa; sólo De Gaulle hizo ambas cosas.

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De cualquier forma, ya fuese gracias al entendimiento o por razones más ocultas, se había llegado a un importante grado de estabilidad y tolerancia en la cuestión más importante del momento: la de si la guerra fría conduciría o no a una guerra nuclear. En la era nuclear, se podría mantener la paz siempre que cada bloque confiase en que la amenaza del contraataque disuadiese al otro bando de atacar primero. Pero uno de ellos podría decidir que la única forma de evitar un ataque era ser el primero en atacar. Entonces, utilizando la versión moderna de la guerra relámpago prenuclear, adoptaría una estrategia encaminada a construir, anunciar y posiblemente usar, su poder para destruir la capacidad ofensiva del enemigo de un solo golpe. Para neutralizar esta estrategia, era necesario proteger las bases de aeroplanos y misiles de un modo tan efectivo que resultase inconcebible que pudiesen ser todos destruidos por un ataque sorpresa. Su protección por medio de defensas antiaéreas se había quedado anticuada con el enorme incremento del poder destructivo de cada bomba y de la velocidad de los misiles. En su lugar, se desarrollaron dos nuevas y extremadamente caras formas de defensa: los misiles fueron colocados en bases dispersas y bien protegidas y, en el caso de los Polaris, bajo el mar en submarinos; por otra parte, un rápido sistema de alarma daría a las defensas tiempo suficiente para colocar los aviones en el aire y evitar que fuesen destruidos en tierra. Antes de la aparición de los misiles intercontinentales, los americanos consiguieron un sistema de alarma de dos o tres horas de rapidez, y cuando se consideró inadecuado fue mejorado y reducido a media hora; para entonces, una parte de las fuerzas de bombarderos se mantenía permanentemente en el aire y otra parte preparada para despegar en quince minutos. Estas medidas para asegurar la supervivencia de una parte importante de las fuerzas de bombarderos y misiles hicieron que los dos antagonistas concentrasen sus esfuerzos en estrategias de contragolpe como medio de garantizar la seguridad. Era fundamental, para el éxito de esta postura, que cada oponente viera que el otro la había adoptado también, y fue consolador que, en los últimos años de la guerra fría, cada uno consiguiese (gracias en parte al hecho de que una fuerza destinada a un primer ataque difería en tamaño y composición de una fuerza de contraataque) transmitir al otro mensajes tácitos con ese fin. Las probabilidades y peligros de un ataque por sorpresa disminuyeron. Las fuerzas nucleares podían, no obstante, ser utilizadas en respuesta a un ataque no nuclear. Las reticencias y la capacidad de disuación de cada una de las dos principales potencias nucleares con respecto a la otra no descartaban el uso de armas nucleares. Ambas podían amenazar, y de hecho así lo hicieron, con utilizarlas ofensivamente en otros contextos. En enero de 1954, Eisenhower y Foster Dulles hablaron, en ocasiones diferentes, de represalias masivas e inmediatas. La última fase de la guerra francesa en Vietnam había comenzado, y los estadounidenses tenían que elegir entre ayudar a los franceses con un ataque nuclear o dejar que fuesen finalm~nte derrotados. Los estadounidenses trataron de hacer uso político de su armamento nuclear, sabiendo que no lo utilizarían militarmente; en una auténtica demostración de osadía polítiea, Foster Dulles empleó duras palabras para asustar a los rusos y a los chinos y evitar que tomasen partido en la contienda, y acaso para asustar también a los británicos, llevándoles a que intentasen disuadirle de continuar en una línea de la que, en cualquier caso, quería ser desviado. En 1956, Kruschev, teniendo que hacer frente simultáneamente a una guerra en Oriente Medio y a una revolución en Hungría, amenazó vagamente con usar armas nucleares en lugares indeterminados para atemorizar a los gobiernos y a los pueblos de Gran Bretaña y Francia y conseguir prestigio en el mundo árabe, y después del episodio de los U-2 en 1960 amenazó a naciones más pequeñas con un ataque nuclear si facilitaban las actividades de reconocimiento AO

americanas. Pero de hecho, ambos bandos reservaban sus armas nucleares para el otro y se preocupaban, cada vez más, no sólo de evitar la utilización de las armas nucleares, sino de mantenerlas fuera del alcance de otras naciones. Sin embargo, una de las consecuencias más siniestras de la guerra fría fue que, durante los años cincuenta y parte de los sesenta, Estados Unidos y la URSS no comprendieron la existencia de este interés coui.ún, hasta después de que otras dos potencias, Francia y China, se convirtieron en potencias nucleares, y de que otra serie de naciones habían llegado a tener la posibilidad de hacerlo y estaban mostrando, en ausencia de un sistema de control internacional, su intención de seguir el ejemplo. Durante la guerra fría, los dos protagonistas habían dado muestras de una creciente serenidad en sus relaciones, e incluso de una especie de tímida intimidad. No había, sin embargo, ninguna razón para suponer que otros poseedores de armas nucleares actua· rían con la misma serenidad o -en el caso de que fuesen, por ejemplo, Israel y Egipto- que desarrollarían ese entendimiento íntimo sobre los límites permitidos de la política nuclear; tampoco había ninguna razón para suponer que controlar los conflictos de otros sería tan fácil para las dos grandes potencias como controlar los suyos propios. Estos dos problemas -cómo evitar una guerra nuclear entre potencias nucleares y cómo evitar que hubiese más estados que accediesen a la elite nuclear- eran aspectos del problema más amplio del control de armamentos, que sustituía a los más tradicionales planteamientos de desarme de los años sesenta. El control de armamentos, la regulación del uso de las armas en contraste con la eliminación de ese uso, no era algo nuevo. Se había aplicado, especialmente, a las armas navales, a través, por ejemplo, del tratado Rush-Bagot de 1817, que prohibía la presencia de flotas en los Grandes Lagos, y de los tratados de Washington en 1922 y 1930, que trataban de limitar, proporcionalmente, el poderío naval de unos países con respecto a otros. En la década de los sesenta, el escepticismo hacia el desarme general hizo que se reavivara el interés por proyectos similares y tuvieron lugar discusiones puramente teóricas sobre control de amrnmentos entre políticos de Washington y de Moscú, que sentían necesidad de comunicarse entre sí (como en la crisis de los misiles de Cuba) o de cooperar los unos con los otros (como en las crisis de Oriente Medio durante toda la década). La idea de que las grandes potencias tenían en común algo más que la necesidad de evitar su aniquilación mutua quedó además fortalecida por su interés común en mantener su superioridad. Ninguna de ellas quería ver armas nucleares en las fuerzas armadas de otros países, y en 1968 firmaron, juntamente con Gran Bretaña, un Tratado de No Proliferación Nuclear al que invitaban a todos los demás países a adherirse. El objeto de este tratado era preservar la jerarquía nuclear existente, manteniendo a Francia y China en la q1tegoría de potencias nucleares de segun.da clase y a todos los demás países permanentemente excluidos de la posibilidad de adquirir armas nucleares. Como era previsible, Francia y China se negaron a firmarlo. Por parte de los países no nucleares pero con posibilidad de llegar a serlo hubo señales de descontento. Antes de realizar semejante acto de abnegación, objetaron que no se les debía pedir que renunciasen a las armas modernas si no les ofrecían mayores garantías de que no se verían envueltos en una guerra nuclear, y urgieron a las potencias nucleares a que conjugasen su entusiasmo en favor de la no proliferación con un intento más serio de controlar su propia carrera de armamentos. El tratado entró en vigor en 1970 y se celebraron conferencias de revisión quinquenales que resultaron inefectivas y mordaces. Veinte afias después más de un centenar de países habían firmado el tratado, pero fue más significativo el número y la identidad de los que no lo firmaron. Entre ellos Francia y China, que sin duda alguna eran potencias nucleares;

África del Sur e Israel, que en términos generales también eran considerados como tales; y Pakistán, India, Argentina y Brasil, en vías de llegar a serlo. Por estas fechas había en el mundo varios cientos de reactores nucleares, incluyendo algunos que producían plutonio como subproducto de unas actividades relativamente inofensivas. Una pequeña cantidad de este material bastaba para produeir una bomba al año y las últimas técnicas -por ejem· plo, el enriquecimiento en uranio de los valores de graduación de armas y la producción de plutonio en reactores-generadores rápidos·- estaban facilitando la fabricación de armas nucleares. En estas circunstancias los países desarrollados estaban ayudando a los estados en vías de desarrollo a construir reactores, fomentando así su proliferación y violando el tratado, al igual que todas las potencias nucleares que no se habían esforzado lo suficiente en reducir sus arsenales nucleares. Las esperanzas de una prohibición más extensa resultaban vanas mientras las principales potencias nucleares continuaran desarrollando nuevas armas que requerían ser probadas. El desarrollo se ceñía a un acuerdo entre las superpo· tencias, redactado en 1974 pero no ratificado hasta 1990, que limitaba la proporción de los ensayos clandestinos, y a otro acuerdo de 1976, asimismo ratificado en 1990. África del Sur se 'adhirió al TNP en 1991. También lo hicieron Francia y China. Brasil y Argentina renunciaron a la producción de armas nucleares de largo alcance. En 1992, Corea del Norte y Corea del Sur pactaron convertir la península coreana en una zona no nuclear, pero la incorporación de Corea del Norte al régimen del TNP fue desigual (véase p. 493 ). Una reanudación de los ensayos por parte de China en 1993 puso en peligro estos exiguos avances. El tratado de 1968 se renovó indefinidamente en 1995 por 178 estados, pero hubo críticas .por parte de Francia y Gran Bretaña por el escaso cumplimiento de las obligaciones que imponía el tratado. En el mismo año, poco después de su elección como presidente, Jacques Chirac reanudó los ensayos franceses en el Pacífico. El fin de la guerra fría reveló que la guerra fría y las armas nucleraes eran dos fenómenos distintos. La guerra fría posiblemente había terminado pero no la proliferación nuclear. Durante la guerra fría lo~ estados nucleares habían intentado prevenir tal proliferación a cambio de la promesa de reducir sus propios armamentos nucleares, pero al haber hecho más bien poco con respecto a lo segundo no lograron nada con respecto a lo primero. A la alarma por la extensión de las armas nucleares se unió la alarma por el desarrollo de la tecnología armamentística. Los MIRV (misiles de cabeza múltiple con objetivos indepen· dientes}, cuyas ojivas transportan varias cargas nucleares de gran alcance que se controlan por separado, aumentaron enormemente la amenaza que suponía cada misil; y los sistemas antimisiles balísticos (ABM), que podían responder a un ataque por sorpresa y destruir así la estabilidad disuasiva basada en la presunta eficacia de un primer ataque, estaban incremen· tando enormemente el coste de la carrera de armamentos. Al mismo tiempo, la capacidad mortífera de los nuevos misiles, de los que se afirmaba que eran capaces de aterrizar a pocas decenas de metros de un blanco determinado, junto con las nuevas defensas -que podían destmir los misiles lanzados únicamente a costa de eliminar el factor de disuasión que había sido concebido para evitar precisamente su lanzamiento-, indujeron a las superpotencias a conversar sobre el control del uso y desarrollo, así como l~ proliferación, de las armas nucleares. Las conversaciones sobre limitación de armas estratégicas (SALT) se iniciaron en 1969. Las armas estratégicas pueden definirse, en este contexto, como armas que pueden alcanzar blancos en territorio de un adversario desde bases o plataformas de lanzamiento situadas en territorio propio o en alta mar. Ello incluye misiles o bombas transportadas por aviones de largo alcance, así como misiles lanzados desde emplazamientos terrestres fijos o móviles o desde submarinos, Resulta difícil, por tanto, determinar la categoría de las

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armas estratégicas, y más aún si tenemos en cuenta que un solo misil con muchas ojivas nucleares, cada una de las cuales puede ser independientemente dirigida a un blanco dife .. rente, es algo muy distinto de un misil con una única ojiva que puede alcanzar un solo blanco. Hay además dos formas distintas e incompatibles de calcular la efectividad de las armas estratégicas de una nación. Por una parte, puede ser evaluada por el número de blancos enemigos teóricamente vulnerables, lo que supone contar el número dé ojivas nucleares desplegadas apuntando a blancos independientes; por otra parte, puede también evaluarse teniendo en cuenta la carga explosiva que puede ser lanzada de una sola vez por todos los aviones y plataformas de lanzamiento disponibles. Por último, la categoría de las armas estratégicas no es una categoría cerrada, ya que se discute sobre si se deben incluir en ellas las armas nucleares de menor alcance, que no obstante se colocan al alcance del enemigo al ser emplazadas en territorios intermedios o preparadas para ser enviadas a ellos al primer aviso. Dadas estas complicaciones, resulta admirable que, con un ejercicio de voluntad política contra las dificultades técnicas, se firmasen dos acuerdos en mayo de 1972 (y dos de menor importancia en el año anterior). En unas negociaciones en 1970 en Viena y Hel· sinki, que ocuparon cinco meses del año, los americanos tomaron la iniciativa proponiendo una prohibición total de los emplazamientos móviles de misiles en tierra, una limi· tación especial para las armas particularmente potentes y un límite global de la suma de emplazamientos terrestres, emplazamientos marítimos y bombarderos que cada país podía poseer. Al año siguiente, los dos países llegaron a un acuerdo sobre un Tratado de Fondos Marinos que prohibía situar armas nucleares en el suelo del océano (el tratado estaría abierto a la firma de todos los países) y actualizaron su acuerdo de 1963 para establecer un «teléfono rojo» entre Washington y Moscú, modificándolo en consonancia con los nuevos medios de comunicación por satélites. Estados Unidos propuso entonces que se detuviera el despliegue de los misiles intercontinentales emplazados en bases terrestres y todos los misiles situados en submarinos. También abordaron los aspectos defensivos (diferen· ciándolos de los ofensivos) de la guerra nuclear estratégica tratando de poner límites al despliegue de sistemas antimisiles balísticos ABM, pero el conocido problema de distinguir un arma defensiva de otra ofensiva impidió que se realizaran progresos por algún tiempo, ya que era imposible afirmar que todos los misiles o lanzamisiles de un sistema ABM no podían ser utilizados más que con fines defensivos. A pesar de estos problemas, en 1972 se firmaron un tratado sobre los ABM y un acuerdo provisional sobre misiles ofensivos. La URSS tenía en ese momento un sistema ABM incompleto alrededor de Moscú, y Estados Unidos estaba proyectando dos sistemas para la protección de sus plataformas de lanzamientos intercontinentales. El tratado de ABM, de duración indefinida aunque sujeto a revisiones quinquenales, permitía a cada una de las partes desplegar dos sistemas, uno para la defensa de su capital y el otro para la defen· sa de una parte de sus misiles intercontinentales, con una distancia entre los centros de ambos sistemas no inferior a 1.300 kilómetros y un radio de cada uno de ellos no superior a 150 kilómetros; cada sistema podía constar de 100 lanzamisiles, todos estáticos y capa· ces de lanzar una sola ojiva nuclear. El acuerdo sobre misiles ofensivos era mucho más escueto. Tenía una duración limitada, hasta 1977, y se limitaba a imponer la congelación de nuevas construcciones con la salvedad de que se permitía la sustitución de equipo anticuado por otro más moderno en tierra y en submarinos. Estados Unidos y la URSS acordaron también comenzar una segunda ronda de discusiones sobre acuerdos SALT en noviembre.

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Los SALT 2 debían tratar de todo aquello que se había omitido en lo acuerdos de 1972. Esto era mucho. Estados Unidos mantenía su petición, rechazada por la URSS, de prohibir totalmente los lanzamisiles móviles emplazados en tierra. Los soviéticos habían intentado, sin éxito, incluir en el acuerdo provisional disposiciones específicas sobre avio· nes bombarderos de largo alcance, que constituían aún una parte importante de las fuerzas americanas, aunque no de las soviéticas: los americanos tenían más de 500 aviones de ese tipo, y los rusos, que querían que cada avión contase como un lanzamisiles en un recuento global, tenían 140. No había habido ningún acuerdo sobre aviones de menor alcance emplazados fuera de Estados Unidos: los estadounidenses tenían unos 1.300 aviones de este tipo capaces de transportar armas nucleares, 500 de ellos en Europa. Además, estaba el problema de los MIRV. La URSS no tenía, que se supiese, ningún MIRV en servicio, aunque tenía mayor número de misiles intercontinentales que los Estados Unidos. Estados Unidos, de cualquier modo, había empezado a desplegar MIRV en tierra (los Minuteman 3) en 1970 y en el océano (los Poseidon) en 1971. En 1972 se pensaba que la URSS tenía Z.090 misiles estrátégicos capaces de alcanzar el mismo número de blan· c~s, mientras que Estados Unidos disponía de l. 710 misiles de ese tipo capaces de alean· zar a 3.550 blancos que al cabo de uno~ años, cuando s~ llevase a cabo el reequipamiento con los MIRV, se convertirían en más de 7.000. Se esperaba que los rusos comenzasen a desplegar MIRV en sus bases en 1975, y para entonces la efectividad de las fuerzas sovié· ricas en términos de blancos alcanzables empezaría a multiplicarse mientras que las estadounidenses, ya reequipadas, comenzarían a quedarse estancadas. Por tanto, para mantener su superioridad y competir con el creciente número de ojivas nucleares que surgían en los lanzamisiles rusos, los americanos tendrían que incrementar el número de sus lanzamisiles por encima del tope que establecía el acuerdo provisional. Si no hacían esto después de 1977, los rusos tendrían en 1980 un número de blancos americanos a su alcance que casi doblaría el número de blancos soviéticos al alcance de los estadounidenses. A los estadounidenses, por tanto, les preocupaba, especialmente, poner límites a la cantidad de misiles establecidos en tierra de cada bando; Los rusos contestaron proponiendo la elimi· nación de las bases adelantadas americanas (bases aéreas en Europa y bases submarinas en España y Escocia), una limitación del número de portaaviones permitidos en aguas europeas (los rusos no tenían portaaviones convencionales, sino sólo transportadores de helicópteros y aviones de despegue vertical), y la relegación de los submarinos armados con material nuclear a partes del océano desde las que no pudiesen atacar a territorios enemi-gos. Los progresos en las negociaciones SALT 2 fueron, en consecuencia, lentos e insignificantes hasta que Nixon visitó Moscú a mediados de 1974 y se evitó entrar en un callejón sin salida con tres acuerdos menores y de trascendencia limitada: una modificación del tratado sobre los ABM, un acuerdo para prohibir pruebas subterráneas de armas de 150 o más kilotones desde marzo de 1976, y el acuerdo de que la vigencia de un nuevo tratado SALT se prolongaría hasta 1985. Este acuerdo influyó en el encuentro que tuvo lugar en Vladivostok entre Gerald Ford, que había accedido a la presidencia tras la dimisión de Nixon en agosto, y Breznev, en un intento de evitar que se rompiera la distensión que rei· naba en las relaciones ruso-americanas en general y en los acuerdos SALT en particular. Ford y Bremev acordaron que las conversaciones debían continuar sobre la base de que cada bando podía tener hasta 2.400 lanzamisiles estratégicos de todo los tipos (un techo algo elevado), de los cuales no más de 1.320 podían ir equipados con MIRV. El año siguiente estuvo dedicado al intento de llevar ese espíritu a un acuerdo formal, pero sin éxito. La voluntad política estaba ahí, fortalecida por el deseo de ambos dirigentes de lle-

gar a un acuerdo, en el caso de Breznev, antes del XXV Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en febrero de 1976 y, en el caso de Ford, antes de la campaña presidencial que ocuparía la mayor parte de ese año. Pero las complejidades y tecnicismos, que cambiaban constantemente, pudieron con los negociadores. Las discusiones se rom· pieron a principios de 1977, pero un nuevo presidente, Jimmy Carter, puso sobre la mesa nuevas propuestas a lo largo del año y luego paró el desarrollo de la bomba de neutrones y de los bombarderos de largo alcance B-1. En 1979 fue firmado un tratado SALT 2. Tendría que llegar el año 1985 para que se proyectase un tercer tratado que conti· nuase el proyecto. Éste contenía limitaciones importantes. Su núcleo central era la restricción de los sistemas de lanzamiento de armas nucleares de 2.400 en cada bando, que se reducirían a 2.250 en 1985. Dentro de este límite global se insertaban otras limitaciones parciales en categorías definidas con mayor precisión: los sistemas MIRV y los aviones que transportasen misiles de crucero¡ los misiles emplazados en tierra o en el mar y equipados con MIRV; y los misiles emplazados en tierra y equipados con MIRV por separado. Los misiles superiores a un cierto tamaño, de los que los Estados Unidos no tenían ninguno y la URSS 308, fueron prohibidos. También se prohibieron los misiles lanzados desde el aire por otTo medio que no fueran aviones. Se pusieron límites al número de ojivas nucleares por misil y el número de misiles de crucero por avión. Se acordó que cualquier lanzamisiles capaz de disparar un misil equipado con MIRV sería considerado, al efecto del tratado, un lanzamisiles MIRV, aunque se le acoplase cualquier otro tipo de arma. Se establecieron restricciones, aunque modestas, sobre la modernización de armas¡ no afectaban a los sistemas de lanzamiento submarinos ni a los misiles balísticos intercontinentales emplazados en tierra, y por ello permitieron el despliegue, por parte americana, de los Trident 1 y 2 y los sistemas de misiles móviles MX, así como sus toscos equivalentes rusos. Las partes firmantes del tratado se comprometieron a dar notificación de determinadas pruebas y arsenales. Una cláusula especial pretendía evitar que alguna de las partes utilizara a una tercera para burlar sus obligaciones derivadas del tratado; esta cláusula alarmó a los miembros europeos de la OTAN, que temían que Estados Unidos la interpretase como una prohibición de transferir nuevas tecnologías. Un protocolo al tratado señalaba el camino que debían seguir posteriores restricciones en el despliegue, aunque no en las pruebas, de armas nuevas y más perfectas: por ejemplo, los misiles de crucero de un cierto alcance, no lanzados por medio de aviones. El hecho de que estas disposiciones eran efectivas y no meramente ornamentales quedó probado por la oposición que provocaron entre aquellos que, en ambos lados, ponían el mantenimiento o la consecución de la preponderancia militar por encima del control de la carrera de armamentos. En Estados Unidos, el Comité de Relaciones con el Extranjero del Senado reco· mendó la rat.ificación del tratado, pero las protestas públicas, la preocupación de los expertos (que se centraba en aquello que el tratado no garantizaba), y finalmente, la invasión soviética de Afganistán lo impidieron¡ la no ratificación del tratado fue uno de los puntos principales de la oferta electoral de Ronald Reagan en su fructífera tentativa de acceder a la presidencia en 1980. La atmósfera política se había vuelto contraria a ese tipo de acuerdos, y los avances tecnológicos los habían hecho más difíciles de lograr y, al mismo tiempo, menos trascen· dentales, debido al desarrollo secreto de armas más terribles pero no nucleares. Políticamente, los últimos años setenta fueron una época de creciente desconfianza. Desde el punto de vista de Estados Unidos, la intervención ruso-cubana en Angola en 1975 marcó el inicio de una serie de movimientos rusos -Etiopía, Vietnam y Afganistán

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eran otros escenarios, muy distantes entre sí, de amenazadora actividad soviética- que acentuaron la desconfianza estadounidense y su interés por el rearme más que por el control de armamentos. Al mismo tiempo, las estimaciones oficiales americanas sobre la cuantía del presupuesto de defensa soviético aumentaron de una manera drástica. El paso del buque de guerra Kiev del Mar Negro al Mediterráneo, un incidente que apenas hubiese agitado las aguas unos años después, hizo que la URSS fuera acusada de haber violado la Convención de Montreux de 1936 (en la suposición, que fue rebatida, de que el Kiev era un portaaviones que entraba dentro de lo reglamentado por este instrumento jurídico. En 1970 tuvo lugar un sobresalto más grave, que fue deliberadamente divulgado, al descubrirse una brigada soviética en Cuba. El presidente Carter había suspendido los vuelos de los servicios de información americanos sobre Cuba como un gesto conciliador, pero éstos fueron reanudados cuando se sospechó que Cuba estaba tomando parte en la revolución de Nicaragua. Lo que descubrieron fue una unidad de instrucción soviética que había estado en Cuba durante algunos años, pero el carácter de los tiempos la convirtió e~ una nueva amenaza para Estados Unidos. En lo referente a la URSS, la floreciente alianza entre Estados Unidos y China, y el intento de Deng Xiaoping de convertirla en una triple alianza con Japón, aumentaron los permanentes temores de los soviéticos de verse ródeados, temores que se agudizaban aún más a medida que la URSS se iba haciendo cada vez más 'dependiente del grano americano para alimentar a su ganado y por consiguiente a sus gentes. La URSS alegaba, y probablemente creía, que la interferencia encubierta americana acentuaba sus problemas en Afganistán y Polonia. Su anticuado aparato de dirección (no se habían desarrollado nunca unos procedimientos para una sucesión formal) se veía acosado en el interior del país por una economía que no podía garantizar las comodidades básicas y dedicaba quizá un 20% del PIB a gastos de armamento y defensa. Coincidiendo con este empeoramiento del clima político, nuevos avances técnicos estaban alterando la naturaleza de la carrera de armamentos. La disuasión nuclear había sido un arma brutal e inflexible, cuya efectividad dependía de su brutalidad e inflexibilidad. Apuntaba a ciudades y a sus habitantes. En lo referente a los americanos, hasta finales de los setenta sólo había dos caminos que un presidente americano pudiese tomar en una emergencia. Podía ordenar un ataque sobre todos los blancos a los que apuntaban sus armas; o podía ordenar la destrucción de estos blancos a excepción de Moscú. No tenía una tercera elección, y por eso sus arsenales planteaban una amenaza tan terrible para la URSS. Era un instrumento de disuasión efectivo, siempre que fuese posible creer que el presidente sería capaz de utilizarlo. Pero durante los años setenta la creencia de que esto pudiera ocurrir comenzó a disminuir. ¿Se decidiría un presidente sin dudarlo a ordenar una masacre tan enorme en los minutos de que dispondría para tomar una decisión? La misma pregunta arruinaba la estrategia de la disuasión. También revivió los temores americanos de que la URSS volviese a una estrategia de primer ataque. Al mismo tiempo, el refinamiento conseguido en la precisión de las armas permitía a los estrategas pensar una vez más en términos de hacer la guerra en lugar de disuadir de ella. El agresor no podría atacar un solo blanco militar muy preciso, como una base de misiles, un cuartel general o un búnker en el que se encontrase un jefe de Estado; cada bando podría entonces intercambiar ataques sobre blancos así de concretos y llevar a cabo una guerra durante semanas o meses. Sobrevivir a una guerra, o incluso ganarla --conceptos que habían parecido absurdos en la era nuclear- se convirtieron en posibilidades.

Un factor importante en la lucha entre las superpotencias, en el supuesto de una lucha global, era el crecimiento del poderío naval soviético en los setenta. Si una gran potencia es una potencia que puede actuar en cualquier región del mundo -y ésa es una definición tan buena como cualquier otra- entonces el poderío marítimo continúa siendo crucial. Estados Unidos era, sin duda, una gran potencia naval capaz de navegar por todos los océanos del mundo y controlar el paso a través de todos los canales excepto los más privados. La URSS no era una potencia de ese tipo pero estaba decidida a llegar a serlo y necesitaba sólo tiempo para conseguirlo. Como intentaba ser lo que no había sido, sus esfuerzos para conseguirlo provocaron una alarma considerable. El mundo no estaba acostumbrado a ver las flotas rusas en multitud de océanos, pero la universalización del poder ruso requería que esto sucediera. En tierra, la URSS había avanzado poco desde 1945. Su dominio sobre Europa oriental, aunque perturbado en algunas ocasiones, seguía siendo indiscutible, y con él el poder de plantear una amenaza a Europa occidental cuya credibilidad era un constante enigma. En los cincuenta había hecho constar su derecho a ser considerada una potencia en Oriente Medio, aunque en los setenta quedaron al descubierto los límites de su poder a causa de su expulsión de Egipto y del papel negativo que desempeñó en la diplomacia que siguió a la guerra de 1973. Sus incursiones en el Congo en 1960 y en el Caribe en 1962 fueron un fracaso; su papel en las guerras del sudeste de Asia, marginal; las pobres actuaciones de los comunistas en Portugal y Grecia en 1974, decepcionantes, y la enfermedad y ausencias de Breznev en 1975 y la incertidumbre de la sucesión, una fuente de dudas. Su economía y la calidad de vida de sus gentes continuaban siendo vulnerables a los caprichos del clima y de un aparatoso sistema burocrático, que podían ambos producir conmociones masivas. Para su enorme fuerza, la URSS era en un aspecto fundamental una potencia de un tipo distinto a Estados Unidos, una potencia que aún estaba constreñida mientras los Estados Unidos vagaban libremente. Las vías marinas ofrecían una escapatoria a esta inferioridad. A mediados de los setenta, la flota soviética sobrepasaba ampliamente a la americana en el número de submarinos, pero era claramente inferior en todos los demás aspectos. La armada estadounidense disponía de 733.000 hombres, incluidos los marines, contra 500.000 equivalentes soviéticos. Los Estados Unidos tenían 15 portaavi~nes, la URSS sólo porta-helicópteros; en cuando a cruceros y destructores con armas n~cleares, Estados Unidos tenía 110 y la URSS 79. Pero la URSS tenía 26.5 submarinos, contra los 75 de Estados Unidos, aunque en submarinos nucleares la situación era más equilibrada, con 75 soviéticos contra 64 americanos. Estas cifras dejan a un lado muchos factores, y una comparación más detallada tendría que tener en cuenta la antigüedad de los buques, su arma· mento, las reservas de cada nación, ios gastos en investigación y otros indicadores efica· ces para la comparación. La efectividad política, por otra parte, no es lo mismo que la efectividad militar. Lo que ocurriría si las dos armadas entablaban un combate era una cuestión casi teórica, pero el efecto de la aparición de una flotilla rusa de cualquier tama· ño en el Mediterráneo, por ejemplo, no lo era en absoluto. Esta flota constaba de entre veinticinco y sesenta buques y submarinos, a veces más numerosa y otras veces menos que la VI Flota de Estados Unidos pero sin cobertura aérea, menor que la francesa, mucho menor que la italiana e insignificante al lado de las fuerzas combinadas de la OTAN en este escenario. No obstante, era un presagio y tuvo una gran importancia política. Influyó en la forma de dirigir las relaciones entre la URSS y Argelia y Libia, dos Estados antioccidentales pero no prosoviéticos estratégicamente situados. Recordó a los gobiernos occidentales que sus temores, agudizados a finales de los cuarenta, de que se estableciesen

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bases soviéticas en Yugoslavia y Albania, podrían verse confinnados un día, con unas con· secuencias incalculables para la política del Mediterráneo. Un anticipo de estas conse· cuendas lo proporcionó el primer ministro de Malta, Dom Mintoff, cuyo afán de conseguir dinero para su depauperada isla le llevó a exigir a Gran Bretaña unos honorarios mucho mayores por el uso del puerto de Malta, con algo más que una indirecta de que si a Gran Bretaña no le interesaba utilizarlo al precio fijado, a los rusos les interesaría. Como resultado, Mintoff consiguió en 1972 una renta de 14 millones de libras esterlinas anua· les durante seis años, de los cuales los socios de Gran Bretaña en la OTAN aportarían 8,74 millones, y sumas adicionales de 2,5 millones a cargo de Italia y 7 millones a cargo de otros miembros de la OTAN. En la elección de Ronald Reagan para la presidencia norteamericana en 1980 jugó un importantísimo papel el sentimiento de que Estados Unidos debía estar haciendo un mejor uso de ese poder. Reagan no fue elegido por los líderes políticos de la nación. Fue elegido, en primer lugar, por un grupo de conservadores extremistas y reaccionarios con sl\ficiente dinero para conseguir para él la candidatura del Partido Republicano y, en segundo lugar, por el pueblo en general al que agradab!l su personalidad y sencillez y era sensible a su rotunda reducción de los asuntos públicos a luchas entre el bien y el mal en las que lo bondadoso era esforzarse con más fe que prudencia. Reagan mantuvo su popularidad y fue reelegido en 1984 obteniendo una victoria arrolladora. Tenía un poderoso apoyo en la Europa occidental que se había desplazado a la derecha a lo largo de los ochenta. En Gran Bretaña, la victoria electoral de Thatcher en 1979 llevó al poder a una primera ministra que estaba temperamentalmente a favor de un lenguaje duro y creía que la política monetaria a la que se había comprometido era también idéntica a la de Reagan. Su éxito en las urnas se repitió en 1983, en unas elecciones en las que uno de los principales puntos de la desastrosa campaña del Partido Laborista fue su adhesión al desarme unilateral. En Alemania occidental también los conservadores triunfaron en 1982, fecha en que Helmut Kohl puso fin a trece años de gobiemo socialista, y en 1983 obtuvieron otra decisiva victoria. Los partidos de izquierdas perdieron el poder en Noruega y Bélgica (1981) y en Holanda (1982) y aunque Francia eligió a un presidente socialista en 1981, Franc;:ois Mitterrand resultó ser más explícito que su predecesor en su respaldo al despliegue en Europa de misiles de crucero (Cruise) y Pershing 2, a pesar de que era al mismo tiempo crítico con respecto a la política americana en África y en América Central e incluso llegó a dar aliento a los enemigos de Reagan, en Nicaragua. Hasta el inesperado advenimiento de Gorbachov en 1985 la alianza occidental parecía, por lo menos superficialmente, unida tras la rígida actitud manifestada por Reagan y el desarme en su conjunto, desde los acuerdos SALT para la consecución de fuerzas no nucleares, parecía paralizado. Pero ~abía co~rientes de diversa naturaleza. El viraje europeo hacia la derecha prepa· ró el cammo a la izquierda para criticar la política estadounidense de un modo más enér· gico de lo que acostumbraban los partidos de izquierdas cuando formaban gobierno. La excesiva beligerancia de Reagan contra la URSS, por muy apropiada que en ese momento .pudiera parecer a los Estados Unidos, no encontró demasiado eco entre los europeos, qmenes, a pesar de su aversión y desconfianza hacia la URSS, estaban convencidos de la necesidad de llegar con ella a un modus vivendi y no creían que las amenzas y abusos a los que el presidente parecía tender naturalmente fueran un camino sensato a seguir. No estaban de acuerdo con su afirmación en una política de doble vía -poder y negociación-, y su disponibilidad para negociar fue considerada vacua y poco sincera, sobre todo después

de su desaforada conferencia en Orlando, Florida, en marzo de 1985, en la que estigmati· zó a la URSS, tachándola de imperio perverso destinado al cubo de la basura histórico. Su suposición de que la URSS podía ser obligada a un desanne como consecuencia del aumento del armamento estadounidense -uri programa Trident mayor, la recuperación del bombardero B· 1 previamente descartado, los misiles MX, medidas que fueron aprobadas en el Congreso, y en el caso de los MX posteriormente ampliadas-- consternaron a muchos de sus aliados por considerarlas peligrosas e insensatas, sobre todo su adhesión al programa de «Guerra de las Galaxias». Estados Unidos estaba desarrollando y a punto de producir un arma antitanques, el Enhanced Radiation Warhead (o bomba de neutrones), que podía demoler un avance acorazado, y en un segundo término contaban con r¡¡.yos láser, armas químicas y otras alternativas a las armas nucleares. A estas complejidades se añadieron las discusiones políticas y económicas en el seno de la organización occidental y dificultades de carácter más técnico entre las dos organizaciones, la OTAN y el Pacto de Varsovia. Ambas tendencias dificultaron la búsqueda de acuerdos sobre desarme y control de armamento. Las dificultades político-económicas fueron transitorias. Cuando el general Jaruzelski declaró la ley marcial en Polonia y encarceló a muchos de sus opositores políticos, Reagan, tratando a Jaruzelski como una mera marioneta del Kremlim, impuso sanciones con· tra la URSS así como contra Polonia sin consultar a sus aliados europeos, que consideraron estas maniobras cuando menos innecesarias. A su vez, él los consideraba demasiado indulgentes con la Unión Soviética, y las propuestas europeas de simple congelación del crédito a Polonia como ridículamente blandas. Un conflicto más serio surgió cuando Reagan tomó medidas para obstruir la construcción de un oleoducto que transportara gas de la URSS a Europa occidental -un proyecto de importancia para ambas pero considerado por Estados Unidos como un reforzamiento maligno de la URSS, que doblaría sus exportaciones de gas hacia finales de siglo, aumentando así los ingresos en moneda extranjera, de los que estaba tan necesitada-. Al utilizar los acontecimientos de Polonia para impo· ner sanciones contra la Unión Soviética, Reagan amenazó a aquellas empresas europeas que participaban en la construcción del oleoducto y tenían filiales u operaciones con Estados Unidos. Esta amenaza de extender las sanciones a las compañías europeas fue con· siderada como impertinente e ilegal. Se alcanzó un acuerdo en Versalles, en junio de 1982, pero se vino abajo inmediatamente, dado que Reagan --contra el consejo de su secretario de Estado, Alexander Haig, que dimitió- impuso sanciones de las que los europeos hicieron caso omiso. A finales de ese año el conflicto se había quedado reducido a nada, ya que los gobiernos de ambos lados del Atlántico estaban preocupados por poner en práctica sin demasiado escándalo el planeado despliegue de misiles de crucero y Pershing. Por la misma razón {la solidaridad dentro de la organización) los desacuerdos sobre otros asuntos (acerca de la parcialidad estadounidense a favor de Sudáfrica y el conse· cuente estancamiento de las negociaciones sobre Namibia, o acerca de la política estadounidense en Oriente Medio y América Central} se comentaban en voz baja. E incluso la invasión, sin previo aviso, de Granada, un país miembro de la Commonwealth, por parte de Estados Unidos, fue aceptada por Margaret Thatcher con decorosa compostura. El segundo factor de complicación era de carácter más técnico. Había sido conveniente establecer discusiones por separado sobre armas nucleares y no nucleares, y dividir las armas nucleares en diferentes categorías: de largo, medio y corto alcance. Pero esta forma de tratar el amplio ámbito del desarme estaba demostrando ser irreal. El principal objetivo del SALT era intentar establecer límites sobre los sistemas de lanzamiento que cada una de las partes

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pudiera poseer. El establecimiento de cifras dio lugar al regateo. La definición de los sistemas que el tratado debería abarcar resultó más difícil. Las armas de ambos bandos no eran exactamente comparables, y cada vez resultaba más difícil ponerse de acuerdo sobre cuáles debían considerarse estratégicas y cuáles no. Los norteamericanos querían que el tratado incluyera el bombardero ruso Backfire que, con su servicio de carga de combustible en vuelo, podría esti· marse como un arma estratégica capaz de atacar ciudades de Estados Unidos; y también las categorías de misiles móviles que, aunque clasificados como de alcance intermedio, podían convertirse fácilmente en un misil estratégico del tipo SS-16. Los soviéticos estaban, como es lógico, preocupados tanto por las armas de alcance medio situadas en Europa como por el modernísimo sistema disuasorio establecido en Estados Unidos. La Unión Soviética estaba desplegando sus SS-20, con ciudades europeas como blanco, a una media de uno por serna· · na y luchando por retrasar la renovación de los contramisiles en Europa. Por tanto, la limitación de las armas estratégicas, que constituía la finalidad de las conversaciones bilaterales SALT, ya no se podía separar del desarrollo y despliegue de las armas de corto alcance, que implicaban no sólo a Estados Unidos, sino también a todos los aliados de la OTAN. El con· tr~l de las armas de alcance intermedio (INF) se mezcló, por tanto, con el proceso SALT, ahora denominado START. También adquirió mayor impulso a partir de mediados de la década de 1980 porque ofrecía mejores perspectivas de acuerdo. Durante la década de 1970 la capacidad nuclear europea estaba basada principalmente en sus aviones de lanzamiento de misiles aire-tierra: el británico Vulcan y el norteamericano F-111. Pero al producirse el despliegue de los SS-20 la OTAN resolvió, en 1979, desplegar nuevas armas intermedias {los misiles 464, no balísticos, de vuelo a baja altura y muy precisos, y los misiles balísticos 108 Pershing Il) en cinco países europeos, lo que reducía a la quinta parte el tiempo necesario para un ataque de represalia contra blancos situados en la URSS. Esta decisión, que los países europeos, especialmente Alemania occidental, impusieron a los Estados Unidos, resultó en cierta medida un error de cálcu· lo. Los SS-20, que comenzaron a sustituir a los SS-4 y a los SS-5 a partir de 1976, eran lanzaderas móviles de tres cabezas con un alcance de 5.000 km; el SS-4 y el SS-5, en servicio desde 1959 y 1961 respectivamente, tenían cabezas simples y un alcance de 2.000 y 4.000 km. Junto con el avión TU-26 Backfire, los SS-20 aumentaron ampliamente la fuerza de la URSS en Europa. Los miembros europeos de la OTAN deseaban un arma similar en la zona para hacer frente a los SS-20 y restablecer la credibilidad de la estrategia de la OTAN en Europa, as( como los vínculos entre Europa y Norteamérica, los cua· les, según el temor de los primeros, se estaban desgastando. Pero los líderes europeos subestimaroñ la oposición de su electorado a esta proliferación de armamento nuclear y la Unión Soviética pudo intervenir en esta disensión con la esperanza de que se revocara la resolución de la OTAN de 1979. En 1981, la OTAN, con el fin de aplacar las críticas internas, adoptó la «opción cero» {es decir, la total eliminación) para las INF con la convicción de que la URSS la rechazaría, lo que hizo inmediatamente. Las maniobras continuaron con la oferta de Moscú de retirar sus SS-20 a cambio del abandono del despliegue de los crucero y los Pershing Il, y la posterior oferta de destruir un número considerable de ellos a cambio de lo mismo. La clave de la maniobra estaba en Bonn y se desvaneció cuando el Bundestag confirmó la aceptación por parte de Alemania occidental de su cuo· ta de Pershing Il. Su llegada, a finales de 1983, marcó el fracaso del intento ruso de parar el programa. Mosc(1 reforzó sus efectivos nucleares en Alemania oriental y Checoslovaquia, y rompió todas las negociaciones, incluidas las conversaciones START sobre armas estratégicas y las negociaciones sobre INE

En este punto la URSS se enfrentó a un nuevo avance que deseaba obstruir incluso más que el despliegue de crucero y Pershing ll. Fue la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) de Reagan, revelada en 1982. La SDI hacía énfasis en la distinciónºentre armas nucleares defensivas y ofensivas. Consistía en unas nuevas y asombrosas propuestas de defensa que, de poder llevarse a la práctica, destruirían los misiles nucleares tras su lanza· miento y, por tanto, proporcionarían invulnerabilidad contra el primer ataque. El presi· dente propuso gastar 26.000 millones de dólares en investigación a lo largo de los cinco primeros años. Este altísimo coste, con lo que significaría para la economía y el presupuesto {que el presidente había prometido reducir) norteamericanos, se unió al tono fantástico implícito en el sobrenombre que recibió de Guerra de las Galaxias. Se plantearon también dudas más razonadas. Muchos expertos consideraban que las propuestas eran intrínsecamente impracticables o incluso absurdas. Por supuesto, sólo sería posible ponerlas a prueba de manera precisa en caso de guerra. Se podía objetar contra ellas que en el momento en que estuvieran desarrolladas también se habrían desarrollado otras contra· medidas. Parecían implicar una contravención o una denuncia del Tratado sobre Misiles Antibalísticos de 1972 o una petición de enmienda del mismo, lo que daría a la Unión Soviética la oportunidad, al rechazarlo, de provocar nuevas fricciones en las relaciones entre Estados Unidos y sus aliados europeos. {Washington comenzó en ese momento a afirmar, con razón, que el tratado sobre ABM ya había sido roto por la URSS.) Y algo de la mayor importancia: el objetivo de la SDI era sustituir disuasión por defensa y de esa forma disminuiría la importancia de la disuasión que, aunque dura y poco atractiva, había ayudado a mantener la paz entre las superpotencias a lo largo de una generación. En Europa occidental los gobiernos no se mostraban deseosos de ser abiertamente críticos, en parte porque no querían añadir discordia dentro de la OTAN y en parte también porque Reagan los invitó a participar en la investigación y consideraron, equivocadamente, que se podría ganar mucho dinero al aceptar. El escenario del desarme se transformó con el cambio de presidente en Moscú y el cambio de postura de Washington. Gorbachov necesitaba sobre todo recortar gastos para salvar a la Unión Soviética de la catástrofe, y Reagan, bien fuera coincidencia o no, decidió cambiar su papel de Gran Látigo (Great Scourge) por el de Gran Pacificador. Los dos presidentes se reunieron en Ginebra en 1985. No se establecieron acuerdos de gran importancia pero se reunieron y, como cuando Napoleón y Alejandro se reunieron en la balsa en Tilsit, el sentimiento de humanidad transmitido por ese mero gesto alegró a los observadores y fue considerado como una parte del arte de gobernar. Más importante fue el claro hecho de que la URSS era incapaz de financiar la guerra fría y Estados Unidos se estaba dirigiendo también hacia la insolvencia. Cuando las dos superpotencias se dieron cuenta de la depreciación de su situación privilegiada en el mundo, se vieron forzadas a reconocer que necesitaban el desarme. Tampoco existía ya una razón de Estado que las disuadiera de hacerlo. Los mitos que habían desempeñado el papel principal en el estallido y mantenimiento de la guerra fría estaban trasnochados y gastados. La hostilidad per· manecía pero el miedo se había desvanecido. La postura sobre desarme, cuando Gorbachov subió al poder en 1985, era la siguien· te. Desde 1974 se estaba discutiendo en Viena, entre el Pacto de Varsovia y los veintidós miembros de la OTAN, la reducción de las fuerzas convencionales. Estas discusiones se denominaron Mutual and Balanced Force Reductions -MBFR- (Reducción Mutua y Equi· librada de Fuerzas). La OTAN propuso por primera vez una reducción de fuerzas convencionales en Europa central en 1969 y 1970, y en 1973 planteó una reducción bilateral del

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15% en el sector central que habría de ser seguida de otra, hasta alcanzar los 700.000 hombres, lo que proporcionalmente supondría mayor reducción para el Pacto de Varsovia que para la OTAN. El Pacto de Varsovia respondió con una propuesta de reducción de 20.000 efectivos por cada parte, seguida de un 5% y posteriormente un 10%. Este esquema, más proporcional que numérico, reflejaba la ventaja numérica del Pacto de Varsovia, algo que la Unión Soviética deseaba mantener. La OTAN, por su parte, estaba a favor de un control principalmente numérico conducente a una paridad numérica de la que carecía. Tras estas tácticas iniciales poco se llevó a cabo, y nadie parecía tener prisa por que así sucediera hasta 1979, cuando Breznev, posiblemente para sembrar dudas entre los alia· dos de la OTAN acerca del deseo de ésta de modernizar el armamento desplegado en la zona, anunció una retirada inminente de 1.000 tanques y 20.000 hombres de Alemania· oriental. Las conversaciones continuaron, sin embargo, plagadas de problemas, debido a las estadísticas inadecuadas y poco fiables, y al problema de la verificación. Las conversa· ciones finalizaron en 1989, tras casi 500 sesiones, y se incluyeron en un nuevo coloquio, q:lebrado en Viena, en el que participaban todos los países europeos y en el que se amplió el tema principal a todo el ámbito europeo, desde el Atlántico a los Urales. Esta conferencia sucesora fue denominada CFÉ (Fuerzas Conv~ncionales en Europa). Un grupo todavía mayor de treinta y cinco países (treinta y tres europeos más Estados Unidos y Canadá), que habían firmado el Acta Final de Helsinki de 1975 y su conferencia de revisión, había estado discutiendo desde 1983 acerca de la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE), y convocó en 1986, en Estocolmo, una Conferencia sobre Medidas para la Consecución de Confianza y Seguridad, y de Desarme en Europa (CDE). Mientras que la función de las negociaciones del MBFR/CFE era la de reducir el tamaño de las fuerzas armadas de la OTAN y el Pacto de Varsovia en Europa central y en otros puntos, la CDE hacía referencia a los movimientos de tropas y a la creación de normas que evitaran un ataque por sorpresa (y el temor a dicho ataque) mediante medidas tales como notificación previa de movimientos de tropas en los que estuvieran involucrados un número de soldados y tanques mayor del especificado. Tanto las negociaciones CFE como las CDE avan· zaron satisfactoriamente en los últimos años de la década. En el campo nuclear se discutía tanto sobre las armas estratégicas como sobre las intermedias, las primeras en su totalidad y las segundas principalmente en el territorio de las superpotencias. En su primera reunión, en Ginebra, Reagan y Gorbachov se habían declarado a favor de reducir a la mitad su armamento nuclear estratégico y de largo alcance, y de llegar a un acuerdo provisional sobre las INE Gorbachov había heredado la incapacidad de sus antecesores para evitar el despliegue de las nuevas INF de la OTAN en Europa. Estaba ansioso por emplear su posición de fuerza sobre annas estratégicas para frenar la SDI de Reagan. Después de Ginebra, intentó acelerar el proceso de desarme con una sorprendente propuesta de eliminación de las armas nucleares de todas las categorías antes del 2000. Washington respondió con un paquete mixto que repetía el objetivo planteado en Ginebra sobre armas estratégicas, al que se unía la eliminación de todas las INF de Europa en tres años, y el continuado intento de disminuir el desequilibrio en las fuerzas convencionales de los dos bandos. Gorbachov se declaró flexible en lo referente a las INF y deseoso de aceptar un menor recorte de armas estratégicas, 30% en lugar de 50%, y también modificó su estrategia sobre la SDI al aceptar la posibilidad de permitir la investigación siempre que Estados Unidos se comprometiera a observar estrictamente el tratado ABM durante los siguientes veinte años. Por tanto, Gorbachov estableció firmemente el desarrollo de la SDI dentro del régimen existente del ABM y solicitó un plazo preciso en

el que dicho tratado no fuera susceptible de modificación. Washington, aún manteniendo la propuesta de reducir a la mitad las armas estratégicas, propuso que el tratado sobre ABM se garantizara durante siete años y medio, con la condición de que las armas SDI pudieran ser desplegadas a partir de 1992 (en realidad no podían tenerlas listas para el despliegue antes de esa fecha) y de que a partir de 1992 se compartiría la tecnología SDI con la URSS. Estados Unidos intentaba, básicamente, asegurarse libertad de acción después de un período dado durante el cual se respetarían las restricciones incluidas en el tratado sobre ABM. Éstas eran las posiciones cuando Reagan y Gorbachov se reunieron de nuevo en Reykjavik, Islandia. Reagan acudió a Reykjavik con la intención de afirmar y fortalecer el ambiente de buena voluntad establecido en Ginebra. Gorbachov tenía unos planes precisos: frenar la SDI, ratificar estrictamente el tratado sobre ABM durante un período fijo de tiempo y, de ser posible, fortalecer sus condiciones acerca de las pruebas, consiguiendo que Estados Unidos aceptara la prohibición de las pruebas en el espacio (aunque sí se pennitían las pruebas en laboratorio), la retirada de todos las INF de Europa, y negociar la reducción de las armas estratégicas en un 50% o, al menos, en un 30%. Estaba dispuesto a limitar a 100 las INF desplegadas en Asia, y a discutir sobre las armas de corto alcance (menos de 500 km), y mientras tanto congelar su despliegue. Rechazó la propuesta de Reagan de compartir la tecnología SDI. La sorpresa por el progreso marcado por estas conversaciones se convirtió en estupefacción, nacida de una nueva propuesta que parecía ser apoyada por ambos líderes, aunque posteriom1ente surgieron dudas acerca de si Reagan la apoyaba realmente. La propuesta consistía en la completa eliminación de todas las armas nucleares, de cualquier tipo, en el plazo de diez años; este proceso se llevaría a cabo eliminando el 50% de las armas estratégicas en los primeros cinco años y el 50% restante en los cinco siguientes. La confundida euforia que surgió en Reykjavik se enfrió cuando que· dó claro que sin concesiones sobre la SDI, Gorbachov no estaba dispuesto a firmar nada. Había fracasado en su objetivo principal. Volvió a la carga en 1987, repitiendo su oferta de Reykjavik sobre las INF (cero en Europa, 100 en Asia), pero sin vincularla con el acuerdo sobre la SDI, a lo que Estados Unidos replicó que estaba de acuerdo siempre que las INF de la URSS que todavía sobre· vivían dejaran de apuntar hacia Europa occidental y Japón. Este acercamiento hizo surgir la cuestión de las armas de corto alcance, que se había eludido en Reykjavik, y Gorbachov sorprendió de nuevo al proponer la total eliminación (la «tercera opción cero»). También aceptó renunciar a las 100 INF instaladas en Asia. El resultado fue un tratado sobre INF firmado en Washington a finales de año, y que entró en vigor en junio de 1988, en el que se preveía la destrucción de todas las armas de alcance intermedio antes de 1991. Pe esa forma, la URSS estaba obligada a destruir más del doble de misiles y lanzaderas que la OTAN. El tratado START 1 se formalizaba, después de diez años de gestación, con la firma de Bush y Gorbachov en 1991. Fue seguido, dos años más tarde, por el .START Il, firmado por Bush y Yeltsin, que entraría en vigor siempre que lo hiciera el START l. En virtud del START Il, Estados Unidos y Rusia debían reducir sus arsenales de annas estratégicas terrestres de 12.600 y 11.000 a 3.500 y 2.000 respectivamente, las marítimas a 1.500 cada uno, y eliminar todos los misiles MIRV. Todo ello en el plazo de diez años. Las objeciones particulares de los rusos dieron lugar a algunas variadones que suponían concesiones por parte de Estados Unidos. La instrumentación de estos acuerdos se complicó cuando una de las partes se dividió en numerosos estados, cuatro de los cuales -Rusia, Ucrania, Bie-

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lorrusia y Kazajstán- poseían en su territorio armamentos del tipo incluido dentro del ámbito de los tratados. Los tres últimos se comprometieron por separado a ejecutar los acuerdos, a eliminar de su territorio todas las armas pertinentes en el plazo de siete años, y también a adherirse al Tratado de No Proliferación. [Ucrania recurrió a evasivas pero hubo de aceptar (véase p.76)]. Entre la firma de los dos tratados ambas superpotencias tomaron decisiones unilaterales destinadas a una mayor reducción de sus arsenales de armas estratégicas y no estratégicas. En 1993 la Convención sobre Armas Químicas, fruto de casi veinte años de nego· ciaciones en la Conferencia de Desarme de las Naciones Unidas, fue firmada por 130 paí· ses, y debía entrar en vigor en 1995, si para entonces había sido ratificada por la mitad de los mismos. En ella se establecía la destrucción de todos los arsenales en el plazo de diez' años, se prohibía la posesión, adquisición o uso de armas químicas, y se instituía un estric· to sistema de inspección y verificación. Al igual que el START, esta convención dio lugar a grandes y costosos problemas prácticos de destrucción, ya que las armas inventadas para destruir no eran fácilmente destruidas. . En 1992 entró en vigor un acuerdo sobre Fuerzas Convencionales en Europa (CFE) que abarcaba toda la zona, desde el Atlántico hasta los Urales, y que fue ratificado por 22 países. Fue reforzado con un Tratado de Cielos Abiertos, elaborado también por la CSCE y pensado para facilitar el control de las nuevas medidas'tomadas para mantener la confianza y la seguridad. La carrera de armamentos había constituido una catástrofe económica sostenida por la psicología de la guerra fría. La disminución de ésta provocó nuevos problemas en ambos bandos: por parte rusa, cómo conservar su categoría de superpotencia; por parte occiden· tal, qué hacer con la OTAN. La organización había debido su efectividad a su gran poder, basado principalmente en Estados Unidos, y ese poder había ocultado dudas sobre la credibilidad de sus consecutivas estrategias. En sus primeros años de formación, en Lisboa en 1952, se estableció un programa para crear tropas, incluidas unidades alemanas, capaces de mantener un guerra convencional de larga duración; pero estas fuerzas nunca llegaron a existir, y la OTAN se convirtió en eslabón de una cadena o en un peldaño cuya credibilidad dependía de la existencia de esa cadena de armas nucleares cada vez más destruc· tivas. Esta doctrina de respuesta flexible atravesó una serie de fases. La invención de las armas nucieares de corto alcance permitió a la OTAN planear el establecimiento de ejércitos con menores efectivos pero con armas más potentes, pero una vez más los objetivos (establecidos en 1957) no se alcanzaron. El papel de la OTAN, sin embargo, se estableció como el papel de un organismo disuasorio. Tanto con armamento convencional como con armas nucleares de corto alcance la OTAN sería capaz de resistir un ataque, y obligar al atacante a pensárselo dos veces antes de continuar con sus operaciones. Aunque no se podía demostrar que ésta fuera una visión ridícula de un futuro conflicto, resultaba difícil imaginar el desarrollo de una guerra de este tipo, y la función militar de la OTAN, por tanto, fue siempre ambigua. Se basaba en la idea de que el primer paso, o los primeros pasos, del agresor sedan dados sin demasiada reflexión, pero que ese agresor irreflexivo sería pronto obligado a cambiar de opinión. Pero fuera como fuera la realidad, la teoría exigía una respuesta gradual que, dada la composición de la OTAN, era siempre una res· puesta gradual de tipo nuclear. Cuando Reagan fue convencido en Reykjavik de que apro· bara las opciones cero, tanto para las INF como para las armas estratégicas, estaba suprimiendo eslabones de la cadena y, al mismo tiempo, desmantelando el paraguas estratégico nuclear proporcionado por Estados Unidos, el cual los europeos habían llegado a aceptar

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como garantía básica para su seguridad. La duda europea se intensificó cuando Gorbachov propuso aplicar la opción cero a las armas nucleares de corto alcance o de escenario de operaciones. La respuesta ya no podía ser flexible y el ataque ruso comenzaría con una considerable ventaja, compensada sólo por el miedo a su vez, por parte de los rusos, a una respuesta general de Estados Unidos con la potencia estratégica.de misiles restante. El reverso de la carrera de armamentos, asociado a la simultánea desaparición del Pacto de Varsovia, dejó a la OTAN sin estrategia, sin un enemigo obvio, y sin propósito.

EL DEBILITAMIENTO DE ESTADOS UNIDOS La de 1980 fue la década en que las superpotencias dejaron de ser consideradas por encima y más allá de todos los países, hasta el límite de constituir una especie aparte. Indudablemente, esto está completamente claro en lo que se refiere a la URSS, que dejó de ser un competidor para Estados Unidos, perdió su capacidad de dominio sobre la Europa central y oriental, y se encontraba inmersa en un agudo declive económico y al borde de la desintegración. La depreciación de Estados Unidos, aunque de muy diferente orden, fue ápenas menos llamativa, dado la indiscutible superioridad que había mantenido en la anterior generación y el mantenimiento de sus extensos recursos y su masiva producción industrial y agrCcola. El declive del poder y prestigio de Estados Unidos fue autoinfligido, como consecuencia de equivocaciones y errores de cálculo en la política económica y exterior. En política exterior, el error más claro fue el fracaso en Centroamérica, donde Reagan no consiguió cumplir su promesa de pacificar la pequeña República de El Salvador y convertirla en una decente democracia conservadora. En Panamá, Washington apoyó a un traficante de drogas y, cuando sus delitos se hicieron demasiado flagrantes, no fue capaz de eliminarlo del poder mediante soborno y recurrió a la invasión militar con un pretexto endeble. En Nicaragua, Reagan no consiguió derrocar al régimen sandinista, a pesar de estar costeando una cara guerrá indirecta y de recurrir a claros quebrantamientos de la ley inter· nacional, razón por la que el Tribunal Internacional de Justicia censuró a los Estados Unidos; el gobierno del presidente Daniel Ortega fue posteriormente derrotado no por las armas, sino mediante sanciones económicas que llevaron a los nicaragüenses a votar contra Ortega en unas elecciones de una rectitud democrática sorprendente. (Para estas materias, véase cap(tulo XXVII.) Estos fracasos contra débiles vecinos del propio conti· nente americano denotaban una comprensión inadecuada de la utilización de la fuerza. A pesar de ser la mayor potencia militar e, industrial, Estados Unidos no conseguía actuar eficientemente como potencia regional. En Oriente Medio, Estados Unidos, enfrentado a la pérdida de su aliado, el sha de Irán, y a la captura de rehenes de la embajada estadounidense por parte del nuevo régi· men, se encontraron envueltos en contradicciones y subterfugios: el imperativo moral de rescatar a los rehenes chocaba con la determinación públicamente reiterada de no permitir el pago a terroristas. La liberación de los rehenes fue obstruida durante las elecciones de 1980, lo que redundó en detrimento de Carter y en beneficio de Reagan. Posteriormente se solucionó mediante negociaciones secretas que incluyeron el envío de armas a Irán, a través de Israel, desde 1980 a 1986, año en que un escándalo público le puso fin. Por las armas se exigieron altos precios, y el dinero obtenido se empleó para financiar a la «contra» nicaragüense mediante tejemanejes en los que los conspiradores, incluidos el

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presidente Reagan y el vicepresidente Bush, engañaron al Congreso y al p.ueblo: una ~o~­ binación de hipocresía y medios ilegales que el presidente y sus asesores mtentaron JUSU· ficar sobre una base vagamente ideológica, y presuponiendo que los partidarios supuestamente moderados del nuevo régimen iraní podían ser separados de los intransigentes. La segunda operación, asociada a la anterior, nació de la determinación ~e continuar armando y dotando de fondos a la «contra» nicaragüense, de manera encubierta Y desa· fiando la enmienda Boland por la cual el Congreso había resuelto, en 1984, contra la entrega de ayuda militar. La colaboración con Irán, llevada a cabo con ayuda de trafica~· tes de armas israelíes y de otras nacionalidades, comporr.aba la entrega de armas a Iran para la lucha contra Irak; las armas no irían directamente desde Estado~ Unidos, sino de arsenales situados en Israel que posteriormente Washington se encargana de reabastecer; Oficiales de alto rango estadounidenses viajaron en secreto a Teherán con una remesa de piezas para lanzaderas de misiles. Pero ambos bandos tenían expectativas mayores de lo que én realidad deberían esperar obtener. Irán elevó sus exigencias no sólo de armamen· ~o sino también de concesiones políticas, como por ejemplo la retirada israelí del sur del Líbano y de los Altos del Golán, y la liberación de los ~rision~ros encarcelad~s en K~w~it, acusados de terrorismo en el Líbano. Uno de los rehenes fue liberado a cambio de mas piezas gratis, y otro a cambio de más armas. Se produjeron muchos encuentros clandestinos y muchas decepciones mutuas debido a las falsas expectativas. L.as medi~as acabaron llegando a conocimiento público. Reagan cesó a su asesor de segundad nacional, el coronel Oliver North, quien consiguió destruir mucha documentación antes de abandonar su des· pacho. Las primeras declaraciones públicas de Reagan fueron falsas y, aunci_ue_sabía que se es.taba incumpliendo la enmienda de Boland de muchas maneras, su conocimiento ~eal de l~s operaciones lrán•«contra» no pudo probarse durante el tiempo que le quedaba de pre· sidencia. En posteriores declaraciones, alegó en más de cien ocasiones su incapacidad para recordar hechos cruciales, de forma que no estaba claro si no se le había informado o no había entendido, o si ninguno de estos incumplimientos era tal. Su reputación de franqueza, competencia y aplicación al trabajo ya no volvió a recuperarse. La im~ortan~ia del asunto Irán·«contra» no residió en el debilitamiento militar de Estados Umdos, smo en que llamó la atención general y provocó dudas sobre si el resto del mundo se podía fiar de dicho país a la hora de resolver problemas internacionales. La posibilidad de escándalo era mucho más perjudicial por el hecho de producirse poco más de una década después del asombroso comportamiento de Richard Nixon, quien se había visto forzado a dimitir como presidente y ceder el puesto a un congresista de mediocre capacidad, Gerald Ford, para poder así evitar ser inhabilitado legalmente para el cargo. . Para la alianza euro-norteamericana, estas dificultades en Estados Umdos resultaban problemáticas, ya que su posición en la organización era de gran importan~ia:. si~ Estad~s Unidos sería imposible concebir una alianza antirrusa mientras la guerra fna siguiera exis· tiendo. La organización siempre había sufrido tensiones, aunque normalmente se solucionaban gracias a la torpeza con que la URSS llevaba a cabo, antes de la llegada de Gorbachov, su política exterior, no sólo en Europa. La dificultad más seria en la década de 1960 había sido la tensión entre Estados Unidos y Francia, que casi llevó a esta última a aban· donar la organización, pero poco después de que De Gaulle dejara el poder las unidades francesas tomaron de nuevo parte en las maniobras navales en el Mediterráneo (1970). De cualquier forma, la década de 1970 fue con frecuencia problemática. La OTAN ya n~ significaba un todopoderoso huésped americano con instalaciones europeas: en su terr1· torio y en sus aguas jurisdiccionales los aliados europeos aportaban el 75% de las fuerzas

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aéreas, el 80% de las navales y el 90% de las terrestres. La contribución de Estados Uni· dos era simbólica y financieramente crucial, de forma tal que, según según se argumenta· ba allí, Europa no podía disfrutar del costoso paraguas militar aportado por Estados Unidos y al mismo tiempo obstruir su política en otras zonas. La guerra de Vietnam había sido duramente criticada por los ciudadanos europeos, pero la guerra en Oriente Medio, en 1973, había sido criticada incluso por los gobiernos. Washington reaccionó con enfado por la negativa europea a permitir el uso de sus bases aéreas para el envío de apoyo aéreo a Israel y por el apresurado sometimiento que provocaron las amenazas árabes de restric· ción de petróleo. Los europeos contestaron que importaban el 80% del petróleo de Orien· te Medio, mientras que Estados Unidos sólo precisaba del 5%, y censuraron a este país por llevar a cabo una política detenninada en la zona sin consultar con sus aliados y pretender luego que éstos la apoyaran. Los europeos se alejaron todavía más cuando Washing· ton parecía estar barajando la posibilidad de asegurar el suministro de petróleo por la fuer· za de las anuas, y se mostraron reacios a asistir a la conferencia de consumidores propuesta por Estados Unidos para presionar a los productores árabes. Por razones similares, Francia se negó a asociarse a una Agencia Internacional de la Energía creada en el seno de la OCDE o a formar parte del acuerdo de compartir el petróleo entre los consumidores. Los europeos preferían una reunión entre consumidores y productores, negociación en lugar de confrontación. En este punto, la organización estaba prácticamente en suspenso y la situación se complicó todavía más con la invasión de Chipre por parte de Turquía, en 1974. Grecia, que culpaba a Estados Unidos de no haber tomado una actitud más firme contra la explota· ción excesiva que los turcos habían hecho de la inepta injerencia en Chipre de la dicta· dura griega, se retiró de las maniobras de la OTAN -una protesta causada por los aconte· cimientos que habían tenido lugar en Chipre, pero también basada en un antiamericanismo derivado de la benevolencia de Estados Unidos con los dictadores que habían gobernado Grecia entre 1967 y 1974-. Esta hostilidad griega no fue compensada por ningún sentimiento de apoyo turco, ya que el Congreso estadounidense, poniéndose de parte de Grecia, votó, en diciembre de 1974, por suprimir la ayuda a Turquía, a raíz de lo cual el gobierno turco tomó el control de veinticuatro bases militares americ;mas e~ Turquía, firmó un tratado de amistad con la URSS, y aceptó un importante crédito ruso. En el extremo opuesto, la OTAN se veía envuelta en un conflicto diferente que también afectaba a sus bases. En 1972, el Parlamento islandés decidió extender sus aguas jurisdiccionales a 50 millas. Este acto, que afectó principalmente a Gran Bretaña y a Alemania occidental, constituía una alteración unilateral de disposiciones establecidas. en 1961 mediante tratado. Al mismo tiempo, el Alting (Parlamento) rechazó por adelantado el recurso al Tribunal Internacional de Justicia (que sin embargo falló en agosto de 1972 a favor del derecho de los barcos británicos y alemanes a faenar hasta el límite de las 12 millas). Alemania occidental e Islandia resolvieron el conflicto en 1975, pero los intereses británicos se habían visto más seriamente dañados, y la acción islandesa condujo a choques armados, ya que el Reino Unido envió protección naval para apoyar a sus pesqueros frente a los guardacostas islandeses, que intentaban expulsarlos y destruir sus aparejos. A fines de 1973 se alcanzó un acuerdo bianual en el que se limitaban las áreas de pesca para los barcos británicos y el tipo de pesquero que se podía emplear. Era una fomia de limitar la pesca. Islandia, sin embargo, también declaró que en 1975 ampliaría sus aguas jurisdiccio· nales a 200 millas. La controversia permaneció sin resolver legalmente, pero las tensiones se redujeron en 1976 cuando los británicos renunciaron a derechos razonablemente justi·

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ficados. Para Islandia el episodio constituía una reafirmación inflexible de reivindicaciones económicamente vitales, apoyadas por la ventaja de operar en aguas propias, por el hecho de que los británico& en general (en oposición a la comunidad pesquera) se sintieran aven· gonzados, por la gran probabilidad de que en la reunión que se estaba celebrando en ese momento sobre derecho marítimo se recomendase una sustancial extensión de las aguas jurisdiccionales tradicionalmente establecidas, y por la conexión con la OTAN, que se podía usar para que Estados Unidos, que no deseaba que las instalaciones estratégicas de la OTAN en la zona norte peligraran por la acción de Islandia, presionara a los británicos. En medio de estos conflictos agravantes y de disputas políticas, Nixon reconvino a sus aliados por enconarse contra Estados Unidos. Kissinger, no menos irritado pero sí más constmctivo, propuso en 1973 una nueva Carta Atlántica para definir los objetivos comunes de Estados Unidos, Europa occidental y Japón (añadido por los conflictos económicos que Esta· dos Unidos tenía con Europa y Japón). Estados Unidos, según Kissinger, estaba dispuesto a defender Europa occidental y seguía apoyando la unidad europea, pero se oponía a que los e,uropeos tomaran, sin consulta previa, decisiones que Estados Unidos no aprobaba. Eso era lo mismo que objetaban los europeos, dicho sea de paso. La década de 1970 finalizó con la invasión msa de Afganistán, que suscitó en Washingto~ propuestas de acción que muchos europeos consideraban absurdas, al tiempo que en la relación con Oriente Medio los diri· gentes europeos, escépticos acerca de los acuerdos de Camp David, se dispusieron a diseñar una política europea que, aunque expresada como una secuela de Camp David, resultaba ser en realidad una alternativa a la política estadounidense que, según su opinión, había fraca· sado. Después surgió la cuestión del coste de la organización. Durante años, Estado~ Uni· dos había soportado una parte muy desproporcionada de los gastos y había considerado esta carga como algo inevitable y justo, dado que Europa se encontraba postrada por la Segunda Guerra Mundial; pero Europa se había recuperado (gracias a la extensa ayuda estadounidense) mientras que Estados Unidos comenzaba a sentir las consecuencias de la fatiga económica. Los europeos tuvieron que reconocer que el reparto de la carga era injusto, pero cuando, en 1977, la OTAN decidió que todos los miembros debían aumen· tar su gasto de defensa en un 3% anual muchos europeos no fueron capaces de cumplir sus promesas. En este contexto, la cuestión de la dirección se presentó como un nuevo punto de fricción. Sólo podía haber un dirigente máximo: el presidente de Estados Uni· dos. Pero el respeto por la presidencia disminuyó fuertemente cuando Lyndon Johnson decidió no presentarse para un nuevo mandato porque consideraba que había fracasado. Todos los presidentes posteriores a Johnson contribuyeron, a veces fuertemente, al declive del prestigio presidencial entre los europeos, y de esa forma aumentaron el senti· miento antiestadounidense latente en la opinión pública europea. Dicho sentimiento, sin embargo, constituía más un lujo sentimental que una base seria para poner en prác· tica una política alternativa. Vista retrospectivamente, la conferencia celebrada en Helsinki entre 1972 y 197 5 sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) evidenció un cambio significativo en el modelo de los asuntos europeos. A ella asistieron 35 países, incluidos los Estados Uni .. dos y Canadá, que fueron reconocidos como miembros esenciales y de pleno derecho del sistema de gobierno europeo. Al finalizar la conferencia se planteó el establecimiento de conferencias periódicas de revisión. Los participantes deseaban mayores resultados, pero lo que obtuvieron fue suficiente como para dar a este amplio foro, el más amplio reunido en Europa desde la guerra, una semipermanencia que presentaba un reto a la imperante

bipolaridad diseñada por las superpotencias y a la posición excepcional de cada superpo· tencia en su ámbito de acción. La conferencia de Helsinki había sido promovida por la URSS. Los países occidenta· les acudieron después de insistir en que Estados Unidos y Canadá debían ser incluidos. El propósito ruso era asegurar la aprobación general de las fronteras establecidas tras la gue· rra, que no habían sido ratificadas en ninguna conferencia de paz, y en segundo lugar dis· cutir la seguridad haciendo referencia a bases militares y tropas. Los occidentales acudie· ron en un principio a la conferencia con una mezcla de aburrimiento y cinismo, pero al final decidieron aprovechar la ocasión para obtener condiciones d.e la URSS. Occidente y los países neutrales se unieron para rechazar la propuesta soviética de declarar inmuta· bles las fronteras europeas; la conferencia declaró solamente que no debían ser alteradas por la fuerza. Además, Occidente y los países neutrales insistieron en una interpretación más amplia de la seguridad, que incluyera no sólo disposiciones militares, sino también el entendimiento mutuo. Consecuentemente, el Acta Final de Helsinki contenía declara· dones, no legalmente vinculantes pero aun así formales y normativas, relativas a contactos gubernamentales y no gubernamentales sobre cooperación económica, social y técni· ca, y también relativas a lo que se denominó cooperación en el ámbito de los derechos humanos. Esta expresión abrió la posibilidad de discutir sobre los derechos humanos y sobre el incumplimiento de los mismos. Un intento ruso de limitar el ámbito de estas declaraciones a discusiones entre bloques, en lugar de estados, fue derrotado. Si hubiera sido aceptado, el Acta Final habría permitido el debate abstracto sobre méritos y vicios relativos de los sistemas capitalista y comunista pero no la crítica de políticas y prácticas de estados concretos. La URSS, que había iniciado la conferencia de Helsinki, había que· dado sin margen de maniobra, y terminó por lamentar haber puesto el proceso en marcha. En la conferencia de Helsinki también se establecieron revisiones periódicas para intrumentar los compromisos establecidos. La primera revisión tuvo lugar en Belgrado en 1977, con un ambiente de considerable animosidad. No se alcanzó más que el acuerdo de reunirse de nuevo. El siguient¿ encuentro comenzó en Madrid en 1980, después de pro· longados intentos de suspenderlo por parte de Rusia. Como era previsible, los países occidentales centraron su atención en la invasión rusa de Afganistán y en la situación apre· miante de los disidentes en la Unión Soviética. Francia propuso de nuevo otra conferencia sobre desarme en Europa, y Breznev habló efusivamente sobre medidas de aumento de la confianza que deseaba ampliar a toda Europa, hasta los Urales. No había nada nuevo en estas propuestas, que sólo evidenciaban una determinación de continuar hablando y de encontrar algo que decir. Pero el mayor efecto de Helsinki no fueron estas conferencias de revisión, ya que el proceso de Helsinki coincidió con un cambio en Europa central, cambio que en Polonia alcanzó visos de revolución política. Las declaraciones de Helsinki y los comités de control de los acuerdos de Helsinki que se establecieron en muchos países, incluida la Unión Soviética, para observar el comportamiento de los sig· natarios, contribuyeron a esta turbulencia de esperanzas en una medida no cuantificable pero en absoluto insignificante, y después de 1989 la CSCE se convirtió en el foro euro· peo que se consideraba necesario tras la caída del poder comunista ruso en Europa central y oriental, y la consecuente confusión sobre el propósito y utilidad de la OTAN. En 1990, los participantes en la CSCE establecieron una sede permanente como forma de alejarse de la bipolaridad armada y acercarse a un nuevo ord~n, todavía débilmente percibido, en el que se relegara la confrontación entre europeos, y también entre las superpotencias, si no al cubo de la basura, sí a las páginas de la historia. La CSCE intentaba convertirse en

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una organización regional para Europa basada en el artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas, y de esa forma moderar y, dado que Estados Unidos era un país miembro, mantener las responsabilidades y el interés estadounidense por Europa. En 1994, fecha en que la organización tenía ya 53 miembros, la CSCE cambió su nombre por OSCE (O de Organización). Pero no disponía de fuerzas armadas. La OTAN sí disponía de fuerzas pero había perdido sus enemigos, una situación extraña para una alianza militar. Los miembros de la OTAN deseaban mantener la organización, y sus antiguos enemigos querían aso· ciarse. Para Estados Unidos la OTAN era un símbolo de su preocupación por Europa y de su continuado compromiso con los asuntos europeos, una advertencia de que el renacimiento de una potencia rusa hostil no se podía descartar de manera permanente, una forma de internacionalismo más aceptable para el Congreso y el pueblo estadounidenses qué la pertenencia a la ONU. La OTAN era una organización perfectamente establecida y la OSCE no. Por tanto, Washington deseaba adaptar la OTAN a las circunstancias, aumentando su tamaño. Sus aliados se mostraron de acuerdo. Pero era difícil admitir nuevos miembros de la Europa oriental sin provocar el antagonismo de Rusia (que pedía ser también admitida en caso de que se produjera cualquier ampliación). En 1993 el ministro de Defensa alernán, Volker Ruhe, se manifestó públicamente a favor de una asociación de la OTAN (y de la Unión Europea Qccidental) con Polonia, Hungría y las Repúblicas de Checa y Eslovaquia. Yeltsin anuüció en Varsovia que Rusia no pondría objeciones a la asociación de Polonia, pero unas semanas más tarde informó formalmente a los Estados Unidos, Alemania, Francia y Reino Unido que la OTAN no debía ser ampliada hacia el este; sus continuas sospechas de que los estadounidenses deseaban utilizar una OTAN aumentada para amenazar a Rusia se vieron agudizadas por el interés de Washington de emplear tropas de la OTAN en Bosnia, contra los servios {véase capítulo VIII). Washington diseñó un plan denominado Asociación para la Paz, para incorporar a la OTAN a anteriores enemigos comunistas, principalmente como una manera de retrasar la cuestión de la ampliación; más de veinte países europeos y del Asia central ex soviética aceptaron la invitación. Una Ley de Participación en la OTAN autorizó al presidente de Estados Unidos para transferir excedentes de armas a dichos países. Yeltsin se encontraba entre dos frentes. En 1995 declaró su deseo de integrarse en la OTAN pero, ese mismo año, el nacionalismo extremista ruso y la aproximación de las elecciones le hicieron protestar por las maniobras que la OTAN, en común con algunos de sus nuevos socios, estaba realizando cerca de las fronteras rusas. También protestó contra la insistencia estadounidense de que las operaciones en Bosnia debían llevarse a cabo bajo el mando de la OTAN (lo que excluiría a Rusia). Estas controversias coincidieron con un descontento intemo en la OTAN cuando el recientemente nombrado secretario general, Willy Claes, fue obligado a dimitir tras ser acusado por Bélgica de cohecho y corrupción. Algunos miembros de la organización comenzaron a organizar tropas regionales que, de forma ambigua, presentaban como un refuerzo de la OTAN en Europa, un fortalecimiento de la UEO y el comienzo de un brazo armado para la UE. Fueron la fuerza común franco-alemana, a la que más tarde se unirían Bélgica, Luxemburgo y España, y dos fuerzas mediterráneas (de tierra y mar) establecidas por Francia, Italia, España y Portugal. En asuntos económicos, Reagan heredó una confusión de problemas que empeoró todavía más. La supremacía mundial estadounidense era ante todo económica, y la fama que había obtenido durante el siglo XX derivaba de los incomparables resultados del capi· talismo norteamericano, tanto en tiempos de adversidad como de bonanza. Uno de los principales elementos del orden internacional posterior a 1945 fue el sistema económico

ideado en 1944 en Bretton Woods, que comprendía el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional {FMI). Este sistema presuponía el predominio del dólar estadounidense y manifestaba la importancia de la estabilidad en el cambio monetario, fijando el propio dólar al precio de 35 dólares por onza de oro. En 1945 la fuerza de la economía norteamericana, y por tanto del dólar, era axiomática y, durante el tiempo que se mantuvo el sistema de Bretton Woods, Estados Unidos exportó capital a gran escala, parte debido a políticas exteriores que exigían un gasto masivo en tropas situadas en el exterior y final·· mente en financiar la guerra de Vietnam, y parte en desembolsos de capital realizados por sociedades que invertían en empresas extranjeras o las compraban. Al mismo tiempo, Estados Unidos comenzó, de manera intermitente a partir de 1959, a registrar déficit de comercio exterior y a intentar {a partir de 1968) financiar estas operaciones sin que sus ciudadanos se vieran obligados a pagar más impuestos o, al menos, a que el aumento de éstos fuera mínimo. El ingente aumento, en la década de 1960, de eurodólares {dólares fuera de Estados Unidos) añadió incertidumbre sobre la continuidad de la fuerza de la moneda estadounidense, la dificultad de manejarla, e incluso sobre la permanencia del orden económico mundial predominante. En la década de 1970 el crecimiento industrial estadounidense fue inferior al de Japón, Alemania y Francia, e incluso Italia, al tiempo que los fuertes aumentos del precio del petróleo en 1973 y 1979, coincidiendo con la conversión de Estados Unidos en importador neto de petróleo y que chocaban con un hábito de energía barata, provocaron el desconcierto del dólar y el colapso del sistema. El mayor choque para el sistema Bretron Woods fue el precio cada vez mayor del petróleo, lo cual estaba a su vez en función primero de la trasferencia de la propiedad del petróleo a manos de los propios países productores de Oriente Medio, que lo utilizaron como arma política y, segundo, de la guerra y de las revoluciones que tenían lugar en el propio Oriente Medio. La OPEP, el cartel de productores y exportadores de petróleo, en su mayo· ría del Oriente Medio, creado en 1961, no hizo nada por alterar los precios en los prime· ros diez años, pero a comienzos de la década de 1970 los precios comenzaron a subir, y llegaron a multiplicarse por diez durante dicha década, que incluyó la guerra de 1973 y la caída del régimen del sha de Irán en 1979. Esta revolución económica dio marcha atrás al obligar a las grandes empresas a haQ!r prospecciones y producir petróleo fuera de Oriente Medio, con el resultado de que el precio del crudo se desplomó hacia 1988 (al mismo tiempo que el poder y la cohesión de la OPEP). Pe~o durante la década de 1970 y comienzos de la de 1980 los gobiernos no preveían esta evolución. Estaban más abrumados por el colapso del sistema monetario de ~retton Woods, principalni.ente por la devaluación del dólar en un tercio respecto al oro. Esta fue probablemente la consecuencia perjudicial. más dura· dera de la guerra de Vietnam, y de que Washington la financiara con deuda, dañando la economía de todo el mundo además de la estadounidense, ya que significó el fin del crecimiento y de la estabilidad de cambio. En el siguiente decenio de Reagan-Bush, las princi· pales potencias económicas, el Grupo de los Cinco y a partir de 1986 de los Siete, inten· taran establecer un sistema provisional. La dirección fue primero europea {franco-alemana, con Valéry Giscard d'Estaing y Helmut Schmidt) y posteriormente estadounidense. Los acuerdos del Plaza (1985) y del Louvre (1987) constituyeron un intento de frenar la devaluación del dólar con medidas financieras que resultaron infructuosas porque no estuvie· ron acompañadas de medidas fiscales coordinadas. Las enormes cantidades gastadas por los bancos centrales resulraron inútiles. A finales de 1987 la caída brusca de los precios en Wall Street advirtió de la extensión del mal y del temor, público y privado, de que la admi·· nistración había perdido el control de la balanza de presupuestos y la de comercio. El ere·

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cimiento, que se había mantenido en una media anual del 3% entre 1945 y el comienzo de la presidencia de Reagan, fue prácticamente cero. El ahorro y la inversión internos se encontraban en el punto más bajo registrado, y el desempleo osciló entre el 10% y el 7 ,5% durante los doce años de gobierno republicano. El Grupo de los Siete dejó de lado las preocupaciones estadounidenses acerca de la sobrevaluación del yen, el excesivo superávit del comercio japonés, la hiperinflación rusa, y otras amenazadoras consecuencias del colapso comunista en media Europa y de la desintegración de la Unión Soviética. En este contexto, la política de Reagan de financiación del déficit (que no se limitaba a Estados Unidos) y control de la inflación mediante recorte de la producción y el empleo contribuyó al debilitamiento de la posición dominante de Estados Unidos en el mundo. Su determinación de elevar el orgullo y la autoconfianza estadounidenses a su propio nivel iba acompañado de una determinación paralela de reducir los impuestos. Dado que su vía hacia el orgullo estaba envuelta en un gasto armamentístico sin precedentes, su mandato estuvo marcado por un endeudamiento masivo y por el descuido de los servicios sociales. .Su promesa, cuando entró en la Casa Blanca, de equilibrar el presupuesto fue todavía m¡Ís temeraria de lo que suelen ser las promesas de ese tipo. Parecía creer que la disparidad entre gastos e ingresos se evaporaría porque los bajos impuestos, asociados al control monetario, producirían más beneficios y por tanto un aumento de los ingresos derivados de impuestos. Pero los impuestos bajos y la escasez de dinero no produjeron estos huevos de oro. Tanto el déficit total como el porcentual sobre el PNB aumentaron; después de 1982 disminuyeron el control monetario y los tipos de interés; continuó el crecimiento pero también la dispa· ridad, y la salvación se consiguió sólo mediante la introducción de dinero extranjero para financiar los gastos corrientes del Estado y la inversión interior: el déficit, de decenas de millones de dólares, fue financiado en parte por los japoneses y por otros inversores extran· jeras atraídos por tasas de interés cada vez más altas. Se permitió que el dólar subiera, pero lo hizo tan fuertemente que su tasa de cambio dejó de ser creíble y cayó de manera más espectacular que había subido. Cuando Reagan dejó el poder en 1989, Estados Unidos había pasado en menos de una déoda de ser el mayor acreedor del mundo a ser el mayor deudor. Su deuda externa, que superaba los 660.000 millones de dólares, había aumentado en un 25% en un solo año. El déficit externo alcanzó los 12.000 millones de dólares mensuales, y el interés sobre deudas externas era de 50.000 millones de dólares al año. La exporración estaba paralizada y se ven· dían los activos extranjeros. En Estados Unidos los recursos de capital disminuyeron en 500.000 millones de dólares, ya que las acciones eran canceladas o reemplazadas por deuda (principalmente mediante el invento de los bonos basura). Económicamente, la situación de la mitad de la población había empeorado desde 1980. Los ahorros personales habían caí· do por debajo del 15% (la mitad de la tasa japonesa); la educación superior en tecnología y ciencia estaba en declive; la infraestructura económica estaba en decadencia, al igual que las ciudades del interior, en las que el alojamiento y la mortandad infantil se acercaban a los puntos negros del Tercer Mundo, y la delincuencia y las drogas eran alarmantemente comu· nes. La corrupción del sector público se extendió incluso hasta el gobierno. Eran males remediables pero precisaban un cambio drástico de actitudes y una fuerte decisión política. Dada la fortaleza de la industria manufacturera, el déficit se podía manejar mediante un moderado aumento impositivo; la decadencia social podía evitarse abandonando el punto de vista de Reagan de que el Estado debe ser reducido al mínimo, lo que en realidad cons· tituye un abandono de responsabilidad. En aquel momento, sin embargo, Estados Unidos ya no parecía el único favorito, en un mundo en el que Japón y la Comunidad Europea cons·

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tituían las sociedades más dinámicas. El mal funcionamiento económico y social, y un gobierno mediocre hacían peligrar la confianza que Reagan había dado a sus ciudadanos mediante el poder militar. Armó su país frente a la URSS, pero lo desarmó frente a Japón, un adversario igualmente peligroso, aunque sus armas no fueran militares. Independientemente de su escasa importancia económica, el déficit presupuestario y el externo minaron la confianza interna y exterior, y destruyeron la continuidad del dólar como moneda mundial o como una moneda de último recurso. En este clima político y psicológico, el dólar presentaba una predisposición a bajar frente a otras monedas fuertes y, principalmente, frente al yen, que tenía una predisposición todavía mayor a subir debido a una razón muy determinada: el ahorro medio de los japoneses era el doble que el de los estadounidenses, y no necesitaban sus ahorros para comprar productos extranjeros. Aunque los hábitos de gasto japoneses eran en buena parte culturales, los estadouniden· ses creían que estaban controlados, en mayor medida de lo que probablemente sucedía, por el proteccionismo encubierto de los sucesivos gobiernos japoneses, que utilizaban el obstruccionismo y las artimañas burocráticas para hacer la vida imposible a los exporta· dores extranjeros. El gobierno de Bush comenzó con una debilidad general y un extraño revés. Para bien o para mal, no fue una continuación del reaganismo, sino un subproducto de éste, puesto en práctica por un presidente que no había sido capaz de despuntar entre las sombras de la vicepresidencia, ni en el interior ni en el extranjero. El revés lo constituyó la negativa del Senado a aprobar al nuevo candidato presidencial para el puesto de secretario de Defensa. Más adelante, en los meses anteriores a las elecciones parciales de 1990, el pre· sidente se vio sería y perjudicialmente indispuesto con ambos partidos debido a la reducción del déficit. Añadida a aquellos conflictos que levantaban los ánimos (drogas, delin· cuencia, aborto, ética del Estado), la crisis sobre el presupuesto demostró no sólo el carácter poco seguro de Bush, sino también otros dos fenómenos poco apreciados en el exterior de Estados Unidos. El primero era el hecho de que, aunque el presidente estaba normalmente considerado como el hombre más poderoso del mundo, la Constitución de Estados Unidos establecía que el poder y la decisión debían ser compartidos por el presi· dente y los representantes del pueblo, y que el presidente tenía, dentro de su propia demo· erada, menos poder que los jefes de gobierno de muchas otras democracias, y ya ni hablar de las autocracias, abiertas o encubiertas. En segundo lugar, y por contraste, el crecimiento de la burocracia estatal estaba convirtiendo la asociación del Congreso con el Ejecutivo en una oposición más inamovible contra el presidente, independientemente de qué partido procediera éste. Los asuntos exteriores fueron más agradables para Bush que los internos. Llegó al poder en el momento culminante del mayor triunfo de su país después de la guerra: la liberación de Europa central y oriental de la dominación comunista, y la eliminación de la segunda superpotencia mundial; alcanzó éxitos resonantes en la guerra contra lrak en 1991, y proclamó el advenimiento de un nuevo orden mundial. Aun así, estos esfuerzos y proclamaciones no le sirvieron para conseguir un nuevo mandato debido al descontento interno. En 1992 los demócratas recuperaron la Casa Blanca, con Bill Clinton como pre· sidente. La victoria de Clinton duró sólo dos años, derrotada por el contraataque republicano en sus primeras elecciones parciales. Era inteligente y elocuente y mostraba un dis· curso rotundo, si bien no siempre consecuente. Evitó las fanfarronadas, y parecía dispuesto a encarar las reponsabilidades, pero su comienzo fue poco firme y nunca se recu· peró de él por completo.

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La primera preocupación de Clinton fue conseguir el apoyo popular y del Congreso para un presupuesto que impusiera, si no con aplauso al menos con resignación, drásticas medidas de reducción de un déficit federal aterrador. Pero sólo consiguió ganar en el Senado gracias al voto de calidad de su vicepresidente. Este comienzo precario estuvo acampa· ñado de varias designaciones imprudentes para altos cargos y del resurgimiento de alegaciones escandalosas contra su vida privada y sus anteriores actividades. Siguió la derrota de un intento excesivamente ambicioso de introducir un servicio de salud que abarcara todo el país, independientemente de la edad. En asuntos exteriores parecía extrañamente poco preparado e inseguro y, por tanto, inepto. Aunque la economía se estaba recuperando, las clases medias, tan importantes políticamente, no percibían ningún beneficio, ya que, paradójicamente, la recuperación fue paralela a una disminución de los ingresos de la clase media. Las elecciones parciales de 1994 significaron uno de los mayores reveses del siglo para los demócratas e incluyó la pérdida, por primera vez en cuarenta años, de la mayoría en el Congreso y en el Senado. La causa fue principalmente intema, pero los asuntos externos también contribuyeron a un ambiente de perplejidad Y aprehensión que en algunos lugares se elevaba a resentida e hipercrítica exasperación. A primera vista esto resultaba extraño porque hacía poco qU:e Estados Unidos habían asistido al triunfo que significaba la disolución de la Unión Soviética, una victori'.1 clara en un avasallador conflicto mundial. Pero el comunismo mundial había constituido una brújula en los asuntos exte· riores, y su desaparición dejó buena parte de la política exterior estadounidense sin objetivo. Esta afasia coincidió a grandes rasgos con la desaparición de la otra gran suposición sobre la situación y el propósito de Estados Unidos en el mundo: que la economía internacional de Estados Unidos superaba a la de cualquier otro país. Hasta ciento punto, el fin de la guerra fría constituía la victoria del capitalismo sobre el comunismo, dejando al primero sin rival. Pero el capitalismo era un vencedor con mala salud y el papel de Estados Unidos en un sistema capitalista mundial era cada vez más dudoso desde mediados de la década de 1970. En el interior, el prometedor crecimiento económico de comienzos de la década de 1990 fue contrarrestado por un gran déficit presupuestario y externo, por la inexistencia de voluntad política de enfrentarse a dicho déficit, excepto mediante la promulgación de objetivos de rectitud financiera a largo plazo, y por la conciencia de que el crecimiento no estaba financiado simplemente por los ahorros, sino por capital extranjero (principalmente japonés) en el que no se podía confiar indefinidamente. Aunque el capitalismo había, hablando popularmente, derrotado al comunismo bajo la dirección estadounidense, este país parecía peligrosamente inseguro acerca de cómo manejar el moderno sistema capitalista, tanto interno como internacional.

LA DESINTEGRACIÓN DE LA URSS Los problemas de la segunda superpotencia, la Unión Soviética, fueron muy diferentes de los de Estados Unidos. Sus dificultades económicas eran de un orden más desesperado, su sociedad más corrupta, cruel e ineficaz, su misma existencia como unión estaba en entredicho. Tras la dimisión de Kruschev en 1964, Leonid Breznev se había erigido como su sucesor y permaneció al frente del país hasta su muerte, en 1982, tras un largo pero, en asuntos internos, anquilosado mandato y un lento declive personal. Tuvo tres sucesores en tres años: Yuri Andropov, que murió en 1984; Konstantin Chernenko, que murió en 1985, y Mikhail Gorbachov, con quien la esperada nueva generación alcanzaba

por fin el poder. A estas alturas la URSS ya no parecía un rival para Estados Unidos. Su imperio en Europa central y oriental era insostenible y el propio país se veía amenazado con la desintegración en todos los puntos de su centro eslavo. No carecía de recursos materiales, pero mal administrados y faltos de equipamiento (excepto en ciertas industrias pesadas), no eran capaces ni de alimentar a su población, o darle un aceptable nivel de vida, ni de convertir a la Unión Soviética en una potencia mundial. Gorbachov, inteligente, valeroso y excepcionalmente hábil para la política, se embarcó en una revolucionaria trayectoria de reformas políticas y económicas denominadas indistintamente glasnost y perestroika: glasnost significa apertura y, en particular, el fin de una generalizada falsificación de la evolución económica; perestroika significaba la reestructuración de la economía, en el sentido más amplio de la palabra. Insistió en que la perestroika no podría alcanzarse sin glasnost, y en que la glasnost llevaba consigo no sólo la incursión en la censura y los hábitos de clientelismo, sino también la reforma del sistema político en su tota· lidad, incluida la abolición del monopolio del poder ejercido por el Partido Comunista y del control que éste ejercía sobre las instituciones del Estado y el engranaje económico. La glasnost, por muy inadmisible que fuera para algunos, era fácil de comprender. La perestroika, sin embargo, era un concepto más ambiguo, dado que promovía un cambio sin especificar el ritmo de dicho cambio ni definir el nuevo sistema en el que debería convertirse el antiguo. Los primeros pasos incluían una mayor independencia para las cooperativas y para los directores de las empresas estatales, y la introducción, en cierta medida, de reguladores del mercado. Incluso si estuviera generalmente admitido (que no era así) que había un sistema correcto y uno incorrecto, habría dificultades en trasladarse de uno a otro. ¿Hasta qué punto, por ejemplo, debería permitirse que los precios alcanzaran sus propios niveles, si eso implicaba una subida excesiva que pondría los artículos fuera del alcance de los compradores y dejaría a los productores sin mercado? ¿Deberían controlar· se los precios de algunos productos, alimentos por ejemplo, y de ser así, quién, sobre qué principios y hasta cuándo? El gobierno estaba atrapado entre la conflictiva necesidad de permitir que los precios evoludonaran a su manera y la de moderar su inevitable subida. Aunque había consenso acerca de la necesidad de cambiar el orden económico, no lo había acerca de cómo debía ser el nuevo: la Nueva Política Económica de Lenin (que promovió los pequeños negocios y comerciantes <:on la esperanza de atraer el capital y la formación extranjeros), o la situación anterior a la NPE, o una nueva mezcla de capitalismo privado y libre comercio con socialismo estatal, o la inmersión en algo muy similar al capitalismo occidental. El desarrollo de la perestroika era, por tanto, tentador y carente de forma. Recibió ataques desde diversos puntos: fue obstruido por miles de personas cuyos puestos podían verse en peligro; y se complicó todavía más por el estado de la economía, que seguía sufriendo un retroceso general y estaba tan preparada para la cirugía como un paciente con el corazón débil. La economía sufrió golpes inesperados por la caída del precio del petróleo, el desastre del reactor nuclear de Chernobyl en 1986, y el gravísimo terremoto de Armenia en 1988. La primera ley de bases para la reforma económica, promulgada en 1987, comenzó el proceso de descentralización y liberalización de precios, y estableció recompensas financieras para las empresas, pero concedió poca libertad a la industria para realizar las com· pras de suministros necesarios y apenas modificó el desacreditado sistema de objetivos centralizados. Estas medidas parciales fueron ampliadas un año más tarde, aunque todavía de una manera tentativa y experimental, y limitando su ámbito a determinadas zonas y empresas de un tamaño inferior al establecido. Las reformas se veían obstaculizadas por la

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falta de directivos experimentados y por la inercia u oposición de la nomenklatura, la cla · se privilegiada y osificada de funcionarios que, habiendo sobrevivido a los años de Breznev, no estaba dispuesta a perder su trabajo y sus prebendas en la resaca. Los objetivos políticos de Gorbachov no incluían una reducida autoridad central. El camino al poder en la Unión Soviética podía ser más libre, pero no se había planeado que ese poder fuera menos amplio, quizá al contrario. Al igual que con el desarrollo de la perestroika en la industria y en el comercio, en las reformas políticas paralelas Gorbachov era, más que un teórico inteligente, un diestro estratega que mantenía el control del proceso al que había dado comienzo mediante la rápida percepción y ágiles movimientos que lo mantenían por delante, si bien por un estrecho margen, de los acontecimientos. En un congreso extraordinario del partido, en 1988, prometió convocar un Congreso de Diputados del Pueblo de 2.250 miembros, algunos elegidos por grupos especiales, de los que el Partido Comunista constituía el más numeroso ( 1.500), con circunscripciones territoria· les en las que a los votantes se les prometió la elección de candidatos. Todos los candida.tos debían presentar una plataforma electoral. En las elecciones celebradas al año siguien· te, en 384 de las circunscripciones sólo se presentó 1,lI1 candidato, mientras que en 2 71 ninguno consiguió la mitad de los votos emitidos. El Congreso eligió un Soviet Supremo reducido, de 750 miembros, que se reuniría cuando aquél no estuviera convocado. Al mis· mo tiempo, y mediante una especie de golpe de Estado,.Gorbachov se aseguró la desaparición de cientos de militantes del partido que podrían obstruir sus planes, purgó el Comité Central del Partido Comunista, e hizo que lo eligieran presidente de la Unión Soviética en lugar de Andrei Gromyko, que fue obligado a dimitir. Sus poderes como presidente eran considerables pero no absolutos. El Tribunal Supremo podía declarar sus actos inconstitucionales, y dos tercios del Soviet Supremo podían superar el veto presidencial a una nueva ley. Aunque marginó al Partido Comunista, se vio obligado a conceder pre· eminencia a las Repúblicas, mediante la institución de un Consejo de la Federación compuesto por él mismo y los presidentes de las quince Repúblicas, y mediante la abolición del Consejo de Ministros, bastión del centralismo, y su sustitución por un gabinete de expertos menos prestigioso y poderoso. La dimisión, a finales de 1990, de su ministro de Asuntos Exteriores, Eduard Shevardnadze, un colega próximo, ministro de éxito y cono· cido promotor de reformas liberales, debilitó a Gorbachov y reforzó las sospechas de que estaba siendo obligado a virar hacia el conservadurismo y que incluso podría acabar con· virtiéndose en un cautivo de los mandos militares, temerosos de perder esenciales instalaciones de defensa situadas en las Repúblicas disidentes: las fuerzas armadas eran, junto con el KGB, el símbolo principal y más visible de centralización del poder, en oposición a las ambiciones centrífugas del Báltico y otros disidentes, o de los defensores de una mayor autonomía en la República Socialista Federal Soviética Rusa (RSFSR) y en Ucra· nia. La debilitada posición de Gorbachov saltó a la vista cuando, intentando conseguir la aprobación para su candidato al nuevo puesto de vicepresidente de la Unión, para el que Shevardnadze parecía haber estado destinado, su candidato fue rechazado por el Congre· so de Diputados del Pueblo y sólo consiguió la aprobación después de una segunda vota• ción, estrictamente inconstitucional. Ninguno de estos cambios y giros produjo una política económica. Con el desmoro· namiento de la economía se impusieron dos estrategias: moverse con rapidez o con mucha rapidez. Para los más audaces o los más desesperados la situación requería un cambio drás· rico, en el que se hiciera caso omiso de las posibles consecuencias, esperando que ocurriera lo mejor. Los protagonistas de esta estrategia trazaron un plan de 500 días para el estable-

cimiento en cuatro fases de una economía mixta. La primera fase comprendía la venta de las propiedades y empresas del Estado y del Partido Comunista, la disolución de todas las explotaciones agrícolas colectivas y estatales, dando a los ocupantes sus terrenos o viviendas, y el recorte del presupuesto en cinco millones de rublos en el plazo de tres meses (incluidos recortes drásticos en los costes de defensa y del KGB). El principal objetivo de esta fase era conseguir poner en circulación el dinero escondido, aquel que no salía a la luz porque no había nada en qué gastarlo, antes de liberar los precios y de que se desatara una inflación masiva. En la segunda fase se liberarían gradualmente los precios y se elevarían las tasas de interés, pero los precios de los alimentos básicos permanecerían bajo control. En la tercera fase, la más larga (días 250-400), la mitad de las empresas de servicios y de manufacturas serían vendidas y se establecería un mercado de valores y otros activos. Finalmente se acelerarían todas estas medidas y el 90% de los negocios al por menor serían puestos en venta. A este programa se oponían, entre otros, el primer ministro Nicolai Ryzhkov, sobre la base de que los límites temporales eran demasiado rígidos y nada realistas, de que eran necesarias más medidas paliativas para las clases pobres, para los pensionistas y para los estudiantes, y que no existía una maquinaria burocrática para llevar a cabo esos cambios tan rápidos, de forma que se produciría mayor caos que reforma. Los objetores también argumentaban que el trastorno económico que preveían se sumaría a las fuerzas anarquizantes que amenazaban con disolver la Unión. Gorbachov, que parecía a favor primero de un lado y luego del otro, y no quería perder a su primer ministro, intentó forzar a los grupos enfrentados a alcanzar un acuerdo, pero fracasó. El Soviet Supremo prefirió darle poderes de emergencia, cargando sobre la presidencia la tarea de encontrar una respuesta e imponerla mediante decreto. El resultado fue un nuevo plan, debidamente respaldado por el Soviet Supremo pero tan vago como para dejar el futuro no sólo peligrosamente oscuro, sino también aparentemente fuera del control del gobierno. Había esquemas rivales pero no una política económica coherente. La transformación política y económica de la URSS se vio complicada por el surgi· miento de la disidencia, que eri algunos lugares alcanzó el grado de separatismo. De las quince Repúblicas Soviéticas (véanse mapas 1.2 y 1.3), sólo tres eran preponderantemente eslavas: Rusia (que incluía Siberia), Ucrania y la Rusia Blanca (Bielorrusia). Los eslavos suponían poco más de la mitad de la población, y la solidaridad de Ucrania con otros estados eslavos no se podía dar por supu~sta, ya que esta República tenía una histo· ria de oscilación entre sujeción a Moscú (o Varsovia o Vilna) y brotes de independentismo, acaecidos con anterioridad al siglo XX y durante el mismo. Las doce Repúblicas restantes, a saber, las tres Repúblicas Bálticas, Moldavia, tres del Cáucaso y cinco de Asia central, tenían motivos de queja y aspiraciones separatistas perjudiciales. El problema más urgente surgió en las tres Repúblicas Bálticas que comenzaron a vislumbrar la recuperación de su independencia y a reclamarla. En 1988 se creó en Lituania el movimiento Sajudis y, al igual que movimientos similares en Checoslovaquia, Hungría y en otros lugares, se transformó de movimiento popular en partido político. Su objetivo era sencillo: la independencia. Junto con Letonia y Estonia, Lituania había sido invadida por las tropas de Stalin en 1944-1945 e incorporada a la URSS. Muchos lituanos habían huido a Occidente, y a otros, tal vez un cuarto de millón, los habían deportado o matado. En la República de Lituania así creada, lo polacos y los rusos se convirtieron en una quin· ta parte de una población de 3, 7 millones de habitantes. (En Letonia y Estonia, con 2, 7 y 1,5 millones de habitantes, los rusos suponían aproximadamente un tercio.) Las principales características económicas de Lituania eran, por una parte, un superávit agrícola

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exportable y, por otra, una total dependencia del petróleo y el gas de la URSS. La economía en general padecía la deformación, el anquilosamiento y la corrupción que caracterizaban al conjunto de la Unión Soviética. Los candidatos designados por el Sajudis obtu· vieron una mayoría que inmediatamente declaró independiente a Lituania, repitiendo una declaración similar de 1918. Para Gorbachov esto constituía un reto que era necesario resistir por las repercusiones que tendría no sólo en las otras Repúblicas Bálticas, sino también en rodas las partes de la URSS. Estaba dispuesto a conceder mayor independencia a las Repúblicas en una Unión más relajada, a darles el derecho constitucional a sece· sionarse, pero no estaba dispuesto a aceptar un acto unilateral que podría destruir la Unión Soviética antes de que él tuviera tiempo de reformarla. Además, las Repúblicas Bálticas formabán parte de un sistema defensivo total que ni Gorbachov ni ~us mandos militares estaban dispuestos a desmantelar a toda prisa. Gorbachov envió tropas a Lituania e impuso un bloqueo económico que forzó a los nuevos dirigentes de la República a moderar, si no sus exigencias, al menos su calendario, pero no antes de que hubieran encontrado aliados en el corazón de la Unión, en el propio Moscú, donde el principal antagonista de Gorbachov, Boris Yeltsin, había cons~guido el control de la vasta República Rusa (RSFSR). Las tres Repúblicas Bálticas declararon la independencia en 1991, pero su disfrute se vio atemperado por la dureza material que se produjo al romper los vínculos económicos y el comercio preferente con la URSS; la inflación se disparó y la producción industrial y agrícola quedaron traumatizadas: en Lituania, por ejemplo, se redu· jeron a la mitad en tres años. Ninguno de los tres países se unió a la nueva Comunidad de Estados Independientes (CEI). Abandonaron el área del rublo en 1992. En los años siguientes consiguieron frenar la hiperinflación mejor que otras zonas de la URSS, pero Lituania volvió a un gobierno de izquierdas en 1992 y Estonia en 1995. Letonia, por el contrario, se vio sorprendida y sorprendió a otros cuando estuvo a punto de conceder el voto mayoritario al partido de extrema derecha, dirigido por un inmigrante alemán que no hablaba letón. Aunque normalmente denominados en conjunto, dos de los tres países, Estonia y Letonia, tenían vínculos históricos y de otro tipo principalmente con Finlandia, Suecia y Alemania, mientras que Lituania, el mayor de ellos, estaba más vinculado a Polonia y Rusia. U1..Tania, tras Rusia la mayor y la más poblada y productiva de las Repúblicas Soviéticas, con una posición estratégica entre Rusia y el Mar Negro, que albergaba cien grupos étnicos entre los cuales, además de los ucranianos, sobresalían lps rusos grandes (cien millones) y los polacos, se declaró nación independiente y zona no nuclearizada en 1990, una declaración que posteriormente se confirmaría mediante plebiscito. Foco de revuelta contra la ofensiva centralista de la Rusia zarista en los siglos XVIII y XIX, había conseguido una precaria independencia entre 1917 y 1920 pero fue posteriormente invadida por Polonia (que capturó Kiev) antes de ser absorbida por la Unión Soviética. La parte occidental de la República, creada tras la Segunda Guerra Mundial, le fue añadida en 1939. En 1989 renació el Rukh (o Movimiento) nacionalista, que obtuvo 100 escaños en las elecciones de ese año para el Soviet Supremo de Ucrania, con lo cual los dirigentes comunistas, incluido Leonid Kravchug, se transformaron en nacionalistas y obtuvieron suficiente apoyo nacionalista como para obtener para Kravchug la presidencia del nuevo país independiente en 1991. La política general establecida por Kravchug fue asegurar la independencia de Ucrania contra Rusia; sus preocupaciones principales, entrelazadas, eran Crimea y la Armada soviética en el Mar Negro. Fue uno de los principales promotores de la CEI. Para Gorbachov, éste fue un medio de evitar, en la medida de lo posible, la desintegración de la

Unión Soviética. Para Kravchug era un medio de minimizar, y progresivamente erosionar, la interdependencia de las antiguas Repúblicas Soviéticas. Mientras que Kravchug acep· tó en 1992 el traslado del armamento táctico nuclear a Rusia, objetó que la Armada del Mar Negro, una flota compuesta por unos 300 buques no excesivamente nuevos, y que constituían una parte relativamente pequeña de la Armada soviética, no era una fuerza estratégica y por tanto no podía ser cedida a Rusia, aunque estaba dispuesto a una partición. El problema se acentuó por el hecho de que las bases de la flota estaban en Crimea, que en 1992 declaró su independencia tanto de Rusia como de Ucrania pero renunció posteriormente a sus exigencias a cambio de una cesión de poderes por parte de Kiev, transformándose en República autónoma dentro de Ucrania. Rusi~ y Ucrania pactaron y anularon una serie de acuerdos diferentes sobre la flota y el uso de la base naval de Sebas· topo!: controlar la flota conjuntamente, dividirla a partes iguales, transferirla en su tota· lidad a Rusia a cambio del pago en dinero. En 1993, tras rechazar un dinero que le era tan necesario, Ucrania se adhirió al tratado START ruso-estadounidense de 1991, y se comprometió a enviar la mitad de su armamento nuclear a Rusia, donde debía ser destruido, una promesa que más tarde sería aumentada a la totalidad de los efectivos nucleares para 1999. Ucrania también obtuvo promesas de combustible barato desde Rusia y garantías sobre su integridad territorial por parte de Rusia, Estados Unidos y Francia. Crimea, anexionada por la Rusia zarista en 1783, tenía un buen número de habitantes tártaros que fueron deportados en masa durante la Segunda Guerra Mundial, acusados de colaboración con los alemanes. Absueltos de estas acusaciones después de la guerra, se les permitió el regreso, pero muchos de ellos pennanecieron en el exilio. En 1954, Crimea fue transferida de la RSFSR a la República Soviética de Ucrania, pero ese cambio no hizo que los tártaros recuperasen la autonomía de antes de la guerra. A comienzos de la década de 1950 constituían el 10% de la población, los ucranianos el 25% y los rusos el 62%. La lengua rusa era prácticamente universal. Con la caída de la Unión Soviética, Crimea se convirtió en una República autónoma situada en el interior de Ucrania. Las elecciones presidenciales de 1994, confirmadas por el gobierno de Kiev que esperaba, en vano, que su candidato obtuviera la victoria, fueron ganadas por Yuri Meshkov, que solicitó la unión con Rusia. Su éxito constituyó un problema para Moscú que, por un tratad() tripartito con Estados Unidos y Ucrania, había garantizado simultáneamente la integridad territorial de la segunda a cambio de la entrega de todas las armas nucleares. Pero Meshkov demostró ser incompetente además de poco práctico, y Ucrania lo despojó de sus poderes y poste· riormente abolió su puesto sin provocar ninguna protesta por parte de Moscú. A las elecciones en Crimea siguieron las de la propia Ucrania, donde una plétora de partidos, y de candidatos independientes, ponía énfasis en las diferencias entre ucranianos y rusos, y en las dificultades de Ucrania para reafirmar su identidad nacional sin ceder a Rusia la parte oriental del país y la totalidad de Crimea. En posteriores elecciones a la presidencia ucraniana, Kravchug perdió frente a Leonid Kuchma (que había sido claramente elegido por la parte oriental del Estado), un defensor de la renovación de vínculos con Rusia y el beneficiario del descontento general con la economía. Las estrategias económicas de Kuchma tuvieron resultados diversos. La inflación se redujo, el nivel de los salarios reales se mantu· vo, se aumentaron las reservas y se pagaron las deudas con Rusia. Pero la reforma agraria se paralizó, los subsidios a industrias estatales (invendibles) y a explotaciones agrícolas conti· nuaron, y después de frenar temporalmente el déficit presupuestario, éste se disparó. La minoría reformadora puso su confianza en la disminución de los impuestos y de las tasas de interés para atraer capital oculto en manos privadas y en cuentas bancarias en el extranjero.

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Al noroeste de Ucrania, la República Bielorrusa se convirtió en Bielorrusia, un Esta· do de mayoría rusa pero con pequeñas minorías polacas dispersas. Su independencia se veía amenazada no tanto por divisiones étnicas como por su naturaleza de creación artificial del régimen soviético. En un plebiscito celebrado en 1995 la población votó a favor de una aproximación a la reunificación con Rusia: el presidente Alexander Lukashenko hizo hincapié en la unidad eslava. Al oeste de Ucrania, la República Soviética Moldava se convirtió en Moldavia con una población mezcla de rumanos, ucranianos, rusos y turcos gagauz. Moldavia había sido brevemente independiente hacia el final de la Edad Media, antes de convertirse en una parte del imperio otomano. En el siglo XIX parte de su territorio fue cedido a Rusia (1812) y a Rumania (1859). Los rumanos del país no intentaron unirse a Rumania después de 1989 debido al desagradable legado de Ceaucescu y al bajo nivel de vida rumano. Afirmaron su independencia en las eleccio· nes de 1994. Los rusos proclamaron una República del Dniéster, pero no obtuvo ningún reconocimiento. Las tres Repúblicas Caucasianas obtuvieron la independencia en 1991-1992. Georgia, un.laberinto étnico y religioso que había perdido la independencia cuando su último rey la entregó al zar mso en 1800 (de la misma forma que el duque Medicis de loscana había entregado su ducado al emperador Habsburgo), fue gobernada por procónsules rusos hasta 1917, cuando recibió su independencia con ayuda de tropas 'británicas, y fue reconquistada pocos años después por la Unión Soviética. Declaró de nuevo su independencia en 1989. Un anterior levantamiento en 1972 (que llevó al poder a Eduard Shevardnadze) constitu· yó un anticipo de las manifestaciones antirrusas de finales de la década de 1980, que fueron reprimidas con considerable, y probablemente innecesaria, fuerza. Se especuló con que oficiales del ejército hostiles a Gorbachov habían crispado la situación deliberadamente, en un momento en el que el presidente se encontraba fuera de la URSS. En 1992, el presidente Zviad Gamsajurdia, un ferviente nacionalista, anuló los poderes y privilegios autonómicos que habían disfrutado algunas de las minorías de Georgia. La principal de esas minorías, la de los abjasos, turcos cristianos establecidos en el noroeste del país que constituían el 17% de la población y habían sido incorporados a la República en 1930, se levantó en armas para obtener la independencia. Gamsajurdia se vio forzado a huir y Shevardnadze fue invitado a regresar de Moscú y convertirse en presidente (fue reelegido en 1995). Se unió a la CEI a regañadientes para asegurarse el apoyo ruso, y concedió a Rusia el derecho a mantener tro· pas en Georgia y a abastecer su ejército: para Rusia eran importantes los puertos georgianos en el Mar Negro y las líneas de comunicación caucasianas. En 1994, Gamsajurdia se suicidó. Los abjasos se declararon independientes de Georgia. La lucha entre las vecinas Annenia, de mayoría cristiana, y Azerbaiján, de mayoría musulmana y turca, precedió en varios años a la independencia. Como centro del con· flicto estaba la región de Nagomo·Karabaj, que había sido creada en 1921 como una región del Azerbaiyán pero en la que los armenios doblaban en número a los azeríes. La victoria parcial fue obtenida primero por los armenios, posteriormente por los azeríes y de nuevo por los armenios. Ambos culpaban a Moscú de sus problemas. En 1991, cuando los armenios capturaron zonas azeríes e hicieron huir a la población, éstos pidieron apoyo a Turquía, un país con una historia de pronunciada opresión a los armenios residentes en él. Pero el ejército azerbaiyano expulsó al presidente pro turco Abulfaz Elchibéi y restauró al anterior jefe del KGB, Geidar Aliyev, quien se centró en la producción del petróleo de Azerbaiyán en asociación con empresas extranjeras y en el trazado de oleoductos, ansia· so por obtener pagos por derechos de acceso y tránsito de otros países.

En Asia afloró ya en 1986 un serio descontento en forma de revueltas en Uzbekistán, una zona notoria por la corrupción que soportó durante el gobierno del yema de Breznev, Yuri Chubanov. En 1990 obtuvieron la independencia las cinco Repúblicas asiáticas de la URSS, aunque no todos los 50 millones de habitantes se alegraron de este resultado, prin· cipalmente en Kazajstán (véase posterior nota sobre Asia Central al final de la Cuarta Parte). La progresiva desintegración de la URSS constituyó uno de los fracasos de Gorbachov. Había esperado mantener una especie de unidad pero la situación estaba en su contra. La CEI era poco más que un mecanismo transitorio tendente bien hacia una disolución pro· gresiva o bien hacia una cierta reanimación de los vínculos formales e informales que habían tenido lugar en la URSS. En aquel momento la desconfianza en el poder ruso era mayor que la conciencia de la necesidad de productos, servicios o favores rusos. El segundo fracaso de Gorbachov fue la devaluación y el relegamiento (en muchos casos casi desaparición) del Partido Comunista de la Unión Soviética mediante el cual había esperado ejercer el poder e introducir reformas, ante la carencia de cualquier otra base política. Los grandes logros de Gorbachov habían sido la osadía de abandonar el imperio soviético en Europa y sus iniciativas en el desarme mutuo de la guerra fría. Pero también había deseado mantener la Unión Soviética, si bien reformada, y un Partido Comunista también reformado. Falló en ambos objetivos y abrió así el camino para un dirigente más resuelto: Boris Yeltsin, un nacionalista ruso escasamente preocupado por la Unión y de ninguna utilidad para el Partido Comunista, que en Rusia fue disuelto por él. Gorbachov había privado al Partido Comunista del monopolio del poder, había llevado a cabo los primeros plazos de la privatización de la tierra y de la industria, y había dado los primeros pasos hacia la economía de mercado. Pero aún siendo un reformador y moder· nizador convencido, no era un demócrata. No creía que la reforma de la Unión Soviéti· ca pudiera llevarse a cabo sino a través de una autocracia benevolente. Obtuvo poderes más amplios para el presidente de la Unión; asumió de nuevo el puesto de secretario gene· ral del Partido Comunista al que anteriormente había renunciado; creó nuevos cuerpos consultivos que, bien por confusión bien por diseño, fueron demasiado numerosos para ser coherentes; y durante la primera mitad de la década de 1990 parecía estar virando hacia los conservadores. Pero su política económica era confusa y la situación económica catas· trófica. Al no ser partidario acérrimo de la economía de mercado, permitió que se suce· dieran una docena de planes de reforma económica sin ponerlos en práctica y fracasó a la hora de imponer un programa sostenido de producción de alimentos. Las dificultades fueron amplias: sin intercambio externo, con un déficit presupuesta· rio equivalente a un tercio del PNB, casi todas las industrias con pérdidas, el peso muer· to todavía presente de los monopolios estatales, escasa ayuda externa, y un asesoramien· to externo muy amplio pero de escasa calidad. En marzo de 1991 las propuestas de una Unión Soviética de Repúblicas soberanas fueron derrotadas por el voto popular en seis de ellas: Moldavia, Georgia y Armenia y las tres Repúblicas Bálticas. En julio, se publicó una nueva Constitución soviética, que restringía el poder del gobierno central, lo que provo· có la respuesta de un grupo de militares, de oficiales del KGB y de civiles reaccionarios, los cuales organizaron un golpe de Estado contra Gorbachov, que estaba ausente, en Crimea. El intento golpista fracasó a las tres semanas debido a la mala organización pero el vencedor no fue Gorbachov, quien, además de la humillación sufrida, estaba atrapado entre los partidarios de una reforma económica y constitucional más drástica, por una par· te, y los conservadores, que temían el hundimiento de su carrera y su estilo de vida y la

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desaparición de la Unión Soviética, por otra. Antes de final de año, Gorbachov estaba vencido y dimitía de la presidencia de la Unión Soviética, que (creada en 1923, seis años después de la revolución bolchevique) había dejado de existir. La historia de Europa no ofrece en el siglo XX ningún otro ejemplo de contraste mayor que el existente entre la brevedad del gobierno de Gorbachov y los logros alcanzados durante dicho mandato. Se enfrentó a los problemas más desalentadores, desde la incapacidad de continuar con la guerra fría a la imposibilidad interna de la Unión Soviética y del imperio. A pesar de su audacia e inteligencia, Gorbachov estaba limitado no sólo por las restricciones de su situación, sino también por el aislamiento inevitable de un temperamento autocrático Y por su fracaso a la hora de conseguir el apoyo de asesores cercanos y competentes. , Estas limitaciones lo condujeron a la vacilación y finalmente a su caída, pero los logros fueron suficientes como para que su partida no restaurase el antiguo orden. La base del poder de Yeltsin no era la URSS, sino Rusia. Había actuad~ con valentía durante el golpe contra Gorbachov, arriesgando su vida al enfrentarse a los golpistas, y acrec¡;ntando en Rusia una popularidad personal que había ido en aumento desde 1990. En dicho año el Congreso de los Diputados del Pueblo, elegido de conformidad con las reformas de Gorbachov de 1988 (y que contenía una mayoría abrumadora de recientes comunistas) fue reemplazado por un Parlamento ruso que eligió~ Yeltsin como presidente. Unas semanas antes del golpe de 1991 fue elegido presidente de la República Rusa por voto popular directo: obtuvo el 57% de los votos, una mayoría no excesivamente amplia pero con un número de votos muy superior al de cualquier otro candidato. Esta victoria resultó el punto álgido de su carrera. De esa manera acuñó su personalidad en el escenario ruso, pero fracasó posteriormente en la dirección de los dos problemas básicos de ese escenario: la política económica y los nacionalismos. Apoyó a medias una reforma económica apenas explicada a una población que la padeció sin entender su razón de ser, y permitió que las instituciones del Estado (incluidos los bancos centrales) la trastocaran. La ambigüedad similar que demostró sobre los derechos de las diferentes naciones llevó al desatino de la revuelta chechena, uno de los episodios que más daño causó a su reputación como presidente. A Yel~in se le concedieron poderes especiales para formular y dotar las reformas económicas. Estas, propuestas por Yegor Gaidar, Gennady Bubulis y otros asesores innovadores, comprendían: severos recortes del gasto público, la privatización de todas aquellas empresas estatales para las que era posible encontrar comprador, el desmantelamiento de buena parte de la burocracia estatal, y una decisión despiadada para eliminar elementos innecesarios. Pero este programa demostró ser no sólo doloroso sino también mucho más prolongado de lo que se esperaba, y se vio frustrado por el banco central independiente, que estaba fuera del control del ejecutivo y continuó emitiendo moneda para rescatar empresas empobrecidas o simplemente contentar a sus directivos. La inflación se disparó a más del mil por ciento, la producción se colapsó y los reformadores parecieron no beneficiar a nadie excepto a un puñado de empresarios delincuentes, expertos en obtener suculentas ganancias en medio de la confusión reinante. Antiguos aliados de Yeltsin, entre ellos el vicepresidente, Alexander Rutskoi, que había sido general de las fuerzas aéreas y héroe de la guerra de Afganistán, retrocedieron, al considerar que Yeltsin y Gaidar, un partidario intransigente del cambio drástico, estaban intentando hacer en cinco años lo que debería planearse para veinte. Los críticos fonnaron la Unión Cívica, que se convirtió en el principal grupo del Congreso, y unieron sus fuerzas con los ex comunistas, que eran todavía más hostiles a Yeltsin que a Gorbachov. Yeltsin fue obligado a retirar el nombramiento de Gaidar como primer ministro y designó en su lugar a Víctor Chemomyrdin, de quien se espeRO

raba una mediación más dispuesta entre el presidente de la nación y el del Congreso, Rus· lan Jasbulátov, otro aliado previo de Yeltsin que se había convertido en adversario. La oposición a Yeltsin no se reducía a su pol(tica económica y a sus asesores. El núme· ro de personas que se sentían ofendidas por su carácter era similar al de aquellas que se sentían atraídas por el mismo. La seguridad que tenía en sí mismo rozaba el autoritarismo. Aunque podía ser tenaz en la defensa de un principio o una creencia generales, dÍrigía la política de manera incierta, bien por su carácter tortuoso o bien porque no entendía de la materia. En el Congreso (cuyo mandato expiraría en 1995) había un grupo básico de leales a Yeltsin, mas también un número comparable de opositores, y un grupo intermedio, probablemente el mayor en número aunque el menos coherente, que aceptaba la necesidad de reformas sustanciales pero veía con alarma el sufrimiento que implicaban, y deseaba un menor descontrol de precios (especialmente de los artículos de primera necesidad), menos privatización y sobre todo menos velocidad. Este grupo, sin embargo, no ofrecía un programa alternativo convincente y su influencia se limitaba a evitar que los grupos opuestos a Yeltsin obtuvieran los dos tercios necesarios para procesarlo o deponerlo. Dado que la constitución prohibía al presidente la disolución del Congreso antes del final de su vigencia, se produjo una situación de punto muerto e indecisión. Yeltsin siguió contando con el apoyo popular, confirmado en el refrendo de 1993. No tenía adversario de su talla o eminencia: ni Rutskoi ni Jasbulátov tenían tanto atractivo público; y tenía al menos el apoyo necesario de las fuerzas armadas, quizá dos tercios de los altos mandos y más entre los oficiales de rangos inferiores. Por otra parte, no había creado un partido político del que se pudiera considerar dirigente; era poderoso pero estaba aislado; era menos decidido, por ejemplo, que Walesa, el presidente polaco; y su conflicto con el Congreso le impidió enfrentarse a la dura situación económica. Los precios continuaron disparándose, el rublo perdió, en un año, nueve décimas partes de su valor frente al dólar, era difícil atraer la ayuda extranjera, y entre los años 1989 y 1993 la producción se redujo casi a la mitad. En 1993, Yeltsin volvió a nombrar a Gaidar, destituyó a Rutskoi y, en una maniobra probablemente ilegal, disolvió el Congreso. La batalla entre Yeltsin y sus enemigos se hizo violenta, Yeltsin ordenó el bombardeo de los edificios del Parlamento y el encarcelamiento de Rutskoi y Jasbulátov. A las elecciones de un nuevo Congreso se presentaron tres fuerzas principales: los reformadores, los comunistas conservadores y los nacionalistas. El propio Yeltsin adoptó una actitud distante que no se distinguía fácilmente de la indecisión. Ni fonnó un partido propio ni apoyó claramente ninguno de ellos, y de esa forma se situó autocráticamente por encima de la lucha partidista. La mitad del nuevo Congreso fue elegida por representación proporcional de las listas y la otra mitad por candidaturas independientes en las circunscripciones electorales. Los reformadores, que tomaron el nombre de Altemativa Rusa y contaban con Gaidar como dirigente máximo, se enfrentaron entre sí en lugar de presentar al electorado un frente unido, obtuvieron el segundo puesto (15% de los votos) en la primera sección pero obtuvieron más circunscripciones que ningún otro partido. Los nacionalistas estaban dirigidos por Vladimir Zhirinovski, que había sido tercero en las elecciones presidenciales de 1991, y planteaban una mezcla demagógica de xenofobia y populismo: desde la restauración del poder y el territorio rusos (incluido Alaska) a vodka barato. El mayor atractivo lo ejercían, al parecer independientemente de la edad, sobre personas temerosas del caos inminente y de la humillación nacional. Los comunistas obtuvieron el 12% de los votos en la primera sección y el tercer lugar en la segunda. Juntos, estos tres grupos obtuvieron sólo la mitad de los escaños de cada sección.

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Yeltsin deseaba un Estado ruso fuerte y centralizado, con una base económica eficaz, y coherente dentro de las fronteras heredadas de la URSS. Pero Rusia, como antes el RSFSR, contenía veinte regiones y unas cincuenta disputas fronterizas internas. La calamitosa situa· ción económica y la confusa política alimentaban la desintegración, forzando a los grupos étnicos, provinciales o meramente improvisados a tomar las riendas del poder económico y político, lo desearan o no. En 1992, Yeltsin consiguió el acuerdo de todas las regiones autó· nomas excepto dos (chechenos y tártaros) para una federación rusa en la que estos enclaves, junto con las ciudades de Moscú y San Petersburgo (que recuperó su nombre antiguo), constituirían unidades diferentes, con amplios poderes sobre sus asuntos propios. Los chechenos ya estaban próximos a la rebelión. Habían sido deportados en masa (unas 250.000 personas, de las que murieron cuatro quintos) de su territorio caucasiano durante la Segunda Guerra Mundial, y los sobrevivientes permanecieron en el exilio tras la muerte de Stalin. En las décadas siguientes adquirieron la reputación de ser los princi· pales traficantes de drogas y armas rusos, con un puesto clave en la mafia rusa. En 1991, Qzokhar Dudayev, un general soviético que había participado en la guerra de Afganistán pero que estaba ocasionalmente de permiso en su Chec_henia natal, se convirtió en el líder de un grupo que, no contento con la autonomía, proclamó la independencia, con Duda.· yev como presidente. Tras un fracasado intento de reinstaurar el gobierno regional mediante las armas, Yeltsin retiró las tropas rusas e impiiso un embargo económico que tampoco resultó eficaz. Se alarmó ante la posibilidad de que se produjeran revueltas similares en otras regiones étnicas y se preocupó más específicamente por las comunicaciones msas, ferrocarril y oleoductos, que atravesaban el Cáucaso para llegar al mar Caspio y a la segunda mayor refinería de petróleo msa, situada en la ciudad de Grozni, capital de Chechenia. Por su parte, Dudayev y sus partidarios temían que las tropas rusas enviadas a Georgia para apoyar a Shevardnadze contra Garnsajurdia (el único que había reconocido la independencia chechena) se emplearan contra Chechenia. En las fronteras de esta región se mantuvo la lucha esporádica hasta 1994, año en que Yeltsin decidió eliminar ei régimen de Dudayev, primero ayudando al grupo checheno rival y finalmente mediante una completa operación militar. Lo primero constituyó un fracaso y lo segundo una catástrofe, una tragedia que en absoluto solucionó la situación. Fallida pero feroz, la acción rusa en Chechenia provocó más muertes en unas cuantas semanas que las que sufrieron los msos en diez años de guerra en Afganistán. Esto unió a los chechenos y a los rusos residentes en Chechenia contra la Rusia de Yeltsin. Fue una acción muy contestada en Rusia, debilitó la posición de Yeltsin, y recibió el rechazo internacional. Los chechenos contraatacaron con incursiones en Rusia y tomaron 1.500 rehenes. Los intentos rusos por rescatarlos a la fuerza costaron muchas vidas, la completa destrucción de un hospital, y un acuerdo por el cual se permitía a los chechenos retirarse a su propio territorio en autobús, llevando con ellos varios de los rehenes. Estos reveses y excesos plantearon en Moscú el mayor cuestionamiento sobre el control ruso de la totalidad de la zona ampliamente deno· minada como Cáucaso, un área del tamaño de Francia en la que se hablaban unas 50 lenguas y estaban establecidas diversas ramas tanto del cristianismo como del islamismo. Esta guerra, reducida pero espeluznante y continuada, tuvo repercusiones políticas y económicas. Planteó cuestiones sobre el manejo incorrecto de la situación durante una serie de años, los errores de cálculo en la operación militar de 1994-1995, los desacuerdos entre Yeltsin y sus altos mandos militares y el balance de poder entre ellos. El coste de la guerra afectó aún más la precaria economía, y disminuyó el interés internacional por aportar su ayuda. Durante 1994 la inflación se había reducido en un punto, al 50% anual, pero

en 1995 alcanzó de nuevo el 200%, en lugar de descender al 10-25% previsto. El presu· puesto, cargado con los continuos créditos a empresas y explotaciones agrícolas en quiebra, mostraba pocas señales de mantenerse dentro del 7,7% del PNB, exigido por el FMI como condición previa para conceder un apoyo financiero imprescindible. En el sector industrial, la mitad de la fuerza laboral y dos tercios de las empresas habían sido privati· zadas, si bien es cierto que mediante la transferencia a sus directivos y a los trabajadores a precios de quiebra (la mitad de las acciones fueron asignadas a los directivos y a los tra· bajadores, y otro 30% subastado, excepto en industrias de defensa, petróleo y gas). En agricultura, casi todas las explotaciones colectivas se convirtieron en sociedades limitadas, pero la producción y la distribución continuaron siendo ineficaces, y algunas incluso alcanzaron niveles de caos. Sólo el sector servicios registró avances prometedores. En el plano económico, Rusia tenía básicamente dos problemas: el desmantelamiento de una economía dirigida (ineficaz) y la sustitución de la economía de guerra por una economía de paz. El primero implicaba cambios de actitud e institucionales; el segundo, cambios en el proceso productivo y enormes gastos en equipamiento. Ambos causaban confusión, dificultades y una fuerte disminución de la producción. Incluso con ayuda externa estas reconversiones constituían pesadillas políticas, administrativas y financieras. Una vez que la amplitud de los problemas, en lo referente a dinero y tiempo, se vieron con claridad, las entidades crediticias extranjeras aumentaron su cautela. La ayuda occidental estaba condicionada a tres objetivos o expectativas: que Rusia se convirtiera en una nación en lugar de un imperio, la democratización del país, y la introducción de la economía de mercado con predominio de la propiedad privada. La intromisión msa en Georgia y Tajikistán fue pasada por alto, pero el ataque a Chechenia causó más inquietud. El bombardeo del Parlamento ordenado por Yeltsin tampoco se tuvo en consideración porque el presidente parecía un dirigente más de fiar que cual· quier probable sucesor, pero no sin preocupación sobre el papel presente y futuro desempeñado por los dirigentes militares, con los que Yeltsin parecía cada ~ez más en deuda. La tercera condición económica era la más desconcertante, principalmente porque implicaba directamente la aportación de importantes cantidades en crédito al descubierto. A la necesidad política de promover la estabilidad y la democr:;icia en Rusia mediante la ayuda económica se añadía la perspectiva de obtener beneficios de un país con considerables recursos naturales y una e~idente necesidad de tecnología y asesoramiento occidentales. Alemania fue la primera en comprometerse a la concesión de ayuda económica. Siguieron Estados Unidos, la Unión Europea a través del reciente Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (creado en 1989 a instancias de Francia), el Grupo de los Siete, y el Banco Mundial y el FMI. Las promesas hechas a Gorbachov fueron renovadas e incrementadas cuando éste fue desplazado por Yeltsin. En números redondos, los compromisos habían alcanzado los 100 billones de dólares, además del aplazamiento del pago de una cantidad similar de deuda ya existente. (Rusia había asumido la responsabilidad de la totalidad de la deuda externa de la Unión Soviética.) Pero el alcance del programa no se acercaba en absoluto a las necesidades, y buena parte de la ayuda no fue desembolsada debido a la variabilidad de la política rusa en general y de su política económica en particular. El propio Yeltsin se hizo ambivalente al acusarlo sus opositores de adoptar políticas excesivamente supeditadas a los extranjeros y de~asiado duras para los rusos. Por otra parte, aquellos que concedían las ayudas estaban divididos respecto a la velocidad a la que habría de reemplazarse el sistema económico.

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Los ingredientes principales del nuevo sistema debían ser: la privatización de las empre· sas estatales, la eliminación del sistema de precios fijados por el gobierno y la rigurosa res· tricción de créditos por parte del banco central. El paso rápido, con sus duros choques, podría acelerar el proceso pero sólo infligiendo fuertes dificultades, incluso hambre, a un gran número de personas. Un programa más gradual podría, sin embargo, resultar un proceso que se alargara continuamente a sí mismo sin alcanzar nunca el fin. Cualquiera de los dos procesos precisaría ayuda externa. Aquellos que concedían la ayuda preferían el primer sistema aunque algunos, como la Comisión Económica para Europa de la ONU, se oponían a las medidas más drásticas propuestas por FMI, el Banco Mundial y la mayoría de los gobiernos y expertos occidentales, no sólo debido a su dureza, sino también basándose en que una transformación tan drástica de la economía precisaba la creación de nuevas insti· tuciones, nuevas técnicas y nuevos hábitos que no podían sacarse de la nada. La transferencia de activos del Estado al nuevo sector privado, inicialmente bloqueada por proble· mas prácticos y legales (escasez de capital privado, inexistencia de cesionarios adecuados), a4quirió velocidad, pero estuvo acompañada por especulaciones fraudulentas, corrupción y consumo ostentoso de unos pocos, y el empobrecimiento y la desilusión de la mayoría. Las contradicciones, dudas e incongr~encias de Yeltsi~ 1ecordaban el falso comienzo del último reformador autocrático ruso, el zar Alejandro Il, siglo y medio antes. En las elecciones celebradas a finales de 1995 el partido con más éxito fue el Comunista, dirigido por Gennadi Zyuganov. Los ultranacionalistas de Zhirinovski obtuvieron el segundo lugar. Los principales reformadores estaban divididos entre Grigori Yavlinski y Yegor Gaidar, encargados de la reforma en el período de Gorbachov y de Yeltsin, respec· tivamente. Se presentaron unos cuarenta partidos, la mayoría de los cuales no consiguió obtener el 5% de los votos requeridos para acceder al Parlamento. La Rusia postsoviética no era una potencia mundial pero sí se podía considerar una potencia regional, y era probable que a medio o largo plazo su poder aumentara. La expan· sión de esa región por Asia y Europa todavía no se conocía, como había sucedido tras la muerte de Catalina Il y después de la revolución bolchevique. Se unió al Banco Mundial y al FMI y otras entidades económicas, y a finales de 1994 solicitó la adhesión a la OMC (la sucesora del GATI). Gastaba ya 100 millones de dólares al año en productos y servicios extranjeros, y se estaba convirtiendo en uno de los mayores atractivos para los exportadores extranjeros. Pero políticamente carecía de estabilidad, dado que Yeltsin personificaba la autoridad pero no las ideas; y su autoridad disminuía, mientras que el comunismo y el nacionalismo ganaban fuerza y muy bien podrían aliarse contra él.

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Japón

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La historia posbélica de Japón es una lección práctica acerca de la verdadera naturaleza de la política internacional. En 1945, Japón estaba postrado, con su poder militar aniquilado y su símbolo nacional, el emperador, anulado. En el transcurso de una generación, Japón recuperó la categoría de gran potencia, y no lo hizo recomponiendo sus tanques y sus ejércitos, sino reconstruyendo sus industrias, recuperando su comercio exterior y reconstituyendo sus reservas monetarias. Sólo después de conseguirlo empezó a proyectar ·-y más tarde a llevar a la práctica·- la renovación de su poderío militar perdido. Era la única potencia en el mundo de la que podía decirse que constituía una gran potencia pero no tenía capacidad nuclear, si bieh era evidentemente más poderosa que algunas potencias -Gran Bretaña, Francia, India- que habían llevado a cabo explosiones nucleares. Además, en este período Japón carecía no sólo del despliegue militar con el que los países suelen hacerse notar en el mundo; tenía también una notable escasez de recursos básicos. No tenía --o prácticamente no tenía-· petróleo, uranio, aluminio ni níquel; muy poco carbón, mineral de hierro, cobre y gas natural; y sólo el plomo y el cinc suficientes para cubrir la mitad de sus necesidades. Estas carencias se agudizaron al máximo con la gran expansión de la industria, una expansión que, paradójicamente, era esencial para la recuperación del Japón y al mismo tiempo agravaba su dependencia con respecto a las materias extranjeras. Esta necesidad de obtener productos básicos, bien participando en su explotación o bien estableciendo un control político-comercial en los lugares en los que se encontraban, se convirtió en una pauta fundamental de la política exterior japonesa. En los años inmediatamente posteriores a la guerra, las realidaqes más llamativas e hirientes de Japón eran la devastación física que sufrían algunas de sus ciudades, un número de desempleados situado entre los diez y los quince millones, el colapso casi total de los medios de transporte ordinarios y la ocupación estadounidense. La participación estadounidense en la derrota de Japón había sido tan abrumadora que Estados Unidos logró que la cooperación posbélica de los aliados en la ocupación se redujese a una ficción, no muy cortés por su parte. Se crearon dos cuerpos: el Consejo Aliado para Japón, situado en Tokio y compuesto por Estados Unidos, la URRS,

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Península de Kamchatka "V".

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China y un representante de Gran Bretaña y de los miembros de la Commonwealth situados en el Pacífico; y la Comisión del Extremo Oriente, situada en Washington e integrada por once miembros. Pero de hecho, Japón estaba gobernado por el comandante supremo, que era el general MacArthur y c11yos métodos en el trato de colegas, asuntos y problemas era una mezcla de los de los shoguns y los de lord Curzon. El cas· tigo se llevó a cabo en forma de desarme, desmilitarización y procesos a criminales de guerra. Después vino una nueva constituciól), reformas admin.istrativas y sociales e intentos de alterar los esquemas industriales y culn¡rales sobre la base, no obstante, del mantenimiento del mando imperial y del propjo eiJlperador. El régimen de MacArthur era un modelo de eficacia autocrática con una nota creciente de benevolencia a medida que la reorganización sustituía a la desmilitarización. L¡¡ nueva Constitución, redac· tada e impuesta por los ocupantes, miraba en !!'ª'• parte hacia atrás, ya que sus autores trataban de discernir y eliminar los factores de la historia japonesa que habían conducido a Japón a cometer una equivocación. El emperador fue reducido a tamaño humano; más de 200.000 personas {en su mayoría milit¡¡res) fueron excluidas de la vida pública; el primer ministro y todos sus colegas pasaría!) a ser civiles; y los grandes conglomerados financieros o zaibatsu serían disueltos. Más orientado hacia el futuro era el programa estadounidense de reforma agraria, nueva¡nente impuesto desde el exterior y que constituye uno de los pocos ejemplos -en el siglo XX y en el mundo entero- de reforma de este tipo llevada a cabo tanto sobre el papel como en la práctica. Nada de esto fue un obstáculo para el resurgimiento cuando se presentó la ocasión; antes al contrario, estas reformas fueron en gra11 parte de utilidad. Es posible que la purga eliminase ~ algunos hombres capaces, pero dejó libre el camino hacia la cúspide para muchos más, los cuales, sin esta depuración, no hubiesen llegado a alcanzarla tan rápida· mente: algunas burocracias y empresas europeas se hubieran beneficiado de una purga semejante. La eliminación de grandes y a me11udo absentistas terratenientes facilitó la modernización y el reequipamiento de la agricultura, estableció una rica área rural juntó a las renacientes áreas industriales y comerciales, y proporcionó a Japón una eficiente pro· ducción alimenticia que resultaba vital para un país tan densamente poblado. Al mismo tiempo, una nueva ley de aborto redujo a la mi~ad el índice de natalidad en un plazo de cinco años y estabilizó la población. Como en Alem¡¡nia, los estadounidenses pasaron de exigir reparaciones a ser ellos quienes reparasen la ecpnomía japonesa, primero en el contexto general del anticomunismo de la guerra fría y luego, más específicamente y mucho más enérgicamente, a causa de la guerra de Corea: qe 1948 a 1951, Estados Unidos ayu· dó al Japón de la posguerra con una cantidad dos veces igual a las reparaciones de guerra que habían exigido de ellos. La guerra en Asia -la guerra de Corea y más tarde la de Viet· nam- dieron a Japón la oportunidad y el impulso que iban a cambiar su suerte en un período de tiempo asombrosamente corto. Al igual c¡ue los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, Japón se convirtió en un arsenal de guerra con una economía alimentada por la guerra, con la ventaja adicior¡al de que el propio país no era beligerante. Construyó una poderosa nueva economía sqbre la base de bajos intereses a los créditos industriales, subsidios para los servicios públicos, altos niveles de ahorro, la recupera· ción del zaibatsu anterior a la guerra y una forma qe capitalismo tutelado en el que el Estado regulaba las prioridades y la ubicación de los recursos por encima del control empresarial de las operaciones. Y además el gpbierno autocrático del general Douglas MacArthur no permitió interferencias de huelgas o sindicatos en el proceso de producción de bienes y de dinero; fue una forma de phmificación central que regulaba priorida-

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des y la distribución de recursos sin intentar controlar las operaciones; y fue también una ~ura competencia capitalista que llevó a los débiles a la ruina, pero que estimuló ese espíritu de aventura y esa visión que había caracterizado al comerciante e industrial inglés del siglo XIX antes de que se convirtiese en un conservador financiero del siglo XX. Finalmente, era una condición para el éxito de Japón que sus nuevos líderes colaborasen estrechamente con los estadounidenses que gobernaban en Tokio y en Washington. «Nuevo» no es la palabra exacta para describir al primero de los jefes de gobierno del Japón de posguerra, Shigeru Yoshida, que tenía ya setenta años cuando fue instalado en 1948 en un cargo que desempeñó durante seis años, pero Yoshida se dio cuenta de las limi· taciones y las posibilidades que existían y no tuvo ningún tipo de inhibición a la hora de abordar el alamtante problema de la inflación de la posguerra japonesa mediante la más conocida de las tácticas deflacionistas, exterminando a las empresas débiles y aumentando el número de parados. Entonces le sonrió la suerte. Estalló la guerra de Corea ( 1950-1953) Y llegó a la prosperidad. Truman destituyó a MacArthur, pero Foster Dulles se hizo cargo de la. tarea de convertir la ocupación de un enemigo derrotado en una alianza japonesa-esta· dounidense. En 1951, Estados Unidos elaboró un tratado de paz que fue firmado en septiembre en San Francisco por Japón y otros cuarenta y ocho estados, mientras que la URSS, China, India y Birmania rehusaron tomar parte. Por el trata4o de Portsmouth, Japón renunciaba a Corea, país que había dominado desde 1910; Taiwan y las islas Pescadores (japonesas durante más de medio siglo), las Kuriles septentrionales y Sajalín meridional, y las islas bajo su mandato en el Pacífico, adquiridas al final de la Primera Guerra Mundial. El estatuto de esos últimos territorios permanecía ambiguo, ya que la URSS, que los había ocupado en 1945, no había firmado el tratado. Había constituido en 1947 un oblast de la República Socialista Soviética Rusa: la isla de Sajalín, en el extremo septentrional de Japón, es una franja alargada de tierra que se extiende 970 kilómetros desde el norte hasta el sur frente a las costas de la RSSR; el archipiélago de las Kuriles, compuesto por treinta islas volcánicas relativamente grandes y otras tantas de menor tamaño, se extiende igualmente de norte a sur ~ntre Japón y la península de Kamchatka; las islas Ryuku (incluida Okinawa) y las Bomns, que Japón se había anexionado a finales del siglo XIX, fueron ocupadas por Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y Japón las recuperó gradualmente entre 1968 y 1972, aunque a condición de mantener tropas e instalaciones militares estadounidenses. Las pérdidas territoriales de Japón fueron considerables pero no se le exigió el pago por reparaciones de guerra y tampoco padeció nada comparable a la partición del territorio alemán. El mismo día de la firma del tratado de paz, Japón y EE.UU. firmaron un tratado de seguridad que concedió a los estadounidenses el derecho a situar tropas en territorio japonés con el declarado propósito de mantener la paz y la seguridad interna en el Extremo Oriente, de defender a Japón de la agresión externa y de acabar con la rebelión y el desorden instigados por una potencia extranjera. No se concederían dichos derechos a ningún otro país sin el consentimiento estadounidense. La ocupación americana finalizó formalmente en abril de 1952. Japón se convirtió en miembro de la ONU en 1956. La constitución japonesa prohibía la creación de fuerzas armadas, pero esta prohibición ya había sido soslayada en parte en 1950 con la creación de una Reserva Nacional de Policía y unas Fuerzas de Autodefensa que se parecían mucho a un ejército y vivían como tal. Estas fuerzas se ampliaron gradualmente hasta la cifra relativamente modesta de 250.000 hombres, en la que se estabilizaron. Los gastos de defensa se mantuvieron por debajo del 1% del PNB (que, sin embargo, estaba aumentando vertiginosamente) y suponían alrededor del 6 ó 7% de los gastos gubernamentales, que era también una cifra rela-

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tivamente modesta. Aproximadamente en los años setenta dio comienzo un debate acer· ca de si Japón debía o no nudearizarse: su categoría e influencia en el mundo indicaban que sí, pero había especiales obstáculos políticos, así como constitucionales. Japón firmó el tratado de prohibición parcial de pruebas nucleares -aunque esto era un acto redun· dante y superfluo si se tomaba la Constitución al pie de la letra- y la opinión pública en la zona de Hiroshima y Nagasaki era extremadamente sensible al ejercicio de la opción nuclear. Un incidente ocurrido en 1954 había hecho más dramáticos estos sentimientos. En marzo de ese año, un buque pesquero japonés, el Fukuryu Maru o Dragón Afortunado, que se encontraba a escasas millas de una zona declarada peligrosa y no apta para la pesca a causa de unas pruebas nucleares estadounidenses en la isla de Bikini, fue alcanzado por la lluvia radiactiva de una bomba H. Antes de que nadie se diera cuenta de este espan· toso suceso, el Fukuryu Maru había regresado a puerto y vendido parte de sus capturas. Cundió el pánico. Un miembro de la tripulación murió. Más tarde, Estados Unidos pagó una indemnización de dos millones de dólares por los daños causados, o en descargo de su conciencia, por este terrible accidente. También tuvieron que pagar un precio político, ya que la opinión pública japonesa acumuló una gran carga de hostilidad hacia Estados Unidos, y hacia Yoshida como símbolo de la alianza japonesa-estadounidense. Este episodio coincidió con la firma, en marzo de 1954, de nuevos acuerdos defensivos, financieros y comerciales entre Estados Unidos y Japón, incluyendo un Acuerdo de Defensa Mutua que estipulaba una asistencia recíproca contra el comunismo y una expansión y reorganización de las fuerzas seudomilitares de Japón. En abril, Yoshida, cuyo régimen se había visto sacudido por una serie de escándalos y acusaciones de excesivo servilismo hacia Washington, sufrió una derrota parlamentaria que se negó a reconocer como tal. Inició un viaje por Europa occidental, Canadá y Estados Unidos, pero a su vuelta las fisuras en su propio partido eran ya demasiado grandes para poder enmedarse, y en diciembre fue sustituido por un viejo rival, lchiro Hatoyama, cuyo ministro de Asuntos Exteriores, Mamom Shigemitsu, expresó su intención de restablecer relaciones normales con la URSS y China. Pero Hatoyama no duró mucho tiempo y le sucedió Nobusuke Kishi, otro de los numerosos -aunque no muy bien avenidos- jefes del Partido Democrático Liberal. Kishi prefirió continuar la política, iniciada por sus predecesores, de restablecer las relaciones con antiguos enemigos de Japón en Asia sudorienta!, más que la política de Hato· yama y Shigemitsu de acercamiento a la URSS y a China, tema éste todavía demasiado espinoso y peliagudo dada la permanente vinculación de Japón a Estados Unidos. Kishi también negoció en 1960 una versión revisada del Tratado de Seguridad de 1951, pero el nuevo tratado -y especialmente una cláusula que fijaba su duración en diez años- resultó impopular. El gobierno fue acusado de complicar a Japón en la guerra fría al permitir la existencia de armas nucleares estadounidenses en territorio japonés. El célebre vuelo del avión de reconocimiento U-2, que fue derribado por los soviéticos en mayo, recrudeció estas críticas. Se produjeron escenas turbulentas en el Parlamento japonés y fuera de él, y aunque el nuevo tratado fue ratificado en junio, una proyectada visita de Eisenhower tuvo que ser cancelada y Kishi dimitió antes de que acabase el año. Los años sesenta fueron los años en los que Japón se señaló sobre el resto del mundo por tasas de crecimiento anual del 10% o mayores; en los que la alternancia de prosperidad y depresión económica parecía haberse alejado para siempre; en los que se hizo mani· fiesta el nuevo perfil de la industria japonesa centrada en mercancías y productos quími· cos pesados en lugar de textiles; en los que Japón cautivó al mundo por sus inversiones y competencia en la tecnología más avanzada; y en los que su admisión a las bases de la

OECD lo acreditaban públicamente corno uno de los pesos pesados de la economía mundial. En 1962, Japón suscribió con Chi11a un acuerdo comercial quinquenal basado en intercambios recíprocos. La inmensidad de China y de su población hipnotizaron a algunos industriales japoneses, pero el gobierno continuaba inhibido por la hostilidad de Was· hington hacia Pekín, y en cualquier caso, los beneficios que en aquel momento podía reportar el comercio con China eran pecjueños. El comercio de Japón con Taiwan era de proporciones mucho mayores, y el acuer
de manera singular con respecto a los demás países industrializados, Japón ya había

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recuperado su prosperidad económica. Lo había logrado abandonando, sin ningún escrúpulo, las industrias achacosas y moribundas, experimentando e invirtiendo en automatización y robots, aprendiendo de invescigadores (en su mayoría) estadouniden· ses, aplicando lo aprendido mediante masivos fondos de inversión destinados a la indus· tria por el gobierno japonés a un bajo interés y, una vez más, reconvirtiendo extensiva· mente las fuerzas laborales con fondos gubernamentales. En la siguiente década el mismo elenco de industriales, los peritos y el gobierno sitLtaron a Japón en el lugar más destacado del mundo en electrónica. En esta rr¡isma época, Bstados Unidos estaba aplicando sus conocimientos y fondos en viajes a ja Luna y cre¡:mdo un armamento formi· dable, pero en su mayor parte inútil. La prosperidad de Japón lo había convertido en un conswmidor voraz de los produc· tos mundiales sin tener ningún medio seguro de obtenerlos: segú11 estimaciones de esta época, Japón necesitaría para 1981 una décima parte del total de las exportaciones mun· diales, y más de una décima parte de la producción 1mindial de petróleo. Pero Japón no tenía asegurado el modo de cubrir sus necesidades. Gran Bretaña en el siglo XIX, y después Estados Unidos, habíai;i tenido un problema similar y lo habfan solucionado recurriendo a una serie de medios que en su conjunto puede11 calificarse con el nombre de imperialismo. La esencia del imperialismo, desde este punto de vista, no es la dominación de un área en busca de gloria, sino para asegurarse materiales, bien canalizánqolos hacia uno mismo, bien asegurándose de que los productores sigan produciendo esos materiales y no otros, o bien fomentando una mayor producción. Los c~tados medios inclµyen inversiones y por tanto la posesión parcial o total de minerales, ct1ltivos o industrias manufactureras, Japón tenía dinero suficiente para invertir, pero había difü:ultades para invertirlo. La :;ola idea de las inversiones extranjeras se había convertido en algo so~pechoso; por bien recibidos que pudieran ser los fondos de inversiones en términos puramente comerciales, había una honda preocupación por la posibilidad de que surgieran co11flictos de intereses entre el inversor y el receptor y una tradicional hostilid¡¡d hacia el inversor extranjero, del que se suponía que estaba deformando y retardando el crecimiento de uqa economía en vías de desarrollo y que estaba realmente resuelto a conseguirlo. En el caso especial del petróleo, el problema de Japón se agravó debido al hecho de que Estados Upidos y l~s países europeos occidentales se habían apropiado de las oportunidades de inversión más conocidas. No obstante, en la década de los sesenta, Japón comenzó a colocar parte de su riqueza en el extranjero, e incrementó, considerablemente, este rnovin¡jento de capital en los pri· meros años setenta, particularmente en dirección a Malasia, Indonesia, Tailandia y Fili· pinas. También estaba deseoso de reducir su dependencia con respecto al petróleo de Oriente Medio (el 99,5% de su petróleo era importado y el 90% de estas importaciones venían de Oriente Medio) y por tanto se embarcó en exploraciones o inversiones en Indonesia, Nueva Guinea, Australia y Nigeria. La vµlnerabiJidad de Japón en lo referente al petróleo se agravaba por el hecho de que el crlJdo de Oriente Medio destinado a Japón pasaba a través del angosto Estrecho de Malaca y por tanto estaba a rnerced de cualquier gobierno hostil en Malasia o Sumatra. La sed de petróleo de estos años centró la atención en ciertas pequeñas islas del Mar de la China Meridional: las Paracelso, tomadas por China en 1974 al expulsar a una pequeña fuerza sudvietnamita, y la isla Spratly, más al sur, que era reclamada por China, Vietnam, Filipinas, Holanda y Francia y algunas de las que fueron ocupadas por China en 1988.

Además de sus devaluaciones del dólar en 1971, Nixon conmocionó a Japón cuando, sin ningún aviso a Tokio, anunció que había aceptado una invitación para visitar China. En el gobierno japonés, cuyas políticas habían sido moldeadas y constreñidas por la alianza con Estados Unidos y por las políticas estadounidenses que en Asia se habían basado en la hostilidad contra China, causó tanto asombro como resentimiento. Lo que para el resto del mundo pareció un movimiento razonable destinado a atemperar una disputa demasiado acalorada, para Japón supuso el anuncio de un cambio completo de alianzas que no dejaba de tener relación con una rivalidad comercial y económica. Japón temía no sólo un súbito viraje político de Washington, sino también el cierre de los mercados estadounidenses para los productos japoneses, en parte a petición del «lobby» textil estadounidense, pero también, y de forma más general, con el fin de detener el gran superávit japonés en la balanza comercial entre ambos países. Los proyectos de Japón para restringi~ las exportaciones japonesas a Estados Unidos no habían producido resultado alguno, y N ixon tomó entonces medidas unilaterales, incluyendo un recargo del 10% concebido fundamentalmente para perjudicar al comercio nipón. La ira de Japón aumentó cuando se hizo evidente que el ritmo de crecimiento en 1971 se había reducido al 6% y se culpó de esta interrupción de la expansión japonesa a la política y la mala voluntad estadounidense. Al devaluado yen, fuente de quejas por parte de todos los países que tenían relaciones comerciales con Japón, se le permitió flotar en agosto de 1971, y como consecuencia se revaluó en un 16% antes de que finalizase el año. Las relaciones entre Japón y Estados Unidos se volvieron, temporalmente, malas. Tampoco mejoraron sensiblemente con el retomo de Okinawa a la soberanía japonesa, ya que el acuerdo por el que se efectuaba esta devolución no establecía límite alguno a la utilización de la isla por tropas estadounidenses y era impreciso en lo referente a su uso como base nuclear. El emperador jap~r~és visitó Es~ados Unidos en el que era su primer viaje al extranjero desde 1921, pero la visita fue considerada como un hecho curioso más que como un acontecimiento político. Japón se unió al intento estadounidense de conseguir que las Naciones Unidas mantuviesen a Taiwan en calidad de miembro independiente cuando China fue admitida pero el intento fracasó, y la participación en el mismo de Japón les pareció a muchos japo~ neses una lealtad inmerecida hacia un falso aliado. No obstante, el drama de la visita de Nixon a Pekín iba más allá de las consecuencias inmediatas de la propia visita, y ni Tokio ni Washington deseaban que sus desacuerdos económicos degenerasen en un conflicto político serio. Se firmaron nuevos acuerdos comerciales en 1972, y en septiembre el preside~,te Nixon y el prime~ ministro Eisaku Sato se encontraron en Honolulú y Japón prometlo hacer compras masivas de productos estadounidenses (y de otros países extranjeros) para corregir el desequilibrio de su comercio exterior. La balanza de pagos y las reservas de Japón aumentaron de nuevo en 1972. Sato no sobrevivió por mucho tiempo al encuentro de Honolulú. Compañero de Kishi Y no menos pro americano que éste, el apoyo con el que contaba en el país y en su partido había sufrido un grave descenso como resultado de todos los golpes recibidos el año anterior, y cedió el paso a Kakuei Tanaka, que fue inmediatamente a Pekín y restableció relaciones diplomáticas con China. Esto no suponía un cambio de política, ya que Tanaka estaba haciendo solamente lo que Estados Unidos había hecho el año anterior y lo que muchos otros países se estaban apresurando a imitar. China no era ni un posible aliado para Japón ni un sustituto como socio comercial para Estados Unidos; tampoco Tanaka era marcadamente pro chino. De hecho, era demasido impopular para llevar a cabo una nueva política. Se retiró temporalmente a un segundo plano durante 1972 y fue obligado

a dimitir en 1974, al verse implicado en escándalos en tomo al soborno de importantes personajes del gobierno por la Lockheed Aviation Corporation. Su sucesor, Takeo Miki, duró sólo hasta 1976, fecha en que el Partido Democrático Liberal perdió por primera vez su mayoría absoluta en el Parlamento. La resonante condena de la corrupción -implícitamente, la de sus rivales- que llevó a cabo Miki le granjeó pocas amistades en el partido, y Takeo Fukuda, de setenta y un años de edad, le sustituyó. Pero Miki se desquitó dos años después, cuando el partido destituyó a Fukuda e instaló a Masayoshi Ohira. En unas elecciones celebradas en 1979, Ohira defraudó al partido, pero sobrevivió a las vengativas intrigas de los otros jefes del mismo durante un corto período de tiempo. En 1980, el partido encontró aún otro líder en Zenko Suzuki. A lo largo de estas luchas señoriales, el partido conservó su posición dominante. Lo que hizo de Japón un país único y extraño durante esta generación fue la combinación de su empuje económico mundial con una dirección política estática y geriátrica encamada en el PDL. A lo largo de la década siguiente Japón sig~ió en esa misma línea, a pesar de ciertas decepciones: un descenso en el favor electoral, graves escándalos financieros, conflictos derivados de la reforma fiscal, algún pugilismo con Estados Unidos y una disminución de la expansión económica japonesa, que hasta entonces había sido constante. A las elecciones de 1983, que registraron algunos reveses para el PDL, le siguió una una triunfante campaña bajo el liderazgo de Yasuhiro Nakasone, a quien consiguientemente le fue otorgado mantener su cargo como primer ministro. Noboru Takeshita le sucedió a finales de 1987. Éste, al contrario que Nakasone, logró imponer a un parlamento reticente una serie de reformas del obsoleto sistema tributario -sobre todo de un impuesto al consumo (del 3%) sumamente impopular- con el fin de restaurar el equilibrio fiscal a favor de la clase media urbana. Simultáneamente se produjeron varios escándalos a raíz de unos sobornos extraordinariamente cuantiosos a personalidades y partidos políticos por parte del consorcio inmobiliario Recourse Cosmos, y en 1989, Takeshita se vio obligado a dimitir. Su sucesor inmediato rápidamente fue víctima de escándalos de índole más personal, pero el partido logró encontrar en Toshiki Kaifu a un primer ministro -el decimotercero desde el fin de la ocupación estadounidense- lo suficientemente acreditado para mantener a raya el desafío del Partido Socialista Japonés (PSJ), dirigido por Takako Doi. En las elecciones de 1989, el PDL perdió por vez primera la mayoría en la Cámara Alta, pero dado q~e sólo estaban en juego la mitad de los escaños siguió siendo el partido mayoritario, con 109 escaños de un total de 252. El Partido Socialista Japonés (PSJ) ganó 67 escaños. Al añó siguiente el PDL conservó su mayoría en la Cámara Baja. Kaifu, más duradero de lo que se esperaba, reconstruyó las bases tradicionales de.l partido entre agricultores, pequeñas empresas y mujeres, al amparo de un nuevo auge y crecientes superávit en el comercio exterior. El relativamente extravertido Nakasone sólo iba a la zaga de Thatchér en elogios recibidos por parte de Reagan, pero también visitó Moscú, tomó la iniciativa de apaciguar las susceptibilidades antijaponesas en Corea del Sur, visitó China y el sudeste de Asia, incrementó las ayudas japonesas, de por sí generosas, al Tercer Mundo y canceló algunas de sus deudas más enojosas. En asuntos exteriores no se produjeron sin embargo cambios sustanciales. Una conferencia alentadora pronunciada por Gorbachov en Vladivostok en 1986, dos visitas de Shevardnadze a Tokio en 1986 y 1988 y una visita de Gorbachov en 1991 no suscitaron más que conversaciones acerca de la posibilidad de discutir una resolución formal de los reñidos territorios del norte. Una propuesta rusa, formulada por pri· mera vez en 1956, relativa a la cesión de dos de las cuatro mayores islas Kuriles, fue rei· terada por Gorbachov (y posteriormente por Yeltsin) pero r~chazada por Japón: estas

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extensas islas, asignadas a la URSS en la Conferencia de Yalta en 1945, nunca habían formado parte de Rusia y desde el punto de vista japonés no estaban incluidas en la renuncia japonesa de la cadena kuril recogida en el Tratado de San Francisco de 1952. Japón rechazó considerar ayudas económicas para Rusia si no le eran devueltas las cuatro islas. Como respuesta a las críticas estadounidenses en relación con sus prácticas comercia· les, Japón modificó algunas barreras de importación y mitiigó algunos de los inconve· nientes relacionados con ofertas extranjeras para contratos de construcción en Japón, pero el balance comercial entre los dos países se mantuvo por encima de los 50.000 millones de dólares. Bajo el Omnibus Trade and Competitiveness Act de 1988, el Congreso de Estados Unidos dio potestad al presidente para designar a ciertos países como «comer· dantes desleales» y le requirió para que negociara la supresión de prácticas desleales y, en el supuesto de que fracasara, tomara represalias. Estas medidas insinuaban una persistente ÍITitación por parte de los estadounidenses hacia Japón y también un temor de que la turbadora preeminencia japonesa en los distintos sectores industriales, desde los automó· ~iles hasta los ordenadores, fuera a extenderse a los sobre-conductores y la industria de defensa. Pero mientras las administraciones de Reagan y Bush no lograran equilibrar los gastos del gobierno, mediante la reducción de programas o la subida de impuestos, seguían dependiendo de préstamos elevados. Dado que Japón era con mucho el mayor prestamista, las amenazas estadounidenses de tomar represalias comerciales tenían poca sustancia. El hecho de que Japón estuviera relativamente desarmada tenía grandes ventajas y grandes riesgos. Desde el punto de vista de los créditos se produjo un enorme ahorro: en 1980, una fecha relativamente tardía, los gastos japoneses en defensa estaban por debajo del 1% del PNB (pero el PNB japonés no era solamente uno de los mayores del mundo, sino que su crecimiento alcanzaba el 10% anual). Éste también fue un factor decisivo en el extraordinario triunfo industrial japonés, dado que la ausencia de presiones desde puestos militares permitían a Japón una planificación de su producción y entrenamiento industrial sin las distorsiones introducidas -por ejemplo en Estados Unidos y la URSS- por exigencias militares. Dentro del binomio militar/industrial el énfasis recaía más sobre lo industrial que lo militar. Japón no quería cambiar el modelo que le estaba convirtiendo en la máxima potencia económica mundial, aventajan· do a Estados Unidos del mismo modo que éstos habían aventajado a Gran Bretaña cien años antes. Hacia 1980, Japón no sólo había superado a Alemania occidental y Suiza en muchos de sus principales productos, sino que estaba produciendo más acero y coches que Estados Unidos y, al instalar equipos más modernos, había logrado duplicar la producción por hombre estadounidense. El capitalismo japonés habfa alcanzado el mayor éxito dentro de un determinado modelo de capitalismo, que hasta cierto punto implicaba una crítica hacia otros modelos. Estaba planificado, dirigido y financiado centralmente y era proclive a incluir el adiestramiento y el perfeccionamiento y a convertirse en un elemento importante dentro del amplio marco de la cultura neo-japonesa. Con más éxitos a su favor que la Francia del Plan Monnet o el milagro económico alemán alió la empresa privada con el gobierno y la mano de obra. Desconfiaba de las fuerzas ciegas del mercado y las panaceas simplistas en las que la América de Reagan y la Gran Bretaña de Thatcher debían depositar su fe. Como signos externos y pueden señalarse el PNB per cápita más alto del mundo, una serie de industrias exportaban el 90% de su producción y la mayor provisión de ayudas destinadas al res-

to del mundo. En algunos aspectos estaba tan alejado del capitalismo estadounidense como del comunismo. En una fase inicial estos triunfos le debían mucho a la alianza estadounidense, que proporcionó una seguridad a cuyo amparo las energías japonesas pudieron concentrarse en la creación de riquezas. La eficacia de esta alianza fue cuestionada por la derrota estadouni· dense en Vietnam y por la evidente incapacidad de Washington (a veces interpretada como falta de voluntad) para liberar a sus rehenes en Irán. La autodefensa, adecuada militarmente en el contexto de la alianza, tenía que ser reexaminada. Y de hecho fue reinter· pretada. Ya en los años cincuenta el concepto de autodefensa incluía la persecución de un enemigo hasta sus bases y el ataque de dichas bases. También se extendió a la protección de las rutas marítimas más importantes, y en 1980 a ejercicios navales conjuntos con otras potencias. La autodefensa se consideraba un término relativo cuyo significado cambiaba de acuerdo con el dasarrollo de la tecnología militar del enemigo y las propias necesida· des estratégicas. A pesar de que el rechazo de Japón hacia las armas nucleares quedara confirmado por su adhesión en 1970 al Tratado de No Proliferación Nuclear de 1968, el relevo de una generación que había conocido la guerra y la derrota estaba marcado por un creciente apoyo de mayores presupuestos en defensa. La crisis provocada por la anexión de Kuwait por lrak en 1990 dio un enfoque conciso al debate acerca de las responsabili· dades japonesas en asuntos mundiales. Una contribución puramente financiera a la asamblea internacional contra Irak parecía de poca heroicidad, pero una contribución militar era anticonstitucional e impopular y Kaifu tuvo que abandonar el intento de cambiar la Constitución para hacerlo posible. En cualquier caso, la contribución no militar de Japón fue formidable: 9 billones de dólares para las arcas generales de la guerra; otros 2 billones de dólares específicamente destinados a Egipto, Jordania y Turquía; y dragaminas, suministros medicinales y aeronaves civiles para transportar a los refugiados. El Parlamento posteriormente apoyó, aunque por escasa mayoría, el uso de fuerzas armadas en operaciones de pacificación de la ONU y las unidades japonesas fueron enviadas a UNTAC en Camboya y en 1993, rebasando las fronteras asiáticas, a Mozambique. El gobierno de Kaifú terminó en 1991. Durante su ejercicio como primer ministro el PDL había obtenido unos resultados mejores de lo que se esperaba en las elecciones de finales de 1991, pero sin embargo había perdido terreno. La economía seguía creciendo pero a una cotización del 5%, que en términos japoneses era baja. Las acciones y los valores de la propiedad estaban desplomándose. Fue reemplazado por Kiichi Miyazawa, otro candidato del PDL, quien apenas pudo hacer frente a la recesión japonesa más grave de los últimos veinte años y a las enérgicas quejas por parte de Estados Unidos referentes a la ingenuidad japonesa de mantener a los extranjeros fuera del mercado japonés. Pero había más en juego que la mera distribución de cargos políticos en lo que de hecho era, aunque no lo pareciera, un sistema de partido único. El final de la guerra fría distorsionó el sistema político japonés de posguerra y suscitó dudas acerca de la seguridad de Japón y su política económica. El monopolio del poder por parte del PDL debe interpretarse desde el enfoque predominantemente anticomunista que marcó las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. En ese período Estados Unidos había inculcado a Japón unos petliles democráticos y lo había empujado a la guerra fría contra el comunismo. Estados Unidos se comprometió mediante tratados a defender a Japón y durante el período que abarca la guerra fría toleró, aunque con irritación creciente, las reticencias de Japón de conducir sus asuntos económicos externos de acuerdo con las normas de apertura consideradas en los acuerdos de Bretton Woods. El PDL gozó del poder en un sistema mu!-

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tipartidista bajo la condición de no ceder el poder a ningún otro partido y especialmente no al PSJ. Anteponiendo el beneficio al orgullo, Japón aceptó la prohibición de incrementar (y pagar) sus propias fuerzas annadas, convirtiendo la prosperidad en la máxima preocupación del gobierno, a sabiendas que la seguridad nacional quedaba salvaguardada por Estados Unidos. El PDL se convirtió en una camarilla de dirigentes conservadores que se repartían los máximos cargos políticos (del mismo modo en que, en la baja Edad Media, las principales familias romanas habían hecho rotar al papado y sus prebendas antes de que fuera trasladado a Aviñón). Dejq la administración e incluso la política en manos de los funcionarios veteranos y escamoteó recompensas escandalosamente copiosas por no inmiscuirse demasiado en el gobierno o los negocios. Este estado de cosas se puso en tela de juicio a principios de los años noventa desde el interior del propio PDL. En 1992, Mari Hasokawa abandonó el PDL y creó el Nuevo Partido Japonés: era un aristócrata, nieto del príncipe Fumimaro Konoye, una de las figuras más sobresalientes del Japón de antes de la guerra. Al año siguiente otros dos desertores, lchiro Ozawa y Tsutomu Haca, formaron el Partido Renovador: fueron miembros de la ~ayor facción del PDL, dirigida por Shin Kanemaru, cuyo ascenso al máximo cargo fue frenado por su espectacular implicación en sobornos. Después de las elecciones de 1993 el PDL siguió siendo el partido de mayor representación en el Parlamento pero perdió un notable número de escaños. El PSJ, el principal partido de la oposición, corrió una suerte aún peor y los disidentes del PDL formaron el primer gobierno no dirigido por este partido de la historia de posguerra japonesa, con Hasokawa como primer ministro. Pero tampoco Hasokawa estaba exento de escándalos financieros. La coalición que dirigía estaba dividida en cuestiones tributarias, reformas electorales y política de defensa. Con sus planes de reducción de la burocracia, de descentralización del gobierno y de apertura del mercado japonés a competidores extranjeros no logró más que un progreso limitado. En menos de un año fue reemplazado por Hata, que había sido ministro de Asuntqs Exteriores y que, además, era considerado el portavoz de Ozawa, quien a su vez tenía más fama de autócrata que de negociante, un presagio tal vez del nuevo, o nuevo-viejo estilo gubernativo en Tokio. El gobierno de Hata fue el más corto de la posguerra japonesa. El PSJ inmediatamente retiró el apoyo que le había prometido y llegó a un acuerdo con sus inveterados enemigos del PDL para derribar a los falsos reformadores. El PDL recuperó el poder a costa de permitir que por vez primera un socialista, Tomiichi Murayama, se convirtiera en primer ministro. El programa económico de esta difícil coalición se derrumbó a causa del devastador terremoto de Kobe en 1995 cuyos costes recayeron principalmen· te sobre el gobierno, y Murayama dimitió en la primera semana de 1996, habiendo desempeñado la segunda mitad de los dieciocho meses que duró su cargo como primer ministro en franco declive. El advenimiento del presidente Clinton a la Casa Blanca parecía presagiar controversias más agudas y sonadas con Japón (así como con la CE) en asuntos económicos, pero, independientemente de las intenciones de Clinton, su posición no era mucho más fuerte que la de Reagan o Bush. El desequilibrio comercial entre los dos países seguía aumen· tanda. El intento por parte de Estados Unidos de lograr el acceso al mercado japonés, fijando objetivos garantizados para una serie de productos, fue un fracaso y la administración de Clinton se vio obligada a reconsiderar la conveniencia de tomar represalias arancelarias o devaluando el dólar frente al yen -siendo la primera una medida comúnmente reprobada por Estados Unidos, y la segunda, una política mal recibida por parte de los importadores estadounidenses, que además no ofrecía ninguna certeza de alcanzar sus

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objetivos-. En treinta años, el valor de las exportaciones estadounidenses a Japón se había duplicado, pero el valor del comercio en el sentido contrario se había cuadriplicado -des· de el punto de vista japonés, porque los exportadores estadounidenses (por ejemplo de coches) no se habían interesado por conocer lo que demandaban los compradores japoneses; desde el punto de vista estadounidense porque Japón empleaba procedimientos burocráticos demasiado complicados, destinados a desbaratar las operaciones mercantiles-. No logrando encontrar un remedio, Estados Unidos alternó las negociaciones comerciales con desplantes y amenazas de imponer superaranceles punitivos y vengativos. Las conversaciones de 1994 desembocaron en un franco estancamiento e ilustraron los riesgos mundiales derivados de unas malas relaciones entre Estado Unidos y Japón, al pro· ducirse una devaluación constante del dólar; y en 1995, Estados Unidos recurrió a las amenazas. No obstante, ninguna de las partes se atrevió a tomar medidas más drásticas y todo se redujo a una política temeraria, pero meramente retórica. El medio siglo de después de la Segunda Guerra Mundial no pudo ser testigo de una transformación más notable que la de Japón, pero al finalizar dicho período empezaron a surgir dudas. Los dos pilares sobre los que se asentó el ascenso de Japón a potencia económica global fueron su sistema financiero y su capacidad educativa, y los signos externos de su éxito un crecimiento económico y una imperturbabilidad sin precedentes. Sin embargo, a principios de los años noventa, el crecimiento se redujo a cero, el sistema financiero estaba plagado de deudas y los críticos japoneses y extranjeros se preguntaban si el énfasis puesto en el rendimiento escolar y universitario no estaban empañando la iniciativa personal, la inventiva industrial y el vigor social. El éxito se había alcanzado bajo la égida del Partido Demócrata Liberal, que, como era evidente, se había corrompido por completo, y en alianza con Estados Unidos, que si bien inicialmente se había complacido con Japón como principal socio anticomunista de cosecha propia, empezaba a temer que había cogido por la cola a un tigre. Lo más perturbador fue un sistema bancario con fuertes deudas de aproximadamente 500 billones de dólares, que era un milagro económico, pero del signo equivocado.

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China

EL TRIUNFO DE MAO

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En 1949, poco más de un cuarto de siglo después de su nac1m1ento, el Partido Comunista de China tomaba posesión de la capital, la antigua ciudad de Pekín {Beijing). Un movimiento se había convertido en un gobierno. El derrotado Kuomintang fue redu· ciclo a la isla de Taiwan {o Formosa), donde su líder Jiang l(aishek (Chiang Kai-Shek), al igual que el último de los emperadores Ming, 300 años antes, se revistió de pretensiones imperiales que recordaban a los nobles franceses y los banqueros italianos que en la alta Edad Media vagaban por Europa occidental haciéndose llamar emperadores de Bizancio. El nuevo señor de China, Mao Zedong (Mao Tse-tung) pudo declarar en enero de 1950, con sólo un punto de exageración, que toda China era suya excepto el Tíbet. Desde justo antes de la Primera Guerra Mundial, nadie había ambicionado los vastos territorios y tradiciones imperiales que cayeron en poder de Mao tras la segunda contien· da mundial. La decadencia de la última dinastía (Manchú), que había dejado a China expuesta a la intervención extranjera y había estado a punto de ocasionar su división al final del siglo XIX, había culminado en la revolución de 1911. Grupos revolucionarios y sociedades secretas, en parte autóctonos y en parte fomentados por chinos que vivían en el extranjero, llevaron a cabo la desintegración del «andent régime». Pero fracasaron al enfrentarse después a la tarea de restablecer la cohesión, la dignidad y el poder de China, de modo que transcurridos cincuenta años China seguía siendo una nación con un gran poderío potencial pero no real. El más notable de los grupos que tomaron el poder era el de Sun Yat-sen (muerto en 1925), un nacionalista, demócrata y socialista que quería reformar China por medio de su instrumento, el Kuomintang. El Kuomintang estableció un gobierno en Nankín, la capi· tal del sur, pero nunca consiguió colocar a todo el país bajo su obediencia. El derrumbamiento del viejo régimen vino seguido, especialmente en el norte, de la aparición de los «señores de la guerra» o caudillos militares locales que crearon sus propios feudos autó· nomos y entablaron guerras civiles entre sí. Incluso en el sur, donde el Kuomintang impu·

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so un cierto orden y estabilidad, las enormes tareas de reforma administrativa y moderni· zación fueron emprendidas pero no consumadas. El Kuomintang buscó ayuda exterior y aceptó, del nuevo y no menos revolucionario gobierno de la URSS, los servicios de asesoramiento de Michael Borodín. Presionado por las circunstancias, el Kuomintang empezó a adoptar en su lucha contra los «señores de la guerra» algunos de los métodos del comunismo europeo (la organización del partido y las relaciones entre partido y Estado), aunque no sus doctrinas, y también estableció una alianza con el Partido Comunista chino, que se había fundado en Shanghai en 1922. Los comu· nistas constituían una serie de pequeños grupos en ciertas provincias del sur. Entraron a formar parte del Kuomintang bajo la dirección global de .Jiang Kaishek, pero las disputas entre los líderes comunistas y otros líderes del Kuomintang (y entre las facciones izquierdista y derechista de los no comunistas dentro del Kuomintang) fueron endémicas. También exis· tía una cierta confusión entre los mismos comunistas, porque los comités comunistas de Shanghai daban instrucciones imprudentes a líderes que actuaban en las zonas rurales, y aún más porque Moscú intentaba dirigir determinados asuntos sin un conocimiento acle· cuado de la historia y las condiciones de China. Hubo un momento en que Moscú tuvo diferentes consejeros en China preconizando políticas incompatibles. En esta atmósfera, Mao Zedong se fue convirtiendo gradualmente en uno de los principales líderes en los medios rurales, manteniendo frecuentemente serias diferencias con sus superiores en Shanghai acerca de tácticas políticas y militares, y evolucionando y modificando él mismo sus propias ideas sobre esos temas. Las disputas entre comunistas y no comunistas condujeron a la lucha. En 193 l, el ataque japonés sobre Manchuria forzó a Jiang Kaishek a enviar tropas al norte, pero la confusión en las filas comunistas les impidió aprovecharse de esta distracción de fuerzas de los no comunistas y en 1934 sufrieron una derrota deci· siva como resultado de la adopción de tácticas ertóneas contra las que se había pronunciado Mao. Los comunistas emprendieron entonces su ardua y mítica Larga Marcha des· de la China sudoriental, primero hacia el oeste y luego hacia el norte en dirección a la provincia de Yenan en el lejano noroeste, donde se detuvieron, preservaron su movimien· to y esperaron el momento oportuno. Fue durante la Larga Marcha cuando Mao alcanzó la máxima autoridad. Había ido apartándose de la estrategia marxista clásica de conseguir el poder librando las batallas del proletariado industrial urbano, para orientarse hacia la estra· tegia de identificación del comunismo con el descontento y la indignación del campesinado {que había sido periódicamente una fuerza poderosamente subversiva en la historia china); propuso establecer una pequeña república campesina y crear ejércitos campesinos que un día serían lo suficientemente fuertes como para tomar las ciudades. Mient~s tanto, el Kuomintang, tras deshacerse de los comunistas y hacer progresos en la lucha contra los «señores de la guerra» (tomó Pekín en 1928 y consiguió Manchuria al año siguiente mediante un acuerdo con el general Chang Hsuehliang, el Joven Mariscal), fue atacado por Japón, primero en Manchuria en 1931 y luego en la propia China en 1937. Desde esta fecha hasta 1945, el Kuomintang y los comunistas rivalizaron por conseguir para sí los honores de llevar a cabo el resurgimiento de China como gran potencia y el premio de dirigir el país después de que los japoneses hubiesen sido derrotados. Los comunistas supervivientes que habían logrado llegar a Yenan crecieron rápidamente hasta convertirse en un ejército de unos 100.000 hombres, reclutando soldados entre el campesinado y la juventud en general y atrayéndoles con un programa nacionalista y antijaponés. En 1941, el ataque japonés a Estados Unidos en Pearl Harbar hizo que esta guerra en el Extremo Oriente se fun· diera en una guerra general que apagó temporalmente las discordias civiles de China. El

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Mar de China del Sur

Kuomintang consiguió poderosos aliados, pero su suerte no estaba destinada a acompañarle de nuevo. No había logrado detener la ruina económica, su liderazgo continuaba siendo restringido y exclusivista, su administración se volvió corrupta, despótica y excesivamente dependiente de la policía secreta y finalmente sus ejércitos quedaron desintegrados. Por con· traste, la consideración popular hacia los comunistas aumentó. Su estancia en el desierto les había conferido un cierto atractivo y había ocultado el lado sórdido de sus propios métodos de gobierno. Tenían la reputación de luchar contra los japoneses con más seriedad que el Kuomintang, y cuando la guerra terminó estaban preparados para regresar de las afueras al centro. Sólo unos pocos años después tenían el gobierno de China en su poder. Cuando Jiang Kaishek fue expulsado de China, toda una generación de luchas intestinas llegó a su fin y a los comunistas se les brindó la oportunidad de lograr algo de lo que ninguna facción había sido capaz desde la caída del imperio, y lo que el mismo imperio no había conseguido y se le había reprochado: hacer a China lo bastante fuerte y sana como para mantener su integridad e independencia. En el pasado, las amenazas a la integridad d,e China habían provenido de las potencias imperialistas de Europa occidental, que lle·· gaban navegando a través de los mares; de los rusos, que se aproximaban por tierra, y de los japoneses. En 1945 las potencias europeas occidentales no estaban ya en una posición que les permitiese amenazar a nadie en el Extremo Oriente, y Japón había sido práctica· mente aniquilado. Los soviéticos, de cualquier forma, acábaban de reaparecer en escena, mientras los estadounidenses, tradicionales defensores de la integridad de China contra los .intrusos, estaban desesperados con el Kuomintang y a punto de volver a una política asiática centrada en el Japón, como la que habían llevado a cabo a principios de siglo. La historia de la ininterrumpida expansión rusa por Asia comienza después de la guerra de Crimea. Esa derrota en Europa dio lugar a ensayos de liberalismo en el interior del país y de aventura en el Extremo Oriente, ambos esporádicos. Los zares estaban más 0 menos permanentemente preocupados con los problemas de Polonia, los Balcanes y los estrechos, pero también había un partido en San Petersburgo que se dedicaba especialmente al Extremo Oriente. Las décadas de los sesenta y los setenta fueron un período de expansión; el gran procónsul ruso Muraviev fundó las provincias de Amur y del Litoral en 1858 y 1860, respectivamente; Yladivostok fue fundada en 1861; se adquirió Sajalín (pero en cambio se vendió Alaska); los kazakos y los kanatos de Asia central fueron sometidos. En los años ochenta los rusos, habiendo alcanzado las fronteras de Persia y Afganistán, se encontraron cara a cara con los británicos en la India, mientras que más al norte un puer· to de cálidas aguas en el Pacífico y una participación en el comercio de China estimula· ban las fantasías imperiales y financieras. La guerra entre japoneses y chinos en Corea en 1894-1995 proporcionó a Japón importantes adquisiciones (entre ellas Taiwan, Pescadores y, temporalmente, la penínsu· la de Shantung y Port Arthur) y puso de manifiesto la decadencia del poderío chino. Rusia, Francia y Alemania intervinieron en defensa de China, aunque Gran Bretaña, recelosa del avance ruso en Asia, inició su política pro japonesa como contrapeso. Los rusos, que habían ayudado a China, junto con los franceses, al pago de sus indemnizado· nes de guerra a Japón, establecieron una alianza con China, tomaron Port Arthur y pro· yectaron las líneas de ferrocarril de China oriental y Manchuria meridional. Los rusos y los japoneses estaban ahora compitiendo entre sí por Manchuria. En 1904 Japón atacó Port Arthur, y en la consiguiente guerra ruso-japonesa los rusos fueron derrotados y obligados a retroceder a Manchuria y Mongolia. El prestigio de Japón en Asia y en el mundo aumentó enormemente, y el avance ruso a través de la parte superior de Asia fue deteni·

do por un contraataque japonés en Manchuria. La Primera Guerra Mundial eliminó tem· poralmente el poderío ruso, no produjo ningún resurgimiento chino, distrajo a otros países europeos de los asuntos asiáticos, y dejó a los japoneses en una situación en la cual, lejos de tener que contener a los rusos, fueron ellos los que hubieron de ser contenidos, y ninguna potencia excepto Estados Unidos podía hacerlo. En los años veinte los rusos recuperaron posiciones en Mongolia Exterior y Asia central, y en los treinta entraron una vez más en conflicto con los japoneses en Manchuria, pero no reanudaron seriamente la lucha por este territorio hasta la ultima semana de la Segunda Guerra Mundial. Durante la mayor parte de la guerra, Stalin estuvo demasiado ocupado con los alema· nes como para prestar atención a Asia, y no digamos para interveni'r en ella. La URSS había firmado un pacto de neutralidad con Japón en 1941, y antes de Pearl Harbar, Japón pidió y recibió garantías de que los rusos cumplirían el pacto. Hasta la conferencia de Teherán en 1943, Stalin no reclamó ningún territorio en el este, pues no estaba en una posición que le permitiese exigir premios hasta que estuviese dispuesto a echar una mano contra Japón. En la conferencia de Moscú en octubre de 1944 hubo indicios de un cambio en la actitud rusa, y en Yalta en 1945 las condiciones de Stalin quedaron expuestas y fueron aceptadas por unos aliados que deseaban a toda costa evitar disputas, sobreestima· ban la voluntad y la capacidad de Japón para seguir luchando, e ignoraban -salvo unos pocos iniciados- la existencia de las armas nucleares que estaban a punto de utilizarse. Stalin pidió a sus aliados que se anulasen las consecuencias de la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 y también que le garantizasen ciertas posiciones a expensas no de Japón sino de China. Las posiciones que los rusos habían perdido en Manchuria y Sajalín en 1905 les serían devueltas; las islas Kuriles pasarían también a poder de la URSS; y la ya práctica· mente realizada anexión de Mongolia Exterior sería reconocida. La política de Stalin en. Asia consistía en debilitar la capacidad de cercamiento de China e impedir el establecimiento de un gobierno central poderoso en China. Declarando la guerra a Japón, se aseguró derechos sobre Manchuria y situó tropas en dicha región. También consiguió llevarse maquinaria industrial japonesa, aunque no sin ganar· se el resentimiento de los chinos. Ya había instigado una revuelta antichina en el valle de lli en Xinjiang (Sinkiang), donde surgió la república separatista del Turquestán Oriental bajo protección rusa en 1944. Mongolia Exterior -que se hallaba nominalmente bajo soberanía china pero efectivamente pertenecía a la esfera soviética desde 1921 y le fue concedida a la URSS por los aliados occidentales en Yalta- fue abandonada por los chi· nos (que no tenían otra alternativa) en virtud del tratado ruso-chino de agosto de 1945. China no la recuperó cuando Mao sucedió a Jiang en 1949. La declaración de g1.1erra de Stalin a Japón tuvo otra consecuencia importante: la divi· són de Corea en dos partes. Cuando los japoneses se rindieron se acordó, por comodidad, que las fuerzas japonesas al norte del paralelo 38 se rendirían a los rusos, y aquellas que estuvieran al sur de esa línea, a los estadounidenses. La intervención rusa en el Extremo Oriente estuvo cuidadosamente calculada. Los soviéticos sabían que los japoneses deseaban la paz; estaban haciendo sondeos en Moscú con la esperanza de conseguir la mediación rusa para poner fin a la guerra. Los estadouni· denses, que también sabían que había un activo grupo en favor de la paz en el gabinete nipón, lanzaron la primera bomba nuclear el 6 de agosto sobre Hiroshima. La declaración de guerra por parte rusa se produjo dos días después. El 9 de agosto se lanzó la segunda bomba, esta vez sobre Nagasaki. El 15 de agosto (día en el que los rusos firmaron su tra· tado con Jiang Kaishek) se puso fin a las hostilidades.

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Stalin quería una China débil, se esforzó por conseguir ese fin y pudo muy bien considerar que había tenido éxito hasta la víspera de su muerte. Por el contrario, los estadounidenses querían una China fuerte, cosa que no consiguieron en absoluto -aunque no por culpa suya- durante los años de transición de la guerra a la paz, y más tarde, cuando empezaron a contemplar la perspectiva de una China verdaderamente fuerte, no resultó ser en absoluto de su agrado. La política estadounidense en el Extremo Oriente, que empezó a configurarse a principios de siglo, estuvo condicionada en un primer momento, por la adquisición en 1898 de 1as islas Filipinas, que hasta entonces pertenecían a España, y por la desconfianza hacia las potencias europeas que, después de convertir la mayor parte de Asia sudorienta! en territorio colonial, parecían estar a punto de repartirse también China. Con sus intereses y su sentido moral en feliz armonía, Washington reclamó para sí todos los derechos o privilegios que cualquier potencia europea consiguiera de los chinos {la política de «puerta abierta», es decir, la inexi~tencia de preferencias comerciales entre los extranjeros de diferentes países) y al mismo tiempo defendió la integridad e independencia de China. La entrada de los estadounidenses en este escenario fue inesperada e impremeditada. La guerra de 1898 contra España, que comenzó de uná forma confusa en Cuba, tuvo el resultado imprevisto de sustituir el dominio español en las Filipinas por el estadounidense. Se originó a continuación un importante debate públiéo sobre la política y la moralidad del expansionismo, en el fondo del cual había una vaga certeza de que si Estados Unidos no afirmaba su poderío en el Pacífico, los británicos, los alemanes olos japoneses lo harían. Este debate coincidió con la manifiesta decadencia de China. Los británicos, alarmados por la tendencia a las anexiones, arriendos y concesiones de pdvilegios comerciales a grupos particulares de extranjeros, habían buscado la cooperación estadounidense para detener esta competencia colonialista en China, pero Washington no estaba en ese momento interesado y los británicos decidieron entrar entonces en el juego en lugar de seguir tratando de impedirlo, y empezaron ellos mismos a fijar enclaves y a solicitar y obtener arriendos. El cambio en la actitud estadounidense se produjo a finales del siglo XIX con el nombramiento de John Hay como secretario de Estado. Su primer conjunto de notas, condenando las esferas de influencia y defendiendo la política de «puerta abierta», tuvo escasa efectividad práctica, aunque fue popular en Estados Unidos; un segundo conjunto, en el momento de la rebelión de los bóxers y la expedición internacional bajo el mando alemán que se produjo como consecuencia de dicha rebelión en 1900, atestiguaba la creciente implicación estadounidense; la mediación de Washington en la guerra ruso-japonesa y la firma del tratado de Portsmouth en suelo estadounidense ponían asimismo de manifiesto que EE.UU se involucraba cada vez más en Extremo Oriente. Pero eso fue algún tiempo antes de que las políticas estadounidense y británica entrasen en un período de armonía. Gran Bretaña, que buscaba un aliado en aguas orientales y que, al parecer, era rechazada por Estados Unidos, se había vuelto hacia Japón, mientras Estados Unidos se convertía cada vez más en el protector de China y el enemigo de Japón en el mar. Esta discrepancia continuó, no sin dañar las relaciones angloamericanas, hasta después de la Primera Guerra Mundial, cuando los tratados de Washington de 1921-1922 eliminaron la alianza anglojaponesa, establecieron una relación entre los efectivos navales de las tres potencias de 5:5:3, y consiguieron que, a través de ellos, nueve potencias garantizasen la integridad de China y la política de «puerta abierta». {En la conferencia de Londres de 1930 la proporción japonesa fue aumentada de 3 a 3,5.) Además, el secretario de Estado

Hughes obligó a los japoneses a retirar sus tropas de la península de Shantung y Siberia, pero en los años treinta los estadounidenses, sin saber si una acción contundente detendría o fortalecería las tendencias expansionistas de la política japonesa, se volvieron menos efectivos y hubo escasa reacción por parte de Washington tanto ante la conquista japonesa de Manchuria como ante la proclamación del Estado de Manchukuo en 1932, o incluso ante la posterior ocupación japonesa de Shanghai en ese mismo año. Japón se reti· ró de los tratados navales de Washington y Londres a finales de 1936, exigiendo igualdad de condiciones con Estados Unidos y Gran Bretaña, y emprendió una guerra a gran escala contra China en 1937. Al mismo tiempo, Japón desafió a las potencias europeas proponiendo un «nuevo orden» para toda Asia oriental, y cuando los europeos (tanto los occidentales como los soviéticos) pusieron de manifiesto que no querían complicaciones en Oriente, Washington comenzó a negociar con Tokio. El inicio de la guerra en Europa en 1939 dejó a Japón el campo libre para dirigirse contra China y le ofreció nuevas oportunidades en Asia sudorienta!. Un gobierno nuevo y más belicoso, instaurado en 1940, decidió atacar Indochina como primer paso, esperando poder evitar la intervención estadounidense. Este gobierno cayó cuando Hitler atacó a la URSS. El ministro de Asuntos Exteriores, Yosuke Matsuoka, que quería unirse al ataque, fue expulsado, y Tojo, que quería atacar a Estados Unidos, se convirtió en el miembro más influyente del gabinete. También llegó al puesto de primer ministro en octubre de 1941 y dio la orden de ataque a Pearl Harbor en diciembre. Hasta que las cosas cambiaron a mediados de 1943, los estadounidenses estuvieron en peligro de ser expulsados completamente del Extremo Oriente, pero el viraje decisivo que se produjo con la batalla de Midway y la victoria final sobre Japón en 1945 les dio una preponderancia en la zona de la que ninguna potencia había disfrutado antes. La guerra obligó a Washington a reconsiderar su política en el Extremo Oriente. Se produjo una confluencia de factores que hizo que los estadounidense.s se volviesen pro chinos -la política tradicional, las conexiones misioneras, la conducta japonesa y la hábil y atractiva Madame Jiang-, pero el gobierno del Kuomintang no tenía éxito y estaba dejando de ser valioso para los estadounidenses. No obstante, Washington, que había tenido el detalle de renunciar a derechos extraterritoriales en China en 1943, decidió que China saldría de la guerra ejerciendo íntegramente su soberanía en toda la extensión de sus antiguos territorios (incluyendo Manchuria, Taiwan y Pescadores) y con rango de potencia importante, asignándosele un puesto pennanente en el Consejo de Seguridad. China debía convertirse en los Estados Unidos del continente asiático, una potencia de enorme extensión unida y liberal-democrática: una perspectiva que Churchill, entre otros, consideraba pura pamplina romántica. Cuando los defectos del Kuomintang se hicieron más y más evidentes, el general Joseph Stilwell fue enviado para vigilar a Jiang Kaishek y para apoyar y, si era posible, reformar el Kuomintang, pero los comentarios del general sobre el Kuomintang fueron tan críticos que se le ordenó regresar en octubre de 1944 a petición de los amigos de Jiang. El general Patrick Hurley, que había sido enviado a China en agosto como representante personal del presidente Roosevelt ante el Generalísimo, se convirtió en el vehículo principal de la política estadounidense, con la nueva misión de conseguir que los comunistas y el Kuomintang volviesen a unirse en una coalición. El general Hurley y el general George C. Marshall, que le sucedieron en noviembre de 1945, hicieron sólo ligeros progresos. Las dos fuerzas, el Kuomintang y los comw1istas, desconfiaban la una de la otra -los comunistas habían sufrido anteriormente la experiencia de un ataque del Kuomintang al amparo de una tregua- y las discusiones para llegar a un acuerdo se rompieron a causa del

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asunto relativo a la unión de los dos ejércitos. Cuando los japoneses se rindieron, los esta· dounidenses transportaron en avión a las fuerzas del Kuomintang al objeto de hacerse con el control del nordeste de China (lo que resultó ser un error de estrategia), mientras que los rusos, que acababan de entrar en Manchuria, daban a los comunistas armas y oportunidades en esa área. Una insegura tregua se mantuvo hasta finales de 1947, pero la guerra civil se había interrumpido sólo temporalmente. Los estadounidenses, que para entonces deseen· fiaban completamente del Kuomintang, retiraron sus unidades de China, pero dudaban si retirar o no toda forma de apoyo. El general Wedemeyer, que había sido enviado a China en julio de 1947, recomendó en septiembre la concesión de una amplia ayuda estadounidense sobre la base de que el Kuomintang introduciría extensas reformas bajo supervisión estadounidense, pero para entonces China se precipitaba hacia el colapso económico y financiero y los disturbios empezaban a convertirse en algo corriente. No obstante, Estados Unidos aprobó una ayuda provisional a China antes de que finalizase el año, y dio el visto bueno al Acta de Ayuda a China en abril de 1948. Ésta fue completada con un acuerdo chin?•estadounidense, y el Kuomintang hizo un tardío esfuerzo para organizarse. Pero era demasiado tarde. Los comunistas estaban ganando batallas en una sucesión continua. Toda Manchuria se encontraba bajo su poder al final de 1948, y el año siguiente estuvo jalonado de nuevas victorias para el comunismo con la conquista de una serie de famo· sas ciudades. Finalmente, Washington desistió de apoyar ál Kuomintang. Jiang, que había cometido el característico error de comprometerse excesivamente en las últimas etapas de la guerra civil, renunció a la presidencia a principios de 1949, y el Kuomintang pidió -en vano- la mediación de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Los comunistas ya no tenían interés en coaliciones o acuerdos. En septiembre fue proclamada una República Popular. El 18 de diciembre de 1949, Mao llegó a Moscú convertido en jefe de Estado. La victoria de los comunistas chinos creó problemas tanto a los estadounidenses como a los soviéticos. Durante lo que restaba de 1949 y la primera mitad de 1950, los estadounidenses se encaminaron hacia el reconocimiento diplomático del nuevo régimen, pero las posibles negociaciones con ese fin se vieron primero entorpecidas por el arresto del cónsul general estadounidense en Mukden y su encarcelamiento durante un mes, junto con cuatro de sus colegas, a finales de 1949, y más tarde quedaron imposibilitadas por la guerra en Corea. En algún momento de este período, Estados Unidos decidió que Taiwan formaba parte esencial de una línea de bases estratégicas y que, por lo tanto, no debía permitirse que cayese en manos comunistas. Esta decisión fue hecha pública, y, junto con la guerra de Corea, hizo que los estadounidenses mantuvieran al régimen de Mao apartado del puesto asignado a China en la ONU y que los chinos creyesen, en primer lugar, que Taiwan estaba siendo retenido como un refugio temporal para Jiang Kaishek hasta que se produjese un intento de reconquista del continente y, en segundo lugar, que la ONU era un instrumento estadounidense. La guerra de Corea también llevó a los chinos a una valo· ración excesivamente confiada de su propia fuerza militar, expresada en la pintoresca pero inexacta descripción de Estados Unidos como un tigre de papel. La victoria de Mao resultó pronto ser tan incómoda para los rusos como para los estadounidenses. El mundo en general suponía que los intereses y políticas de las dos principales potencias comunistas debían ir estrechamente ligados. Esta suposición se debía en parte a la guerra fría, en cuyo contexto nació el nuevo Estado comunista; quedó reforza· da por el efecto de la guerra de Corea en 1950-1954 entre comunistas y anticomunistas; y produjo desconcierto y asombro cuando se reveló, pocos años después, que entre Moscú y Pekín estaban teniendo lugar amargas disputas. De hecho, los intereses de la URSS y

China eran en parte coincidentes y en parte contrapuestos, y los partidos comunistas de ambos países no tenían entre sí lazos emocionales estrechos; además, es muy probable que Moscú considerase al partido chino como un partido dudosamente comunista en su cloc· trina y en su lealtad al movimiento mundial dominado por los rusos. Tras la muerte de Stalin, las divergencias entre las políticas de ambos países se hicieron más evidentes, en parte por la desaparición del líder indiscutible del mundo comunista y en parte porque el paso del tiempo dejó que las diferencias entre la situación de los dos países se hicieran sen· tir cada vez más. Stalin, como ya se ha dicho, no deseaba una China poderosa. Mientras el gobierno de China no fuese comunista, resultaba relativamente fácil para él llevar a cabo una políti · ca de alianza acompañada de pequeños embates. El tratado de agosto de 1945 con Jiang contenía algunas espinas clavadas contra el Kuomintang, puesto que éste reconocía de hecho la absorción de Mongolia Exterior por la esfera soviética pero no conseguía recu·· perar los derechos sobre Manchuria, que pasaban ahora de Japón a la URSS. Los comu· nistas chinos eran, para Stalin, otro aguijón con el que herir al Kuomintang, hasta que en 1949 ocuparon el lugar del Kuomintang y dejaron por tanto de ser un simple aguijón. Cuando Mao llegó a Moscú, Stalin tuvo que concebir una política con respecto a China completamente nueva, que tendría que tener en consideración tanto el deseo de la URSS de dominar las tierras centrales de Asia como la inevitable esperanza de amor fraternal y ayuda entre los partidos comunistas. Dados el tamaño y la potencialidad de China, éste era un problema que nunca se había presentado antes en Moscú. Mao también tenía que aprender. No tenía ninguna experiencia directa de la URSS antes de su visita a Moscú, que duró dos meses. Su primer fruto fue un nuevo tratado ruso· chino, firmado el 15 de febrero de 1950. Este tratado era de carácter económico, y trataba temas como los ferrocarriles, créditos y asuntos parecidos. Los rusos ofrecieron a los chinos un buen regalo, consistente en la línea de ferrocarril de Chang·chun y sus instalaciones. Los chinos también adquirieron el derecho a administrar Dalny, aunque el destino final de este puerto sería reconsiderado cuando se firmase un tratado de paz con Japón. La URSS canee· dió a China un crédito de 300 millones de dólares durante cinco años al 1% de interés y re in· tegrable entre 1954 y 1963. Un mes después se firmaron otros acuerdos para la explotación conjunta de petróleo en Sinkiang y la creación conjunta de rutas áreas en Asia central, y en abril se firmó un acuerdo comercial general. Estos acuerdos eran el principio de una coope· ración entre los dos países que duró hasta los últimos años cincuenta y fue de vital impor· tanda para China durante los años de experimentación y modernización incipiente. Fueron ratificados durante una visita a Moscú de Zhou Enlai (Chu En-lai) en agosto y septiembre de 1952, poco antes del anuncio del primer plan quinquenal chino, la formación de una poderosa Comisión de Planificación Nacional bajo la dirección de Gao Gang (Kao Kang) y la creación de un Ministerio de Enseñanza Superior (todo ello en noviembre y diciembre de ese año). Junto con el plan, la comisión y el impulso a la enseñanza superior, los acuerdos ruso-chinos eran una parte integrante del proyecto de Mao de creación de una nueva China.

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CHINA Y LAS SUPERPOTENCIAS Nueve meses después de la proclamación de la nueva república china estalló la guerra en Corea. Este acontecimiento imprevisto y, para los chinos, extremadamente inoportu· no, tuvo un profundo efecto sobre la política de Asia y sobre las relaciones entre los paí·

ses asiáticos y los no asiáticos implicados en los asuntos del Extremo Oriente. Obligó a los chinos a ocuparse de su defensa cuando debían haberse concentrado en sus asuntos internos; dominó la política estadounidense en un momento en que ésta estaba aún perfilándose; planteó problemas referentes a la consulta y la cooperación entre las principales potencias comunistas; amenazó con introducir la guerra fría en Asia, fomentó el neutralismo en la India e hizo que, durante un tiempo, los estadounidenses identificasen el neutralismo y el pacifismo con la indiferencia y la perversión moral. La historia de Corea es la de cualquier país pequeño que se encuentra encajado entre vecinos más poderosos. Corea es una península que se extiende hacia el mar desde el extre· mo sudorienta\ de Manchuria hasta alcanzar casi el extremo sur de las islas principales de Japón. Durante mil años estuvo gobernada por dos dinastías separadas una de otra por unaº breve conquista mongo\a. Sufrió las incursiones de los japoneses y los Manchú en los siglos XVI y XVll pero sobrevivió hasta el final del XIX; para entonces se había convertido en una peonza a merced de los conflictos chino-ruso~japoneses. Las victorias japonesas en la guerra contra China en 1894-1895 y contra Rusia en 1904-1905 dejaron al Japón campo libre en Corea, que fue anexionada en 1910. En 1919 no consiguió recuperar su independencia, aunque se estableció un gobierno provisional bajo la presidencia de Syngman Rhee, un coreano que había obtenido un doctorado en filosofía en Princeton. En la declaracion de El Cairo de 1943, sin embargo, Roosevelt, Churchill y Jiang Kaishek prometieron la independencia. Por consiguiente, cuando la guerra finalizó en 1945 no hubo ninguna controversia sobre el status de Corea, pero en el momento de la independencia un accidente le privó de la unidad. Habiéndose rendido los japoneses en parte a los estadounidenses y en parte a los soviéticos, Corea fue dividida en dos partes separadas por el paralelo 38. Esta famosa línea nació como resultado de negociaciones entre oficiales de rango relativamente menor; no fue una consecuencia de decisiones ministeriales. Pero la comodidad administrativa la convirtió en un hecho político, y todos los intentos posteriores de dotar a Corea de un gobierno único fracasaron. La causa de tal fracaso fue la presencia de tr~pas tanto rusas como americanas. Por aquellas mismas fechas, en Polonia, país por el que también competían gobiernos rivales, sólo había un ejército ocupante, y pcir tanto, una única solución posible. En Corea había dos ejércitos, y por tanto, ninguna solución. En 194 7, Estados Unidos llevó el problema a las Naciones Unidas, que nombraron una comisión (la Comisión lemporal sobre Corea de la ONU, UNTCOK) para llevar a cabo la unidad por medio de elecciones. Las elecciones se celebraron en el sur en mayo de 1948, pero se impidió que la comisión actuase en el norte, y el resultado de sus actividades fue la creación de un gobierno que pretendía ser el gobierno de toda Corea pero de hecho no tenía autoridad ni existencia al norte del paralelo 38. El jefe de este gobierno era Syngman Rhee ahora una figura paternal, un hombre de edad, duro y reaccionario pero al que \egendariamente se consideraba esencial e imprescindible y que de hecho resultó ser casi ina· movible. En 1949, tanto los soviéticos (que habían sustentado a un gobierno rival en el norte) como los estadounidenses retiraron sus fuerzas annadas. Corea era ahora un país con dos gobiernos, amenazado por los rusos en Manchuria y por los estadounidenses en Japón, y vagamente consciente del surgimiento de una nueva China en sus fronteras. La primera mitad de 1950 estuvo ocupada por nuevas elecciones en Corea del Sur y por propaganda para la reunificación en Corea del Norte, bien por medio de elecciones en todo el país (de las que Syngman Rhee y otros debían ser excluidos) o por la fusión de los dos parlamentos. Una vez que se hizo evidente que estas tácticas eran infructuosas, tropas del norte cruzaron la frontera el 25 de junio, tomando la capital del sur, Seúl, al día

siguiente. Es en extremo dudoso que las tropas norcoreanas hubiesen llevado a cabo esta acción si en enero Dean Acheson no hubiera excluido a Corea (y a Taiwan) del perímetro de defensa por cuya conservación Estados Unidos estaba dispuesto a luchar, dada su implicación en el mismo, y es tambien extremadamente dudoso que los norcoreanos hubiesen cruzado el paralelo sin antes sentirse seguros de la aprobación de los rusos. Kim Il Sung, primer ministro de Corea (1948-1972) y presidente (1972-1994 ), había pasado los años de la guerra en Moscú y fue el representante de Moscú para sus tareas. Lo que qui· zá era imprevisible en junio era que la invasión modificaría inmediata y totalmente la actitud adoptada por los estadounidenses en enero, y que, después de todo, Corea del Sur y Taiwan resultarían ser partes del perímetro de defensa. El Consejo de Seguridad se reunió en seguida a petición de Estados Unidos y aprobó, en ausencia del miembro soviético, una resolución exigiendo un alto el fuego y el regreso de las tropas norcoreanas a su lado de la frontera. Se pidió a todos los miembros de la ONU que apoyasen estas medidas e inmediatamente después el presidente Truman dio instrucciones al general MacArthur en Tokio para que apoyase a los sudcoreanos. El presidente ordenó también a la VII Flota que aislase Formosa. Dos días después (el 27 de junio) una segunda resolución del Consejo de Seguridad apelaba a todos los miembros para que ayudasen a Corea del Sur a repeler el ataque de que había sido objeto y para restaurar la paz internacional. Esta resolución actuaba sobre la base, posteriormente puesta en duda por los rusos, de que la lucha entre el norte y el sur era una amenaza internacional, aunque no quedaba claro si era internacional porque el norte y el sur eran dos estados diferentes o porque se consideraba que una guerra reconocida como interna y civil tenía repercusiones internacionales. El 6 de julio, China protestó contra una intervención ilegal en los asuntos coreanos. Al principio, la lucha se inclinó rápidamente en favor del norte. Los sudcoreanos y las fuerzas de la ONU que vinieron en su ayuda fueron empujados hasta la misma punta de la península coreana, pero en septiembre el general MacArthur, que estaba al mando de las fuerzas de la ONU, desembarcó tropas en lnchon, 240 kilómetros al norte, y como resultado de este audaz golpe unidades sudcoreanas y de otras procedencias cruzaron el paralelo 38 en octubre y continuaron hasta la frontera de Manchuria. La guerra parecía haber llegado a su fin. El presidente Truman voló a la isla de Wake para felicitar al general MacArthur y entrevistarse con él. MacArthur expresó su opinión de que ni los rusos ni los chinos intervendrían. Tenía razón con respecto a los rusos, que deseaban mostrar su desaprobación de la guerra, pero se equivocaba con los chinos, que atacaron el 26 de noviembre. Exactamente un mes después atravesaban el paralelo 38 y los sudcoreanos y sus aliados se batían en retirada una vez más. El ataque chino fue un acción de anticipación. Los chinos, que recordaban el ataque japonés sobre su país vía Corea en 1931, tenían razones para sospechar que la nueva potencia americana en Japón estaba a punto de repetir esa actuación. Una serie de factores -la ayuda americana a Jiang de acuerdo con el Acta de Ayuda a China, la visita del general MacArthur a Jiang en Formosa poco después del estallido de la guerra en Corea, el paso de los estadounidenses al otro lado del paralelo 38 en octubre y su aproximación al río Yalu, el debate abierto sobre los intereses estratégicos americanos en las islas del Pacífico y sobre la posibilidad de un regreso a Jiang al continente- se combinaron para alertar al nuevo régimen de Pekín y convencerle de que los estadounidenses querían emprender una campaña anticomunista similar a las intervenciones anticomunistas que habían llevado a cabo sin éxito en Rusia después de la revolución de 1917. De modo que los chinos atacaron primero.

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o 3.2. Corea dividida en Norte y Sur.

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La intervención china alteró la naturaleza de la guerra y provocó un violento debate sobre cómo debía ésta llevarse a cabo. Desde el principio de junio hasta el final de noviembre, la guerra, aunque en uno de los lados estaba siendo librada, fundamentalmente, por los estadounidenses, podía describirse como una expedición punitiva inter· nacional. Después de noviembre se fue convirtiendo cada vez más, en un conflicto chinoestadounidense. El general MacArthur quería que se reconociera este hecho y que se emprendiera una guerra abierta contra China, haciendo uso de los medios militares más adecuados y eficaces. Esto significaba, especialmente, seguir a los aviones chinos a través de la frontera de Manchuria, en lugar de interrumpir la persecución cuando se alcanzaba esta línea de combate, y significaba también bombardear las instalaciones fijas chinas en el río Yalu y en cualquier otra parte. Lógicamente, esta actitud hacia la guerra podía conducir al empleo de bombas nucleares en el mismo corazón de China. Pero las opiniones del general MacArthur no resultaron convincentes en Washington. A los jefes de Estado Mayor les horrorizaba la perspectiva de embarcarse en una guerra con China que podía prolongarse durante años, mientras que el presidente y sus consejeros civiles estaban extremadamente reacios a volver a entrar en la política china (de la que Estados Unidos se había retirado recientemente) y eran perfectamente conscientes de la desaprobación que provocaría prácticamente en todo el mundo semejante aventura. Los aliados de Washington se alarmaron (Attlee voló a Washington para expresar su alarma, especialmente por el posible uso de bombas nucleares en Asia por segunda vez) y los neutrales empezaron a dar al neutralismo una marcada inclinación anti-estadounidense; la desconfianza hacia Estados Unidos en los asuntos mundiales recibió en estos días un estímulo que tardaría en desaparecer. En fecha tan temprana como julio de 1950, Nehm, cuyo gobierno había apoyado las dos resoluciones del Consejo de Seguridad, hizo propuestas a Stalin y a Acheson para poner fin a la lucha. Su intervención fue recibida con simples y escuetas expresiones de cortesía, pero en diciembre, la India y otros países neutrales hicieron un llamamiento a ambos lados para que no cruzasen el paralelo 3S-, y durante ese mes el representante indio en la ONU, sir Senegal Rau, mantuvo una serie de conversaciones en Nueva York con un emisario de Pekín, el general Wu Xiuquan. Este último, sin embargo, abandonó Nueva York antes de finales de año sin que se hubiese conseguido nada; un comité de la ONU para lograr un alto el fuego fue rechazado por Pekín; la hora del~ mediación no había llegado todavía. El 1 de enero de 1951, los chinos lanzaron su segunda ofensiva. Las fuerzas de la ONU fueron rápidamente obligadas a salir de Seúl y un nuevo llamamiento de la ONU al alto el fuego fue rechazado. Pero el avanc.e chino se detuvo. En la ONU, China fue declarada agresora, y en Washington, en marzo, se leyó ante el senado un telegrama del general MacArthur en el que éste urgía a Estados Unidos a que atacasen a China y no se limitasen simplemente a aceptar el restablecimiento del paralelo 38 como línea fronteriza. Éstas eran las alternativas, y tanto la declaración de objetivos de la ONU como el arbitraje de la guerra favorecían la segunda. Pero ahora les tocaba a los chinos el tumo de retirarse; la ONU recurperó Seúl el 14 de marzo y los sudcoreanos cruzaron el paralelo 38, una vez más, el día 25. El general MacArthur aprovechó la oportunidad para lanzar, por su propia iniciativa, un perentorio desafío a sus adversarios para que aceptasen un armisticio, acom· pañado de una amenaza implícita de represalias masivas si no lo hacían. El desafío fue ignorado y el presidente Truman advirtió a MacArthur que se había excedido en sus atri· buciones y había llevado a cabo una política no aprobada por su gobierno y su comandante en jefe; se le dijo que se limitase a sus asuntos. Como respuesta, el general trató, una

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vez más, de apelar al Congreso y al pueblo de Estados Unidos pasando por encima de sus superiores militares y civiles. Envió una carta al líder republicano en la Cámara de Representantes, Joseph W. Martín, que fue leída en el Cámara y que recomendaba las más ené1gicas medidas contra China, incluyendo el uso de las tropas de Jiang. El 11 de abril fue destituido por el presidente Truman. La dramática destitución del general MacArthur produjo tal agitación que su significación no fue asimilada de inmediato. Lo que significaba era que la guerra de Corea tenía que finalizar por la vía del compromiso y la mediación. El gobierno estadounidense rechazó la alternativa de una victoria completa que sólo se podía conseguir con la derrota militar de China. Aun así, transcurrieron más de dos años de lucha y negociaciones antes de que se firmase finalmente un armisticio en julio de 1953, más de tres años después del act~ de agresión inicial en junio de 1950. El desarrollo y la conclusión de esta guerra pueden ser sucintamente narrados. Nuevos ataques chinos tuvieron lugar en abril de 1951, pero fueron pronto detenidos y ambos ?andos comenzaron a tantear el terreno en busca de una tregua. Unas declaraciones del miembro soviético del Consejo de Seguridad, J. A. lvj:alik, emitidas por radio en Estados Unidos a finales de junio, condujeron a unas negociaciones para la tregua que comenzaron en Kaesong en julio y luego fueron trasladadas a Panmunjon. Estas negociaciones fueron tediosas, largas, infructuosas y se vieron entorpecidas por los temores a una reanudación de las operaciones a escala total y por acusaciones contra los estadounidenses de recurrir a la guerra bacteriológica. El problema más complejo era el de la suerte que correrían los prisioneros de guerra; se decía que muchos de los que habían caído en manos sudcoreanas no deseaban regresar al norte, pero finalmente se firmó un acuerdo de intercambio o canje en junio de 1953 (poco después de la muerte de Stalin, aunque no puede probarse de forma terminante ninguna conexión entre ambos hechos). Syngman Rhee echó entonces a perder el acuerdo, al liberar a los prisioneros en vez de entregarlos a los norcoreanos, después de lo cual los chinos lanzaron una importante ofensiva. A pesar d~ estos episodios turbulentos, se firmó un arinisticio en junio. La conferencia de Ginebra que comenzó en abril de 1954 no consiguió adoptar un acuerdo final, y entonces Syngman Rhee fue a Washington para tratar de persuadir a Estados Unidos de que autorizara una invasión conjunta de China por parte de los surcoreanos y las fuerzas de J iang Kaishek. Argumentó que el régimen de China estaba al borde del colapso, pero no logró que el Congreso, Eisenhower o Dulles se pusideran de su lado. En el transcurso del año siguiente, las tropas estadounidenses y chinas fueron gradualmente retiradas. Corea continuaba dividida en dos, pero estaba claro que la guerra había terminado. En el año 1954 tuvieron lugar acontecimientos decisivos para la historia posbélica de Asia. La conferencia de Ginebra, aunque no logró llegar a un acuerdo sobre Corea, demostró que el país volvería a la situación imperante en 1949, dividido en dos y liberado de la ocupación extranjera. El mismo año, Estados Unidos decidió no intervenir en Dien Bien Phu. Pero también en el mismo año firmaron tratados con Pakistán y con Japón, y crearon la SEATO. La aceptación del statu qua en Corea y la negativa a comprometerse en una guerra en Indochina no suponían una retirada estadounidense de Asia. Durante los once años siguientes -hasta el comienzo, en 1965, del ataque estadounidense a Vietnam del Norte- Estados Unidos trató de desempeñar un papel importante en Asia oriental y sudorienta! desplegando, pero no utilizando, su poderío militar. El principal objetivo de la política estadounidense era detener el avance territorial del comunismo, que iba consi-

guiendo triunfos por medio de conquistas o subversiones. En Corea, la agresión no había conseguido anexionar Corea del Sur a una mitad norte comunista, pero en opinión de los estadounidenses el comunismo estaba haciendo peligrosos progresos en otros lugares de Asia por medio de la subversión. En realidad, el caso contrario estaba teniendo lugar en Malasia, donde el curso de los acontecimientos se volvía contra los insurrectos comunistas, pero el crecimiento del poderío chino, apoyado todavía por entonces por la ayuda soviética, hizo que Washington temblase por los estados sucesores en Indochina y por Indonesia. La política estadounidense era así pues antichina porque China se había convertido en la fuente de una nueva ola de comunismo, y por la misma razón era ideológica, al afirmar que la virtud se encontraba del lado de los que estaban en contra del comunismo y acusar de perversidad a todos aquellos que rehusaban luchar por la causa justa, o al menos apoyarla. · Los acontecimientos de los primeros años cincuenta reforzaron y prolongaron los vínculos americanos con lo que quedaba del Kuomintang. Cuando estalló la guerra de Corea, Truman encomendó a Jiang Kaishek la tarea de mantener al nuevo régimen chino alejado de Taiwan y Pescadores. En vista de la total incapacidad naval china, esta tarea era fácil de cumplir, pero implicaba a Washington en una línea de acción que no contaba con la aprobación de sus principales aliados europeos y contenía una embarazosa ambigüedad. Cuando Jiang fue expulsado del continente, conservó el control de algunas pequeñas islas de la costa. ¿Cubría el manto protector estadounidense estas islas al igual que la propia Taiwan? La pregunta, que venía a ser una pregunta sobre el alcance de los compromisos no escritos de Washington hacia Jiang, se convirtió hasta cierto punto en una pregunta acerca de la firmeza de Estados Unidos después de las vacilaciones de Dien Bien Phu, y fue frecuentemente discutida en ténninos de si estas islas eran o no necesarias para la defensa de Taiwan. Las islas cercanas a la costa eran las Tachen, Quemoy y las Matsu, situadas frente a Amoy y Foochow y formando una pantalla cercana a la costa similar a la avanzadilla que las islas Pescadores proporcionaban a Taiwan al otro lado del Estrecho de Taiwan. En 1954, Pekín comenzó a elaborar y emitir resoluciones a favor de la liberación de Taiwan, lo que provocó réplicas de Washington manifestando que cualquier intento de atacar Taiwan tendría que contar con la flota estadounidense. En septiembre, los chinos empezaron a bombardear Quemoy como respuesta, aparentemente, a la creación de la SEATO por el Pacto de Manila. El Kuomintang contraatacó, y durante varias semanas esta serie de ataques y contraataques pareció indicar el comienzo de un enfrentamiento más serio. En noviembre, trece aviadores americanos, capturados durante el invierno de 1952-1953 cuando su avión cayó en Manchuria, fueron condenados en Pekín a penas por espionaje que iban desde cuatro años de cárcel hasta la pena de muerte, y en diciembre, Estados Unidos y el Kuomintang firmaron un nuevo tratado que declaraba que la defensa de Taiwan y Pescadores era un interés común. La cuestión de si la retención de Quemoy y las Matsu era o no esencial para la defensa de Taiwan y Pescadores es algo que no se mencionaba. En 1955, Jiang, atacado desde el continente, abandonó las Tachen. Los chinos estuvieron de acuerdo en recibir una visita de Hammarskjold, que se autoinvitó a conversar en Pekín sobre los aviadores estadounidenses, pero la conferencia en la cumbre de Ginebra en el verano de 195 5 hizo que los chinos atizasen la crisis. En julio iniciaron otro importante bombardeo de Quemoy. Al parecer, los estadounidenses habían decidido mientras tanto -ya por motivos estratégicos o por motivos de política general- que no debía cederse más territorio. El nuevo bombardeo sirvió para

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dejar clara esta resolución, y después de que su efecto, como el del que le precedió, se desvaneciese, tuvo lugar un período de relaciones más fáciles entre chinos y estadounidenses, marcado por intercambios en Ginebra, conferencias diplomáticas en Varsovia y la liberación de los prisioneros estadounidenses. A mediados de 1958 se habló incluso del reconocimiento de Pekín por parte de los estadounidenses, pero una declaración de Washington en agosto mostró que la administración Eisenhower-Dulles no tenía previsto dar semejante paso &ta declaración vino inmediatamente seguida de un nuevo bombardeo de Quemoy. Durante el período de calma de 1955-1958, Jiang introdujo tropas en Quemoy hasta que alrededor de una tercera parte de todas sus fuerzas estuvieron estacionadas justo al lado del continente. En septiembre de 1958, Pekín exigió la rendición de las islas, y se encontró con una declaración de Dulles en el sentido de que los estadounidenses lucharían para proteger Formosa, y otra de Eisenhower en la que calificaba a Quemoy y las Matsu de necesarias para la defensa de aquélla. Las escoltas estadounidenses para las tropas de Jiang s~ situaron a pocas millas de la costa. Se temía una guerra. Los aliados de Washington y sectores de la opinión estadounidense se alarmaron, y al cabo de unos días la crisis que· dó reducida por la reanudación de las conversaciones diplomáticas chino-estadounidenses en Varsovia. Por impopular y arriesgada que hubiera sido la política de Dulles (al uti· lizar, por ejemplo, el poder militar para realizar amenazas políticas}, había logrado durante estos años el objetivo de mostrar que la decisión estadounidense de no intervenir en Indochina en 1954 no significaba que no existiese la voluntad de hacerlo. Esta determinación quedaría aún más patente y enfatizada en Vietnam, donde los estadounidenses ayudaron primero económica y militarmente al régimen anticomunista, y luego se mezclaron directamente en una guerra en el continente asiático. Pero el hecho de que los estadounidenses se involucraran en esta guerra cambió la naturaleza de su poder y de su política en el Extremo Oriente. La derrota de Japón en 1945 había proporcionado a Estados Unidos el dominio absoluto del Pacífico. El conflicto entre Truman y MacArthur y su resultado demostraron que el dominio del Pacífico, reforzado como esta· ba por guarniciones en las islas japonesas y Filipinas y por la alianza con Australia y Nueva Zelanda (que, concertada en 1951, era el precio del consentimiento de estos paí· ses al tratado de paz con Japón), seguía siendo la base de la política estadounidense. Pero el fracaso del intento francés de reanudar su imperio en Indochina, que se produjo, además, después del triunfo de los comunistas en China, condujo a &tados Unidos hacia una nueva política de dominación en Asia más que en el Pacífico. Los conflictos de la China comunista con Estados Unidos coincidieron justamente con el declinar de sus relaciones con la URSS en el transcurso de las querellas que se desa· rrollaron a finales de los cincuenta y fueron notorias en los sesenta. Una de las canse· cuendas más importantes de la muerte de Stalin fue el choque de los temperamentos incompatibles de Kruschev y Mao, que se sobrepusieron encima de los divergentes inte· reses de los imperios ruso y chino y que se exacerbaron a causa de la disputa doctrinal. Cuando Mao visitó a Stalin en 1949, había en este encuentro un elemento de reve· rencia del líder chino hacia el hombre que formaba ya parte de la mitología soviética junto con Marx, Engels y Lenin, y que era por tanto mucho más que un simple líder ruso. El poder de Stalin había durado un cuarto de siglo, su prestigio había aumentado enor· memente con la Segunda Guerra Mundial¡ era una figura legendaria, algo más que un hombre mortal, algo parecido a un longevo y afortunado emperador chino. Mao, sin embargo, estaba disgustado con la URSS desde poco antes de los primeros encuentros

anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y, si no aún en 1949, se mostró dispuesto a encontrar algo sobrehumano en sí mismo. Cuando Stalin murió en marzo de 1953, en principio no hubo acuerdo en la URSS sobre quién sería su sucesor, e incluso existió la efímera opinión de que no podría tener un sucesor único. Un Stalin compuesto -Bulganin/Kruschev- sustituyó rápidamente al gobierno de comité del intervalo Malenkov, y en 1954 el tándem visitó Pekín. Kruschev surgió entonces como el nuevo autócrata ruso, y muchos dieron por hecho que era ipso facto también el jefe del comunismo mundial. Para Mao, sin embargo, esto no era tan evi· dente¡ no había ninguna norma que dijese que el líder del comunismo mundial tenía que ser ruso, ni tampoco había ninguna predisposición en la mente erudita de Mao para aceptar a un bullicioso jefe político en esa función. Durante su visita a Pekín en 1954, Kruschev no había conseguido establecer con Mao ni una relación jerárquica ni una relación personal. Durante un tiempo, las relaciones se mantuvieron estables. China necesitaba todavía la ayuda económica y técnica de la URSS, y seguía siendo consciente de la necesidad de ayuda militar, necesidad que se había hecho dramática tras el estallido de la guerra de Corea. Los soviéticos continuaban ayudando a los chinos a modernizar su ejército¡ el Cuarto Ejército de Tierra chino que había entrado en Corea en 1950 formaba parte de las fuerzas que habían derrotado al Kuomintang y que los chinos deseaban a toda costa transformar en un instrumento más moderno. Los rencores y resentimiento -la sensación, por ejemplo, de que los rusos habían hecho muy poco para ayudar a los comunistas chinos antes de que tomaran el poder- quedaron relegados. En 1954, cuando la guerra de Corea había llegado claramente a su fin, los rusos abandonaron Port Arthur y entregaron a China sus instalaciones, dos años después de la fecha establecida en el tratado ruso-chino de 19.50. También transfirieron a China su participación del 50% en las compañías con· juntas creadas en 1945 para la explotación de petróleo, metales no ferrosos y una aviación civil en Jinjiang y para la construcción y reparación de barcos en Dairen. Por último, concertaron nuevos acuerdos para conceder ayuda económica y técnica en forma de créditos financieros, técnicos cualificados y conocimientos científicos. El deterioro de las relaciones chino-rusas comenzó hacia 1956 y alcanzó graves pro· porciones en los dos años siguientes. En el XX Congreso del Partido Comunista soviético en febrero de 1956, Mikoyan, seguido por Kruschev, emprendió la demolición de la memo· ria de Stalin. La desestalinización afectaba a puntos doctrinales en los que Mao podía, con justicia, exigir ser escuchado, pero no se le consultó y tal vez se sintió ofendido por la arra· gancia de los soviéticos, que evidentemente daban por sentado que tales asuntos podían resolverlos ellos solos. Kruschev era aún una figura nueva, o al menos todavía no canso·· lidada en su reciente apogeo, y hubiera sido cuanto menos conveniente para él consultar a alguien de mayor edad como Mao. En asuntos exteriores, Kruschev estaba dando también muestras de una peligrosa falta de seguridad. Una de sus primeras iniciativas había sido poner fin a la ruptura con Yugoslavia. La postura china hacia Yugoslavia fue ambigua y vacilante en los últimos años cincuenta. Por un lado, la independencia de Yugoslavia con respecto a Moscú era del agrado de los chinos¡ por otro lado, sin embargo, los yugos· !avos mantenían ideas heréticas. En principio pudo parecer que la independencia preva· lecía sobre las herejías, pero a partir de 19.57, aproximadamente, las herejías empezaron a parecer a los chinos más graves, especialmente cuando la independencia se hizo menos pronunciada y Moscú se inclinó hacia una política de coexistencia con Yugoslavia, de pac· tar con el diablo cuando fuese necesario, una política que los chinos --comprometidos en

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una postura antiamericana- consideraban censurable, inoportuna y estúpida. Además, en 1955, Bulganin y Kruschev pusieron de manifiesto su apoyo a países no comunistas --especialmente asiáticos- con sus visitas a la India, Birmania y Afganistán. Las dudas de los chinos se vieron reforzadas a continuación cuando, hacia finales de 1956, tuvieron lugar revueltas primero en Polonia y luego en Hungría. En opinión china, los rusos no supieron responder adecuadamente ante ninguna de ambas situaciones de emergencia. En el caso de Polonia, los chinos intervinieron en favor del comunista Gomulka, más independien· te, y contuvieron a los rusos evitando que utilizasen fuerzas militares; en el caso del levantamiento anticomunista húngaro, exhortaron a los rusos para que no retirasen sus tropas prematuramente. Pero estas discrepancias no eran muy graves, y al año siguiente los chinos ya estaban aconsejando a los polacos que fuesen más dóciles con los soviéticos. En 1957, en un nuevo acuerdo sobre ayuda técnica, Kruschev prometió a China (según afirmaron los chinos más tarde) muestras de material nuclear e información sobre la construcción de armas nucleares. Éste fue, además, el año en el que los rusos perfeccio· naron el primer misil intercontinental y lanzaron el primer sputnik. El mundo entero éxtrajo conclusiones exageradas de estos éxitos. Se pensó que los soviéticos estaban adelantando a los estadounidenses, o que quizá lo habían hecho ya, y los chinos esperaban que Kruschev explotase esta maravillosa ventaja. Los comunistas contaban con una superioridad numérica desde hacía tiempo; ahora estaban también a la cabeza en lo referente a tecnología. El viento del este, en frase de Mao, predominaba sobre el del oeste. El arsenal nuclear soviético podía utilizarse para poner a los estadounidenses contra la pared, mientras los estados comunistas ayudaban a sus amigos a llegar al poder en el mundo subdesarrollado; en Asia, África y Latinoamérica se produjeron movimientos revolucionarios anhelantes de sacudirse el yugo del imperialismo capitalista con la ayuda, fundamentalmente, de los chinos, cuyas experiencias propias entre 1922 y 1949 les habían enseñado mucho -más de lo que nadie sabía- sobre la estrategia de la revolución en países pobres, atrasados y agrícolas. Los chinos, que se preparaban para el Gran Salto Adelante y su segundo plan quinquenal, pensaron que podían también llevar a cabo un nuevo intento de tomar Quemoy y hacer sentir su presencia en los asuntos del mundo comunista y de Asia. Había varios puntos en el análisis chino con los que ni Kruschev ni al menos algunos de sus principales colegas estaban de acuerdo. Es muy posible que fueran ellos las únicas personas en el mundo que sabían en aquel momento que el sputnik soviético no había colocado a la URSS por delante de Estados Unidos, por lo que no creían que pudieran inmovilizar a Estados Unidos con una amenaza de aniquilación nuclear. Hasta cierto punto, se encontraban atrapados en las redes de su propio alborozo, puesto que cuanto más exagerasen sus éxitos técnicos, más motivos habría para suponer que habían conseguido una libertad de actuación en los asuntos internacionales mucho mayor de la que real· mente tenían. Mientras los chinos les creían capaces de evitar la guerra nuclear, ellos la temían. Los chinos pensaron que los logros de los soviéticos habían hecho la guerra nuclear mucho más improbable y que, por tanto, las potencias comunistas podían permitirse llevar a cabo políticas más arriesgadas. También mantenían la postura marxista ortodoxa de que la guerra tendría que estallar algún día de una forma u otra porque el imperialismo la hacía inevitable. La visión de la guerra de los rusos había cambiado, y ese cambio se debía más a que abordaban el tema desde un ángulo diferente que a una revisión radical de sus doctrinas. Habían suavizado la doctrina básica de la inevitabilidad de la guerra, no tanto por razones

de pura lógica como porque su temor y su conciencia de las terribles consecuencias del uso de armas nucleares les había llevado a desechar una creencia tan siniestra; pensaban espe; cíficamente en la guerra nuclear, y no en la guerra en general. El peligro nuclear también les hacía diferir de los chinos en su enfoque de las guerras no nucleares: tanto Moscú como Pekín apoyaban guerras de liberación nacional, pero Moscú estaba más preocupada que Pekín por los riesgos de una escalada que desembocase en una guerra nuclear, y era, por tanto, más cautelosa en cada caso particular. Estas divergencias eran una consecuencia más de la muerte de Stalin, la cual, en éste y en otros asuntos, desencadenó un contenido debate en el interior de la URSS. En marzo de 1954, Malenkov había afirmado que una guerra mundial podría destruir toda la civilización; durante su mandato é:omo primer ministro, hizo hincapié en la estupidez inherente a la guerra al tiempo que llevaba a cabo su políti· ca de aumentar el abastecimiento de bienes de consumo. Kruschev, durante el tiempo en que estuvo en competencia con Malenkov, le atacó por derrotista y por preconizar la coexistencia con los capitalistas y propuso una firme política de desarrollo y fortalecimiento del poderío soviético. No obstante, cuando él mismo pasó a ocupar el cargo de primer ministro, se propuso limar las asperezas de la guerra fría porque la URSS era inferior a Estados Unidos en materia de tecnología y porque encontró a las fuerzas soviéticas mal organizadas. En el XX Congreso del Partido Comunista, afirmó que la guerra no era inevitable y que podría no ser esencial para el triunfo del socialismo en todo el mundo. Esta opinión se repitió en la declaración emitida en noviembre de 1957 al final de la conferencia de partidos comunistas (incluido el chino) que tuvo lugar en Moscú, y desde este momento la discusión pareció deribar hacia la cuestión de si toda guerra y no sólo la guerra nuclear, se había vuelto improcedente. En 1958, no obstante, la opinión china de que el viento del este predominaba sobre el del oeste convirtió un debate teórico en una cuestión táctica candente, en la que los chinos esperaban que los soviéticos iniciasen una acción enérgica incompatible con la orientación general del debate desde 1953. Al mismo tiempo surgió otro motivo de disputa. En general, los rusos y los chinos se mostraban de acuerdo en la necesidad de apartar a Asia, África y Latinoamérica del campo capitalista, pero discrepaban acerca de los medios para conseguirlo. Los chinos, resueltos a multiplicar el número de estados con régimen comunista, querían ayudar sólo a movimientos comunistas, mientras que los soviéticos, adoptando la actitud más pragmática de que cualquier régimen antioccidental era ventajoso, estaban dispuestos a ayudar a movimientos revolucionarios burgueses allí donde los comunistas no existiesen o tuvieran escasas posibilidades de obtener éxito. En la conferencia de partidos comunistas de diciembre de 1960 en Moscú, esta discrepancia quedó temporalmente superada gracias a la adopción de una fórmula de compromiso: se ayudaría a las democracias burguesas si evolucionaban en una dirección socialista. La alianza ruso-china, que ya se había visto deteriorada por los recelos y las fricciones de 1956-1957, se trastornó por completo en los dos años siguientes, durante los cuales la URSS se mostró indiferente hacia los intereses vitales chinos, o incluso hostil hacia ellos. La inmunidad de Jiang en Taiwan bajo la protección de la VII Flota americana era una afrenta contra la que Pekín no podía, en realidad, hacer nada, puesto que no poseía una flota propia, pero el hecho de que Jiang estuviese en posesión de Quemoy y las islas Matsu, emplazadas justamente junto a la costa china, era una provocación menos soportable y también menos irremediable. La decisión de Pekín de conseguir las Quemoy y las Matsu mediante una política de tira y afloja falló repetidamente porque Dulles no perdió la calma, y parte de este fracaso Pekín lo achacó al poco entusiasta apoyo de Rusia. Los rusos, al

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mismo tiempo que simpatizaban con el sentir de Pekín hacia los territorios chinos no recu· perados, se mostraban muy cautelosos con los conflictos del Pacífico y decididos a no ver· se empujados a una guerra por la reconquista de Taiwan. Rehusaron constituir un mando conjunto para el Extremo Oriente e hicieron exigencias que venían a ser, a ojos de los chi· nos, usurpaciones inadmisibles de la soberanía china. Parece que Kruschev estuvo dispues· to a establecer bases nucleares en China, pero sólo con la condición de que fuesen sovié· ticas y de que no hubiese ningún dedo chino en el gatillo. Al parecer, algunos líderes chinos, incluyendo al ministro de Defensa, el mariscal Peng Dehuai (P'eng Teh-huai), con· sideraron que valía la pena pagar ese precio, pero prevaleció la opinión contraria, el maris· cal Peng fue destituido y el intento ruso (si es que era tal) de crear en Asia oriental el mis·· mo tipo de situación estratégica que tenían los estadounidenses en Europa occidental · fracasó. Para empeorar aún más las cosas, los rusos echaron un jarro de agua fría sobre el Gran Salto Adelante en un momento en que la cooperación soviética era esencial para su éxito, adoptaron una actitud neutral en las disputas de China con la India en 1959, conti· nuaron prestando grandes ayudas a Indonesia a pesar de que Pekín se estaba viendo impul· sada a protestar contra el comportamiento del gobierno indonesio hacia su población chi· na, y se propusieron mejorar sus relaciones con Estados Unidos. Los chinos se veían obligados a hacer una nueva valoración de las actitudes de la URSS y del equilibrio entre las pincipales fuerzas en el mundo. Los acontecimientos que tuvieron lugar en Oriente Medio pudieron muy bien haber contribuido a este replanteamiento. En julio de 1958, la monarquía iraquí fue derrocada y el rey, su tío, su primer ministro Nuri es-Said, y otras personalidades, asesinados. Durante un tiempo, algunos observadores pensaron que los estadounidenses y los británicos empuñarían las armas para luchar contra esta revolución y que comenzaría una guerra de mayores o menores dimensiones. Naturalmente, los chinos estaban muy interesados en estos acontecimientos. Posteriormente, exigieron ser incluidos en cualquier conferencia convo· cada para tratar de la situación, y su bombardeo de Quemoy fue reanudado poco después del golpe de Estado iraquí. Quizá supusieron que los rusos podrían ser persuadidos para que utilizasen la amenaza nuclear contra los estadounidenses, o incluso para que se involucra· sen en una lucha. Si sus consideraciones eran tan optimistas, su desilusión debió ser enor· me cuando se vieron obligados a aceptar, con profunda melancolía, que, por el contrario, los rusos estaban implicados en una conspiración junto con los estadounidenses para dominar el mundo y evitar que China llegase a ser una potencia nuclear. Cuando el mundo se enteró, el 3 de agosto de 19 59, de que Kruschev iría a Estados Unidos y se entrevistaría con Eisenhower en Camp David, los chinos dedujeron que Kmschev había rechazado las tesis de Pekín de que la URSS debía emplear su fuerza más que negociar con ella. Aunque había habido algunos indicios de respaldo chino a la política de Kruschev, un cambio de mentalidad en Pekín, coincidente con cambios en la cús· pide del Partido Comunista chino, dio lugar a un tono inequívocamente duro hacia Estados Unidos y a advertencias contra la ingenua inexperiencia de aquellos que imagi· naban que era posible pactar con el enemigo imperialista. El espCritu de Camp David no era compartido por los líderes chinos¡ pero además, las negociaciones de Camp David parecían dejar de lado los intereses chinos, como si China no fuese más que un impedimento para un acercamiento entre rusos y estadounidenses. En octubre, poco después de su regreso de Estados Unidos, Kruschev fue a Pekín, en una visita que tuvo el resultado sin precedentes de no dar lugar a comunicado alguno. Si sus anfitriones le preguntaron qué es lo que le había dicho a Eisenhower sobre Taiwan, es improbable que obtuviesen

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una respuesta aceptable, y ya en el nuevo año tanto el ministro, de Asuntos E.xteri~r.es como el primer ministro de China hicieron declaraciones que veman a ser una af1rmac1on de su falta de confianza en la política exterior y en la forma de proceder de Kruschev. En una reunión del Presidium del Consejo para la l>az Mundial (una organización de partí· dos comunistas) en enero de 1960 en Roma, la delegación soviética atacó a China, y en una conferencia comunista que se celebró en febrero en Varsovia los chinos estuvieron sólo como observadores, a pesar de que Mongolia Exterior y Corea del Norte participaron plenamente. En abril, el 90 aniversario del nacimiento de Le~,in proporcionó a ambos lados una ocasión para exponer sus opiniones con toda profus1on de detalles, y una po· derosa campaña propagandística china sacó a la luz la disputa. M~o, ya .casi ret~r~~o, reapareció para hacer cinco declaraciones distintas explicando la actitud chma y refmen· dose con desdén al disparate de confiar en los estadounidenses. Los chinos tenían, sin duda, la esperanza de hacer cambiar de actitud a Kmschev o derribarle, y es posible que el líder soviético, que se preparaba par~ la conferencia en l~ ~um· bre de París de mediados de mayo, corriese algún peligro. El Soviet Supremo se reumo el 5 de mayo, hubo una reorganización en el secretariado del partido, y corrieron rumores de escisiones e intrigas. Pero Krusc:hev fue a París y, a pesar del incidente del U-2 y del fracaso de la conferencia, reiteró su creencia en la coexistencia pacífica a su regreso Ydespués de él. En un cónclave comunista celebrado en Bucarest en junio, Kruschev atacó personal· mente a los chinos en el curso de una reunión que se suponía que debía restablecer la armonía, y en agosto se ordenó a los técnicos soviéticos que se enco~tra~an en ~hina, cuyo número era aproximadamente de unos 12.000, que hicieran el equipaje y volviesen a casa, trayendo consigo los proyectos en los que habían estado trabajando. Este acto amargamen· te hostil coincidente con las difíciles circunstancias internas de los años de la gran cares· tía, les p~reció a los chinos que equivalía a una invitaci~n a los estadou~i~enses para i~va­ dir China y al Kuomintang para provocar un levantamiento c~ntra el r~g1men comun.1sta. La correspondencia y la propaganda continuaron con creciente acntu~ y, en nov1em· bre de 1960, ochenta y un partidos comunistas asistieron a otra conferencia general cele· brada en secreto en Moscú para mitigar las discordias. Después de un debate lleno de insultos, esta reunión emitió un comunicado que intentaba cubrir con un velo demasía· do fino una grieta demasiado profunda. La mayoría de los part'.cipantes se .m~straron ~ar· tidarios de las tesis soviéticas. Para entonces, la alianza ruso-chma ya no ex1sua Yla solidaridad doctrinal era una farsa. La retirada de los técnicos rusos significaba la cancelación de la cooperación económica iniciada inmediatamente después del establecimiento de la República Popular China, y el acercamiento de Kruschev a Eis~nhower. había revelado los estrictos límites del apoyo soviético a China en asuntos extenores. El mtento de llevar a cabo una alianza ruso-china en cuestiones internacionales se había estrellado contra la política estadounidense de Kruschev. . . . Pero al final de 1964, Kruschev fue derrocado, y el segundo tnunv1rato que se hizo car· go del poder ad ínterim (al igual que el liderazgo colectivo que se conf~guró tras ~a mue.r· te de Stalin) intentó una reconciliación. Kosiguin fue dos veces a Pekm. Los chmos, sm embargo, rehusaron asistir a una conferencia de partidos comunistas en mayo de 1965 e.n Moscú, y como consecuencia frustraron los planes de Moscú de celebrar una conferen~ia comunista de carácter mundial. La embajada rusa en Pekín fue atacada en 1967, Y al ano siguiente Pekín condenó la invasión rusa de Checos~ovaquia y la doctrina de Bremev sobre el derecho y el deber de la URSS de actuar fuera de sus fronteras en defensa del socialismo y del bloque socialista en conjunto. En 1969 tuvieron lugar incidentes en el río

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Ussuri, donde la posesión de unas pocas islas había sido durante mucho tiempo motivo de discusión (aunque no muy acalorada). Se produjeron algunas muertes, y se habló de la posibilidad de un ataque preventivo de la URSS contra China antes de que su capacidad nuclear alcanzase proporciones disuasorias. Si dicha posibilidad, de la que se hablaba en el mundo entero, fue considerada o no en el Kremlin es algo que todavía se desconoce. En 1969-1970 tuvieron lugar unas negociaciones en Pekín a las que la URSS envió a uno de los oficiales más veteranos y capaces de su Ministerio de Asuntos Exteriores, y que fueron extensas pero improductivas ( ... ),y las conversaciones retomadas en 1979 fracasaron por culpa de la invasión rusa de Afganistán (con la que China es fronteriza). En Washington, Nixon había decidido desechar la política de las dos Chinas si ello era necesario para restablecer las relaciones con Pekín, anulando así uno de los principios básicos de la política estadounidense. En la conferencia de Ginebra de 1954, Zhou había propuesto que se llevasen a cabo convi;rsaciones para la reducción de las tensiones. Una primera reunión tuvo lugar en Ginebra en agosto de 1955, después de que China liberase a once aviadores estadounidenses que habían sido capturados, pero el reconocimiento de Taiwan como un Estado separado e independiente por parte de los estadounidenses resultó ser un obstáculo insuperable y Estados Unidos. interrumpió las conversaciones a finales de 1957. Fueron reanudadas en Varsovia, al año siguiente, y Estados Unidos comenzó a dar visados a reporteros estadounidenses que querían ir a China, pero la crisis de tres meses que se produjo a causa de las islas de Quemoy y Matsu vino a congelar las posturas por ambas partes. En 1960, Zhou propuso un pacto de no agresión en el Pacífico. Durante varios años se produjo un estancamiento, aunque se mantuvieron contactos. En 1966, el secretario de Estado estadounidense, Dean Rusk, afirmó que Estados Unidos no intentaría derrocar al gobierno de Pekín por la fuerza, pero, cualquiera que fuese la interpretación que Pekín diese a esta muestra estadounidense de desaprobación de la perseverante actitud de Jiang, la guerra de Vietnam puso fin a cualquier mínimo indicio de relaciones normales entre Pekín y Washington hasta que la retirada estadounidense del sudeste asiático reprodujo la situación creada en los años cincuenta por la tregua de Corea. Los estadounidenses comenzaron a reconocer el fracaso de sus esfuerzos para ser una potencia continental en Asia. En 1971, un equipo estadounidense de ping-pong que había estado jugando en varios países asiáticos fue invitado a China, lo que suponía la primera aparición de este deporte en la política de aleo nivel. Este paso vino seguido de un nuevo relajamiento del embargo comercial estadounidense (ya se había producido un cierto relajamiento en 1969). En julio, el asesor para asuntos de seguridad nacional de Nixon, Henry Kissinger, fue en secreto a Pekín, y se reveló entonces que el propio Nixon iría al año siguiente. Ésta era una noticia sensacional, y la visita de Nixon, debidamente llevada a cabo con la asistencia del secretario de Estado William Rogers, marcó el inicio de una serie de visitas de otros altos cargos deseosos de hacer las paces con China, reconocerla y comerciar con ella. La distensión entre Mao y Nixon fue una demostración política posible gracias a la conclusión de la guerra de Vietnam, y resultó valiosa para ambos países como un medio de hacer una advertencia a la URSS (en el caso de los estadounidenses, la advertencia de que no dieran por sentada la distensión ruso-estadounidense; en el de los chinos, la de que no creasen problemas en las fronteras chino-soviéticas). Esta demostración no tenía un contenido preciso (y la visita del presidente Ford a Pekín al final de 1975 tampoco le !fio ninguno), pero sirvió para cambiar la visión que las grandes potencias tenían de los asuntos internacionales. Había ahora otra pieza sobre el tablero, una pieza que sirvió para con-

fundir un juego que, según todas las reglas que rigen un mundo bipolar, admitía sólo dos jugadores. En términos militares, no obstante, China continuaba estando muy por debajo del nivel de las superpotencias. No podía tocar a Estados Unidos ni dañar seriamente a la URSS. (El frente chino-soviético había permanecido tranquilo desde los incidentes del río Ussuri en 1969, pero los ejércitos rusos ubicados en Mongolia habían aumentado el número de sus divisiones de 15 a 44). Para 197 5, China habia hecho estallar unas ve in· te bombas atómicas y se calculaba que poseía un arsenal de 300 armas nucleares. Algunas de ellas eran misiles de alcance medio, pero la mayor parte podían ser lanzadas sólo desde aviones con un alca(\ce de 2.500 kilómetros. Para finales de la década, no obstante, había sólidas razones para creer que China poseía no sólo los misiles, sino también los sistemas de lanzamiento necesarios para atacar objetivos del área europea de la URSS. China estaba decidida a llegar a ser una potencia nuclear independiente y pretendía convertirse en el líder de una nueva internacional de los desvalidos. Zhou Enlai, que a partir de la Conferencia de Bandung de 1955 había fortalecido cada vez más la posición diplomática de China en Asia, realizó una serie de visitas a países africanos en 19631964. La exclusión de China de las Naciones Unidas, donde el asiento específicamente asignado a China continuaba estando ocupado por el Kuomintang, pudo haber contri· buido a su deseo de hacer valer su derecho a desempeñar un papel dominante fuera de la ONU y desafiante con respecto a sus principales miembros, aun cuando sus gastos de defensa relativamente modestos y sus esfuerzos por conseguir un desarrollo industrial hacían de China una futura potencia más que una potencia con la que hubiese que contar en el presente. Lo que China consiguió en estos años de duro trabajo fue proyectar una imagen tan amenazadora de su futuro poder que hizo que el mundo la tomase muy en serio en el presente, e incluso la temiese más que a cualquier otro país. Este temor no era sólo resultado de la hábil diplomacia china; era también producto del misterioso halo que envolvía a China como consecuencia de la determinación del mundo exterior de tratarla no ya como a un país diferente, sino ajeno a ese mundo. Era un producto, en particular, de la confusión que rodeaba a la actitud china hacia la guerra nuclear y la creencia de que los líderes chinos contemplaban la posibilidad de una guerra de ese tipo con tran· quilidad porque la vasta extensión de China y su escaso número de grandes ciudades le pennitirían sobrevivir a un ataque nuclear. Los chinos eran en realidad perfectamente conscientes de que una guerra nuclear sería un desastre universal y de que China y el Partido Comunista chino estarían entre las víctimas, y aunque se aferraban a la tesis, no inverosímil, de que las guerras eran inevitables, no parecían considerar la guerra nuclear como inevitable. Como otros, esperaban evitar una guerra nuclear con una política de disuasión, pero, a diferencia de otros, no podían, en los años cincuenta y sesenta, llevar a cabo su propia política de disuasión. Tenían que confiar en que los rusos disuadieran a los estadounidenses, y llegaron a creer que los rusos, posiblemente por temor o animosidad hacia China, estaban abandonando este papel fundamental. En este período, China estuvo expuesta a amenazas nucleares o a una guerra preventiva de la misma forma que la URSS lo había estado entre 1945 y 1949. En esta situación, los chinos, como los rusos antes que ellos y sin tener en cuenta si sus intenciones finales eran malévolas o pacíficas, tuvieron que recurrir a fuerzas de disuasión menores, no nucleares, al tiempo que tenían cuidado de evitar cualquier provocación a una potencia nuclear, que hubiera podido ser desa~trosa. Desafiaron y abandonaron al mayor de los estados no nucleares de Asia, la India, y se pusieron de acuerdo con países menores que podrían de otro modo haber sido inducidos a integrarse en un campo ene-

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migo. Después de tomar el Tíbet porque podían hacerlo y de posponer la conquista de Taiwan porque tenían que hacerlo, llevaron a cabo una política de actividad limitada que se adecuaba a su limitada capacidad. La decisión de Vietnam del Norte de tomar parte activa en la guerra del sur fue presumiblemente aprobada por la conferencia de Moscú de ochenta y un partidos comunistas y por el gobierno de la URSS, que no podía resistirse a los llamamientos a la solidaridad comunista y no podía tener ningún inconveniente en aprobar e incluso ayudar a una modesta guerra de guerrillas con posibilidades de resultar molesta para Estados Unidos. Cuando en 1963 Estados Unidos decidió desempeñar un papel dominante en la guerra e inten'sificar las proporciones del combate con el objeto de conservar un Estado vietnamita del sur independiente y hacer una advertencia a los chinos para que no interviniesen, estos últimos, enfrentados a un conflicto entre dos princi- . pios -el principio de que no había que provocar a una potencia nuclear y el principio de que había que apoyar a los movimientos de liberación nacional- optaron por el primero. Este principio dominante quedó posteriormente puesto de manifiesto en Europa. Albania, uno de los pocos amigos de China, recibió poco más que el apoyo retórico que podía esperarse que los rusos estuviesen dispuestos a tolerar. En cualquier caso, los chinos se interesaban por Europa sólo de un modo marginal. Estaban más interesados en África, que presentaba, en su opinión, excelentes perspectivas para la revolución. El tiempo de radiodifusión dedicado a oyentes africanos era incluso· mayor que el destinado a los sudasiáticos, pero los resultados fueron decepcionantes, ya que llegado el momento en que China estuvo preparada para desempeñar un papel verdaderamente importante en los asuntos internacionales, la mayor parte de los movimientos nacionalistas de África ya habían accedido al poder y a la independencia y, resueltos a conservar su poder, adopta· ron una actitud que no era en absoluto insurrecciona! y se mostraron recelosos de una intervención china en sus asuntos. La caída de Ben Bella en Argelia en 1965 fue un revés de especial importancia, similar a la derrota y matanza de que fueron víctimas .los comunistas indonesios en ese mismo año. China era un país en vías de convertirse en una potencia nuclear de carácter regional, pero también un país que buscaba en vano desempeñar algo más que un papel regional. Su surgimiento como una futura gran potencia era un aviso de que el mundo bipolarizado de la guerra fría estaba destinado a ser singularmente efímero. La primera explosión nuclear de China, en octubre de 1964, fue seguida de una segunda en mayo de 1965. Un año después, China hizo estallar la primera arma termonuclear, de un tipo probablemente susceptible de ser utilizado en submarinos (de los que China tenía treinta, recibidos de la URSS). La primera prueba china de un misil dirigido tuvo lugar en octubre de 1966, y la primera bomba de hidrógeno fue explosionada en junio de 1967. China sería pronto una potencia terrible en mil quinientos kilómetros a la redonda; podía esperarse que, a lo largo de la década de los setenta, llegaría a disponer de una amplia gama -si bien en cantidades limitadas- de armas nucleares, y era posible que sorprendiese al mundo, al desarrollar, superando todas las previsiones, un arsenal nuclear submarino para amenazar a Estados Unidos y a Latinoamérica desde el océano Pacífico. Pero, a diferencia de Estados Unidos y la URSS, China no se estaba convirtiendo en el centro de un bloque. No había conseguido arrancar más que unos pocos partidos comunistas, relativamente insignificantes, del cuerpo principal del comunismo mundial, el cual, si tenía que elegir, seguía prefi· riendo a Moscú antes que a Pekín, aunque reduciendo la intensidad del control moscovita; sólo los lejanos e ineficaces albaneses y neozelandeses se ponían fielmente del lado de Pekín. Aparte de eso, China se ganó las simpatías de algunos descontentos en Francia,

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Egipto o Zanzíbar, pero éstos eran países con preocupaciones más nacionalistas que internacionalistas y con motivos de descontento característicos de cada uno de ellos, y no ofre·· cían una base para políticas comunes. Hay siempre una cierta grandeza en el aislamiento. Gran Bretaña, Japón y Estados Unidos ya habían coqueteado en diferentes momentos con sus encantos. La China comunista hizo de su aislamiento una virtud y quitó importancia a los peligros que éste entrañaba, haciendo hincapié en cambio en un futuro remoto en el que acabaría por burlar y desconcertar a las grandes potencias cuya hostilidad tenía que soportar en el presente. China estaba acostumbrada a tener enemigos poderosos. A Gran Bretaña y Alemania les había sucedido en este papel Japón, y a Japón, Estados Unidos en 1945, especialmente des· pués del estallido de la guerra de Corea. La URSS, que a primera vista era un aliado natu· ral, había pasado en el espacio de una década a ser un enemigo, una potencia extranjera de cuya buena voluntad China, equivocadamente aunque por poco tiempo, se había permitido depender en exceso. En esta situación, los dirigentes chinos parecieron inclinarse hacia un nacionalismo aún más intenso del que cabía esperar de medio siglo de impotencia y revolución, y buscar aliento y seguridad en la vasta extensión y la espléndida historia de su país, en su fe en la revolución que habían llevado a cabo, y en una visión optimista de la política mundial. A ojos de los chinos, Asia, África y Lationamérica eran dominios de los revolucionarios y anticolonialistas donde sus principales enemigos -Estados Unidos, la URSS y los países más importantes de Europa occidental-· iban sin duda a encontrar problemas a causa de sus arcaicas actitudes políticas y sus contradicciones económicas. En Europa occidental y América del Norte aparecerían también movimientos revolucionarios similares, en los que la burguesía se vería amenazada y sería finalmente sustituida por el proletariado. Mientras tanto, China debía incrementar y desarrollar sus recursos y -en opi· nión del propio Mao y de algunos de sus colegas- conservar el ardor de su revolución.

RESURRECCIÓN El gobierno de Mao se había comprometido a terminar con la corrupción en los ser· vicios públicos, superar el declive financiero y económico que había agobiado al Kuomintang, convertir a China en una potencia industrial moderna; e introducir refor· mas radicales en el sistema de propiedad de la tierra y en la agricultura. Éstas eran tareas ingentes que requerían dinero, autoridad y paz, y era difícil decir cuál de ellas era la más urgente. La corrupción, el despilfarro y la burocracia fueron atacados en la campaña anti· Tres, que comenzó en Manchuria en agosto de 1951 y se extendió a la totalidad de China dos meses más tarde. A continuación tuvo lugar la campaña anti-Cinco, dirigida contra el soborno, la evasión fiscal, el fraude, el robo de propiedades estatales y la revelación de secretos económicos. Estas campañas parecen denotar, por parte del gobierno, una verdadera preocupación por conseguir la aprobación del pueblo chino y, a la inversa, una idén· tica preocupación por asegurarse de que el pueblo no sólo se comportaría de forma corree· ta, sino que pensaría de forma correcta. Estas campañas se realizaron por medio de mítines públicos, confesiones y purgas. Eran indiscriminadas y se utilizaban para atacar a las cla· ses más ricas o impopulares, tales como los misioneros, los comerciantes y los empresarios privados. Blanco de las mismas fueron también los terratenientes y kulaks, en parte como un reconocimiento de la deuda contraída con los campesinos más pobres que habían ase· gurado la supervivencia y el éxito final de los comunistas. La _!!Xpropiación de las pose ..

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siones de los terratenientes y los kulaks, que comenzó en 1950, se aceleró y se convirtió en algo horrible a causa del pánico que se extendió por China en los primeros meses de la guerra de Corea y se cobró al menos dos millones de víctimas: los recién instalados dirigentes, como los líderes de la Revolueión Franeesa cuando se enfrentaron a los ejércitos de emigrados y poderes hostiles, vivían a la expectativa de un levantamiento contrarrevolucionario que sería apoyado y explotado por Estados Unidos. La colectivización comenzó lentamente en 1951. El ejemplo de la URSS en los años treinta, junto con la inconveniencia de desilusionar y enemistarse con los campesinos que acababan de convertirse en propietarios ocupando el lugar de los desaparecidos terratenientes, recomendaba precaución. En 1953-1954, Mao estuvo enfermo y Gao Gang -el semiautónomo señor de Manchuria, pro moscovita y partidario de la industria pesadatomó temporalmente el mando. (Se suicidó poto después.) A su vuelta, Mao decidió acelerar el ritmo de los cambios, particularmente en el terreno de la agricultura. Después de dos malos años, la cosecha de 1955 prometía ser buena; no quería dejar tranquilos por mucho tiempo a los nuevos propietarios campesinos, por temor a que surgiese de sus filas una nueva clase de kulaks; el primer plan quinquenal, que cubría desde el año 1952 a 1957 (pero que no fue publicado hasta que hubo transcurrido la mitad de su período de duración), fue impelido por el acicate soviético de modo inadecuado, y necesitó un estímulo posterior que sólo podía provenir de la fonnación de brigadas campesinas y la de introducción de métodos más eficientes y una mayor productividad entre el campesinado. El principal objetivo era socavar la resistencia del campesino con respecto al Estado; mientras fuese propietario de su tierra, conservaría la voluntad de lucha, pero tan pronto como la perdiese este espíritu desaparecería de él. En los primeros años, el acceso a la propiedad comunal había sido cuidadosamente preparado por una serie de fases escalonadas, comenzando por la cooperación en tareas específicas y en ciertas épocas; siguiendo con una distribución de remuneraciones basada por una parte en la cantidad de tierras que cada hombre poseyese y por otra en la cantidad de trabajo que realizase; y desembocando en una fase final en la que la propiedad de la tierra sería transferida al grupo comunal (no al Estado), las rerituneraciones se calcularían exclusivamente sobre la base del trabajo realizado, y los asuntos del grupo estarían regulados por reuniones generales y comités elegidos. Desde finales de 1955, esta progresión se aceleró enormemente, y en dos años o dos años y medio estaba casi completada. La rapidez con que tuvo lugar esta vasta revolución económica y social era característica de los métodos y puntos de vista de los nuevos líderes de China, pero también agudizó el malestar y los resentimientos (especialmente entre los campesinos más ricos) que un programa de ese tipo hubiera provocado en cualquier caso. Durante estos años, Mao, cuya rápida colectivización estaba destinada a escandalizar a los más conservadores, también corrió el riesgo de disgustar a la facción más radical al granjearse la amistad de los intelectuales, los cuales, aunque resultaban sospechosos por su educación y modos de pensar occidentales, eran muy útiles para el régimen. Mao, influido tal vez por los acontecimientos ocurridos en Hungría, quería iniciar un debate sincero que llevase a convencer verdaderamente de la corrección de su política. Los intelectuales, no obstante, no se decidían a iniciarlo, incluso después de que Mao, al crear el eslogan de las Cien Flores, prácticamente les instaba a que creyesen que el régimen quería que pensasen por sí mismos y expresasen sus opiniones con más libertad y menos conformismo de lo que se habían atrevido hasta entonces. Cuando la crítica se produjo, resultó ser demasiado exuberante. La inevitable desilusión que estaba erosionando las grandes

esperanzas, e iba minando la confianza y el optimismo generados por la victoria, se había agudizado como consecuencia de la inflación, los problemas laborales y la escasez de alimentos y bienes de consumo, y en esta atmósfera, la esperada discusión sobre cómo progresar dentro del sendero del comunismo se convirtió en una discusión más radical en la que se cuestionaban lo principios básicos del comunismo. Pocos meses después de.la pri· mera mención de las Cien Flores, el debate iniciado por ese eslogan fue abruptamente interrumpido. Lo que siguió a continuación, a principios de 1958 en que dio comienzo el segundo plan quinquenal, fue el Gran Salto Adelante y la enérgica introducción del sistema comunal en el campo y la ciudad. El Gran Salto Adelante (precedido por un Pequeño Salto durante 1956 y 1957, que no tuvo éxito) era un estímulo para que se realizasen mayores esfuerzos, y su principal impulsor era Liu Shaoqi (Liu Shao-chi), un líder de la escuela más impetuosa que sucedió a Mao en el cargo más elevado del Estado al final de 1958, tras la inesperada, y todavía no explicada, retirada de éste de la presidencia. El Gran Salto Adelante era un atajo en el camino hacia una mayor producción. Después de algunos ensayos, se ordenó su implantación en todo el país en el otoño de 1958. Los objetivos principales eran movilizar a los trabajadores, facilitar el acceso de las mujeres a los trabajos industriales, establecer industrias locales anejas a las grandes unidades de producción, y proporcionar a la población rural una introducción elemental a los procesos industriales. Uno de los puntos más divulgados del programa era la fabricación de acero en multitud de pequeños hornos siderúrgicos diseminados por todo el país (un sistema que producía mucho acero pero de poca calidad), pero el punto más importante eran las comunas. Empezaron a formarse a principios de 1958, fueron anunciadas y explicadas en abril, y fueron rápidamente establecidas en todas las áreas rurales, acompañadas de un bombardeo propagandístico concebido para acallar las críticas con una ola de entusiasmo. Se estableció la propiedad comunal y se dijo a los individuos que recurriesen a la comunidad para obtener alimentos, servicio$ y entretenimientos gratuitos. En muchos lugares, los resultados fueron demasiado lejos; incluso las casas, árboles, aves de corral y pequeñas herramientas se convirtieron en propiedad comunal. El enorme tamaño de China hacía que una reforma radical fuese casi imposible, ya que el gobierno central disponía de un mecanismo defectuoso para asegurar que sus deseos se llevaban a cabo de un modo acertado. De hecho, actuó por medio de cuadros, unos aparatos no comunistas que los comunistas incorporaron al sistema de gobierno de China. Estos cuadros eran el vínculo entre el gobierno central y el pueblo. Eran responsables de gran parte de la ineficacia, tosquedad y brutalidad con que se aplicaba la nueva política, pero sin ellos el gobierno se hubiera derrumbado y, por otra parte, no hubiera tenido ningún medio de descubrir el estado de ánimo del pueblo. Desgraciadamente, una serie de desastres naturales, que produjeron carestía, hambre y graves dificultades, intensificaron la ineficacia del Gran Salto Adelante, y el experimento entero, que estaba dirigido a racionalizar e impulsar la producción agrícola, fue abandonado. Fue una testarudez de Mao que careció sobre el terreno tanto del necesario esfuerzo como del necesario entusiasmo, un magno fracaso encubierto durante algún tiempo con falsas declaraciones. Aunque las comunas pervivieron como nuevos elementos de la sociedad y del gobierno, el número de integrantes que las componían disminuyó, y hacia 1960 los pequeños equipos de trabajo agrícola volvían a ser la base de la economía rural. La revolución, por otra parte, había perdido mucho prestigio durante los años de las grandes escaseces. Había agravado, al sobrevalorar considerablemente la producción agrícola, una crisis que era inevitable,

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y había experimentado sin éxito un nuevo sistema comunal del que los rusos, escépticos hacia cualquier plan, se habían burlado de manera explícita, si bien ace~ada. . . En los años sesenta, la revolución comenzó a devorar a sus hi¡os. El grupo dmgente de China se desgarró con una violencia más propia de la URSS que de China, donde las úni~ cas figuras importantes que habían sido depuradas eran Gao Gang en 1954 y Peng Dehuai en 1959 ambos sospechosos de ser excesivamente rusófi!os. El temor a que la labor de su vida est~viese siendo corroída por compromisos y desviaciones burguesas se convirtió en una obsesión para Mao, que se aproximaba al final de su vida. Decidió destituir a todos aquellos dirigentes cuya firmeza y fervor fuesen dudosos y revitalizar al partido y al pueblo volviendo la mirada hacia la juventud. Después de algunos años de reflexión y prepara~ ción, en 1965 r~veló a sus principales colegas sus planes para una revolución cultural, y designó al alcalde de Pekín, Peng Zhen (Peng Chen), para dirigirla. Peng Zhen, no obs· tante, llegó pronto a una total falta de entendimiento con Jiang Qi~g (Chia~g Ching), la tercera esposa de Mao, y fue destituido en algún momento de la primera mitad de 1966. En mayo de 1966, Mao reapareció en público después de un_ re.tiro de seis meses, y ~ocas semanas después la revolución cultural se puso en marcha pubhcamente con una sene de mítines, reuniones, manifestaciones y denuncias y un muy divulgado baño de Mao en el Yangtse, cerca de la capital provincial de Wuhan. Dio la casualidad de que en ese momento se produjo un colapso en el sistema educacional que obligó a las autoridades a cerrar, durante un año, el acceso a la universidad e instituciones similares y enviar a millones de jóvenes a una situación de desocupación temporal. Fueron conv~rtidos en Guardias Rojos, que debían sustituir a la organización de juventudes comuntstas (que proba~~e­ mente se había vuelto demasiado blanda) y acudir a trabajar para aumentar la producc1on en el campo y en la industria. De estas útiles, aunque no académicas, ocupaciones, fueron desviados hacia una cruzada ideológica y, en un alarde de espíritu antirrevisionista, se manifestaron contra las insuficiencias de la revolución y las actitudes y símbolos prerrevolucionarios, asaltando a personas y destruyendo propiedades en un movimiento que se extendió de tal forma que interrumpió las comunicaciones y detuvo la actividad en las fábricas. Se dijo que habían estado involucrados unos veinte millones de jóvenes, la mayor parte de ellos menores de veinte años. La «revolución cultural» tenía su origen en problemas internos y externos -la planifi· cación económica, la delegación de poderes, la disyuntiva entre la consolidación del desa· rrollo alcanzado o la aceleración del ritmo del progreso, la actitud hacia los rusos- que habían perturbado el partido en los años cincuenta y lo habían trastornado por completo en los sesenta. La revolución dividió al partido a todos los niveles. Cientos o miles de líde· res, desde el presidente Liu Shaoqi hasta oficiales mucho más humildes, perdieron sus car· gos, fueron torturados y asesinados. Inevitablemente, el poder del ejército aumentó. Lin Biao (Lin Piao), que había sucedido a Peng Dehuai en 1959 y había inventado y distri· buido el famoso pequeño libro rojo, se puso del lado de Mao, asegurando así la victoria de éste y confirmando la derrota de la facción pro soviética antes representada por Peng. Lin Biao fue proclamado posible heredero de Mao. Pero en 1971 desapareció. Corrió el rumor de que había abandonado el país rumbo a la URSS en un avión que se estrelló .en Mongolia, causándole la muerte. Dos años después, en el X Congreso del Partido Comunista Chino, se le atacó abiertamente. Se le acusó de conspirar para asesinar a Mao y cimentar una alianza con la URSS. Estos cargos se repitieron en 1980 en el proceso con· junto contra los líderes de la revolución cultural, los mismos que fueran un día los más cercanos compañeros de milicia de Lin.

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Mao Zedong murió en 1976. Él fue un ejemplo extremo del individuo cuya ideología bloquea el intelecto, el sentido común y las emociones humanas, un hombre de naturale· za autoritaria hecho para realizar monstruosos abusos de poder. Tras una larga y ardua lucha que culminó con la victoria de 1949, él vio sus predicciones transformarse en dolor. Para preservar éstas al igual que su poder, volvió a políticas que generaban caos y brutalidad a gran escala, arruinó la China rural mediante devastación y despoblación y destroió gran parte de la herencia material y espiritual de la civilización más antigua del mundo. Zhou Enlai murió algo antes, en ese mismo año. Estos dos acontecimientos fueron los desenca· denantes de una lucha por el poder entre tres grupos principales. El primer beneficiario fue Hua Guofeng (Hua Kuo-feng), que era el elegido por Mao para el liderato y sucedió a Zhou como primer ministro en funciones. Esto supuso un revés para el sustituto y presunto here· clero de Zhou, Deng Xiaoping, de setenta y dos años de edad. Deng, secretario general de Partido Comunista en 1956, había sido víctima de la purga que tuvo lugar durante la revolución cultural, pero reapareció en 1974 y al año siguiente fue nombrado vicepresidente del partido, primer vicepresidente del gobierno, y jefe del Estado Mayor del Ejército. Como consecuencia de unas manifestaciones en Pekín a favor de Deng, éste cayó en desgracia y posteriormente Hua ascendió a primer vicepresidente del partido (junto a Mao) y a primer ministro. Cuando el propio Mao murió, Hua, temporalmente libre de ataques desde la derecha, emprendió en seguida acciones contra la izquierda radical. Los componentes de la denominada Banda de los Cuatro, dirigida por Jiang Qing, fueron arrestados pocas serna· nas después y Hua se convirtió en el presidente del partido. Pero un año después, Deng rea· pareció, y durante los tres años siguientes Hua y Deng se repartieron los principales cargos y el protagonismo político, hasta que en 1980 Deng desbancó a Hua después de una cam· paña en la que la posición de Hua como sucesor de Mao fue socavada en nombre de la libertad democrática y el propio Mao fue criticado por haber actuado de forma autocrática al nombrar a su sucesor. Al mismo tiempo, la Banda de los Cuatro fue procesada y relacio· nada con el golpe frustrado de Lian Biao en 1971. El efecto del proceso, y presumiblemen· te su propósito, fue presentar a fa Banda de los Cuatro como un grupo conspirador en la tradición de las sociedades secretas de China, desacreditar a las fuerzas armadas haciendo ver que eran traicioneras e incompetentes, e indirectamente, implicar al propio Mao en los desastres económicos y sociales de la revolución cultural. En la terminología comunista china, Deng era un conservador pragmático, incluso un reaccionario. Su victoria significaba la vuelta al tipo tradicional de exámenes competiti· vos (una especie de sistema de oposiciones), la rehabilitación de la «intelligentsia» y de otras víctimas de los años radicales, el restablecimiento del afán de lucro, precios más altos para los productores agrícolas (y mayores salarios en la industria) y una apertura más amplia al mundo occidental y al Japón, e incluso co;i la URSS. Pero aunque modernista y revisionista, Deng no era ni liberal ni demócrata. El quiso modernizar la economía chi· na sin relajar su asimiento al Partido Comunista. La Revolución cultural detuvo la moder· nización y sus años de decadencia; Mao había errado en su primera tarea de llevar a China de vuelta a su lugar como la mayor potencia mundial. Deng y sus colegas elaboraron programas para la modernización de la industria, las fuerzas armadas, la agricultura y la cien· cia y la tecnología. Se pidieron y gastaron grandes sumas de dinero pero los programas fueron recortados cuando el establecimiento financiero (banqueros volviendo a los puestos que habían tenido antes de la Revolución cultural o incluso antes del triunfo de Mao sobre Jiang Kaishek) descubrió que las inversiones extranjeras estaban excediendo sus beneficios (exportaciones, las remesas chinas de ultramar, turismo). El crecimiento fue

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fuerte -con algunos puntos negros en la producción energética en todas sus fuentes y vetas-. La inflación llegó al 20-30% al año, la corrupción aumentó al ritmo del agujero que se originó por culpa de los precios oficiales, inalterables durante años, y los precios en el mercado negro. La reforma de los precios era urgente pero fue precipitada, lo que acentuó la crisis y causó asedios a los bancos, ya que los depositarios corrieron a cambiar su dinero en bienes, forzando así al gobierno a posponer la reforma de los precios. Como ya ocurriera en la URSS, el problema de la corrupción del mercado dentro de una economía comandada generó crisis económica y amargas disputas entre los líderes políticos. Deng quedó atrapado en sus propios dilemas. Se vio en la necesidad de tomar medidas liberales aunque, eso sí, temiéndolas. Él fue consciente de su independencia del ejér- · cito y de sus ancianos y conservadores mandos, quienes le habían echado en 1966 y vuelto a restaurar en 1975; en aquel entonces amplió el cuerpo de policía. Oscilaba entre un incierto autoritarismo y su facilidad para soltar las riendas alentando así el progreso económico, la igualdad de facilidad para tirar de las riendas cuando la relajación daba alas a l~ protesta política. Sus políticas engendraron por ello su propio efecto contrario. Deng toleró y pareció favorecer el florecimiento de la protesta que en 1978-1979 tomó fom1a en las asfixiantes quejas populares y en las peticiones frente al Muro de la Democracia en Pekín; él fue capaz de combinar durante algunos años uná sustancial expansión económica con unas tolerables libertades políticas. Pero en 1985-1986 el avance económico vaciló mientras las peticiones populares eran cada vez más firmes. El precio del progreso económico subió los precios, la inflación (cerca del 10%) originó bloqueos y obstáculos en las comunicaciones, recortes de capital y energía, corrupción. El crecimiento económico, en vez de aliviar la necesidad, la empeoró y avivó la indignación. Deng impuso controles de importación y devaluó la moneda en un intento de contener la economía y, frente al clamor creciente de los estudiantes que pedían cambios y que éstos fueran rápiclos, relajó la mano de la censura y abrió el debate político. Pero en 1987, asustado por el resultado de la liberación, rápidamente cambió el rumbo, vetó las academias liberales y obligó a Hu Yaobang, secretario general del Partido Comunista, relativamente liberal y relativamente joven, a la resignación (como ya ocurriera con Mao en 1966). Pasados unos meses, Deng volvió a cambiar el rumbo dando un paso atrás hacia una postura relativamente liberal. A finales de año cumplió sus ya anunciados deseos de retirarse, llevándose con él a un grupo de viejos conservadores y dejando a la cabeza del mando a dos jóvenes: Hu, el sucesor de Zhao Ziyang, y al nuevo primer ministro, Li Peng. La retirada de Deng fue más aparente que real. En 1989 murió Hu. Su funeral fue el momento perfecto para las manifestaciones masivas en las que los estudiantes universitarios de Pekín fueron especialmente notorios, protestas activas contra el lento camino hacia el cambio, el desastre económico y la persistente corrupción. Unidos a los intelectuales descontentos y a los trabajadores causaron un gran impacto, no sólo en la capital sino también en otras ocho grandes ciudades chi· nas. Ellos propusieron un trato, no solamente al Partido Comunista; contaron también con el predominante grupo de mayores. Sin embargo, para el ya octogenario Deng y para otros de su generación, estos dos tratados no se distinguían del resto. Deng equiparó el partido con la revolución que se había realizado y la revolución China. Nadie que se opusiera al partido era por ello un traidor a su país. En este momento crítico, Zhao, que compartía la creencia de Hu, por la que para hacer una reforma económica se requería también de una reforma política, estaba en Corea. A su vuelta a Pekín tomó una línea

conciliadora, incluso afable y de apología, pero, tras las escenas de sus adversarios más conservadores, persistía la figura del mutante Deng desolado. Los estudiantes fueron atacados y difamados en las publicaciones oficiales. Ellos por su parte se negaban a ser intimidados. La confrontación resultante fue brevemente paralizada por el más directo rival de Gorbachov en Pekín. En la plaza de Tiananmen, que estuvo permanentemente ocupada por grandes pero organizadas masas, los ánimos se volvieron hostiles contra Deng. Deng decidió usar la fuerza para disolver la multitud. Los primeros movimientos de lastropas fueron bloqueados por civiles desarmados; la actitud de los soldados era incierta, inclu· so amistosa, con los manifestantes y por ello dos operaciones fracasaron; pero pronto el drama que había estado acechando la atención del mundo desde finales de abril hasta principios de junio, se cerraría con una masacre. Gobiernos de todo el mundo mostraron su indignación de forma breve y contundente. Estos acontecimientos frenaron la política exterior de Deng. Diez años antes, Deng había visitado Tokio y Washington; algunos años después recibió a Thatcher en Pekín y mandó a su ministro de Asuntos Exteriores a Moscú. Al acuerdo comercial de ocho años con Japón que finalizó en 1978, le siguió un tratado de paz completo. Se establecieron relaciones diplomáticas con Estados Unidos en 1978: Washington consintió en cambiar el reconocimiento formal de Taiwan ante China y retirar sus tropas de Taiwan, mientras China retiró su demanda de anulación del tratado entre Washington y Taiwan. Reagan consiguió enojar a China poco después de su elección, ya que quiso establecer un nuevo sino-estadounidense con un resurgir en la venta de armas a Taiwan, pero fue rápidamente forzado a abandonar su postura. Bush prosiguió con las políticas de Nixon y Reagan, de entablar relaciones y contactos en China pasando por alto la brutal represión china en el Tíbet en 1987 y 1989 y la repulsa personal cuando el gobierno chino impidió que Fang Lizhi aceptaría una invitación para reunirse con Bush en la embajada estadounidense en Pekín. Al mismo tiempo, Deng, de forma precavida, improvisaba relaciones con la URSS. En los años setenta, Deng mostró su descontento con Moscú mandando a Hu a Rumania y a Yugoslavia e invitando públiéamente a la alianza sino-japonesa-estadounidense amostrar una actitud adversa contra la URSS; respondió de forma amistosa a las primeras indicaciones que en 1986 hiciera Gorbachov sobre una posible retirada de tropas de Mongolia y Afganistán. El cese del apoyo a la ocupación vietnamita de Kampuchea y concesiones en las diputas fronterizas. El ministro de Asuntos Exteriores visitó Moscú {la primera visita en 30 años) y Gorbachov fue invitado a Pekín. Antes de su visita en 1989, Gorbachov anunció la retirada de 50.000 soldados de las fronteras con China y una reducción de las dos terceras partes de los 50.000 sold\ldos que la URSS tenía en Mongolia. El primer ministro, Li Peng, visitó seis países del sudeste asiático en 1990. Las visitas en 1992 del emperador Akihito y Boris Yeltsin pusieron a China de vuelta en el panorama internacional en un momento en el que el mundo tenía los ojos puestos en Yugoslavia y en otros asuntos de orden internacional a causa de los vetos del Consejo de Seguridad. China, como ya hiciera India casi medio siglo antes, tenía un programa irredentista. Su objetivo más sustancial fue Taiwan, donde el presidente Jiang Jingkuo, el hijo de Jiang Kaishek, impuso la ley marcial a finales de 1987 y fue apoyada por el nativo taiwanés Lee Tenghui, quien, aunque insistió en la independencia de Taiwan, promovió inversiones taiwanesas y lazos económicos con China y permitió las primeras elecciones desde 1948. Pekín mantuvo su política de integración aunque con reticencias dictadas por los acontecimientos. Sin embargo, sobre Hong Kong y Macao, los hechos permitieron un tono más insistente. Hong Kong había sido adquirida por el Reino Unido en tres partes: la isla

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en 1841, más tarde suplantada por Kowloon en 1860 y los nuevos territorios (los cuales comprendían el 89% de la colonia) arrendados en 1898 por 99 años. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, la población en las colonias era de medio millón. Un movimiento del Kuomintang para ocupar este territorio fue frustrado; la victoria comunista misteriosamente paró una tentativa similar varios años después y los británicos volviera~ a un creciente comercio capitalista y financiado, sin embargo, con un plazo límite fijado por la cesión de los nuevos territorios. Ninguno de los regímenes chinos aceptó la validez de las tres transacciones del siglo XIX. Para China toda la colonia estaba y había esta· do bajo la soberanía China. Para la realización material de esta situación, Mao y sus sucesores fueron entrenados para tener amplias perspectivas que serían automáticamente reducidas por el paso de los años. Hong Kong no fue usado como base para atacar a China ni por parte del Kuomintang ni por la de Estados Unidos. Mientras tanto, esto fue una ventana al mundo exterior que incrementaba el valor de China conforme se sobreponía de la guerra, de la guerra civil y de la Revolución cultural. El tercer y más pequeño objetivo fue Matao, una península i¡ dos islas, al oeste del ·estuario de Pearl River, de seis millas y media de extensión. Los primeros en ocupar Macao fueron los comerciantes portugueses en el siglo XV y llegó a ser provincia de Portugal en 1887 por un tratado con China. Más del 90% de su población (medio millón) eran chinos. Los disturbios de 1966 demostraron la precariedad·de las leyes portuguesas y acaba· ron con la humillación del gobernador portugués y de facto con el poder compartido de chinos Yportugueses. China promulgó en 1993 una Ley Básica para Macao, para que ésta sea operativa en la inauguración en 1999 de la Macao Special Administra11ie Regían of China (Región Administrativa especial de Macao). Una trayectoria similar se siguió con Hong Kong. · Los ?isturb.ios de Macao en 1966 encontraron su réplica un año más tarde en Hong Kong, smcromzadas con ataques verbales y físicos contra los británicos de Pekín. Esta agresividad alarmó a la comunidad inversora en Hong Kong y a la colonia d~mocrátió lite, pero el gobernador y la policía fueron más resolutivos que los de Macao y el statu qua mantuvo su estabilidad. Pero la violencia en la colonia y en la capital china sirvieron de aviso a los británicos del acercamiento en 1997, con la complicación añadida que da la necesidad de resolver el futuro de la colonia en armonía con la necesidad de mejorar las relaciones con una China que resurge. A mediados de la década de los setenta, la derrota de la Banda de los Cuatro y la restauración de Deng originó un acercamiento con China que fue tan práctico como deseado. Al final de esta década el gobernador de Hong Kong fue a Pekín para iniciar conversaciones. Deng, aunque se mostraba intransigente con la soberanía china, introdujo la noción de Hong Kong como una región especial en la que el comunismo y el capitalismo coexistan: dos sistemas en un Estado. Pero la llegada de Thatcher bloqueó el acuerdo y agrió las conversaciones. Deng y Thatcher se mostraron igual de obstinados, pero Deng fue el más realista, el mejor informado (al menos inicialmente) y el que tenía prácticamente todas las cartas en la mano. Th~tcher, p~ofi.mdam~nte adversa a cualquier rendición de la soberanía británica y teniendo reciente el tnunfo en las Falkland, jugó con la idea del condominio e incluso fue más ingenua: quería una cesión de la restringida soberanía con el fin de no ser cedida. Las propuestas para que continuara la administración británica después de 1997 en ciertos ter_renos para ga~a~tizar as.í la estabilidad y la prosperidad de Hong Kong, irritaba a Deng, qmen, tras un mitm abrasivo en 1982 en Pekín con los dos líderes, declaró que sin acuer· do en dos años China elaboraría sus propios planes unilaterales para el futuro de la zona.

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A esto le siguió un punto muerto en el que la seguridad y valoración de las cotizaciones de Hong Kong sufrieron un retroceso; el dólar de Hong Kong perdió uri tercio de su valor en un año y cundió el pánico. Como resultado de la visita de Thatcher a Pekín resultó el plazo de dos años propuesto por Deng. Antes de terminar el plazo, el secretario de Exterior británico anunció en Hong Kong y Pekín el abandono de la propuesta británica para continuar con la administración. Este paso atrás dejaba el camino libre para unas conversaciones, las cuales dieron originen a la Joint Declaration (Declaración Común) de 1984. Esta declaración fue, un compendio que incluía un estamento de principios elaborado por China y un acuerdo por el que ésta redactara y promulgara una Ley Básica para Hong Kong, que se haría vigente en 1997, cuando la administración británica diese paso a la China. La declaración creó un Join Liaison Group (Grupo de Alianza Común) con un vago papel supervisor en un período de transición antes y después de 1997 (en origen fue una propuesta china pero se modificó en una negociación para restringir el grupo autoritario, retrasar su inauguración y alargar su vida hasta el año 2000). En 1985, China estableció a tiempo un comité de ochenta y dos personas, incluyendo veintitrés de Hong Kong, para esbozar una Ley Básica, publicada en 1988 y aprobada por el People's Congress (El Congreso del Pueblo) en Pekín en 1990. Prometía un status especial en Hong Kong para quince años, un elemento electo en el consejo legislativo de una tercera parte en 1997 y que subiría hasta la mitad en el 2003. Se requirió de los británicos que no excedieran estos límites antes de su marcha. La publicación de este decreto poco generoso, que desilusionó a los más optimistas, y fue fomentado por la Joint Declaration (Declaración Común), causó espanto en Hong Kong, donde el miedo al futuro había sido exacerbado por la masacre de Ttananmen. Poco después un nuevo gobernador británico, Christopher Patten, un ministro conservador que había perdido su escaño en las elecciones generales de 1991, llegó a presidir las colonias durante los últimos años. Las manos de Patten estaban atadas por los acontecimientos de 1982-1984 que habían recortado las fuerzas de Deng, introducido el plazo de dos años y asegurado para China el derecho a legislar el futuro de Hong Kong con tan sólo las fuerzas resultantes de sus propios principios. La tarea de Patten fue la de asegurar una amistosa transferencia de poder (Londres se muestra atento a las relaciones.anglo-chinas con la vista puesta en el futuro) y aquietar los miedos de Hong Kong. Estos miedos se habían ya manifestado en la tasa de emigración que se duplicó e incluso se triplicó allí por 1990, alimentada ésta por las perspectivas del Partido Comunista y por la tacañería británica a la hora de admitir la salida de gente de sus colonias. Hasta 1962 todos en la colonia tenían derecho a la ciudadanía británica y a entrar en el Reino Unido, pero este derecho fue revocado y los británicos propusieron restringir la entrada a 50.000 individuos y sus familiares. Éstos eran seleccionados mediante un complicado sistema de puntos que no podía ocultar el hecho de que Gran Bretaña estaba cumpliendo sus obligaciones, no con la gente de Hong Kong, sino con una elite de hombres de negocios y servidores de la colonia. Patten se enfrentó al plan constitucional chino con sus propias propuestas para terminar en unas inminentes elecciones locales y en la elección de un nuevo consejo administrativo en 1995. Propuso reducir la edad para el voto de 21 años {la edad para votar en China) a 18; así aumentaría el electorado en 3-4 millones; introducir el asiento único, constituir el voto único; hacer los dos consejos para Hong Kong/Kowloon y los Nuevos Territorios y una junta completa para el distrito 19, en vez de las dos terceras partes, y reformar los 60 asientos del Consejo legislativo y los diez restantes, mediante circunscripciones funcionales con derecho a voto.

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Para Hong Kong, estos cambios tuvieron la ventaja de extender, tal vez retrasar, su ideal de democracia, pero también la desventaja de ofender a los maestros chinos, quienes respondieron con habilidad y acusando al gobernador de haber violado la Joint Declaration (Declaración Común). Su política fue aprobada con un estrecho margen por el Consejo legislativo. Era imprevisible el hecho de que, en 1997, China engullera una pequeña democracia en una diminuta esquina de su vasto territorio cuya riqueza empequeñecería los puntos ideológicos y constitucionales. Pero las elecciones en 1995 fueron ignoradas por las dos terceras partes del electorado y China reiteró su intención de disolver la nueva legislatura en 1997. La jugada de gamble pareció irrelevante. Cuando empezó su expansión naval, China reclamó islas en los mares del sur (véase p. 468), y con la ayuda de Rusia e Israel, poder aéreo. . · Éstos y otros asuntos fueron ocultados por causas inciertas y por la longevidad de Deng Xiaoping. Deng renunció a su último puesto (presidente de la Comisión Central del ejército) en 1991, cuando tenía 87 años, pero continuaba temiendo una presencia dominante. Su política de mejorar las relaciones con el exterior estaba respaldada por la evidencia del progreso 'económico de China. Los índices de crecimiento, que habían sido del 4-6% a finales de los ochenta, ahora alcanzaban el 13% a principios de los noventa, debido principalmente al desarrollo de la empresa privada en las runas costeras. La devaluación de la moneda en 1990 fue contemplada con generosas inversiones extranjeras. A pes'ar de esto, el increíble crecimiento económico de Deng originó una serie de interrogantes en su contra. ¿Qué podría pasar si su muerte hubiera sido planeada? Sostenía una política de liberalización económica mediante un partido de corte autoritario, lo cual era una contradicción; su lealtad al mercado le hacía ignorar el hecho de que las comunicaciones modernas habían transformado los mercados haciéndolos atractivos y alejando a los especuladores y atrayendo a los negociantes honestos. La China posmaoísta y poscomunista era un Estado autoritario que contenía una economía neocapitalista próspera y con empuje al igual que una gran población de familias granjeras: las últimas supervivientes de las revoluciones de Mayo y las que salieron de éstas. No se tiene claro si esta extraña, tal vez única, complejidad fue el mejor terreno para el éxito o no. Las perspectivas inmediatas eran poco prometedoras. En 1993, la tensión se convirtió en serias revueltas como reacción a la subida de los impuestos, a la liberalización de precios, a la persistente inflación entre el 25 y 30% y al conflicto entre el centro y las provincias, entre ciudades y pueblos. Una migración masiva a las ciudades incentivó el crimen, la corrupción y evasión de impuestos. Las grandes esperanzas se mezclaron con miedos y desilusiones. La pregunta abierta era si el comunismo tendría éxito mediante un capitalismo a lo chino o mediante una más familiar anarquía china. China se estaba acercando al fin de siglo como una de las más grandes economías del mundo por su poder de compra, como el país con el pedigrí imperial más puro y como poder nuclear. La economía china no sólo crecía, sino que se transformaba. A mediados de la década de los noventa, las tres cuartas partes de sus exportaciones eran productos manufacturados, lo que causó desasosiego entre sus vecinos japoneses y coreanos. Había un excedente de mercado con Estados Unidos seguido tan sólo por Japón; el valor de los contratos realizado con las corporaciones estadounidenses excedía los 100 billones de dólares al año. Con los ojos puestos en la realidad presente y en las posibilidades del futuro, el presidente Bush vetó los deseos congresistas de rechazar a China como la nación más favorecida tras los asesinatos de Ttananmen y los informes que revelaban la persistencia de torturas y campos de trabajo. El presidente Clinton fue menos circunspecto, pero a la hora de defender los derechos humanos no se mostró más efectivo. Por reclamar los dere-

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chos humanos, Clinton no sólo irritó a los líderes chinos, sino que les dio oportunidades para desarrollar un patriótico sentimiento estadounidense, al mismo tiempo que maneja· ban el poder y sobrevivían a la era Deng. Sus. tratados para imponer supertarífas a las exportaciones chinas como represalia a la indiferencia de éstas por las patentes y por la propiedad intelectual estadounidense, no fueron más efectivas contra China de lo que ya lo fueran, en su día, contra Japón¡ es decir, que tuvieron un efecto maiginal y probable· mente temporal. Los años setenta fueron testigos de la readmisión de China en el seno de la comuni· dad de naciones. Canadá e Italia establecieron relaciones diplomáticas en 1970. El mismo año, una mayoría de la Asamblea General de la ONU -pero no los dos tercios reque· ridos- votó a favor del ingreso de China, y al final del año se reconoció al régimen de Mao el derecho a ocupar el escaño permanente reservado a China en el Consejo de Seguridad. China entró en la ONU con sus propias condiciones, que incluían el rechazo de una pro· puesta estadounidense-japonesa de mantener a Taiwan como un miembro independiente al lado de China.

IV

El orden mundial

Mientras el Estado siguiese siendo el elemento básico de la sociedad internacional, la preservación del orden mundial y la eliminación de la guerra sólo podía garantizarlas el más poderoso de estos estados. Se podía elegir entre varios métodos. Cada una de las principales potencias podría asumir la responsabilidad fundamental o exclusiva en una determinada región; también podrían todas juntas supervisar y mantener el orden en el mundo entero; o bien podrían dotar de medios y financiar a una asociación compuesta por otros estados para que realizara esta labor en su nombre. Después de la Segunda Guerra Mundial, la organización y la cooperación internacionales estaban basadas teóricamente en el segundo de estos métodos, después de que el primero fuese defendido sin éxito en algunas regiones; pero no se dieron las circunstancias necesarias para el éxito de dicho segundo método, de modo que la práctica se aproximó más a una adaptación del tercero, no del todo reconocida y llevada a cabo de forma precaria. Las formas de organización internacional fueron discutidas durante la guerra por los países que luego serían los principales vencedores. Churchill y Roosevelt se inclinaban ambos por un modelo regional, y Churchill elaboró un proyecto según el cual una serie de federaciones locales se agruparían en tres regiones sometidas a un consejo supremo mun· dial. El poder estaría concentrado en las tres regiones -europea, americana y pacífica- más que en el nivel superior o inferior. Este esquema no fue del agrado de Stalin, cuyos rece· los hacia Churchill, basados en su desconfianza de la clase gobernante británica y en las disputas sobre el momento que debía fijarse para la apertura de un segundo frente en Euro· pa occidental, se agudizaron a causa de una serie de propuestas que incluían la creación de las federaciones de los Balcanes y del Danubio en un área de especial interés para la URSS: Stalin quería una soberanía sin trabas y -mientras ambas cosas no fueran incom· patible&- también deseaba seguir manteniendo una asociación con sus aliados para evitar una vuelta al aislamiento de la URSS anterior a la guerra. En el campo occidental tam· bién había oposición al regionalismo, especialmente entre políticos profesionales como Cordel! Hull y Eden, que temían que diese lugar a bloques autárquicos dominados cada uno de ellos por una determinada potencia, y que reviviese, en particular, el aislacionis-

mo estadounidense. En octubre de 194.3, en Moscú, los ministros de Asuntos Exteriores de los tres países aliados aceptaron el principio de una organización global basada en la soberana igualdad de todos los estados y, con un mínimo grado de discrepancia, pusieron los cimientos de una nueva organización mundial que debería perpetuar la alianza de la democracia y el comunismo contra el fascismo y encargar a los principales representantes de los regímenes democrácticos y comunistas el cometido de mantener la paz mediante el ejercicio conjunto de su poder aliado. Dicho cometido iría acompañado de una garantía de inmunidad para cada uno de estos principales estados contra cualquier sustancial intro· misión por parte de estados de menor importancia, los cuales deberían reconocer el poderío superior y la absoluta e indiscutible soberanía de aquéllos. Las Naciones Unidas eran, en cuanto a la forma, una versión revisada de la Sociedad de Naciones. Los principales órganos de ambas instituciones eran muy parecidos. Los autores de la Carta de las Naciones Unidas no pretendían concebir un nuevo tipo ele organización, sino conservar una estructura ya conocida e insertarla en una maquinaria más efectiva para evitar la guerra. El Pacto de la Sociedad de Naciones no había proscrito la guerra. Había obligado a sus signatarios a reflexionar antes de recurrir a ella y a intentar resolver sus diferencias por uno de los tres procedimientos recomendados. Si esta interposición de la razón fallaba, no se había pactado ninguna prohibición de recurrir a la guerra y las sanciones internacionales sólo eran de aplicación en caso de que se recurriese a ella habiéndose despreciado las estipulado· nes previas previstas por el Pacto. En 1928, un intento mucho más radical de impedir la gue· rra fue llevado a cabo por los signatarios del Pacto Kellogg-Briand, que se comprometían a prescindir completamente de la guerra excepto para ciertos limitados propósitos, a saber: la defensa del propio Pacto, así como del Pacto de la Sociedad de Naciones y de los Tratados existentes, y en el ejercicio del derecho a la autodefensa (la justificación del ejercicio de este derecho se dejaba en manos del Estado que lo reclamaba); Estados Unidos y Gran Bretaña agregaron condiciones relativas a la doctrina Monroe y a la defensa del Imperio Británico, respectivamente. La Carta de las Naciones Unidas estaba a medio camino entre las concep· ciones de la guerra como algo permisible, previa pausa para realizar consultas, y la guerra como algo inadmisible con determinadas excepciones. La Carta contribuía en gran medida a prohibir la guerra excepto en defensa de la propia Carta, o en caso de incumplimiento de las obligaciones contenidas en ella, o en legítima defensa, pero no proscribía totalmente la gue· rra. Autorizaba explícitamente no sólo el uso de la fuerza internacional, sino también de fuer·· zas nacionales, por parte de un Estado o de una alianza, en defensa propia. La Carta confería una considerable autoridad al Consejo de Seguridad, que estaba facultado para decidir si una situación determinada suponía una amenaza para la paz internacional, una ruptura de la paz o un acto de agresión y, si se determinaba qtie así era, para requerir a todos los miembros de la ONU a que tomasen medidas contra el agresor (exceptuando el uso de l~ fuerza, cuya adop· ción seguía siendo voluntaria para cada miembro). Sin embargo, esta autoridad colectiva quedaba contrarrestada por los obstáculos de procedimiento que existían para conseguir, en una primera fase, una decisión colectiva en el Consejo, a saber: una mayoría del Consejo y el asentimiento de cada uno de sus cinco miembros permanentes. En caso de que no se lograra alcanzar tal decisión, resultaba incorrecto que cualquier miembro de la ONU adoptase una decisión opuesta o tomase medidas del tipo de las que preveía la Carta; mientras que una decisión afirmativa del Consejo tenía carácter obligatorio para todos los miembros, un fraca· so en el intento de llegar a una decisión impedía cualquier acción de las previstas en la Car· ta. En consecuencia, aunque el C'..onsejo era soberano sobre los miembros, cada uno de los miembros permanentes era soberano sobre el Consejo.

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Al igual que la Sociedad de Naciones, la ONU fue concebida como una asociación de estados soberanos (a pesar de que en su prohibición de injerencia en los asuntos internos de un miembro -artículo 2 (7)- no estaban comprendidas las medidas para hacer respetar la paz establecidas en el capítulo VII) y, al igual que la Sociedad de Naciones, intentaba establecer un grado de cordura y entendimiento colectivos y un campo para la acción colectiva contra los miembros soberanos que la componían, en un período en el que éstos se habían visto reforzados masivamente por el crecimiento de la tecnología moderna y de los modernos métodos de influir sobre la gente. El Estado había sacado provecho de las revoluciones industrial y democrática del siglo XX, al uni1 los armamentos modernos y el chauvinismo popular a sus propósitos. Ni la Sociedad de Naciones ni la ONU tenían capacidad para hurtar el control de los a1mamentos a los estados soberanos, ni para cre~r en los pueblos del mundo un apego a las organizaciones internacionales que superase a su patriotismo puramente nacional. Además de estas limitaciones generales, la ONU vio cómo sus mecanismos para el mantenimiento de la paz se volvían inoperantes en una eta. pa muy temprana de su existencia. La eficacia de estos mecanismos dependía de la unanimidad de las potencia~ principales en el Consejo de Seguridad y de la aportación, por parte de todos sus miembros, de las fuerzas adecuadas para la ejecución de las decisiones del Consejo. La unanimidad de las principales potenci\ls desapareció en cuanto soplaron los primeros vientos de paz, de forma que el veto se convirtió en un instrumento táctico común en lugar de un am1a para ser usada como último recurso, y las medidas que prescribía la Carta para el reclutamiento de fuerzas internacionales -una serie de acuerdos bilaterales entre el Consejo de Seguridad y los miembros- no llegaron jamás a hacerse efectivas porque el cuerpo designado para negociar estos acuerdos, el Comité de Estado Mayor, nunca se puso de acuerdo ni siquiera sobre la naturaleza general y la magnitud de las fuerzas necesarias. El veto concedido a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad era una característica especial de la ONU. En el Consejo de la Sociedad de Naciones, todos ios miembros tenían derecho a veto. Los autores de la Carta de las Naciones Unidas tenían que decidir hasta qué punto se apartarían de esta norma de la unanimidad. Decidieron introducir la votación por mayoría como una práctica general, pero sujeta a limitadas excepciones: en el Consejo de Seguridad, pero no en otros órganos, se concedieron privilegios especiales a aquellos que tenían un poder especial, con el resultado de que las principales potencias tenían la capacidad de impedir acciones contra ellas o contra sus amigos, aunque no les daba derecho a impedir discusiones y críticas. Ningún miembro permanente del Consejo se ha opuesto nunca a este principio, aunque miembros permanentes con· cretos se han opuesto al uso del privilegio que han hecho otros miembros permanentes. Durante los últimos años cuarenta, y en la década de los cincuenta la URSS, que estaba casi permanentemente en minoría en el Consejo, hizo uso del veto hasta tal punto que otros miembros se quejaron de una ruptura del espíritu, aunque no de las disposiciones, de la Carta. Los rusos argumentaron como respuesta que la ONU se había convertido en un instmmento de la política estadounidense y que esta política era básicamente antisoviética, como ponían claramente de manifiesto tanto el uso que Truman había hecho de su monopolio nuclear con fines políticos como los discursos de destacados dirigentes occidentales, comenzando por Churchill en Fulton y Byrnes en Stuttgart, en febrero y septiembre de 1946 respectivamente. La URSS, después de un intento inicial de utilizar la ONU para sus propios objetivos políticos -presentando o apoyando quejas acerca de los holandeses en Indonesia, los británicos y los franceses en Siria y Líbano, los británicos en

Egipto y Cirecia y la tolerancia occidental hacia el fascismo de Franco en España-, recurrió al veto para enfrentarse a las recriminaciones de los países occidentales, y después, en enero de 1950, dejó de asistir a las reuniones del Consejo de Seguridad. Esta decisión de retirarse de la ONU fue no obstante revocada, en parte porque había permitido al Consejo de Seguridad iniciar acciones en Corea en junio de 1950 y en pa1te porque la expansión de la ONU --especialmente en los años de 1955, en que se llegó a un acuerdo global por el que se aceptaba a un grupo de dieciséis candidatos cuya admisión venía siendo obstaculizada, y de 1960, en que se produjo la mayor afluencia de países africanos-; alteró el carácter de la organización y ofreció a los soviéticos oportunidades políticas que pesaban más que su siruación esencialmente minoritaria en el Consejo de Seguridad. (Fue en este período cuando los rusos dejaron de atacar a los dirigentes de los nuevos estados, a los que acusaban de ser secuaces burgueses, y empezaron por el contrario a hacer amistad con ellos.) La hostilidad estadounidense ante el frecuente uso del veto por parte de los rusos condujo a dos intentos de soslayarlo transfiriendo a la Asamblea General una parte de la autoridad del Consejo de Seguridad. En 1948, se estableció un comité ad hoc de la Asamblea, al que vulgarmente se llamó la Pequeña Asamblea, como medio de mantener a la Asamblea en sesión permanente, pero los poderes de la Pequeña Asamblea eran limitados y nunca llegó a ser un órgano de importancia. Los rusos no eran los únicos en considerarla como una contravención de la Carta, y acabó por desaparecer. Más importante fue la aprobación, en 1950, de la resolución de Unión para la Paz. Esta resolución estaba promovida por Estados Unidos, que se daban cuenta de que las operaciones de la ONU en Corea sólo habían sido posibles gracias a la ausencia del miembro soviético y de su veto en el Consejo de Seguridad y que querían asegurarse de que la presencia rusa en una ocasión futura no obstruiría fatalmente una acción similar. La resolución, que fue aprobada por la Asamblea por cincuenta votos contra cinco y dos abstenciones, introducía un mecanismo para convocar una sesión de emergencia de la Asamblea con poca antelación· hacía va_ler el derecho de la Asamblea a juzgar amenazas a la paz, rupturas de la paz y acto~ de agresión cuando se impedía que el Consejo de Seguridad lo hiciese; creaba un Comité para la Observancia de la Paz de catorce miembros, destinado a misiones de exploración Y dilucidación en puntos conflictivos; también creó un malogrado Comité de Medidas Colectivas de catorce miembros para estudiar un mecanismo internacional para el mantenimiento de la paz; y pedía a los miembros que destinasen fuerzas que al poco tiempo de ser requeridas pudiesen entrar a prestar servicio en las operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU. La Asamblea estigmatizó en dos ocasiones a China como agresora de Corea por medio de este procedimiento, y lo utilizó otra vez en 1956 para denunciar el ataque anglofranco·israelí sobre Egipto y para reclutar una fuerza internacional que reemplazase a estos agresores. Pero la legalidad de la resolución de Unión para la Paz era puesta en d~da continuamente. La URSS y otros miembros la atacaron y se negaron a pagar por acciones puestas en marcha por la Asamblea en virrud de las atribuciones que dicha resolución le confería. En 1962 se pidió al Tribunal Internacional que actuase como asesor en este asunto, y éste declaró por nueve votos contra cinco que la responsabilidad de mantener la paz del Consejo de Seguridad era primordial pero no exclusiva. De esta manera, unas disputas de naturaleza legal, que reflejaban desacuerdos políticos fund~mentales, amenazaron con frustrar las esperanzas de aquellos que en 1945 habían pretendido crear un documento y una organización que asegurasen la paz y el orden. La falta de armonía entre los miembros permanentes hizo que el nombre del Consejo de Seguridad pareciera ridículo y convirtió al propio Consejo en un campo para la exposición pública de

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disputas y acusaciones propagandísticas. La diplomacia abierta llegó a estar tan desacreditada como sospechosa había sido en su momento la diplomacia secreta. Igualmente, la Asamblea General se hizo célebre por el manejo de los votos obstaculizadores y la explotación de los votos independientes, especialmente después de que la afluencia de nuevos miembros incrementase el número de aquéllos que probablemente no tendrían un interés directo en determinados asuntos y por tanto votarían por razones ocultas o simplemente no votarían. El recurso a la ONU se convirtió, en consecuencia, en algo parecido a un juego, debido a la imposibilidad de prever las posniras de muchos de sus miembros. La decepción que produjo el funci~namiento de los órganos centrales de la ONU hizo que se acentuase el interés por el regionalismo. Aunque los autores de la Carta se habían inclinado hacia la opción del centralismo en oposición al regionalismo, no habían excluido totalmente a este último de su modelo. La Carta reconocía a las organizaciones regionales por dos vías. Afirmaba, en su artículo 51, el' derecho a la autodefensa regional, y de hecho autorizaba la creación de un sistema regional colectivo de defensa que era una alternativa al mecanismo del Consejo de Seguridad. Dentro de este artículo estaban comp~endidas alianzas. regionales tales como la OTAN, cuyo propósito fundamental no era el mantenimiento de la paz y el orden en el interior de su área, sino la defensa de ésta frente a amenazas exteriores. En segundo lugar, la Carta preveía, en su artículo 52, organizaciones regionales proyectadas para mantener el orden en la región y resolver las disputas que surgieran en ella. La Organización de Estados Americanos {que es objeto de un exa· men más detallado en la Parte Sexta de este libro) fue, no obstante, la única organización de este tipo que logró un grado bastante aceptable de eficacia en los primeros treinta años de existencia de la ONU, con el resultado de que el regionalismo no ofreció en este período ninguna alternativa real a los órganos centrales de la ONU como medio para mantener la paz en una región. Pero, aunque el Consejo de Seguridad no funcionó como sus autores habían preconizado y aunque las organizaciones regionales no habían conseguido ocupar ese vacío, la ONU llevó a cabo una actividad continua en operaciones de seguridad, desarrolló una serie de técnicas experimentales e incluso intervino -en el Congo- en una importante operación en la que desplegó un total de cerca de 100.000 hombres durante cuatro años. La intervención de la ONU en situaciones peligrosas iba desde misiones relativamente modestas para demostrar determinados hechos, reducir la tensión y ganar tiempo, hasta expediciones militares adiestradas y preparadas no sólo para defenderse, sino también para atacar a otros, pasando por operaciones mediadoras que requerían unidades militares pero no el uso de la fuerza militar. No puede definirse con precisión la línea que separaba un tipo de operación de otro. Así, las intervenciones de la ONU en Cachemira, Palestina y la guerra de Suez podían clasificarse como mediadoras, y en Corea y el Congo como militares, en tanto que sería discutible en cuál de las categorías debería incluirse la intervención en Chipre, o si debería incluirse en una categoría al principio y en otra en una etapa posterior. Pero la clasificación no es un indicador de la actividad, y la actividad de la ONU en el mantenimiento de la paz es innegable. Si la Sociedad de Naciones había sido criticada por su pasividad, la ONU llegó a ser criticada por su excesiva actividad. En la primera fase de esta actividad -la fase anterior a la guerra de Corea- el Consejo de Seguridad tuvo que hacer frente a situaciones derivadas de la guerra mundial: la per· sistente presencia de los rusos en Irán una vez vencido el plazo establecido por los acuer· dos de los tiempos de guerra, y la lentitud de las tropas británicas y francesas en proceder a la evacuación de Siria y Líbano. Estos asuntos fueron debatidos en el Consejo y resueltos

fuera de él sin más ni más. Los precedentes de recurso al Consejo quedaron establecidos en seguida. El Consejo declinó actuar en respuesta a una queja soviética relativa a la injerencia británica en los asuntos griegos mediante el envío de tropas británicas a Grecia, pero más tarde investigó quejas formuladas por Grecia en relación a la ayuda extranjera presta· da a los rebeldes griegos por parte de Yugoslavia, Bulgaria y Albania. Envió grupos de obser· vadores que, después de que se les negase el acceso a los lados no griegos de las fronteras en cuestión, emitieron un informe condenando a los enemigos de Grecia. El Consejo no puso fin a la lucha que estaba teniendo lugar (que sólo se detuvo cuando la ayuda estadouni· dense hubo reequipado al ejército griego y restablecido su moral, y cuando Yugoslavia, des· pués de la ruptura con la URSS y sus vecinos comunistas en 1948, dejó de ayudar a los rebeldes), pero la ONU había sentado un precedente de las investigaciones in situ, es decir, sobre el terreno donde se producía el conflicto, y podía afirmar que había contribuido a dilucidar y contener una situación potencialmente peligrosa hasta que ésta pudo ser eliminada por otros medios. Ejemplos de esta misma función volvieron a producirse en Indone· sia y Cachemira. En Indonesia, el Consejo logró establecer un alto el fuego que detuvo, temporalmente, la primera «operación de limpieza» de los holandeses contra los nacionalistas indonesios y consiguió un acuerdo temporal entre las dos partes por medio de un comité de conciliación. Aunque estos éxitos fueron, al principio, transitorios, la transfe .. rencia final de la soberanía de Holanda a la República de Indonesia al concluir el año 1949 contó con la mediación internacional. También en Cachemira la ONU negoció un alto el fuego y consiguió detener la lucha, aunque no logró asegurar una retirada de las tropas paquistaníes e indias que habían entrado en Cachemira, ni resolver la disputa política subyacente entre Pakistán y la India. Cachemira fue el primer ejemplo de una paradoja que más tarde llegaría a ser palmaria y grotesca: el hecho de que un alto el fuego y el cese de hostilidades podía obstaculizar la solución de disputas esenciales, al liberar a los contrincantes de la urgencia de llegar a un acuerdo para ahorrar vidas y dinero. Los observadores de la ONU, enviados a Cachemira en 1949, permanecían aún allí más de treinta años después. En Palestina, el último ejemplo ilustrativo de las operaciones de seguridad de la ONU antes de la guerra de Corea, emisarios de la ONU negociaron un alto el fuego, lo restablecieron cuando se rompió y ayudaron a conseguir acuerdos de armisticio. Los árabes e Israel, sin embargo, no firmaron la paz, y una Organización de Supervisión de la Tregua de la ONU hubo de quedar establecida en Oriente Medio durante más años de los que sus creadores habían previsto, viéndose ambas partes expuestas a que sus infracciones a la tregua fuesen descubiertas por un cuerpo imparcial de observadores. La guerra de Corea, que, al igual que otros acontecimientos a los que se hace referencia en este resumen de las actividades de la ONU, es objeto de un estudio más detallado en otra parte de este libro, era una prueba de un tipo diferente, puesto que se originó como consecuencia de un acto de agresión frente al cual no podía haber ninguna respuesta efi .. caz excepto el uso de la fuerza. Se invocó el capínilo VII de la Carta y el Consejo de Seguridad, en ausencia de la URSS, aprobó de hecho la acción estadounidense y encargó a Estados Unidos, que tenía fuerzas disponibles en Japón y en las aguas circundantes, que respondiese a la fuerza con la fuerza. La guerra de Corea se convirtió por tanto en una guerra dirigida por un general estadounidense responsable ante el presidente estadounidense y que actuaba como instrumento de la ONU. Otros quince estados, la mayor parte alia· dos de Estados Unidos por otras razones, enviaron unidades al campo de batalla, pero la mitad de las fuerzas terrestres reclutadas, el 93% de las fuerzas aéreas y el 86% de las fuer··

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zas navales, eran estadounidenses, y cuando los chinos invadieron Corea y la guerra evolucionó gradualmente hasta convertirse en una prueba de fuerza entre Estados Unidos y China (con el peligro de que se produjese un choque aún mayor entre Estados Unidos y la URSS, cuya ayuda al bando comunista no era en absoluto una posibilidad remota), muchos miembros de la ONU comenzaron a darse cuenta de que los motivos por los que la ONU había intervenido en la guerra se habían perdido de vista y de que ninguna ope· ración futura de la ONU debía ser dirigida de la misma forma. Durante más de una década después de la guerra de Corea se consideró como un axioma que las grandes potencias no debían ser inviradas a combatir para contribuir a operaciones de la ONU, un axioma solamente soslayado en Chipre por la evidente ventaja que suponía utilizar las fuerzas británicas ya presentes en la isla. Corea se convirtió por lo tanto en una excepción. Pero su contribución a que la ONU fuese clasificada como una organización dispuesta a llevar a cabo acciones, en oposición a la Sociedad de Naciones, que no lo había hecho en Manchuria veinte años antes, no debe ser infravalorada. La siguiente operación de importancia -la intervención de la ONU en Suez en 1956fue una operación coordinada de potencias medianas puesta en marcha por la Asamblea General y colocada bajo el control ejecutivo del secretario general. Las fuerzas, que fueron reclutadas y enviadas a la zona con sorprendente rapidez, estaban equipadas y prepa· radas para la autodefensa pero no para el ataque: diez naciones aportaban tropas. Su lle· gada y despliegue estaban asegurados de antemano gracias a un acuerdo con Egipto (necesario, puesto que la operación entraba dentro el ámbito del capítulo VI de la Carta relativo al arreglo pacífico de las disputas, y no era una acción de fuerza regulada por el capítulo VII) y gracias al conocimiento de que los gobiernos británico y francés no harían uso de su poder para oponerse a ellas. Una vez que Estados Unidos hubo detenido el ataque anglo-francés a Egipto, la ONU fue utilizada para forzar la retirada de las fuerzas anglo-francesas, para vigilar las áreas en conflicto a lo largo del canal de Suez y, de paso, para abrir el canal, que los egipcios habían bloqueado al ser atacados. La paz fue restable· cicla por mediación de la ONU después de que Estados Unidos hubieran demostrado una voluntad de detener la lucha que ni Gran Bretaña, ni Francia, ni Israel podían negar. El papel de la ONU en esta crisis fue desempeñado dentro del marco de la seguridad colec· tiva, pero de hecho era algo diferente. Los defensores de la seguridad colectiva, ya en la Sociedad de Naciones o en la ONU, preveían la formación, en virtud de compromisos preexistentes, de una fuerza aplastante para disuadir o detener a los infractores. En 1956 en Suez, los infractores no fueron detenidos por tal demostración de fuerza colectiva, sino por Estados Unidos. La fuerza colectiva enviada a la zona no hubiera podido combatir contra los agresores anglo-franceses o israelíes, ni era ése su cometido. Estaba proyectada, no para expulsar a los intrusos, sino para mantener alejadas a las grandes potencias, y el nombre que se ha dado a este tipo de actividad ha sido el de diplomacia preventiva. El objetivo de Hammarskjold era anticiparse, mediante la presencia de la ONU, a la incur· sión de los estadounidenses y los soviéticos en la zona del conflicto, y sus experiencias en Suez forjaron su política en el Congo cuatro años después. Algunas de las limitaciones de acciones de este tipo quedaron demostradas cuando, en 1967, las fuerzas de la ONU se retiraron a raíz de una brusca petición de Egipto (véase capítulo IX). Otras quedaron demostradas simultáneamente a la guerra de 1956, cuando la URSS se negó a admitir ni siquiera una visita personal a Budapest de Hammarskjold. En el tiempo transcurrido entre el asunto Suez y el del Congo -un período inferior a cuatro años- se recurrió de nuevo a la ONU en Oriente Medio y se requirieron sus servi·

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dos como observadora y mediadora. En 1958, el gobierno libanés se quejó de injerencia de la República Árabe Unida en sus asuntos internos, y reclamó la ayuda de las tropas estadounidenses. La ONU envió unos cuantos grupos de observadores móviles para ins· peccionar e informar sobre lo que estaba ocurriendo a lo largo de las fronteras del Líbano, y posteriormente amplió su misión al objeto de poder sustituir a las unidades estadounidenses, cuya presencia se había convertido en una molestia para todos los implicados, incluyendo a los propios estadounidenses. La ONU, así pues, aclaró una situación confusa, mitigó las tensiones y finalmente preparó el terreno para una vuelta a la normalidad. Esto suponía una adaptación de experiencias anteriores. Algo similar se hizo en Laos en 1959; en Irán occidental, en 1962-1963, cuando la presencia de la ONU facilitó su trans· ferencia de Holanda a Indonesia; en Borneo del Norte y Sarawak, en 1963, cuando inves· tigadores de la ONU informaron de que los habitantes de estos territorios no se oponían, como alegaba Indonesia, a la creación de Malasia; en Yemen, en 1963-1964, cuando una situación tan oscura como discutible fue clarificada hasta cierto punto por observadores de la ONU; y, asimismo, algo parecido ocurrió entre 1956 y 1960 en que la ONU averi· guó cuáles eran los deseos de los territorios fideicomisarios de Togo y Camerún cuando las potencias administradoras estaban a punto de retirarse. La participación de la ONU en el Congo fue una consecuencia de la precipitada retira· da belga y de la rebelión que se produjo pocos días después en el seno del ejército congoleño, a causa de la cual los belgas regresaron para proteger a sus compatriotas, la provincia de Katanga pretendió separarse y el gobierno congoleño acudió a la ONU en busca de ayuda para mantener el orden, asegurar los servicios esenciales, hacer salir a las fuerzas extranjeras y lograr que el nuevo Estado permaneciera unido. Esta participación tenía por lo tanto, desde el principio, una mezcla de aspectos internacionales e internos. Era internacional en la medida en que pretendía expulsar a los belgas e impedir que rusos y estadounidenses se involucrasen (otro ejemplo de diplomacia preventiva). Pero también era interna en la medida en que las fuerzas de la ONU estaban llenando el vacío creado por la rebelión o por la insuficiencia de las propias fuerzas del gobierno congoleño y, además de asegurar la ley y el orden, se vieron implicadas en el mantenimiento de la integridad del nuevo Estado al evi· tar la separación de parte del mismo. Hammarskjold utilizó su derecho, establecido en el artículo 99 de la Carta, de llamar la atención del Consejo de Seguridad sobre el tema. En los cuatro años durante los cuales la ONU actuó en el Congo, se emplearon unas fuerzas que contaron con un promedio de 15.000 hombres y llegaron a alcanzar un máximo de 20.000 (con un coste total superior a los 400 millones de dólares, de los cuales Estados Unidos pagó el 42% y la URSS nada), cuyo objetivo era mantener el orden, evitar la guerra civil y, lo que es más discutible, obligar a Katanga a reconocer la autoridad del estado congoleño. Las operaciones que las tropas internacionales de la ONU llevaron a cabo se basaban en el capítulo VI de la Carta. El capítulo VII nunca fue invocado explícitamente, aunque las circunstancias cambiantes dieron lugar a una situación muy parecida a una acción de fuerza, prevista en este capítulo. El Consejo de Seguridad inició estas acciones, pero fueron dirigi· das por el secretario general y por potencias de categoría intermedia. Una vez más, sólo a estados de rango medio se pidió que contribuyesen con unidades de combate y se concedió el control ejecutivo al secretario general. Éste creó un comité consultivo ad hoc de representantes de los países que habían aportado tropas, para que le ayudasen a interpretar las directrices generales dadas por el Consejo de Seguridad y a aplicarlas a las circunstancias del momento. Actuando de este modo, la ONU se convirtió en el factor fundamental para proteger la unidad y la integridad del nuevo Estado y evitar

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(1947) (1947) (1948) (1949) (1949) (1949) (1950-53) (1957) (1958) (1960) (1962) (1963) (1964) (1965) (1973) (1975) (1977) (1978) (1980) (1988)

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MOZAMBIQUE (30)

21 UNllMOG (1988) a 22 UNAVEM 1 & 11 (1988-91) 23 UNTAG 11 (1989) 24 ONUCA (1989) 25 ONUSAL (1991) 26 MINURSO (1991) 27 lJNIKOM (1991) 28 UNAMIC (1991) 29 UNTAC (1991) 30 ONOMOZ (1992) 31 UNPREDEP (1992) 32 UNPROFOR 1 & 11 (1992-93) 33 UNOSOM 1 & 11 (1992-93) 34 UNITAF (1992) 35 UNMIH (1993) 36 UNOMUR (1993) 37 LJNAMIR (1993) 38 UNOMIL (1994) 39 UNAVEM 111 (1995)

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4.1. Mapa de las misiones de Naciones Unidas (véase Apéndice, pág. 739, para más infonnación lllisiones).

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OCÉANO PACIFICO

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intervenciones extranjeras y tal vez un choque entre las grandes potencias; también alivió la angustia del pueblo al contener la guerra civil, reducir al mínimo el derramamiento de sangre, ayudar a los refugiados y suministrar una serie de servicios médicos, administrativos y de otro tipo; pero a corto plazo se debilitó, al ganarse la hostilidad de las grandes potencias, que desconfiaban del aumento de la autoridad del secretario general, desaprobaban sus objetivos y acciones en algunas ocasiones, y se resistían a pagar el precio que se les pedía para el mantenimiento de la paz. Pero si las grandes potencias no iban a permitir que la ONU actuase en defensa de la seguridad internacional, tendrían que asumir ellos mismos el papel de policías, ya fuera conjuntamente o por separado, o bien permitir cierto grado de desórdenes en el mundo, dentro de los límites de la prudencia. Se encontraban de hecho ante un dilema, ya que, por un lado, no se atrevían a tolerar demasiado desorden intemacional y, por otro, eran reacios a aprobar el crecimiento de una autoridad internacional para el mantenimiento de la paz con competencia independiente y propia; y la única salida a este dilema era utilizar la maquinaria de la ONU que ellos mismos habían construido en un principio y que les capacitaba para actuar por delegación en lugar de directamente, y al mismo tiempo poner freno a algunas operaciones concretas. La solución a su dilema era disponer de una ONU capaz de actuar de un modo razonablemente eficaz, pero no demasiado eficaz, en el mantenimiento de la paz; disponer de una fuerza de mantenimiento del orden competente pero subordinada, y cuyos deseos de llegar a ser más competente no serían satisfechos si ello suponía alejarse seriamente de la subordinación. Esto era lo que el mundo tenía en 1945, lo que seguía teniendo en 1980 y lo que parecía que iba a tener durante el resto del siglo. Las limitaciones quedaron sobradamente demostradas en 1982 cuando dos estados, Argentina y Gran Bretaña, fueron a la guerra para defender sus respectivas reclamaciones irreconciliables en tomo a la soberanía de unas islas de pobre valor para ambos (véase capí· tulo XXVI). La intervención Argentina fue sin lugar a dudas, desde la perspectiva británi· ca, una ruptura de la Carta. Aunque solamente ha sido una de las 150 guerras que han asolado el mundo desde 1945, la guerra de las Malvinas tuvo una especial repercusión dado que fue la única guerra deliberadamente emprendida por dos miembros de la ONU. Fue también la primera guerra emprendida por un Estado europeo diferente de la URSS desde que Francia abandonara sus pretensiones imperialistas en Argelia una generación antes. La invasión argentina de las Malvinas fue una flagrante ruptura de las obligaciones aceptadas por cada uno de los Estados miembros de la ONU. Gran Bretaña reclamó que esta agresión entraba dentro del artículo 51 de la Carta (dejando en suspenso el artículo 2) por el cual se permite a un Estado miembro cualquier acto de guerra en defensa propia. Esta reclamación no deja de ser problemática. Ni en la Carta ni en ningún otro sitio se definía la defensa propia, de modo que aquí existe un zona oscura entre la idea de defensa propia y la repre· salia. El gobiemo británico declaró inmediatamente su intención de recobrar las islas por la fuerza si fuera necesario y no perdió tiempo en preparar los medios para hacerlo. Por otra parte, si la defensa propia iba a ser interpretada de un modo estricto, esto permitía mante· ner que ésta no va más allá de la respuesta en el mismo momento del ataque, con las fuer¡:as disponibles, en el punto del ataque. La cuestión es discutible, menos clara que los argu· mentos que la parte británica escogió para presentarla. Pero cualquier consideración sobre la verdad legal de este asunto puede ser sólo afirmada confidencialmente dado que las con· sideraciones políticas se sobreponían sobre cualquier otra y que, a pesar de las advertencias que podían haber sido hechas por un número de abogados compententes (si se hubiese buscado), el gobierno británico no podía haber actuado de otra manera de como lo hizo.

La guerra por las Malvinas fue un revés para la ONU como organización y para sus aspiraciones de encamar un orden mundial. A causa de este revés los primeros agresores fueron totalmente culpados, pero el gobierno británico no pudo escapar al compromiso de demostrar que en una crisis un potencia no se va a conformar con la diplomacia de la ONU Y subordinará el papel de la ley y sus obligaciones contraídas con la Carta a sus pro· pios objetivos de prestigio y afirmación nacional. Esto en 1982 no supuso una gran sos· presa, pero no era lo que la generación de 1945 había esperado. Un golpe más serio al papel de la ley en los asuntos internacionales siguió cuando en 1986 Estados Unidos lanzó un potente ataque naval y aéreo contra Libia. La excusa para el ataque fue la explosión de una bomba en un night-club en Berlín-Oeste. Dos personas fueron asesinadas. Los autores del atentado eran palestinos. Los mensajes enviados a tra· voés de la Oficina del Pueblo Libio (embajada) en Alemania del Este fueron intercepta· dos y descifrados y revelaron la implicación oficial de Libia. La naturaleza precisa de esta participación era dudosa, puesto que la publicación de las versiones inglesas de estos mensajes parecían no tanto traducciones como paráfrasis. Sin embargo, el apoyo de Libia a los grupos palestinos para el uso de la violencia era indiscutible. La administración estadounidense buscó un acuerdo para el uso de bases aéreas en Gran Bretaña y el dere· cho para sobrevolar Francia: lo primero estaba garantizado, lo segundo no. El ataque fue en un primer momento descrito como una represalia o respuesta, pero más tarde como un acto de defensa propia dentro del artículo 51 de la Carta de la ONU. Era un acto de guerra en clara violación de las obligaciones aceptadas mediante el Tratado por todos los firmantes de la Carta (la apelación al artículo 51 era tan insustancial como simple para añadir hipocresía a la ilegalidad) y también en contra de las leyes de guerra que, mil años antes de la Carta, habían prescrito que la fuerza usada en una acción de castigo no debía ser desproporcionada al ataque que la había motivado. La acción fue aplaudida por el pueblo estadounidense, que, como su presidente, se sintió ultrajado y frustrado por crímenes tales como la explosión de la bomba en Berlín, el secuestro del Achille Lauro (véase p. 372) y otros más. Incapaz de detener a las pequeñas bandas responsables de estos crímenes, la administración de la ONU decidió calificar a ciertos estados (Libia, Siria) como organizaciones «terroristas» y así proclamar el derecho a ataq1rlos. El ataque era un acto político amparado en la deficiencia de las leyes y obligaciones internacionales, pero en la creencia, o la esperanza, de que su naturaleza política podría disimular y condonar su ilegalidad. Esto no fue bien calculado. Lógicamente no tuvo ningún efecto en aquellos fervientes grupúsculos que necesitando pocas armas y dinero podían permanecer en activo tanto si las ciudade_s libias eran bombardeadas como si no. El mismo Gadafi nunca fue ni asesinado ni derrocado y tampoco pareció ser intimidado¡ los enemigos internos que habían sido alentados a intrigar contra él a causa de los problemas económicos de Libia decayeron finalmente en su oposición. Otros líderes árabes, incluyendo a quienes disgustaba Gadafi por ser una advenedizo y una molestia, se volvieron a aliar con él¡ un intento estadounidense para comprometer al presidente Mubarak en el ataque de un modo serio, quizá permanentemente, debilitó su posición (como Carter, sin intención pero fatalmente, había minado la posición de Sadat en Camp David); la opi· nión pública árabe dio a Gadafi su incondicional simpatía como una víctima de la fuerza bruta. Los aliados europeos de Washington, con la notable excepción del primer ministro británico y algunos de sus colegas, estaban espantados con lo que ellos consideraron una locura política, pero enmudecieron en su crítica pública a Reagan a causa de su propia debilidad al responder a las intromisiones letales "de Gadafi; eran remisos para

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aplicar (de modo alternativo y legítimo) medidas económicas en tanto que las sanciones económicas contra Libia podían minar su negativa al uso de tales sanciones contra Sudáfrica. En Gran Bretaña, el deseo del primer ministro de permitir el uso de bases británi· cas cuestionó el acuerdo secreto angloestadounidense que regulaba su uso, especialmente para operaciones que no cabían en la mente de nadie cuando el acuerdo fue firmado y que no tenían nada que ver con la OTAN. Sin embargo, como muchos actos de violencia, el ataque estadounidense cambió poco y acentuó algunas tendencias de entre las cuales las más importantes fueron: primero, la decreciente habilidad para solventar en vez de agravar las agitaciones del Oriente Medio y, en segundo lugar, la declinante habilidad de los británicos para decantarse entre un papel menor -incluso humillante y ahora impopular en la alianza anglo-estadounidense y una más sincera alianza con la Comu; nidad Europea-. En última instancia, la acción estadounidense fue una extr~mada falta de cálculo político. Por otra parte era un anhelo compartido por todos, al que la administración estadounidense respondió, el encontrar un camino para vigilar los asuntos internacionales, incluso alguna tendencia a anteponer el orden a la ley. Pero al asumir ese papel de vigilancia, Reagan se encontró de frente con el hecho de que, no sólo el blo· que comunista, sino que tampoco eI mundo árabe, rii Asia, ni África, ni, por más sorprendente que pareciera, Europa occidental estaban preparados para encargar ese papel a Estados Unidos. Después del ataque ellos eran los mertos deseosos. Así pues, la acción quitó no solamente legitimidad, sino también apoyos y defensores. La intervención esta· dounidense en Nicaragua y Panamá (véase capítulo XXVII) subrayó la dificultad de encontrar el deseado policía que tomase a su cargo el trabajo más duro y al mismo tiempo se mantuviera dentro de la ley. La revolución en la URSS efectuada por Gorbachov cambió esta situación enterrando la guerra fría, obligando a las superpotencias a cooperar en los asuntos internacionales en lugar de enfrentarse una a otra por principio e introduciendo por primera vez, además, desde 1945, el compromiso de hacer funcionar la Carta como ésta había sido prevista que funcionase en los asuntos relativos al mantenimiento de la paz y la defensa de la ley. La primera prueba llegó con la invasión de Irak y la anexión de Kuwait en 1990. Esto supuso una flagrante acto de agresión y suscitó la cuestión que había sido planteada en numerosas ocasiones anteriores, incluyendo la ocupación argentina de las islas Malvinas y el ataque del mismo Irak contra Irán diez años antes: una acción de respuesta debería tomarse por mediación de la ONU o fuera de la misma. El presidente Bush se inclinó por ambas. Envió un gran número de fuerzas a Arabia Saudí y recurrió a Ia ONU para que impusiese sanciones a lrak. Ambos tipos de medidas fueron internacionales en el sentido de que numerosos estados participaron en las dos, pero sólo la última era propiamente de la ONU. La primera era una intervención de Estados Unidos al margen de la Carta. No entraba en conflicto con los términos de la Carta, pero Io haría si las fuerzas se usasen para hacer la guerra de un modo diferente al que apoya las resoluciones de la ONU, a requerimiento de la ONU y bajo un sistema de mando establecido por la ONU. El Consejo de Seguridad consideró la acción bajo el capítulo VII de la Carta. Este capítulo entra en funcionamiento cuando el Consejo mismo determina una amenaza con· tra la paz, una ruptura de la paz o un acto de agresión. Si el Consejo lo hace así, puede prescribir acciones de dos clases: medidas que no suponen el uso de fuerzas armadas (artícu· lo 41) y acciones con fuerzas de tierra, mar y aire (artículo 42: el bloqueo entra dentro de este artículo). En el caso de medidas correspondientes al artículo 41, el Consejo llamar a miembros de la ONU para aplicar tales mediadas y (por el artículo 25) ellos

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obligados a cumplir. No hay tal obligación en el caso de las medidas correspondientes al artículo 4 2. En una serie de resoluciones adoptadas durante el mes de agosto, el Consejo de Seguridad exigió, por unanimidad, la salida inmediata de Irak de Kuwait y un acuerdo nego· ciado; impuso, por treinta votos contra dos, un embargo comercial, financiero y militar {se exceptuaron específicamente los suministros médicos y se dispuso permitir el abaste· cimiento de comida por causa humanitaria que fuera gestionada por un comité del Con· sejo); declaró, unánimemente, que la anexión de Kuwait era nula e inválida; exigió, también unánimemente, que lrak abandonara y facilitara la inmediata salida de Kuwait de todos los ciudadanos de terceros países; y autorizó, por treinta vot~s contra dos, el uso de la fuerza para hacer efectivo el embargo, si fuera necesario, interceptando e inspeccio-nando los barcos mercantes. Estas primeras resoluciones establecieron sanciones contra lrak y el uso de la fuerza para llevarlas a cabo, pero no el uso de la fuerza con otros propósitos. Otras resoluciones definieron y regularon las acciones de la ONU, culminando en una duodécima resolución del 29 de noviembre en la cual, autorizando el uso tras el 15 de enero de 1991 de todas las medidas necesarias para llevar a cabo los objetivos expuestos en las primeras resoluciones, se sancionaba el recurso a la guerra. Los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña mantuvieron que, resoluciones apar· te, estaban en su derecho, según el artículo 51 de la Carta, de usar la fuerza militar con· tra Irak, pero esta controversia era casi ciertamente falsa. El artículo 51 es uno de los menos satisfactorios de los de la Carta. Garantiza expresamente el derecho propio de un Estado para defenderse pero no hace ningún esfuerzo para delimitar lo que es autodefensa y lo que es represalia y, usando la frase «autodefensa individual y colectiva» incurre en ambigüedad. Hay dos asuntos distintos que se deben considerar antes de que el artículo 51 pueda legítimamente ser invocado: el primero es el problema de si la acción propuesta o emprendida es defensa o represalia (era la cuestión planteada en el caso de las Malvinas) y, en segundo lugar, el significado y alcance del término «colectivo» en el artículo 51. Autodefensa colectiva, además de ser una contradicción en los términos, implica que un ataque de un miembro de la ONU debe ser respondido por otras fuerzas distintas a las del Estado atacado. Ellas son, presumiblemente, las fuerzas aliadas, pero ello abre la cuestión de si la alianza debe estar creada en el momento del ataque o debe serlo tras el mismo. Considerando este enigma es necesario volver a las circunstancias en las cuales el artícu· lo 51 fue redactado y adoptado en San Francisco en 1945. Fue un añadido de última hora en la redacción de la Carta y fue diseñado para satisfacer las preocupaciones de los miembros de las alianzas regionales existentes (la Organización de Estados Americanos y la Liga Árabe), que temían que firmando la Carta invalidarían los convenios regionales de ayuda mutua contra la agresión. Es evidente que un ataque a un miembro de la ONU debía ser respondido por los socios regionales de la víctima de acuerdo con las disposiciones de la alianza regional, pero no es evidente -ni fácilmente arguible- que estados que no tie· nen una relación relevante con la región en ese momento deban inte.rvenir con la fuerza. La interpretación más amplia permitiría a cualquier Estado lanzarse a una simple disputa declarándose un aliado de una víctima de agresión, con el resultado de que cada amenaza de o para romper la paz se convertiría en una invitación a la acción militar por los auto· denominados guerreros blancos -o rojos o negros- bajo la simple condición de que la víc· tima de la agresión estaba preparada para dar la bienvenida a esta acción. Por lo que se refiere al orden mundial y a la utilidad de la ONU, el ataque de lrak sobre Kuwait sirvió para reanimar los mecanismos de la ONU, probando sus fuerzas y mostran-

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do sus debilidades. El uso de la Carta por parte de Estados Unidos fue posible por el atrevido acuerdo entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, y particularmente entre Estados Unidos y la URSS, pero pocos en Washington creyeron que la acción bajo el capítulo VII podría por sí mismo restaurar la independencia de Kuwait o anticiparse a otras posibles agresiones de lrak contra, por ejemplo, Arabia Saudí. Estados Unidos, por consiguiente, estableció en Arabia Saudí una poderosa fuerza que, mientras pudiera por su presencia en el área reforzar la coacción aplicada por la ONU, estaba evidentemente capacitada para atacar a Irak y muy probablemente para ser usada para derrocar el régimen iraquí tanto como pa~a restaurar el régimen kuwaití. Esta demostración del propósito y poder estadounidenses fue un acto unilateral que había dado soporte internacional asegurando la participación del país anfitrión y de otros numerosos estados en y más allá de Oriente Medio. Fue también una expresión de la desconfianza en la eficacia de los mecanismos y procedimientos de la ONU. La tentativa hecha en 1945 por las Naciones Unidas para cambiar la responsabilidad de la guerra desde las manos peligrosas de la nación a las manos más prudentes de la comunidad de naciones había sido obstruido por dos cosas: la gue1ra fría y el desarrollo natural de la guerra. La guerra fría socavó la existencia de una comunidad global de naciones y negó las disposiciones de la Carta para conjuntar y usar la fuerza internacional. El desarrollo de las armas atómicas, químicas y de nuevos tipós sobrepusieron a la cuestión de quién sería autorizado a utilizar fuerzas armadas a la cuestión de si el uso de tales fuerzas era aceptable o justificable o incluso eficaz en relación a propósitos específicamente políticos o militares. La crisis de Kuwait fue prolongada de un modo apenas imaginable en el siglo anterior por la perplejidad por el uso de la fuerza armada y una creciente corriente de opinión contra el recurso a lo que la guerra había llegado a ser. Había, como siempre había habido, tres caminos principales de vencer a un enemigo: privarle de comida, asustarle o golpearle. El capítulo VII de la Carta es la versión moderna del asedio, usando privaciones para asegurar la rendición pero manteniendo en reserva, como hacían los sitiadores, la fuerza directa para apoyarlo y afianzarlo. Pero un embargo de acuerdo con el capítulo VII es, como asedio de guerra, posiblemente lento y, en última instancia, inefi· caz: los sitiadores, en algún momento se marcharon. El huésped estadounidense instalado en Arabia Saudí era una alternativa, una segunda baza. Fue intentado para asustar a Saddam Hussein o, si no se atemorizaba, para golpearle. Puso al descubierto que si las medidas del capítulo VII fallaban o no funcionaban suficientemente rápido, Estados Unidos y aquellos que pensasen igual podrían utilizar la fuerza antes que aceptar darse por vencidos. A medida que la crisis se desarrollaba mes tras mes también lo hacía el dilema entre los dos objetivos para castigar al infractor de la ley y resolver la crisis: el recurso a la guerra y el recurso a la diplomacia. La violación de la Carta por Saddam Hussein produjo la crisis. La primera resolución del Consejo de Seguridad le exigió expiar su ofensa y retirar· se de Kuwait. Requirió también la discusión de las cuestiones en disputa entre Irak y Kuwait. No decía nada acerca de los plazos de esos dos requerimientos. Saddam Hussein proclamó reiteradamente que no se movería de Kuwait, a pesar de que expresó su buena voluntad para participar en una conferencia general sobre los asuntos de Oriente Medio con una agenda de la que no sería excluida Kuwait. Estados Unidos y alguno de sus socios reusaron considerar ningún asunto antes de una retirada total e incondicional de lrak. Esto equivalía al rechazo de la diplomacia al mismo tiempo que el rechazo a la retirada. Fue una táctica de alto riesgo que daba una absoluta prioridad a la rendición por encima

de la negociación, exponiendo una guerra que -aunque causada en primera instancia por la agresión de lrak- sería provocada, en un segunda instancia, por la obstinación de los protagonistas. En una situación como ésta, Bush sufría una doble desventaja. Como jefe en una democracia y como jefe de una ad hoc alianza estaba mucho más limitado que su autocrático adversario, el cual podía tomar mucho menos en cuenta, o ninguna, la opinión popular o las reservas de los socios. El abrumador poder de Estados Unidos supeditaba el uso de este odioso poder para gran parte de la opinión pública y apenas reconciliable con la largamente establecida ley que, durante más de mil de años, había decretado que el uso de la fuerza debía ser proporcional al objetivo que quiere ser conseguido. El des· lizamiento hacia la guerra estuvo acentuado por las tácticas estadounidenses de reforzar una política de sanciones con un despliegue considerable de fuerzas armadas cuyo coste era insostenible durante un largo período y que no podía regresar a casa sin una inequívoca victoria: Bush adoptó medidas que eran insostenibles económica y políticamente. Que Estados Unidos desempeñara el papel principal en las tareas de la ONU fue adecuado y conveniente. Pero Bush hizo más y menos a la vez. Condujo simultáneamente una operación norteamericana que ensombreció la tarea de la ONU casi hasta el punto de borrarla; y en la operación ligó la fuerza y la amenza de la fuerza a la exclusión de la diplomacia, incluso insistiendo en que las conversaciones bilaterales en Washington y Bagdad que propuso en diciembre debían parar cualquier cosa que pudiera calificarse como negociación. Por tanto llegó a una posición en la que él estaba exigiendo el cumplimiento incondicional de las resoluciones de la ONU que ni las mismas solicitaban. Durante la guerra fría, el papel de la ONU en el mantenimiento del orden mundial y el sostenimiento de la ley internacional había sido eclipsado, pero la guerra fría había pro• visto a la ONU con un coartada para sus ineficacias. La crisis de Kuwait, la primera crisis importante tras el final de la guerra fría, reanimó la ONU (Estados Unidos. era además el primero en acoger este cambio) pero mostró también que la nueva libertad de la ONU para llevar a cabo su papel central en los asuntos mundiales aún podía ser obstaculizada por sus más poderosos miembros y tendría que ser llevada a cabo sin las excusas que proporcionaba la guerra fría. La libertad de maniobra de la ONU podría haber llegado a ser inútil o -peor- catastrófica si ésta fuera a significar libertad para exigir una rendición incondicional. Forzando las resoluciones de la ONU más allá de los objeti~os explícitamente previstos en ellos, y dirigiendo supuestamente operaciones de la ONU, sin hacer referencia a las mismas, los Estados Unidos engañó a las Naciones Unidas y las debilitaron a la vez que, sin embargo, cumplía algunos de sus objetivos. Las intenciones estadounidenses -el derrocamiento de un régimen bárbaro que, entre otras cosas, había violado la Carta y las leyes de las naciones- ~ran perfectamente aprobadas, pero los métodos usados demostraron algo diferente: el poder y la violencia del gobierno de una pequeña nación en el contexto de una amenaza para sus propios intereses nacionales. La acción internacional y el orden estaban subordinados a un objetivo nacional con consecuencias para la ONU, la cual era, en el mejor de los casos, ambivalente. La guerra del Golfo tuvo una segunda consecuencia de pocencialmente mayor alcance. Por la resolución 688 de 1991, el Consejo de Seguridad afirmó que la situación en lrak era una amenaza para la paz internacional y exigió el acceso de organizaciones humanitarias a distintas partes de Irak en donde las minorías estaban siendo denigradas. Exigió también el derecho a patrullar y controlar esas áreas. Ya que la guerra estaba en ese punto terminada, en el sentido de que Irak había sido derrotada, el Consejo estaba implícitamente formulando una salida semioculta -el conflicto entre las obligaciones de

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la ONU para las normas de conducta [por ejemplo en los a.rtículos 1 (3) y 55 de la Car· ta] y la prohibición, artículo 2 (7), contra la intervención en asuntos esencialmente domésticos de un Estado, excepto en las circunstancias definidas en el capítulo VII de la Carta-. En el cumplimiento de la resolución 688, una fuerza internacional integrada por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia mantuvo las presiones sobre lrak, delimitó las áreas de los kurdos y los chiítas en el norte y el sur de lrak, respectivamente, como áreas de exclusión para la aviación iraquí y el uso de las bases aéreas turcas para sus ope· raciones en el norte. (Los turcos estaban deseosos de impedir que los refugiados kurdos entraran en Turquía y que los grupos armados kurdos reforzaran a los kurdos establecidos en Turquía. Turquía incluso invadió el norte de lrak con la excusa de que era un auténtico caos y una amenaza para la seguridad.) La resolución 688 tenía un enunciado más discutible en el Consejo de Seguridad que las primeras resoluciones para agitar la guerra contra la invasión iraquí de Kuwait. Tres miembros del Consejo se opusieron y dos se abstuvieron. Sin embargo, creó un problema que no había sido formalmente discutido durante la guerra fría y que se había hecho preciso sólo en la guerra del Golfo. · De todos modos, una intervención de este tipo y a partir de esas premisas llegaría a ser un precedente legítimo de las que dependerían las acciones futuras del Consejo de Seguridad en circunstancias parecidas. Las circunstancias relevantes incluían tres factores·más allá de los hechos de un caso particular: el desarrollo de la ley internacional y sus interpretaciones; el número de demandas simultáneas a la ONU; y las prácticas de la ONU en relación a la intervención para mantener la paz, el envío de ayuda humanitaria y el hacer valer las normas humanitarias. La ley relativa al conflicto armado fue revisada y recodificada tras la Segunda Guerra Mundial en las cuatro Convenciones de Ginebra de 1949 y los dos Protocolos de Ginebra de 1972. El término «conflicto armado» implicaba en sí mismo una extensión de la ley más allá de un estado de guerra. Esas convenciones y protocolos actualizaron la ley en detalle y prescribieron sanciones penales para «graves violaciones» pero fallaron a la hora de establecer mecanismos efectivos para imponerlas. De los dos protocolos, sobre conflicto armado internacional y sobre conflicto armado interno, el segundo fue drásticamente mutilado antes de ser aprobado y ratificado por los más poderosos Estados (aunque no por todos). La mayor parte de los estados aprobaron sus disposiciones, pero temían su aplicación a ellos mismos o a sus amigos en un incierto futuro. Las demandas a la ONU se habían incrementado dramáticamente desde finales de los ochenta. En los cinco años desde 1988 el mantenimiento de la paz y la supervisión de operaciones por parte de la ONU cuadruplicó en volumen y sus costes se elevaron. En el momento en que la ONU se implicó con más fuerzas en los conflictos de Yugoslavia, donde 32 Estados habían contribuido con 25.000 soldados, las fuerzas desplegadas por la ONU en todo el mundo alcanzaban a más de 50.000, en lugar del tope de 10.000 de décadas anteriores, y su coste era ya de tres billones de dólares. La ONU fue fuertemen· te presionada para reclutar el número de soldados requeridos pero sus miembros no se mostraban muy dispuestos a hacerse cargo de su parte consignada en los costes. Este incremento en la demanda de un orden mundial no venía ocasionada solamente por el oportuno cese de la guerra fria, sino también por una redefinición del tipo de orden que debía ser asegurado y de cómo la ONU debía llevar a cabo esta tarea. El orden mundial no significaba ya sólo detener las guerras entre los estados. También significaba respon· sabilizarse del orden interno en un impreciso límite en que el desorden amenazase la mis-

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ma paz internacional, o se transgrediesen gravemente las normas humanitarias estable· cidas por las leyes y convenciones internacionales. A consecuencia de la guerra del Golfo, la difícil situación de los kurdos, al norte de lrak, y de los chiítas, al sur, clamaba por la intervención internacional; en parte, a causa de la atroz conducta de Saddam Hussein contra ellos, y en parte, porque éstos habían sido animados por Estados Unidos a rebelarse sin éxito contra su gobierno: dos millones de kurdos se encontraban en fuga en un duro terreno y en condiciones atmosféricas espantosas y se les había negado el asilo en las misma frontera con Turquía. Esta situación planteaba la cuestión del derecho de la ONU a intervenir por la fuerza en un Estado miembro por razones humanitarias y esto se hizo en un momento en que otros desastres, sobre todo Somalía y Yugoslavia, estaban demandando la atención de la ONU y de su nuevo secre· tario general Boutros Ghali. La resolución 688 del Consejo de Seguridad tomada, sin tener en cuenta el capítu· lo VII de la Carta y de un modo ostensible dejando a un lado el artículo 2 (7), para el uso de la fuerza aérea y (en el norte) tropas terrestres con el fin de proteger a las minorías ame· nazadas dentro de lrak, rompía con el artículo 2 (7) como poco, o la situación caía den· tro del capítulo VII -en cuyo caso el artículo 2 (7) no se aplicaba en su estricta formulación- o las circunstancias que daban lugar a la intervención podían clasificarse como ajenas esencialmente a la jurisdicción interna de lrak. Para la última proposición podían ser aducidos una serie de argumentos, vigorosos pero poco concluyentes. El primero era que el artículo 2 (7) estaba en desacuerdo con otras provisiones de la Carta -por ejemplo los artículo 1 (3) y 55- que imponía a las Naciones Unidas el compromiso de defender los principios humanitarios. El segundo era que la palabra «interna» tenía que ser interpretada por la importancia más que por la localización de las brutalidades que debían ser remediadas: que, por ejemplo, actuaciones lindando con el genocidio pueden no ser propiamente nombradas como internas. Un tercera era que actos que contraviniesen directamente las convenciones internacionales firmadas por el Estado infractor daban el dere· cho a una intervención internadonal. La intervención internacional en lrak fue una reacción a una serie de circunstancias, eventualidades y emociones (incluyendo la compasión y la vergüenza). No estaba claramente legitimada. La protección a los kurdos y chiítas era aventurada. Era también relativamente fácil, puesto que las Naciones Unidas estaban ya en guerra y habían derrotado a lrak, y los costes no eran difíciles de calcular. Si el destino de los kurdos podía aceptar· se como parte del espíritu de la Carta esto sólo podía ser determinado por el tiempo. De un lado, la Crúz Roja Internacional informaba en esta coyuntura que nueve de cada diez víctimas de la guerra en todo el mundo eran civiles y refugiados, estos refugiados habían alcanzado la cifra de diecisiete millones de los que siete millones eran niños y que la mitad de heridos graves en las guerras tenían menos de dieciocho años. Por otro lado, algunas disposiciones favorables a nuevas intervenciones eran contrarrestadas por los errores en Somalía y Yugoslavia. En Somalía se extendía la anarquía tras el derrocamiento de Siad Barre, no había ningún gobierno con quien negociar los preliminares acostumbrados con el fin de enviar una misión de paz y se daba además un conflicto entre los objetivos humanitarios y políticos -el alivio del hambre o el final de la lucha y la restauración de la integridad del país-. El primero requería no solamente la provisión de alimentos y medicinas, sino también una fuerza para proteger a aquellos que los pedían; los segundos requerían una negociación con las facciones en guerra y su posterior desarme. Estados Unidos aprobó y tomó

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parte en las operaciones de la ONU, pero también envió fuerzas por su cuenta y perseguía fines propios: no era fácil decir si se trataba de operaciones de Estados Unidos o de la ONU o un poco de las dos (véase capítulo XXII). En Yugoslavia (véase capítulo VIII), la confusión fue peor. Aunque la desintegración del Estado comenzó con conflictos entre serbios y croatas, lo esencial internacionalmente fue el intento de los serbios por conquistar y anexionarse partes de Bosnia. La preocupación internacional era doble: prevenir la extensión de la lucha desde, a través y más allá de Yugoslavia y socorrer a las víctimas civiles y refugiados de las habituales consecuencias de las guerras y de las inusualmente horribles atrocidades de ésa. Estos objetivos entraban en conflicto inmediatamente con la intervención humanitaria requerida en alguna medida con la conformidad de los combatientes, quienes simultáneamente se resistían a los intentos exterióres para terminar con su continuo estado de guerra. Las misiones de la ONU podían ser divididas en dos amplias categorías que ocultaban otra: la primera, misiones de observación cuyo principal propósito era preparar, vigilar e informar en los procesos electorales; y las misiones para el mantenimiento de la paz que se enviaban a los escenarios de violencia que se hallaban en tregua con los propósitos de mantener la tregua y ayudar a las víctimas de la violencia. Las últimas tenían el poder de defenderse, pero de ningún modo de usar la fuerza, y éstas presuponían un cese de la violencia. En Yugoslavia, sin embargo, el envío de las misiones de la ONU precedieron a una efectiva y creíble tregua. En segundo lugar, la ONU se vio directamente implicada (desde septiembre de 1991) en la reactivación de la intervención de la Unión Europea, en parte porque el presidente Bush animaba el liderazgo de la UE en lugar de una acción de la ONU que inevitablemente y quizás de un modo profundo involucraría a Estados Unidos y en parte porque algunos líderes europeos -especialmente alemanes e italianosveían una oportunidad para que la Unión Europea realizara un significativo papel internacional. La primera medida de la ONU fue un embargo de armamento para todas las partes en lucha, una medida que favoreció a los serbios que estaban mejor armados que los demás. La ONU también nombró a Cyrus Vanee, antiguo secretario de Estado estadouni· dense, para cooperar con la Unión Europea en sus intentos diplomáticos para detener la guerra mediante negociaciones. En 1992, la ONU montó y envió una fuerza de protección (UNPROFORT) para socorrer a las víctimas de la lucha y proteger a sus cooperan· tes, primero en Cmacia, después en Bosnia-Hertzegovina, hasta establecer un destacamento en Macedonia. La ONU impuso sanciones económicas a Serbia que fueron por un tiempo burladas (con ia ayuda de Grecia y Chipre), pero que hicieron un daño conside· rable a la economía serbia e inflamaron las emociones populares y la retórica del nacionalismo irredentista. La ONU también formó un comité de expertos para recoger evidencias de rupturas de la convención y protocolos de Ginebra. El Consejo de Seguridad resolvió en 1993, bajo el capítulo VII de la Carta, crear un tribunal ad hoc que atendiese los cargos de las violaciones más importantes de las leyes humanitarias internacionales en Yugoslavia desde 1991. Además de la intervención de toma de control por parte de la Unión Europea que había sido mal concebida (ver capítulo VIII), la ONU se veía estorbada por serias y genuinas diferencias de opinión entre sus miembros más importantes. El presidente Clinton, que sucedió al presidente Bush en mitad de la crisis, estaba ansioso por mantenerse al margen o -si esto resultase impopular- intervenir solamente mediante de la fuerza aérea. Le repugnaban las brutalidades perpretadas por (aunque no exclusivamente) los serbios contra los musulmanes, se mostraba intranquilo por las repercusiones en el mundo musulmán

y se sentía atraído por la posibilidad de que los ataques aéreos pudiesen obligar a un alto el fuego y una paz negociada sin costes en vidas estadounidenses y sin complicaciones irreversibles (como en Vietnam). Los europeos, por otra parte, se oponían al uso de la fuerza aérea en la zona, puesto que ello abortaría sus esfuerzos diplomáticos, podía no ser un sustituto efectivo de las operaciones terrestres en una guerra cruel en un país montañoso y lleno de bosques, y pondría término abruptamente a todo trabajo de apaciguamiento. Todas las partes eran reacias a enfrentarse al hecho de que una paz negociada podía no ser una paz justa; que un acuerdo justo para los musulmanes y quizá para los croatas no podía ser alcanzado sin una escala de la guerra contra los serbios, que habían ganado. De ahí la profusión de planes de partición que nadie quería aceptar, y amenazas de acciones militares que nadie quería llevar a cabo. Boutros Ghali, al presentar en 1992 una agenda de la paz, llegó a la conclusión de que cualquiera que fuesen sus reglas, controles o prácticas, ninguna organización podía cumplir con las expectativas encamadas en la Carta de la ONU, si ésta era indiferente para sus miembros, si no tenía fondos, o estaba escasamente equipada, tardíamente informada de los problemas e insegura de sus capacidades y propósitos: Angola y Camboya aportaban buenos ejemplos que incluían moraleja. En la época en que escribió este informe, la ONU llevaba a cabo diecisiete misiones distintas de muy diferentes costes, pero el coste total anual para cerca de los doscientos miembros de la ONU no era más que el 1% del presupuesto de defensa de Estados Unidos o el 10% del británico. Éste era el lado negati· vo del cuadro. El lado positivo era el simple hecho de que las guerras son imposibles sin armas y que las armas estaban siendo manufacturadas y comercializadas al por mayor. Gran parte del comercio de armas estaba en manos de gobiemos ansiosos por reducir sus pesados gastos militares mediante la venta a otros estados, y en competencia con otros, de la producción sobrante o los stocks obsoletos. Había también un mercado negro estimado en miles de millones de dólares al año. En 1991, la ONU decidió establecer un registro de armas comercializadas, pero fue obstruido por disputas sobre qué armas debían incluirse y finalmente se paró cuando China, en protesta contra las ventas de armas norteamericanas y francesas a Taiwan, boicoteó el procedimiento. Había otro enigma. Que la ONU era una organización para mantener la paz entre estados no cabía duda. Que también era una organización para mantener la paz dentro de los estados o intervenir en guerras civiles o asegurar ciertos niveles de conducta dentro de los estados era más dudoso -excepto en aquellas situaciones que podían ser claramente clasificadas como una amenaza a la paz intemacional-. Incluso las guerras civiles y la anarquía interna o la tiranía estaban !"\O más allá de los años noventa fuera de la agenda internacional como materias de preocupación y en su órbita de actuación. Partes de la Carta de la ONU finalmente implicaban que la organización estaba comprometida en la protección de los derechos humanos, y esto había creado o patrocinado un protocolo a través de una serie (principalmente declaraciones) de instrumentos de tres clases: generales, regionales y específicos. La primera categoría incluía la Declaración Universal de los Derechos Humanos ( 1949) y los convenios sobre derechos civiles y políticos, y sobre derechos económicos, sociales y culturales (1966). Agencias regionales había adoptado similares instrumentos-por ejemplo, la Convención Europea de Derechos Humanos (1953), la Carta de Banjul de la OUA (1981)-. Y en la tercera categoría estaban las convenciones sobre problemas específicos tales como la Convención de 1948 sobre el genocidio. A este marco, otras agencias no oficiales -Amnistía Internacional, la Comisión Internacional de Juristas, Quakers- han añadido presiones, ideas y borradores, pero su desarrollo

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andaba siempre a la zaga. En 1992, la ONU creó la Oficina del Alto Comisariado para los Derechos Humanos, un reconocimiento al Zeitgeist y al creciente impacto de las acciones inhumanas en los asuntos internacionales y en el orden del día internacional. Sin embargo, todavía la acción internacional por la causa de la justicia no se añadió forzosamente al orden mundial, por lo que en los asuntos nacionales la lucha por la justicia no equivalía a la búsqueda de estabilidad. Aún había otra fuente de confusión. En tanto que en las políticas exteriores estadounidenses se basaban en un principio general, ese principio no era tanto la afirmación de las leyes y del orden internacionales como la promoción por la fuerza, si fuese factible, de la democracia, una cruzada wilsoniana que podía volverse en contra de la ley de la Carta de la ONU (ver, por ejemplo, el caso de Haití en el capítulo 28). El orden mundial es habitualmente medido por la suma de las guerras civiles e internacionales pero las turbulencias financieras, si aparentemente son menos calamitosas, pueden hacer peligrar el orden mundial no menos que los conflictos armados y, así como el sistema político internacional se estaba demostrando demasiado débil para responder a la creciente escala de conflictos armados, el orden económico internacional -·tanto en su papel provisor como en su papel regulador- estaba mostrando signos de ir por detrás de la velocidad de los cambios. En la época de la conferencia de Bretton Woods en 1944, el orden económico internacional significaba la coordinación de distintas economías nacionales o de alguna de ellas a través de algunas limitadas propuestas, pero cincuenta años después una verdadera economía mundial se ha instalado especialmente en la esfera de las finanzas, con una vida propia. La revolución en la tecnología de las comunicaciones había creado unos mercados financieros que eran capaces de manejar un enorme número de transacciones y que nunca cerraban: a cualquier hora del día y de la noche era posible encontrar algún sitio donde comprar o donde vender divisas o mercancías o especular en futuros. Una parte significativa de estos negoc;ios se hacía por operadores que usaban dinero prestado o, en casos extremos, dinero fantasma. Los intentos de los poderosos bancos centrales para imponer controles y regulaciones eran demasiado fácilmente contrarrestados por la intervención en los mercados de especuladores, y no de gobiernos, cuyos intereses eran diametralmente opuestos dado que ellos prosperaban en la inestabilidad más que en la estabilidad que gobiernos, industria y el comercio mundial deseaban. En esos mismos años el volumen de capital que nut;ría la especulación y hacía sus peligrosos movimientos se había convertido también en una necesidad tanto para los países ricos como para los países pobres por igual. Todo se orientó hacia necesidades irresistibles que podían, si no se cumplían, producir desastres tales con un colapso de las inversiones en investigación y producción, también en empleo, o un colapso en el apoyo a los cada vez más numerosos pobres. Los países ricos, cuyos niveles de vida dependían de las exportaciones, encontraron que el comercio entre ellos mismos estaba creciendo más lenta· mente que su comercio con los países pobres. Pero la capacidad de estos últimos para continuar comprando los productos y servicios de los primeros era manifiestamente limitada. No eran capaces por ellos mismos de crear un capital doméstico, los ahorros o las instituciones financieras necesarias para atraer capitales foráneos que apuntalasen su propio desarrollo y que a su vez sostuviesen el crecimiento de las partes más ricas del mundo. La magnitud del problema venía ilustrada por el coste a Alemania sola del rescate y rehabilitación de sus Liinders orientales después de la unificación: 100.000 millones de dólares en un año para un territorio relativamente pequeño con una población de menos

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de 20 millones. Los planes de rescate de los antiguos satélites de la URSS, dejando apar· te a Rusia misma y a Ucrania, fueron gravemente minimizados y luego insatisfechos; y Europa era solamente una pequeña parte de un mundo donde India, China, Sudáfrica y muchos otros se habían embarcado en una ambiciosa y costosa expansión sin el necesario capital o medios creíbles de atraerlo. Si a finales del siglo había una necesidad de reconsideran y redefinir el papel de la ONU en el mantenimiento de la paz, se daba una no menos urgente necesidad de revisar y reforzar las operaciones del Banco Mundial y del FMI. El orden mundial era una frase vacía sin el capital para sostenerlo, sin las con· diciones para que ese capital fructificase y sin la regulación que mantuviese un sistema económico global bajo el control de un responsable gobierno nacional o internacional antes que en manos de depredadores pescando en aguas turbias. En gran parte del África occidental, por ejemplo, las relaciones internacionales organizadas venían marcadas por el comercio ilegal e incluso criminal. En las últimas etapas del siglo XX el orden mundial no era una alternativa a varios y separados órdenes regionales: la alternativa era el desorden mundial.

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Un Tercer Mundo (y un cuarto)

NEUTRALISMO Y REALINEAMIENTO Uno de los mayores cambios que pueden tener lugar en un mundo políticamente dividido en estados soberanos es la multiplicación de estos estados. Esto ocurrió en Europa con la disolución de los imperios otomano y de Habsburgo. Una generación más tarde ocurrió en el mundo entero, con la disolución de los imperios europeos fuera de Europa. Este proceso fue largo, y aún no había tenninado en 1980, pero la mayor parte del mismo se consumó durante los veinte o veinticinco años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Este período estuvo dominado por la guerra fría en Europa, y ese conflicto confirió a las naciones que alcanzaban la categoría de Estado una de sus características iniciales básicas. Ambos protagonistas de la guerra fría -Estados Unidos casi tanto como la URSSmanifestaron sin inhibición su hostilidad hacia el colonialismo europeo, pero cuando la guerra fría creó la alianza euro-estadounidense, encamada en la OTAN, la hostilidad estadounidense hacia la presencia de los británicos, los franceses y otros europeos en Asia y África se transformó. Aunque comercialmente esa hostilidad se vio con frecueni:ia intensificada por la competencia en áreas dominadas hasta entonces por los colonialistas, a un nivel gubernamental quedó amortiguada como resultado de la prioridad que se daba a la necesidad de conseguí~ aliados y bases europeas. Par.a los nacionalistas de Asia y África, este cambio de actitud equivalía a algo que oscilaba entre la evasiva y la traición. Situó a Estados Unidos al lado de los imperialistas, si no completamente dentro de sus filas, y significó el principio de la decadencia de la buena reputación de Estados Unidos en el ánimo de lo que empezaba a llamarse el Tercer Mundo. Esta denominación -un consciente eco del antónimo Viejo y Nuevo Mundo- fue propuesta por Dag Hammarskjold para designar a los países pobres de Asia y Latinoamérica. Se trataba de un Tercer Mundo porque rechazaba la noción de un mundo dividido en dos bloques, un mundo en el que sólo Estados Unidos y la URSS contaban, y en el que todos los demás países tenían que pronunciarse a favor de uno u otro. Tenía miedo del poderío de las superpotencias, ejemplificado y magnificado a través de las armas nucleares.

Desconfiaba de las intenciones de dichas superpotencias, envidiaba (especialmente en lo referente a los Estados Unidos) su superior riqueza, y rechazaba la insistencia con que ambas aseguraban que los demás países no tenían más que copiar el modo de vida que cada una había descubierto: el capitalismo democráctico en un caso, y el comunismo en otro. Los líderes nacionalistas, aunque eran naturalmente antieuropeos, tenían al menos una característica en común con sus colonizadores, que ya habían iniciado la retirada: su carácter pragmático. El rígido dogmatismo comunista de Moscú y el anticomunismo cada vez más rígido de Washington les ofendía. Sobre todo, no sentían que debían agradecer ni a Estados Unidos ni a la URSS su independencia con respecto al dominio europeo, la cual habían conseguido con inesperada rapidez y facilidad. La decisión, con pocas excepciones, de los recién surgidos estados de Asia y África de no compartir la suerte de ninguna de las superpotencias estuvo muy influida por un hom· bre, Jawaharlal Nehru. Nehru era una figura de relieve mundial antes de convertirse en 1947 en el primer ministro del más poblado de los nuevos estados, y ocupó ese cargo inin· terrumpidamente durante diecisiete años. Era un patricio pragmático y ecléctico que se había impregnado de los valores liberales y democráticos y se sentía también atraído por el proceso de autoindustrialización de la URSS. Le repelían la tiranía y el mandato policial de Stalin, pero también las brutalidades y estupideces del macartismo en Estados Unidos y la arrogante y moralizadora división del mundo en comunistas y anticomunistas. (Entre paréntesis, y con visión retrospectiva, vale la pena recalcar el impacto en todo el mundo del macartismo, una agitación interior en Estados Unidos que pareció denotar un acusado giro a la derecha en la política estadounidense, acompañado de una visión miope y maniquea de la política mundial. Las acusaciones indiscriminadas de traición y conspiración por parte de McCarthy proliferaron con la conmoción producida por la guerra de Corea. En Estados Unidos, el estado de ánimo y los métodos que trajo consigo esa conmoción pudieron ser dominados una vez superado el punto culminante de la guerra, pero los daños que sufrió la imagen estadounidense en el extranjero persistieron durante m~cho más tiempo.) Nehru fue el principal creador de la Commonwealth postimperialista como una asociación de monarquías y repúblicas de todas las razas cuyos vínculos no eran ideológicos sino históricos o fortuitos. Cuando decidió que la India debía permanecer en la British Commonwealth (como aún se la llamaba en esta fecha) lo hizo con la condición de que la India se convirtiese en una república y tuviese derecho a llevar a cabo sin reparos una política exterior distinta a la de Gran Bretaña y a la de sus otros socios de la Commonwealth, e incluso posiblemente reñida con ellas. Así pues, insistió en la independencia política que todos los nuevos estados necesitaban hacer valer, manteniendo al mismo tiempo unos vínculos que tenían valor económico, cultural y sentimental. Su ejemplo fue ampliamente seguido. Aunque Birmania rompió esos vínculos con Gran Bretaña en 1948, ninguna otra de las posesiones británicas lo hizo, y en 1990 la Commonwealth tenía cincuenta miembros soberanos (incluyendo Pakistán que renunció en 1972 pero que volvió a incorporarse en 1989). La insistencia de Nehru en que cada miembro de la Commonwealth debía ser libre para proyectar y llevar a cabo su propia politica exterior fue decisiva, porque eso significaba que ni la Commonwealth en su conjunto ni sus diversos miembros en particular nece~itaban seguir el ejemplo británico poniéndose del lado estadounidense en la guerra fría. Estos fueron los inicios del neutralismo o la no alineación del Tercer Mundo, al que las ex colonias francesas se unieron también en los años sesenta. Europa occidental, al final de la Segunda Guerra Mundial, había anhelado ocupar una similar posición inde-

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pendiente -y mediadora- entre Estados Unidos y la URSS (la llamada Tercera Fuerza, defendida, por ejemplo, por Georges Bidault), pero ese anhelo se desvaneció como con· secuencia del impacto que produjeron las severas medidas tomadas por los rusos, tales como el golpe de Estado de Praga de 1948. Europa se convirtió en el escenario de la guerra fría. Pero el resto del mundo creía encontrarse fuera de él. La actitud de esta parte del globo pasó por una serie de fases. El concepto de neutralidad estaba muy arraigado en estos países. La neutralidad era una declaración general de intenciones en el sentido de permanecer al margen de cualquier guerra que pudiera tener lugar, pero no había demostrado ser muy útil para sus adeptos durante la Segunda Guerra Mundial, y en cualquier caso los nuevos estados no estaban pensando en una guerra con· vencional y en cómo mantenerse al margen de ella, sino en la guerra fría y en cómo com· portarse con respecto a ella. El neutralismo y la no alineación como algo distinto de la neutralidad, eran por tanto la expresión de una actitud hacia un conflicto concreto y pre· sente: suponían, en primer lugar, relaciones equivalentes con ambos bloques y, en segun· do lugar -en la fase denominada neutralismo positivo-, intentos de mediar y reducir las peligrosas disputas entre los grandes. En su fase más negativa, la no alineación supuso la reprobación de la guerra fría, la afirmación de que había asuntos más importantes en el mundo, el reconocimiento de la impotencia de los nuevos estados y la negativa de estos países a actuar como jueces entre las dos grandes potencias. La fase positiva del neutralismo expresó el deseo de los nuevos estados de eludir la gue· rra fría pero no de ser excluidos de la política internacional. Si a primera vista el mundo bipolar posterior a la Segunda Guerra Mundial parecía dejar a las pequeñas potencias tan poco campo de acción como en los tiempos de las grandes luchas entre los imperios romano y persa, bien mirado parecía que los neutralistas podrían no obstante desempeñar un papel satisfactoriamente honroso y sensato. Cuando tanto África como Asia se independizaron, el número de países neutrales y el espacio que ocupaban a lo largo y ancho del mundo llegaron a ser considerables. Podían como mínimo evitar que la guerra fría sé extendiese a estas importantes áreas; con sólo poner límites al compromiso con alguno de los dos lados podían reducir las ocasiones y áreas de conflicto. Podían también, en virtud de su importancia conjunta, hacer que las grandes potencias tratasen de granjearse su amistad, convirtiéndose así en una especie de pararrayos en la política internacional. De un modo aún más positivo, podían ejercer cierta influencia mediante el clásico método de celebrar conferencias para hacer públicas sus opiniones o por el más novedoso de dis· cutir y votar en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Con respecto a este último, la voz de la India fue de nuevo decisiva. Los nuevos estados habían vacilado al principio en su postura hacia la ONU, sin saber si llegaría a estar dominada por sus miembros europeos -como lo había estado la Sociedad de Naciones- o bien por Occidente o por las grandes potencias. Temían que la nueva organización pudiera ser utilizada para reforzar el colonialismo o para favorecer los fines de la guerra fría, en cualquiera de cuyos casos estos nuevos estados hubieran tenido poca ocasión de utilizarla, pero una vez adquirida alguna experiencia tomaron una decisión diferente, y la India en especial llegó a tener un papel destacado en las discusiones y comisiones y aportó unidades para operaciones de emer· gencia, unidades sin las cuales difícilmente podían haberse concebido esas operaciones (especialmente después de que Hammarskjold desarrollase el principio de que las grandes potencias no debían aportar unidades de combate a las fuerzas de la ONU). Es imposible valorar los efectos precisos que el anticolonialismo, la guerra fría y el neutralismo tuvieron los unos sobre los otros, pero es posible demostrar que las políticas y

acciones de los neutralistas tuvieron cierto efecto sobre estados que no se encontraban en sus filas. En los primeros años transcurridos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la postura estadounidense hacia los países asiáticos se vio profunda y desfavorablemente afectada por dos factores: la necesidad de ayudar a la recuperación de Europa occidental y la llamada a la lucha contra un agresor en Corea. El programa de Recuperación Europea absorbió grandes dosis de la atención, el talento y el dinero de Estados Unidos, y es posible que redujese la acritud de los estadounidenses hacia los europeos y especial· mente hacia el colonialismo europeo, que de forma tan inequívoca habían criticado en el pasado. Para los países asiáticos que salían o habían salido ya del colonialismo, la voz esta· dounidense parecía haber enmudecido como consecuencia de la preocupación por una Europa destrozada a consecuencia de la guerra y también por la necesidad de encontrar aliados fuertes y seguros contra la amenaza comunista soviética: en otras palábras, la gue· rra fría estaba desnaturalizando la postura estadounidense ante el colonialismo e incluso llevando a Estados Unidos -tanto espiritual como fisicamente- al campo imperialista. Para los estadounidenses, la guerra de Corea era un acontecimiento fundamental en el conflicto entre el comunismo y el anticomunismo, en el que un número demasiado reducido de países prestaba una ayuda demasiado escasa (no más del 10% de las fuerzas efectivas) y algunos, especialmente asiáticos, se permitían hacer críticas inoportunas e imprudentes. La postura estadounidense con respecto al neutralismo asiático era de justificada inct'ignacion. De este modo, los acontecimientos de estos años hicieron que los asiáticos llamasen imperialistas a los estadounidenses, y los estadounidenses, traidores a los asiáticos. No obstante, la actitud americana cambió al cabo de pocos años, y lo hizo en parte porque el comportamiento y las actividades de los neutralistas en la ONU y en otros luga· res mostraron que era inadecuado juzgarlos con un simple criterio de comunismo y_ anti-comunismo. Los rusos también se vieron obligados a revisar sus opiniones. Como antiimperialistas habían resultado equívocos, apoyando a movimientos comunistas pero vacilantes ante otros movimientos. Lo que más les molestaba de los dirigentes de los nuevos estados era su carácter burgués, y por consiguiente los atacaban como a secuaces del mundo occidental. Al principio, hombres como Nehru y Nasser no les parecían a los rusos mejores que cualquier político europeo occidental que se uniese a la OTAN. Pero la llegada de tales dirigentes a la ONU en número creciente convenció a los soviéticos de que constituían un grupo diferente a medio camino entre el bloque comunista y los enemigos de la URSS, y por tanto debían ser tratados como tal. Esta transformación era más fácil de aceptar para los rusos que para los americanos, porque la adhesión al bloque comunista de países extra· ñas y lejanos era en cualquier caso un mddo irreal y poco sátisfactorio de extender la influencia soviética (o quizá, como demostró una corta experiencia con Irak, incluso un modo de hacer las cosas más difíciles para Moscú), mientras que los estadounidenses esta· ban acostumbrados a reclutar aliados a lo largo de todo el mundo y a mantenerlos unidos gracias a su poderío áereo y marítimo. En cualquier caso, los países neutrales consiguieron hacer que tanto los rusos como los estadounidenses les aceptasen en la política interna· cional en el papel que ellos habían elegido para sí mismos. Para ser eficaz, la no alineación, negativa o positiva, requería la solidaridad entre los no alineados. Los nuevos estados eran débiles y conscientes de su debilidad, que -en no menor medida que su rechazo de la guerra fría- era su sello personal. Ambas caracterís· ticas se reforzaban mutuamente. Su debilidad les hacía ser precavidos ante una asociación demasiado estrecha con una sola de las grandes potencias, y por tanto les obligaba a bus-

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car la fuerza por medio de la unidad entre ellos. Muchos estaban lejos de ser verdaderas naciones, y la unidad política que poseían la habían logrado a través de la xenofobia. Sus gobiernos eran movimientos de liberación metamorfoseados, que tenían que crear un consenso lo más amplio posible para evitar que el nuevo Estado se desintegrase o se hiciese ingobernable. En la medida en que este problema chocaba con la política exterior, sugería la conveniencia de un abanico de contactos y amistades lo más amplio posible con estados extranjeros y la necesidad de evitar cualquier alineamiento preciso y discrimina· torio. Las necesidades económicas apuntaban en la misma dirección: ningún nuevo Estado era lo bastante importante para las potencias ricas del mundo como para poder obtener de una de ellas toda la ayuda que necesitaba; era preferible por tanto no contraer una alianza con una potencia que excluyese la posibilidad de obtener ayuda de otras. (Este argumento no era concluyente. Muchos de los pequeños estados que consiguieron la independencia del dominio francés en África eran tan débiles que no tenían otra elección que tomar todo lo que pudieran obtener de Francia). Otro tanto ocurría en el campo de la defensa: mientras que, por un lado, había un argumento superficial en favor de la vinculación a un determinado protector poderoso, también podía observarse que las grandes potencias querían mantenerse al margen de los litigios y disputas locales en los que los nuevos estados solicitaban ayuda (al contrario de lo que sucedía con los aspectos locales del conflicto global, en los que eran los nuevos estados los que no querían mezclarse). La búsqueda de solidaridad precedió a la independencia tanto entre los países asiáticos como entre los africanos. La primera conferencia asiática importante posterior a la glierra -la Conferencia de Relaciones Asiáticas celebrada en Nueva Delhi en marzo de 1947- reunió a veintiocho delegaciones, de las cuales sólo ocho provenían de estados soberanos. La fuerza motriz de esta conferencia era el deseo de asegurarse de que las Naciones Unidas no se convertirían en una organización dominada por estados y puntos de vista europeos o blancos, como lo había estado la Sociedad de Naciones, pero el tono de las discusiones no fue marcadamente anticolonial. La conferencia era una reunión de asiáticos para discutir problemas asiáticos, incluyendo la reforma agraria, la industrialización, el socialismo asiático y la aplicación de la no violencia en los asuntos internacionales. La conferencia estableció una organización permanente que tuvo existencia durante ocho años pero no hizo mucho más. Muy poco después, la India, Pakistán, Birmania y Ceilán, lograron la independencia, y la lograron en un mundo que había esperado pero no había conseguido la paz. Había guerra de guerrillas e insurrecciones en Birmania, Malasia y Filipinas, y guerra abierta en Indonesia, Indochina y Palestina. La guerra fría estaba empezando también. En política interior, la violencia se cobró imp9rtantes víctimas en Binnania en junio de 1947 con el asesinato de Aung San y seis colegas suyos, y una víctima aún más notable en enero de 1948, fecha en que Gandhi fue asesinado. En enero de 1949 otra conferencia asiática se reunió en Nueva Delhi. Las Repúblicas Soviéticas Asiáticas, que habían asistido a la reunión de 1947, no fueron invitadas, y Turquía rechazó la invitación. Por lo demás, Asia, incluido Oriente Medio, estaba perfectamente representada, y Australia y Nueva Zelanda enviaron observadores. El motivo inmediato de la conferencia era Indonesia, donde un movimiento de liberación asiático se veía amenazado de extinción por los holandeses y donde a los ojos de los asiáticos, la ONU parecía decidida a facilitar la reimposición del dominio colonial blanco. En diciembre del año anterior, los holandeses habían recurrido a las «operaciones de limpieza» por segunda vez y habían capturado y encarcelado a algunos líderes indonesios. La conferencia exigió su liberación y también el inmediato establecimiento de un gobierno provisio-

nal y la independencia de Indonesia para 1950 (el Consejo de Seguridad eligió poco después 1960 como una fecha adecuada). Como su predecesora, esta conferencia creó una organización permanente que resultó ineficaz, en parte porque algunos estados asiáticos se estaban volviendo recelosos del predominio indio y no querían verlo institucionalizado. Debido al asunto indonesio, la conferencia tenía una nota claramente anticolonialista, pero estaba dividida entre los amigos de Occidente y los neutralistas. Esta división se acentuó en los meses siguientes, cuando diferentes líderes asiáticos adoptaron posturas diferentes hacia los dos acontecimientos más destacados del año, la victoria de Mao Zedong y del comunismo en China y la guerra en Corea. La solidaridad asiática estaba resultando difícil de alcanzar, incluso sobre la base de un programa anticolonialista; las campañas británica y francesa en Malasia e Indochina no provocara~ la misma protesta unida que las acciones holandesas en Indonesia, en parte por la fuerte impregnación comunista de los movimientos anticolonialistas malayo y vietnamita. En los años cincuenta, la solidaridad asiática y el neutralismo crecieron y después disminuyeron. Algunos estados asiáticos, anteponiendo sus necesidades económicas y estratégicas a su neutralismo, firmaron tratados no soló comerciales, sino incluso de defensa con Estados Unidos o la URSS. La India, mediante el tratado de 1954 con China, que incluía el Panch Shila, mantuvo sus principios, pero en el mismo año Pakistán, Tailandia y Filipinas firmaron acuerdos militares con Estados Unidos, mientras que Afganistán se convertía en el primer país no comunista que recibía ayuda soviética, y la URSS, que ya había suscrito un acuerdo comercial con la India y estaba a punto de firmar otro con Birmania, intensificaba sus coqueteos diplomáticos y económicos con Indonesia, los cuales iban a llevar a Sukarno a realizar una visita a Moscú en 1956. Las grandes potencias se estaban tomando un loable interés por los asuntos asiáticos, pero como consecuencia de este interés, resultaba más difícil para los asiáticos mantener una postura común hacia las grandes potencias, o mantener las distancias, como requería el neutralismo puro. Durante 1954 se hicieron preparativos para una conferencia, propuesta en un principio por Ceilán y aceptada por Sukarno y Nehru. Esta conferencia se reunió en Bandung en abril de 1955. Se trataba de una gran asamblea para estimular la cooperación entre los países asiáticos y dar a Asia la importancia que le correspondía. Sus antecedentes eran el tratado entre Estados Unidos y laiwan (una consecuencia de las recientes crisis en el Estrecho de Formosa y las islas cercana.5 a la costa), y la creación de la Seato y el pacto de Bagdad. La URSS y China recibieron bien lo que parecía en principio una conferencia antioccidental, mientras que los amigos de Washington -Tailandia y Filipinasse inclinaban a no asistir. Israel fue excluido a causa de la opinión árabe. Entre los 29 participantes había se\s países africanos (Egipto, Libia, Sudán, Etiopía, Liberia y Ghana), de modo que Bandung se convirtió en el prototipo de solidaridad afro•asiática, en oposición a la puramente asiática. Era una asamblea de los necesitados y los indignados, no una concentración de poder. Sus miembros se encontraban divididos entre sí, incluso en lo referente al tema de la no alineación, pero el momento era propicio. Después del bloqueo de Berlín de 1948-1949 y después del crecimiento del poderí~ nuclear soviético hasta igualar al estadounidense, la guerra fría en Europa había llegado a un punto muerto, a una situación de estancamiento, pero no de deshielo. Ambas superpotencias estaban fijando su atención en otros lugares y competían por la lealtad de países de otros continentes, con la vaga intención de lograr un nuevo predominio por medio de alianzas adicionales, o de envolver el flanco del enemigo ejerciendo influencia y situando bases en nuevos territorios. Los rusos y los chinos esperaban hacer avanzar al comunis-

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mo explotando los nacionalismos antioccidentales, mientras que los estadounidenses esperaban explotar el miedo al comunismo y a China y así crear nuevos grupos militares que, si era necesario, serían fuertemente apoyados y subvencionados. La política estadounidense, como había mostrado recientemente la firma del Pacto de Manila, iba en contra del espíritu de Bandung. Por otro lado, Zhou Enlai, que se presentó personalmente en Bandung, contribuyó a demostrar que el comunismo chino era conciliable con otros nacionalismos asiáticos y que había al menos un líder chino que era más sensato y razonable de lo que parecían sugerir algunas habituales imágenes de la nueva China. Los rusos, por accidente o por astucia, ya habían dado una serie de pasos que les llevaron a un mayor acercamiento al modo de sentir asiático. La propuesta de neutralizar Austria fue bien acogida por los países neutrales de Asia, y gestos como la devolución de Port Arthur a China y de Porkkala a Finlandia alentaron a aquellos que esperaban que la muerte de Stalin hubiese cambiado el aspecto de la política internacional. En 1955, Bul· ganin y Kruschev visitaron Asia en medio de una enorme aclamación (Kruschev realizó una segunda visita a principios de 1960) y la campaña rusa para ganarse el favor de los neutralistas estuvo tan formidablemente dirigida que ni siquiera la represión de la revuelta húngara en 1956 consiguió apenas dañarla (siendo el ataque anglo-francés sobre Suez un hecho de un valor inestimable para que los soviéticos pudieran proteger su nueva reputación en esta coyuntura). Para los propios neutralistas, los principales logros de la conferencia de Bandung eran: el haberse encontrado y conocido entre sí (la mayoría de ellos eran países recién llegados a la política internacional); el haber sentado las bases para actuar conjuntamente en la ONU y, por medio de la solidaridad, haber aumentado su seguridad, su categoría y su peso diplomático en el mundo; el haber atraído a hombres nuevos -como Nasser- hacia el gru· po, haciéndolo mayor; el haber comenzado a lograr que las grandes potencias les tomasen en serio y respetasen sus políticas (una tendencia que se vio reforzada con la admisión de dieciséis nuevos miembros en la ONU mediante el acuerdo global de 1955 y aún más far· talecida con el gran aumento del número de miembros africanos en 1960); y finalmente, el haber estado en contacto con uno de los dirigentes de la nueva e impresionante Chi· na, sin encontrarlo en absoluto aterrador, y el haber tal vez incorporado a China a su círculo pacifista. En el verano de 1956, Nehru y Nasser visitaron a Tito en Brioni, Yugoslavia. Este acontecimiento era un indicio de la evolución del neutralismo asiático hacia una asociación de carácter mundial. Con un país asiático, otro africano y otro europeo a sti cabeza, los neutralistas se volvieron más ambiciosos en los asuntos intenacionales y albergaron la esperanza de poder ejercer presión sobre las grandes potencias en cuestiones rela· tivas a la guerra fría, pero el punto máximo de la influencia de esta asociación ya había pasado, en parte a causa de las actividades de aquellos que querían convertirla en una alianza de comunistas y negros contra blancos no comunistas, acentuando y recalcando el anticolonialismo en lugar del neutralismo. La no alineación se convirtió en la práctica en una no alineación con carácter antioccidental, especialmente con el Movimiento de Solidaridad entre los Pueblos de África y Asia, que patrocinó una serie de conferencias en los últimos años cincuenta. En septiembre de 1961 se celebró una conferencia de países no alineados en Belgrado. Mientras que Bandung había sido una conferencia exploratoria, Belgrado tuvo a su alrededor un atmósfera de crisis. Entre los antecedentes de esa crisis estaban las pruebas nucleares francesas en el Sahara y la reanudación de las pruebas soviéticas, la Bahía de Cochinos y el muro de Berlín, el choque franco-tunecino por la posesión de Bizerta y la aguda crisis del

Congo. Parecía estar surgiendo un nuevo conflicto entre la India y China, mientras que un conflicto entre la URSS y China había surgido ya. Una abrumadora mayoría de los 29 participantes de Bandung habían sido países asiáticos no antioccidentales. El único conflicto serio que se planteó en relación con lá admisibilidad había sido el veto árabe a Israel. En Belgrado, la representación africana reflejaba la división de los estados africa·· nos entre radicales y moderados, los participantes latinoamericanos fueron escogidos con un criterio similar y los europeos incluían a Yugoslavia y Chipre pero no a los países tradicionalmente neutrales, Suecia y Suiza. Un intento de Nehru de centrar la atención de la conferencia en la paz más que en el anticolonialismo, y de hacer que las conversaciones ruso-estadounidenses continuasen, encontró escasa respuesta, y algunas delegaciones mostraron una indiferencia partidista con respecto a la explosión nuclear que los soviéticos realizaron en vísperas de la conferencia. Una propuesta para fijar una fecha que su· pusiese el fin del dominio colonial en todo el mundo en un plazo de entre dos y seis años se fue modificando a lo largo de los debates hasta convertirse en una exigencia de su inme· diata y total abolición. Después de una pausa, los planes para celebrar otra conferencia condujeron a una reunión, más africana que asiática, en El Cairo en octubre de 1964, y a un proyecto para con· vacar una conferencia en Argel en 1965. Este plan, sin embargo, se fue a pique por la caída de Ben Bella pocos días antes de una reunión preliminar en junio y por el creciente desconcierto entre los posibles participantes ante la perspectiva de un conflicto local chino-soviético. Los chinos querían excluir a la URSS y asumir el liderazgo de los desvalidos, pero en una segunda reunión preliminar, en octubre, se aprobó la invitación a la URSS, tras lo cual los chinos amenazaron con ausentarse. En estas circunstancias, una mayoría consideró más conveniente que no se celebrase conferencia alguna y finalmente todos los planes fueron cancelados. El movimiento parecía estar debilitándose, pero se reanimó durante 1967 con las visitas de Tito a países asiáticos y africanos, y en 1969 una conferencia en Belgrado le dio un nuevo impulso. A La Habana, diez años después, asistieron noventa y dos miembros de pleno derecho (hubo dos ausencias). Mientras que los miembros originales habían sido no alineados en sus políticas y sus simpatías, el grupo mucho más numeroso de países de la década de los setenta englobaba a una serie de estados que, aunque no alineados en su política, tenían simpatías definidamente pro occidentales o pro comunistas. La solidaridad y la no alineación africanas, que comenzaron a unir sus fuerzas a la corriente asiática en Bandung en 1955, tenían sus propios y más remotos orígenes. El panafricanismo empezó como una afirmación de la existencia de una cultura específicamente africana o negra (por extensión a aquellas tierras a las que los esclavos habían sido enviados), una cultura diferente y con valor propio. Como tal, era una cultura localizada fundamentalmente en el Caribe y África occidental, pero entró también a formar parte del movimiento más amplio de emancipación colonial al que los nacionalistas de todas partes de África podían asociarse, alentándose y dándose fuerza los unos a los otros. En tercer lugar, estaban aquellos (como Nkrumah, por ejemplo) que veían que la libertad política no era una libertad completa, que la dependencia económica persistiría después de la consecución de la soberanía nacional, y que África podría valerse por sí misma eco· nómicamente con sólo desarrollar conjuntamente sus recursos continentales. Este tercer aspecto del panafricanismo apuntaba hacia una unión política o al menos una federación, y por tanto entraba en conflicto con la creación de nuevos estados soberanos comprome .. tidos a la preservación de su integridad y de su independencia.

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Seis conferencias panafricanas se habían celebrado entre 1900 y 1945. La primera de ellas y la cuarta -que tuvo lugar en los años veinte- estuvieron dominadas por el Caribe y Estados Unidos, pero la última estuvo dominada por líderes africanos de la propia África. Todas ellas fueron reuniones de personalidades. Con los comienzos de la independencia vinieron las reuniones de partidos africanos y gobiernos africanos. Estos últimos crearon una Organización de Todos los Pueblos de África que, en el seno de las conferencias de Acera en 1958, Túnez en 1960 y El Cairo en 1961, discutieron proyectos para una unidad africa· na o para una Commonwealth africana sobre la base de que la cooperación entre los gobier· nos no era suficiente. Pero la tercera reunión fue la última. A medida que crecía el número de estados independientes, el sistema de estados se afianzaba. Nkrumah continuó preconizando un gobierno de unión hasta su caída en 1966, pero este tema, aunque constituyó uno de los habituales puntos que se trataron en las conferencias de la OUA (Organización de la Unidad Africana) durante algunos años, fue perdiendo apoyo debido a que se consideraba poco práctico y a que se identificaba cada vez más con una minoría radical izquierdista. En la fecha de la primera reunión de estados africanos independientes, celebrada en · Acera en 1958, había nueve estados independientes en el continente. Uno de ellos, Sudáfrica, declinó la invitación a asistir a Acera. Los otros eran Etiopía, Liberia, Egipto, Marruecos, Túnez, Libia, Ghana y Guinea. Sus principales preocupaciones eran el anti· colonialismo, las luchas raciales y nacionalistas en Sudáfrica y Argelia, y el problema de cómo lograr algún tipo de unidad africana respetando al mismo tiempo la independencia e integridad de los estados africanos. Esta conferencia vino seguida, en mayo de 1959, de la Declaración de Conakry, por la que Ghana y Guinea formaban una unión que se declaraba punto de partida de una unión africana más amplia. Esta medida fue una réplica impremeditada al ostracismo al que Francia había condenado a Guinea, una demostración práctica de los principios panafricanos de Nkrumah y un salvavidas para Guinea. Fue seguida, en julio del mismo año, por la Declaración de Saniquellie, que, fundamen· talmente por la insistencia de Liberia, hacía hincapié en la independencia e integridad de los estados existentes. En 1960, cuando la segunda conferencia de estados africanos independientes se reu· nió en Addis Abeba, casi se había duplicado el número de ellos y su unidad estaba a punto de ser puesta a prueba por las grandes tensiones del Congo, así como por las disputas en tomo a las fronteras. Quince estados estaban representados. Tuvieron lugar vivas disputas fronterizas entre Etiopía y Somalia, Ghana y logo, Guinea y Camerún. La primera de estas disputas condujo a un enfrentamiento de cierta magnitud, pero las restantes no. Más grave para las esperanzas de una unidad africana fue un enfrentamiento entre Ghana y Nigeria en el que Ghana propugnaba que se iniciasen inmediatamente los pasos hacia la unidad y Nigeria defendía un lento acercamiento a algo parecido a una federación. Esta disputa tenía el ingrediente adicional de una cierta acritud entre los protagonistas, ya que los nigerianos estaban resentidos por el hecho de que Nkrumah hubiese asumido el liderazgo y desconfiaban de sus intenciones, mientras que Nkrumah temía que Nigeria proyectase emplear la influencia de su vasta extensión en favor del conservadurismo contra el socialismo y en favor del nacionalismo nigeriano contra el panafricanismo. En el Congo, los estados africanos independientes trataron, en la ONU y en una conferencia en Leopoldville en agosto de 1960, presentar un frente unido y llevar a cabo un papel constructivo y pacificador, pero no tuvieron éxito. A partir de este momento, los estados africanos independientes comenzaron a formar grupos separados que más tarde fueron reunidos de nuevo en una sola organización al fun-

darse la Organización de la Unidad Africana. El mayor de ellos era el grupo de Brazzaville, constituido por todas las antiguas colonias francesas excepto Guinea, con el añadido de Mauritania (cuya reivindicación de ser independiente y no una parte de Marruecos fue aceptada por el grupo). El grupo de Brazzaville comenzó como una reunión ad hoc en Abidján en octubre de 1960 en la que el principal tema de discusión fue Argelia, pero en Brazzaville, en diciembre y en posteriores reuniones durante 1961 en Dakar, Yaounde y Tananarive, se convirtió en una asociación permanente y debatió sobre las formas de perpetuar la cooperación y los servicios comunes que habían existido en el período colonial, creó una organización para la cooperación económica y consideró la posibilidad de instituciones conjuntas y acuerdos de defensa. Este grupo no era ni pa,nafricano ni regio· nal, sino una expresión de unas necesidades y puntos de vista comunes. En una conferencia celebrada en Casablanca, en enero de 1961, se configuró un segundo grupo. Este grupo comprendía a seis estados africanos independientes además de a los revolucionarios argelinos y a Ceilán. Los seis estados africanos eran Marruecos, Egip· to y Libia (que al cabo de poco tiempo se pasó al grupo de Brazzaville) y Ghana, Guinea y Malí (que se había adherido a la unión Ghana-Guinea el año anterior). El grupo de Casablanca se oponía a la independencia de Mauritania y era pro lumumbista en el Congo, aunque en su segunda conferencia, en mayo, en El Cairo, Nkrumah se opuso categó· ricamente a las propuestas de retirar tropas de la fuerza de la ONU y desviarlas a Gizen· ga, y su opinión prevaleció sobre sus colegas. También este grupo estableció órganos permanentes, incluidos comités políticos, económicos y culturales, un mando supremo y un cuartel general en Bamako, Malí. En agosto de 1961, al menos veinte estados se reunieron en una conferencia en Mon· rovia. Estaban presentes todos los del grupo de Brazzaville, Libia, y una may~ría de los territorios ex británicos. El grupo de Monrovia absorbió por tanto al grupo de Brazzaville y, debido a la preeminencia de Nigeria, adquirió un tinte específicamente antighaniano y anti-Nkrumah. El movimiento para la unidad africana parecía haber quedado obstruido por los problemas del momento presente (el Congo y, en menor medida, Mauritania) y por personalismos. De todas formas, la idea siguió estando viva. Incluso si la visión de Nkrumah de una unión que abarcase a todo el continente era inaceptable o impractica· ble, podían no obstante intentarse uniones de menor amplitud o extensión. La unión Ghana-Guinea, con o sin Malí, no había demostrado tener resultados prácticos apreciables, pero había sido una manifestación política más que una verdadera asociación regio· nal. En el noroeste, Marruecos, Túnez y Argelia crearon tempranamente una federación, en una reunión que tuvo lugar en Tánger en abril de 1958. En África oriental y central se habló de una federación entre Kenia, Uganda, Tanganica, Zanzíbar, Malawi,' Zambia y Rodesia, con la posibilidad de una ampliación en un futuro que apenas se vislumbraba a Ruanda, Burundi, Mozambique e incluso a Sudáfrica. Un Movimiento Panafricano de Libertad de África Oriental y Central (Pafmeca) vio la luz en 1958, fue ampliado cuatro años más tarde pasando a llamarse Pafmecsa al añadirse la «s» de sur, y fue finalmente disuelto en 1963; eran estas asociaciones de ayuda mutua en la lucha por la liberación. La conexión con Francia estaba en la base de una serie de organizaciones supranaciona· les: el Consejo de la Entente (Costa de Marfil, Níger, Alto Volta, Togo y Dahomey¡ véase capítulo XX); la Asociación del Río Senegal (Senegal, Malí, Guinea, Mauritania¡ ibíd.); una Unión Aduanera Africano-central y Africano-occidental. Más importante que cual· quiera de éstas era la Unión Africana y Malgache de Cooperación Económica (UAMCE), fundada en 1965 por trece antiguos territorios franceses y belgas y convertida luego en la

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Organización Común Africana y Malgache (OCAM), cuyos estatutos, firmados en Tananarive en 1966, la declaraban abierta a todos los estados africanos, siempre y cuando la totalidad de los miembros ya existentes aceptasen a cada nuevo aspirante. La OCAM creó una serie de útiles agencias que eran a veces más efectivas que las de la OUA, pero políticamente sus miembros estaban con frecuencia divididos. En los años sesenta fue vista como un arma para Houphouet-Boigny de Costa de Marfil contra Nkrumah y en apoyo de Tshombé; en la guerra civil nigeriana, en la que trató de mediar en vano, Costa de Marfil y Gabón recono· cieron a Biafra, mientras los restantes miembros eran decidida y firmemente antiseparatistas; algunos de sus miembros tenían relaciones diplomáticas con China, otros con Taiwan. A medida que el período colonial iba quedando atrás, la común herencia francesa se convertía en un vínculo cada vez más débil. Hubo unas cuantas ausencias en el XVIII Congre· so celebrado en Lome en 1972, y Zaire, pensando que no estaba sacando suficiente provecho de su condición de miembro, dimitió de la organización. Aunque el Congo había demostrado la dificultad de mantener la unidad entre los estados africanos independientes, no había demostrado menos las ventajas de hacerlo si era de alguna forma posible, y una conferencia en Lagos en 1962 elaboró un proyecto de estatuto para una organización de estados africanos. En uria nueva conferencia en Addis Abeba en 1963 nació la Organización de la Unidad Africana, con un número inicial de treinta y dos miembros. La OUA no era una organización de seguridad colectiva como había previsto y aprobado el artículo 51 de la Carta de la ONU, sino una organización para el fomento de la unidad y la colaboración africanas y para la erradicación del colonialismo. Cónstaba de una asamblea anual de jefes de Estado, un consejo de ministros y una secretaría. Una proyectada comisión de mediación, conciliación y arbitraje no llegó a materializarse, si bien estas funciones se desempeñaban de hecho: en las querellas fronterizas entre Marruecos y Argelia, entre Somalia y Etiopía y Somalia y Kenia, y entre Ghana y Alto Volta. En esta última disputa, que se originó a raíz de la constmcción por parte de Ghana de una escuela en territorio reclamado por Alto Volta, Ghana cedió a la reivindicación de este último país en una reunión del Consejo de Ministros de la OUA. En los otros casos, la OUA proporcionó mediadores y comisiones investigadoras que contribuyeron a apaciguar los conflictos. La creación de esta organización resumía dos procesos que se habían desarrollado a lo largo de una generación o aún más, y que habían cobrado fuerza en los veinte años posteriores al término de la Segunda Guerra Mundial. Los africanos dejaron de estar aislados unos de otros y dejaron de estar aislados con respecto a los asuntos mundiales. Su emancipación se debía a una gran diversidad de causas: el inherente liberalismo (reforzado por el cansancio y hastío) de las principales potencias coloniales, el desarrollo del movimiento a favor de los derechos humanos, los ataques estadounidenses y rusos contra el colonialismo, el ejemplo de Gandhi, la mejora de las carreteras y la expansión de las líneas aéreas internacionales. Mientras este proceso tenía lugar, una nueva clase de africano -el político, el abogado, el intelectual, el évolué-estaba ocupando puestos destacados y rechazando al mismo tiempo los modelos que franceses y británicos habían preparado para su país. Los franceses habían dado por sentado que sus colonias llegarían a ser respetables partes de Francia, pero apenas se habían dado cuenta de que su doctrina no funcionaba ni desde el punto de vista del gobierno, que era paternalista y blanco, ni desde el punto de vista de la sociedad, en la que los bajos salarios e incluso el trabajo obligatorio se tolera· ron durante demasiado tiempo, y los pocos favorecidos por el sistema no tendían a convertirse en líderes de esta sociedad, sino, por el contrario, a salir de ella. Los británicos,

que en un principio se habían basado en el paternalismo y los caciques, se percataron de las limitaciones de este modelo, pero para sustituirlo proyectaron un inaplicable sistema parlamentario británico puesto en manos de una elite. Por consiguiente, los nuevos esta· dos -a pesar de que muchos de los primeros líderes con que contaron, los cuales constitu· yeron una elite relativamente acaudalada y de educación occidental, habían insistido en un principio 1 en que las instituciones democráticas occidentales eran las más útiles y apro· vechables y habían esperado que funcionasen sin modificaciones esenciales- se dieron cuenta de que era necesario introducir innovaciones tanto en la teoría como en la práctica. Tenían que encontrar administradores, funcionarios públicos, economistas, profeso·· res, médicos, contables y líderes sindicales y al mismo tiempo, construir instituciones y fomentar el desarrollo de asambleas que reconciliasen las tradiciones africanas con su afán de modernización y les permitiesen gozar de los frutos de la eficacia, la libertad y la justicia. Se enfrentaban al mundo exterior con una mezcla de admiración y recelo, dispuestos a aprovechar lo mejor de lo que pudieran descubrir en él, pero convencidos de que por muchas cosas que adoptasen, desarrollarían un especial modo africano de actuar y una cultura africana independiente y propia. Esta aspiración comúnmente compartida confirió a los nuevos estados de África puntos de contacto entre sí que eran implícitos más que explícitos y que dieron a su organización una especie de cohesión inicial que no iba a encontrar paralelo en la Organización de Estados Americanos ni en la Liga Árabe y ni siquiera en la Comunidad Económica Europea (CEE). Pero por todo esto, la OUA era una asociación de estados soberanos en un continente que, como consecuencia de la descolonización, estaba siendo sometido a una fragmentación mayor que la que había existido bajo la dominación extranjera. La OUA consolidó el particularismo en África de la misma forma en que la ONU lo aceptó en lo que respecta al mundo en general. La creación de la OUA representó no sólo una negación de las ideas federales, sino que, además, dio relieve y énfasis a las cuestiones específicamente africanas. La carta de la OUA y su conferencia fundacional subrayaron el carácter sacrosanto de las fronteras existentes y el papel de la nueva organización en el arreglo pacífico de las disputas entre los estados africanos. Hasta cierto punto, por lo tanto, se desvinculaba del concepto de solidaridad afroasiática. Los dos continentes estaban cada vez más preocupados cada uno con sus propios asuntos; algunos de sus intereses comunes se desvanecieron una vez que la lucha anticol~nialista hubo pasado a la historia. Incluso dentro de cada continente, la solidaridad se vio sometida a tensiones. En Asia, el ataque de China a la India destruyó lo que quedaba del Panch Shila, mientras que la desprevención en que fue sorprendida la India le obligó a aproximarse a las superpotencias de las que, como líder de los países no alineados, había tratado de mantenerse a distancia. La India había descendido un grado en la escala de su no vinculación o independencia. Después de la invasión china de 1962, Ceilán, Birmania, Camboya e Indonesia, junto con Egipto y Ghana, trataron de utilizar sus buenos oficios para llevar a cabo una reconciliación chino-india, pero sus esfuerzos tuvieron escasos efectos y no fueron acogidos favorablemente ni por Nueva Delhi ni por Pekín.

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POBREZA A pesar de todo, seguía existiendo un poderoso vínculo: la pobreza, y la toma de conciencia de que la independencia política y la soberanía no suponían la desaparición

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de la dependencia económica. En el mismo año en que se produjo la invasión china de la India y en mitad de la crisis del Congo que amenazó con dividir a la opinión africana, se celebró ~n Ginebra la 1 Conferencia sobre Comercio y Desarrollo de la ONU (UNCTAD). No se trataba de un acontecimiento afroasiático, sino que era algo más amplio. Era un punto de confluencia entre los estados afroasiáticos y otro grupo de esta· dos, en su mayoría latinoamericanos, que no solamente eran pobres en comparación con el mundo industrializado y desarrollado, sino que se veían también obligados a vivir dentro de un sistema económico ideado por los países ricos y en interés de los países ricos. Antes de que acabase la Segunda Guerra Mundial, las dos naciones del mundo con un comercio exterior más importante, Estados Unidos y Gran Bretaña, acordaron en Bretton Woods aplicar a la economía internacional los principios del libre comercio, la no discriminación y tipos de cambio estables. Crearon para estos fines dos nuevas organizaciones: una Organización del Comercio Internacional y el Fondo Monetario Internacional, la primera para retirar obstáculos físicos (aranceles y cuotas) de los canales comerciales y el segundo para proveer fondos para el comercio internacional y su expansión. Este último organismo surgió de la conferencia de Bretton Woods ajustado más a la fórmula estadounidense que a la británica: en particular, Gran Bretafia quiso pero no logró conseguir una moneda internacional, un variable volumen de crédito empleado en la expansión del comercio y unas reservas iniciales mucho mayores que los 25.000 millones de dólares con los que el Fondo comenzó a funcionar de hecho. En cuanto a la primera organización mencionada, nunca vio la luz, pero fue sustituida por el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), que, si bien carecía de la permanencia institucional de la proyectada Organización del Comerc\o Internacional, se comprometía no obstante a cumplir los mismos objetivos, los cuales trató de conseguir recurriendo a una serie de complicadas negociaciones bilaterales destinadas a reducir aranceles, eliminar cupos, excluir todas las preferencias nuevas o aumentadas y asegurar la extensión a todos los miembros de cualquier preferencia disponible para alguno de ellos. El primer objetivo del GATI" fue la reducción de obstáculos para negociar con artí· culos manufacturados, en particular, la reducción de tarifas. La tarifa industrial media cuando el GATT empezó a tener relevancia, era alrededor del 40%, pero en 1980 esta media se había reducido no mucho más del 4% y el volumen del comercio mundial se haba quintuplicado en veinticinco años. Era ya algo natural en los procesos del GATT el hecho de que cada vez resultara más difícil concluir las negociaciones. La Ronda de Uruguay en 1986 (la octava en una secuencia que empezaría en Ginebra en 1947), terminó sin acuerdo durante siete años. Además de contar cada vez con mayor número de partici· pantes, las negociaciones se complicaron por el cambio de los productos manufacturados por los de procedencia agrícola, los servicios financieros, las llamadas propiedades inte· lectuales (patentes, royalties) y las grandes ganancias en exportaciones de los países más ricos (aviación civil, productos audiovisuales y de televisión). El punto más espinoso para !;is políticos, no sólo por razones económicas, fue el de los subsidios para la agricultura, cuyo acuerdo fue alcanzado tan sólo a costa de los abandoitos de algunas de las partes del ambicioso programa de la Ronda. Los principales contendientes eran la Comunidad Europea, actuando como unidad (sin embargo sujeta a la aprobación de Consejo de Ministros de cada país) y Estados Uni· dos, con el apoyo de otros quince grandes exportadores de alimentos denominado colee· tivamente como el Grupo de Cairns. Estados Unidos empezaron pidiendo, como condición para suscribirse a cualquiera de las voluminosos paquetes de abastecimiento de la

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Ronda, que la Comunidad redujera sus ayudas para las exportaciones de cereales al 90% de la tasa actual a diez años. La Comunidad ofreció recortes del 30% sobre los valores que prevalecieron ~n 1986. Se realizaron intentos para cerrar el agujero creado por las posturas poco realistas expuestas por cada bando, debido a las consecuencias del debate del GATT en el CAP Common Agricultura! Policy (Política Agrícola Común), donde los miembros de la Comunidad la fueron, lenta y dolorosamente, desenmarañando fren· te a la dura postura de los agricultores. La Comunidad alcanzó un acuerdo en las reduc· ciones de subsidios que, según ellas, tendrían que ser renegociadas (un panorama desa· lentador), si las peticiones estadounidenses en el proceso del GATT fueran aceptadas. A Estados Unidos no le gustó este argumento, en particular porque se acercaban las elec· ciones a la presidencia de 1992, y respondió con tratados para imponer tarifas del 200% (a efectos de una prohibición) en determinadas mercancías europeas, empezando por los vinos franceses. Una fuente inag<)table para la desesperación fue la pelea, fuera de la Ronda del GATT, sobre el volumen de exportaciones y la producción de aceitunas; este tema quedó reducido a medio millón de toneladas que, la Comunidad olivarera, valoró en no más de 100 millones de dólares. Se cerró en pacto entre la CE y Estados Unidos mediante el acuerdo de Blair House (1992), en el que las ayudas a la exportación de cereales se reducirían al 21 % en seis años. Pero los agricultores europeos siguieron disconformes, los franceses en particular, los cuales presionaron a su gobierno a rechazar el acuerdo y con ello toda la Ronda; a pesar de que estos agricultores no estaban entre los cultivadores de cereal, fue un sector asumido dentro del negocio agrícola. Se mantuvo un contexto de inflexibilidad hasta la víspera de la fecha fijada por el Congreso de Estados Unidos, para permitir al pre· sidente aprobar el Acto Final de la Ronda (Acto de Clausura), sin la consideración del Congreso en los siguientes detalles: El Congreso podría aprobar o rechazar pero no reha· cer enmiendas a lo ya admitido por el presidente hasta la fecha. La etapa final de la Ron· da fue tomada como un conflicto entre Estados Unidos y la CE, predominando Francia con grados variables de aceptación entre los miembros de la CE. Los principales objetivos de Francia eran proteger: la esquina de la agricultura francesa, mantenerse apartada de los ataques estadounidenses a las ayudas en exportación y tratar de ganar protecdón para los realizadores de cine europeos (una industria en alza) y la industria aérea. Los objetivos fueron asegurados mediante concesiones o bien porque fueron pospuestos para ser trata· dos en la siguiente Ronda. Cuando, en 1994, se llegó al Acto Final de la Ronda (Acto de Clausura) (sujeto a ramificaciones por necesidades), se habían logrado muchas cosas, a pesar de tener que posponer los asuntos más intratables. El acuerdo prometía ganancias masivas en com~rcio y empleo. Medido en dinero, los beneficios mundiales fueron estimados, especulando, en 5.000 billones de dólares pasados diez años, pero con un relativamente pequeño impacto inmediato, siendo éste mayor para los países ricos que para los países pobres. El GATT se transformó en la World Trade Organization (WTO) en 1995. La Ron,da de Uruguay marcó un cambio para las tarifas y las cuotas de servicios, entre éstos los financieros y los dere· chos de la propiedad intelectual. Su conclusión coincidió con los intentos de integrar las economías exsoviéticas y satélites a las economías capitalistas occidentales y por último encontrar un modus vivendi con las economías comandadas supervivientes, en particular China. La WTO fue por ello económica y políticamente más fuerte que el GATT. Segun· do, estuvo más dispuesta a dar importancia a los conflictos de intereses entre ricos y pobres. Estados Unidos y Francia se unieron en sus deseos de importar un criterio social

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y medioambiental en el orden económico y comercial. Esta responsabilidad no sería cues· tionada con tal de que contemplara aspectos como el de los presos o el trabajo infantil, pero los países desarrollados temieron que los ricos, al imponer estos criterios, no acepta· rían a los países menos favorecidos, pudiendo introducir un nuevo tipo de proteccionismo bajo el manto de la justicia social. La Ronda de Uruguay marcó una victoria, pero no necesariamente una victoria atrincherada, para el libre comercio universal en un clima creciente de proteccionismo. Si el proteccionismo dejó de ser una forma sensible de política para el Estado, sí mantuvo, sin embargo, algún atractivo para las asociaciones de estados. La Comunidad Europea dio ejemplos de rechazo al proteccionismo estatal, pero fue menos convincen· te a la hora de rechazar asociaciones para la protección. La posición estadounidense en la Ronda se suavizó tan sólo después de que el presidente Clinton hubiera ganado la aprobación del Congreso para la admisión de México al North American Free Trade Area (NAFTA, véase capítulo XXVII) (Tratado Norteamericano de Libre Comercio) y hubiera hecho una comparecencia personal en una conferencia en Seattle para aplaudir el APEC -Asian Pacific Economic-Cooperation Forum- (Fórum para la Cooperación Económica del Asia Pacífica), una iniciativa australiana de 1989 para ayudar a un gran bloque de países comprendidos en las zonas del sur del Pacífico, el sudeste asiático, el norte de Asia y Norteamérica. Japón tuvo una visión similar para la esfera de influencia económica japonesa en los tres continentes que forman el anillo del Pacífico. En un segundo mitin del APEC en Jakarta en 1994, diecisiete de los dieciocho estados que asistieron estuvieron de acuerdo en abolir las barreras a las importaciones con sus asociados en el 2010, en el caso de los cinco estados mayores y en el 2020 para el resto; sólo Malasia rechazó aceptar las fechas. Aunque Clinton, una vez más parecía ser el mediador, hubo dudas no planteadas sobre si Estados Unidos eran un miembro natural del gmpo asiático-australiano o un intmso ambicioso en una organización cuyos miembros podrían contar con la mitad de todo el comercio internacional para el año 2010. Además de la IMF y el GATT, la conferencia de Bretton Woods creó el Intemational Bank (el Banco Internacional) para la Reconstruction and Development (la Reconstrucción y el Desarrollo), más tarde conocido como el World Bank (el Banco Mundial). El Banco Mundial fue fundado para asistir a Europa en su reconstrucción después de la gue· rra. Cuando esta tarea fue prácticamente asumida por el Plan Marshall, el banco, poco a poco, fue desviando su atención hacia el desarrollo y hacia el resto del mundo. Como el IMF, con el que el banco estaba relacionado por su localización común en Washington y por el requerimiento por el que el banco debía ser miembro de la Fundación, el banco estaba gobernado por un gabinete profesional donde los grandes contribuidores a sus fondos de capital acarreaban un inconmensurable peso. Además de estos fondos el banco incrementaba el dinero mediante la emisión de sus propios valores en los mercados de cambio internacionales: hacía préstamos a estados meritorios con un tipo de interés comercial, por períodos limitados (al final de los cuales, los fondos podían ser prestados otra vez), y principalmente para una infraestructura económica. Esta política estricta· mente conservadora fue necesaria para poder recibir préstamos de los mercados de dine· ro a los mejores tipos de interés, pero estas políticas ilimitaron sus actividades iniciales a favorecer a los más ricos en vez de ayudar a las pobres. Como último propósito se estableció la Internacional Finance Corporation (Corporación Internacional de Finanzas), que fue diseñada para ayudar a los países más pobres a conseguir ayudas de los sectores priva·

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dos de la banca y, en 1960, la Intemational Development Association (Asociación Inter· nacional para el Desarrollo), que concedió préstamos a cincuenta años libres de intereses, para los países pobres. Estos préstamos del IDA fueron financiados principalmente por gobiernos occidentales, se utilizaron para crear infraestructuras económicas y se esperaba de ellos que produjeron un razonable, aunque retrasado, retomo. Por ello la función principal del banco, en materia de desarrollo, fue la de mediador o procurador. Hasta los años setenta, sus actividades fueron restringidas, pero en esta déca· da la escala de sus operaciones fue multiplicada por diez o más y su expansión estuvo acompañada por una nueva doctrina realizada para justificar los préstamos a los países menos garantes, enfatizando el potencial económico de las sociedades· más pobres, una vez desarrollados o en el momento de su desarrollo. La actividad paralela del Fondo Monetario Internacional (FMI) fue la de facilitar el comercio asegurando la estabilidad en los cambios monetarios, y así anulando la anarquía financiera de los años treinta, cuando la competitividad en las devaluaciones provocó la recesión mundial por culpa de los negocios mal gestionados. El Fondo fue creado para ser guardián del sistema Bretton Woods, que fijaba los cambios de divisas (los fijaba en rela· ción al dólar, el cual se convertía a su vez en oro). El Fondo, como el banco, se fundó en un principio por contribuciones de los miembros; ambas sopesaron el peso del voto de estos miembros y sus derechos. Realizaron créditos a corto plazo, pensados para amortiguar las dificultades de la balanza de pagos y ayudar a países desarrollados; esto facilitó un servicio monitorizado y de aliento de los asuntos económicos nacionales e internacionales. Sus bases fueron cuestionadas por la, casi simultánea, abrogación en 1971 de la conversión del dólar en oro y la anexión de otras monedas al dólar. El contexto en el que operaba se trans· formó por la drástica subida del precio del petróleo en 1973 y en 1979, años en los que ori· ginaron grandes desequilibrios (en particular por los países que eran importadores de petrÓ· leo y estaban poco desarrollados), mientras que la fluidez de los petrodólares hizo que la fluctuación de las monedas fuera más drástica. El Fondo estaba estancado, perdió prestigio e influencia y fue forzado a considerar sus ámbitos y sus métodos. Ostensiblemente mun· dialista en sus propósitos, el Fondo (como el banco) había operado como un adjunto al sistema económico creado para el desarrollado mundo capitalista, pero desde la década de los años setenta estuvo obligado a tomar miras más amplias tan pronto como el, en vías de desarrollo (y ahora independiente), Tercer Mundo reclamó ser tratado como parte de la problemática económica del mundo y los países más ricos empezaron a darse cuenta de lo relacionados, económicamente, que estaban con los más pobres. El sistema comercial diseñado en Bretton Woods presuponía una cierta comunidad de intereses entre todas las naciones con comercio exterior y suponía también que los aran· celes y las cuotas eran las principales barreras para el comercio entre los. estados. Pero ninguna de estas presunciones era cierta para los países económicamente más débiles. Aunque necesitaban participar en la economía internacional, necesitaban asimismo estar protegidos dentro de ella; la libertad actuaba en su contra. Además, sus problemas más importan· tes no eran los aranceles o los cupos, sino la inestabilidad de los precios mundiales para sus productos y la dificultad de acceder a los mercados extranjeros para venderlos. En su mayor parte no eran sólo países pobres -con una media de ingresos anuales per cápita de 100-150 dólares en contraste con los más de 1.000 dólares de los países de la OTAN, comprendidos inc'iuso Grecia y Turquía-, sino también mal p~eparados para la competencia econó· mica internacional. Muchos de ellos tenían unas nada flexibles economías de monoculti· vo. Sus productos eran materias primas tuya demanda (exceptuando el caso del petróleo)

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se elevaba a un ritmo menos rápido que el de los ingresos mundiales. Sus clientes estaban fabricando productos sintéticos o sustitutivos y, especialmente en el caso de la agricultura, eran sensibles a lobbies proteccionistas internos, impacientes por cerrar el mercado a las importaciones del extranjero. La guerra de Corea produjo un boom en los precios de los productos del que se beneficiaron algunos de estos países, pero sólo temporalmente. Otro paliativo lo constituyeron las ayudas, es decir, dinero en metálico, créditos, mercancías o técnicas, concedidas gratuitamente o bien suministradas a un precio menor que el que regía en el mercado. De esta manera fueron transferidos considerables beneficios y los donantes, haciendo la suma de sus sacrificas anuales, se congratulaban por su generosidad. Los receptores de estas ayudas pensaban, sin embargo, de modo distinto. Llegaron a la conclusión de que eran una respuesta equivocada a sus problemas. Aparte del hecho de que la ayuda era escasa y aparte también de la toma de conciencia de que la mayor parte de esta ayuda se concedía con intenciones políticas en la guerra fría, existía una diversi· dad de razones por las que ésta se censuraba: porque el pago de los intereses y las devolu17iones del capital llegaron a ser una onerosa y pesada carga para las ganancias derivadas de la exportación; porque se trataba de una ayuda condicionada de forma que el receptor, en vez de utilizarla para comprar lo que quisiera y do~de pudiera obtenerlo a precio más barato, se veía obligado a aceptar combinaciones que no estaban a la cabeza de su lista de prioridades, o a comprar al donante en vez de en otro lugar y más barato; porque la ayuda perpetuaba un modelo económico creado en los tiempos coloniales, cuando el negocio de las colonias consistía en que produjeran materias primas para satisfacer las necesidades de sus poseedores; porque, por consiguiente, la ayuda impedía la esencial tarea de diversificación de la economía poscolonial y de inicio de la industrialización que permitiera al nuevo Estado crear capital. Por todas estas razones, los países más débiles se dieron cuenta en seguida de que la ayuda no podía suplir lo que ellos realmente querían: un cambio de las normas que regían la economía internacional y, particularmente, unos precios garantizados para sus productos y la facilidad de acceso a los mercados munfüales más acaudalados, donde había 1~ás posibilidades, si es que había alguna, de que estos produc· tos pudieran venderse. La ONU, en cuyo primer lote de fondos especiales para el desarrollo de los países tercermundistas (SUNFED) en 1960, se pidió a los países más ricos que contribuyeran con el 0,7% de su producto nacional bruto, para ayudar a los pobres acrecer con un tipo de interés del 5% al año, convocó una conferencia especial, que fue planificada en 1962 y realizada en Ginebra en 1964. Esta conferencia intentó ser un hecho aislado, pero se convirtió en una institución permanente cuya principal esperanza estaba puesta en precios más altos y más estables para las mercancías. En 1967, los países pobres de Asia, África y Latinoamérica establecieron el Grupo de los 77 (Group of 77) que rea· lizó su primer mitin en Agiers en 1967 y eligió a Raul Prebish de Argentina como su director. Estos acontecimientos transformaron la escena internacional mediante la demanda de relaciones económicas entre estados, así como más atención en sus relaciones políticas. El Grupo de los 77 enfatizó lo injusto de un orden económico dominado por compradores y consumidores de materiales en bruto, al igual que la volatibilidad de los precios a nivel mundial de estos materiales, y habló a favor de las preferencias comerciales mostrándose opuesto a las normas del GATI que hablan de trato igualitario entre los económicamente débiles y los económicamente fuertes, de transferir tecnología a precios de ganga y de conseguir préstamos baratos. Pero aunque el Grupo de los 77 cambió la forma de pensar de la gente sobre asuntos exteriores, tuvo menos éxito a la hora de transformar su comportamiento. Ésta se dividió entre los llamados moderados y los radicales y se dividió aún

más cuando subieron los precios del petróleo en los setenta, enriqueciendo a los produc· tares de petróleo pero empobreciendo a los importadores de crudo. La aparición de la OPEC, como un nuevo grupo en el sector, nos sirve de ejemplo de esta escisión. La OPEC mantuvo una postura generalizada para el Tercer Mundo, mientras que, al mismo tiempo, gravitaba en la economía occidental, más como un operador que como un rebelde. Cuando, en 1974, la ONU proclamó la necesidad de un Nuevo Orden Económico Internacional, la declaración dio fe del número de votos emitidos por el Tercer Mundo en la Asamblea General, pero las consecuencias dejaron ver la limitada efectividad de los votos nacionales en los asuntos económicos. Con este poder económico aplastante, el oeste estaba capacitado para defenderse de las quejas y las campañas del Tercer Mundo y mantener el alivio económico de Occidente a niveles caritativos, regulados por el propio Occidente. La Comunidad Europea tomó nota de estos problemas con benevolencia pero con prudente atención. Cuando el tratado de Roma se estaba negociando, Francia insistió en la inserción de estipulaciones especiales relativas a la condición de asociado. Tenía en mente a sus propios territorios africanos que todavía entonces eran todos ellos colonias. La parte IV del tratado estipulaba por tanto que la Comunidad podría suscribir acuerdos con estados no europeos mediante los cuales se concedería a éstos el beneficio de reducciones arancelarias y ampliaciones de cupo, al mismo tiempo que se les otorgaría el derecho a imponer aranceles propios para proteger sus incipientes industrias (siempre que estos aranceles no hicieran discriminaciones entre miembros de la Comunidad). Asimismo, la Comunidad estableció un Fondo de Desarrollo que desembolsó 581 millones de dólares en un primer quinquenio y 730 millones en el segundo. En 1964, mediante el primer convenio de Yaounde, 18 ex colonias francesas sacaron provecho de estas estipulaciones, y en 1969 se concedió a tres ex colonias británicas -Kenia, Uganda, Tanzania- los mismos privilegios por espacio de un año (esto es, hasta que un Convenio de Yaounde revisado entrase en vigor en 1971). También Nigeria negoció un acuerdo con la Comunidad. Si bien en un principio se mostró recelosa con respecto a estos convenios pensando que se trataba de una forma de neocolonialismo, Nigeria no podía permitir que sus vecinos comerciasen en mejores condiciones que ella misma con la Comunidad, a la que enviaba dos tercios de sus exportaciones. Una vez más, las relaciones entre la Comunidad y sus asociados africanos podían ser atacadas con el argumento de que, a pesar de sus ventajas tangibles, tendían a perpetuar el modelo colonial en vez de a modernizar y diversificar la economía poscolonial. Además, produjo cierta turbación el hecho de que una minoría de los miembros del lobby de la UNCTAD, al asegurarse una especial posición para ella, hubiese roto la solidaridad de las naciones más débiles. En 1974 se firmó en Lomé un nuevo convenio de cinco años de duración, en esta ocasión entre la CEE y cuarenta y seis estados africanos, del Caribe y del Pacífico (ACP). Contenía estipulaciones para reducciones arancelarias no recíprocas, creaba un fondo de ayuda de 1.600 millones de dólares y un proyecto para la estabilización de los precios de exportación, y prometía a los pro· ductores de azúcar de la Commonwealth la entrada en la CEE de todo su azúcar a los precios garantizados por el Acuerdo del Azúcar de la Commonwealth. Mediante el Lomé Il, que se suscribió a continuación del primero, en 1979, la CEE se comprometió a aceptar exportaciones procedentes de países de la ACP hasta un valor de 15.000 millones de dólares al año y a proporcionar ayudas anuales que irían aumentando .desde una base inicial de 850 millones de dólares la mayoría destinados para carreteras, educación, hospitales, agua y electricidad. Lomé lII y V siguieron a los intervalos quinquenales, pero alrededor

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~ miembro de la OPEC El número entre paréntesis son las cifras estimadas de producción petrolífera en 1994, en millones de toneladas.

5.1. Los mayores productores mundiales de petróleo.

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de 1990, la ayuda fluyó de las convenciones, que aunque fueron muy bien recibidas fue el equivalente a no más de la mitad de lo dado por los miembros de la comunidad, sumando lo que dieron por separado con lo que ofrecieron de forma bilateral. Los destinatarios se sintieron molestos por la dependencia concomitante y también por los costes y la burocracia que acarrean las convenciones. En 1995, cuando concluyó el Lomé V tras nego· ciaciones estratégicas, se contabilizaron 70 beneficiarios. Entre las prioridades estaba la de permitir desviaciones desde las regulaciones del GATT, pero no sobrevivieron a la transformación del GATT dentro de la nueva Organización del Comercio Mundial (World Trade Organization). Mientras que el dinero y otros beneficios empezaron a llegar a los países pobres por diferentes fuentes, sus deudas crecieron aún más preocupando el valor de los créditos también. Desde los setenta, los estados deudores estuvieron más presionados por el nuevo planteamiento de sus deudas que por atraer dinero nuevo hacia los aspectos más necesitados. En la UNCTAD 4, celebrada en Nairobi en 1976, el Tercer Mundo presentó un plan global para la reestructuración de sus deudas, la ayuda técnica, la promoción de las industrias manufactureras y la diversifica~ión de las econ~mías de monocultivo. El plan severamente mutilado por los países más ricos, los cuales -y en particular las potencias que habían sido coloniales- estaban molestos ante la perspectiva de ser deudores morales más que acreedores comerciales. En gran parte inútilmente señalaron que la expansión del mercado mundial de los años cincuenta y sesenta se había detenido e invertido. Los efectos de la recesión mundial sobre las actitudes y aptitudes de los países ricos se pusieron aún más de manifiesto en la quinta conferencia de la UNCTAD celebrada en Manila en 1979. La extrema pobreza del Tercer Mundo, que en algunas zonas era sencillamente hambre; el pronóstico de una población mundial duplicada antes de finales de siglo, con ciudades asediadas y estallido de guerras con el fin de obtener materias primas; una deuda externa del Tercer Mundo de 300.000 millones de dólares o más; y un descenso de la ayuda occidental junto a un aumento del proteccionismo en Occidente. Todos estos indicadores producían un sentimiento de oscura desesperanza que la conferencia no logró hallar forma de aliviar. Por esta época, el concepto de Tercer Mundo se estaba volviendo obsoleto. Había surgido un nuevo grupo de países cuya riqueza les diferenciaba dramáticamente de los países pobres del mundo y cuya solidaridad les permitía desem· peñar un papel de fuerza en los asuntos internacionales. Era el Cuarto Mundo de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), cuyos miembros debían su riqueza al petróleo y su influencia política y económica al hecho de que, aunque muy diferentes entre sí en cuanto a la extensión geográfica y la población, eran lo suficiente· mente poco numerosos y estaban lo suficientemente unidos como para subordinar sus diferencias a la acción común. En los años setenta elevaron el precio del petróleo tan exorbitantemente que todos sus clientes, tanto ricos como pobres, temblaron ante el futuro económico que se les presentaba. Podían efectuar esta gran subida porque el pre· cio del petróleo había estado preocupantemente por debajo de la demanda y porque la propiedad del crudo -y con ella el poder de fijar precios en un mercado de vendedoreshabía pasado de manos de las compañías occidentales a las de los gobiernos productores. Los países de la OPEP eran peculiares porque, en un mundo acostumbrado a considerar pobres a todos los países en vías de desarrollo, resultaba que éstos eran países en vías de desarrollo ricos sin embargo, por la cantidad de dinero que poseían. Pero eran ricos de un modo especial, ricos por la venta de un recurso limitado, no por el proceso infinita·

mente repetible de la manufactura. Preveían que sus años de opulencia tendrían una duración determinada. Las razones que les impulsaron a forzar el alza de los precios de su producto fueron económicas (acumular dinero para el desarrollo}, estratégicas (hacer acopio de armamento) y políticas (ejercer una presión antiisraelí sobre los países com· pradores, siendo como eran árabes la mayoría de los trece miembros de la OPEP). Los efectos de estas alzas de los precios fueron muy perturbadores puesto que coincidieron con otros inquietantes factores económicos y los intensificaron: una disminución del valor del dólar (ya con síntomas de agotamiento por su excesivo gasto exterior que culminó con la guerra de Vietnam), el hundimiento del sistema diseñado en Bretton Woods, y una inflacción internacional. Muchos de los miembros de la OPEP ganaron más dinero del que sabían utilizar en sus países, relativament~ subdesarrollados y escasa· mente poblados. Al invertir sus inmensos excedentes (más de 100.000 millones de dólares al año a finales de la década de los setenta) en un inestable mundo industrializado, se encontraron con que adquirían propiedades que, en parte como consecuencia de sus propias acciones, se estaban devaluando constantemente; al mismo tiempo, sus aumen· tos del precio del crudo estaban atenazando y exprimiendo de tal forma a los compradores que éstos se veían obligados a reducir sus compras. Además, la transferencia masiva de capital desde los países que podían utilizarlo productivamente hacia los países que no podían -es decir, desde el mundo industrializado hacia los miembros de la OPEP- ponía muchos recursos fuera de juego manteniéndolos improductivos, y originaba así una con· tracción de la economía mundial. El Tercer Mundo se vio doblemente afectado. No podía ya pagar el precio de un pro· ducto que era esencial y tampoco podía esperar ya la ayuda financiera que había estado recibiendo de los gobiernos y bancos privados de los países industrializados. Las naciones desarrolladas que importaban petróleo habían contraído una deuda externa que ascendía a un total de 300.000 millones de dólares; el déficit conjunto de su balanza de pagos esta· ba alcanzando la cifra de 100.000 millones de dólares al año y aumentando anualmente 25.000 millones de dólares sólo por lo que respecta al petróleo. A este ritmo no sólo ellos mismos sino también sus acreedores se precipitaban a una situación de banca rota. Sus exportaciones estaban en declive a causa de la restricción de su propia producción y a cau· sa de que sus principales mercados {los países desarrollados) se veían también restringidos. Los países de la OPEP asumieron en alguna media la responsabilidad de mitigar y aliviar estas cargas. Lo hicieron mediante la práctica establecida de conceder ayuda a los pobres. En los últimos años setenta esta ayuda fluía a razón de entre el 1 y el 3% de sus PNB y tres miembros de la OPEP rozaron el 10%_. Estos índices eran muy favorables en comparación con el objetivo del 0,7% de la OCDE {que en la práctica ninguno de los miembros de la OCDE alcanzó, exceptuando a Noruega, Suecia, Dinamarca y Holanda). Por otra parte, la suma total concedida por la OPEP se obtuvo en parte poniendo fin a las contribucio· nes de esta organización al Banco Mundial (alegando para ello razones políticas) y la inmensa mayoría de esta ayuda se otorgó a los países árabes más indigentes de Oriente Medio y África del Norte, dejando al margen a Egipto tras los acuerdos de Sadat con Car· ter y Begin en Camp David. Desde el punto de vista del Tercer Mundo, la munificencia de la OPEP tenía sus limita· ciones. En cuanto a la proporción con respecto al PNB, la ayuda de la OPEP era relativa· mente generosa. Pern el PNB de la OPEP era mucho inenor que el de la OCDE (por un factor de aproximadamente dieciséis), de modo que el volumen de la ayuda de la OCDE era finalmente mucho más elevado que el de la OPEP. Además, el programa de ayuda de la

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OPEP no suponía más que un nuevo paliativo, y la concesión de una limosna -tanto a pequeña como a gran escala- no podía sustituir a la reforma de un sistema económico mundial fundamentalmente desequilibrado que estaba en proceso de contracción. Donantes y receptores -la OPEP, la CEE o la OCDE por un lado, y la mayor parte de la UNCTAD por otro-se embarcaron en una controversia, un ajuste de intereses conflictivos y destinos divergentes. Los teóricos habían estado hablando durante décadas de la interdependencia y los mutuos intereses de ricos y pobres sin que se les prestase demasiada atención, pero, en 1980, un grupo extraoficial de personalidades públicas bajo la presidencia de Willy Brandt elaboraron un informe que se proponía replantear los problemas y sugerir remedios prácticos. El informe Brandt trataba de persuadir a sus lectores de que el llamado conflicto NorteSur entre países ricos y pobres era tan peligroso para el mundo entero como lo era el más' manifiesto y patente conflicto Este-Oeste entre los bloques armados encabezados por las dos superpotencias. Dadas las catastróficas propiedades de las armas nucleares, era ésta una opinión extraordinariamente difícil de aceptar. Todo el mundo sabía (y la mayoría de la gente prefería olvidar) que millones de pobres estaban muriendo a causa del tremendo desequilibrio económico mundial: unos 800 millones de seres humanos vivían habiendo transpasado el umbral de la pobreza más extrema. Pero no era en absoluto evidente que este hecho, además de constituir una desgracia, constituyese asimismo un peligro. El Informe Brandt no pretendía reiterar las ya familiares súplicas humanitarias, sino que se proponía darles una orientación práctica de perentoriedad; quería infundir miedo y alar· ma y no sólo pena o lástima. Al tiempo que hacía esto, realizaba implícitamente una afir .. mación de gran trascendencia al sostener que los intereses comunes de países ricos y pobres eran más poderosos y fuertes que aquellos que les dividían. El informe abandona· ba la postura esencialmente hostil de la UNCTAD. No hablaba en nombre de los países pobres y en contra de los ricos, sino para todos ellos, partiendo de la base de que todos se estaban deslizando por la misma resbaladiza pendiente. Suponía la existenc.ia de una comunidad de intereses compartida por todos y cada uno de los estados soberanos. El informe acometía a continuación la tarea de realizar la cuadratura del círculo. En pocas palabras, lo que decía era lo siguiente: los plutócratas de la OPEP deben prestar sus excedentes a los pobres; éstos y otros fondos deben utilizarse para acabar con el hambre en el Tercer Mundo y desarrollar su agricultura e industria; hay que ayudar al Tercer Mundo, una vez rescatado del estancamiento, a comprar las manufacturas del mundo industrializado; y ayudar al mundo industrializado, reafirmando su fe en el libre comercio, a ampliar y extender su volumen de negocios con el Tercer Mundo (fuente de gran parte de sus bene· fidos en tiempos coloniales), obteniendo de ese modo el dinero necesario para pagar a la OPEP por su petróleo. El punto esencial del proyecto de Brandt radicaba en una transferencia masiva de recursos hacia los países más pobres -tanto por parte de los países enriquecidos recientemente como de los tradicionalmente ricos-· de un orden de 50.000 millones de dólares anuales para el año 1985 (según los precios de 1980), produciéndose un aumento de la ayuda oficial de 8.000 millones de dólares al año de forma que dicha ayuda sería equivalente al O, 7% del PNB de los países contribuyentes para 1985 y llegaría al 1% a finales de siglo. Existían dos obstáculos principales para la aceptación de esta receta estadísticamente modesta. En la medida en que mantenía que había que pagar a los ricos para que ayudasen a los pobres, parecía ofender al sentido común. En segundo lugar, presupo· nía la existencia de algo parecido a un gobierno mundial --del que, sin embargo, no había la más remota señal-, ya que era prácticamente inconcebible que fuese un comité o conferencia de representantes de estados soberanos quien pudiese iniciar y proseguir un pro-

grama de esta naturaleza desde el momento en que carecía de la autoridad ejecutiva nece· saria para tomar decisiones, decretar acciones e imponer gravámenes. El Informe Brandt pedía a un mundo políticamente fragmentado que abordara problemas económicos uni· versales, tarea para la que no parecía contar con las instituciones precisas. Era un ejercicio de persuasión no respaldado por ninguna autoridad o poder. El problema no obstante persistió más o menos en los términos del análisis hecho en el Informe Brandt y toda mejora de la economía mundial arrastró a los países pobres a situaciones cada vez más desesperadas. Así, una breve época de prosperidad en el mundo rico e industrializado a comienzos de los años setenta estimuló, como lo había hecho la guerra de Corea, la demanda de productos básicos, pero cuando la demanda desapareció junto con el boom, los productores de estas materias primas en el mundo pobre se dieron cuenta de que habían participado en un juego que tenían perdido de antemano. El alza de los precios del petróleo en la dc!cada de los setenta, que no fue la causa aunque sí vino a agravar la depresión económica subsiguiente al boom, obligó a los países pobres a pedir créditos, no para dedicarlos a la inversión, sino simplemente para mantenerse a flote. Los países ricos prestaron fondos con generosidad, ya que los bancos -pletóricos con el dinero de los productores de petróleo y animados a prestar (especialmente en el caso de los créditos de Estados Unidos a Latinoamérica) para de esa forma fomentar el sector privado capitalista- buscaban prestatarios a los que podrían conceder préstamos a unos tipos muchísimo más altos que los que estaban pagando a sus propios impositores. Mientras este esquema persistiese, los bancos y otras instituciones financieras pudientes serían cada vez más ricos pero en la década de los ochenta las deudas contraídas p~r los países pobres con los ricos habían llegado a ser tan evidentemente impagables que un par de estadistas lo dijeron abiertamente: el presidente Nyerere, con todas sus letras, y el presidente García del Perú recurrieron a la limitación unilateral del pago de la deuda peruana a un determinado porcentaje de la renta nacional. La reestructuración de la deuda se convirtió en una simulación bajo la cual se escondía el hecho de que el endeudamiendo había llegado a ser tan alarmante y de tal magnitud que el riesgo de insolvencia amenazaba tanto a los deudores como a los acreedores. La insolvencia (en particular la insolvencia de los estados que estaban a medio camino entre la pobreza y la riqueza y que habían tomado prestadas grandes sumas de dinero para acelerar la transición y la expectación sobre si serían capaces o no de financiar estos créditos de las rentas del crudo que desaparecieron con el desplome de los precios del petróleo) dio fuerza a nuevas medidas. En 1982, México falló en el pago de sus intereses. Tal falta, y tal ejemplo, supusieron un gran desastre para muchos bancos. El FMI recortó los recursos para conseguir acabar con una crisis de este tipo, pero cogió el liderazgo con la coordinación de una operación de respiro, mediante fondos contributivos destinados a los bancos amenazados. Negoció con decenas de países deudores, envasando fondos frescos para ellos a través de bancos comerciales como respuesta a la adopción de rigurosas reformas económicas. El FMI, gracias a esto, sacó a flote la crisis. Además de prestar sumas de sus fondos, al menos cinco o seis veces consiguió dinero de los bancos. Pero los deudores, quienes descubrieron que los estados forzados a pedir no podían elegir, estaban obli· gados a la imposición de programas económicos domésticos, los cuales llevarían los pre· cios y restringirían los servicios sociales, ahondando fuertemente en la crisis de los ciudadanos pobres cuyas compras tuvieron una tregua· más que un alivio duradero. Durante los años ochenta, la deuda africana (excluyendo la sudafricana y la de los países coste· ros del norte) se incrementó en más de 7 .000 millones de dólares al año y pasó a 200.000

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millones de dólares: un plan para convertir las deudas a largo plazo, se encontró con el favor de los acreedores, quienes supieron que nunca se les devolvería su dinero pero prefirieron posponer los pagos indefinidamente antes que retirar las deudas de sus balances. La deuda latinoamericana era dos veces mayor que la deuda africana, con Brasil y Méxi. co debiendo (en cifras aproximadas) 100.000 millones de dólares y Argentina unos 70.000 millones de dólares. El Tercer Mundo en su totalidad, en vez de recibir 50.000 millones de dólares {netos) al año del Banco Mundial, estuvo tomando 30.000 millones de una nueva deuda cada año; el tptal excedió 1.300.000 millones de dólares. Alejados del desarrollo, sus economías crecieron un 1% y sus poblaciones el 2%. En 1985, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, James Baker, propuso que los bancos acreedores deberían avanzar hasta los 20.000 millones de dólares y las institucion~ internacionales deberían crear nuevos créditos similares a los anteriores {es decir, prestar dinero para conceder a los deudores un crédito nuevo con los intereses anteriores). La teoría fue elaborada por su sucesor, Nicholas Brady, quien ideó una escena donde los bancos .acreedores podrían elegir entre tres opciones para aliviar a sus deudores: mediante el cambio de los valores existentes por nuevos al 65% de su valor nominal, redimibles pasados treinta años y pagando los intereses originales; mediante el cambio de los valores existentes por valores a 30 años con un valor nominal inalterable pero con intereses reducidos y fijados al 6,25% a 30 años y nuevos créditos pagaderos en plazos anuales a tres años. Un prototipo de acuerdo bajo el plan Brady fue firmado por México en 1990.

NOTAS A.

PAISES MUY PEQUENOS

En 1985 había en el mundo más de 40 estados independientes con una población inferior a un millón de habitantes y otros 30 territorios de similares dimensiones que estaban claramente dife· rendados geográficamente pero no eran plenamente independientes. Estos últimos eran prácticamente todos islas o archipiélagos. También lo eran la mayoría de los primeros, entre los que estaban incluidos nueve estados independientes en el Caribe y ocho en Oceanía. Dentro de esta categoría de diminutos países, los estados y territorios autónomos diferían mucho entre sí en cuanto a su extensión, población y riqueza, pero con relativamente pocas excepciones, eran demasiado débiles para defenderse contra los depredadores seducidos por su valor estratégico o por algún bien o ventaja explotable (la belleza que atrae a las agencias de viajes o la lejanía que atrae a los estafadores). Pue~en ser de h_echo compradas por mafias extranjeras conchabadas con políticos locales, ya que se requiere poco dmero para comprar unos cuantos votos necesarios para ganar las elecciones y obtener el poder. Frente al enojo o las aprensiones de estados más grandes no pueden defenderse, como puso ?e manifiesto la invasión de Granada por Estados Unidos en 1983. En los años sesenta se propuso idear un nuevo status para aquellos territorios muy pequeños que estaban a punro de ser arrojados por los imperios coloniales a una independencia nominal para cuya defensa caredan de los recursos humanos y materiales necesarios; pero estas propuestas y discusiones se quedaron en nada, en gran medida por temor a ofender a los nacientes estados. La asociación con una gran potencia o las asoci.acion_es regionales ofrecieron a algunas de estas naciones protección y esperanza de mejora. Una sene de islas, la mayada de ellas en el Padfico, suscribieron acuerdos de asociación con Esta· dos Unidos o con Francia (los Territorios de Ultramar); otras pasaron a ser miembros de la Commonwealth. El Fórum del Pacífico Sur, creado en 1971, abarcaba en 1985 a once estados independientes Y territorios autónomos aunque no independientes; estableció vínculos con otras asociaci~nes internacionales como la ASEAN y la CEE y con agencias especializadas de la ONU; y se asociaron con estados más grandes en la mucho más antigua (1947) y más amplia Comisión del Padfico Sur, en la que estaban incluidos Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Gran Bretaña y Francia. Por un tratado de 1985, 10-islas Estado del Pacífico, entre ellas Australia, Nueva Zelanda

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y Nueva Guinea-Papua, proclamaron la South Pacific Nuclear-Free Zone (Zona Libre de Armas Nucleares del Sur del Pacífico), pactos protocolarios auxiliares que fueron firmados por la URSS y China, rechazados por Francia y no aceptados por Estados Unidos y Gran Bretaña. El tratado impu· so una prohibición en la manufactura, testado y despliegue de armamento nuclear en la zona; reclamaron a los principales poderes nucleares que no hicieran pruebas o instalaran armas nucleares en la zona; pero se abstuvieron de pronunciarse sobre el uso, por parte de barcos y aviones, de los espacios marinos y aéreos internacionales. Las islas principales que lograron su independencia fueron: Samoa Occidental, en 1962, tras la dominación alemana y neozelandesa; Tonga o Islas de la Amistad, una monarquía del siglo XIX que tomó su total independencia en 1970 (y que no firmó el tratado de 1985); Fidji, independizada en 1975 (ver más adelante); las islas de Gilbert y Ellice, que se separaron en 1975 y se independizaron en 1979 y 1978, respectivamente, como Kiribati y Tuvalu; las islas Salomón; independizadas en 1978 y el condominio anglo-francés de Nuevas Híbridas, independizadas en 1980, como Vanvalu, tras luchas y disensiones internas. Vanvalu presionó hasta el límite en los conceptos de Estado y nación; con una población de 150.000 habitantes que hablan cien lenguas diferentes, tenía identi· dad geográfica pero carecía de identidad cultural o política. En Nueva Caledonia, territorio francés desde 1958, el conflicto entre la tribu ind(gena de los kanaks y los inmigrantes blancos, que ahora eran mayada, fue temporalmente resuelto mediante el acuerdo de Hatignon en 1988, el cual concedió por orden directa de Francia la división del territorio en tres regiones (dos de ellas con mayor(a kanak), una ayuda económica considerable por parte de Francia y un referéndum para la independencia en 1988. Por aceptar estos términos, el líder de los kanak, Jean-Marie Tjibaou, fue asesinado por sus compatriotas más radicales. Fidji tenla problemas raciales similares. Fidji (con una extensión similar a la de Gal(!s), está dividida en 600 islas comprendiendo 100.000 millas cuadradas de agua y una población de 750.000 habitantes (hab(a intentado fallidos acercamientos en el siglo XIX a Estados Unidos y Alemania, buscando su protección antes de que se rindieran al Reino Unido en 1874 ). Bajo el mandato británico se motivó a los ciudadanos indios a emigrar a Fidji, donde se convirtieron en el principal sostén de la industria azucarera y, durante los d!as de la independencia en 1970, con la mayada de la población. Tensiones entre razas fueron sucedidas por tensiones entre las islas orientales y las occidentales y entre generaciones. En las elecciones de 1987, el partido en el gobierno de Fidji, que se apoyaba sobre un jefe patemalista, fue vencido por una coalición liderada por sir Timothy Bavadra, quien creó un gabinete con una pobre mayoría india. Con una parte considerable de su pequeño ejército en el Medio Este en una misión de la ONU, el coronel Siliveni Rabuka fue capaz de dar un golpe de Estado con un puñado de hombres que invadieron el Parlamento y prender al nuevo primer ministro. Bavadra apeló sin suerte al gobierno británico y a la Corona (Fidji era miembro de la Commonwealth), pero Rabuka ten(a el apoyo de la ClA, la cual miraba con recelo a Bavadra, por neutral. Rabuka tuvo el apoyo del movimiento Tsakei, cuyo lema era: •Fidji para los de Fidji>» pero poco a poco fue perdiendo terreno, en particular en las islas orientales. Los comienzos de la emigración india dejaron ver lo peligroso de dejar a los indios fuera de la industria del azúcar, que era la principal fuente de riqueza de Fidji. Sin embargo, las elecciones de 1994 le reafirmaron en el poder a pesar de su desgana para conseguirlo. Fidji era un miembro del Soth Pacific Forum (Forum del Pacifico Sur). Bavadra murió en 1989. El archipiélago de Bismack, anexionado por Alemania en 1874 y administrado por Australia, primero bajo el mandato de la Liga de Naciones y después, en 1947, como parte de la ONU Trust Territory of New Guinea, pasó a formar parte en 197 5 del nuevo Estado de Nueva Guinea-Papua. Al norte, en aguas ecuatoriales, los archipiélagos de las Carolinas, las Marshall y las Marianas, adquiridas por Alemania en el siglo XIX, ocupadas por Japón en la Primera Guerra Mundial y retenidas bajo su mandato después de la guerra, fueron ocupadas por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y más tarde, de 1947 a 1986, pasaron a estar bajo la supervisión de la ONU Trust Territory of the Pacific lsland. Las Marshall, incluyendo los atolones Enewetok y Bikini usados has· ta 19 58 para testar armas nucleares, se convirtieron en la República de las Islas Marshall con un tratado o compacto de Free Association (Libre Asociación) con Estados Unidos (1982). Las Carolinas pasaron a ser los Estados Federados de Micronesia (Federated States of Micronesia) mediante un tratado similar. El objetivo de estos compactos fue el de permitir a Estados Unidos adquirir unos derechos especiales tras el final del período de fideicomiso. Esta situación causó problemas en las islas más occidentales del distrito de Micronesia (el archipiélago de Pelau). En 1979, los habitantes

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de las Pelau votaron de forma arrolladora a favor de la prohibición de las armas nucleares en sus islas. Cuando se intentó acabar esta decisión (la cual incluía intentos de cambiar la Constitución) se fracasó, y Estados Unidos propuso un compacto por el cual una tercera parte del archipiélago sería cedido a éstos para realizar ejercicios y experimentos militares. Este compacto fue rechazado repeti· das veces por los habitantes de las Pelau con campañas en las que hubo sobornos y asesinatos. Finalmente, las Marianas (llamadas originalmente de forma despectiva por Magallanes, Los Ladrones) incluyeron Guam y las Marianas del Norte. Guam fue arrebatada por Estados Unidos a España en 1898 y ha permanecido como parte de Estados Unidos. Las Marianas del Norte pasaron a formar parte de la Commonwealth, sin Estados Unidos, en 1986.

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El continente Antártico es rico en pesca y minerales, incluyendo petróleo. La tecnología moderna le ha dado un significado militar y ha reclamado la atención por el daño medioambiental que esto podría generar. Siete estados han solicitado derechos territoriales. Apoyados por la cooperación durante el lnternational Geophysical Year (Año Internacional de la Geofísica), 1957-1958, doce estados firmaron en 1959 el Antarctic Tready (Tratado Antártico), cuyos objetivos eran los de paz y cooperación en la zona y libertad para la investigación científica. El tratado creó una organi· zación permanente que se expandió a .39 miembros asociaaos. Una pionera, aunque modesta, Con. vention on Marine Living Resources (Convención para los Recursos Marinos Vivos) en 1980, fue clausurada y una Convention on the Regulation of Mining Activities (Convención para la Regu. !ación de las Actividades Mineras) redactada en 1988; esta última causa serias controversias. Australia y Francia se opusieron a estas convenciones desde el punto de vista conservacionista, enfrentándose a estadounidenses, británicos y a otros que querían tan sólo una moratoria (existía una moratoria voluntaria en vigor desde 1972) para ser seguida mediante la aprobación internacional y la supervisión de las actividades mineras. La Convención, apoyada con entusiasmo tan sólo por Japón, se convirtió en papel mojado cuando, en 1990, el Reino Unido retiró su defensa a la explotación limitada.

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5.3. Antártida (Fuente: An Atlas of World Affairs, William Boyd).

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Segunda Parte EUROPA

VI

Europa occidental

RECUPERACIÓN La reactivación de Europa occidental después de 1945 tuvo un dinamismo que nadie esperaba. La recuperación económica, que requería la reconstrucción de unas economías seriamente dañadas, aunque esencialmente sólidas y especializadas, tuvo un vigoroso arranque debido a la ayuda financiera estadounidense, impelida tanto por generosidad como por el temor a que se hundieran los países de interés vital para Estados Unidos durante la guerra fría. El Plan Marshall (1947) fue, junto con el Tratado del Atlántico Norte (1949), un factor esencial que marcó el ritmo para el restablecimíento material de Europa occidental y su tranquilidad espiritual. Cuando en 1945 acabó la guerra, los países de Europa occidental se encontraban en un estado de total hundimiento físico y económico, al que se añadía el temor al dominio soviético, bien mediante un ataque frontal, bien mediante la subversión. La única salvación posible frente a estos peligros era que la ayuda estadounidense les permitiese restaurar sus economías, destrozadas aunque desarrolladas, y les ofreciese una garantía de conti· nuidad en su independencia e integridad por medio de una ocupación estadounidense semipermanente. Durante la guerra se habían hecho proyectos para el alivio de las necesidades inmediatas de E!.iropa. La Administración de las Naciones Unidas para el Socorro y la Reconstrucción (UNRRA) se creó en 1943 y mantuvo sus actividades hasta 1947. También se establecieron una Organización Europea del Transporte Interior, una Organi· zación Europea del Carbón y un Comité de Emergencia para Europa que se fundieron en 1947 en la Comisión Económica para Europa de las Naciones Unidas (ECE). Estos orga· nismos partían del supuesto de que los males de Europa podían ser tratados en un ámbito continental, pero la guerra fría destruyó esta presunción y, aunque la Comisión Económica para Europa siguió existiendo y publicó valiosos «Economic Surveys» a partir de 1948, Europa se dividió en dos, tanto a efectos económicos como políticos. Los antecedentes inmediatos de la ayuda económica estadounidense fueron el fracaso de la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores celebrada en Moscú en marzp y abril de 1947, y la Doctrina Truman, en virtud de la cual, en marzo, Estados Unidos asumió el

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papel de Gran Bretaña de apoyo a Grecia y Turquía, y lo racionalizó en términos anticomunistas. En junio, el general Marshall, entonces secretario de Estado, propugnaba en Harvard el plan que lleva su nombre y que ofrecía ayuda económica a toda Europa (incluida la URSS) hasta 1951, basándose en que los gobiernos europeos aceptarían la responsabilidad de aplicar el programa y ellos mismos contribuirían a la recuperación europea mediante cierto grado de esfuerzo común. Esta oferta estadounidense requería la creación de una organización europea¡ el rechazo ruso de dicha oferta, en lo que respecta a la propia URSS y a los estados dependientes de ella, convirtió la organización en un organismo de Europa occidental. Dieciséis paises establecieron un Comité de Cooperación Económica Europea que evaluó sus necesidades de bienes y de divisas para los años 1942·· 1952 y se convirtió en abril de 1948 en la ya más permanente Organización Europea de Coóperación Económica (OECE). Alemania occidental estaba representada por los tres comandantes en jefe occidentales de las fuerzas de ocupación, hasta octubre de 1949 en que se admitieron representantes alemanes. Estados Unidos y Canadá pasaron a ser miembros observadores de la organización en 1950, y a continuación se desarrolló la coopera,ción con Yugoslavia y España. Del lado americano, la Ley de Ayuda al Exterior de 1948 creó la Administración de Cooperación Económica (ECA) para supervisar el Programa de Recuperación Europea (ERP). En los años siguientes, la OECE, utilizando fondos americanos, se convirtió en el principal instrumento en la transición de Europa occidental de la guerra a la paz. Reanimó la producción y el comercio europeos reduciendo las cuotas, creando créditos y proporcionando mecanismos para el saldo de cuentas entre los países. Si bien fue una organización de gobierno a gobierno y no supranacional, a pesar de todo inculcaba actitudes internacionales y fomentaba hábitos de cooperación económica que sobrevivieron a la desaparición del ERP (fue sustituido, en 1960, por la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico -OCDE- en la que Estados Unidos, Canadá y Japón eran miembros de pleno derecho y que amplió las actividades de la OECE a las zonas del mundo en vías de desarrollo. . La creación de la OECE coincidió con la firma, en marzo de 1948, del tratado de Bm· selas por parte de Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo (a los tres últimos países se aludía conjuntamente con el nombre de Benelux desde el momento en que establecieron una unión aduanera en 1947). Este tratado, como el tratado anglo-francés de Dunkerque de 194 7, era una alianza militar ostensiblemente dirigida contra un resur· gimiento de la amenaza alemana. Contenía, además, disposiciones para una cooperación política, económica y cultural a través de comités permanentes y de un organismo cen· tral, y era concebida, al menos por algunos de sus promotores, como un primer paso hacia una alianza militar aún más amplia con Estados Unidos. El presidente Truman así lo inter· pretaba al referirse a la necesidad de entrenamiento militar universal y de un servicio mili· tar selectivo en Estados Unidos, y el líder de los republicanos en el Senado, Arthur H. Vandenberg, propuso y logró que se aprobara una moción en favor de la ayuda estadouni· dense a organismos militares regionales que sirvieran a los fines de la política estadouni· dense: el senador estaba defendiendo en esencia un pacto militar entre Estados Unidos y la Europa occidental, un equivalente, en el terreno militar, al plan económico del general Marshall. El Tratado del Atlántico Norte, firmado en abril de 1949 por Estados Uni· dos, Canadá y diez países europeos, dio a estos últimos durante al menos veinte años una garantía de continuidad de su independencia e integridad frente a un ataque soviético, al formalizar e institucionalizar la intención estadounidense de permanecer en Europa y desempeñar el papel de una potencia europea. En esta fecha, los rusos, como los chinos

quince años después, tenían grandes y temibles fuerzas terrestres que abrumaban a todos los países que quedaban a su alcance, pero carecían de un armamento diversificado y moderno capaz de entablar combate con Estados Unidos. El Tratado del Atlántico Norte era, por tanto, una forma de que el poderío aéreo estadounidense, incluidas las armas nucleares, ejerciese presión para impedir a los rusos el empleo de sus fuerzas terrestres en la zona señalada por el tratado. Los miembros europeos de esta nueva alianza fueron al principio beneficiarios relati· vamente pasivos que, a pesar de que proporcionaban el 80% de las fuerzas de dicha alian· za en Europa, dependían de la mucho más significativa aportación americana, sin la cual su propia contribución era insignificante para hacer frente a sus principales necesidades y temores. Aunque en su letra el tratado era un acuerdo de seguridad colectiva, de hecho y sobre todo se parecía más a los tratados de protectorado de una época anterfor en virtud de los cuales una potencia principal abrigaba bajo su manto protector a territorios más débiles. El tratado creó un organismo permanente (OTAN -Organización del Tratado del Atlántico Norte) para la discusión política y la planificación militar, y algunos de sus cre· adores y de sus posteriores devotos preveían el desarrollo de algo más que una alianza mili· tar: una entente, una comunidad, o una unión. No surgió nada parecido, a causa de diferentes razones: la enorme disparidad entre el poderío de Estados Unidos y la de cualquier otro miembro, la incapacidad de los miembros europeos para agruparse en una unidad política comparable a Estados Unidos, la gran extensión del océano Atlántico, la incuestionable adhesión de los estadounidenses a una soberanía que en los demás les parecía anticuada, el renacimiento del poderío y la confianza europeos, y la disminución de la amenaza rusa cuando la vida del tratado se encontraba todavía a mitad de camino. Durante casi medio siglo la OTAN fue un instrumento primordial en la guerra fría. Europa occidental, junto con el Atlántico y el Mediterráneo, fue su teatro de operado· nes. Los miembros europeos de la alianza aportaron el grueso de sus fuerzas, los americanos el grueso del equipamiento y la mayor parte del dinero. Los europeos tuvieron cuidado para evitar cualquier tipo de asociación entre ellos que pudiera parecer debilitar el vínculo euro-americano. También se resistieron más que los americanos a reconocer que una alianza antisoviética conllevaba el final de la hostilidad hacia los alemanes y la inte· gración de Alemania occidental en la alianza. Este paso -el más significativo en la histo· ria de la OTAN y que iba a causar cierta confusión cuando la amenaza soviética prácti· camente desapareció en los años ochenta- se precipitó por unos acontecimientos ocurridos a miles de millas de distancia en Asia: la guerra de Corea. Al cabo de poco más de un año desde su creación, la alianza se vio radicalmente alterada por el estallido de la guerra de Corea, que originó nuevas y sustanciales demandas de los recursos de Estados Unidos y el temor a hostilidades similares en Alemania. Washington comenzó, por tanto, a estar impaciente por transformar a sus aliados, que debían dejar de ser protegidos pasivos para convertirse en asociados menores, y construir en la propia Europa una fuer· za contrapuesta a los ejércitos rusos, distinta del poderío aéreo estadounidense de largo alcance que, aunque tenía su base en Europa, estaba bajo el exclusivo mando estadounidense y siguió estándola incluso cuando se creó un mando unificado de la OTAN. Los aliados, sin embargo, eran todavía débiles. Gran Bretaña y Francia, muchas de cuyas fuer·· zas estaban destacadas fuera de Europa, podían prestar escasa ayuda de forma inmediata y estaban, por consiguiente, más necesariamente obligadas a aceptar una decisión estadounidense de emergencia de proceder al rearme de los alemanes. La alianza antisoviética, que Moscú había temido en el período de entreguerras, tomó forma ahora, y a finales de 1950,

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el general Eisenhower volvió a Europa como comandante supremo de otra gran alianza. En el mismo año, Grecia y Turquía fueron invitadas a cooperar con los aliados en la defensa del Mediterráneo, aunque no se convirtieron en aliados de pleno derecho hasta comienzos de 1952: su cooperación ayudó a establecer un flanco oriental para proteger el sector central aliado y amenazar a la URSS desde el sur. A principios de 1951, un nuevo cuartel general entró en funcionamiento (Cuartel General Supremo de las Potencias Aliadas en Europa, SHAPE), y un año más tarde, en Lisboa, el Consejo de la OTAN aprobó un proyecto que dotaba a este mando para 1954 de noventa y seis divisiones activas y de reserva, incluidas cincuenta en el sector central, y 9.000 aviones. Aunque estos objetivos nunca se alcanzaron, las decisiones de Lisboa dieron a la Alianza la configuración que conservó a partir de entonces, el posterior debate centrado en la doctrina estratégica, las nuevas amias y su despliegue. Con una excepción. En 1952, el problema alemán -es decir, el status de Alemania occidental como entidad política y su papel en los planes y operaciones de la OTANestaba todavía sin resolver. Con la guerra de Corea la presión estadounidense para que Alemania occidental recuperase rápidamente su soberanía y con ello su rearme se hizo irresistible, aunque Francia en especial ansiaba enco~trar una forma de evitar el resurgimiento de un poder militar alemán autónomo. René Pleven, ministro francés de Defensa, propuso crear unidades alemanas e incorporarlas a divisiones multinacionales, pero no permitir a Alemania occidental disponer de ejército, Estado Mayor ni Ministerio de Defensa independientes. Adoptando el modelo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, que había sido impulsada por iniciativa francesa, y estaba a punto de entrar en funcionamiento, Pleven concibió una Comunidad Europea de Defensa (CEO) con un consejo de ministros, una asamblea y un ministro europeo de Defensa. El propósito francés era reducir las unidades alemanas del ejército al mínimo y, al mismo tiempo, integrar la aportación militar de Alemania, tanto operativa como políticamente, en un organismo internacional. La participación británica era de todo punto esencial, puesto que sin ella la organización internacional propuesta se compondría exclusivamente de Francia y Alemania, con un complemenro de otros países relativamente insigüificante. Para Francia, el compromiso británico era la única forma de compensar adecuadamente los riesgos inherentes al rearme de Alemania y a la reaparición de un Estado alemán soberano, pero no hubo por parte de Gran Bretaña compromiso alguno satisfactorio para Francia durante los cuatro años en los que la CEO estuvo en discusión. En mayo de 1952, los acuerdos de Bonn y París crearon una nueva y compleja estruc· tura: seis estados europeos continentales firmaron un tratado en virtud del cual se creaba la CEO; los tres ocupantes occidentales de Alemania acordaron poner ténnino a la ocupa· ción, previa ratificación del tratado de la CEO, y tanto Gran Bretaña como las restantes potencias de la OTAN concertaron tratados suplementarios por separado, prometiendo ayuda militar en caso de ataque contra cualquiera de los miembros de la CED. Pero los franceses permanecieron inquietos e indecisos. Deseaban que Gran Bretaña se asociase a la CEO-y no que diese simplemente una garantía de ayuda- y les desagradaba la estipulación contenida en el tratado de la CEO que permitía la creación de divisiones alemanas completas, en lugar de las unidades menores propuestas en el proyecto de Pleven para incor· porarse a divisiones internacionales. Estados Unidos y Gran Bretaña ejercieron presión sobre Francia, los primeros, amenazando con un «doloroso reajuste» de la política americana si el tratado de la CED no se ratificaba (lo que se interpretó como una amenaza de cortar la ayuda americana a Francia), y la segunda, concediendo en 1954 una nueva garan-

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tía de cooperación militar y política con la CED (una garantía respaldada por Eisenhower dentro de los límites de sus competencias constitucionales). En agosto de ese año, el Parlamento francés finalmente sometió a votación, y rechazó, por .319 votos a favor y 264 en contra sobre una moción de procedimiento, debatir la ratificación del tratado. Con esta votación, la CEO y todos los acuerdos de Bonn y París de 1952 se vinieron abajo. Hubo irritación en Bonn, donde Adenauer insistió en que Alemania occidéntal debía tener soberanía a pesar de todo, y en Washington, donde Dulles decidió ostentosamente suprimir París de una gira de visitas a las capitales europeas. En Londres, de forma más constructiva aunque tardía, Eden se puso manos a la obra para volver a poner las cosas en su sitio mediante esfuerzos diplomáticos y una garantía más específica de la que Gran Bretaña había estado dispuesta a conceder hasta entonces. A finales de año, el tratado de Bruselas se había ampliado hasta incluir a los antiguos enemigos alemanes e italianos y se rebautizó con el nombre de Unión Europea Occidental (UEO). Esta UEO asumió las funciones no militares de la Organización del Tratado de Bruselas y pasó a ser militarmente un ingrediente de la OTAN; Gran Bretaña declaró que mantendría en el continente fuerzas equivalentes a las ya destinadas al comandante en jefe de las fuerzas aliadas del Pacto del Atlántico en Europa (Saceur), es decir, cuatro divisiones y una fuerza aérea táctica; la ocupación de Alemania occidental había finalizado; Adenauer se comprometió a no fabricar armas atómicas, bacteriológicas o químicas, misiles de largo alcance o teledirigidos, bombarderos y barcos de guerra, salvo por recomendación previa de Saceur, y con el consentimiento de dos tercios del Consejo de la UEO; Alemania occidental debía convertirse en miembro de pleno derecho de la OTAN y así ocurrió formalmente al año siguiente. Otro de los cabos sueltos de Europa quedó sujeto. Francia y la República Federal de Alemania acordaron qué el Sarre, que Francia había esperado anexionarse desde 1945 de una forma u otra, habría de constituir un territorio autónomo especial integrado en la UEO, pero los habitantes del Sarre rechazaron este arreglo mediante un plebiscito celebrado en octubre de 1955, a consecuencia del cual dicho territorio pasó a formar parte de la RFA a comienzos de 1957. De este modo, la primera década de la posguerra se cerraba con la existencia de la OTAN para ampliar la protección estadounidense a la Europa occidental, con Oran Bretaña como el más firme y eficaz de los miembros europeos de la alianza y con un naciente Estado alemán de vuelta en la comunidad europeo-occidental. El punto débil era Francia. Mientras Gran Bretaña se había recuperado con energía de la guerra y Alemania occidental estaba a las puertas de su milagro económico, Francia estaba volviendo a caer en la inestabilidad política, característica del período de entr.eguerras, además de tener una economía inoperante y un exceso de tensiones coloniales. Pero Fran· cia también estaba a las puertas de la refonna y el despegue de su economía, iba a despojarse de cargas imperiales intolerables y, dando un giro político radic;al, a encontrar en la alianza franco-alemana una nueva base para la actividad francesa en Europa y en otras partes. Francia había sido una gran potencia europea terrestre y también una potencia imperial de primer orden, pero había fracasado en su lucha por la hegemonía marítima contra Gran Bretaña. En el siglo XIX, el debilitamiento de la posición de Francia en Europa había ido acompañada de la adquisición de un segundo imperio de ultramar para reemplazar a los territorios perdidos en favor de Gran Bretaña en las guerras del siglo XVlll, pero a principios del siglo XX, Francia, reemprendiendo lentamente su carrera demográfica e industrial, y todavía dividida espiritualmente entre los herederos de la Ilustración y la Revolución y aquellos que no aceptaban ni una ni otra, se debilitaba y desmoralizaba, y se volvía

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insensible al gobierno central. Los tremendos sacrificios de la Primera Guerra Mundial, la no menos terrible humillación de la Segunda y su incapacidad, entre ambas contiendas para enfrentarse a los problemas de la crisis económica o al desafío de los valores básico~ por parte de Hitler, situaron a Francia a muy baja altura a sus propios ojos, hasta que las proezas de la Resistencia y el liderazgo de De Gaulle hicieron revivir y personificaron el espíritu francés: la propia identificación de De Gaulle con Francia y su constante recurso a la primera persona del singular eran precisamente lo que se necesitaba tras las lesiones físicas y espirituales de todo un siglo. Cuando acabó la guerra, los franceses trataron de abrirse camino en un mundo nuevo con algunos de los adornos del viejo, hasta que se dieron cuenta de que esto no resultaría. Adoptaron una Constitución y unos métodos políticos con infortunadas reminiscencias de la extinta tercer.a república, hicieron grandes esfuerzos por conservar o recuperar su imperio en Asia y Africa, ensayaron el viejo juego de debilitar permanentemente a Alemania y de concertar tratados con sus tradicionales aliados británicos y rusos. Pero también revolucionaron su política exterior al unirse a la alianza occidental antisoviética aunque ello entrañase el rearme de Alemania, se pusieron a la cabeza en el ensayo de nuevas estructuras políticas que se adecuaran a la nueva posición de Europa en el mundo, aceptaron el final del imperio y -lo más importante- adoptaron bajo la dirección de Jean Monnet una exitosa forma de planificación económica centralizada para modernizar la industria y la agricultura. Durante la guerra la producción nacional había caído en tomo a un 65% pero en los dos años posteriores a la liberación, en 1944, y antes del inicio del Plan Marshall, el 90% de esta pérdida se había recuperado. Desde 1947 la sucesión de planes Monnet, que elaboraba y aplicaba un modesto departamento del gobierno central y usando fondos Marshall principalmente para reacondicionar o transformar industrias, distribuyó recursos, determinó prioridades y planeó y organizó la restauración de la econo· mía sector por sector en asociación con empresas de propiedad estatal y privadas. Desde el período del segundo plan (1952-1957) quedaron incluidos sectores socioeconóni.icos como la educación, la investigación y la formación, y la siguiente etapa trajo consigo la centralización de la política social y un Estado de bienestar financiado tanto por los empresarios como por los trabajadores. La renuncia al imperio llevó a Francia, a propósito de la cuestión argelina, al borde de la guerra civil, de la que se salvó en 1958 por la vuelta al poder de De Gaulle y, con ello, la frustración de un plan militar de derechas para hacerse con el control de la capi· tal y del Estado. De Gaulle amansó a los generales y coroneles, se deshizo de los políticos y de las colonias que quedaban y, aprovechándose de una situación económica en rápida mejoría, elevó a Francia desde una posición de compasión y desdén a otra de independencia y atención. De Gaulle heredó de sus predecesores dos decisiones que habían sido adoptadas recientemente, la de convertir a Francia en una potencia nuclear y la de que el país se uniese a una comunidad económica con confesadas implicaciones políticas. La primera de estas decisiones era presumiblemente de su agrado. Creía que Francia podía ser una potencia de primer orden y que su poderío tenía que modernizarse. Del mismo modo que había sido un experto en la guerra de tanques cuando muchos de sus colegas seguían todavía a favor de los caballos, una generación después, sostenía que había que optar entre poderío nuclear o ausencia de poderío, y mantenía también que, una vez que se alcanzaba cierto punto, era escasa la diferencia entre una potencia nuclear y otra: una potencia nuclear que llegase a ese punto se convertía en un miembro de la primera liga,

incluso si poseía menos armas, o armas menos complejas, que las de otros miembros de la liga. La segunda decisión pudo no haber sido tan de su agrado, no tanto porque evitase toda clase de uniones o abrigase nociones anticuadas sobre la capacidad de un país como Francia para desenvolverse por sí misma, sino más bien porque sus ideas sobre la naturaleza de las uniones útiles diferían de las de los autores del tratado de Roma. Si bien era consciente de que los estados independientes de Europa no eran ya lo que habían sido (incluso si, al convertirse en potencias nucleares, alguno de ellos pudiera valerse por sí mismo en las excepcionales circunstancias en que el argumento nuclear se pusiese en juego), no creía que la mentalidad de los europeos hubiese llegado a ser supranacional. En su opinión, la gran mayoría de los europeos seguían respondiendo a la idea de nación y, por tanto, él basaba su política europea en la nación-Estado y en asociaciones de naciones-Estado. Establecía una diferencia entre estados más y menos poderosos y sostenía que cualquier asociación debía regirse o guiarse por un directorio compuesto de los primeros, en este caso, por Francia, Alemania Federal e Italia, o bien, Francia y Alemania Federal. Consideraba que la igualdad entre estados, con su corolario de un Estado-un voto, era una pretensión funesta, ya se propugnase en la CEE o se practicase en la Asamblea General de la ONU. {El directorio de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, sin embargo, se ajustaba a su teoría, siempre que se pusiera al oportuno delegado en el puesto chino.) De Gaulle heredó también una posición que le parecía intolerable en una OTAN que le parecía anacrónica. Siguiendo con su doctrina de los directorios, la OTAN debía estar dirigida por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, pero, en su opinión, estaba dominada por Estados Unidos, con un toque de especial influencia británica conseguido por la sumisión inglesa a la política estadounidense. Poco después de su regreso al poder, en 1958, De Gaulle trató de establecer con Estados Unidos y Gran Bretaña un triunvirato dentro de la OTAN, pero sus ideas fueron rechazadas so pretexto de que la creación de una alianza dentro de una alianza conduciría a la pérdida de los demás aliados. Washing· ton y Londres, además, menospreciaban a Francia en esta fase: se burlaban de las ambiciones nucleares francesas, no veían de qué forma iba a desprenderse Francia de su íncu· bo argelino, y tampoco acertaban a ver que el status de Francia estuviese cambiando ni que cambiaría más rápidamente en un futuro inmediato. De Gaulle no sólo deseaba el renacimiento de Francia: vio con acierto que se estaba produciendo. También vio que Europa estaba cambiando. La guerra fría había acabado. Podría renovarse algún día, pero por el momento el temor a la agresión soviética, temor que había provocado la creación de la OTAN, se desvanecía rápidamente. De ello se desprendía que no podía esperarse que los estadounidenses permaneciesen en Europa indefinidamente. Acaso se hubieran marchado para 1980. Una vez más, De Gaulle, con una clara visión de futuro, tenía probablemente razón, puesto que el desarrollo de la tecnología armamentista estaba haciendo que la presencia estadounidense en Europa pasara de una posición estratégica a un gesto político, y un gesto político se abandona con más facilidad que una posición estratégica, especialmente si, como empezó a suceder después de 1960, las dificultades de su balanza de pagos hacían que los estadounidenses se pregunta· sen qué estaban haciendo realmente sus fuerzas en Europa. Los europeos, por su parte, habían empezado a dudar de una automática e inmediata respuesta estadounidense ante un ataque soviético, desde que las ciudades estadounidenses se encontraron por primera vez bajo la amenaza directa de los misiles rusos intercontinentales: o bien los rusos no ata· carían, o lo harían de forma calculada para evitar una respuesta estadounidense.

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Inmediatamente después del regreso de De Gaulle, Dulles ofreció a Francia armas nucleares a cambio del derecho a instalar bases de lanzamiento en Francia. De Gaulle se negó y en 1959 retiró el contingente francés de la flota mediterránea de la OTAN. No se dejó impresionar por las crisis de Berlín y de Cuba y ambas le confirmaron en su idea de que no existía un peligro ruso acuciante. En 1962, cuando Kennedy ofreció armas nucleares a Francia -así como a Gran Bretaña-, de nuevo las rechazó, y en 1966 retiró las fuerzas francesas de todos los mandos de la OTAN. Esta política tocó algunas fibras sensibles en el resto de Europa. La disminución de la amenaza soviética y del temor al colapso económico, y el logm de los principales propósitos de la OTAN y del Plan Marshall, dieron a los europeos una nueva confianza que se tradujo en un deseo de dirigir sus propios asuntos (si bien en su mayor parte ya lo hacían). Desde que los americános habían salvado a Europa occidental de que fueran los rusos los que dirigieran sus asuntos, la nueva actitud pasó a ser anti-estadounidense, ya que era la presencia estadounidense y no la soviética la que suponía una afrenta para un nuevo nacionalismo que se acentuó en los años sesenta por resentimiento y alarma ante la penetración económica de Estados Unidos -el lado malo de la inversión (!Stadounidense- que hizo a este país dueño del control de las empresas europeas y, por consiguiente, de la contratación y el despido de la mano de obra. El antiamericanismo de De Gaulle, cuyas raíces estaban en la inclinación de Roosevelt hacia Vichy y hacia los generales y almirantes franceses de derechas durante la guerra, no desentonaba con la actitud de Europa, hasta que dio la impresión de querer poner fin a la alianza estadounidense por completo. Europa occidental no estaba preparada para esto. La guerra fría podría haber acabado, pero era posible que se reanudase y, mientras existiese duda, era preferible que hubiese una alianza. El propio De Gaulle afirmó en más de una ocasión la necesidad de una alianza, pero su deseo de ver a los estadounidenses alejados de Europa produjo la impresión de que, desde el punto de vista gaullista, podía prescindirse de la alianza misma. En los años sesenta, Francia estaba dispuesta a abandonar, o en todo caso a suavizar una alianza que había aceptado en la década de los cuarenta por pura necesidad económica. La transformación de las circunstancias económicas de Francia fue por lo menos tan importante como su cambio de dirigente en 1958 para producir un cambio en la política. No era impropia de un francés, ni de muchos otros europeos, la actitud de De Gaulle de desear que disminuyera la dependencia política y estratégica con respecto a Estados Unidos tan pronto como dejase de ser un hecho la dependencia económica. Al final de la guerra, De Gaulle y otros políticos franceses de primer orden habían querido que Francia adoptase una posición intermedia entre Estados Unidos y la URSS, pero el comienzo de la guerra fría y la debilidad militar y económica de Francia obligaron al gobierno francés en 1947 a hacer una elección y optar por el lado estadounidense. La necesidad de dinero y alimentos determinó la política francesa. El Plan Marshall ofrecía la salvación y Francia se acogió a él. Concebía el programa, del mismo modo que los estadounidenses, como una operación de salvamento de corta duración, pero, a diferencia de los estadounidenses dio por sentado que la consiguiente alineación al lado americano sería revisada al finalizar este período de corta duración. Este giro producido en la posguerra desde una política de posición intermedia a otra de clara alineación fue facilitado por la caída de los comunistas del gobierno y, hasta cierto punto, fue también la causa de que ésta ocurriera. Los comunistas, que durante la guerra habían desempeñado un papel de héroes nacionales y miembros activos de la resistencia contra los alemanes, habían vuelto después a una posición sectaria, sospechosa, en

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la que los inte1eses de Moscú contaban más que la unidad y la regeneración nacionales. Incluso antes del Plan Marshall y de su rechazo por parte de la URSS, su permanencia en el gobierno se había hecho poco menos que imposible a causa de la Doctrina Truman de apoyo a Grecia y Turquía para la derrota del comunismo, de la decisión de abandonar las discusiones con el Viet Minh y combatirlo, de la dura represión de la revuelta de Madagascar y de las huelgas en las factorías Renault nacionalizadas, y de la congelación de los salarios. Los comunistas habían sido ya expulsados de los gobiernos belga e italiano a comienzos de 1947. A finales de ese año, los comunistas franceses trataron de explotar políticamente las graves huelgas que habían tenido genuinos orígenes económicos en la política financiera del gobierno de Paul Ramadier, pem fracasaron, st.is representantes fueron destituidos del gobierno y el partido pasó a un largo período de oposición. El pode1 político se desplazó a la derecha e incluso cuando volvió a adoptar una orientación izquierdista a mediados de los años cincuenta, no incluyó a los comunistas y Francia siguió siendo en el transcurso de una década un miembro condescendiente de la alianza occidental. Ya en los años sesenta, Francia estuvo dispuesta a reconsiderar su papel y sucedió que, debido al golpe de 1958, su despego gradual de la alianza estadounidense tuvo lugar no a instigación de los comunistas (que permanecieron excluidos del gobierno), sino por inspiración de De Gaulle. Un cuarto elemento principal en la herencia de De Gaulle en 1958 -junto con el programa nuclear de Frnncia, el Tratado de Roma y la pertenencia a la OTAN- era el acercamiento a Alemania. Los principales artífices de esta aproximación fueron Robert Schuman y Jean Monnet del lado francés, y Adenauer, del alemán. Adenauer propuso en 1950 una unión franco-alemana, a la que Italia y los países del Benelux, y posiblemente Gran Bretaña, podrían adherirse también. De Gaulle, retirado entonces, acogió favorablemente la idea y diez años después le sacó provecho concertando un tratado franco-alemán en un momento en que sus relaciones con la CEE y la OTAN eran tensas. La vuelta de De Gaulle había coincidido con un debilitamiento de las relaciones germano-estadounidenses. Las actitudes políticas de Adenauer eran acusadamente per· sonalistas y la muerte de Dulles había suprimido el principal vínculo entre él y Was· hington. Además, estaba receloso del espíritu de Camp David y de los intentos de Eisen· hower para encontrar puntos de coincidencia con Kruschev. Hacia Gran Bretaña, los sentimientos de Adenauer eran fríos desde que, después de la guerra, un funcionario británico no le encontrase adecuado para ser alcalde de Colonia a pesar de que había desempeñado ese puesto de forma permanente desde 1917 hasta 1933. No le gustaba Macmillan, era cáustico a propósito de su intento de desempeñar el papel de mediador entre Washington y Mpscú, y le irritó su visita a la capital soviética en 1959 p~ra discu· tir un acuerdo europeo -que afectaba sobre todo a Berlín- sin previo aviso a los aliados alemanes de Gran Bretaña, a los que ese tema afectaba más íntimamente que a cualquier otro país. A Adenauer también le molestaban las reservas de Gran Bretaña con respecto a la CEE y sus intentos de bloquear todo adelanto constituyendo la EFTA. Estaba dispuesto a orientar su política hacia Francia y, tras alguna vacilación inicial, también a encontrar un nuevo amigo personal en De Gaulle. En 1959, Adenauer, después de diez años como canciller y contando ya con ochen· ta y tres años de edad, acariciaba la idea de aceptar la presidencia de la República Federal de Alemania. Para un hombre de más edad que Stresemann, y a quien se había tenido en cuenta para la cancillería de la República de Weimar en 1921 y 1926, el final se estaba acercando y sus colegas consideraban que había llegado el momento de que se

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retirase a un puesto menos activo. Pero para Adenauer, este traslado sólo era aceptable si iba acompañado de una transformación de la presidencia que debía dejar de ser un puesto ornamental para convertirse en un cargo ejecutivo. Estaba dispuesto a ser un presidente a la manera de Eisenhower o De Gaulle, pero no un presidente como sus propios predecesores o su vecino italiano. Cuando se hizo patente que a sus compatriotas no les entusiasmaba una democracia presidencialista, decidió seguir siendo canciller. En las elecciones de 1961, su partido, la Unión Cristiano Demócrata, perdió la mayoría absoluta en el Parlamento y, en las consiguientes negociacionesientre los partidos para formar un nuevo gobierno, Adenauer se vio obligado a aceptar un cuarto mandato condicional como canciller, siendo la condición que se retirara a más tardar en 1965. Durante las reuniones con De Gaulle en Rambouillet, en julio de 1960, y en París, en julio de 1962 -esta última seguida en septiembre de una gira triunfal de De Gaulle por la RepÚ·· blica Federal Alemana-, Adenauer optó por un permanente entendimiento franco-alemán, a pesar de los recelos sobre la versión gaullista de la integración europea y la opo· sición de De Gaulle a una unión política europea y a la inclusión de Gran Bretaña en la CEE. Antes de 1962 se había desilusionado todavía más con Estados Unidos bajo la nueva administración Kennedy, y con el tortuoso acercámiento de Macmillan a la CEE, y en enero de 1963 firmó con De Gaulle un tratado que formalizaba la entente franco-alemana y trataba de hacer de ella el núcleo de la política·europea, una alternativa válida a la OTAN, la CEE, la alianza anglo-estadounidense, cualquier acercamiento ruso·esta· dounidense o la entente germano-americana de los años cincuenta. Este tratado consti·· tuyó un hito en la diplomacia de De Gaulle, pero no le duró mucho porque el acuerdo era defectuoso desde el comienzo. El propio Adenauer estaba al final de su carrera y sus sucesores no sintieron ningún entusiasmo por este logro (ni por algunos otros) de su política. El tratado franco-alemán se convirtió casi inmediatamente en letra muerta, o como mucho en algo que señalaba una dirección y un alcance inciertos. De Gaulle no consiguió hacer realidad los cambios que deseaba en el modo de funcionamiento en lá cúspide de la OTAN. Se pensaba que De. Gaulle consideraba a Gran Bretaña como el caballo de Troya dentro de Europa, pero habría sido más correcto ver a Bonn en ese papel, porque mientras Gran Bretaña en su estado crónico de mala salud económica dependía económicamente de Estados Unidos, la RFA seguía siendo estratégicamente dependiente de aquéllos. Hacia finales de la década de los cincuenta se admitió la existencia ciertos problemas en tomo al reparto de poder y de armamento dentro de la alianza que dieron lugar a algunos proyectos singulares. Las propuestas de De Gaulle hechas en 1958 a favor de un directorio de la OTAN que comprendiese a las tres potencias con intereses extra· continentales, habían sido una respuesta a la demanda estadounidense de ideas sobre este problema, pero no tuvieron buena acogida en Washington ni en Londres, donde fueron consideradas exclusivamente como una pretensión francesa de igualdad en rela· ción con Estados Unidos y Gran Bretaña. Un año después, tras la instalación en Europa de los misiles balísticos de alcance medio, lRBM, bajo un control doble o un sistema de «doble llave», el comandante supremo, general Lauris Norstad, subrayó la necesidad de una autoridad nuclear multinacional y, en 1960, Estados Unidos propuso instalar en Europa 300 misiles móviles Polaris transportables por carretera, ferrocarril y vía fluvial, (\.~ bajo control estadounidense. De Gaulle, al que se pidió que aceptase 50 de éstos, dijo que lo haría únicamente si Francia producía sus propias cabezas nucleares, haciendo así . "'~.!Jf del control francés una condición de aceptación, a raíz de lo cual los estadounidenses (¡O~"::IP

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abandonaron el proyecto. Los rusos objetaron que dicho plan entrañaba la dotación de armas nucleares a Alemania. Estas discusiones, aunque acabasen fracasando, demostraron que la OTAN no podría continuar indefinidamente basándose en un monopolio nuclear estadounidense. O bien los europeos producían por sí mismos una fuerza disuasoria más o menos equi· valente a la aportación nuclear estadounidense a la alianza y lograban de esa forma una asociación más igualada, o habría que encontrar el modo de crear una fuerza nuclear europeo-estadounidense. La primera solución, una fuerza europea distinta, presuponía una autoridad política europea para controlarla y, aunque a los europeos les hubiese gustado disponer de tal fuerza, no dieron señales de constituir la necesaria autoridad política. La solución había de radicar, pues, en líneas europeo-estadounidense, y había dos escuelas de pensamiento, la multinacionalista y la multilateralista. Los multina· cionalistas aceptaban el control soberano nacional y no aspiraban a otra cosa que al compromiso retractable de las fuerzas nacionales con un comandante en jefe de la OTAN, junto con una mayor participación en la planificación estratégica y en el ase· soramiento político. Los multilateralistas idearon un plan de fuerzas mixtas en las que las armas nucleares serían manejadas por unidades cuyo personal se extraería de dife· rentes estados. La administración estadounidense adoptó el multilateralismo en 1962, no mucho antes de que los gobiernos británico y francés demostrasen su permanente adhesión al multinacionalismo, en el caso británico según lo entendían los estadouni· denses y en el caso francés, con la exclusión de los estadounidenses. Puesto que, a pesar de todo, Estados Unidos esperaba que el multilateralismo proporcionaría la respuesta a la cuestión alemana -cómo dar a los alemanes una participación satisfactoria en ope· raciones nucleares sin alarmar a los rusos-, se mantuvo fiel a él a pesar de la oposición del resto de sus principales aliados. En marzo de 1963 propusieron una fuerza multila • teral (MLF) de 25 barcos de dotación mixta, cada uno de los cuales llevase ocho misiles Polaris y cuyo coste sería sufragado en sus tres cuartas partes por Estados Unidos Y Alemania Federal. La RFA acogió favorablemente el proyecto como medio de restablecer con Estados Unidos las estrechas relaciones que habían caracterizado los años cincuenta; alarmados por el acercamiento ruso-estadounidense que dio lugar al tratado prohibición de prnebas nucleares de 1963, veían en la fuerza multilateral una forma de asegurarse una posición especial, equivalente a la fuerza disuasoria nuclear independiente que poseían Gran Bre· taña y Francia y que se les había negado a ellos. Los rusos, por las mismas razones, se opusieron tenazmente al MLF e insistieron en considerarla un caso de proliferación nuclear. Los franceses la ignoraron y los ingleses se burlaban de su valor militar pero aceptaron par· ticipar en ella, por razones políticas y tras una fuerte presión estadounidense. Los italianos, griegos y turcos también aceptaron integrarse. A finales de 1964, el nuevo gobierno laborista británico presentó un proyecto alternativo sin ningún atractivo o virtud maní· fiestos. Después de esto, el MLF languideció, porque los estadounidenses se dieron cuen· ta de que no necesitaban ya persuadir a Alemania Federal para que se apartara de Francia porque comenzaron a creer que las objeciones rusas eran verdaderas y fatales para el pro· greso de acuerdos tendentes a un mayor control de la proliferación nuclear. Por lo que respecta a la armonía de la alianza, recurrieron a ofrecer a los aliados una mayor partid· pación en comités de planificación y, en 1966, dichas cuestiones se eclipsaron temporalmente por la decisión francesa de retirarse de todos los órganos militares de la OTAN Y de expulsar a dichos órganos de Francia. Este país siguió siendo miembro de la alianza Y

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continuó insistiendo en la necesidad de su existencia, pero no tomaría parte en sus operaciones en tanto en cuanto ésta no se reformase. Una vez reinstaurada en una semi·retirada de la alianza, Francia sufrió una fuerte sacudida en mayo de 1968 por un estallido de violencia revolucionaria en París. Las causas no eran específicas de Francia. En toda la Europa occidental existían profundos focos de descontento que se superponían y fundían unos con otros: la miseria urbana, la reacción contra los horrores de la guerra de Vietnam, la masificación en las universidades y escuelas, la lucha por salarios más altos en un pedodo de inflación de precios. En Francia, el gobierno de De Gaulle irritaba a los jóvenes por su tono paternalista y a los liberales por sus intentos de dirigir la radio y la televisión y de controlar la prensa: el elemento progresista del gaullismo se había debilitado en los diez años transcurridos desde que De Gaulle había vuelto para salvar a Francia del fascismo y del dominio militar. La situación en las universidades y colegios franceses estaba lejos de ser la peor de Europa (en algunas partes de Italia, los escolares tenían que asistir a clase mediante un sistema rotativo porque no había sitio para todos al mismo tiempo), pero era lo bastan. te mala como para inflamar a una generación que se había congraciado con el activismo político en la guerra de Argelia y estaba políticamente mejor organizada que en ningún otro lugar de Europa. Desde la guerra el número de matriculados en la universidad se había cuadruplicado a causa del aumento de la tasa de natalidad y porque ningún gobierno se había atrevido a cambiar la norma de que cualquier chico o chica que obti· viese el baccalauréat tenía derecho a entrar en la universidad. Se estaban construyendo nuevas universidades en París y en otras ciudades, pero la construcción había comenzado demasiado tarde. El caos resultante se vio acentuado por la centralización burocrática, el descontento crecía a causa de los anticuados programas de estudio y las igualmente anticuadas normas sobre la conducta personal (que a veces obligaba a cumplir la policía). La nueva universidad de Nanterre en el extremo de París se hizo famosa por los enfrentamientos entre los estudiantes y el profesorado pero se trataba de algo característico más que excepcional, y fue el conflicto en la Sorbona, en el corazón de París, lo que finalmente convirtió esos enfrentamientos en algo semejante a una revolución. Tras la ocupación de edificios de la universidad por los estudiantes, las autoridades universitarias llamaron a la policía y ésta se comportó con tal brutalidad que la opinión de la capital, que normalmente no estaba del lado de los estudiantes, cambió de actitud y se puso masivamente a favor de éstos. Los conflictos culminaron en una noche de batalla campal en la que la policía (esta vez siguiendo instrucciones del gobierno) y los estu· diantes combatieron disputándose el control de la orilla izquierda, mientras que las esce· nas de violencia eran difundidas en Francia y fuera de Francia por locutores radiofónicos que recorrían las calles. La policía ganó la batalla, pero los estudiantes continuaron ocupando algunas partes de la universidad durante algún tiempo. Simultánea• mente, los obreros de París y otras ciudades se declararon en huelga, ocuparon las fábri· cas y organizaron comités de acción que comenzaron a parecer un nuevo gobierno en embrión. La autoridad del gobierno legítimo sufrió una tremenda conmoción. El primer ministro, Georges Pompidou, estaba tan alarmado que aconsejó a De Gaulle que dimí· tiese. Se habló de una nueva Revolución francesa. Pero un mes más tarde De Gaulle acudió a las urnas y obtuvo una victoria arrolladora. Había varias razones para que esto sucediera. Aunque entre los estudiantes existía un núcleo que tenía objetivos políticos revolucionarios, muchos de ellos no querían otra cosa que una reforma universitaria y los huelguistas no eran en absoluto revolu·

cionarios. No estaban tratando de derrocar al gobierno sino de conseguir de él mejo· res salarios y una disminución del desempleo. Los dirigentes del Partido Comunista estaban demasiado integrados en el sistema como para desear amenazarlo de destruc· ción, temían a los grupos más izquierdistas y no simpatizaban con los estudiantes. Por encima de todo, prevaleció la sangre fría de De Gaulle. Aunque tuvo que regresar deprisa de una visita oficial de Rumania, no quiso actuar precipitadamente a su vuelta. Una vez que se hubo asegurado, mediante una visita secreta a los cuarteles milita• res, de que no tenía nada que temer del ejército, sopesó correctamente la situación, esperó a que las autoridades universitarias y los sindicatos comenzaran a recobrar el control en sus respectivas esferas y entonces, desdeñando la oferta de Franr,;ois Mitte· rrand de sustituirle en la presidencia, consiguió una victoria arrolladora a finales de junio gracias a los votos de los atemorizados franceses, y destituyó a Pompidou. Luego, apoyó a su ministro de Educación, Edgar Faure, que hizo un ataque radical del problema de la educación superior, a pesar de la opinión de algunos de sus colegas y de la de un amplio sector conservador. Faure introdujo la gestión conjunta profesor-alumno; abolió el sistema centralizado según el cual Francia tenía de hecho una sola universi· dad y sustituyó ésta por sesenta y cinco universidades (trece en París), ninguna de las cuales había de tener más de Z0.000 alumnos; descentralizó además el control dentro de cada universidad al crear consejos conjuntos para cada núcleo de más de 2.500 estudiantes. Pero los días de De Gaulle estaban contados. Una de sus aversiones era el senado francés, y una de sus preocupaciones en este punto era la reforma de la maquinaria de gobierno por medio de la creación de asambleas regionales. Propuso enlazar esta reforma con la abolición del Senado y presentó las dos cuestiones juntas ante el electorado, mediante un referéndum. Pero el Senado no era impopular y la utilización del referéndum por parte de De Gaulle, junto con la implicación de que el rechazo de lo que se proponía entrañaba su propia dimisión, se consideró por. lo general como una táctica desleal. La mayoría votó que no. De Gaulle dimitió inmediatamente (murió al año siguiente). El presidente del Senado, Alain Poher, asumió las funciones de la presidencia conforme a lo establecido en la Constitución; hubo una elección presidencial y el candidato gaullista, Georges Pompidou, ganó por un confortable margen en la segunda vuelta. El largo gobierno de Konrad Adenauer en Alemania occidental (1952-1963) estable- i; ció en Europa un estado nuevo que retomaba el dominio económico alemán en el continente. Éste se basaba en la política económica de los países occidentales (reforma de la moneda y ayuda Marshall) y en la división de Alemania. Los territorios perdidos en el Este tenían menos valor que los conservados en el Oeste; n, la mano de obra refugiada del Este fue oportuna para la reconstrucción, además de ser particularmente móvil. La inversión fomentó un crecimiento sin inflación. El crecimiento levantó la moral. Los altos niveles de educación, formación y disciplina industrial y una administración eficiente hicieron también su parte. En los cuatro añós que precedieron a la recuperación de la soberanía las zonas occidentales en conjunto triplicaron el rendimiento industrial y elevaron el PNB en dos tercios. La cifra de población recuperó su nivel de preguerra y se estabilizó en los años sesenta en 60 millones (la población de Alemania oriental era de 17 millones). Como la producción crecía y el desem• pleo no, no se suscitó más que una mínima oposición al empleo generoso de recursos en servicios públicos y en el Estado de bienestar. El éxito material iba parejo con el éxito político en dos frentes: internamente, una democracia que funcionaba y (al contrario

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que Weimar) era respetada y popular, y, externamente, la aceptación en la alianza más fuerte del mundo. ¡\ En los años de Adenauer la idea de Occidente estaba asociada de una manera abru. madora a los Estados Unidos. Sin embargo, en sus últimos años el propio Adenauer fue tomando una posición más específicamente europea, particularmente en sus relaciones con De Gaulle, y sus sucesores empezaron a sondear las alianzas tradicionales de Alemania en Europa central. La tarea de Adenauer había sido la de resituar a Alemania en Europa después de los desastres de los años del nazismo. Su alianza con los Estados Unidos fue una condición previa para las nuevas relaciones con Francia y Rusia. Con la primera se establecieron firmemente pero con la segunda se vieron interrumpidas por la construcción del muro de Berlín en 1961, lo que no sólo aisló una parte de Alemania de la otra, sino que también cortó las relaciones de Alemania occidental con la URSS. t. El retiro de Adenauer había ido seguido de un breve epílogo a la era marcada por su figu. ra como canciller, en el que este puesto lo había ocupado Ludwig Erhard, hasta que en 1966 fue obligado a dimitir por su propio partido. De 1966 a 1969 los cristiano-demócratas y los socialdemócratas gobernaron en coalición, con Kurt Kiesinger como canciller y Willy Brandt como vicecanciller y ministro de Asuntos Exteriores. Estos tres años constituyeron un puente entre la era Adenauer y la casi tan larga era ~ocialista que iba a iniciarse a conti· nuación. La gran coalición abandonó la actitud de Adenauer de considerar a media Europa como prácticamente inexistente. Los orígenes de este cambio estaban en la distensión europea y en la creciente preocupacion de Europa y de Washington por establecer mejores rela· dones con Moscú, sin tanta consideración a las susceptibilidades alemanas como en el pasado; en el abandono de la pretensión de que la seguridad europea y el problema alemán eran inseparables y de que, sin la reunificación alemana, no era posible estudiar provechosamente ningún sistema europeo; en el crecimiento de las economías de Europa oriental que con· duda no sólo al desasosiego de los países del este por su condición de satélites, sino también a su deseo de los productos de la nueva tecnología (como ordenadores, por ejemplo) que Alemania Federal podía proporcionar; y, por último, en la apreciación generalizada entre los germano-occidentales de la esterilidad de una promesa de reunificación por la vía de una alianza occidental y la convicción de que el camino de la reunificación no pasaba por Was· hington. Por tanto, Bonn inició conversaciones con los estados de Europa oriental y estableció relaciones diplomáticas con Rumania en 1967. Esta política de orientación hacia el este se acentuó después de 1969, cuando Brandt se convirtió en canciller en un nuevo gobierno en el que los socialdemócratas eran el partido mayoritario y los liberales ocupaban el lugar de los cristiano-demócratas, que pasaron a la oposición. Brandt y su ministro de Asuntos Exteriores, Walter Scheel, iniciaron discusiones con Alemania oriental, Polonia y la URSS. Los progresos fueron lentos a causa de las complicaciones que se interpusieron. Además de renovar las relaciones normales con los que fueron enemigos durante la guerra (la URSS, Polonia, Hungría y Bulgaria), Bonn tenía que negociar acuerdos con Checoslovaquia, que estaba pidiendo la derogación del acuerdo de Munich de 1938, y con Ale·· mania oriental, que estaba exigiendo su reconocimiento como Estado soberano inde· pendiente. Esta última cuestión se complicó con los problemas de Berlín, ciudad dividida tanto política como fisicamente y en la que los cuatro principales conquistadores de Ale• mania tenían todavía derechos especiales. En 1970, se concertaron tratados con la URSS y Polonia que incluían el reconocimiento de la línea Oder·Niesse y que se ratificaron en , 1972, después de haberse concluido otros acuerdos. Éstos comprendían: un nuevo acuer?íl?

do cuatripartito sobre Berlín que estipulaba, entre otras cosas, más fáciles comunicado·· nes ferroviarias, fluviales y por carretera entre Alemania Federal y Berlín occidental, y, para los ciudadanos de esta parte de la ciudad, una mayor libertad de entrada en Alema· nia oriental para una amplia variedad de propósitos; un Tratado de Relaciones Oenera· les entre los dos estados alemanes, paquete de documentos en virtud de los cuales ambos signatarios se reconocían su soberanía y fronteras respectivas y prometían observar rela· dones de buena vecindad y resolver sus disputas pacíficamente; un acuerdo que estable· cía relaciones diplomáticas entre Bonn y Praga, y una declaración de que el acuerdo de • Munich era nulo. Bonn estableció asimismo relaciones diplomáticas con Hungría y Bul' garia. Las dos Alemanias pasaron a ser miembros de la ONU (197.3 ). Un curioso epílogo de estas transacciones fue la reivindicación hecha por Alemania del este, e.n 1975, de devolución a Berlín de obras de arte trasladadas durante la Segunda Guerra Mundial a lugares más seguros en el oeste, como era el caso de unos 600 cuadros de grandes pinto· res -incluidos 21 Rembrandt-, más de ZOO dibujos de Durero y Rembrandt, la reina Nefertiti y otras 3.000 piezas egipcias, y muchas más. Pero pretender que el convenio de La Haya de 1954 fuese de aplicación a esas circunstancias era una propuesta difícilmen·· te defendible en derecho. Estos diversos acuerdos, concertados entre 1970 y 1973, resolvieron muchas aunque no todas las cuestiones que debía esperarse que una conferencia de paz solucionase. En particular, Berlín no vio corregidas sus anomalías. Las cuatro potencias mantuvieron sus derechos en la ciudad, que siguió dividida en dos; el movimiento de berlineses del oeste hacia el este se hizo más fácil, pero no se normalizó; Berlín occidental permaneció cons· titucionalmente unida a Alemania Federal, pero físicamente contigua sólo a Alemania oriental. La reunificación de Alemania no se descartaba, aunque su realización por la fuerza sí estaba excluida. La ospolitik de Brandt fue muy criticada por sus compatriotas, y aun· que había reforzado su posición parlamentaria en las elecciones de 1971, perdió terreno en los años siguientes. En 1974 fue obligado a dimitir de la cancillería por el descubri· miento de un espía que trabajaba en su oficina particular. Su sucesor, Helmut Schmidt, heredó una situación en Europa oriental que se había transformado profundamente en los cinco años en que Brandt había sido canciller. La suerte de esta zona de distensión quedó decidida cuando Breznev visitó Bonn en 1973. Una vez más, por coincidencia, la salida de Brandt fue seguida muy pronto por un cambio en Francia. En 1974, murió Pompidou. En la primera vuelta de las consiguientes elecciones, el socialista Fran~ois Mitterrand, respaldado por los comunistas, fue el vence· dor pero no consiguió el necesario margen para ser elegido. En la segunda vuelta entre Mitterrand y el candidáto que le seguía en votos, Valéry Giscard d'Estaing, este último obtuvo la victoria por un estrecho margen de 50,8% frente al 49,2%. El candidato gaullista quedó en tercer lugar en la primera votación y fue por tanto eliminado, junto con otros nueve candidatos que sólo recibieron un apoyo insignificante. En Alemania occi· dental, Schmidt continuó en el puesto de canciller hasta 1982, en que su gobierno fue derrotado en el Bundestag y sus compañeros de coalición del FDP le retiraron su lealtad para dar la cancillería al conservador Helmut Kohl; en las elecciones de 1983, la oscilación del péndulo electoral confirmó a Kohl en el puesto que ocuparía hasta entrada la década de los noventa e incluso, contra todo pronóstico, en 1994. En 1983 también Mitterrand llegó a la presidencia de Francia. Mitterrand era un político con inteligencia, astucia y paciencia. A nivel interno su tarea fue reafirmar el predominio socialista en la izquierda y en la mayor parte posible

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del centro. Para conseguirlo necesitaba recuperar los votos que las clases obreras habían dado a De Gaulle pero que no estaban tan dispuestas a dar a quienes habían sucedido al general en la derecha; y necesitaba también adentrarse en áreas comunistas y hacer que los socialistas se independizaran del apoyo de éstos. Después de la muerte de Pompidou, Giscard d'Estaing desafió y derrotó al heredero forzoso del gaullismo, Jacques Chaban-Delmas, fragmentando de este modo a la derecha. La izquierda unida fue estrepitosamente derrotada en 1978 y la alianza de socialistas y comunistas disuelta, pero en el transcurso de esta deHota Mitterrand y los socialistas adelantaron a los comunistas en todas partes, a excepción de unas pocas plazas fuertes. Mitterrand entonces ganó la presidencia en 1981. Admitió durante un breve período a los comunistas en el gobierno por primera vez desde 194 7 e inició una política expansionista que, sin embargo, fue obligado a abandonar por la afluencia de productos alemanes. Adoptó una política de centro-izquierda no muy diferente de la política de centroderecha de sus predecesores y estrechó relaciones con Alemania occidental dentro de una asociación europea (la política rechazada por Thatcher). La economía francesa, aunque por estas fechas tenía un PNB más elevado que el de Gran Bretaña, no había sobrellevado el duro clima económico de los años setenta tan bien como Alemania occidental. Industrias más viejas que estaban en tran~ición tuvieron que resistir tanto la depresión como las tensiones del cambio; industrias más nuevas, que Francia había conseguido fomentar, se tambalearon. Después de la reelección de Helmut Kohl como canciller en 1987, Mitterrand acogió con satisfacción una propuesta alemana de cooperación militar mutua más estrecha y la formación de una brigada conjunta franco· alemana; los dos líderes crearon un consejo de defensa franco-alemán. Mitterrand se vio forzado por los resultados electorales de 1986 a colaborar con la derecha, nombró a Chaban-Delmas primer ministro, pero fue más lúcido que él y logró ser reelegido para la presidencia en 1988. Mitterrand era un pragmático en la tradición que iba desde Tayllerand hasta De Gau· lle, un hábil político nacional e internacional, pero sin el menor interés por las ideas políticas y proclive en sus últimos años a errores de juicio. Durante la guerra del Golfo en 1991 logró tomar una parte activa contra lrak, a pesar de algún recelo surgido en sus relaciones con los estados del Magreb y la presencia de tres millones de musulmanes en Fran· cia, pero tropezó con otros asuntos: el golpe contra Gorbachov en Moscú, que pareciq aceptar al principio, y las propuestas de admisión de ex satélites soviéticos en la CE, que se vio obligado a rechazar entonces. El contacto con su propio partido se hizo inseguro y con sus primeros ministros poco generoso, e incluso desleal. Bajo su guía el PS había abandonado mucho de su programa tradicional sin propugnar nada que no pasara de un oportunismo táctico. Habiendo ocupado el lugar principal en la izquierda, que antes tuvieran los comunistas, no consiguió unir a ésta ni construir con los partidos del centro una alianza contra la derecha ni evitar contiendas perniciosas dentro del PS. En 1991 cesó al más capaz de sus primeros ministros, Michel Rocard, y nombró en su lugar a Edith Cres• son, quien, además de no ser especialmente apta para el cargo, actuó con una desastrosa falta de tacto y también fue destituida. La economía francesa prosperaba en algunas áreas pero el desempleo crecía, ciertos grupos en particular (agricultores, pescadores) estaban cada vez más visiblemente enfurecidos y la inmigración se convirtió en un problema gra· ve, con tintes claramente racistas. Mitterrand mismo daba impresión de lasitud, debido bien a su mala salud o simplemente al cansancio después de demasiados años de gobernar en tiempos complejos. Se hizo distante, caprichoso, nepotista y (como Thatcher, a quien

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por otra parte no se parecía en absoluto) se desligó en cierta medida del Parlamento y del parlamentarismo. En 1993 el partido de Mitterrand fue derrotado en las elecciones, obteniendo sólo el 19% del voto, y éste encaró por segunda vez un período de gobierno con un primer minis· tro y un gabinete de derecha. Con los principales líderes de la derecha -Chirac y Giscard d'Estaing- huyendo de esta incómoda situación, Edouard Balladur se convirtió en primer ministrn. Tanto el presidente como el primer ministro eran conscientes que el mandato del primero debía terminar en 1995 y este último estuvo conforme con no alterar la polí· tica exterior de Mitterrand, tanto más cuanto que ambos estaban unidos en el objetivo general de asegurar a Francia un papel importante en Europa y en ei mundo como aliada, e incluso más que aliada, de Alemania. A diferencia de Thatcher, que desconfiaba de Ale· mania y despreciaba a la Comunidad Europea, Mitterrand mantuvo la entente franco-ale· mana en el corazón de Europa. La defendió a costa de cierto grado de independencia y alguna tensión en la economía francesa, ya que su política implicaba un franco fuerte y dolorosas medidas antiinflacionistas (para mantener la unión monetaria en su rumbo), empeoraba el desempleo, reducía la demanda de consumo y provocaba un violento cla· mor popular en favor de subsidios proteccionistas, de controles más estrictos de la inmi· gración y de la reducción de derechos de ciudadanía para los inmigrantes. En sus últimos años la escena se había desplazado más de lo que Mitterrand se había percatado, ya que el reflujo del poder soviético en Europa confirmó virtualmente que más tarde o más tem· prano la Europa central (Mitteleuropa) constituiría una fuerza en los asuntos europeos, fuerza que no había ejercido en medio siglo, y que proporcionaba a Alemania una variedad de opciones alternativas al sentido bilateral franco-alemán de las primeras fases de la unión europea. Balladur mostró habilidades inesperadas para afrontar los problemas emocionales que se le presentaron cuando se convirtió en primer ministro. Mientras insistía en un estric· to cumplimiento de las leyes de inmigración, apoyó la residencia, y no la sangre, como prueba de ciudadanía y calmó la agitación que se produjo al ser alterarado el principio de la ley Falloux de 1850, por el que Francia había regulado durante tanto tiempo los conflictos por la presencia de la religión en las escuelas estatales y por el dinero guber· namental para las escuelas no estatales (principalmente católicas). Su conservadurismo de formas moderadas y su fiabilidad económié:a tranquilizaron al elec.torado francés y se convirtió así en candidato a la presidencia. Pero carecía de los dones que se necesitaban para triunfar sobre Jacques Chirac, más extravertida y ágil, y fue el tercero en una pri· mera vuelta que no despertó más que un entusiasmo modesto por los candidatos. El socialista Lionel Jospin, empujado a la batalla cuando Jacques Delors se excluyÓ a sí mis· mo, recibió la mayoría de los votos en las encuestas pero Chirac ganó la segunda vuelta. Heredó los problemas ineludibles de un líder nacional constreñido a tocar el segundo violín ante un poder mayor, si bien amistoso, junto con los problemas particularmente engañosos de combinar un nacionalismo orgulloso con una corriente de intemacionalis· mo. Sobre la cuestión de si una comunidad de libre comercio estaba incompleta sin la integración financiera, Chirac era un integrador pero también compartía un nacionalis· mo sentimental y estaba desconcertado por las inmediatas consecuencias económicas -con un desempleo de un 12% de la población activa- de las condiciones previas de la unión monetaria con la que estaba comprometido. f>or temperamento, era como Mitte· rrand, un hombre más propenso a encontrar caminos que rodearan los problemas que, como Delors, ávido de enfrentarse a ellos.

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Gran Bretaña se recuperó de la guerra de manera enérgica y rápida, pero no sostenida. La moral en el país y el prestigio en el extranjero eran altos. Las pérdidas de guerra había sido severas pero la dirección financiera de la guerra había sido prudente. A la mitad de los costes se les hizo frente con impuestos, a la otra mitad con la venta de acti· vos extranjeros y con préstamos. El abrupto final del Préstamo· Arriendo estadounidense en agosto de 1945, seguido de un crédito estadounidense tan pequeño que era decepcionante, además de tener condiciones imposibles {la convertibilidad de la libra en el plazo de un año), confrontó al nuevo gobierno con una tarea desalentadora, que fue dominada con una combinación de sabia dirección y de ayuda estadounidense. Aunque los fondos Marshall estuvieron disponibles durante cuatro años, se prescindió de ellos a los dos. Se usaron principalmente para reparar industrias dañadas por la guerra y para financiar un ambicioso programa de reforma social en educación, salud y seguridad social, pero no para una reestructuración más amplia y radical de la economía industrial, que Gran Bretaña necesitaba para recuperar la posición en el mundo que había ido perdiendo desde finales del siglo XIX en favor de Alemania. Los impuestos permanecieron altos aunque los intereses bajos; el nivel de desempleo era reducido y los salarios estaban bajo control; el crecimiento económico tenía una media del 4% al año. La producción prebélica, el valor de los activos extranjeros de antes de la guerra, así como el nivel de ingresos personales de entonces, se recuperaron hacia el final de la década. A·la vez se amplió la educación y se introdujo un sistema global de seguridad social. Pero el declive industrial británico a largo plazo no se pudo controlar y el país quedó en consecuencia en una posición más vulnerable a vicisitudes externas y a una mala admi· nistración interna. De las anteriores, las más dañinas fueron los aumentos en el coste de los materiales industriales importados, tales como los ocasionados por las guerras de Corea y Vietnam, y las enormes subidas en el precio de los derivados del petróleo, debido a las guerras en Oriente Medio en los años setenta. El relajamiento de los controles y la liberalización del comercio a través de la eliminación de la protección a las industrias que renacían, creó de los años cincuenta en adelante serios desequilibrios en la cuenta externa y restó atención -y los recursos- a una renovación más radical de la base industrial británica. Ésta siempre había sido relativamente reducida -carbón y unas pocas industrias primarias tales como textiles y de ingeniería·- y respondía sólo lentamente al desarrollo de nuevos métodos, nuevos competidores e industrias completamente nuevas. Había adap· tación, pero no la suficiente como para preservar la economía de las sacudidas inevitables de una economía mundial que ya no era controlada por Gran Bretaña. A ello se añadía el que Gran Bretaña estuviera perdiendo su primacía en la provisión de servicios financieros y otras exportaciones invisibles. Sólo raramente a lo largo de los siglos XIX y XX había conseguido Gran Bretaña un superávit en el comercio de mercancías manufacturadas, pero el vacío se llenó de una manera consistente y cómoda con excedentes en mercancías invisibles hasta el thatcherismo de los años ochenta. Las políticas conservadoras a principios de la década de los setenta crearon un boom, aunque especulativo, que desvió beneficios y ahorros de las inversiones industriales hacia apuestas a corto plazo y que hizo subir los sueldos. Los intentos para imponer restricciones salariales por medio de una política de ingresos fueron cada vez menos efectivos y culminaron en una huelga de mineros y la caída del gobierno. Un gobierno laborista apeló a sus contactos en el mundo del trabajo (a menudo otro eufemismo para mantener bajos los sueldos), pero Harold Wilson tuvo que dar mar· cha atrás cuando se hizo patente que éstos escindirían el partido. Esta pusilanimidad política fortaleció a los disidentes de izquierda de la base frente a los sindicatos.

Política y económicamente Gran Bretaña tardó en sacudirse un largo pasado cuyo rasgo característico era el distanciamiento. Habiendo perdido sus posesiones continentales hacia el final de la Edad Media, el pueblo inglés ensalzó su status insular y lo fortificó con la secesión protestante y su entusiasmo marinero. A partir de entonces los bri · tánicos lucharon con otros europeos bastante menos que entre ellos mismos, ¡:iero esta afable característica era más desdeñosa que pacífica y el sentido de distanciá -no siempre distinto de uno de superioridad- no estaba ni con mucho extinguido en el siglo XX. En 1945, desde la isla se prestaba más fácilmente atención a la Commowealth y a Esta· dos Unidos que a Europa. La Commonwealth, originariamente la Commonwealth Británica pero rebautizada a la vez que la descolonización de posguerra, era descendiente del imperio británico y un foliz accidente histórico que finalmente constaba de cincuenta miembros soberanos e independientes. La desintegración del dominio británico en Asia, África y el Caribe empezó con la retirada de la India y Birmania en 1947, un paso largamente previsto pero que no se programó con precisión hasta el final de la guerra. Este espectacular movimiento tuvo unas consecuencias, que no se esperaban tan repentinas, por todo el imperio colonial que (con la notable excepción de Rodesia) fue abandonado de buen grado y con poco escándalo durante los veinte años siguientes. Pero la Commonwealth que surgía no era un centro de poder y todavía menos un instrumento para el ejercicio del poder britá· nico. Su cuartel general estaba en Londres pero los encuentros de sus jefes políticos deja· ban a Gran Bretaña a veces en minoría -en tiempos de Thatcher en una minoría de unoy aunque la Commonwealth proporcionaba a Gran Bretaña especiales contactos y opor· tunidades, no reforzó el poder británico en el mundo. Tampoco lo hizo la relación especial con los Estados Unidos que, como los lazos con la Commonwealth, era una realidad, pero no la que daba a Gran Bretaña lo que ella pensaba que obtenía. (La única relación especial que Washington tenía era con Israel.) Antes de la guerra las relaciones angloamericanas eran pocas y malas. Durante la guerra fueron excelentes, pero ello se debió más a la propia crisis y a los personajes: lo que era especial en las relaciones existentes durante la guerra era la estrechísima amistad y colaboración entre Churchill y Roosevelt. Después de la guerra muchas amist:;i.des y vías de comunicación de esa época persistieron, facilitados por una lengua común y por expe· riendas e ideales compartidos, pero viejas divergencias -comerciales e imperialesreaparecieron y los intentos de primeros ministros británicos, visitando la Casa Blanca o poniéndose en contacto por teléfono para hacer el papel de Churchill, degeneraron en un compadreo no carente de sumisión ciega por parte británica. Esta relación especial no sólo desvió la atención británica de los acontecimientos políticos en el continente, sino que dio a los continentales -Francia en particular- motivos para excluir a Gran Bretaña de la Comunidad Europea. En 1979, Margaret Thatcher se convirtió en primera ministra, la primera mujer en ocupar ese puesto. Lo hizo con un extraordinario dominio y durante más tiempo que cual· quiera en este siglo. Decidida, enérgica y trabajadora -quizá fue el primer ministro más trabajador desde William Pitt aunque no el más inteligente-. Se vio perjudicada por el fracaso de sus predecesores para captar los graves problemas económicos que se prolonga· ban, por su pobre elección de compañeros de gabinete y por su temperamento autocrático que, además de vapulear a los gobiernos locales, despreció a la Cámara de los Comu· nes y al orden democrático. Thatcher llegó al poder durante una recesión y lo abandonó en otra. Disfrutó, si bien desaprovechó, dos ventajas económicas poco comunes: la pro-

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macia británica fracasaba, las amias británicas tendrían entonces que cargar con una tarea que, aunque en un sentido era negativa, era también vital para los intereses británicos tal y como éstos habían evolucionado desde que los Tudor pusieron los cimientos de un poderío británico completamente distinto del imperialismo continental de los Plantagenets. Los británicos, por tanto, adquirieron un esquema mental que no hacía distinciones entre lo próximo y lo lejano. Los geógrafos podían hablar del «Lejano» Oriente y medir la distancia a la India en miles de millas, pero para muchos ingleses, Delhi, Singapur y Hong Kong no estaban psicológicamente más lejos que Calais; a menudo les resultaban más familiares, y desde luego eran más británicos. En 1945, la falta de atención innata de Gran Bretaña hacia los asuntos europeos se intensificó por la suerte de la guerra y la perspectiva de paz; Durante la contienda, todos los países combatientes europeos continentáles, incluida la URSS, habían sido invadidos y en algún momento derrotados o casi de1rotados. Gran Bretaña había sido duramente hostigada, y bombardeada desde el aire, pero no invadida, ni ocupada, ni derrotada. Su victoria justificaba su derecho a seguir como antes, puesto que es prerrogativa del vencedor conservar su pasado; mientras que, por el contrario, sus quebrantados y desilusionados vecinos europeos anhelaban una nueva vida y no un restablecimiento del antiguo orden de cosas, que había fracasado. Las actitudes británica y ~ontinental hacia el pasado eran, pues, completamente diferentes, y los continentales que esperaban que los ingleses mostraran su simpatía hacia un experimento político radical en Europa, estaban pasando por alto no sólo la particular evolución histórica de Gran Bretaña, sino también su psicología de posguerra, es decir, su empeño en restaurar y mejorar la estructura de la vida británica, pero sin alterarla sustancialmente ni pretender encontrar faltas en ella. El advenimiento de un gobierno laborista en Gran Bretaña en 1945 hubiera debido poner de manifiesto esta diferencia, puesto que el Partido Laborista, aunque era un partido reformista y no conservador, no era menos tradicionalista que los conservadores. Estaba integrado por radicales y socialistas pragmáticos que deseaban hacer la vida más fácil para las clases inferiores, continuando con la adaptación gradual -y no revolucionaria- de la estructura social inglesa a las modernas nociones de justicia social. El gobierno laborista no tenía intención de desbaratar los proyectos británicos, ni tampoco tenía mucho interés en dar al traste con los de otros países. Era una administración políticamente moderada, con muchas ganas de hacer cosas y que, en circunstancias económicas excepcionalmente difíciles (agravadas por el vencimiento del convenio de préstamos y arriendos, y por la insistencia estadounidense en una convertibilidad prematura de la libra esterlina), trataba de restaurar la economía y reformar la sociedad, y no deseaba que embrollos extranjeros improductivos le distrajesen de estas tareas. El continente se encontraba en un estado caótico e indigente y, como demostraba la transferencia de los compromisos británicos en Grecia y Turquía a Estados Unidos, podía luchar mejor para vencer sus dificultades con la ayuda estadounidense que con la británica. Además, los nuevos dirigentes de Europa eran (aparte de extranjeros) en su mayor parte conservadores y católicos, opuestos -se creía erróneamente- a la planificación económica, y resultaban unos aliados incómodos para los socialistas británicos. En la medida en que se sentían atraídos por ideas federalistas, estos dirigentes eran considerados como visionarios carentes de sentido práctico. Para los ingleses, la nación-Estado era una de esas reliquias del pasado que prácticamente nadie ponía en tela de juicio. Winston Churchill les había dicho a sus compatriotas durante la guerra que Gran Bretaña operaba en tres círculos -el angloamericano, el imperial británico, y el europeo- Y '} 1 '}

que esta «triangularidad» confería al país oportunidades especiales y una posición única en el mundo. Hasta que Harold Macmillan solicitó en 1961 entrar a formar parte de la Comunidad Económica Europea, el círculo europeo era el que parecía ofrecer menos. El más importante era el angloamericano. Gran Bretaña -o por lo menos Emest Bevin, que fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores en 1945- se percató de que ni la diploma· cia ni las armas británicas podían ya por sí solas evitar la consolidación de Europa bajo la égida de una única potencia, y de que si esta pesadilla de la política exterior británica quería evitarse, había que hacer de Norteamérica una potencia europea. La OTAN era el signo externo y visible de su éxito, pero sus esfuerzos por lograr que la influencia angloestadounidense se abriera paso en los asuntos europeos y ocupara el lugar del ya extinto poder de intervención y rectificación de Gran Bretaña, le llevaron a desconfiar de los federalis· tas continentales que podrían añorar un poderío europeo independiente con exclusión de los estadounidenses. La política de estos federalistas era en el mejor de los casos improcedente y probablemente perjudicial para su objetivo de introducir el Nuevo Mundo en Europa para conseguir el equilibrio del viejo continente. Pero los británicos hostiles a Estados Unidos o recelosos de su preponderancia, no eran en su mayoría federalistas europeos. En la medida en que existía un partido en Gran Bretaña que creía que el país podía constituir una «tercera fuerza» en los asuntos mundiales, consideraba, en este período, que dicha fuerza la constituiría la Commonwealth y no una Europa unida. La Commonwealth, junto con las armas nucleares y la libra esterlina como moneda de cambio inter· nacional, mantendrían a Gran Bretaña en una categoría diferenciada. Gran Bretaña no comenzó a experimentar un cambio de sentimiento hasta pasados de diez a quince años desde el final de la guerra, e incluso entonces este cambio se manifestó más discontinua y lentamente que la correspondiente revolución del pensamiento continental impuesta por las derrotas de la contienda. Gran Bretaña siguió considerándose una potencia mundial aunque ya no imperial, una sustitución de adjetivos un tanto carente de sentido crítico. Una de las más sorprendentes consecuencias de la guerra fue el abandono de la India por parte de Gr~n Bretaña en 1947 (seguida más rápidamente de lo que se esperaba por el abandono de Africa), pero esta renuncia al imperio tuvo lugar en una atmósfera de tal euforia en Gran Bretaña que se pasó por alto la consiguiente merma de poderío. La pérdida de la India se consideró e.orno una victoria del sentido común inglés, lo cual era cierto, pero no como una mutilación del poderío británico, lo cual también era cierto. Durante generaciones enteras, Gran Bretaña había sido una potencia mundial porque poseía en Asia un territorio donde podía mantener, adiestrar y aclimatar ejércitos para su utilización en otros lugares lejanos del globo, y esta reserva de poder era por lo menos tan importante como la hegemonía marítima para hacer de Gran Bretaña lo que era en el mundo. El abandono de la India, junto con la pérdida de riqueza y fue~·za durante la guerra, socavó la resistencia británica en Oriente Medio y provocó la orientación de Australia y Nueva Zelanda hacia Estados Unidos en busca de seguridad (el Pacto tripartito ANZUS de 1951, del que Gran Bretaña no era signataria, confinnó esta lección de la Segunda Guerra Mundial. Fue una de las alianzas más uniformes del mundo hasta la década de los ochenta en que la vuelta al poder de los partidos laboristas antinucleares tanto en Australia como en Nueva Zelanda obstaculizó la realización de visitas y ejercicios navales. En 1984, Nueva Zelanda prohibió la entrada en sus puertos de todo tipo de bar· cos impulsados o armados con energía nuclear). Gran Bretaña, sin embargo, no sacó la conclusión de que el final del imperio y de los compromisos de defensa en Asia, África y Australia la hubieran convertido en un Estado

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primordialmente europeo. El imperio había sido sustituido por la Commonwealth, un concepto más elevado quizá pero de menos solidez que el imperio, puesto que carecía, en contraste con aquél, de los lazos de lealtad a la Corona británica, del gobierno de una clase diri· gente que se consideraba como una sola familia, de la comprensión mutua a través del pródigo intercambio de telegramas secretos y de un compromiso británico de defensa de todos sus territorios. La Commonwealth pasó a ser una asociación de monarquías y repúblicas de tradiciones e inclinaciones muy diferentes entre sí, y que requerían sobre todo un capital para su desarrollo que Gran Bretaña no podía proporcionarles, y proseguían políti· cas exteriores independientes e incluso contradictorias basándose en que esta libertad de acción era el precio que había que pagar para la continuidad de una asociación cuya exis· tencia seguía mereciendo la pena. Probablemente era así puesto que la Commonwealth demostró ser una organización internacional que funcionó hasta un determinado punto. Pero contenía en su seno conflictos raciales que supusieron una dura prueba de buen gobierno para los gabinetes británicos de este período, que no lograron superar. En Rodesia (véaS!! el capítulo XIX), Gran Bretaña fue acusada con fundamento de tratar benignamente a los rebeldes porque eran blancos y ese mismo gobierno se ~xpuso en el propio Reino Unido a acusaciones todavía más graves. En 1963, Gran Bretaña había concedido a los asiáticos de Kenia el derecho a optar por la ciudadanía británica, que muchos de ellos adquirieron. En 1968, el punto más importante de este derecho -la posibilidad de entrar en Gran Bretañales fue negado sin más por un gobierno que, en su ignorancia de los verdaderos hechos y cifras sobre la inmigración e integración de gentes de color, se dejó llevar por el pánico hasta el punto de dar con la puerta en las narices a algunos de sus propios conciudadanos. Este acto sin precedentes, fundado en los prejuicios racistas de un sector de la sociedad británica y en la discriminación racial por parte del gobierno, dio al traste con el ideal de la Commonwealth y fue luego recusado y condenado en el Consejo de Europa. Incluso si Gran Bre· taña había considerado en otro tiempo a la Commonwealth como una fuente de fortaleza política, para los dirigentes ingleses de los años sesenta era un estorbo más que una ayuda. La comunidad con los europeos parecía sin duda mucho más real y manejable. Se había estimulado a grupos de presión no oficiales en favor de una unión europea y en ello no fue a la zaga Churchill, que habló en más de una ocasión durante la guerra de la necesidad de una Europa unida y, en su famoso discurso pronunciado en Zurich en sep· tiembre de 1945, abogó por un Consejo de Europa. Estos grupos organizaron un congreso en La Haya en mayo de 1948 que se celebró bajo el patrocinio de muchas de las figuras destacadas de Europa, incluido Churchill, y que consiguió persuadir a las cinco potencias de Bruselas para que creasen un Consejo de Europa cuyos miembros fueron en un princi· pio, además de esos cinco países, Noruega, Suecia, Dinamarca, Eire e Italia, a los que en poco tiempo se unieron Islandia, Grecia, Turquía, Alemania Federal y Austria. Los miem· bros, además de ser europeos, habían de respetar las normas de derecho y los derechos humanos fundamentales. Los estatutos eran un híbrido: una Asamblea sin poder legisla· tivo, sometida a un comité de ministros; los miembros de la Asamblea eran nombrados por los parlamentos nacionales, en la práctica de acuerdo con la representación de los par.tidos en cada Parlamento; el comité de ministros, que fue incluido en los estatutos por la insistencia inglesa y escandinava contra los deseos más federalistas de otros miembros, aseguraba que toda autoridad que el Consejo de Europa pudiera ejercer estaría sujeta al control de los ministros nacionales, responsables ante sus respectivos parlamentos. En estas circunstancias, la Asamblea nunca tuvo ninguna autoridad real y, a fines de 1951, su presidente, Henri Spaak, dimitió descorazonado.

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Gran Bretaña era escéptica en principio y ligeramente hostil porque esperaba que el acero inglés se vendiera más barato que el europeo. Ha habidc discusión sobre si el Reino Unido se negó a unirse a la CECA, o si Francia hizo imposiHe que lo lograra; una opinión no excluye a la otra. En abril de 1951, seis estados firmaron un tratado mediante el cual se establecía la CECA, que comenzó a existir al año siguiente. Se componía de una Alta Autoridad de nueve personas que actuaba por mayoría de votG y tenía facultades para tomar decisiones, hacer recomendaciones, gravar las empresas cm exacciones, impo· ner multas y, en general, controlar la producción y las inversiones en 1os seis países; un Tribunal de Justicia facultado para pronunciarse sobre la validez de lascecisiones y reco· mendaciones de la Alta Autoridad; un Consejo de Ministros; y una A1amblea con dere· cho a censurar a la Alta Autoridad y, por mayoría de dos tercios, a disicmer la dimisión del Consejo de Ministros. A finales de los años cincuenta, cuando disrrinuyó la deman· da de carbón, surgieron diferencias entre la A'lla Autoridad y el Consejo :le Ministros, y la primera vio atenuadas en la práctica sus competencias supranacionalel. A comienzos de los años cincuenta, al Consejo de Europa se habían ut.do en la esce·· na europea la CECA y la incipiente EDC (Comunidad Europea de Defersa), y en 1952 E.den propuso la fusión de estos tres organismos y de sus instituciones para!tlas. El Conse· jo de Europa designó una asamblea ad hoc para elaborar un proyecto siguien(o estas líneas, que incluyese una cláusula para la creación de una asamblea elegida directan~nte y de un gabinete europeo. Era un intento de construir una asociación política, pro,ilionalmente denominada Comunidad Política Europea, sobre las dos bases de cooperaci6 económica y militar, y que había de abarcar a la mayoría de los países no comunistas di Europa. Los miembros posibles eran muchos, a pesar de que el neutralismo empírico de Seda, el neu· tralismo doctrinario de Suiza y las inaceptables autocracias de España Y Port~al pudieran excluir a estos países a corto o a largo plazo. Pero el proyecto nació muerto. \:i extinción de la Comunidad Económica de Defensa en 1954 supuso el golpe mortal e inciso sin esta sacudida es difícil creer que la rudimentaria asociación económica institucia.al lograda hasta entonces bastase para sostener una estructura parlamentaria tan ambicim. A me&· da que los estados-nación europeos se fueron recuperando de sus heridas de pcguerra, se sintieron cada vez menos dispuestos a abandonar sus identidades, aun cuandcpudieran estar decididas a una cooperación internacional permanente en otros campos. La Comunidad del Carbón y del Acero fue desde el principio un primer paso
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a cada miembro mantener las preferencias existentes; no tendría obligación de permitir el libre movimiento ni de mano de obra ni de capital, ni de alinear políticas económicas o sociales ni de crear iistituciones políticas comunes. Las conversaciones empezaron a finales de 1957 y se vineron abajo un año después.) Los tratados fmJacionales de la CEE y la Euratom se firmaron en Roma en marzo de 1957 y ambos orgmismos vieron la luz a comienzos de 1958 y empezaron su funcionamiento un año depués. En 1967 se fusionaron con la CECA. El Tratado de Roma creó una Constituciór.de cuatro partes: un Consejo de Ministros, una Comisión, un Parlamento y un Tribu1al. El Tribunal de siete miembros era el guardián e intérprete de la ley comunitaria. El farlamento unicameral -sus miembros fueron electos a partir de 1979 {aunque posteri.."tmente en Gran Bretaña)- era esencialmente un organismo de debate. Creado de golpepor el tratado entre estados, sólo tenía los poderes embrionarios del mismo tipo que los parlamentos nacionales habían acumulado a lo largo del tiempo, en sus intentos de co::streñir al poder ejecutivo. Podría rechazar, si bien no enmendar, el presup\JeSto comtnitario y cesar a la Comisión por entero, aunque no en parte; poseía una cuota limitadi para elaborar legislación, pero no control _sobre el Consejo de Ministros. Los comisario, al principio dos por Estado miembro, pero tras la ampliación de la Comunidad sólo u[)) por cada miembro, estaban completa y exclusivamente dedicados a asuntos comunit:rios en el cuartel general de la Comisión en B"ruselas. La mayoría de ellos había tenida experiencia ministerial en sus propios países, pero ejercieron en Bruselas funciones q1e estaban más próximas a las de un jefe de departamento en la función pública nacbnal. {La burocracia de Bruselas era, sin embargo, pequeña en comparación con las burccracias nacionales.) Finalmente, el Consejo de Ministros, que representaba a los distinos estados miembros de la Comunidad, era según los ténninos del Tratado de Roma el ó~ano dominante de la Comunidad. Era una réplica de un consejo similar que se había in:orporado, en una fase tardía, a los planes de la Comunidad del Carbón y del Acero, coi el fin de garantizar que esa comunidad no sería tanto una entidad supranacional cono un colectivo nacional, y el Consejo de la CEE era incluso más claramente superior ¡la Comisión de Bruselas que el Consejo de la CECA para la Alta Autoridad de la Conunidad del Carbón y del Acero. En consecuencia, los debates y decisiones más significaivos sobre el desarrollo de la CEE tuvieron lugar en el Consejo y no giraron en torno ala distribución de poder entre los principales organismos comunitarios, sino en tomo a ejercicio del poder dentro del Consejo -qué asuntos podrían ser acordados por mayara y cuáles requerían unan~midad. {Había algunos asuntos sobre los que una mayoría «cralificada» podría decidir. Esta era una mayoría prescrita, que se alcanzó después de adscr':Jir al voto de cada miembro un peso en relación con su poder económico.) L primera fase de integración económica, que había de completarse en doce años (y as lo fue), era comercial -una unión aduanera con un arancel exterior común e, internamnte, la supresión de todos los aranceles y la eliminación de cuotas-. Una segunda fase:¡ue coincidía en parte con la anterior, preveía una unión económica más amplia con, en •special, una política agrícola común (CAP); libre movimiento de mano de obra y de ca~tal; homogeneización de políticas sociales, de leyes {en especial la ley de empresa), deoalud y seguridad y de otras normas; y una unión monetaria con una moneda común y ur único banco central. La integración política, tanta como fuera necesaria para asegunr los objetivos económicos de la Comunidad, era un corolario inevitable, pero el Trando de Roma callaba al respecto. Para algunos la integración política era un fin en sí nisma y un medio necesario para fortalecer la influencia de la Comunidad no sólo en

Europa, sino también en otras áreas de especial interés para bs europeos, en particular los imperios coloniales al borde de la independencia y el Oriente Medio, cuyo petróleo era la importación más crucial para Europa occidental. Los objetiv:is paralelos de Euratom, plas· mados en el tratado separado que creaba esa comunidad, e!an llevar a cabo la investigación nuclear, construir instalaciones nucleares, elaborar uncódigo de seguridad y establecer un organismo que poseyera y asegurase derechos preferentes sobre los materiales nucleares en bruto. A los primeros seis miembros se unieron, en 1973, Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca; en 1981, Grecia, y en 1987; España y Portugal. La adhesión de Noruega, negociada junto con la de Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca, fue rechazada en plebiscito, y Groenlandia, que se había unido junto con su progenitor danés, también se separó en 1986. De todas estas sumas la de Gran Bretaña era la má; importante y la más polémi· ca, retrasada y después amargada por la propia ambivalencia británica, pero también vetada por Francia durante algunos años. El escepticismo británico sobre la CEE y su falta de voluntad para considerar una asociación tan extensa, la llevó a formar en 1959 una Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) junto con los tres estados escandinavos, Suiza, Austria y Portugal. La EFTA era una rival para la CEE. Su objetivo era abolir los aranceles entre sus miembros durante diez años, pero sin que existiera ningún intento de establecer un arancel exterior común o cualquier forma de unión política. Los británicos creían que De Gaulle -que volvió al poder en Francia en ese momento- acabaría con la CEE, pero fue un error de interpretación, puesto que De Gaulle no tenía intención de socavar la CEE, sino tan sólo retrasar su desarrollo, mientras avanzaba la recuperación económica francesa y el peso político de Francia en Europa crecía en proporción. La objeción manifiesta de De Gaulle a la per· tenencia británica, en base a que era una cuña para los intereses estadounidenses, tenía suficiente verosimilitud como para llegar a convencer a otros miembros de la CEE, a pesar del afán de éstos por tener a Gran Bretaña como miembro, para compensar el dominio alemán y francés. No obstante, hacia 1960 De Gaulle estaba dispuesto a considerar la admisión británica y lo propuso públicamente. Harold Macmillan, que había restaurado las relaciones británicas con Estados Unidos y la Commonwealth después de la debacle de Suez de 1956-1957, deseaba dar a Gran Bretaña un papel europeo más finne. Su visita a Moscú en 1959 le había acreditado como un agente de negocios honrado pero no eficaz o necesario, y la cancelación en 1960 del misil nuclear de alcance medio de Gran Bretaña Bluestreak había puesto énfasis en las dificultades de mantener un poder nuclear disuasorio independiente con t,ma economía en ocasiones incontrolable. La EFTA era en el mejor de los casos un éxito moderado, y las esperanzas abrigadas en algunos círculos británicos de que De Gaulle acabaría con la CEE no se habían cumplido. En 1961, Macmillan sacó la conclusión obvia. Negociaría la entrada en la CEE gaullista de estados soberanos. De Gaulle, que había sugerido la adhesión de Gran Bretaña el año anterior, acogió favorablemente la oferta de Macmillan. Las negociaciones comenzaron en octubre. Fueron difíciles pero avanzaban hacia una conclusión feliz cuando las arrojó por la borda un grave malentendido anglo-francés. En junio de 1967, Macmillan visitó a De Gaulle en el Chateau de Champs. No se conoce con certeza lo que ocurrió entre ellos y es posible que ni uno ni otro interpretase correctamente sus respectivas intenciones: una entrevista entre un hombre sinuoso y otro de pocas palabras puede dejar muchos puntos oscuros. Parece, sin embargo, que Macmillan, que había hecho de la admisión en la CEE la pieza clave de su política exterior y económica, no sólo minimizó las dificultades enton-

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ces existentes a propósito de las preferencias de la Commonwealth y de la política agrícola, sino que también dejó en De Gaulle la impresión de que Gran Bretaña estaba dispuesta a integrarse con sus vtcinos continentales en la esfera militar. Esta integración era una cuestión de importancia primordial para De Gaulle, que estaba buscando formas de lograr que Europa se independizase de Estados Unidos, pero no era probable que pudiera crear una estructura de defema verosímil sin la participación británica. La opinión francesa se enc:mtraba dividida en lo referente a la admisión de Gran Bretaña en la CEE; las embrollaC.as discusiones de Bruselas a propósito de precios alimenti· cios molestaron a muchos frar.ceses y durante el año 1962 el empresariado se fue hacien· do crecientemente hostil a la admisión de Gran Bretaña. Pero para De Gaulle éstas eran minucias si podía conseguir la adhesión del Reino Unido a una asociación que. fuese a la vez estratégica y económica. Después de junio de 1962, parece que se sentía confiado en lograrlo. Las elecciones france;as de noviembre de 1962 confirmaron su autoridad al concederle una mayoría en el Parlamento y un grato éxito después del contratiempo sufrido en octubre cuando el número de votos a su favor descendió en un referéndum constitu· cional. Se dio cuenta de las dificultades internas de M_acmillan cuando el Partido Labo· rista se pronuncio en octubre contra la adhesión a la CEE, pero probablemente no veía razones de peso para suponer qLie el gobierno británico fuese a ser derrotado. (Puede haber estado equivocado. Macmillan podría haberse sentido obligado a hacer una consulta al país antes de dar un paso tan decisivo como el de unirse a la CEE, y no es inconcebible que hubiese perdido unas elecciones basadas en esta cuestión. Los argumentos principales contra la CEE, además de la desconfianza nacional en una excesiva asociación con extranjeros, eran las siguientes: que la CEE era una burocracia y no una democracia, una forma de gobierno poco seria desde el punto de vista constitucional; que la CEE estaba consagrada a la libre competencia en oposición a la planificación, y que la entrada en ella significaba el abandono de la planificación nacional no en favor de una planificación internacional, sino del laissez-faire; que el Parlamento tendría que renunciar a su control sobre aspectos vitales de los asuntos públicos británicos; que la CEE era una organización introspectiva y eurocéntrica, con tradiciones no británicas tales como un gobierno multi· partidista y un derecho romano-holandés en el que los funcionarios británicos estarían en desventaja; y que el proceso de gobierno por mayoría cualificada, esto es, confiriendo el derecho de veto a una combinación de un miembro principal y otro de segundo orden, era una forma segura de crear facciones descontentas.) Hacia finales de 196 2, cuando tanto el líder inglés como el francés parecían estar resueltos a que Gran Bretaña se adhiriese a la CEE y la administración estadounidense bendecía esta incorporación, una decisión del Pentágono desencadenó una serie de acontecimientos que condujo a la ruptura de las negociaciones. Esta decisión fue la de canee· lar la fabricación de los misiles nucleares de aire a tierra Skybolt que los británicos se ha· bían comprometido mediante un contrato a comprar a Estados Unidos. La decisión, adoptada en noviembre alegando razones de coste, privó a Gran Bretaña del instrumento con el que había esperado mantener, tras la cancelación del Bluestreak, una fuerza nuclear independiente hasta 1970. Pagando la mitad de los costes de su despliegue, Gran Bre· taña podría haber salvado el Skybolt y su propio programa nuclear, pero el precio era excesivamente alto y en diciembre Macmillan fue a Nassau (en las Bahamas) para entrevistarse con Kennedy y tratar de encontrar una alternativa. Con gran disgusto y quizá sorpresa de De Gaulle, no se volvió entonces hacia Francia ni hizo del fracaso del Skybolt la ocasión para pasar de una asociación nuclear anglo-americana a otra anglo-francesa o

anglo-europea. Esta demostración de dónde radicaba la primordial lealtad de Gran Bretaña, condujo a De Gaulle a declarar, en una rueda de prensa el 14 de enero de 1963, la exclusión del Reino Unido de la CEE. En Nassau, Kennedy ofreció a Macmillan el misil submarino Polaris como sustituto del Skybolt. Macmillan aceptó. Kennedy hizo la misma oferta a De Gaulle. Esto suponía una revocación de la decisión del año anterior de no ofrecer a Francia armas nucleares. Esta resolución se había adoptado tras una división entre los partidarios de dicha medida, con la que esperaban mejorar las relaciones franco··estadounidense (una trayectoria iniciada por Kennedy en una satisfactoria reunión con De Gaulle en junio de 1961), y sus oponentes, que argumentaban que eso no cambiaría nada excepto.que se estimularía la proliferación nuclear. De Gaulle rechazó la oferta. Tanto Macmillan como De Gaulle insistían entonces en su soberanía nuclear. De Gaulle rehusó aceptar los Polaris; Macmi· llan, si bien los aceptó y propuso destinar a la OTAN fuerzas aéreas tácticas y de bombardeo y unidades Polaris británicas, insistió en que el mando fuese fundamentalmente británico y en el derecho de retirada. Una actitud no difería mucho de la otra, y ambas eran esencialmente nacionalistas. Los estadounidenses, sin embargo, buscaban una solu· ción supranacional al problema de la participación nuclear en la OTAN y es posible que hubieran creído en Nassau que Macmillan, en oposición a De Gaulle, había accedido a someterse a sus planes a cambio de los Polaris. Macmillan y De Gaulle se sintieron mutuamente defraudados y el acercamiento británico a la Comunidad se enfrió. En 1964 el Partido Laborista volvió al poder con Harold Wilson como primer ministro. Wilson renovó la solicitud británica, aunque con un enfoque marcadamente diferente. Macmillan había dado la impresión de que la finalidad principal de la adhesión a la CEE era sacar a Gran Bretaña las castañas del fuego en el terreno económico, y que para el Reino Unido los beneficios económicos deriva· dos de la entrada en la Comunidad serían considerables y compensarían tanto la pérdida de soberanía como los inconvenientes de contactos más estrechos con pueblos no británicos. Este programa no era muy tentador, ni en Gran Bretaña ni en la CEE, y el procedimiento adoptado para ponerlo en práctica fue el ciertamente pintoresco de enviar a un superministro a Bruselas para dirigir prolongadas negociaciones sobre cues.· tiones de detalle (llamadas, poco amablemente, «Kangaroo tail syndrome») y sin una firme decisión política sobre la cuestión principal de si Gran Bretaña querría en último tér· mino unirse o no. En contraste, Harold Wilson dijo a la opinión pública británica que las desventajas económicas de la adhesión serían considerables; su único argumento era que las ventajas serían a largo plazo más considerables todavía. También expuso el obje·· tivo _inequívocamente: unirse a la Comunidad, aceptando todas sus reglas por anticipa· do. El, por su parte, converso a la idea de que Gran Bretaña debía formar parte del Mer· cado Común, estaba muy influido por el conflicto entre la Comunidad y Estados Unidos sobre la Kennedy Round que revelaba la vulnerabilidad de una Gran Bretaña económi· camente aislada en el caso de una guerra comercial entre la Europa occidental continental y Norteamérica. Desde el punto de vista británico, la postura de De Gaulle con· tra la Comisión había hecho la idea de la adhesión más atractiva, puesto que había relegado a un futuro lejano, quizá a la tierra del nunca jamás, los adornos y aspiraciones federales que asustaban a Gran Bretaña tanto como irritaban al presidente francés. La forma futura de una entidad europea había llegado a ser más vaga incluso que antes y a los británicos les gustaba que así fuese. Pero el obstáculo principal subsistía. Aunque cin· co de los seis estaban dispuestos a que Gran Bretaña se adhiriese, e incluso estaban impa··

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cientes por la adhesión, Dt Gaulle todavía podía impedirlo. Los lazos del Reino Unido con Estados Unidos y su dependencia económica, sus repetidos saldos deudores en la cuenta exterior y sus continuos compromisos en continentes distintos de Europa, pro· porcionaban argumentos, si es que se necesitaban, para clasificar a Gran Bretaña como algo aparte. La cuestión era si Francia continuaría insistiendo en estos argumentos. Habían estado siempre, incluso en la mente de De Gaulle, compensados por otros, singularmente por la inquietud de Francia en relación con una Comunidad Europea en la que dos estados -la propia Francia y Alemania Federal- fueran de rango muy superior al resto y pudieran algún día enfrentarse entre sí sobre una cuestión importante. Gran Bretaña, por consiguiente, presentaba dos caras. Si bien era por un lado inaceptable como apéndice esta, dounidense, simultáneamente era muy deseable como contrapeso de Alemania. Durante 1967-1969, este último aspecto comenzó a superar al primero, en parte a causa de los acontecimientos ocurridos en el seno de la Comunidad y en parte porque la dimisión de De Gaulle en 1969 propició un desplazamiento de la atención en París. En 1969, De Gaulle, una vez más, dejó creer que la fruta podría estar madura para la admisión británica. Invitó al recién nombrado embajador británico, Christopher Soames, que resultaba ser el yerno de ChurchilÍ, a una discusión general de las relaciones francobritánicas, en la que habló de una cooperación más es~recha en una Europa de cuatro poderes (Francia, Gran Bretaña, Alemania occidental e Italia) y una adaptación de la CEE para que pudiera caber Gran Bretaña en ella. Éstas eran antiguas ideas básicas de De Gaulle pero, como consecuencia de una serie de ineptitudes, la entrevista provocó un altercado diplomático público cuando los británicos divulgaron el contenido de las conversaciones a otros gobiernos y permitieron que ganase terreno la impresión de que Fran· cia estaba ofreciendo a Gran Bretaña un puesto en un directorio europeo de estados importantes, a cambio de la supresión de la CEE y quizá también de la OTAN. Las posibilidades de que el Reino Unido entrase en la Comunidad, bien fuese por la puerta gran• de, o bien por la trasera, parecían, pues, haber disminuido. Pero no por mucho tiempo. Ese año De Gaulle dimitió de la presidencia y le sucedió un hombre de diferente temperamento y actitud, Georges Pompidou. Al cabo de unos pocos meses un cambio en el gobierno británico convirtió a Edward Heath en primer ministro. Heath había sido el protagonista del ingreso británico en la CEE en el momento de la primera solicitud en 1961. En diciembre de 1969, los jefes de gobierno de los seis, en una reunión celebrada en La Haya, se habían comprometido a apoyar la candidatura británica y Heath no perdió tiempo en confirmar que Francia, también bajo un nuevo liderazgo, respaldaría una segunda solicitud. Heath visitó a Pompidou en París en mayo de 1971 y las nego· ciaciones para el tratado de adhesión terminaron en pocos meses. En virtud de tratados firmados en enero de 1972, Gran Bretaña, Dinamarca e Irlanda pasaron a ser miembros de la CEE el día 1 de enero de 1973. El gobierno noruego, que participó en las negociaciones con la CEE junto con estos tres países, también acordó adherirse pero este acto fue revocado por referéndum. En Dinamarca e Irlanda, un referéndum celebrado conforme a lo previsto en la Constitución dio su apoyo al tratado de adhesión. El caso inglés era peculiar. La facultad del gobierno británico para concertar tratados no requiere el respaldo popular. De todas formas se celebró un referéndum, aunque no hasta dos años y medio después de la fecha fijada para la adhesión. Este procedimiento insólito surgió como consecuencia de la actitud ambigua del Partido Laborista. Este partido estaba más gravemente dividido que el conservador en lo concerniente a

la CEE, y Harold Wilson, con su natural ambivalencia, agudizada por temores de fraccionamiento del partido y de ruina de sus perspectivas electorales, declaró que las condiciones obtenidas por los conservadores podían y debían mejorarse. Dijo que cuando los laboristas volviesen al poder, esas condiciori.es se negociarían de nuevo. Esto era de hecho una amenaza de denunciar el tratado, a menos que los otros signatarios accediesen a modificar sus términos. Wilson prometió también que las condiciones revisadas se someterían a la aprobación del país, así como del gabinete. A comienzos de 1974, Heath, que había calculado mal su ventaja electoral por un estrecho margen de votos, convocó elecciones y las perdió, a raíz de lo cual la nueva administración Wilson (un gobierno de minoría hasta que unas segundas elecciones en octubre lo reforzaron) ini· ció discusiones con la CEE en las que el principal esfuerzo británico, culminado con éxito, consistió en obtener nuevas condiciones lo bastante distintas de las del tratado como para demostrar que los conservadores hubieran debido hacerlo mejor mientras que, sin embargo, el objetivo fundamental de los negociadores comunitarios había sido conceder todo lo que hiciese falta para retener a Gran Bretaña como miembro, pero nada más que eso. La cuestión principal era la cuantía de la aportación británica al presupuesto de la Comunidad, sobre la cual el ministro del Foreign Office, James Callagham, obtuvo concesiones apreciables. El gabinete británico aprobó los nuevos términos con algunas voces discrepantes. El electorado, sin duda confuso con argumentos económicos enrevesados y contradictorios, quizá un tanto aburrido por este asunto tan traído y llevado, y no poco impresionado por el pretexto de que sería un error deshacer lo que un gobierno anterior había hecho en buena y debida forma, dijo que sí a la adhesión en junio de 1975 exactamente en la proporción de dos a uno. De este modo, veinticinco años después del momento en que hubiera podido adherirse a una Comunidad Europea prácticamente en las condiciones que hubiera querido, Gran Bretaña se abría paso hacia la CEE, que se había construido sin ella. En el núcleo de la Comunidad estaba la entente franco-alemana, establecida de modo provisional pero duradero por la Comunidad del Carbón y del Acero. Se esperaba que la entrada de Gran Bretaña en la Comunidad ampliaría y fortalecería su núcleo, pero no fue así. Si la iniciativa de crear la entente fue francesa, su ratificación fue alemana. La primera preocupación de Adenauer, después de la formación del Estado germano-occidental en 1952, fue ligarlo a Occidente por medio de una incuestionable asociación con los Estados Unidos y la pertenencia a la OTAN, pero en sus últimos años -y especialmente después de la vuelta de De Gaulle al poder en Francia, en 1958- el canciller puso una creciente atención al lugar de Alemania en Europa. Francia se estaba haciendo, según la frase de Bismarck, más Bündnisfahig-un aliado más digno de consideración- y al mismo tiem· po estaba desencantada con Gran Bretaña y sin controversias posbélicas con Alemania. El plebiscito del Sarre en 1955 eliminó la última diferencia seria franco-alemana de la agenda política. El abandono unilateral británico, bajo presión estadounidense, del mal diseñado y mal ejecutado ataque anglo-francés a Egipto en Suez, agrió las relaciones franco· británicas. Francia estaba superando su reputación de inestabilidad política y económica y el firme tratamiento de la crisis de Argelia, en mayo de 1958, fue seguido de dos encuentros entre Adenauer y De Gaulle en Colombey-les-Deux-Eglises y Bad Kreuznach, que dieron a las relaciones franco-alemanas una nueva base. Entre estos encuentros una declaración francesa rechazó sin rodeos las propuestas británicas (apoyadas por el ministro de Finanzas Ludwig Erhard, pero no por el mismo Adenauer) de un área flexible de libre comercio.

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Había, sin embargo, serias divergencias entre la actitud francesa y la alemana con respecto al desarrollo de la CEE. En 1959, Francia, con el apoyo italiano, había propuesto reuniones regulares de los seis ministros de Asuntos Exteriores que fuesen respaldadas por una secretaría cuya sede debía estar en París. El Tratado de Roma no decía nada de inte· gración política y a los miembros alemán y del Benelux de la CEE les parecía que los franceses estaban tratando de crear en París una organización política de carácter internacional distinta de las instituciones de Bruselas y concebida para eludir, estrangular o incluso asumir las actividades económicas supranacionales que tenían lugar allí. Estas sos· pechas se agudizaron al año siguiente cuando los franceses elaboraron su plan y propusieron un consejo de jefes de gobierno con una secretaría en París. Semejante «unión de estados» sobre la que De Gaulle insistió con éxito a Adenauer en Rambouillet en julio; era claramente incompatible con las ambiciones federalistas. La cuestión en su conjunto fue remitida por los seis a un comité especial (el Comité Fouchet, más tarde Cattani) que discutió dos planes sucesivos de origen francés y las objeciones a los mismos. Estas objeciones se reducían en suma al argumento de que los planes ignoraban las principales características de los propios estatutos de la CEE, puesto que éstos no contenían ninguna estipulación en favor de un elemento parlamentario de un órgano ejecutivo independiente o de una posible decisión por mayoría de votos. Se dejó que el asunto quedase en la nada. Como había sido propuesto por Francia, este resultado fue un revés para ella, pero también una evidencia de que Francia aceptaba de buen grado reveses antes que echar por tierra la Comunidad. La siguiente disputa surgió a raíz de la elaboración de una política agraria común (CAP). La CAP fue una de las más urgentes preocupaciones. Sus términos no se fijaron hasta 1967 (las tribulaciones de la CAP se examinan más adelante en este capítulo). La principal manzana de la discordia en la escena negociadora era el nivel de precios uniformes que se debían establecer para los cereales. En 1963, Sicco Mansholt, uno de los dos vicepresidentes de la Comisión y especialmente encargado de los asuntos agrícolas, ela~ boró un plan para fijar un precio común de una sola vez en lugar de escalonadamente. El precio sería inferior al que regía en Alemania {y en Italia y Luxemburgo), de forma que la impaciencia francesa chocó con las reservas de Bonn que eran tanto más tenaces cuanto que la dirección de los asuntos políticos pasó en 1963 a un nuevo canciller, Erhard, y éste tenía su mirada puesta en las elecciones generales anunciadas para finales de 1965. De Gaulle actuó contando con el hecho de que Erhard, si bien era reacio a acelerar la políti· ca agrícola común, estaba impaciente porque en el seno de la CEE se estableciese una pos· tura de común acuerdo en relación con las próximas negociaciones en el marco del GATT {Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio). Estas negociaciones, denominadas Ken· nedy Round (Ronda Kennedy), formaban parte de una serie de intercambios periódicos de reducciones arancelarias entre los miembros del GATT, y los seis proponían negociar como un único bloque con los países con los que tenían un comercio más activo, Estados Unidos y la EFTA. La Ley de Expansión Comercial de 1962 había facultado al presiden· te estadounidense para reducir los aranceles recíprocamente hasta la mitad, pero sus facultades para hacerlo expiraban el 1 de julio de 1967. Los aranceles impuestos por los seis estaban en su mayoría agrupados en una banda que oscilaba entre el 6 y el 20%, mientras que los aranceles estadounidenses e ingleses eran o muy superiores o nulos. Por consi· guiente, la Comisión de la CEE, así como el gobierno francés presionaron para la dis· minución de los aranceles más elevados ( écretement) más que para reducciones generales {a las que finalmente acabaron por verse obligados a ceder cuando los estadounidenses

se mostraron inflexibles). Algunos estadounidenses y británicos habían esperado y desea· do que los seis se escindiesen en opiniones contrarias en relación con un posible acerca· miento conjunto a la Kennedy Round, pero a finales de 1963 se aceptaron compromisos para permitir que tanto la Kennedy Round como la política agrícola común siguieran su curso. Durante 1964, sin embargo, las diferencias entre Francia y Alemania, en vez de des· vanecerse, se agravaron al seguir bloqueando Francia el acuerdo sobre los preliminares esenciales de la Kennedy Round con miras no sólo a conseguir la aceptación de Bonn de un precio uniforme de los cereales, sino también a impedirle que se adhiriese a la Fuerza Multilateral (MLF) y oscilase así entre las agrupaciones europeas y atlánticas, en un intento de beneficiarse por partida doble que De Gaulle estaba decidido a obstaculizar. El año terminó con otro de los compromisos por los que la Comunidad se estaba haciendo notoria. Una vez que la administración estadounidense hubo abandonado tácitamente la Fuerza Multilateral, Bonn aceptó el precio uniforme de los cereales a cambio de subven· dones especiales {pagaderas también a Italia y Luxemburgo) y del aplazamiento de la polí· tica agrícola común de 1966 a julio de 1967. Esto suponía sustancialmente una victoria para De Gaulle, pero produjo resentimiento en Bonn, que se dispuso a dar una orienta· ción contraria a Francia, lo que ocurrió en la nueva crisis que la política de De Gaulle, iba a provocar al año siguiente. La crisis surgió como consecuencia de las propuestas del Dr. Hallstein, presidente de la Comisión, relativas a ampliar, dentro de la Comunidad, la autoridad de la Comisión y de la Asamblea a expensas del Consejo de Ministros y, en particular, a acelerar la toma de decisiones en el Consejo por mayoría de votos en vez de por unanimidad. Estas propuestas suponían un desafío directo a las opiniones de De Gaulle y algunos de los colegas de Hallstein le advirtieron que era imprudente ir tan deprisa. Además, al presentar sus pro· puestas en primer lugar a la Asamblea en vez de al Consejo como el reglamento estipulaba, Hallstein dio a De Gaulle la oportunidad de adoptar una actitud firme con cierto alar· de de justificación. El embajador francés ante la Comunidad se retiró y Francia estuvo sin asistir a las reuniones del Consejo durante seis meses. Esta táctica resultó. La crisis de la «Silla Vacía» se resolvió a principios de 1966 en una serie de encuentros en Luxemburgo (no Bruselas), que fueron en realidad una negociación gubernamental entre Francia y sus cinco socios. Por el Compromiso de Luxemburgo los miembros de la Comunidad aceptaban de mane· ra no oficial que cualquier miembro podría insistir en que una propuesta particular, que considerase de especial interés, fuera discutida hasta que se alcanzara la unanimidad. Francia se aseguró así un veto para circunstancias que ella misma juzgaría y definiría en cada ocasión. Al aceptar este compromiso, los socios de Francia, aunque cedían poco en el papel, reconocieron implícitamente que la pertenencia francesa y su total cooperación eran parte esencial de la Comunidad. A partir de entonces el Compromiso de Luxem· burgo pasó a un segundo plano. Gran Bretaña no lo invocó cuando, en la década de los ochenta, sucedió a Francia en el papel de socio renuente: por esas fechas una Comunidad que había existido sin Gran Bretaña durante décadas, no sentía que su misma existencia se viera amenazada por desafíos como los que planteó Francia en los años sesenta. Éstas fueron disputas constitucionales. También había problemas financieros, particu· larmente en relación con la CAP, que en la década de los ochenta absorbía un 70% del presupuesto comunitario y se empleaba más en la compra de todos los excedentes para una reventa con pérdidas, que en subsidios para los agricultores. La Comunidad necesitaba

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una política agrícola porque muchos de sus habitantes estaban ocupados en la agricultura y porque la Comunidad no era autosuficiente en muchos productos alimenticios, pero la política agraria se anulaba a sí misma y en vez de hacer suficiente la producción deficiente, la transformaba en molesta abundancia de excedentes. A ello se añadía que la Comunidad se veía llevada a competir con los Estados Unidos donde también los subsidios para los agricultores estaban produciendo excedentes que debían venderse o colocarse en los mismos mercados que los comunitarios. Financieramente, el problema comunitario empeoró por las fluctuaciones de las tasas de cambio entre sus miembros. Con el fin de reducir el impacto de estos altos y bajos, la Comunidad creó una divisa «verde» especial, de la que, sin embargo, abusaron los agentes de cambio. El principal mecanismo de la CAP era la fijación anual de precios por parte de la Comisión. Estos precios se establecían un tanto por encima de los mundiales, para dar a los agricultores y campesinos un nivel de vida atractivo. La Comisión asumió la compra de excedentes a precios fijos y gravó las importaciones de productos alimenticios extran, jeras, siempre que los precios cayeran por debajo de los niveles prescritos. Cuando este sistema transformó la producción en excedente, la Comunidad se enfrentó con la lógica necesidad de reducir su superficie agrícola. En 197 4 ·el Dr. Mansholt propuso un programa a diez años con este fin, pero fue rechazado en el Consejo de Ministros quienes, individualmente, temían perder votos en sus elecciones nacionales si refrendaban el plan. Había también una segunda y más respetable objeción al plan. Recortar la producción agrícola significaba el cierre para los pequeños agricultores, que no sólo infundían una admiración emocional y sentimental, sino que además, eran el núcleo económico de comunidades enteras: el final de la actividad agrícola en un distrito concreto podría empobrecer y despoblar éste por completo. Mientras una revolución industrial anterior había implicado el cambio de un tipo de manufactura a otra, la revolución agrícola amenazaba con extinguir una actividad sin sustituirla por otra. Para financiar la CAP la Comisión disponía de lo recaudado con los gravámenes agrícolas y las tasas de importación y también el 1% del PNB de cada miembro, pero estas fuentes de ingreso estaban pensadas para cubrir todos los gastos de la Comisión y no sólo de la CAP. A partir de 1979 se cubriría el déficit anual requiriendo de los miembros una contribución mayor que no excediera del 1% de sus ingresos por IVA. En la década de los ochenta ésta fuente dejó de ser útil para superar este obstáculo y, como la causa principal del desequilibrio era la CAP, los miembros tenía poderosas razones para poner en tela de juicio el alcance de ésta y exigir una revisión radical de los subsidios a los agricultores, como condición para aumentar una parte del IVA, que se transferiría a la Comisión. Pero en este respetable empeño tanto exageraron -en especial la Gran Bretaña de Thatchersu retórica minimizó los auténticos obstáculos sociaks para un cambio radical, que poco se consiguió, y en 1984 el techo del IVA se elevó sin que hubiera ningún límite serio a los excesos de la CAP. Los renovados intentos para agarrar el toro por los cuernos al final de la década, estuvieron igualmente llenos de problemas. Casualmente, junto con la última ronda de negociaciones del GATT (la Ronda de Uruguay de 1986-1990), la Comisión emitió unas propuestas para recortar los subsidios en un 30% a lo largo de diez años. Un cierto número de miembros, incluida Alemania, objetó que esta escala era demasiado lesi· va para sus agricultores. Los Estados Unidos por otra parte, que habían estado exigiendo reducciones en los subsidios comunitarios de un 70% o más, amenazaron con abandonar las negociaciones de Uruguay e interrumpir por completo el proceso del GATT.

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Thatcher retrasó el desarrollo de la unión económica, aunque sus objeciones a ella no fueron el único obstáculo. El empeoramiento del clima económico general en los setenta, contemporáneo con la entrada británica a la Comunidad, introdujo una seria inestabilidad en las monedas, detuvo el crecimiento económico comunitario y elevó el desempleo a un 10% o más de la población activa. Los objetivos iniciales de la unión aduanera se habían conseguido antes de lo programado y la integración complementaria de normas y otras políticas económicas internas avanzaba a un paso aceptable, pero la unión monetaria se retrasaba debido tanto a la recesión económica como a Thatcher. Una serie de programas de integración de monedas y política de crédito -dos de Raymond Barre y una tercera de Gustav Werner- se dejaron de lado. Este último propuso un período de diez años en el que las fluctuaciones de moneda se irían restringiendo progresivamente, los movimientos de capital se harían menos restrictivos y las políticas económicas y presupuestarias nacionales estarían sujetas a una consulta comunitaria con, al final del período, una unión monetaria completa que supondría una sola moneda y un banco central comunitario. El resurgimien· to de este plan, cuando Roy Jenkins ocupó la presidencia de la Comisión, se debió espe· cialmente a un nuevo impulso franco-alemán, promovido por Valéry Giscard d'Estaing y Helmut Schmidt. Este último formuló un sistema monetario europeo (EMS), con unos límites estrictos para las fluctuaciones de moneda, una moneda de reserva y una reserva central de 50.000 millones de dólares en oro y divisas extranjeras. El EMS, que vio la luz en 1979, fue creado por doce miembros comunitarios, aunque cuatro de ellos -Gran Bretaña, Grecia, España y Portugal- permanecieron fuera del meca· nismo [Mecanismo de Cotización de Cambio (ERM)] concebido para operar el sistema. La función del sistema era mantener las monedas fijas entre ellas, sujetas a variaciones que no excedieran el 4,5% (con una mayor flexibilidad para Italia) y que estuvieran sujetas también a revisión anual y, si fuera necesario, a reajuste de los valores fijos. El sistema tenía dos propósitos principales. El control de las cotizaciones de cambio era un compro· miso intermedio entre las cotizaciones flotantes y las fijas, una manera de controlar la moneda, cuya volatilidad no sólo desanimaba al mercado, haciendo especialmente inciertos los precios en el futuro, sino que también daba pie a los rivales comerciales a enfren· tarse por tener inflaciones competitivas y con ello conseguir ventajas a corto plazo. En segundo l~gar, el sistema era una paso hacia una unión monetaria (EMU) con una sola moneda. Esta ya estaba tomando forma en el ecu (European Currency Unit-ECU). A un año del acuerdo del EMS se estaban negociando préstamos y emitiendo bonos en ecus y a los diez años los préstamos en ecus sobrepasaban en valor a los de otras monedas distintas del dólar, el yen, el marco alemán y el franco suizo, y el Consejo de Ministros había dado instrucciones a la Comisión para que preparase los siguientes pasos hacia: la unión monetaria. Esta última decisión siguió a la firma, en 1985, del Acta Única Europea para completar la unión comercial hacia finales de 1992. La década de los ochenta estuvo marcada por la recesión económica, la aguda aver· sión del régimen de Thatcher por la CE y la mayoría de sus métodos, y el repentino des· penar del más poderoso de sus miembros -Alemania-, que siguió a su unificación. Durante estos años los miembros de la CE estuvieron muy ocupados buscando un compromiso entre la Comisión y muchos de sus miembros, por un lado, y Gran Bretaña por otro. El sucesor de Roy Jenkins, Jacques Delors, era un entusiasta del avance hacia la unión económica y monetaria, y también del desarrollo de políticas exteriores unidas o comunes. Pero también era consciente del valor de la participación británica y la necesidad de su cooperación, cuando el avance trajera consigo la revisión del Tratado de Roma. Mientras

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Thatcher permaneció en el poder el avance estuvo obstruido, a menudo de una forma enconada, pero sin peligrar en lo fundamental. Hacia finales de la década de los ochenta parecía estar a la vista un amplio relanzamiento de la CE, cuando surgió un problema más serio de un lado contrario: Alemania, y el impacto en la unión europea de la disolución del imperio soviético en Europa y la precipitada unificación de Alemania. Este impacto tuvo dos aspectos: el debilitamiento del marco alemán y el torrente de peticiones de admisión, completa o limitada, en la CE. El éxito económico alemán había sido un ingrediente esencial en el desarrollo de la integración económica y monetaria de la CE, aunque había también cierta aprensión y envidia por la fuerza del marco. Con la unificación pasó de ser demasiado fuerte a demasiado débil. No podía por entonces hacer frente a los costes de la unificación -la conversión del marco oriental y la inversión requerida para rescatar las industrias y la agricultura ruinosas de Alemania oriental- y al mismo tiempo servir como sostén del EMS. En parte como respuesta a una generosa euforia y en parte para ganar votos Kohl, haciendo caso omiso del Bundesbank alemán, prometió pagar el marco oriental en paridad con el occidental. Con el fin de protegerse contra la inflación inherente a esta generosidad y a la financiación de la rehabilitación del Este, el gobierno alemán tenía, en teoría, alternativas, pero la devaluación del marco se consideraba inconcebible, y un aumento de los impuestos, más oneroso que los préstamos. Por lo tanto, hubo que elevados tipos de interés y, dada la posición del marco en toda la CE, ocurrió otro tanto en varias partes de la misma -Q al menos los tipos de interés no se pudieron bajar-. Puesto crudamente, el resto de la CE estaba pagando con cargas de interés más alto parte del coste de reactivar Alemania oriental cuando lo que ellos necesitaban para estimular su propio crecimiento era dinero más bara~ to. El Bundesbank se vio cogido entre la necesidad, por una parte, de tasas más altas para contrarrestar la inflación en Alemania y, por otra, la necesidad en toda Europa de tasas más bajas para hacer lo propio con la recesión. El banco dio prioridad a lo primero, ya que su constitución así lo determinaba. Era también poco entusiasta con respecto a una inte·· gración monetaria, que le privaría de poder para dárselo a un Eurobanco central. La ampliación de la Comunidad había sido una cuestión abierta desde su fundación. El incremento en el número de miembros, desde los seis originales, en un 50% en 1973, no había afectado seriamente su homogeneidad o su eficiencia. La entrada de Grecia (1981) y de España y Portugal ( 1986), sin embargo, y la idea que implicaba que la puerta estaba abier· ta a más solicitudes, Malta, por ejemplo, o Chipre o Turquía, amenazaron con hacerla peligrosamente extensa y compleja. La solicitud de Turquía fue rechazada, so pretexto de que la Comunidad no podía considerarla mientras estuviera ocupada en llevar a término el mercado único para 1993; no tan públicamente, la Comunidad se resistía a admitir a un Estado cuya observación de los derechos humanos y las convenciones civiles estaban por debajo del nivel necesario. En términos económicos, la Comunidad se había concebido como una organización autofinanciada, de estados industriales desarrollados de Europa noroccidental con, por un accidente político, la incorporación de Italia, que había estado muy vinculada a Europa occidental desde la caída de Mussolini en 1943. En la década de los ochenta la Comunidad se convirtió en una asociación de doce estados, cuatro de los cuales eran mediterráneos o atlánticos y, en distintos grados, hermanos económicamente más débiles. Esta expansión creó problemas administrativos, tensiones económicas (especialmente con respecto a la financiación establecida para ayudar a las regiones más pobres) y complejidad política, pero las presiones para una expansión mayor persistieron, tanto desde estados occidentales que estaban revisando su distanciamiento, como desde estados ex comunistas, que

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esperaban, con la entrada en la CE, acortar el camino de su recuperación económica. Para hacer frente a las solicitudes de los primeros, la Comisión había presentado, ya en 1984, un plan para un Área Económica Europea (EEA), una zona de libre comercio alrededor de la propia CE por medio de la cual siete estados podrían participar de una manera limitada. Los estados previstos eran Suiza, Liechtenstein, Austria, Suecia, Noruega, Finlandia e Islandia (muchos de los cuales tenían acuerdos bilaterales de libre comercio con la CE des· de los años setenta) y a principios de 1994, todos, excepto el primero, formaron la EEA junto con la CE. Para esa fecha, sin embargo, la EEA se había convertido no en una alternativa a la admisión plena a la CE, sino en un paso hacia ésta, la cual habían solicitado formalmente los siete gobiernos. La opinión pública, no obstante, era menos entusiasta que los gobiernos y, cuando el gobierno suizo sometió su solicitud a referéndum, ésta fue recha· zada por el pueblo suizo, principalmente en base a que la Constitución de la CE no era demasiado democrática, pero también por temor a dañar la permanente neutralidad de Suiza y la igualmente apreciada neutralidad de la Cruz Roja, que era un organismo suizo con base en este país. Para los estados orientales la CE creó un Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, ubicado en Londres y negoció una serie de acuerdos de asociación, posponiendo la cuestión de la plena incorporacón y la perspectiva implícita de transformar la CE en una organización regional para Europa, dentro de los términos establecidos en la Carta de las Naciones Unidas (y hasta cierto punto en competencia con la CECA). Estos temas tan amplios fueron debatidos por fuerza al tiempo que se producía una revi· sión de mayor alcance de la estructura interna y fines de la Comunidad. Los acontecí· mientas de 1989-1990 en Europa central y oriental coincidieron inoportunamente con esta revisión, y plantearon la cuestión de si la Comunidad deb~ría aplicar el freno o el acelerador a su propio desarrollo. Alemania optó por poner todo su peso en una resuelta integra· ción y, una vez más juntamente con Francia, acelerar la unión económica y monetaria, por una más estrecha cooperación en los asuntos exteriores y los cambios constitucionales que requerían enmiendas al Tratado de Roma. A finales de 1990 se reunieron dos conferencias en esa ciudad para considerar dicho programa, y el mismo año, los cinco miembros centrales de la Comunidad acordaron abolir los visados recíprocos y los controles fronterizos. El llamado acuerdo de Schengen (basado en el sistema de computadoras Schengen) fue introducido en 1995 por sus cinco creadores, además de España y Portugal. También previeron una política común sobre asilo político y una fuerza de policía integrada. Éstos fueron los preliminares de una conferencia general que tuvo !Ugar en Maastricht a principios de 1992. En Maastricht los doce miembros de la Comunidad al completo fir. maron un tratado cuyo objetivo principal era precisar más el progreso hacia la unión monetaria y económica, y agregar a las políticas económicas una serie de principios y mecanismos para la coordinación de políticas en otras áreas. El tratado creó una Unión Europea, en la que se subsumían la Comunidad y sus órganos. La Unión Europea era un federación en todo menos en el nombre (una federación que era esencialmente una unión establecida por un tratado, no por conquista). El borrador del tratado reconocía este hecho, pero la palabra «federal» se había suprimido por deferencia a las susceptibilidades británicas. Esta supresión no afectaba a lo esencial, ya que en todas las asociaciones políticas, como quiera que se llamen, la cuestión ineludible es la delimitación de poderes entre autoridades de distinto nivel. En este particular, el tratado afirmaba el prin· cipio de «subsidiariedad», que atribuía la autoridad al Estado miembro en todos los casos de duda o de evidente superposición, entre el Estado y la Comunidad o Unión. La Unión Euro· pea introdujo una ciudadanía europea, que se sumó a la de los miembros y desde 1994 dio a

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todos sus ciudadanos el derecho a votar en elecciones en el Estado en el que estuvieran resi· diendo, sujetos a normas que se adoptarían por unanimidad en el Consejo de Ministros. (Estas disposiciones eran similares a las propuestas hechas por Churchill a Roosevelt para una unión anglo-americana: Churchill también propuso una moneda única.) Se creó un Consejo Europeo, compuesto por los jefes de Estado y el presidente de la Comisión, que quedó encargado de reunirse una vez al año y presentar al Parlamento europeo un informe anual sobre el estado de la Unión. A la Unión también se le encomendó el desarrollo de políticas comunes, no relacionadas con el inmediato interés comunitario por la integración económica y monetaria. A este respecto, la Unión era de hecho el Consejo de Ministros comunitario, que actuaba en esferas de las cuales la Comisión por entero y el Parlamento casi por entero estaban excluidos. Estas esferas eran la política exterior y la de seguridad relativas, por ejemplo, a la inmigración, las drogas, el terrorismo y otros tipos de delito. El tratado no abolía específicamente la competencia comunitaria para negociar acuerdos económicos en nombre de la Comunidad con estados o grupos de estados que no pertenecieran a la misma. La parte más concisa del Tratado de Maastricht trataba de la unión económica y mane· taria, cuya primera fase ya estaba en funcionamiento. La segunda fase, proyectada para abrir camino a la fase tres (plena implantación), estaba lista para empezar en 1994. En la fase dos un instituto monetario europeo, asociación de los bancos centrales de los miembros, iba a supervisar e intentar asegurar las condiciones previas para la unión monetaria y para un banco central. Los criterios para la unión monetaria fueron definidos con precisión en términos de convergencia en cuatro categorías: la inflación de los precios, los valores de renta a diez años, los déficit presupuestarios, como porcentaje del PNB, y la deuda pública bruta, como porcentaje del PNB. La fase tres se alcanzaría hacia 1999. Desde principios de 1997 el Consejo de Ministros podría decidir si la mayoría de los miembros (siete) habían logrado la convergencia necesaria y podría, en ese caso, fijar una fecha para el estreno de la plena unión de esos miembros. A falta de tal decisión, la plena unión sería no obstante inaugurada a principios de 1999, sujeta a disposiciones para eximir a los miembros que todavía no estaban en condiciones de unirse. El primer terminus ad quem apuraría a los reza· gados, si querían evitar la creación de una Comunidad de dos niveles. Ésta era la única par· te del tratado que comprometía a los miembros con algo no contenido en el Tratado de Roma o en el Acta Única Europea. Gran Bretaña fue expresamente eximida de estas disposiciones. Más generalmente, el tratado también redefinía o ampliaba el compromiso comunitario para armonizar políticas y leyes en ciertas áreas, tales como el transporte, los movimientos de inversiones, los títulos profesionales y el medio ambiente. No era menos importante por aquello que dejaba fuera de la acción conjunta o consideración: por ejem· plo, la provisión de servicios de salud y los principios generales comunitarios en relación con ellos. La principal debilidad de esta parte del tratado era la enorme discrepancia entre el programa para la unidad económica y el calendario incluido en él. Los servicios sociales y las áreas intermedias entre la política económica y la social se convirtieron en un asuntos de agudo debate, no tanto por que los miembros estuvieran en desacuerdo entre ellos, sino por una fisura entre Gran Bretaña y los otros once. Éstos querí· an ir más allá de la Carta Social adoptada en 1989, pero los conservadores británicos se opusieron con finneza a esta parte del tratado, que fue redactado en consecuencia como pro· tocolo separado no aplicable a Gran Bretaña. En el origen de este desacuerdo estaba la per· manente predisposición británica (muy reforzada por Thatcher) a tratar las relaciones laborales como una forma de combate, muy distinta de la opinión, que había jugado un notorio papel en el milagro económico alemán de posguerra y había sido asimilado por gran parte

de la Europa continental, de que la prosperidad económica requería la colaboración entre capital y trabajo. El sucesor de Thatcher, John Majar, no quiso saber nada de la Carta Social o del protocolo, con la esperanza de reafirmar sus credenciales nacionalistas dentro del Partido Conservador, mientras al mismo tiempo cambiaba radicalmente el desdén que Thatcher había mostrado por la Comunidad y el alejamiento británico de ella. Los otros once miembros se contentaron con poner los asuntos sociales en un protocolo opcional, como precio por mantener a Gran Bretaña en el redil. El protocolo en sí era una declara· ción de inocuos principios generales, que podrían ser invocados por la Comisión si ésta deseaba hacer un borrador de directrices pertinentes, que podrían entonces ser aprobadas o no por el Consejo de Ministros. El protocolo comprendía temas tales coino la salud y la seguri· dad en el trabajo, y un salario igual para mujeres y hombres, pero excluía otros, tales como el derecho de asociación entre los trabajadores, las huelgas y los niveles de sueldo. La estructura de la Comunidad se vio poco afectada por el Tratado de Maastricht. El Consejo de Ministros, el punto fuerte de los gobiernos nacionales, retuvo su dominio, aunque dentro del Consejo el veto de cada miembro quedó atenuado por la ampliación del voto mayoritario en lugar de la unanimidad. Desde 1995 el presidente de la Comisión iba a ser nombrado por los gobiernos en con· junto, después de consultar con el Parlamento, y todos los demás comisarios iban a serlo por los gobiernos por separado, después de consultar con el presidente. La autoridad del Parlamento se incrementó mínimamente. Además de tener derecho a dar opiniones y enmendar directrices, adquirió un nuevo derecho de veto en circunstancias limitadas y podría, por mayoría de dos tercios, censurar a la Comisión y conseguir su dimisión al completo. Tenía que ser elegido con el mismo método en todos los estados, de acuerdo con normas que aprobaría el Consejo de Ministros. El Banco Europeo de Inversión también reci· bió un estímulo modesto, y se creó un nuevo Comité Regional con 169 miembros y poderes consultivos poco precisos. Parecía poco probable que tuviera más influencia consultiva que el igualmente confuso Comité Económico y Social. Todos los miembros de la CE, a excepción de Dinamarca y Gran Bretaña, ratificaron el tratado hacia finales de 1992. En Dinamarca fue rechazado en referéndum por un 50, 7%, pero esta decisión fue revocada después de que a Dinamarca se le garantizase el derecho (ya concedido a Gran Bretaña) de pres· cindir de artículos importantes del tratado, so pretexto de que el tratado mismo permitía tales maniobras. En Gran Bretaña, donde la aceptación fue objeto de aprobación pailamentaria (aunque estrictamente sólo sus implicaciones fiscales requerían el acuerdo de la Cámara de los Comunes), Majar ganó por escaso margen la ratificación, después de algu· nos subterfugios y acuerdos secretos con los partidos irlandeses de la Cámara. La conclusión del tratado de Maastricht fue rápidamente seguida del hundimiento del ERM y la mutilación del EMS. La CE había aprobado en 1989 un plan (aceptado incluso por Thatcher) para una integración monetaria y económica, que estaba en líneas generales incorporado al tratado, pero sin límites de tiempo para ninguna de las fases. El plan aprobaba la ampliación del EMS y su ERM a todos los miembros de la CE y, aunque Thatcher continuó planteando objeciones a ello, la lógica de los hechos obligó a Gran Bretaña a unirse al ERM en 1990. Pero lo hizo con una insostenible sobrevaloración de la libra y a un tipo que fue establecido sin consultar ni a su socio alemán ni a los demás, a los que se podría recurrir para que lo respaldaran. Simultáneamente, Gran Bretaña redujo sus tasas de interés, por lo que surgieron dudas sobre su compromi· so para reducir la inflación y llevar a cabo las convergencias que se requerían para implantar la unión monetaria.

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El dominio del Mediterráneo, aunque en litigio durante la Segunda Guerra Mundial, no se puso en duda después de ésta y todos los estados ribereños (y Portugal} se fueron uniendo a la OTAN a los largo de los años y posteriormente, se convirtieron en miem-

bros -en el caso de Turquía miembro asociado- de la Comunidad. Malta y Chipre, miem· bros de la Commonwealth desde 1964 y 1961, respectivamente, también se convirtieron en asociados de la Comunidad. El accidente histórico -su desplazamiento hacia la alianza anglo·americana contra Alemania en 1943- y el predominio ininterrumpido del Partido Demócrata Cristiano des· pués de la guerra, hicieron de Italia un miembro inicial y no cuestionado de la OTAN y de la Comunidad. La derrota del fascismo en Italia convirtió a ésta en una democracia parlamentaria pero no la hizo próspera. Los gobiernos posfascistas heredaron una terrible situación de desempleo, con dos millones de parados con respecto a una población activa de 20 millones, a la que se añadía el hecho de que casi un 50% de ios trabajadores italianos estaban empleados (o desempleados) en la agricultura. En 1970, esta proporción se había reducido a un 20%, pero los problemas fundamentales de la superpoblación de carácter económico subsistían, y el remedio clásico para hacerles frente era la emigración (solución nada nueva puesto que Julio César había fundado Narbona en la Galia con este fin). El más importante receptor, Estados Unidos, había ido cerrando sus puertas progresivamente mediante cuotas y pruebas de alfabetización. Unos 150.000 italianos abandonaban su patria cada año con destino a Australia, Canadá u otros lugares, pero aún así, seguía sin haber trabajo suficiente para los que se quedaban (y que, puesto que los que emigraban eran los más jóvenes, se convirtieron en una población senescente, es decir, en proceso de envejecimiento). Los planes de ayuda al empobrecido Sur no consiguieron que el creciente abismo entre las dos mitades del país disminuyera, y el problema de las áreas deprimidas junto con el del exceso de mano de obra, constituyeron los dos principales móviles de la política europea de la Italia de posguerra. El conde Sforza persuadió a De Gasperi de que el único remedio era la participación en una confederación europea, y por eso Italia se unió a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero como miembro fun · dador en 1951, a pesar de que carecía de carbón y, salvo en la isla de Elba, también de hierro. En lugar de cultivar naranjas y limones para deleite de los europeos trasalpinos más ricos, Italia se dedicaría a emularlos, incluso si tenía que importar hierro nada menos que desde Venezuela para alimentar las modernas plantas siderúrgicas que se estaban construyendo en Taranta; y veinte años después, Italia exportaba 20 millones de toneladas de acero al año. En la década de los cincuenta el PNB fue doblado por la industria que se modernizaba, la inversión en capacitación profesional y el buen uso de la fuerza de traba· jo excedente¡ la producción industrial creció de un cuarto a casi la mitad de la produc·· ción total. El descubrimiento de gas natural en el Valle del Po dio al país un inesperado estímulo a partir de 1958 pero las existencias resultaron ser desgraciadamente li.mitadas y este beneficio imprevisto duró sólo unos años. A lo largo del período posfascista y hasta las elecciones de 1987 incluidas, el Partido Cristiano Demócrata tuvo la mayoría en el Parlamento. Sin el alivio de ocasionales res· piros en la oposición y no dispuesto o incapaz de crear una nueva generación de líderes políticos, este partido dio señales de decadente falta de objetivos, de incapacidad para superar los problemas económicos y de laxitud con respecto a las normas de moralidad pública, factores todos ellos que habrían provocado con seguridad su derrota si su princi· pal oponente no hubiera sido el Partido Comunista. En la izquierda socialista ~e apreciaban fisuras por todos lados, pero los comunistas, al igual que los cristianodemócratas, man· tuvieron su unidad, a pesar de las sacudidas sufridas en 1956 y 1968 que supusieron la pérdida de algún apoyo de las clases medias y de los intelectuales, pero que no erosiona· ron su arraigo popular. Durante el breve pontificado de Juan XXIII ( 1958-1963) hubo una

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El EMS/ERM era a la vez un mecanismo para regular los valores de cambio de las distintas monedas y un paso hacia la sustitución de éstas por una moneda única. Como mecanismo requería y proporcionaba reajustes periódicos de las tasas de cambio, según riguroso acuerdo gubernamental, más que según la acción de los especuladores, que operaban a corto plazo en los mercados de dinero para su propio beneficio inmediato. Como fase hacia la moneda única animó la creencia de que los ajustes deberían ser cada vez menos frecuentes, hasta que fueran dejando de ser necesarios: la estabilidad se confundió con la fijeza. En sus primeros años el ERM se usaba, como estaba planeado, para hacer pequeños pero frecuen·· tes ajustes en las tasas, pero desde 1987 no se hizo ninguno¡ y después de la unificación alemana perdió su pilar más firme -una moneda central que no fuera vulnerable a la inflación-. Hacia 1992 ni la lira italiana ni la libra esterlina podían sostenerse dentro de los límites pres, critos. La lira se devaluó un 7% y fue hecha salir del sistema por los especuladores, a quienes el papel inte1vencionista asignado al ERM había rendido por inacción. La libra fue igualmente asediada¡ los gobiernos alemán y francés intervinieron para respaldarla en los mercados. Pero Norman Lamont, canciller del tesoro en el gabinete de Major, prefirió elevar los tipos de interés en un 5% {en vano), rechazó las tentativas alemanas para un reajuste general de monedas, junto con una reducción de los tipos de interés, y no estimó con sufi.ciente seriedad la eficacia de los especuladores en el mercado. Cuando la apuesta de Lamont falló, la libra cayó por debajo de su límite del ERM, fue suspendida y entonces devaluada en un 17%; el tesoro británico perdió billones de libras. Hubo sectores, especialmente los exportadores, a quienes compensó este ajuste, severo y mal dirigido, de una moneda sobre· valorada, pero el intento de Lamont de mostrar que podía dirigir la economía británica sin tener en cuenta a los alemanes, ni resultó sensato ni tuvo éxito. El ERM se desacreditó, pero las posteriores veleidades monetarias fueron contenidas más rápidamente de lo que se esperaba. A principios de 1994, el Instituto Monetario Europeo, a la espera del Eurobanco, abrió sus puertas en Francfort. La integración siguió su curso aunque fuera de programa. Pero si el tratado de Maastricht era el primer paso para el desarrollo de la Comunidad, que había crecido de seis a doce miembros, coincidió con acontecimientos que hicieron obsoleta a la misma: la emancipación de Europa central y oriental del dominio soviético y las guerras en Yugoslavia, que todavía crearon más estados independientes y dieron del liderazgo colectivo de la UE una imagen desfavorable (ver capítulo 8). Los nuevos esta· dos que buscaban su admisión en la Comunidad superaban en número a los que existían, y la mayoría de ellos eran países agrícolas pobres cuya admisión causaría mayores problemas a la política agraria común y requeriría una puesta a punto radical de la administra· ción y las finanzas de la Unión. Se planteó una revisión a fondo para 1996. En 1994 concluyó la presidencia de la Comisión de Jacques Derlors, y Jean Santer fue elegido para sucederle, después de que Majar hubiera vetado a Jean-Luc Dehaene como protesta por· que la Unión había acelerado la integración. {Las opiniones de los dos candidatos no se distinguían prácticamente.) El mismo año Austria, Suecia y Finlandia se convirtieron en miembros¡ la admisión de Noruega fue rechazada en referéndum.

EL FLANCO SUR

disminución de la injerencia papal en los asuntos italianos, pero no una abolición del derecho especial del Vaticano a intervenir, derecho que el Tratado de Letrán de 1929 le había concedido. La excomunión de los comunistas decretada por Pío Xll fue anulada, no volvieron a repetirse insultos como los lanzados contra el presidente Gronchi por visitar Moscú, y aunque el debate sobre el divorcio civil en Italia, en 1969 .. 1970, condujo a un recrudecimiento de la intervención clerical, la cuestión Iglesia-Estado no superó el nivel de una acostumbrada, aunque a veces exasperante disputa familiar. La democracia italiana no sucumbió ni al comunismo ni al clericalismo. Tampoco sufrió la suerte de la democracia griega, aunque una conspiración fascista urdida por el príncipe Valerio Borghese fue descubierta en diciembre de 1970. De todas formas, hacia los años setenta, Italia no gozaba de buena salud, ni política ni económicamente. El gobierno inspiraba poca confianza, : los servicios públicos fallaban constantemente, la corrupción era un tema de conversación habitual e incluso popular, la inflación iba en aumento, y en 1974, año de la crisis del petróleo, el déficit de la balanza de pagos alcanzó la estremecedora cifra de 825 millones de dólares (de los que 500 millones correspondían al petróleo). Alemania occidental y ei FMI acudieron en su ayuda, pero Italia parecía ser una permanente sangría para la CEE y, particularmente tras las elecciones regionales de junio de 1975, también un peligro político a medida que el número de votos obtenidos por los comunistas en las urnas se iba acercando poco a poco al de los cristianodemócratas, y lós aliados de Italia se preguntaban qué harían si los comunistas llegaban al poder (habían participado por última vez en el gobierno en 1947) o si el éxito de los comunistas en las elecciones daba argumentos a la derecha para provocar un golpe de Estado. El problema se el!-1dió, y por tanto se prolongó, cuando en las elecciones generales de 1976 los cristianodemócratas se las arreglaron para mantener una reducida ventaja sobre los comunistas, si bien se vieron obligados a formar un gobierno monocolor carente de mayoría parlamentaria y dependiente de las abstenciones de los comunistas. La caída de este gobierno dos años más tarde re_sucitó los argumentos a favor y en contra de una coalición de los dos principales partidos, el cristianodemócrata y el comunista. Entre los que se oponían a dicha coalición estaban Estados Unidos y el Vaticano, por un lado, y también la extrema izquierda, que consideraba una traición la participación comunista en una alianza de ese tipo. Aldo Moro, jefe de los cristianodemócratas, fue secuestrado y asesinado por extremistas decididos a hacer prevalecer esta opinión. El Partido Comunista Italiano (PCI) era excepcional entre los partidos comunistas. Fuera de la URSS, era el que contaba con mayor número de afiliados; desempeñaba un papel de primer orden en la política italiana, tanto a nivel nacional como local, y tanto si estaba en el poder como si no; y tenía una fuerte tradición intelectual autóctona que le hacía parecer mucho menos extraño o foráneo que otros partidos comunistas en sus res· pectivos países. Era, además, el centro impulsor del eurocomunismo, que en los años setenta se convirtió en tema de discusión y atrajo en particular a los partidos español y francés ( PCE y PCF). El eurocomunismo era una afirmación de que los partidos comunistas no necesitaban someterse ciegamente a un movimiento internacional ni, en concreto, al Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS); era un intento de negar el pasado estalinista. Era también un intento de reforzar la tradición centralista del comunismo contra las embestidas de la Nueva Izquierda que -situada en muchos casos en una posición todavía más izquierdista- describía a los partidos comunistas como anacronismos fósiles. El partido italiano estaba volviendo a la teoría decimonónica de que el socialismo podía obtener victo·

rías sustanciales por medios democráticos, que de la lucha entre una pluralidad de partidos en unas elecciones libres podía sacarse buen provecho. Esta opinión quedó relegada en el siglo XX a causa del centralismo democrático disciplinado de Lenin, del espectáculo de los demócratas ocupando el lugar de los rusos blancos en la Rusia posterior a 1917, y, más tarde, a causa de la evidente preferencia de los demócratas occidentales por el fascismo en vez de por el comunismo. Pero la vieja opinión no se perdió por completo en Italiá. Palmiro Togliatti fue un franco y abierto crítico de la URSS, incluso en los años cincuenta, y en la conferencia de partidos comunistas en Moscú, en 1969, fue el único que se opuso a las tesis de Breznev que pretendían justificar la invasión rusa de Checoslovaquia y que fueron aceptadas incluso por los partidos español y francés, este último sin reservas. Encontró un aliado para su perspectiva más nacionalista en el líder español Santiago Carrillo, el cual, después de haberse opuesto al eurocomunismo, se convirtió a esta línea política y escribió su texto básico, Eurocomunismo y Estado. El PCI apoyó el llama· do compromiso histórico en Italia, la alianza de todos los partidos antifascistas. Aprobó la candidatura de Italia para la adhesión a la CEE, en contraste con el ambivalente PCF, que boicoteó al Parlamento europeo hasta 1975 y se opuso a las elecciones directas a dicho Parlamento hasta 1977 (estas elecciones se celebraron por primera vez en 1979). El PCI declaró también en 1974 que no exigía que Italia abandonase la OTAN. El ejemplo italiano arrastró el partido español y -de forma más vacilante y temporalal francés, a una amplia entente eurocomunista pero, aparte de su distanciamiento con respecto a la servidumbre de la tutela rusa, no tuvo un contenido sólido ni una verdadera entidad. Los comunistas de Europa noroccidental, incluida Francia, no tenían apenas perspectivas de acceder al poder mediante las urnas, principalmente a causa de la existencia de grandes partidos socialistas. En Europa meridional podían esperar mejores resultados, pero si los conseguían era casi seguro que la inflexibilidad de los ejércitos anticomunistas les impediría hacerse cargo del poder. El orden político italiano se hundió con una brusquedad desconcertante en torno a 1990. El principio fundamental de la política italiana desde 1947 había sido la exclusión de los comunistas del gobierno. El Partido Demócrata Cristiano había gobernado, solo o en coaliciones en las que era un socio esencial, a lo largo de este período y había fonnado el núcleo de una clase gobernante más amplia, que comprendía financi~ros, industria· les, enlaces con sus homólogos en el Vaticano, la Mafia y de otros intereses más o menos de derecha, cuyo común anticomunismo y devoción por intereses materiales varios, hicieron dejar de lado sus diferencias, subordinaron el juego libre de la política democrática y fueron caldo de cultivo para una corrupción extendida, tanto por los partidos menores, que exigieron un precio por su participación en mantener a los comunistas fuera del gobierno, como por los partidos mayores, que cada vez necesitaban más dinero para tener contentos a sus aliados y a sus líderes con el correspondiente estilo de vida. Con el colap· so del dominio comunista en Europa, el eje del sistema anticomunista desapareció. En el mismo período las tensiones económicas, además de amenazar la ec;onomía y la moral nacionales, hicieron pinchar al orden político, que estaba fundamentado en la estafa al erario público. La conducta incorrecta, largo tiempo sospechada, que incluía el tráfico de influencias, por parte de líderes políticos para la adjudicación de lucrativos contratos públicos, estaba tan extendida -el primer ministro socialista Bettino Craxi estaba tan seriamente implicado como los líderes democratacristianos-, que el sistema no pudo ser salvado por carecer de suficientes sectores no contaminados. La valerosa acción de jueces y fiscales contra los jefes de la Mafia fue seguida por acusaciones penales contra eminen-

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tes políticos y hombres de negocios. Las elecciones locales en 1991, y las nacionales del año siguiente, redujeron a los restos reputables del Partido Demócrata Cristiano a la insignificancia. Las exigencias de una reforma política se vieron sólo satisfechas en parte por los cambios de 1993, que buscaban reducir el número de partidos pequeños. Con miles de políticos bajo investigación policial, decenas de miles de funcionarios temiendo ser llevados a juicio o despedidos y todos los partidos establecidos, más o menos desacreditados, aparecieron nuevos partidos prometiendo una limpieza radical de la vida pública y unos remedios vagamente milagrosos para una enorme deuda pública, que crecía anualmente en cantidades equivalentes a un 10% del PNB. El efecto general fue la polarización de la política en tomo a un centro vacío. De este complejo cataclismo emergieron dos fuerzas: una nueva fuerza de izquierda, · cuyo principal ingrediente era el Partido Democrático de la Izquierda (formado por sec· tores más flexibles y moderados del antiguo Partido Comunista) y una alianza de derecha, que consistía de un partido viejo, uno nuevo y algo que apenas sí era un partido. El parti· do viejo era el Movimento Social Italiano (MSI), formado en 1946 como reliquia del fasci~mo. El partido había funcionado con discreción dentro de las normas democráticas, atrajo gradualmente a miembros y votos de otros grupos de derecha, se convirtió en un partido menor de cierta importancia y en ciertas ocasiones aportó los votos parlamentarios necesarios para mantener a los democratacristianos en el gobierno. Después de casi medio siglo su primer líder, Giorgio Almirante, cedió el puesto (1987) a Gianfranco Fini, quien, aunque separado del cargo temporalmente entre 1990 y 1993, recuperó el poder a tiempo para las elecciones de 1994, año en el que el partido cambió su nombre por el de Alleanza Nazionale (AN). Fini representaba la tradicional masa conservadora del parti· do, que también tenía un ala radical revolucionaria. Además de las causas católicas, comunes a muchos partidos de derecha en Europa, la AN~MSI preservó nociones fascistas tales como un estado corporativo, el destino de Italia como un poder Mediterráneo y sus derechos sobre las costas orientales del Adriático. Era más fuerte en el sur y el centro que en el norte. Por contraste, la recién creada Liga del Norte tenía poco apoyo en el centro y en el sur. La Liga era una amalgama de ligas menores, que empezó con la Liga Veneciana fundada en 1983. Encamaba el conservadurismo de la pequeña empresa, contra el preponderante conglomerado de empresas y la excesiva intromisión estatal. Consideraba al centro y a Roma una tierra de zánganos corruptos y al sur una de camorristas delincuen· tes, y abogaba por una delegación de poderes en las regiones, en una Italia federal más flexible. Sus líderes en 1994 eran Umberto Bossi y Gianfranco Miglio, líderes de la Liga Lombarda, que había tomado el lugar de la Liga Veneciana como voz de la Italia del Nor· te. A estos dos partidos se añadió en 1994 Forza Italia y Silvio Berlusconi, el primero poco más que un eslogan y el segundo, uno de los más prósperos hombres de negocios de Ita· lia, presidente de Fininvest, el holding de su propia creación, cuyos activos incluían gran parte de la prensa y las televisiones italianas. Las razones de Berlusconi para entrar en política en la derecha (anteriormente había apoyado a políticos de izquierda y cultivado su amistad) incluían la defunción del Partido Demócrata Cristiano y el deseo de ocupar su lugar, la necesidad de defender su imperio comercial personal (especialmente sus inte· reses en los medios) de cualquier intento de restringirlo o regularlo, la alarma por el desmoronamiento de la economía del país y del orden político y la perspectiva de victorias electorales comunistas, y la necesidad de un nuevo partido que salvara el insalvable vacío entre los dos principales partidos de la derecha, la AN-MSI y la Liga del Norte. Con éste(¡

y otros partidos de derecha, Berlusconi creó, en enero de 1994, la Liga de la Libertad (Polo della Liberta) que ganó las elecciones dos meses después. Su programa político era más retórico que preciso. Buscaba ensalzar y liberar a la empresa privada, disminuir el gobierno, reducir los gastos gubernamentales, crear un millón de puestos de trabajo e introducir una democracia más presidencial que parlamentaria; pero su principal atracti· vo estaba en la novedad. Berlusconi y sus aliados consiguieron 366 de los 630 escaños en la Asamblea Nacional, con un 43% de los votos emitidos; los partidos de izquierda consiguieron 213 escaños, con un 34%; los grupos de centro tan sólo 46 escaños. El resultado por lo tanto, fue una victoria para la derecha, pero no tan obvia para la democracia o la limpieza política. Con Forza Italia apareciendo en solitario como el mayor partido en el Parlamento, Berlusconi se convirtió en primer ministro habiendo hecho promesas excesivamente grandes sobre reducción de impuestos, más puestos de trabajo y un gobierno limpio. Al poder que ya tenía con sus periódicos y televisión añadió la aprobación electoral. No estaba claro en qué medida consideraba compatibles estas dos fuentes de poder, y esta cuestión era apre· miante, ya que Forza Italia por sí sola no tenía mayoría en la Asamblea, donde dependía de los intereses expresamente regionales de la Liga del Norte y los prejuicios, en ocasiones inquietantes, de la semifascista AN--MSI. Como próspero magnate, las miras de Berlusconi eran europeas e internacionalistas, pero las de sus aliados eran o bien indiferentes a temas tan amplios o bien lo contrario de las suyas. Berlusconi se presentó a sí mismo como una ruptura con el desagradable pasado pero sus propios lazos con ese pasado no eran desdeñables. La diferencia más obvia entre Forza Italia y los democratacristianos era que la primera tenía unos lazos mucho más débiles con el Vaticano y la jerarquía eclesiástica italiana -lazos que los restos de los democratacristianos, rebautizados Partito Popolare, mantuvieron. Las promesas de Berlusconi de eliminar la corrupción, reducir los impuestos, salvar la economía y reformar la Constitución, quedaron en papel mojado. Él mismo fue objeto de investigación a través de su corporación principal, Fininvest; elevó los impuestos e intro· dujo un presupuesto que fue condenado por el Banco Mundial y otros organismos internacionales, por no abordar el aterrador déficit; y se negó a renunciar a su control sobre su imperio periodístico y televisivo. (Berlusconi, se podría decir, entendió la política del poder de su propio tiempo como había hecho Pompeyo el Grande dos mil años antes. Pompeyo se arriesgó a perder el consulado en Roma antes que dej¡¡r el ·mando de su ejército. Berlus· coni arriesgó el puesto de primer ministro antes que verse privado del poder que su impe· rio le proporcionaba.) La duración de su gobierno fue de siete meses, menos que la media de los cincuenta ministros que le había precedido desde el final de la Segunda Guerra Mun· dial. Se vio forzado a dimitir cuando la Liga del Norte abandonó su coalición. Sus deman· das para la disolución de la Asamblea y nuevas elecciones (en las que esperaba conseguir más escaños) fueron rechazadas por el presidente Osear Scalfaro, que encontró en Lam· berto Dini un primer ministro provisional con una aptitud discreta, que fue nombrado a finales de 1994 y estuvo en funciones durante un año entero. Pero tres años después del hundimiento del viejo orden político, nada coherente había ocupado su lugar. En el extremo oriental del Mediterráneo, la alianza occidental garantizaba una pene· tración en Grecia y Turquía que era estratégicamente importante pero también incómoda teniendo en cuenta la debilidad y la mutua hostilidad de estos dos países. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el final de la guerra fría, Turqu(a fue un punto clave en la política estadounidense de contención de la URSS, Era (con

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Grecia) el objeto específico de la doctrina Truman, fue incluida en el Plan Marshall y se convirtió en miembro de la OCEE y la OTAN. Tenía un pie en Europa y otro en Oriente Medio, sin pertenecer con comodidad a ninguno de los dos. A Turquía se le abrieron las puertas de las organizaciones europeas dominadas por Estados Unidos, pern, incluso sin que el caso especial de la hostilidad griega tuviera nada que ver, no ocurrió lo mismo con los organismos puramente europeos, la CE en particular. Turquía prefería mantenerse a distancia de los asuntos de Oriente Medio, pero no pudo permanecer al margen y se vio al menos tangencialmente envuelta en los planes de Dulles, que ampliaban en Oriente Medio el cordón estadounidense alrededor de la URSS, en los enfrentamientos entre el viejo orden y el nuevo, personificado en Nasser y en aquellos que intentaban emularlo, en la utilización del territorio turco por Estados Unidos en emergencias, tales como el, desembarco de fuerzas estadounidenses en el Líbano en 1958 y en la guerra del Golfo en 1991, en los revolucionarios aumentos del precio del petróleo en la década de los setenta y en el problema kurdo, que Turquía compartía con sus vecinos de Oriente Medio. Los t1,1rcos tenían una vaga conciencia de ser la avanzadilla occidental de una nación turca más grande, que había quedado mayoritariamente en A.sía central y había sido sepultada por la Rusia zarista y la URSS. La moderna Turquía fue creada a partir de las cenizas del Imperio otomano por Mustafa Kemal, llamado Ataturk, un advenedizo o parvenu laicizante v modernizante no diferente de su coetáneo el reza sha de Irán. Ataturk gobernó Turquía desde 1923 hasta su muerte, en 1938. Su concepto del Estado era occidental, nacional y parlamentario, y creía que el lugar adecuado para los líderes religiosos era la mezquita y no el gobierno. Su amigo y camarada de armas lsmet lnonu (presidente entre 1938 y 1950, y primer ministro desde 1961 hasta 1965) mantuvo esta tradición pero el mecanismo de los partidos políticos de este Estado funcionaba en una nación que no lo había hecho suyo: la tribuna parlamentaria era significativamente más pequeña que la nacional, con el resultado de que los partidos políticos y sus líderes, mientras se trataban entre ellos como adversarios, eran vistos por muchos como piezas de un sistema que rechazaba la mitad del país. La autoridad de los políticos se debilitó en consecuencia y sus polítiCas viraban con dificultad entre el principio básico de un estado secular y el apego de los votantes por una tradición islámica más antigua -partidos seculares apelando a masas musulmanas-. Turquía después de Ataturk era un país tan profundamente dividido como Rusia un siglo después de Pedro el Grande, el zar modernizador. Los políticos y el sistema político se debilitaron aún más cuando sus ambiciones modernizadoras no pudieron proporcionar ventajas económicas sino a una pequeña minoría del pueblo. Una consecuencia fue la influencia dominante del ejército, dos veces modernizado (por Ataturk y por medio del contacto estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial}, que en general deseaba man te· ner el sistema democrático parlamentario y era renuente a asumir responsabilidades de gobierno excepto, esporádica y brevemente, en momentos críticos. Con el final de la Segunda Guerra Mundial apareció un nuevo partido, el Partido Democrático (PD), una escisión del Partido Republicano del Pueblo de Ataturk e lnonu, que prácticamente desapareció del Parlamento en 1951. Los líderes del PD, Cela! Bayar y Adnan Menderes, se convirtieron en presidente y primer ministro. Disfrutaron de la primera euforia del Plan Marshall, fomentaron las industrias privadas, subvencionaron la agricultura y buscaron poner freno al poder político del ejército. El celo modernizador del partido mejoró la infraestructura económica y expandió el sector industrial turco, pero a un coste y velocidad, y con una hostilidad dogmática hacia la planificación, que condujo al país a la

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bancarrota, de la que fue rescatado por el FMI y por los compromisos con sus acreedores extranjeros. La mala administración económica fue exacerbada por el despotismo, cada vez más enloquecido de Menderes, y la segunda mitad de la década estuvo salpicada de maní· festaciones y disturbios que incluían ataques indiscriminados contra personas y negocios griegos. Después de un golpe cuidadosamente preparado en 1960, el ejército arrestó a todos los parlamentarios del PD, disolvió el partido, llevó a juicio a casi seiscientas personas y ejecutó a tres de ellas, incluyendo a Menderes. El general Cemal Gürsel se convirtió en la cabe· za del gobernante Comité de Unidad Nacional, de treinta y siete miembros, con el coronel Alparslan Turkes -un chipriota y algo parecido a un fanático cultural, religioso y nacionalista- actuando (temporalmente) como el poder detrás del trono. Este régimen fue debilitado por conspiraciones y golpes entre los militares, y elaboró una nueva Constitución que tuvo una oposición que, aunque minoritaria, fue mayor de la esperada. El disuelto PD revivió como el Partido de la Justicia -uno de entre la docena de nuevos partidos- y quedó en segundo lugar un poco por detrás del PRP en las elecciones de 1961. Recuperó el poder en 1965 con su nuevo líder Suleiman Demirel, un ingeniero autodidacta, conservador cauto y brillante orador con don de gentes. Tanto en el gobierno como fuera de él, Demirel se convirtió en la figura política sobresaliente de Turquía durante los siguientes treinta años. A los perennes problemas de estabilidad y progreso económicos se añadieron en la década de los setenta los de orden interno, amenazado por disidentes tanto de izquierda como de derecha y por el separatismo kurdo (véase nota A en la Tercera Parte). Al hacer frente a estos problemas, a Demirel y a su principal adversario, Bulent Ecevit, que había heredado el liderazgo del PRP en 1972, les perjudicó la proliferación de partidos a ambos lados del espectro político, en particular el islámico y nacionalista Lobos Grises, organizado por Turkes. Las mayorías parlamentarias se hicieron más difíciles de asegurar y la interferencia militar más desconcertante e impredecible. La Constitución de 1961 había dado a los militares un status especial dentro del Estado, pero las intervenciones militares tomaron una sorprendente variedad de formas, desde la declaración de estados de emer· gencia y la imposición de la ley marcial, hasta la creación de órganos militares de gobierno temporales en un tándem, paralelo y mal definido, con los civiles. Demirel y Ecevit se turnaron en el gobierno mientras la economía caía en picado y el orden pi;iblico se deterioraba. Después de 1977 ninguno de los dos principales partidos tenía mayoría parlamentaria. Demirel formó una coalición con Turkes, pero las defecciones de su propio partido le forzaron a dimitir. Ecevit se vio obligado a introducir la ley marcial en 1978 y dimitir a su vez, en 1979. Las medidas anticomunistas -el término comunista muy libre· mente interpretado- incluían la supre.sión de la libertad de prensa y de cátedra, miles de detenciones y el recurso al terror y la tortura como rutina. El desorden se exacerbó por necedad, cuando más de cien papeletas no se pronunciaron en la elección presidencial de 1980. El desorden también destruyó las esperanzas de recuperación económica (la subida de los precios del petróleo en los setenta la retrasó aun más}, estimuló las tendencias más combativas entre los kurdos, recurrió al asesinato político y obligó al ejército de nuevo a asumir el control directo con el fin de poner coto a la anarquía. Todos los partidos fueron disueltos, políticos locales, así como nacionales, y miles de personas fueron detenidas; la discusión política prohibida. El general Kenen Evren fue proclamado jefe del Estado, el orden fue restaurado con una crueldad que resultaba aceptable para muchos, por los temores que habían precedido al golpe; y en 1983 el ejército instaló un nuevo régimen civil. El nuevo hombre era Turgut Ozal, otro ingeniero y economista, que había trabajado en Estados Unidos y en el Banco Mundial, y como consejero de Demirel, que lo intro-

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dujo en el gabinete en 1979 con poderes especiales sobre la economía. Ozal formó el Partido de la Madre Patria y obtuvo en 1983 una clara victoria sobre todos los otros partidos, incluyendo uno preferido por el ejército y que estaba dirigido por un general. Puso freno a la inflación y rectificó la balanza comercial y de pagos con controles monetarios rigurosos, deflación, altos tipos de interés, bajos salarios y reducción de subsidios. El resultado fue mixto: por un lado, crecimiento sustancial del PNB y las exportaciones, obras públicas de utilidad en carreteras, irrigación y telecomunicaciones y un auge del turismo; por otro, una explosión de la especulación y la corrupción y la desastrosa caída de las condiciones de vida para todo el mundo, menos para un pequeño grupo de empresarios. El Partido de la Madre Patria era una incómoda amalgama de occidentalizantes modernizadores y puristas islámicos y nacionalistas, y Ozal no tuvo más éxito que sus pre: decesores para recortar la burocracia o aplicar impuestos que la gente pagase. Las remesas exteriores disminuyeron alarmantemente cuando, desconfiados, los trabajadores en Alemania y en otras partes prefirieron dejar el dinero donde ellos estaban. Los escánda1,os financieros y las acusaciones de nepotismo erosionaron el prestigio personal de Ozal y la confianza pública en su capitalismo doctrinario de mercado. Consiguió en 1987, después de arduas negociaciones, un nuevo acuerdo económico y de defensa con Estados Unidos, y la readmisión en el Consejo de Europa, del que Turquía había sido expulsada cuando su Constitución fue derogada en 1980. El incombustible Demirel fue reemplazando gradualmente a Ozal, que pasó del puesto de primer ministro a la presidencia -el primer presidente civil en veintiocho años- y cuando murió repentinamente, en 1993, fue sustituido en ambos puestos por Demirel, que nombró primer ministro a Tansu Ciller, la primera mujer tµrca en acceder a este cargo. Demirel se enfrentó con un empeoramiento de la situación kurda y la guerra del Golfo contra Irak. La última agravó la primera, que era ya particularmente inextricable, porque los kurdos en Turquía se negaban a convertirse en turcos, mientras que los turcos rehusaban contemplar un estado turco-kurdo. En tiempos otomanos los turcos y los kur: dos eran musulmanes por igual (y por lo tanto aliados contra los perseguidos armenios), pero en la Turquía kemalista y poskemalista el lazo religioso era un contrapeso mucho menor a sus diferencia étnicas, y los kurdos no consiguieron ni una participación separada en el gobierno del nuevo Estado ni un Estado propio: tampoco estaban unidos en la decisión de cuál de estos imposibles preferían. Tras la guerra del Golfo un enorme núme· ro de kurdos intentaron huir desde Irak a Turquía, pero fueron rechazados. Tanto Ozal como Demirel se sintieron atraídos (como Enver Pasha lo había estado a comienzos de siglo) por las oportunidades que ofrecía la aparición de nuevos estados turcos independientes en Asia central (véase nota A de la Cuarta Parte). Ozal los visitó e invitó a sus líderes a Estambul. Para Demirel había posibilidades alternativas: una asociación de Turquía con ellos y con Irán en un bloque islámico, o una asociación turca sin, y en cierta medida contra Irán, que era chiíta, teocrático, fundamentalista y no turco. Era un inconveniente que Turquía, aunque podía apelar a similitudes con todos estos nuevos estados, excepto Tayikistán, no tenía fronteras con ninguno de ellos. El recelo turco con sus vecinos más o menos cercanos, en particular con Rusia y con Irán, estaba equilibrado por su importancia como mercados para las exportaciones turcas. De ahí que Turquía promoviera un Tratado de Cooperación Económica del Mar Negro, que fue firmado por once estados en 1992, una Organización del Mar Caspio similar y un Tratado de Cooperación Económica con Irán y Pakistán. Estados Unidos continuó siendo un fiel amigo -el presidente Bush visitó Turquía poco después de la guerra del Golfo- y habrían querido verla

unirse a la UE, aunque sólo fuera como recompensa por su contribución a la guerra, pero no pasó de ser un miembro asociado de la UEO, en 1992, y de obtener un acuerdo aduanero con la UE, en 1995. Los problemas económicos no remitieron a pesar de la ayuda del FMI. La deuda externa, que había crecido enormemente en los setenta, y después, estaba fuera de control; la balanza comercial en un declive alarmante estaba amenazando la capacidad turca para solicitar préstamos; la privatización prescrita por el FMI estaba en un estado de total confusión; los déficit presupuestarios permanecieron altos, al igual que la inflación; la afluencia de refugia· dos kurdos a las principales ciudades incrementó la pobreza y el desorden. El gobierno inten· sificó las hostilidades contra los kurdos, hasta el punto de invadir lrak, por tierra y aire, para destruir las bases kurdas y cortar sus suministros. También recurrió a la violencia contra los alawis (chiítas), que se manifestaban contra la persecución oficial de su doctrina, relativamente liberal. Pero un sentido general de fracaso aquejó al gobernante Partido de la Justa Vía y, primero en elecciones municipales y después en generales, el Rafeh o Partido del Bienestar, dirigido por Necmettin Erbakan, consiguió sorprendentes avances, con llamadas a una vuelta a las tradiciones musulmanas, a los hábitos puritanos en el comportamiento y a un renovado entusiasmo, no siempre carente de bmsquedad (en especial con respecto a Chipre y las relaciones turco-griegas). En las elecciones generales, Erbakan obtuvo más votos que cualquiera de los partidos laicos principales: los tres partidos en cabeza consiguieron entre 1 y 2 puntos de diferencia entre ellos y estuvieron muy lejos de una mayoría de gobierno. La lucha contra italianos y alemanes en Grecia durante la Segunda Guerra Mundial fue aguda aunque corta, pero la subsiguiente ocupación fue excepcionalmente severa. La economía, principalmente agrícola, fue devastada; puentes y material ferroviario casi totalmente destruidos; tres cuartas partes de los barcos griegos se perdieron; el hambre en Atenas fue más grave que en casi cualquier otro lugar de Europa. La guerra engendró una guerra civil, que sobrevivió a la general durante varios años y, debido a las atrocidades cometidas en ambos bandos, marcó la conciencia griega por un par de generaciones. Las tropas británicas frustraron un intento comunista de tomar el poder en 1944. La derrota final de los comunistas en 1949 se llevó a cabo con la ayuda estadounidense, que incluyó el uso del napalm por primera vez. Por muy satisfactorio que fuera el resultado, los griegos acusaron la insistencia británica en restaurar la monarquía y el apoyo estadounidense a la derecha política, que caracterizaron los siguientes treinta o cuarenta años. La dinastía, inaugurada por un príncipe danés hacía casi cien años, no sólo estaba empañada por la aquiescencia ante la dictadura prebélica del general Metaxas, sino que, en general y a menudo injustamente, se la consideraba proclive a ponerse al servicio de intereses de uno u otro poder extranjero. El rey Jorge lI volvió a Atenas después de la guerra de una manera muy similar a como lo hizo Luis XVIII a París en 1814 -en el tren de equipaje de los extranjeros-, y aunque su hermano Pablo, que le sucedió en 194 7, fue ampliamente aceptado como símbolo de la unidad anticomunista mientras la amenaza comunista durase, la derrota de éstos lo hizo vulnerable a las acusaciones de ser el instrumento de los estadouni· denses y de la derecha griega. Esta derrota fue conseguida por la secesión yugoslava del bloque estalinista (Tito necesitaba limar asperezas con Estados Unidos) y por la creación de un gran ejército griego, bien equipado y entrenado, con unos oficiales de derecha rigurosamente seleccionados. La continuación de la guerra civil hasta el final de los años cuarenta fue un desastre económico y social, parcialmente aliviado por la ayuda estadounidense, y el factor determinante fundamental de la política exterior griega. Grecia se unió a la OTAN en 1952 y se convirtió en una pieza de la alianza formal de la Europa occi-

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dental y Estados Unidos contra la Europa oriental y la URSS, pero a la vez un socio incómodo, ya que la constante de la política griega era su hostilidad, no hacia la URSS, sino hacia Turquía, un amigo apreciado de los Estados Unidos. Después de la guerra civil y un corto período de inestabilidad política, los gobiernos conservadores del mariscal de campo Alexander Papagos y Constantino Karamanlis (1952-1963) ofrecieron tranquilidad y el comienzo de la recuperación económica. Bajo Karamanlis, que ejerció el gobierno durante ocho años, una duración sin precedentes, se rescató la moneda, y el turismo, que se convirtió en un filón con la invención de las vacaciones organizadas, fue hábilmente desarrollado¡ pero la modernización se interpretó como industrialización que, en competencia con otros países industriales, tuvo resultados desalentadores y aumentó la brecha entre las ciudades y el descuidado campo. Un parti- · do comunista apenas disimulado volvió a la escena política pero nunca obtuvo más del 15% de los votos, excepto en las especiales circunstancias de 1958 en que el 25% alcanzado incluía un fuerte voto de protesta contra la forma en que el gobierno había manejado la crisis de Chipre. El centro estaba fragmentado por envidias personales y estuvo ausente del poder hasta que en 1963 y bajo el liderazgo de Papandreu, obtuvo más escaños en el Parlamento que ningún otro partido. Dura~te los años siguientes, Papandreu inició un programa de mejoras sociales, particularmente en los campos de la educación y la sanidad, pero pronto entró en conflicto con palacio '.....donde, tras la muerte del rey Pablo, su joven, inexperto y mal aconsejado hijo, Constantino, reinaba ahora- y se atra· jo la hostilidad de la clase de personas para las que cualquier tipo de reforma social es sinónimo de comunismo. Esta hostilidad se acentuó con las actividades del hijo del primer ministro, Andreas, un economista que había sido inducido por Karamanlis a cambiar su puesto de profesor universitario en Estados Unidos por un puesto técnico y ajeno al par· tido en Atenas. Andreas Papandreu era un socialdemócrata del tipo común en Escandinavia o en el ala izquierda del Partido Demócrata estadounidense (había participado acti· vamente en la campaña a favor de Hubert Humphrey)¡ su incursión en la política griega irritó a otros dirigentes, irritación todavía mayor por el hecho de que la Unión del Cen· tro dirigida por su padre no era un partido de izquierdas como el Partido Laborista britá· nico, sino más bien un partido de centro o centro-derecha como los radical-socialistas franceses. Andreas se convirtió en un provechoso y útil fantasma para la derecha, que lan· zó un grito de alarma asegurando que el país estaba bajo la amenaza del comunismo¡ en 1965, se alegó que estaba implicado en una sociedad secreta de izquierdas introducida en el seno del ejército y llamada Aspida, una asociación que difícilmente podía ser muy de izquierdas si existía en el ejército griego, y una acusación que era probablemente un asun· to amañado de antemano: tras el golpe, las esperadas revelaciones no llegaron a materializarse. Mientras que hubiera armonía entre el rey y el primer ministro no había apenas posi· bilidades de un golpe de Estado, pero, después de una inicial cordialidad, ambos se dis· tanciaron a propósito del control de las fuerzas armadas. El monarca consideraba que este control, como parte de sus prerrogativas regias, debía ejercerse a través de un ministro de Defensa de su confianza. Papandreu, aun conservando en ese puesto al hombre de palacio, creía por el contrario que las fuerzas armadas debían estar subordinadas al poder civil, ejercido a través del primer ministro y de su gabinete. El enfrentamiento se produjo cuando Papandreu quiso cambiar al jefe del Estado Mayor y el ministro de Defensa se negó a destituirle ni a aceptar su propia dimisión como ministro. Papandreu decidió resolver el conflicto convirtiéndose en su propio ministro de Defensa, pero el rey se negó

a efectuar el nombramiento y le destituyó de su cargo de jefe del gobierno. El soberano había estado entre tanto intrigado con algunos de los camaradas de partido de Papandreu que fueron inducidos a abandonarle y a provocar de este modo la caída del gobierno en el Parlamento. A continuación hubo un período de ruines maniobras acompañadas de algunas manifestaciones poco importantes en las calles y de unas cuantas huelgas hasta que los elementos moderados, tanto de la derecha como dei centro, se pusieron de acuer· do para poner fin a un espectáculo poco edificante que se había iniciado con la anti· constitucional conducta del monarca, y para hacerse cargo del poder hasta que se celebraran nuevas elecciones. Pero los extremistas de derechas, creyendo -como la mayor parte de la gente- que la Unión del Centro obtendría la victoria en los comicios, deci· dieron que no llegase a tener lugar la cita con las urnas. Ésta fue la causa inmediata del golpe de abril 1967 efectuado por un pequeño grupo de jefes del ejército, situados en el escalafón un ~do por debajo de los rangos máximos, y no pertenecientes a la elite que había monopolizado normalmente estas graduaciones supe· riores. Debían sus ascensos a la ampliación del ejército que se produjo tras la Segunda Gue· rra Mundial y, puesto que esta ampliación había sido una respuesta a la amenaza comunista, eran en cierto modo su producto. Eran también fanáticos aunque poco inteligentes salvadores anticomunistas de la patria que, en no menor medida que Hitler, concebían la política en términos de blanco y negro, como una lucha simple y feroz entre el bien y el mal. Su golpe de Estado no tuvo, pues, un carácter conservador sino radical, si bien contó al principio con el beneplácito e incluso el apoyo de los conservadores tradicionales (del mismo modo que los nazis habían sido apoyados por aristócratas como Von Papen y por los industriales conservadores). La posibilidad de que el golpe contase asimismo con el respaldo estadounidense no es segura. La injerencia estadounidense en los asuntos griegos esta· ba fuera de toda duda, así como el recelo de los estadounidenses con respecto a los políti· cos de centro que el golpe iba a expulsar de la escena política, pero de entre la diversidad de posibles golpes que se discutían más o menos abiertamente en aquel momento, puede suponerse que los estadounidenses habrían preferido uno más tradicional que el que de hecho se produjo. Los coroneles Papadopoulos y Makarezos y el brigadier Pattakos no eran ni particularmente eminentes como militares ni especialmente atrayentes para el púbÜco. Lo que es cierto, sin embargo, es que en todas partes se consideró que los estadounidenses habían estado implicados en la conspiración y que se comportaron después como si así hubiera sido. Su apoyo al régimen se vio condicionado a su vez por el equilibrio de fuerzas estadounidenses y rusas en el Mediterráneo oriental y por la permanente guerra en Orien· te Medio. Después del golpe, poco se oyó acerca de la amenaza comunista que se suponía que lo había justificado, y la requisa de los archivos de ese partido de izquierdas no facilitó nin· guna prueba en apoyo de esta tesis. El golpe no fue más que la toma simple y llana del poder por un puñado de militares fanáticos. A finales del año, el rey intentó un contra· golpe que fue tan ineficaz como eficaz había sido el primero; tras unas cuantas horas, esca· pó a Roma. El nuevo régimen desmanteló el aparato del Estado, depuró las fuerzas arma· das y la Iglesia, anuló las reformas sociales de Papandreu, intimidó a la judicatura y estableció un estricto control sobre la prensa y la radio. Además, recurrió a la tortura y a prácticas brutales a gran escala y -como pudo averiguar después una comisión interna· cional de abogados- utilizó estos métodos violentos como instrumento político delibera· do {la tortura por parte de la policía no era algo nuevo en Grecia, pero la medida en que fue permitida y practicada por el régimen horrorizó al mundo entero cuando la evidencia

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de estos hechos fue irrefutable). Como consecuencia, los gobiernos holandés Y escandinavos acusaron a Grecia ante el Consejo de Europa por la violación de las garantías demo· cráticas y estas acusaciones alcanzaron mayor gravedad en virtud del convenio eur?peo de Derechos Humanos, viéndose entonces obligada Grecia a abandonar el Consejo, para anticiparse a su expulsión. El gobierno estadounidense, sin em~argo, c?nte~~~aba ~stos procedimientos sólo con cierta perplejidad y, tras un breve pen?do de 1_ndec1s10_n,.d10 su espaldarazo al régimen en forma de suministros de armas. Grecia parecia ser mas 1mpor'" tante como una place d'annes de la OTAN que como un miembro ajustado a las normas de la sociedad de naciones libres y democráticas que la OTAN proclamaba ser. La dictadura griega, que comenzó con un triunvirato de coroneles (Georgios Papadopoulos, Stylianos Pattokos y Nikolaos Makarezos), sufrió diversas modificaciones: en 1971, cuando los dos últimos militares citados fueron eliminados por el primero; en 1973, cuando -a raíz de un motín en la Armada- quedó abolida la monarquía; Y algo más tarde en ese mismo año, cuando el ejército transfirió el poder efectivo de Papadopoulos al brigadier Dimitrios Loannides, jefe de la policía militar. El funeral de Georgios Papandreu a c~mienzos del año proporcionó la ocasión para una manifestación en Atenas de propor· ciones gigantescas contra el régimen, y en adelante las fuerzas de oposición, Y en particu· lar los estudiantes, continuaron hostigándolo con una indignada osadía que les costó cara. El régimen se derrumbó en 1974 bajo el peso de sus torpezas en Chipre, donde trató de desembarazars~ de Makarios y de anexionarse la isla en la creencia de que los estadouni· denses evitarían que Turquía se entrometiera y se opusiera a este plan. Los estadouniden·· ses ya habían bloqueado en dos ocasiones anteriores una invasión turca, pero esta vez no lo hicieron. Makarios escapó, los turcos invadieron la isla y el gobierno griego, que se había buscado una confrontación con Turquía, ordenó una movilización general para la que no se habían hecho ningún tipo de preparativos. Karamanlis, que había estado viviendo en el exilio en París, volvió para formar un gobierno de coalición democrática y consolidó su posición cuando su partido logró una clara y rotunda victoria sobre todas las demás fuerzas concurrentes a las elecciones celebradas a finales de ese año. El electorado también decidió por amplia mayoría la abolición de la monarquía. Karamanlis sabía que Grecia necesitaba amigos: renovó la camparla de adhesión a la CEE y visitó las capitales balcánicas y otras capitales comunistas. Estaba también impa· ciente por despejar los conflictos con Turquía que habían llegado a ser muchos Y graves. Contaba con un apoyo popular excepcionalmente amplio y con una poco frecuente mayoría absoluta en el parlamenr.o. Las elecciones de 1977 redujeron pero no anularon esta mayoría y cuando ascendió a la presidencia en 1980, su colega Georgios Rallis ocu· pó tranquilamente y sin traumas el puesto de primer ministro. La más insistente de las disputas greco-turcas radicaba en Chipre (véase nota Cal final de esta parte) pero no era la única. Había también un cúmulo de litigios a propósito del Egeo. En la época de la invasión turca de Chipre, Grecia fortificó islas del Egeo oriental que habían sido desmilitarizadas por los tratados de Lausanne (1923) y París ( ~947). Exis· tían asimismo controversias sobre las aguas territoriales, la plataforma continental y el control del tráfico aéreo. Las aguas territoriales -es decir, la extensión de la soberanía más allá de la costa- no creaba problemas en tanto que ambas partes observasen, como hicieron, el tradicional límite de seis millas, según el cual Grecia ejercía su soberanía sobre el 35% del mar Egeo, y Turquía sobre menos del 10%. Si, no obstante, el límite se ampliaba a doce millas, el área de la soberanía griega casi se duplicaría mientras que la turca sólo se vería afectada

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muy levemente; los puntos de contacto directo de las aguas internacionales y las turcas se reducirían drásticamente y los barcos turcos se verían obligados a optar por pasar a través de aguas griegas o no salir del puerto. La comunidad internacional no había aprobado un límite de doce millas para las aguas territoriales, pero sí se orientó en esa dirección cuan· do la primera conferencia internacional sobre la ley del mar (1958) recomendó que para ciertos fines determinados (control de aduanas, inmigración y sanidad) la jurisdicción nacional se ampliase de seis a doce millas. Ni Grecia ni Turquía firmaron el convenio redactado por la conferencia, pero la tendencia manifestada tenía consecuencias pertur· badoras y preocupantes para los turcos. Este asunto se reactivó en 1994 cuando, ponien· do en práctica una nueva ley marítima, Grecia amenazó con ejercer su derecho a un lími· te de doce millas, que le daría la soberanía de algo más de las tres cuartas partes del Egeo). La plataforma continental, un concepto de la posguerra introducido en el derecho internacional por Estados Unidos, fue causa de más fricciones. La cuestión aquí era el derecho a explotar el fondo marino más allá de los límites de las aguas territoriales y el problema de la propiedad del mismo. Los derechos sobre la plataforma no llevaban apa· rejados derechos sobre las aguas ni sobre el espacio aéreo situados por encima de ella. Un acuerdo denominado Convenio de Ginebra, elaborado por la conferencia de 1958, fue fir .. mado por Grecia pero no por Turquía. Dicho convenio definía el área en litigio como el fondo marino más allá de las aguas territoriales, si bien a una profundidad no mayor de 200 metros y susceptible de ser explotado para la extracción de minerales. Estipulaba que las islas conferían los mismos derechos al país bajo cuya soberanía estuvieran, y Grecia tie· ne más de 2.000 islas en el mar Egeo. La explotación de derechos en la plataforma debía, no obstante, quedar sujeta a la libertad de navegación, pesca e investigación científica. Cuando dos estados soberanos se enfrentasen entre sí de tal manera que creasen platafor·· mas superpuestas, la línea mediana debía normalmente constituir su frontera submarina. En las disputas sobre el Egeo, Grecia mantenía que este convenio, al invocar el derecho internacional, era legalmente inalterable y por tanto no negociable políticamente. Para mantener este argumento, así como para sostener la afirmación -todavía mucho más dis· cutida- de que las islas tenían plataformas continentales propias, Grecia contaba con cierto respaldo en sentencias del Tribunal Internacional de Justicia. A todas estas pretensiones se opuso Turquía. El problema se agudizó a finales de 1973 al publicar Turquía un provocativo mapa de la plataforma continental del Egeo y al otorgar licencias de explotación submarina a una compañía paraestatal. Unos meses después, envió el barco de reconocimiento Candarli al Egeo, protegido con una enorme escolta de barcos de guerra. Esta acción fue rápidamen· te seguida -aunque de manera fortuita- por la invasión de Chipre, con la consiguiente exacerbación del conflicto sobre el control del tráfico aéreo. Desde 1952, Grecia había ejercido el control del tráfico aéreo sobre el Egeo; los vue· los turcos tenían que ser notificados a Atenas y los pilotos turcos que atravesaban la zona debían asimismo recibir instrucciones de la capital griega. Pero durante la primera fase de la crisis chipriota, Turquía reivindicó el derecho a asumir el control de la mitad oriental de ese mar. Grecia rechazó la reivindicación, y declaró el Egeo espacio aéreo inseguro como consecuencia del conflicto. Más tarde, Turquía hizo extensiva su reivindicación a la cobertura tanto de los vuelos internacionales como de los griegos y turcos y, en lo referente a los griegos, tanto de los vuelos militares como de los civiles. Los años 197 4 .. 1975 fueron un período tenso, aliviado esporádicamente por rondas de discusiones entre ministros o juristas griegos y turcos. Por ambas partes, la oposición parla ..

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mentaria era más combativa que los gobiernos. En febrero de 1976, otro barco turco, el Sizmik 1, realizó una serie de inspecciones acompañado esta vez por un único barco de guerra. Los ánimos comenzaron a excitarse de nuevo y creció el nerviosismo, particularmente cuando el gobierno turco, sometido a las presiones de su propia oposición, rechazó una propuesta griega para renunciar formalmente a la fuerza como medio de resolver las disputas entre ambos países. Las gestiones griegas cerca del Consejo de Seguridad y del Tribunal Internacional no supusieron alivio alguno. El Tribunal rehusó conceder una orden preventiva provisional ni aceptar la jurisdicción, mientras que el Consejo de Seguridad eludía la responsabilidad devolviéndosela a los protagonistas y limitándose a hacer unas triviales y tópicas exhortaciones para que resolvieran sus problemas solos. Esto suponía indirectamente una victoria para los turcos, que preferían negociaciones políticas bilaterales en véz de una intervención internacional, jurídica o política. Karamanlis y Ecevit se reunieron en 1978 e instituyeron reuniones periódicas a un nivel más bajo con una frecuencia de tres o cuatro al año. Estas reuniones sirvieron para impedir que la situación empeorase pero el horizonte no se vio despejado sustancialmente hasta el golpe militar en Turquía, en 1980, momento en que el nuevo gobierno .turco hizo una c9ncesión en otro frente. En protesta contra la inactividad demostrada por sus aliados cuando Turquía invadió Chipre en 1974, Grecia había abandonado su cooperación con la OTAN. Karamanlis deseaba volver a la plena adhesión pero Turquía, todavía bajo un gobierno civil, trató de poner condiciones, en particular la de asegurar por anticipado una nueva definición de las responsabilidades griegas y turcas en el Egeo. El nuevo gobiemo turco abandonó su pretensión de imponer condiciones previas a cambio de una promesa griega de no excluir ninguna cuestión greco-turca de futuras conversaciones. Grecia volvió, pues, a la OTAN con todos estos temas abiertos y sin decidir, pero al menos reconocidamente negociables. El objetivo más importante de la política exterior de Karamanlis era la adhesión a la CEE. Sus razones eran políticas y económicas. En el terreno político, casi todos los griegos en 1974 consideraban odiosa la dependencia con respecto a Estados Unidos porque creían que los estadounidenses no sólo habían apoyado la dictadura de los coroneles, sino que antes de eso les habían ayudado a llegar al poder. No había intención de orientarse hacia el campo soviético, excepto entre los comunistas, que habían salido mal parados en las elecciones. Pero en la CEE Karamanlis esperaba encontrar amigos contra Turquía (para Estados Unidos siempre resultaba difícil elegir entre los dos países), así como una barrera contra un nuevo período de dictadura en Grecia. También económicamente Grecia necesitaba a la CEE. La dictadura había invertido el signo de las favorables realizaciones económicas de los años sesenta, período en el que los precios se habían mantenido extraordinariamente estables en Grecia y el boom económico de Alemania había proporcionado cierto alivio al estado crónico de superabundancia de mano de obra. Los dicta• dores, impacientes por ganar apoyos en el interior, habían distribuido favores a diversas clases del país. Para hacerlo, habían inflado la oferta de dinero con el resultado de que los afortunados favoritos habían estimulado un boom de importaciones que había desequilibrado gravemente la balanza de pagos y producido una fuerte deuda exterior a muy corto plazo. La inflación alcanzó al menos la admitida tasa de un 35%, pero sin duda fue mayor. Además, Grecia, como país predominantemente agrícola, se enfrentaba con un pro· blema básico que era políticamente insoluble sin el acicate de presiones externas como las que una organización como la CEE podía ofrecer. La agricultura griega empleaba al 40% de la población activa, pero solamente contribuía con un 16% al PNB. (Para la fecha de adhesión a la CEE, estas cifras habían cambiado poco: la agricultura seguía proporcio·

nando trabajo al 32% de la población activa y contribuía al PNB con un 14%). La agricultura griega, como la de otros países mediterráneos, era tanto una forma de vida como una actividad económica. La tierra se poseía en parcelas pequeñas y a menudo separadas (el promedio nacional era de unas cinco hectáreas, pero la mayoría de las propiedades tenían un tamaño mucho menor). El derecho consuetudinario y testamentario griego fomentaba la fragmentación o minifundismo, y la consiguiente baja rentabilidad empuja· ba a los propietarios rústicos a las ciudades desde donde descuidaban sus propiedades, ya fuese por el absentismo o a causa de las disputas familiares que eran una consecuencia nor· mal de la fragmentación de la propiedad impuesta por la ley. El producto de la tierra iba principalmente a los ricos mercados extranjeros de Europa occidental; el mercado nacional se quedaba con la producción sobrante y, puesto que la demanda era superior a la oferta, el consumidor griego tenía que pagar unos precios muy altos. El comercio, tanto exterior como interior, estaba en manos de intermediarios que obtenían sus ganancias no sólo con las exportaciones, sino especulando también dentro de su propio país ya que compraban la cosecha entera de un agricultor a principios de año, antes de que los precios interiores hubiesen empezado a subir, y la vendían (tras satisfacer a los mercados de exportación) en un mercado con precios en alza. Para apaciguar a los agricultores, que constituían una porción sustancial del electorado e inspiraban además mayor simpatía que los intem1ediarios, los gobiernos concedían subvenciones que permitían la perduración de las deficiencias estructurales de la industria y que pagaban con el dinero de las arcas públicas. Mientras que los economistas lamentaban esta mala administración, los políticos no veían otra alternativa, a menos que la adhesión a la CEE impusiera cambios en unos usos y prácticas que eran incompatibles con las propias normas de la CEE. Que fuera ésta la razón de ser de la Comunidad era una cuestión que no había sido discutida entre sus miembros cuando Grecia solicitó formalmente la plena adhesión. Por el tratado de adhesión firmado en 1979, Grecia iba a convertirse en miembro de pleno derecho de la CEE a comienzos de 1981. El partido socialista PASOK de Papandreu, así como los comunistas, boicotearon el debate parlamentario sobre la ratificación del tratado y se opusieron a la entrada en la Comunidad, principalmente con el argumento de que entorpecería el desarrollo de la industria griega e intensificaría la relación parasitaria de la economía griega en relación con la europea, pero cuando Papandreu llegó al poder ese mismo año, no hizo nada para anular la pertenencia de Grecia. Las consecuencias económicas de unirse a la CE resultaron ser desalentadoras: un gran incentivo para los productores de fruta (reducido después de la entrada de España y Portugal) y una ayuda finan· ciera sustancial que no sirvió, sin embargo, para aplicar una reorganización industrial, atraer las inversiones extranjeras o aliviar el severo déficit comercial y de pagos griego. En 1981 el partido conservador Nueva Democracia perdió el poder en favor del PASOK, como consecuencia de un incontenible deseo de cambios y de la personalidad de Andreas Papandreu, quien, además de ser un eminente economista, tenía todo el boato de un pachá dominante (y muchos de sus defectos). Entendió que Grecia no era ni un moderno Estado industrial ni tampoco capaz de convertirse en uno, sino un país pobre a medio camino entre el rico Occidente y el Tercer Mundo, dependiente de países más ricos y con derecho a ser considerado de una manera especial por éstos. Era, como muchos griegos de todas las filiaciones políticas, agresivamente antiestadounidense y prometió cerrar las bases estadounidenses en Grecia (pero no lo hizo). Su partido tenía un programa social que equivalía a los comienzos de un Estado de bienestar, que se propuso financiar haciendo pagar a la gente los impuestos y recortando el gasto en la administración pública. lntro·

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dujo reformas sociales sensatas y moderadas y tuvo algunos éxitos, temporales y modestos, al reducir la inflación y el déficit de la cuenta externa. Pero no se enfrentó con la pesada, excesivamente centralizada e ineficaz maquinaria gubernamental, sus modos de gobierno eran autocráticos e impredecibles, sus políticas sociales fueron fuertemente atacadas por la Iglesia y las clases adineradas, y esta acumulación de obstáculos destruyó su gobierno cuando, además, se vio asediado por escándalos públicos y privados. Estos escándalos, el fracaso económico y el manejo autoritario por parte del líder de un gabinete mediocre, causó el colapso del gobierno del PASOK en 1988. En Asuntos Exteriores, Papandreu siguió el ejemplo de Karamanlis al buscar mejores relaciones con los vecinos balcánicos, aunque Turquía no estuvo en primer lugar. Kara· manlis había cultivado la tradicional amistad griega con Yugoslavia, aunque sin ir más allá de un pacto formal y trató cierta forma de entente balcánica, recibió a Zhivkov en Corfú en 1979 y, más tarde en ese mismo año, Grecia, Yugoslavia, Bulgaria y Rumania asistieron a una conferencia sobre comunicaciones en la capital turca. Karamanlis fue el primer jefe de gobierno griego que visitó Moscú desde 1917, y el primero de la historia de su país en visitar Pekín. Papandreu mejoró las relaciones con Albania, pero permitió que las relaciones con Turquía llegaran a un punto d.e ebullición en 1987 con motivo de las prospecciones en el Egeo. En 1988 el primer ministro turco hizo una visita, sin pre· cedentes, a Atenas y las relaciones se templaron. El suéesor de Papandreu, Constantino Mitsotakis, tenía poca capacidad de maniobra. Su victoria en 1988 no fue decisiva, fue forzado a una alianza con partidos incompatibles, unidos sólo por su aversión al PASOK, consiguió una estrecha mayoría sólo en 1990 y fue acosado por la crisis económica -la tasa de inflación más alta de la CE, la deuda que se aproximaba a un 150% del PNB, el fracaso para seguir las condiciones prescritas por el FMI para dar su ayuda y graves huelgas contra sus intentos de resolver el problema del excesivo funcionariado-. La desintegración de Yugoslavia, el resurgir de la cuestión macedonia, la apertura de la frontera griega con Albania (que había sido sellada con una alambrada por sus gobernantes comu· nistas), convirtieron a los Balcanes en arenas movedizas, donde era difícil para Grecia no pisar en falso. A pesar del brutal comportamiento de los serbios bosnios, Mitsotakis man· tuvo la vieja amistad con Serbia. También cultivó su otra vieja amistad con Rumania, a pesar de que Iliescu no era mucho menos comunista de lo que Ceaucescu había sido. Evi· tó el reconocimiento internacional de la República Yugoslava de Macedonia, como un Estado independiente bajo el nombre de Macedonia, pero al precio de sumarse a las emociones nacionalistas que ya abundaban en los Balcanes. Los refugiados de Albania fue· ron recibidos al principio por los griegos por caridad; también fueron bien recibidos por su disposición a hacer trabajos sucios y mal pagados. Pero a medida que su número cre· cía, también lo hacían los robos y el vandalismo por parte de algunos, y finalmente que· daron completamente desprestigiados y muchos fueron devueltos a Albania, sin mayor ceremonia e indiscriminadamente. Las cuestiones fronterizas, que habían estado aletar· gadas durante más de una generación, cobraron relevancia junto con quejas, desde el lado albanés, de un comportamiento nacionalista agresivo por parte de eclesiásticos de la Iglesia ortodoxa griega. En esos mismos años, con el final de la guerra fría y las des· ilusiones de la pertenencia a la CE, Grecia perdió importancia para sus aliados de la OTAN y sus socios de la CE empezaron a mostrar menos entusiasmo. Éstos, por su par· te, empezaban a encontrar a Grecia excesivamente cara. En 1993, Papandreu obtuvo su venganza electoral sobre Mitsotakis, cuyo gobierno fue acusado de incapacidad y nepo· tismo y de no tener planes creíbles para atacar una inflación de dos cifras y un desem·

pleo que se aproximaba al 10% de la población activa. En 1994, Grecia reafirmó su dere·· cho, bajo la ley internacional del mar, a ampliar sus aguas territoriales de seis a doce millas, pero se retractó después de las protestas turcas. El final de la guerra fría afectó a Grecia más profundamente de lo que parecía a pri· mera vista. La guerra fría había separado a Grecia de la región balcánica, a la que geográ· ficamente pertenecía; metido a la fuerza en una incómoda alianza (OTAN) con su viejo adversario turco; y agregado a unas asociaciones de Europa occidental (incluyendo la CE) para las que era menos importante que viceversa. Como Finlandia y Portugal, era un pequeño Estado-nación periférico pero, a diferencia de éstos, carecía de apoyo regional. En el extremo opuesto del Mediterráneo había sido axiomático suponer que en Espa· ña no ocurriría gran cosa mientras Franco viviese, a pesar de que el descontento de liberales, separatistas y otras fuerzas era evidente y en ocasiones violento, comó cuando el primer ministro, almirante Carrero Blanco, fue asesinado en Madrid en 1973. Dos años más tarde, en noviembre de 1975, Franco murió de muerte natural. Su muerte hizo que España se convirtiera en una monarquía tanto de hecho como de derecho. Franco había declarado que España era un reino en 1947, pero no sentía simpatía por Don Juan, el hijo del último rey, y no tenía intención de soltar las riendas de su propio control monárqui· co. Hizo caso omiso por tanto del acto de abdicación de Alfonso XIII en favor de Don Juan y fue preparando paulatinamente al hijo de este último, Don Juan Carlos, para la sucesión. Juan Carlos desempeñó un papel equívoco en una situación equívoca, de modo que a la muerte de Franco su carácter e ideas políticas constituían en gran medida un misterio. Su primer gobierno lo componían una mezcla de franquistas y demócratas pero antes de que transcurriera un año designó como primer ministro a Adolfo Suárez un político inteligente y resuelto de cuarenta y siete años que no pertenecía a ninguna facción precisa. Fue una hábil maniobra que alarmó a los conservadores y al ejército sin darles un claro motivo para la sublevación y que satisfizo a los grupos moderados de la derecha y la izquierda, los cuales creían que era necesario un cambio en Españ~. La designación de Suárez señalaba la intención del rey de acelerar el cambio y asimismo de presentarse como un monarca capaz de elegir a su propio hombre. Se vio fortalecido por la aproba· ción de las Cortes y por un referéndum a favor de la introducción de sustanciales cambios constitucionales. En menos de dos años después de la muerte de Franco, la posición del rey y de Suárez estaba lo suficientemente consolidada como para afrontar unas elec· dones parlamentarias con seguridad y confianza. La España de Franco, aunque fosilizada políticamente, no había sido inmune a todo cambio. La política económica autárquica de Franco había empezado a resquebrajarse en los años cincuenta bajo el peso de su propia irracionalidad y de la creciente intervención estadounidense en los asuntos españoles como consecuencia de la política de Washington tendente a diversificar su despliegue antisoviético en Europa. Pero la modernización emprendida por el dictador estuvo mal regulada y no prestó atención a las clases más pobres. El nuevo régimen heredaba una economía desfigurada. Heredaba también el perenne problema del descontento regional, particularmente en Cataluña y entre los vascos. Los partidos socialista y comunista fueron legalizados, este último a pesar de las presiones estadounidenses y militares en sentido contrario. Los socialistas, dirigidos por Felipe González, resultaron ser los más fuertes en el ámbito político de la izquierda. La derecha estaba dividida entre los que querían un nuevo e impoluto partido cristiano· demócrata y los que estaban a favor de un partido más amplio que incluyese a tantos vie· jos franquistas como fuese posible. En la primera consulta popular, en 1977, los comu·

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nistas y la derecha salieron mal parados y el centro-derecha de Suárez triunfó. En nuevas elecciones celebradas en 1979, la derecha fue derrotada, los comunistas consiguieron una ligera recuperación y los votantes optaron en general por dos amplios grupos de centro, concediendo a Suárez cierta ventaja sobre González. Pero Suárez manejó los asuntos económicos a base de tanteos y trató el problema de los separatistas vascos de forma vacilante y poco sensible: en el País Vasco (Euskadi), la violencia alcanzó graves proporciones y los extremistas vascos llevaron también su violenta protesta a otras partes de España (véase más adelante en p. 308). En 1981, la monarquía constitucional y democrática cuyo máximo garante era el rey, sufrió el desafío de un golpe militar. El ejército, que carecía de una adecuada función cas: trense, estaba dominado por oficiales cuyas ideas eran arcaicas y antidemocráticas. Se involucraban en conspiraciones esporádicas que, aunque descabelladas eran también peligrosas, hasta que una abierta e incompetente tentativa de derrocar al régimen, que incluyó un espectacular asalto a las Cortes, obligó al rey a desautorizar a sus cabecillas y a colocar al ejército en su conjunto ante la disyuntiv~ de optar entre la lealtad a la Corona o su pasado y preferencias franquistas. Suárez, no obstante, no sobrevivió ni tampoco su bloque de centro-derecha. Dimitió y fue sucedido por Leopoldo Calvo Sotelo, pero a finales de 1982 las nuevas elecciones llevaron a Felipe González al poder. Entre sus partidarios había muchos que deseaban que España abandonase la OTAN (a la que el país ac.ababa de adherirse) y González prometió celebrar un referéndum sobre la cuestión. Posteriormente, él se declaró a favor de que España continuara siendo miembro de la Alianza Atlántica y su opción triunfó en el referéndum aunque España insistió entonces en la salida de los aviones estadounidenses para 1992 {Italia estuvo de acuerdo en recibirlos). La economía española floreció vigorosamente en el marco de la CE, al disponer de mercados más amplios, inversiones extranjeras, su parte en el boom mundial y los beneficios de una fuerza de trabajo relativamente barata, pero el boom trajo consigo su conocida secuela de especulación y corrupción. En 1990, González quedó debilitado por el creciente desempleo y la disensión dentro de su propio partido, incluyendo una escisión que ocasionó la dimisión de su vicepresidente, Alfonso Guerra. Habiendo ganado la mayoría por escaso margen en 1986, la perdió en las elecciones municipales de 1990 y convocó elecciones generales en 1993, en un intento de restablecer su autoridad. Continuó en el gobierno pero sólo con el apoyo de un pequeño partido catalán de derecha. El conflicto con Gran Bretaña sobre Gibraltar se descongeló hasta el punto de que la frontera volvió a abrirse y el gobierno británico, al tiempo que reiteraba su compromiso de respetar los deseos de los gibraltareños, se avino a que la soberanía fuese uno de los puntos que se tratasen en futuras discusiones. Las conversaciones en 1987 mantuvieron la buena voluntad pero sin alterar las posturas de las partes. De forma inesperada, el cambio producido en España fue precedido por un cambio en Portugal acaecido cuando, en abril de 1974, un grupo de oficiales del ejército de mediana y baja graduación derrocó la dictadura y estableció una junta de siete miembros bajo la presidencia del general Antonio de Spinola, un repatriado y crítico ex gobernador de África. A continuación tuvo lugar una pugna por el poder en el seno del dominante Movimiento de las Fuerzas Armadas y entre los partidos políticos configurados tras el golpe. El general Spinola dimitió en septiembre y huyó del país en el mes de marzo siguien· te después de involucrarse en un infructuoso intento de golpe de Estado anticomunista. Una tentativa comunista para hacerse con el control único o predominante del poder fracasó también. Las elecciones de abril de 1975 dieron a los socialistas, dirigidos por Mario

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Soares, el 38% de los votos y relegaron a los comunistas, con un 12,5%, al tercer puesto, detrás de los Demócratas Populares de centro-derecha (26%). Portugal pareció estar en muchas ocasiones al borde de la guerra civil. El Movimiento de las Fuerzas Armadas y el propio ejército estaban divididos, pero un golpe a favor de la extrema izquierda rio obtuvo éxito y los oficiales superiores, alarmados por las perspectivas de anarquía, decidieron apoyar a un gobierno de minoría socialista y respaldar asimismo a un general relativamente poco comprometido, Antonio Ramalho Eanes, como jefe del Estado Mayor. Las elecciones de 1976 no dieron una clara mayoría a ningún partido, siendo el más favorecido en las urnas el Partido Socialista que obtuvo 107 de los 263 escaños. En las elecciones presidenciales que se celebraron a continuación, el general Eanes consiguió el 61,5% de los votos, distribuidos entre cuatro contendientes. Soares fonnó un gobierno de minoría socialista que fue atacado tanto desde la izquierda comunista como desde la derecha que representaba no sólo al viejo régimen sino también a los pobres, anticomunistas y conservadores agricultores del norte. Soares dimitió a finales de 1977, formó una nueva coalición, pero en 1978 fue destituido por el presidente, que nombró un gobierno de técnicos o «tecnócratas» y, cuando éste titubeó por falta de base parlamentaria, nombró otro bajo la dirección de la primera mujer que ocupó la jefatura de gobierno en Portugal, Maria de Lourdes Pintasilgo. El presidente estaba tratando de encontrar una coalición parlamentaria o una altemativa no parlamentaria que frenase la tendencia posrevolucionaria del país a volver a la derecha, pero esta tendencia se hizo aún más manifiesta a finales de 1979, cuando Francisco Sá Cameiro obtuvo casi la mitad de los escaños en el Parlamento. Sá Cameiro se convirtió en primer ministro, pero tuvo diferencias con el presidente que, haciendo uso de su prerrogativa constitucional para interpretar la Constitución, bloqueó una serie de medidas mediante las cuales Sá Cameiro pretendía que la economía se abriese paso de nuevo en la senda de la libre empresa. El presidente Eanes consiguió un nuevo mandato en 1980. La política portuguesa continuó oscilando entre el centro-derecha y el centro-izquierda. En 1983, Soares, al no lograr obtener una mayoría absoluta, formó un gobierno con los socialdemócratas que estaban a su derecha, pero esta alianza se hundió en 1985 y Soares dimitió. Se convirtió en el primer presidente civil de Portugal desde hacía más de sesenta años, con el conservador Aníbal Cavaco Silva como primer ministro -un economista que había actuado dos veces como ministro con Sá Cameiro y obtenido una abrumadora victoria en 1987 con, un hecho sin precedentes, más de la mitad de los votos emitidos-. Se hicieron cambios menores a la Constitución para acelerar la desnacionalización de las industrias y la descolectivización de la agricultura. En 1991, Soares fue reelegido presidente por cinco años con una convincente aprobación popular. Pobre, según los estándares de Europa occidental, pero ordenado y disfrutando de los beneficios de la pertenencia a la CE, Portugal giró hacia la izquierda en 1995 cuando el Partido Socialista, dirigido por Antonia Guterres, obtuvo casi la mitad de los votos. Junto con España, Portugal se adhirió a la Unión Europea Occidental en 1988.

VII

Europa central y oriental

FINLANDIA

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RUSIA

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UCRANIA

EL IMPERIO DE STALIN La división de Europa tras la Segunda Guerra Mundial fue la consecuencia de una tendencia y de un accidente. La tendencia era la decadencia, acentuada por la guerra, de las naciones-Estado europeas. Europa era un continente que había funcionado en forma de entidades relativamente pequeñas y relativamente fuertes, capaces de mantener existencias separadas a causa de la complejidad industrial de algi.mas y la adhesión de todas ellas al principio de autodeterminación. De este modo, los estados europeos más fuertes existían porque eran fuertes, mientras que los más débiles existían porque les parecía bien a los más fuertes que así fuera. Pero con el debilitamiento del poderío de los fuertes, el elemento básico de la configuración de Europa desapareció y los europeos dejaron de poder mantener por el momento estados verdaderamente independientes. La cuestión era qué nuevas formas impondría la dependencia. La respuesta a esta cuestión se determinó por accidente, por el hecho de que la causa que precipitó la guerra había radicado en el centro del continente -en Alemania- de modo que el transcurso de la contienda significó una convergencia de fuerzas antigermánicas hacia el centro desde los flancos. A pesar de algunos planes en sentido contrario, los avances angloestadounidenses y rusos en Alemania fueron en esencia operaciones separadas que crearon zonas de dominio estadounidenses y rusas separadas, al oeste y al este de Alemania. El poderío naval angloestadounidense modificó este esquema disponiendo que la Europa mediterránea hasta el mar Egeo quedase dentro de la esfera de influencia estadounidense y no de la rusa. Esta nueva distribución de poder fue reconocida mediante el abandono de Grecia a Churchill por parte de Stalin, por la negativa de este último a prestar atención o apoyar la revuelta comunista griega, y por la subsiguiente adhesión de Grecia y Turquía a la OTAN. Al otro extremo de Europa, Finlandia quedó dentro de la esfera rusa no sólo por su importancia estratégica para la defensa de Leningrado, sino también porque el poderío naval angloestadounidense no cubrió el extremo norte de Europa en la misma medida que lo hizo en el sur. Únicamente Ale-

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• Kiev

MAR NEGRO

TURQUÍA

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Vars~via. (Albania se retiró formalmente del ;acto en 1968.)

Paf ses pertenecientes al Pacto de 1989-90: Hundimiento del Bloque Oriental; Disolución del Pacto de Varsovia en 1990· Disolución del Comecon en 199L '

Checoslovaquia deja de existir en enero de 1993; nacimiento de las repúblicas Checa y Eslovaca. Octubre de 1990, la ROA absorbida por la República Federal de Alemania. Rusia concede la independencia a Letonia, Lituania y Estonia; retirada final de las tropas rusas completada en agosto de 1994. Junio_ de 1991, E~lovenia .Y Croacia declaran unilateralmente la independencia; Macedonia y Bo~ma-Herzegovina las siguen; secesión de Macedonia en septiembre de 1991. Abnl de 1992, Serbia y Montenegro se convierten en la República Federal de Yugoslavia. 7 .l. Europa oriental.

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mania y Austria se señalaron como territorio común y, como ya hemos visto, incluso aquí el nuevo principio de división ruso-estadounidense prevaleció y originó en Alemania una división dentro de una división que tuvo un significado crucial y crítico en los asuntos mundiales como foco de la guerra fría. En el resto de Europa, los estadounidenses y los rusos decidieron coexistir, pero en Alemania no pudieron hacerlo, en parte porque Alemania era la causa y el premio de la guerra, en parte a causa de su situación central y su poderío potencial y en parte porque la vieja idea de nación-Estado continuaba siendo lo suficientemente fuerte como para que la división de un Estado pareciese mucho más antinatural que la asignación de estados enteros a esferas de influencia de grandes potencias. Se ha sostenido que la división de Europa y la consiguiente soberanía rusa en Europa· oriental fueron consecuencia no de un accidente histórico, sino de un acuerdo, y singularmente del acuerdo de Yalta entre Roosevelt y Churchill para conceder a Stalin una posición de fuerza que de otra forma no hubiera podido conseguir. Este argumento no se puede mantener. Roosevelt y Churchill no concedieron en Yalta nada que estuviese en su poder retener. Los ejércitos rusos ocupaban ya posiciones en Europa de las que no se les podía expulsar, y la dominación posbélica de Stalin en Europa oriental se derivaba de sus victorias y no de ningún trato con sus aliados. Lo más que Roosevelt y Churchill podían hacer era tratar de que Stalin aceptase ciertas reglas por las que se rigiera el ejercicio de un poder que era suyo. Consiguieron esto persuadiéndole de que aprobase una Declaración sobre Países Liberados que prometía elecciones libres y otras prácticas y libertades democráticas. Cuando, posteriormente, Stalin ignoró los compromisos contenidos en esta declaración, los gobiernos occidentales no pudieron hacer otra cosa que protestar. La acción en Europa oriental era imposible. Únicamente en Europa occidental podían hacer algo, y medidas como la formación <;le un Estado alemán occidental fueron su réplica, así como una nueva manifestación de la división del continente que precedió a Yalta y que no fue determinada por Yalta. Dentro de la esfera rusa, el problema de Stalin era la naturaleza del control ruso y sus mecanismos. Creó un imperio satélite en el que los estados éomponentes conservaban sus identidades jurídicas separadas -separadas entre sí y de la URSS- pero estaban sometidos a los propósitos rusos por la realidad del poderío militar soviético y las modalidades del Partido Comunista, el ni.ando policial y los tratados económicos desiguales. Pronto fue escasa la diferencia entre antiguos enemigos como Hungría, Rumania y Bulgaria, y aliados de guerra como Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia. Esta indistinción se hizo patente en una fase temprana: en Polonia, el Comité Lublin, un grupo de líderes dominado por los comunistas creado en julio de 1944 de entre la Resistencia polaca y luego aleccionado en Moscú, se estableció en Varsovia como gobierno de Polonia para frustrar a los polacos de Londres que habían dirigido la lucha contra los alemanes desde el exilio; en Rumania, el rey fue obligado, en marzo de 1945, a designar un gobierno controlado por comunistas. En la forma, los enemigos vencidos fueron igualados a los aliados mediante la conclusión de tratados de paz en febrero de 1947 y de nuevos tratados entre cada uno de ellos y la URSS durante 1948 (la URSS ya había firmado tratados con los aliados que databan de los años de la guerra). Los tratados de paz le costaron a Hungría Transilvania, que pasó a pertenecer a Rumania, y una pequeña porción de territorio concedida a Checoslovaquia; confirmaron la pérdida por parte de Ruma· nia de Besarabia y la Bukovina del norte en favor de la URSS, y la Bukovina del sur a favor de Bulgaria; y concedieron a la URSS la zona de Petsamo en Finlandia y un

arriendo de cincuenta años de la base naval de Porkala con un pasillo de acceso. Los tratados de 1948 estipulaban la ayuda mutua contra Alemania y proscribían toda alianza por parte de un signatario que pudiera juzgarse dirigida contra el otro. Pero las miras de Stalin iban más allá de los acuerdos formales, y al término de la década de los cuarenta había traspasado la maquinaria del gobierno, salvo en Yugoslavia y en Finlandia, a las manos de comunistas obedientes que no sólo eran conscientes de la realidad del poderío ruso, sino que estaban decididos a servirle como marionetas. Este traspaso entrañaba la supresión o mutilación de los partidos no comunistas y la eliminación de entre las filas comunistas de aquellos comunistas que fuesen más nacionalistas que moscovitas. Este proceso se consiguió con éxito a corto plazo y sin éxito a largo plazo, en cuanto que no logró garantizar a Moscú una zona de influencia libre de conflictos en tomo a las fronteras europeas de la URSS. Yugoslavia rechazó la dominación rusa en 1948, Polonia y Hungría se revolvieron contra el dominio soviético en 1956 y Rumania dirigió una campaña contra él a mediados de la década de los sesenta. Hacia la década de los setenta estaba en clara decadencia, pero todavía se podía soste· ner, aunque el uso de la fuerza -que era su última garantía- estaba pasando a ser más un recuerdo y un alarde que una práctica plausible. La llegada de Gorbachov provocó el colapso, que se había estado impidiendo durante mucho tiempo, en 1989. En 1946, Yugoslavia, Checoslovaquia, Bulgaria y Albania tenían primeros ministros comunistas: Tito, Klement Gottwald, G. M. Dimitrov y Enver Hoxha. En Hungría y Rumania el puesto fue ocupado por líderes del Partido Campesino, en Polonia y Finlandia por socialistas. Todos estos países tenían gobiernos de coalición, aunque sólo los gobiernos de Praga y Helsinki daban la impresión de una verdadera distribu~ ción de poder. En Finlandia, los comunistas quedaron al margen del nuevo gobierno formado tras las elecciones de julio de 1948, en las que no les fue nada bien. En los demás lugares, el control comunista se intensificó durante 1947-1948, aunque en Yugoslavia el monopolio comunista del poder actuó en contra y no a favor de los intereses rusos, y culminó en junio de 1948 con la secesión de Yugoslavia de la hermandad de estados comunistas. La historia de Polonia es una lucha contra sus vecinos, y no menos contra Rusia. El comunismo polaco ha tenido también su lado antirruso: Rosa Luxemburgo discutió la política agraria de Lenin, y el Partido Comunista polaco criticó más tarde la campaña de Stalin contra Trotski. El liderazgo del partido polaco fue barrido en 19371938 y el propio partido fue disuelto por el Comintem cuando Stalin estaba haciendo planes para su pacto con los nazis. Resurgió en 1942, y se fortaleció gracias a la odiosa conducta de lo.s alemanes en Polonia, que actuó como de revulsivo para los sentimientos hacia los rusos y los comunistas. El descubrimiento, en abril de 1943, de la matanza de Katyn (sólo inverosímilmente atribuida por los rusos a los alemanes) recordó a los polacos que la elección entre rusos y alemanes era para ellos una elección sin esperanza, pero los alemanes eran entonces la plaga de la que lo.s rusos habían de ser los futuros liberadores. A comienzos de 1944, los rusos entraron en Polonia persiguiendo a los alemanes y en julio del mismo año proclamaron la línea Curzon como frontera polaca del este, y constituyeron el Comité de Lublin, que poco después se convirtió en el gobierno provisional del país. En agosto, el pueblo de Varsovia se levantó contra los alemanes esperando recibir una rápida ayuda de las tropas rusas, que iban avamando, ayuda que, sin embargo, no se materializó; entre las víctimas se contaron muchos líderes de la Resistencia, es decir, polacos tanto comunistas como

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no comunistas. El levantamiento, además de estar dirigido contra los alemanes, era un intento por parte de los polacos de Londres y su ejército secreto en Polonia para establecer su autoridad en Varsovia antes de la llegada de los rusos. El amenazador problema polaco tenía un doble aspecto: cuáles iban a ser las fronteras de Polonia y quién iba a gobernar. Los rusos deseaban desplazar Polonia hacia el oeste, con miras a ganar territorio para ellos en el este y, quizá, perpetuar un sesgo antigermánico añadiendo tierras alemanas al Estado polaco por el lado occidental; los rusos estaban asimismo decididos a insistir sobre un gobierno que fuese plena o preponderantemente comunista. En la conferencia de Yalta, en febrero de 1945, los estadounidenses y los británicos discutieron los planes rusos extensamente pero sin resolución; reconocían la fuerza de los argumentos de Stalin sobre la importancia de una Polonia fiable y segura entre la URSS y Alemania; no consideraron, además, la cuestión polaca como la más importante del programa que debía discutirse, y creyeron que el hecho de dejar difusa la composición del futuro gobierno polaco no supondría grave daño, pues· to que tenían la conformidad de Stalin para la ampliación del gobierno provisional y para la pronta celebración de elecciones libres una vez finalizada la guerra. Antes de la conferencia de Potsdam en julio, los rusos habían concedido a los polacos tierras alemanas más allá de sus antiguas fronteras occidentales, y los augurios y reproches de Churchill en esa conferencia se pronunciaron en vano. Ingleses y estadounidenses aceptaron el hecho consumado, siempre que se considerase como medida provisional que se volvería a discutir cuando se negociase un tratado de paz con Alemania. Stanislaw Mikolajczyk, jefe del gobierno polaco en el exilio en Londres y líder del Partido Campesino polaco, había sido incorporado al gobierno provisional de Varsovia como viceprimer ministro. Las demás figuras principales del gobierno procedían del grupo de Lublin: el comunista Boleslaw Bierut como presidente, el socialista Edward Osóbka-Morawski como primer ministro y el comunista Wladyslaw Gomul· ka como viceprimer ministro. Las prometidas elecciones se celebraron en enero de 1947 acompañadas de todo abuso electoral concebible. Se dijo que el Partido Cam· pesino había obtenido el 10% de los votos y 28 de los 444 escaños del Parlamento. Mikolajczyk dimitió y huyó más tarde, al igual que muchos otros. Los insignificantes restos del Partido Campesino fueron absorbidos por el recién creado Bloque Democrático, que ocupó el lugar del Partido Comunista. Al año siguiente, el Partido Socialdemócrata tenía por jefe a Josef Cyrankiewicz, que había sustituido a OsóbkaMorawski, en una fusión con el Bloque Democrático, que desde entonces pasó a ser el Partido Obrero Unificado. Los estadounidenses e ingleses protestaron en vano contra procedimientos que no tenían medio de rectificar. Pero dentro del liderazgo comunista, la vieja división entre comunismo polaco y comunismo moscovita, ya visible en tiempos de Rosa Luxemburgo, reapareció con Gomulka, ahora secretario general del partido único, como líder de una facción que quería hacer el comunismo más polaco, más popular y menos sometido a Moscú. La disputa entre Stalin y Tito le dio ocasión para expresar el leal apoyo al titoísmo, como resultado de lo cual fue gradualmente desprovisto de todos sus cargos y desapareció de la escena durante los siguientes ocho años. Estos acontecimientos coincidieron con la transformación del escenario político en Checoslovaquia. Eduard Benes, que reanudó la presidencia tras la derrota de Alemania, era el principal símbolo en Europa central del deseo de dirigir el Estado de acuerdo con los valores occidentales y en un régimen de amistad con la URSS.

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Esta fórmula, si bien no lo era en sí, se hizo inviable por el evidente deseo de Benes y sus compañeros no comunistas de participar en el Plan Marshall, lo que era incompatible con el requisito de Stalin de total y exclusiva lealtad a Moscú. Benes sobrevivió sólo unos pocos meses. En febrero de 1948, el ministro del Interior, Vaclav Nosek, destituyó a ocho inspectores de policía en Praga. El gabinete votó para que se retractase de esta medida, pero el primer ministro apoyó a Nosek y la llegada a Praga de un viceprimer ministro de Asuntos Exteriores, Valerian Zorin, era indicativa del inusitado interés despertado en el exterior. Nosek se negó a reponer en sus cargos a los policías y once ministros presentaron su dimisión. Eran los ministros no comunistas, salvo, sin embargo, los socialistas que, aunque habían votado junto con la mayoría del gabinete contra Nosek, eran remisos a romper su asociación con los comunistas en el gobierno, a pesar de que tres meses antes habían elegido a un nuevo líder para sustituir al compañero de viaje Zdenek Fierlinger. Se produjeron en Praga manifestaciones anti-comunistas, promovidas principalmente por estudiantes. Se enviaron a la capital desde fuera refuerzos de policía. En medio de los temores a crecientes tumultos, Benes trató de restablecer la calma aceptando las once dimisiones. Dos ministros murieron al caer desde ventanas uno de ellos -Jan Masaryk- ayudado quizá por un empujón. En junio, Benes dimitió. ~ sucedió Gottwald. Las operaciones de limpieza consistieron en amalgamar todos los partidos del país, o los restos de estos partidos, con el Partido Comunista checo, como sucedió asimismo en Eslovaquia, con lo que el partido único eslovaco quedó unido al partido único checo para constituir el Frente Nacional. Un intento semejante de ampliar el control ruso en Finlandia, en 1948, se abandonó al tropezar con dificultades. Simultáneamente en Hungría, tras haber sido abolida la monarquía en enero de 1946 -casi treinta años después de haber perdido sus atribuciones-, se formó un gobierno de coalición con el Partido de los Pequeños Propietarios y el Socialista. Los líderes del primero, Zoltan Tildy y Ferenc Nagy, se convirtieron en presidente y primer ministro, y obtuvieron el 56% del voto en las primeras elecciones posbélicas. En el invierno de 1946-194 7 se difundieron rumores de una conspiración contra el Estado, se organizó un montaje de juicios y el secretario general del Partido de los Pequeños Propietarios, Bela Kovacs, fue secuestrado por los rusos. Los estadounidenses e ingleses que eran miembros, junto con los rusos, de la Comisión de Control para Hungría, protestaron, pero sus quejas resultaron inútiles. En mayo de 1947, el primer ministro fue a Suiza para una consulta médica y, mientras estaba ausente, se le pidió que permaneciese fuera del país y que dimitiese. Se descubrió una nueva conspiración. Las elecciones de agosto fueron ostensiblemente amañadas. Miembros de los partidos no comunistas huyeron o fueron sometidos a juicio; sus partidos se fraccionaron y, como en los demás lugares, fueron parcialmente absorbidos en un Frente Nacional de Independencia único. Tildy dimitió de la presidencia en julio y fue reemplazado por un socialdemócrata complaciente llamado Arpad Szakasits. En Rumania, el líder del Partido Campesino, Ion Maniu, fue acµsado en 1947 de conspirar contra el Estado con agentes estadounidenses y británicos. Él y otros más fueron juzgados y condenados, y disuelto el Partido Campesino. En diciembre, el rey abdicó. En el mes de febrero siguiente, el Partido Socialdemócrata se fundió con el Partido Comunista y, en marzo, este partido obtuvo 405 de los 414 escaños en el Parlamento. Pero antes de estas elecciones, la disensión había alcanzado también al Partido Comunista, y uno de sus antiguos líderes, Lucretsiu Patrasceanu, fue destituido del gobierno, arrestado, expulsado del partido y, según los rumores, encerrado en la prisión de

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b' ka en Moscú. En Bulgaria, el líder del Partido Agrario, Nicola Petkov, fue.:r:esLu tan ' , . . d 1947 y luego ejecutado. El Frente Patnottco, ' ., - . . tado, junto con otros mas, en ¡uruo e dueto de la habitual fusión socialista-comunista, aparec10 al ano s1g~1efunte. d 1 pro . ., 1 , ·t ntral de Moscu e remo e ar Durante este período de orgaruzac1on, e propos1 o ce . 1 1 1 URSS da uno de los estados satélite según un único patrón generabl y vdmch·ubar os a ~, Las Ca · ' No ha ía .e a er anex1on. or todos los medios posibles, exceptuand o 1a anex1on. . ~edén modeladas naciones iban a ser demo~racias populares; no iban ª. ~onve~tt~e ~~ Re úblicas Soviéticas. Los rumores de anexion fueron apagados por Moscu, que e¡o c ~ ro p ue una democracia popular era algo muy próximo a un Estado plena~ente comu~1sq l d'stinto de una República Soviética. Los entusiastas del comunismo con suendos ta Ya go 1 'd d ., . d d ngañados Las razones e de admisión en uria amplia comuru a sov1enca que aron ese .d S l esta política pueden encontrarse en la naturaleza sustancialmente~au~~d e dt~ my o ~n su com rensión de que estas zonas-tapón, si fuesen totalmente a or L as, e¡anan e .p funct'o'n amortiguadora· 0 en la incapacidad de una URSS devastada por la cump ltr una· ' en su estructura a med'tad os d e 1a d'ecad a d e 1os d · . mbi'os radicales , . h b' d' fru d guerra para mtro uc1r ca · cia de que algunos de los estados satehtes a tan is ta o Y cuarenta· o en 1a conc1en . . , 'bl' , 1 d 1 ' d'sfrutar de unos niveles de vida y de administracion pu tea mas a tos e os esperaban 1 · d · " · • ue la URSS podía proporcionar; 0 en el deseo de Stalm e evitar una provocac1on mn~ q · las potericias occidentales y de dorarles la píldora apoderándose de la sustancia cesana a · , d' d' · de un im erio pero sin realizar cambios políticos que estas no pu tesen 1genr. . . ~ · S l' · 'dt'o' que los satélites hiciesen nuevas asoc1ac10nes Al mismo ttempo, ta m 1mp1 . l d . entre ellos. Todos se visitaron unos a otros, acumulando tratados. b1late:a es e am1sd d mutua hasta haber realizado casi todos los intercamb10s posibles, pero los ta y ª~s ~e un carácter más radical se marchitaron rápidamente. Algunos de est~s prop:~~~~ ~ataban en el ambiente inmediatamente después _de finalizada la contte~da. ~hecoslovaquia dirigió de nuevo su mirada hacia la Pequena Entente co~ ~ugoslavia Y R mania· y Hungría cuyas relaciones con Checoslovaquia estaban enturbia as por probl~mas d~ intercambios de población, replicó con cierta alarma al prorc~ de u~1a/o~­ federación danubiana. (Una conferencia danubiana celebra~a en Be _gra o en J~ LO .~ 8 dejó en manos de los rusos el control efectivo de la mitad del r.10. Los esta ouru 194 denses, británicos y franceses, superados en votos en todas las ocas.10nes, protesta.ron señalando que el convenio de 1921 seguía en vigor a falta de otro, umversalment~ ~cep· tado, que lo sustituyera. Los estados ribereños no suponían un co~trapeso suf1c~en~: fr te a la URSS mientras permaneciesen separados.) Aguas aba¡~ del Danub10, en. , de una federación sudeslava floreció durante algún tiempo Ydw algo que hablar ::~:~:n posible contrapeso rumano-húngaro. La federación sudeslava .era la menos 'm robable de estas ideas federativas, aunque sólo fuese por estar patrocma~a por dos ~íd~res de primera fila, Tito y Dimitrov. Pero sus proyect.~s se,hi~ieron dem~s1a~~ran­ diosos ara el gusto de Moscú. En junio de 1947, Tito d1¡0 pubhcamente a os u garos d p ba una entidad monolítica de pueblos balcánicos libres. En agos~o.' cuando Ó~~i~~~ visitó Yugoslavia para firmar cuatro pactos, cedió se~retamente Ptr.m M.ace· d nia a la República Macedónica yugoslava. En diciembre, Tra1cho Kostov, ~cepnm:r ~nistro de Bulgaria, habló de una unión entre todos l~s sudeslavos en un ,t;iro ~ro: ximo un mes más tarde, Dimitrov se refirió en la capital rumana ~ una '.11110~ a ua ' ~e condujese a una federación 0 confederación en la que estuviesen mclmdos no ~~l: l~s sudeslavos, sino también los eslavos del norte (exceptuados_l~s del~ URSS), ~ Hungría, Rumania, Albania y Grecia. Al llegar a este punto, Moscu mtervmo, convo

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có a los líderes yugoslavo y búlgaro a la capital soviética y les dijo que Rumania debía quedar excluida de sus planes, aunque Albania pudiese añadirse más tarde a un Estado yugoslavo-búlgaro. También se instó a los yugoslavos a que abandonasen sus proyectos de enviar tropas a Albania. No se efectuó unión de ninguna clase. En mayo de 1948, Yugoslavia fue expulsada del bloque comunista. Dimitrov murió en Moscú en julio de 1949. La controversia entre los líderes rusos y yugoslavos se mantuvo por correspondencia en los meses de marzo, abril y mayo de 1948. El quid de la cuestión era la negativa de los yugoslavos a aceptar directrices de Moscú y su insistencia en el dere.cho a reflexionar sobre sus propios problemas en su propio contexto, y aplicar sus propias soluciones con preferencia a los principios y programas rusos. Mantenían que Yugoslavia no sólo estaba separada de la URSS, sino que era diferente, y que la doctrina y práctica comunistas no eran tan rígidas como para no poder tener en cuenta las diferencias. Pero por su parte Stalin había abandonado la noción de distintas vías al socialismo y empezó a sospechar de Tito, a quien quería desplazar en favor de uno de sus subordinados (Andriye Hebrang o Sreten Zujovic). Deseaba conseguir en Yugoslavia un régimen tan obediente como en el resto de Europa oriental. Si Tito era recalcitrante, había otros yugoslavos dispuestos a acatar la línea estalinista. Stalin no tenía intención de expulsar a Yugoslavia, sino a Tito, y el duro castigo infligido por Tito a estos estalinistas (particularmente en Serbia) después d~ la ruptura sugiere que la lucha en el interior del partido yugoslavo era aguda y la victoria de Tito limitada. La discusión se extendió a temas tales como la adecuada organización de un Estado comunista, el papel del Partido Comunista, la política agraria, la debilidad de Yugoslavia para liquidar el capitalismo, y la persona del ministro yugoslavo de Asuntos Exteriores, Vladimir Velebit, al que los rusos acusaban de ser un agente británico. La fricción se incrementó por la presencia en Yugoslavia de consejeros rusos civiles y militares que los yugoslavos intf;'!rpretaban como una pretensión rusa de superioridad y consideraban, además, que se les pagaba demasiado; los intentos soviéticos de ejercer presión sobre Yugoslavia incluían amenazas de retirar dichos expertos. A través de su correspondencia, los yugoslavos daban muestras patentes de su preocupación por evitar una ruptura, actitud que debió fortalecer la reso- / lución rusa de exigir a Yugoslavia un reconocimiento de sus errores sobre los temas en discusión. Pero el resultado fue la negativa de Yugoslavia a aceptar la condición de pupilo y, en junio, se hizo pública la ruptura mediante la expulsión de Yugoslavia del Cominform, la asociación internacional de partidos comunistas, constituida en el mes de septiembre anterior, para garantizar la unidad y armonía ideológicas. El propio 11to era un comunista leal pero no obsequioso. Había previsto la adhesión de una república comunista yugoslava a la Unión Soviética, pero también en sus años de juventud le habían conmocionado las purgas rusas de los años treinta, le había perturbado el pacto ruso-germánico de 1939 y había tenido durante la guerra diferencias con Stalin y conocido por experiencia propia la actitud de Stalin hacia líderes comunistas de menor rango. En 1948 abandonó la forma estalinista de comunismo internacional por orgullo personal y nacional; sus raíces genuinamente nacionales le distinguían de otros líderes comunistas, que habían vivido más tiempo en la URSS que en sus países de origen, y su posición como jefe comunista .victorioso contra los alemanes le había dado confianza en sí mismo y apoyo popular. Tuvo suerte por el hecho de que Yugoslavia no tenía frontera con la URSS y de que la ayuda occidental le pemlitió esquivar el bloqueo económico comunista. Yugoslavia se convirtió en una anomalía

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internacional, un Estado comunista dependiente de la ayuda americana y de otros países occidentales, un aliado de Grecia y Turquía en el Pacto Balcánico de 1953 y, más tarde, protagonista, con la India de Nehru y el Egipto de Nasser, del neutralismo y la no-alineación. La secesión yugoslava no sólo suponía el final de los proyectos de una unión balcánica en tomo a un núcleo yugoslavo-búlgaro, sino que implicaba también rupturas diplomáticas y económicas con los países satélites restantes y cambios en las relaciones de Yugoslavia con sus vecinos no comunistas. La separación de Yugoslavia contribuyó asimismo a la derrota de la rebelión comunista en Grecia y a la solución, en 1954, del problema de Trieste mediante división {Italia acabó renunciando a su reivindicación a la totalidad del Territorio Libre en 1975); hizo que se desvaneciese el mito de que un gobierno comunista que no se subordinase a Moscú era un contrasentido, algo carente de toda lógica; por último, desencadenó una caza de brujas en el bloque satélite, donde los rnsos se vieron en la obligación de eliminar a los comunistas que pudieran sentir simpatía por Tito o verse tentados a seguir sus pasos. La consecuencia más espectacular de la ruptura fue el juicio de Laszlo Rajk en Hungría. El secretario general del partido húngaro, Matyas Rakosi, se había hecho sospe· choso pero sobrevivió al admitir sus errores. Luego, en septiembre de 1949, Rajk y otros comunistas húngaros fueron procesados bajo un compendio de acusaciones de las que se confesaron culpables, y que incluían el espionaje en favor del régimen prebélico de Horthy, en favor de la Gestapo nazi, de Estados Unidos y Gran Bretaña y, más significativamente, de Tito. El juicio fue una manifestación anti-Tito, tanto más enérgica cuanto que acabó con la ejecución del acusado. Esto mismo se repitió en todas partes. En Bulgaria, el veterano comunista Traicho Kostov, que había sido expulsado del parti· do en marzo de 1949, fue arrestado en junio y, junto con otros, juzgado y ejecutado en diciembre. Las acusaciones iban desde el trotskismo al titoísmo; su fundamento era la conspiración contra el Estado. En Albania, Koci Xoxe, que había fomentado una unión con Yugoslavia, fue eliminado por su rival antiyugoslavo, Enver Hoxha (quien sobrevivió a un intento angloestadounidense de derribarlo en 1949 y a un golpe de Estado ruso después de la discusión con Kruschev en 1960, desalojó a sus antiguos amigos chinos en 1978 y murió en 1985). En Polonia, Gomulka perdió el atributo de respetabilidad que le quedaba al ser expulsado del comité central del partido, en compañía de otros más, tras unas acusaciones de colaboración con la dictadura de Pilsudski y con la Gestapo, y de nacionalismo y desviacionismo. Sin embargo, no fue procesado. Moscú prefirió fortalecer su posición en los estados satélites más importantes enviando al mariscal soviético Konstanty Rokossovski a Varsovia, donde se hizo ciudadano polaco y ministro de Defensa. En Checoslovaquia, la secesión de Tito y el juicio de Rajk fueron seguidos por una purga de pro titoístas sospechDSos y de comunistas que habían pasado los años de la guerra en Londres. Entre las víctimas se contaba el ministro de Asuntos Exteriores, Vladimir Clementis, que dimitió en marzo de 1950 pero al que no se sometió a juicio. A finales de 1951, comunistas que integraron el grupo de Moscú durante la guerra, y entre los que se encontraba el secretario del partido, Rudolf Slansky, fueron juzgados en procesos que tenían un marcado tinte antisemita y cuya intención parecía ser utilizar a los judíos como chivos expiatorios de las impopularidades del régi· men. Estos años fueron críticos para el dominio de Stalin sobre los satélites o, a juzgar por las medidas adoptadas por Rusia, fueron considerados críticos por él. Al rechazo del Plan Marshall en 1947 había seguido el bloqueo ruso de Berlín y una acción más mili·

tante por parte de los comunistas en Europa occidental (particularmente en Francia e Italia), pero esas empresas habían fracasado y su fracaso coincidió con un desafío al dominio ruso en Europa oriental que tuvo éxito en Yugoslavia y que parecía que iba a ser contagioso. La primera respuesta de Stalin fue dura y práctica: pisoteó, donde pudo, las amenazas a los intereses rusos. Además, contribuyó al aparato de la integración comunista de dos maneras: creando con el Comec:on una institución para la asimilación económica, y creando también los comienzos de la coordinación militar. Estas medidas aunque concebidas primordialmente como réplicas a .las medidas occidentales y aunqu~ no se desarrollaron durante el resto de la vida de Stalin, afectaron en último término a la naturaleza de las relaciones entre la URSS y sus vecinos satélites. El Comecon -Consejo de Ayuda Económica Mutua- se creó en enero de 1949 como reacción frente al Plan Marshall. Sus miembros fundadores fueron la Unión Soviética, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria, a los que casi inmediatamente se unió Albania y, un año después, la República Democrática Alemana. En la forma, era una asociación de estados soberanos: la propaganda comunista acusaba en aquel tiempo al Plan Marshall de ser un mero instrumento de los estadounidenses para anular las soberanías europeas. Pero en el Comecon no fue cuestión de insistir en modo alguno, duran· te mucho tiempo, sobre el derecho soberano a disentir, y la exclusión de Yugoslavia subrayó la dominación soviética. Durante diez años, el Comecon careció de estatutos, tuvo una pobre sede y una minúscula plantilla en Moscú, y muy pocas actividades. En la medida en que era algo más que un gesto antiestadounidense, constituía un apéndice de la política rusa (perseguida principalmente por otros medios) de utilizar la planificación para ajustar las economías satélites a las necesidades soviéticas y no para desarro~ llar la zona en su conjunto en interés de todas sus partes. Los propios gobiernos satélites se encontraban en el proceso de adoptar el rígido sistema comunista de planificación, estableciendo objetivos nacionales y dando instrucciones a cada empresa individual sobre la medida en que debían contribuir al conjunto (un sistema que el jefe de la Comi· sión de Planificación Estatal en Moscú, Nikolai Voznesensky, estaba tratando de reformar hasta que Stalin lo destituyó en marzo de 1949). Hasta la crisis de mediados de los años cincuenta, el Comecon se ocupó modestamemte de la investigación estadística, los intercambios técnicos y la promoción de tratados comerciales bilaterales y .triangulares, pero desde 1956 se introdujeron cambios considerables. Se establecieron doce comisiones permanentes en diversas capitales, se admitió a Yugoslavia y a China como observadores, se elaboró una Carta constitucional que entró en vigor en 1960, se creó un órgano ejecutivo en 1962 y las reuniones de estos distintos organismos se hicieron regu· lares y frecuentes. El Comecon organizó la ayuda material y financiera para Hungría tras la revolución de 1956, promovió la planificación conjunta y la inversión, y extendió la cooperación de los estados satélites sobre una amplia base multilateral; por ejemplo, para la distribución de energía eléctrica y en la construcción de oleoductos. En cuestiones militares, Moscú ejerció el control y la supervisión por medio de oficiales de las fuerzas satélites que habían recibido entrenamiento en la URSS y se consideraban fiables. El envío del mariscal Rokossovski a Varsovia fue un gesto inusitadamente abierto y elevado, pero que tenía numerosos paralelismos a niveles inferiores. En 1952, esta política de tentáculos se complementó con la creación de un comité de coordinación militar con el mariscal Bulganin como presidente, y en una conferencia en Varsovia celebrada a finales de ese año se constituyó un Estado Mayor General combinado, con sede central en Cracovia bajo el mando de un general ruso. Se fornen-

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taran instalaciones militares, que entrañaban considerables desplazamientos de población, a lo largo de la costa báltica, en Polonia y Alemania oriental y en tomo al Mar Negro. Los estados satélites estaban aportando en esta fase a las fuerzas militares y de seguridad algo así como un millón y medio de hombres, estaban contrayendo una carga financiera proporcionada y se les estaba obligando a ajustar sus industrias, sus revoluciones industriales y sus planificaciones económicas a las exigencias militares del bloque, según la estimación de la URSS. No hubo, sin embargo, un tratado formal de defensa multilateral hasta que, después de la muerte de Stalin, la admisión de Alemania Federal en la OTAN precipito la creación, en mayo de 1955, del Pacto de Varsovia. Este tratado, al que pertenecían como miembros la Unión Soviética y todos sus estados satélites, se definió como un acuerdo regional de autodefensa dentro del significado del artículo 52 de la Carta de las Naciones Unidas y fue renovado en 1975 y 1985. Creó organizaciones conjuntadas con sede en Moscú bajo el mando del mariscal Koniev. De manera incidental, regularizó la presencia de tropas rusas en Rumania y Hungría, donde de otro modo no hubieran podido permanecer legalmente una vez caducados los derechos de ocupación en Austria, a raíz del tratado que restableció la soberanía austríaca en ese año. En general, el Pactó de Varsovia era una formalización de las disposiciones ya existentes y, en esta fase, añadió poca cosa sustancial a las mismas. La pertenencia a la Alianza se convirtió, sin embargo, en la piedra de toque de la fiabilidad de los asociados de Moscú durante la guerra fría.

La muerte de Stalin en marzo de 1953 estimuló la inquietud. Su muerte no la inició: había habido huelgas en Checoslovaquia, por ejemplo, el año anterior. Pero en junio de 1953 se desencadenaron en Alemania oriental desórdenes todavía más graves, que el gobierno fue incapaz de controlar sin recurrir a la ayuda de los tanques rusos. En Hungría, decenas de miles fueron internados en campos durante una campaña dirigida en particular contra los campesinos, la mayoría de la población. En 1954, los soviéticos dieron muestras de un cambio de parecer en sus relaciones con sus vecinos, al vender a los gobiernos satélites la participación rusa en las sociedades conjuntas creadas tras la guerra para el control de las empresas industriales y comerciales clave y, aproximadamente al mismo tiempo, la liquidación de Beria y del mando policial en la URSS se copió mucho más lejos: en Hungría, el jefe de la policía de seguridad, Gabor Peter, fue condenado a cadena perpetua, y el primer secretario del partido, lstvan Kovacs, fue obligado a confesar arrestos injustificados y testimonios falsos. En 1956, Polonia y Hungría dieron un testimonio más crudo de la inseguridad del dominio ruso. En junio de 1956 hubo huelgas y disturbios en la ciudad polaca de Poznan, dirigidos principalmente contra los bajos salarios que se pagaban por largas jornadas de tra· bajo. El descontento en la industria coincidió con un fermento intelectual y con manifestaciones católicas en agosto en Czestochowa, lugar donde existía un santuario de la Virgen María especialmente venerado. Gomulka asistió a una reunión del comité cen· tral del partido en julio, y cuando Bulganin y Zhukov llegaron desde Moscú confiando en poder participar, no fueron admitidos. El primer secretario del partido, Edward Ochab, llegó a persuadirse en determinado momento de que Gomulka debía ser readmitido en el favor y en el poder; durante las visitas que realizó a la URSS y a China,

Ochab pareció convencer a los chinos, pero no a los rusos, de la necesidad de esta restitución. En octubre, el politburó decidió reconstituirse admitiendo a Gomulka y excluyendo a Rokossovski. El 18 de ese mes llegó una importante delegación rusa inte· grada por Kruschev, Molotov, Mikoyan y Kaganovich, y tropas soviéticas destacadas en Polonia y Alemania oriental comenzaron a hacer maniobras. Gomulka formaba parte del equipo polaco elegido para hacer frente a los visitantes. A estos últimos no se les permitió asistir a una reunión del comité central polaco y, tras veinticuatro horas, se marcharon. Se pronunciaron palabras duras, pero las medidas drásticas se contuvieron. A Gomulka se le nombró primer secretario el 21 de octubre. El 29 de ese mismo mes, Rokossovski salió para Moscú. Gomulka le siguió a los pocos días. El resultado de estos acontecimientos fue que los rusos, que presumiblemente habían ido a Varsovia con la intención de poner freno a Gomulka y a su partido, decidieron aceptarlos, tras una rápida ojeada. La alternativa, una intervención directa de las fuerzas rusas en Polonia, era demasiado arTiesgada porque las fuerzas soviéticas habrían podido muy bien encontrar resistencia por parte del ejército polaco, y una lucha en Polonia podría haber conducido a serias dificultades en otros países. Gomulka era un comunista y no se hacía ilusiones sobre la necesidad de Polonia de mantenerse en términos razonablemente amistosos con la URSS. No se proponía sacar a Polonia del Pacto de Varsovia ni compartir el poder con los no comunistas. Con él se podía convivir. Si inicialmente los rusos habían temido que un nuevo gobierno polaco arriesgase demasiado los intereses esenciales de Rusia, pensándolo bien, llegaron a la conclusión de que Gomulka no rebasaría los límites tolerables. En diciembre, un nuevo tratado les concedió el derecho a retener sus tropas en Polonia. En Hungría, la revolución que se produjo inmediatamente a continuación del acuerdo en Polonia, sí excedió estos límites. Tras la muerte de Stalin, lmre Nagy fue elevado al rango de primer ministro en una oleada de relajación general y de reacción contra los hombres duros de la vieja escuela. En abril de 1955, sin embargo, fue expulsado por Rakosi, que pasó a ocupar el puesto él mismo, y lo conservó hasta julio de 1956. Pero Rakosi era incapaz de contener la creciente marea de oposicióo que emanaba tanto del círculo de Petofi (centro de debate intelectual y de descontento) como de la profunda antipatía hacia Ttto, su vecino del sur. Cuando incluso el órgano del partido, Szabad Nep, se volvió contra él, los rusos se percataron de que se había convertido en un estorbo, y apostaron por Erno Gero. Pero Gero tampoco gustaba a los descontentos ni a Ttto y, en octubre, Nagy recuperó de nuevo el poder. Fue, de hecho, si no rehabilitado, al menos sí confirmado por los rusos, que se habían visto obligados a llegar a la conclusión de que Rakosi, Gero y los comunistas de esa índole debían desaparecer. Los soviéticos habían comenzado sus operaciones militares contra Budapest el 24 de octubre, pero al día siguiente, Mikoyan y Suslov llegaron a esta ciudad y dieron a conocer su aceptación de un régimen Nagy, ~in saber, quizá, qué clase de gobierno se proponía éste formar. Todo dependía de si era capaz de dar forma a una política aceptable tanto para los rusos como para el movimiento nacionalista húngaro que resurgía. Anunció su gobierno el 27 de octubre e incluyó en él a dos líderes del suprimido Partido de los Pequeños Propietarios, Zoltán Ttldy y Bela Kovacs. Al día siguiente, se acordó un alto el fuego y, un día después, las tropas rusas comenzaron a retirarse de Budapest. Entonces, Nagy anunció el final del régimen de partido único y la completa evacuación de las tropas soviéticas de Hungría. Nagy había llegado ya mucho más lejos que Gomulka y es probable, aunque no seguro, que hubiese sobrepasado los límites de lo que los rusos consideraban

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DESPUÉS DE STALIN

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tolerable. Para el 30 de octubre, parecía que las tropas soviéticas en retirada estaban preparando su regreso o, por lo menos, estaban volviendo a ser desplegadas con vistas a un posible retomo. La suerte estuvo echada, bien el 31 de octubre, cuando a Mikoyan y a Suslov se les comunicó que Hungría pretendía abandonar el Pacto de Varsovia, o, a más tardar, al día siguiente, cuando Nagy hizo una declaración pública en este sentido y afirmó que Hungría pasaría a ser un país neutral. En esa fecha, los rusos formaron un gobierno alternativo bajo la presidencia de Janos Kadar, y cuando, dos días después, el general Pal Maleter, ministro de Defensa de Nagy, fue a negociar con los rusos la retirada de sus tropas, fue secuestrado. Budapest fue atacada el 4 de noviembre (el día en que Gomulka fue a Moscú) y, acto seguido, la revolución se sofocó rápidamente. Miles de húngaros fueron deportados a la URSS o ejecutados. Kadar se afanó en gobernar Hungría dentro de los límites impuestos por Moscú: sin elecciones y sin retirada del Pacto de Varsovia. Gobernó durante treinta y dos años. Estuvo en buenos términos con Kruschev. Proclamó una amnistía general en 1963, cultivó un estilo comparativamente poco autocrático, mitigó el uso de la tortura y el encarcelamiento, y permitió la discusión y la .introducción de reformas económicas. Bajo Gero, un mediocre economista, la producción industrial de Hungría se aumentó en principio, pero la productividad de una fuerza de trabajo ampliamente aumentada no mejoró, sólo hubo lastimosas inversiones en maquinaria y tecnología, y cuando la fuerza de trabajo' dejó de crecer, la producción industrial se redujo a cero. La inversiones en carreteras, vivienda, educación e investí· gación eran insignificantes. Hacia mediados de la década de los setenta los economistas abogaban por un drástico abandono de la planificación y la dirección económicas centralizadas, la liberación de las fuerzas del mercado de oferta y demanda, y planes para colocar los beneficios de empresas concretas entre los trabajadores, el Estado y la reinversión. Estas discusiones fueron abiertas e incluso emitidas por televisión. Pero las barreras intelectuales caían más rápidamente que las políticas. Las reformas re?les fueron poco valientes y el partido gobernante poco atrevido y, a diferencia de sus homólogos en Polonia y Checoslovaquia, pequeño. La represión de la revolución húngara constituyó uno de esos actos políticos brutales que infligen grave daño a quien los perpetra, pero que se emprende, a pesar de todo, en la idea de que, de otra forma, se produciría un daño aún más grave. Los partidos comunistas perdieron considerable número de afiliados e incluso los gobiernos comu· nistas que estimaban que Nagy había ido imprudentemente lejos, se estremecieron ante el despliegue de la fuerza soviética. Sin tardar mucho, encontraron una nueva causa de inquietud en la ruptura ruso-china. Se consideraba que los chinos habían dado a los rusos un buen consejo en relación con Polonia y Hungría -por ejemplo, consentir cambios y, en Hungría, utilizar la fuerza sólo una vez que Nagy hubiera dado a la revolución una orientación anticomunista-y Chu En-lai visitó Polonia y Hungría a principios de 1957 para consolidar esta ventaja y hacer hincapié en la necesidad de unas buenas relaciones ruso-chinas. La manera en que Kruschev trató a continuación la disputa con Pekín perturbó a los líderes de los países satélites, a los que no gustaba la insistencia de Kruschev por sacarla a la luz y la forma en que presionaba a los comunistas para que tomasen partido. En junio de 1960, Kruschev utilizó el congreso del partido rnmano para preparar una manifestación contra los chinos, y aunque en noviembre de 1961 ochenta y un partidos comunistas (sólo Yugoslavia se abstuvo) firmaron en Moscú una declaración tendente a atenuar las tensiones y a tapar la fisuras, Kmschev continuó, hasta su caída en 1964, dirigiendo una campaña pública contra los chinos. En esta cues-

tión, Rumania se puso a la cabeza, primero persistiendo en sus intentos de resolver las disputas y, más tarde, rehusando significarse o tomar partido por uno u otro lado. Gheorghe Gheorghiu-Dej, dirigente virtual del país desde el final de la contienda (y dirigente indiscutible tras la caída, en 1952, de Ana Pauker, Vasile Luca y otros líderes moscovitas), también retó a los rusos en el Comecon, donde, en 1962, Kruschev propuso crear un órgano de planificación supranacional con facultades para dirigir la inversión en todo el bloque, y prescribir qué debía y qué no debía hacerse en cada Estado miembro. Los rumanos, que deseaban una planta siderúrgica pero a los que se había adjudicado el papel de productores de materias primas, invocaron el principio de la soberanía nacional, que los propios rusos habían ensalzado tanto cuando se fundó el Comecon. Mostraron su insatisfacción celebrando un acuerdo por separado con Yugoslavia para un proyecto hidroeléctrico en las Puertas de Hierro del Danubio, proponiendo que China fuera un miembro de pleno derecho del Comecon y amenazando con abandonar la organización. Los líderes rumanos visitaron París, Londres, Ankara y otras capitales no comunistas. Tras la muerte de Gheorghiu-Dej en 1965, su sucesor como secretario del partido, Nicolae Ceaucescu, habló también de la disolución del Pacto de Varsovia y de la pérdida de Besarabia en favor de la URSS veinticinco años antes. Después de una diplomática visita de Breznev a Bucarest, en julio de 1965, las propuestas rumanas menos plausibles cedieron a medida que se reafirmaba la propia realidad de la situación. Rumania continuó afirmando su idiosincrasia al establecer relaciones diplomáticas con Alemania occidental en 1967. El año 1968 trajo un nuevo desafío de otra parte: Checoslovaquia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, el Partido Comunista checoslovaco no era, en contraste con sus vecinos, ni ilegal ni clandestino. Era el segundo partido político en importancia del país. Escapó al compromiso de la alianza general comunista con Hitler en 19.39-1941, porque Checoslovaquia estaba ya entonces ocupada por los alemanes, y sus partidos proscritos. Desempeñó un papel patriótico durante la guerra y emergió de ella como el mayor partido político, debido a la proscripción del colaboracionista Partido Agrario. Su líder, Klement Gottwald, era, por consiguiente, el lógico primer ministro. Él y sus colegas habían actuado antes de la contienda en un sistema democrático, y estaban cooperando ahora con otros partidos en lo que era al principio una genuina coalición de todos los grupos antifascistas. Las primeras elecciones de la posguerra confirmaron la posición de Gottwald al conceder a los comunistas el 39% de los votos, el porcentaje mayor. Por otra parte, cuando en 1948 los partidos no comunistas trataron de socavar la autoridad comunista (un propósito legítimo) dimitiendo en bloque del gobierno y óbligando al presidente Benes a establecer un gobierno de funcionarios (procedimiento dudosamente democrático), Benes respaldó a Gottwald, y el proyecto se vino abajo. Pero también ocurrió lo mismo con el genuino gobierno de coalición. Los comunistas empezaron a ridiculizarlo y a gobernar, cada vez más, por medio de la tiranía y del terror. Checoslovaquia se convirtió en un Estado policial. La secesión yugoslava dio a Gottwald un motivo y una excusa para hacer más severo su control (hubo más ejecuciones en Checoslovaquia que en ninguna otra parte) y los crudos años de la guerra fría, con sus discursos sobre medidas estadounidenses para liberar Europa oriental, pusieron sordina a toda crítica al gobierno que fuera mínimamente significativa. Aunque se desconfiaba del gobierno, no tuvo éste una oposición seria. El miedo a la policía ahogó las palabras e impidió la organización. Dentro del propio partido

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gubernamental, el debate se atrofió. Ni siquiera los acontecimientos de 1956 en Polonia y Hungría produjeron reacción visible en Checoslovaquia, que pasó a ser considerada como el más dócil de los estados satélites. Presidiendo esta inercia estaba Antonin Novotny, primer secretario del Partido Comunista checoslovaco desde 1953 y presidente de la república des~e 1957. Novotny era un checo que despreciaba a los eslovacos y que no lo disimulaba. Esta fue una de las razones de un movimiento contra su liderazgo que condujo a su destitución del puesto que ocupaba en el partido, en enero de 1968; de la presidencia, en marzo; y del partido, en mayo. Le sucedió en el primero de los puestos el primer secretario del Partido Comunista eslovaco, Alexander Dubcek, y en el segundo, el general Jan Svoboda. El primero y más importante de estos cambios se efectuó en una reunión especial del comité cen- · tral del partido convocada para salir de un punto muerto en el Presidium. Significó un cambio total de poder dentro del partido, en gran medida instigado por los eslovacos. Dubcek, además de ser un nacionalista eslovaco, era un reformador económico, como gobernante relativamente humano y en economía relativamente liberal: el tipo de comunista que hace a otros comunistas parecer particularmente tiránicos e incompetentes. Para Moscú suponía un enigma y durante ~arios meses su cabeza colectiva no pudo decidir sobre qué pensar o qué hacer con él. Las primeras medidas de nuevo gobierno eran ambiguas y sin amenazar explícitamente el monopolio comunista del poder o el Pacto de Varsovia, pero su Programa de Acción, publicado en abril, y una promesa de elecciones en mayo, pusieron a Moscú en un dilema que resolvió a finales de agosto con la invasión. Checoslovaquia era un país industrial que se veía particularmente entorpecido por la construcción del telón de acero. Económicamente, su mitad oeste pertenecía al mundo occidental, aunque no fuera así en el caso de Eslovaquia. La economía del país se recuperó de un modo aceptable después de la guerra pero tuvo poco movimiento e incluso se estancó en los sesenta. Su capacidad de preguerra en la fabricación y exportación de bienes de consumo fue minada por la insistencia rusa de ampliar la industria pesada, cuyos productos necesitaba la URSS y que no tenía mercados fuera del bloque de satélites, ya que en ténninos occidentales su tecnología era anticuada. Sus métodos eran (como los polacos) peligrosamente contaminantes. Producía dos veces más acero de lo que podía vender. Se aisló del resto del mundo. El patrón estándar de dirección y control centrales de los comunistas produjo un anquilos;:uniento, y los nuevos intereses creados en la industria pesada impidieron la vuelta a los bienes de consumo. Éstos serían, sin embargo, especialmente vulnerables, caso de producirse un proceso de desarme. Checoslovaquia evitó endeudarse excesivamente con Occidente, a escala polaca o húngara, pero rio podía reajustar ni arreglar su economía sin el capital occidental. Los economistas estaban al tanto de estos peligros. Se iniciaron unas reformas, básicamente ineficaces, en 1958 y el comité central del partido gobernante aprobó, en 1965, un programa de mayor alcance para la descentralización de la gestión industrial, elaborado por el profesor Ota Sik. Ideas similares se habían discutido en los países vecinos, incluyendo la misma URSS, y en Hungría se habían adoptado medidas más radicales que las de Sik. En 1968 no había razones imperiosas para suponer que Moscú veta· ría este tipo de política económica que el gobierno de Dubcek quería poner en práctica. Pero la presión para efectuar dichos cambios iba acompañada de una segunda clase de fermento. La descentralización de la gestión económica se equiparó a la liberaliza· ción de controles y a la participación obrera (o democracia industrial) y estas renden·

cías coincidieron de manera natural con las demandas de una mayor libertad -con carácter general y, en particular, de libertad de expresión en la prensa y en la radio- y de democratización de la política del partido y del Parlamento, todo lo cual planteó pro· blemas todavía más graves para los guardianes rusos del orden establecido. Si bien en enero de 1968 los rusos habían decidido aparentemente que Novotny había perdido el control y se podía prescindir de él, y que Dubcek era aceptable como sustituto (proclamó la solidaridad de Checoslovaquia con la URSS y visitó Moscú inmediatamente después de su nombramiento), un par de meses después Breznev y sus colegas empezaban a preocuparse por el programa de reformas de Dubcek y también, quizá, porque era probable que éste se viera forzado a ir más lejos en una dirección liberal como consecuen· cia del entusiasmo que había despertado el cambio de gobierno en Praga. Este cambio había sido seguido de un considerable relajamiento de la censura, de cierto número de reformas ministeriales y de la perspectiva de democratización política, así como de liberalización económica. Se habló de elecciones y de que Dubcek estaba sujeto a presión popular para efectuar reformas internas tan radicales que no podrían dejar de suscitar preguntas sobre las relaciones exteriores de Checoslovaquia. Dubcek se había ocupado de establecer contactos personales con los líderes rusos, polacos y húngaros antes de reunirse con los rumanos, ligeramente suspicaces, y durante un par de meses sus vecinos no evidenciaron ninguna desconfianza en relación con él o con su nueva trayectoria, pero, desde finales de marzo, comenzaron a aparecer críticas en Alemania oriental y en Polonia, y es razonable suponer que los rusos pudieron haber empezado a preguntarse si los cambios en Checoslovaquia no eran más importantes de lo que habían parecido a primera vista. La confianza de los reformistas estaba creciendo y suscitaba cada vez mayores expectativas populares. Su Programa de Acción, presentado a comienzos de abril, contenía proyectos radicales concernientes a la reorganización de las respectivas funciones del partido y del gobierno, la rehabilitación de las víctimas de la.s purgas de 1949, la posición de Eslovaquia, el restablecimiento del Parlamento y cierta libertad para partidos de segundo orden (dentró del frente nacional que los comunistas continuarían controlando). El radicalismo de Dubcek, sin embargo -a diferencia del de Gorbachov en los años venideros-- era limitado y confiaba de una manera un tanto imprudente en su habilidad para remodelar el Partido Comunista y garantizarse el apoyo a su programa. Hizo oídos sordos a las advertencias de acciones militares por parte de Moscú. Desde el punto de vista ruso, el Programa de Acción era reprobable en sí mismo y doblemente reprobable en el contexto más amplio de la Europa central y oriental. Traía la libertad personal y política al centro de un debate que difícilmente permanecería limitado a Checoslovaquia. La primera gran conmoeión en el bloque comu· nista de la posguerra la causó el ejemplo de Yugoslavia en 1948; la segunda, los ejem· plos de Polonia y Hungría en 1956. Ambos habían requerido, y justificado a ojos de Moscú, el recurso a medidas violentas que incluían el asesinato legal y la fuerza de las armas. Era vital impedir que Dubcek diese un tercer mal ejemplo. Rumania, particu· larmente desde el acceso al poder de Ceaucescu en 1965, había estado haciéndose incómoda en el Comecon y en la Organización del Tratado de Varsovia; había dejado de asistir a las reuniones de esta última. Tito estaba todavía vivo y dinámico (estos dos dirigentes habían de visitar Praga en agosto con pocos días de diferencia uno del otro y para ser objeto de una aclamación entusiasta). Checoslovaquia había sido con Gottwald y Novotny un elemento clave en el sector occidental de los dominios euro· peos de la URSS, junto con Polonia y Alemina oriental. La perspectiva de que la

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Checoslovaquia de Dubcek se escapase de este sub-bloque para aliarse con Yugoslavia y Rumania era alarmante estratégicamente a la vez que una inaceptable exhibí· ción de independencia política. Los cambios políticos en Praga, en sí mismos una secuela de cambios económicos y de gestión, podrían tener a su vez consecuencias estratégicas peligrosas. Y algunos en Moscú se empezaban a alarmar ante los signos de pérdida de autoridad por parte de los comunistas en el gobierno de Checoslovaquia, e incluso en su policía. Si los rusos comenzaban a inquietarse con las actividades checoslovacas, lo mismo ocurría con los checoslovacos con respecto a las posibles reacciones rusas, sobre todo en vista del hecho de que la presión popular había inducido a Dubcek a acordar el adelanto a primeros de septiembre del congreso del partido que presumiblemente aclama· ría y defendería encarnizadamente el programa de reformas. A comienzos de mayo, Dubcek y otros líderes de la nueva tendencia fueron a Moscú. Dos semanas más tarde, Kosiguin fue a Praga y otro tanto hizo -al mismo tiempo, pero por separado- el marisq1l Grechko, acompañado por el general Episher, jefe del servicio secreto político del ejército soviético. En junio, las fuerzas del Pacto de Varsovia realizaron maniobras en Checoslovaquia. Éstas estaban programadas desde hacía mucho tiempo, pero fueron considerablemente ampliadas, y los tanques rusos que vinieron con ellas no parecían tener ninguna prisa por marcharse. Esta insinuación o demostración por pane de los rusos coincidió con la publicación de un nuevo manifiesto liberal -las Dos Mil Palabras-, que ejerció una nueva presión reformista sobre Dubcek y agudizó la tensión entre los elementos democráticos y contrarreformistas en Praga. La situación estaba ahora tan peligrosamente cargada que los partidos comunistas francés e italiano trata· ron de mediar y los germano-occidentales, igualmente alarmados por el giro de los acontecimientos, retiraron sus fuerzas de la frontera checoslovaca para desmentir los rumo· res de que ellos y sus aliados estaban instigando una secesión del bloque de Varsovia, o proponiendo aprovecharse de las fisuras que se habían producido en él. La intervención en los asuntos de un vecino, ni era nueva, ni era enteramente injustificable ideológicamente, pero la forma extrema de invasión militar debía evitarse si era posible, quizá para renunciar a ella por completo basándose en algunas estimaciones del daño que tales métodos de mano dura pudieran causar al comunis· mo internacional y al puesto que la URSS ocupaba en él. El debate sobre cómo y hasta qué punto parece haber tenido ocupados a los líderes rusos durante todo el mes de julio y la mitad de agosto. Una primera reunión en Varsovia a la que no asistieron los checos (o los rnmanos} dio lugar a una carta advirtiéndoles que las reformas que proponían equivalían a dejar que el poder escapase de las manos del Partido Comunista. A continuación de esta reunión hubo otra, ésta ruso-checoslovaca, en Cierna-nadTisou, en la frontera eslovaca, celebrada el 29 de julio. Duró cuatro días y a ella le siguió inmediatamente otra, en Bratislava, de todos los miembros del Pacto de Var· sovia, excepto Rumania. Antes de Cierna los rusos publicaron una amenazante declaración, diciendo que se había encontrado un alijo de armas estadounidenses en suelo checo y es difícil juzgar si Cierna no fue sólo un deseo de aparentar. Bratislava reite· ró la amenaza militar. Las tropas rusas se retiraron de Checoslovaquia. La propaganda de Moscú contra Praga cesó. Pero el 20 de agosto los rusos, acompañados de uni • dades germano-orientales, polacas, húngaras y búlgaras, invadieron el país. No es posible decir si la decisión de hacerlo había sido tomada en principio antes de las reuniones de julio, o si se tomó poco tiempo después de éstas. Si hubo un cam·

bio de planes durante el mes de agosto, el acontecimiento que más probablemente lo determinó fue la publicación, el 10 de ese mes, de los nuevos estatutos del Partido Comunista checoslovaco, lo que equivalía al fin del centralismo democrático y a la concesión de sustanciales derechos a los partidos menores. Estos estatutos debían exa· minarse en el congreso del partido un mes más tarde y serían adoptados con toda seguridad, a menos que se tomaran medidas drásticas para cambiar el liderazgo del partido una vez más, e impedir la celebración del congreso. El hecho de que este pro· grama político se hubiese cumplido sólo parcialmente sugiere que los rusos decidieron la invasión de Checoslovaquia con escasa anticipación y no tras una larga y disimulada premeditación. Aunque la invasión fue militarmente precisa y eficiente (las fuerzas armadas checoslovacas no ofrecieron resistencia y el gobierno de Dubcek había dicho que no la opondrían}, sus tácticas políticas habían sido visiblemente confusas y sus objetivos políticos sólo parcialmente alcanzados. Dubcek no fue derrocado. Fue detenido, llevado a Moscú bajo arresto, probablemente torturado, pero luego repuesto. Si, como existen muchas razones para suponer, los rusos esperaban que el Presi·· dium de Praga desplazase a Dubcek y a sus cómplices, instalase un nuevo gobierno y dirigiese una invitación a los rusos para justificar la invasión, estaban mal informados y sus preparativos fueron insuficientes. Llegaron como conquistadores agresivos y, aunque su fuerza era irresistible, tuvieron que negociar con Dubcek y Svoboda. Veinte años de gobierno comunista habían ahogado la vida política y cultural y creado un desastre económico producido principalmente por la conjugación de una burocracia estéril, por un lado, y unas medidas irreales, por otro. Ninguno de los planes quinquenales funcionó según los planificadores lo previeron. Los reformadores en los sesenta, además de ser antirrusos, buscaban una clase mejor de socialismo, que los rusos no podrían tolerar porque la reforma en cualquiera de los satélites era necesariamente una amenaza al sistema estalinista por entero. El símbolo con.creto de este imperativo fue el tratado firmado en octubre, que permitía el estacionamiento de tropas rusas en Checoslovaquia en número indefinido. A Dubcek se le fue degradando pro· gresivamente, fue enviado a Turquía como embajador y llamado de vuelta para ser expulsado del Partido Comunista. La reforma y los reformadores fueron .eliminados. La invasión de Checoslovaquia fue, desde el punto de vista soviético, un mal necesario y una acción muy bien calculada. A pesar de algún estremecimiento que produjo en Occidente, no suponía una amenaza para la paz internacional y no detenía el curso de la distensión ruso-estadounidense: no hubo más que una breve interrupción en las con· versaciones que condujeron a la apertura de las SALT en 1969 y al acuerdo con Bonn en 1970. En su desenvolvimiento durante la crisis, Breznev demostró tener muchas de las cualidades que habían sido muy útiles a Kennedy en la crisis cubana de 1962. Pero la invasión obligó a Moscú a proclamar una doctrina extrema acerca de los límites de la independencia soberana dentro del bloque comunista, y a dejar claro que la distensión ruso-estadounidense no implicaba aflojar las riendas del poder dentro del mismo. Tanto la invasión como la doctrina perturbaron a la Europa oriental, por la violencia de la acción y por las implicaciones de la doctrina, y el uso del Pacto de Varsovia, ostensiblemente antioccidental, contra uno de sus propios miembros, subrayó las tensiones imperantes dentro del bloque veinte años después de su consolidación. Estas tensiones tenían dos orígenes principales: el nacionalismo y los conflictos de intereses económicos. El nacionalismo era endémico en todo el bloque, aunque más débil en unos lugares que en otros. Bulgaria, en un extremo de la escala, respaldó la

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doctrina de Breznev en una nueva constitución en 1971 y, de este modo, elevó el internacionalismo socialista por encima del nacionalismo tradicional y los derechos de los estados. Esto era un eco del comunismo internacional de viejo estilo de Dimi· trov conjugado con la perenne inclinacion de Bulgaria hacia Moscú para contrarrestar las relaciones perennemente difíciles con sus vecinos. (Pero en los años setenta Bulgaria se esforzó por mejorar sus relaciones con Rumania y Yugoslavia e incluso con Grecia y Turquía.) La mayor parte de los europeos orientales, sin embargo, eran tan reacios como los europeos occidenta.les -o como los árabes, para el caso- a subordinar su identidad nacional a organizaciones o a causas supranacionales. Hasta cierto punto, la URSS había contribuido a este particularismo, no solamente por su mano dura en momentos de crisis, sino también obstaculizando asociaciones regionales dentro de su esfera (balcánico-danubiana u otra). Cualquier asociación debía abarcar el conjunto y tenía que incluir desde luego a la propia URSS. Había dos principales órganos de integración de la Europa oriental: la Organización del Tratado de Varsovia y el Comecon. El Pacto de Varsovia era poco más que una expresión y un despliegue del poderío soviético. Sus fuerzas estaban al mando de un comandante en jefe ruso y su cuartel general era una oficina ministerial del alto mando de la URSS. Había sido creada en oposición a la OTAN y su función primordial era hacer frente a las fuerzas de la Alianza Atlántica: en Europa. Pero cualesquiera que fueran sus fines confesados, las fuerzas del Pacto tenían otras potencialidades de las que la invasión de Checoslovaquia era un incómodo recordatorio. La defensa de Europa oriental incluía, según la doctrina de Breznev, el disparar contra los enemigos de puertas adentro. La doctrina suscitó cuestiones sobre la soberanía, no sobre el poder. Todos los países de la Europa del Este sabían que tenían que convivir con el poderío soviético y respetar las limitaciones que éste imponía a la libertad de acción de cada uno de ellos, pero deseaban al mismo tiempo mantener sus derechos c;le soberanía, incluso aunque no pudieran ejercerlos siempre. Para la mayoría, ésta era una vana aspiración, un recurso al pataleo ejemplificado por la continua negativa de Rumania (mantenida a pesar de una visita del mariscal Grerichko a Bucarest en 1973) a participar en las actividades del Pacto de Varsovia, por la simbólica visita de Ceaucescu a Pekín en 1971 y por la recepción de que hizo objeto en Bucarest, en 1972, a los presidentes de Estados Unidos y Alemania Federal. En el Comecon, las tensiones eran más concretas. Comenzó a tener vitalidad a finales de los años cincuenta, tras un origen sonmoliento, y s~ le dotó en 1962 con un Plan Básico de División Socialista Internacional del Trabajo. Este título proclamaba su intención. En 1971 se adoptó un segundo documento básico: el Programa Compuesto para el Desarrollo de la Integración Económica Socialista, que contenía un programa de amplio alcance cuyas previsiones se extendían a quince o veinte años vista (en este año, Albania se unió de nuevo a la organización después de un lapso de nueve años). Los problemas prácticos del Comecon no diferían fundamentalmente de los de cualquier organización internacional que tratase de reconciliar lo bueno de cada parte con lo bueno del conjunto. Sus miembros tenían puentos de vista divergentes sobre sus intereses y la armonización de éstos se veía aún más complicada a causa del poderío absolutamente predominante de uno de ellos, complicación que la CEE, con problemas similares, no tenía. En Europa oriental, la división del trabajo significaba en particular dos cosas: que cada miembro que no fuera Rusia debía concentrarse en una o dos acti· vidades económicas prescritas por la organización en su conjunto, y que las relaciones

comerciales resultantes dentro del grupo debían adoptar en gran medida la fomia de intercambios de estas manufacturas prescritas por materias primas rusas, singularmente petróleo: las exportaciones soviéticas de petróleo a otros miembros del Comecon pasaron de 8,3 millones de toneladas en 1965, a los SO millones de toneladas previstos para 1975. Semejante reparto de esfuerzos parecería bastante natural en un Estado, pero al aplicarse como un paso previo a la unificación política, entrañaba un supranacionalismo del que desconfiaban los miembros -en particular Rumania- porque sustraía las decisiones al control nacional (las mismas objeciones podían oírse en Europa occidental) y amenazaba con reducir a los miembros individuales a la dependencia de una única industria o cultivo, con la consiguiente y suplementaria pérdida de independencia política. Existía también la cuestión de los pagos, el temor a que las condiciones y los beneficios del comercio con el Comecon se manipulasen en desventaja de los hermanos más débiles, fijando arbitrariamente paridades de moneda desfavorables. El Programa Compuesto de 1971 reconocía estos temores, hasta el punto de prever una moneda común o rublo transferible para 1980, después de un período en que la diferentes monedas se equiparasen y se ajustasen entre sí equitativa y permanentemente. Los miembros del Comecon tenían un interés común en elevar su rendimiento económico y los intercambios comerciales entre sí, pero algunos de ellos tenían también interés en comerciar con países que estaban fuera del bloque (y, por consiguiente, producir para éstos): sólo podían satisfacer ciertas necesidades comprando a naciones occi· dentales; podía producirse una expansión más rápida de su comercio si, además de comerciar con países del este, trataban con los del oeste; y había ventajas políticas en una diversificación comercial que redujera la dependencia económica con respecto a uno o dos vecinos. La propia URSS dio un ejemplo, que difícilmente podía denunciar en otros, al concertar con Estados Unidos en 1972 un acuerdo destinado a triplicar el comercio ruso·estadounidense para 1975 (este acuerdo fue rescindido por la URSS a comienzos de 1975, después de que el Congreso de Estados Unidos hubiese insertado en la Ley de Refomia del Comerció de 1974 una enmienda vinculando la expansión del comercio ruso-estadounidense al relajamiento de la política de emigración de la URSS. El autor de la enmienda, el senador Henry Jackson, esperaba facilitar la emigración judía desde la URSS pero sólo consiguió frenar el comercio entre los dos países). A partir de 1973, el Comecon inició conversaciones con la CEE relativas a acuerdos entre esta última y determinados miembros de aquél, incluyendo reducciones de cuota y cláusulas de nación más favorecida. Los países occidentales se sintieron particularmente atraídos por la posibilidad de aumentar sus compras de petróleo no procedente de Oriente Medio. Pero estos horizontes no estaban del todo despejados. El creciente comercio esteoeste coincidió con el aumento en Occidente de la inflación de los precios mundiales de los productos. Los estados de Europa oriental, que experimentaban la inflación en sus propias economías por razones internas -como salarios más altos- se enfrentaron con la alternativa de importar una medida mayor de inflación al tiempo que importa· ban los artículos y materias primas occidentales, o, de otro modo, reducir su comercio. Cuando Rumania, que había vuelto a dirigir la mitad de su comercio exterior hacia países ajenos al Comecon, estaba preparando un nuevo plan quinquenal en 1975, alteró sus intenciones originales reduciendo la parte de las actividades comerciales que se proponía llevar a cabo con el oeste; pero poco dispuesta a retraerse al estrecho círculo del Comecon, comenzó a explorar las perspectivas de un comercio más activo con el

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Tercer Mundo y, con este fin, solicitó y le fue concedida la condición de miembro de la conferencia de países no alineados, convocada en Lima en ese año {pero celebrada en Colombo al año siguiente). Incluso Checoslovaquia, que era permanentemente el Estad? de economía más fuerte y país acreedor dentro del bloque, se vio atrapada en ese ~tierna, en. ~arte a ca~sa del vigor de su comercio e industria. Su comercio con Occidente, facilitado en cierta medida por el establecimiento de relaciones diplomáticas con Alemania Federal en 1973, introdujo en el país artículos de todo el mundo pero a los precios mundiales disparados por la inflación, y, puesto que Checoslovaqui~ no podía abandonar proyectos incompletos que dependían de contratos extranjeros enco~tró ante0 la ~ecesi¿ad de incr~mentar ~I valor de sus exportaciones a Occide~~: en mas del 20 Yo s1 quena pagar sus 1mportac1ones mediante el comercio. En Hungría, la descentralización de los ásuntos económicos inquietaba a los ru Y al ala más conservadora del establishment comunist3. húngaro, pero una visitas~; Breznev a Budapest en 1972 se interpretó como un permanente apoyo soviético a Kadar Y a u~a prude~te liberalización. Sin embargo, Kadar seguía preocupado. La factura de las 1mportac1ones de Hungría aumentó enormemente al producirse una subida de los precios,_ tanto .rusos como mund.ia.les, tan elevada que el gobierno, incapaz de ~lenar este vac10 mediante una productividad y unas.exportaciones mayores, se vio obligado a cargar esos aumentos de precios sobre los consumidores. En el undécimo c~n~reso del ~artido en 1975, el propio Kadar sobrevivió a las críticas, pero su primer mm1stro, Jeno Fo~k.' y otros perso~ajes de alto rango tuvieron que dimitir y se adoptaron nuevas pol1t1cas de austeridad y de vuelta a la centralización, fundamentalmente par~ hacer frente al desbordante déficit de la balanza de pagos. Mucho mas grave desde el punto de vista ruso era el caso de Polonia, donde las dificultades económicas condujeron a la caída del gobierno a consecuencia de las manifest~ciones obreras, un fenómeno raro en cualquier lugar del mundo y menos esperado todavia en un Estado comunista autoritario. Las subidas de los precios de los alimentos provocara~ a finales ~e 1970 huelgas y disturbios que el gobierno trató de controlar por la fuerza, sm conseguirlo. Hubo cuarenta y cinco muertos y más de mil heridos. Gomulka, al que ~e había devuelto el poder en medio de los conflictos de 1956, dimitió. Un nue~o gobierno, ~n.cabezado por Edward Gierek, anuló las subidas de precios, elevó los salarios Y los su~s1d1os de la segu~idad so~ial, importó artículos de consumo extranjeros (a un c~ste c~ns1derable) y depuro el partido y la administración mediante la destitución de func10nanos a todos los niveles, situando a nuevos hombres y mujeres en la mitad de los puestos, tanto claves como intermedios e inferiores. Se concedió a la prensa mayor libertad (pero se restringió de nuevo en 1974), y en 1972, los salarios y subsidios se elevaron otra vez -..exigiendo el gobierno en contrapartida mayor puntualidad y laboriosid~? en el trabajo-y.se eligió un nuevo Parlamento con muchas caras nuevas, pero tamb1en co~ el. consabido 99% de los votos para los candidatos comunistas. Para 197], muchos md1cadores económicos eran tan propicios que cabía hablar de un boom: aumen· t~ la producció.n industrial y agrícola, así como los salarios reales y la inversión y, en cam· b10, permanecieron estables los precios. Pero la otra cara de la moneda fue un increme·nt·o en la factura de las importaciones y en la deuda externa, puesto que el gobierno satisfizo la demanda de consumo y las necesidades de la modernización industrial com· pi:ndo e.~ otros pa~ses, financiando sus compras con préstamos del exterior y alentando la mvers1on extraniera. Hacia 1974, Polonia, como Rumania, estaba realizando la mitad de sus operaciones comerciales con Occidente. Enormes subidas de precios, especial-

mente de los alimentos, condujeron en 1976 a huelgas, tumultos, muertes y duras con· denas de prisión. Se creó un Comité para la Defensa de los Trabajadores (KOR), cuyo objeto era ayudar a las familias de los muertos y presos, y protestar contra la brutalidad de los métodos policiales. Se invalidaron las alzas de los precios, se aumentaron los sala· rios en la industria y los precios de los agricultores y Gierek persuadió a Moscú para que enviara importantes cantidades de alimentos y de maquinaria industrial a Polonia. Se trataba de una política de represión atemperada con alguna concesión. No dio resultado. Los aumentos de salarios acentuaron la demanda de productos de consumo importados y de este modo se incrementaron la inflación y la ya insostenible deuda con los exportadores occidentales. Las muertes de 1970 y 1976 no se olvidaron; nuevas manifestaciones y huelgas de hambre obligaron al gobierno a conceder en 1977 una amnistía a los proce~ados por los disturbios de los años anteriores; y pudo verse a Gierek, que celebró su primera reunión con el cardenal Wysczynski, acudir en petición de ayuda a la Iglesia católica romana. La elección del cardenal Wojtyla al papado -el primer Papa polaco desde que Polonia fue cristianizada 1.000 años antes- tuvo un efecto difícil de cuantificar pero en modo alguno insignificante en un país que se consideraba a sí mismo como la joya de la Contrarreforma. El papa Juan Pablo Il realizó una emotiva visita a Polonia en 1979, que fue un año más de malas cosechas y deuda exterior creciente. La tarea de Gierek empezaba a exceder los límites de su capacidad y los obreros industriales se estaban movilizando, aunque cautelosamente, para otra confrontación con el gobierno. En 1980, se declararon nuevamente en huelga, deteniendo la actividad de los astí· lleras del Báltico en un contexto de deuda externa insostenible, precios por las nubes y grave escasez de productos básicos. Las ganancias de las exportaciones quedaban casi por entero absorbidas por el coste de una enorme deuda externa por encima de los 20.000 millones de dólares que aumentaba cada año en 2.000 millones. La comida era o imposible de obtener o tan cara que resultaba prohibitiva. Los aumentos de salarios de un 10··20%, concedidos por el gobierno en el verano, ~menazaban con agravar la inflación sin hacer la vida tolerable para los receptores. No se podía culpar a nadie salvo al gobierno, pero al mismo tiempo no había forma constitucional de echar la culpa al gobierno o de encontrar remedio o incluso explicación por su parte. Por consiguiente, las huelgas que tuvieron lugar en agosto fueron inevitables y de un matiz claramente político. No sólo no podíail resolverse mediante convenio colecti· vo entre los obreros y sus patronos; tal convenio era en sí mismo imposible, porque no se permitía a los obreros ninguna organización legal que pudiera negociarlo. El sistema no podía solucionar nada. Si los huelguistas permanecían al margen de él, el gobierno tendría que escoger entre usar la fuerza o modificar el sistema. Pero el propio gobierno no era libre para elegir~ Tenía que consultar con la URSS. Gierek fue a ver a Breznev para descubrir qué margen de libertad se le permitía. Ni él ni Moscú querían una confrontación con los huelguistas {que se convertiría en seguí· da en un enfrentamiento con un sector mucho más amplio de la población), pero no podía descartarse el uso de la fuerza por parte de la URSS. Gierek debía averiguar qué era lo que bajo ninguna circunstancia podía conceder, y el acuerdo al que finalmente se llegó con los huelguistas de los astilleros del Gdansk en agosto mostró cuáles eran estos límites. En este acuerdo, firmado por Lech Walesa en representación de los huel· guistas, y a continuación imitado en términos similares en las cuencas carboníferas de Silesia y en otros lugares, los huelguistas aceptaban el papel dirigente del Partido Comunista, el sistema socialista de Polonia y la integración del país dentro del bloque

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soviético. A cambio del reconocimiento de estos límites, los líderes polacos de la oposición, muy disciplinados y de una madurez extraordinaria, consiguieron sobre el papel victorias asombrosas: el derecho a la huelga, el derecho a constituir sindicatos independientes del Estado, una más amplia discusión de la política económica del gobierno, una disminución de la censura, nombramientos y promociones por méritos y sin tener en cuenta la militancia en el partido, salarios y pensiones más altos, promesas sobre las condiciones de trabajo, viviendas, permiso por maternidad, un segundo día libre a la semana y emisiones habituales de los oficios eclesiásticos católicos. Algunas cláusulas eran vagas; otras difícilmente podrían cumplirse sin un milagro económico en el que nadie creía. De todas formas, nadie dudaba que había ocurrido algo extraordinario. Una oposición oficialmente inexistente había forzado a lJil gobierno totalita- · rio, mediante el uso no violento de las fuerzas industriales, a acceder a muchas de sus demandas, a cambiar la Constitución del país y a volver a introducir un diálogo político que había estado completamente ausente durante toda una generación. Los fracasos económicos del gobierno fueron la causa inmediata y más poderosa de su derrota, pero las reivindicaciones de los obreros mostraban hasta qué punto el descontento superaba la esfera puramente material, extendiéndose a cuestiones de libertad y dignidad humanas como el derecho de las agrupaciones industriales a dirigir sus asuntos (algunos) por sí mismos, y expresar y publicar sus propiás opiniones. El control comunista fue firmemente restablecido en su forma militar cuando el general Jaruzelski, primer ministro desde el mes de febrero de 1981, fue designado jefe del partido a finales de ese año. Tras esta acumulación de poderes y para mayor seguridad, impuso la ley marcial. Por el contrario, el control de Walesa sobre Solidaridad se vio debilitado, ya que las medidas dictadas por el gobierno y la detención de algunos de sus miembros más destacados provocaron división de criterios. Cuando se levantó la ley marcial al cabo de un año, el foco central de la oposición se había desplazado de Solidaridad a manos de la más dócil Iglesia católica, tradicionalmente acostumbrada y dispuesta a tratar con el poder laico. Una inestable reconciliación se selló tácitamente con la visita del Papa en 1983, seguida de una amnistía para la mayoría de los presos políticos, que acentuó la confianza del ejército. Pero las tensiones persistieron. No hubo soluciones para la economía y los problemas se agravaron cuando el presidente Reagan aplicó sanciones económicas. La disminución del número de miembros del Partido Comunista continuó, y el asesinato, en octubre de 1984, del padre Jerzy Popieluszko, uno de los sacerdotes sin pelos en la lengua en cuyos sermones elogiaba a Solidaridad en términos patrióticos, reveló todo un hervidero de tensiones internas. Reveló también la insuficiencia del control gubernamental sobre sus propios agentes: el padre Popieluszko fue secuestrado por la policía y torturado hasta morir. La extraordinaria importancia de la protesta polaca radicaba en su fuente: los obre· ros industriales. En la URSS, la protesta contra el mal gobierno había sido endémica durante más de cien años, remontándose a los días de Alexander Herzen; pero era ésta una protesta intelectual, tan ineficaz como honrosa y admirable. Volvió a aparecer en la URSS de la posguerra y en otros lugares como, por ejemplo, Hungría y Checoslovaquia. Pero únicamente en Polonia -y en la República Democrática Alemana (1953)hubo protestas industriales efectivas, y sólo en Polonia tuvieron consecuencias políticas internas significativas. Por esta razón, Stanislav Kania, que sustituyó a Edward Gierek como secretario general del Partido Obrero Polaco, se enfrentó con una situación única en el bloque. Externamente había habido pocos cambios. A pesar de las convulsio-

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nes internas que le llevaron a la cima, Kania tenía que contar con el hecho de que Moscú seguía siendo el dueño y señor. Este dominio se intensificó todavía más como consecuencia de la difícil situación económica polaca. Polonia podía pagar sus deudas o alimentarse, pero no las dos cosas; la comida, que había sido la causa fundamental del malestar durante el verano, podía exportarse para obtener divisas, o bien expenderse en el mercado interior, donde, como consecuencia de los aumentos de salarios con~edidos antes y después de las huelgas, existía más demanda que nunca. Coincidiendo con esto, una mala cosecha estaba incrementando las facturas de importación de grano y mate· rias alimenticias, y aunque los principales exportadores occidentales hacia Polonia -Estados Unidos y Alemania Federal a la cabeza- estaban dispuestos a conceder nuevos préstamos (dentro de ciertos límites), sólo en Moscú podía el nuevo gobierno polaco obtener los créditos a la medida de sus dificultades. Polonia en 1980 era un portento de conflictos dentro del bloque socialista, pero en ningún caso, como en Yugoslavia cuando Tito se enfrentó a Stalin treinta y dos años antes, una parte que pudiera desgajarse de este bloque. Los propios polacos eran conscientes de que la geografía descartaba cualquier posibilidad semejante a la secesión yugoslava y, por la misma razón, estaba también excluida una ayuda económica y política occidental masiva como la que sostuvo a Tito desde 1948. El grado de éxito que Kania podía lograr allí donde Gierek había fra. casado dependía por tanto de la decisión de Moscú, que era el único lugar de donde Kania podía conseguir la ayuda o las concesiones económicas necesarias para mantener el acuerdo con los huelguistas, compromiso que el dirigente polaco no podría cumplir si Moscú optaba por impedirlo. La URSS permitió el acuerdo de agosto como el menor de una serie de males, pero no había garantía de un respaldo permanente, y todavía menos de aprobación de una nueva alteración en relación con la constitución o con el dominio del Partido Comunista. Nunca se dudó que la URSS era capaz de volver a ocupar Polonia y los ejemplos de Checoslovaquia y Afganistán demostraban que al Kremlin no le faltaba decisión para utilizar la fuerza. Había, de todas formas, razones de peso para suponer que era extremadamente contraria a emplear tal método. Estas razones no se derivaban ni del espíritu combativo de Polonia, que podía presumirse tan magnífico e ineficaz como lo había sido en 1939, ni del poder disuasorio americano, puesto que una amenaza militar estadounidense no era concebible y las sanciones económicas -como había puesto de manifiesto la reciente crisis afgana- eran lentas en su aplicación y podían soslayarse fácilmente. Lo que hacía que la URSS se abstuviese de invadir Polonia era la perspectiva de no encontrar allí a nadie que gobernase el país; ningún Kadar, como en Hungría en 1956; ningún Husak, como en Checoslovaquia en 1968. Los comunistas polacos, identificados ya con la catástrofe económica del país y la represión interna, ~10 podían afrontar el nacionalismo polaco desempeñando un papel similar al de aquéllos, así que una invasión rusa entrañaría un control directo de Rusia, como en tiempos del zar. Pero ésta era una política que había sido desechada tanto por Stalin en 1945, cuando arrojó un jarro de agua fría sobre la idea de que los países de Europa oriental se unieran a la URSS como repúblicas soviéticas (exceptuando únicamente los tres estados bálticos), como por Breznev, cuando rechazó en 1970 la pretensión de Gomulka de utilizar fuerzas rusas para salvar su régimen a punto de sucumbir. Dio por perdido al Partido Comunista pala·· coy recurrió al ejército polaco con la esperanza de que Jaruzelski podría, con la ley marcial si fuera necesario, mantener a Polonia como un Estado de partido único y dentro del Pacto de Varsovia. Al no lograr tal resultado, la receta de Stalin para el control de

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la Europa central se encontró, al menos en el caso de Polonia, en ruinas. En 1944-1945, Stalin ocupó esta zona como preludio del establecimiento en ella de gobiernos que fuesen dependientes de Moscú al mismo tiempo que cada uno pudiese ejercer una autoridad suficiente en su propio territorio. Hecho esto, Stalin podría retirar la totalidad o parte de sus fuerzas armadas destinadas en esos países. Pero si la autoridad de los gobiernos se derrumbaba, entonces inevitablemente se venía también abajo el sistema. La URSS tendría que elegir entre tolerar un sistema multipartidista o volver a imponer el dominio militar directo ruso. El nombramiento del general Jaruzelski como primer ministro fue una respuesta provisional a un dilema desesperado. El gobierno militar polaco podría evitar los extremos de un abierto dominio ruso y la competencia política de partidos, pero no podía resolver ni los problemas principales de Polonia ni los de la · URSS en este país. La ley marcial desde 1981 hasta 1983 retrasó el inevitable diálogo con Solidaridad, mientras dañaba aún más la economía, al provocar el enfado de los países occidentales que, dando rienda suelta con Polonia a su disgusto con la URSS, se negaron a renovar sus créditos o a ampliar su comercio.

En 1985, Gorbachov llegó al poder en Moscú, preparado para abandonar el imperio estalinista. En 1989 desapareció. En todos los lugares, excepto en Rumania, desapareció casi sin derramamiento de sangre. El origen de estas revoluciones en Europa central y oriental era similar, y sus resultados por el estilo. El Estado germano-oriental desapareció; en la Europa central el dominio comunista fue decisivamente rechazado y se instalaron gobiernos de centro-derecha; más al este, en Bulgaria y Rumania, el viejo régimen, con una nueva cara, no desapareció tan claramente. En Polonia el gobierno de Jaruzelski intentó conjurar el colapso económico imponiendo dolorosas reformas, pero como su gobierno carecía de legitimidad popular, su programa fue rechazado en un referéndum popular en 1987. Dos años más tarde, en abril de 1989, Jaruzelski, haciendo caso omiso de la oposición de los militares y los comunistas, legalizó Solidaridad. Estuvo de acuerdo en introducir un sistema multipartidista, eliminar la censura en los medios de comunicación y llevar a cabo elecciones para el Senado y el Seym (la Cámara Baja), reservando, sin embargo, para los comunistas y sus aliados menores, dos tercios de los escaños en el Seym. Dos meses más tarde tuvieron lugar las elecciones y los comunistas fueron derrotados de forma aplastante. Después de la segunda ronda de votaciones, Solidaridad había obtenido 99 de los 100 escaños en el Senado y el máximo permitido en el Seym ( 162 de 460). En los escaños reservados muchos candidatos comunistas oficiales no consiguieron obtener el 50% de los votos requeridos para ser elegidos en primera votación. Este resultado produjo consternación en los círculos gobernantes y sorpresa prácticamente en todas partes. Jaruzelski, habiendo dimitido de su puesto en el partido, fue elegido unánimemente para la presidencia del Estado por las dos cámaras del Parlamento, pero los comunistas no consiguieron formar un gobierno aceptable para este último, y sus aliados menores se pasaron al lado de Solidaridad, que se vio empujada inexorablemente, aunque no de manera totalmente voluntaria, a formar gobierno. Después de tortuos~s negociaciones, uno de sus líderes, Tadeus Mazowiecki, se convirtió en primer ministro, y muchos de los comunistas en el Seym votaron por él. Su nombramiento fue bien recibido por Gorbachov. Pero la eco-

nomía continuó cayendo en picado tan desastrosamente que la Comunidad Europea estableció un fondo especial de emergencia para comprar comida para Polonia y aportar subvenciones a tres años de la propia CE, sus miembros principales, Estados Unidos y Japón. A lo largo de la década los salarios perdieron un quinto de su poder de compra, la inflación ascendió a cerca del 500% al año, y la deuda polaca con Occidente fue de 35.500 millones de dólares, con mucho la más grande de los satélites. (Hungría, 13.700 millones, a principios de 1989, era la más alta per cápita. Otros eran: Alemania oriental, 7.600 millones; Bulgaria, 5.400 millones¡ Checoslovaquia, 4.000 millones; Rumania, 3.900 millones, aunque Ceaucescu tomó la extravagante decisión de liquidarla casi por completo. Yugoslavia debía a Occidente 17.600 millones de dólares.) En 1990, Jaruzelski se retiró de una situación desesperada, al dimitir prematuramente de la presidencia, que inmediatamente fue disputada tanto por Lech Walesa, que demandaba acciones más rápidas, pero sin especificar cuáles, como por el más prosaico y reflexivo Mazowiecki: el hombre del destino que había desafiado el orden comunista, contra el hombre que aparecía a los ojos de muchos mejor preparado para recoger las pedazos. La contienda se vio alterada de una manera singular por la incursión de un tercer candidato, Stanislaw Tyminski, que había pasado los veinte años anteriores en Canadá y Perú haciéndose (eso dijo) millonario, y prometía hacer lo mismo con innumerables polacos. Dejó a Mazowiecki en tercer lugar en la primera vuelta y, aunque fue sobrepasado con mucho por Walesa en la segunda, consiguió un cuarto de los votos emitidos. La terapia de choque impuso cargas casi intolerables para poder enfrentarse con las enormes deudas en las que se había incurrido en los setenta y ochenta con el Club de París de entidades crediticias occidentales y con bancos privados y para poder comenzar de nuevo. Estados Unidos, seguidos por Gran Bretaña y Francia, cancelaron dos tercios de sus deudas como una contribución a, y como recompensa por, la democracia; la CE concluyó un eficaz tratado de asociación y el FMI proveyó de fondos a cambio de drásticas reducciones en los gastos de gobierno, incluyendo planes y beneficios sociales. La hiperiilflación se redujo a la menos terrorífica cifra del 60% al año, pero el desempleo se duplicó y los ingresos continuaron cayendo. Walesa y el Parlamento estaban enfrentados por las soluciones y la distribución de poder: Walesa, que había jugado un papel central para elim.inar el dominio comunista, encontró desagradable adaptarse a la democracia parlamentaria. Los partidos proliferaron. De 67 que tomaron parte en las elecciones, 29 consiguieron ensayos -pluralismo con venganza-. La Unión Democrática de Mazowiecki y la SLD (Alianza de la Izquierda Democrática, ex comunista) obtuvieron el primer y segundo puesto, respectivamente. Walesa no consiguió hacerse nombrar primer ministro además de presidente. En 1993 la SLD, con sus aliados del Partido Campesino, ganó las elecciones, y el líder de éste, Waldemar Pawlak, se convirtió en primer ministro. Pero la personalidad poco acomodaticia de Walesa, su insistencia en controlar los nombramientos de responsabilidad y sus deseos de ser reelegido, a pesar del declive de su popularidad, contribuyeron a la inestabilidad política. Pawlak fue hecho salir del gobierno después de poco más de un año y fue reemplazado por el ex comunista Josef Oleski. Las elecciones presidenciales en 1995 se redujeron a una lucha entre Walesa y el candidato de la SLD, Alexander Kwasniewski -joven, inteligente, pero antiguo comunista, que había ocupado un puesto en el último gobierno comunista de Polonia-. Durante la campaña, Walesa recuperó mucha de su perdida popularidad pero, a pesar del agresivo apoyo de la jerarquía católica, que se centró en pasadas batallas ideológicas en lugar de problemas eco-

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El FINAL DEL IMPERIO

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nómicos del momento, fue derrotado por estrecho margen por sus oponentes, que estaban mejor organizados y tenían miras más amplias. Los asuntos exteriores de Polonia marcharon con una tranquilidad poco usual. Walesa reconoció las fronteras polacas existentes, no había fronteras con Rusia y no quedaban alemanes en Polonia. En Hungría, el mismo mes de las elecciones polacas, el cuerpo del asesinado lmre Nagy fue traído a Budapest, donde se le dio un nuevo entierro, que se transformó en una vasta manifestación contra el régimen. El gobierno de treinta y dos años de Kadar había llegado a su fin el año anterior (murió en 1989). Había abogado por las reformas económicas antes de la llegada de Gorbachov en la URSS, pero después de este acontecimiento, su concepto de reforma apareció demasiado pobre y fue sobrepasado por un nuevo ímpetu. Su sucesor al frente de la secretaría general del partido gobernante, Karolyi Grosz, acabó chocando con sus compañeros por el alcance y el ritmo del cambio -especialmente con Miklos Nemeth, el primer ministro, e lmre Poszgay, el experto económico del régimen, que querían no sólo acelerar la reforma económica, sino también introducir cambios políticos radicales, tales como el abandono comunista del monopolio del poder político-. Se prometieron elecciones con un sistema multipartidista para principios de 1990 y el partido se lanzó a salvar algo de su po<;ler cambiando su nombre y poniéndose una nueva cara pública: el Partido Socialista Obrero Húngaro se convirtió en el Partido Socialista Húngaro. Surgieron dos principales partidos de oposición: el Foro Democrático Húngaro, un partido de centro-derecha afín a los democratacristianos de Europa occidental, y la Alianza de los Demócratas Libres, vehículo de expresión fundamentalmente de los intelectuales urbanos. Aparecieron cincuenta partidos más. Los nocomunistas derrotaron a los comunistas (que quedaron reducidos al 10% del voto) y formaron una coalición que, sin embargo, resultó poco fácil y permaneció intacta sólo durante unos pocos meses. Fue reemplazada por una coalición de centro-derecha bajo el liderazgo, discreto pero firme, de Josef Antall, quien, hasta su muerte en 1993, fue el padre de la transición del comunismo a la democracia menos turbu.lenta en los antiguos satélites soviéticos. Su partido consiguió casi la mitad de los escaños (con un cuarto del voto popular), pero no pudo encontrar remedios económicos milagrosos, además de ser puesto en situaciones comprometidas por una minoría de extrema derecha --dos cargas que contribuyeron a su derrota en 1994 por un renaciente, mayoritariamente ex comunista, Partido Socialista liderado por Gyula Hom--. La crisis en Yugoslavia desató las pre· ocupaciones de Hungría por sus minorías en Rumania y Eslovaquia, así como en Serbia. El gobierno de Horn intentó concluir tratados con Rumania y Eslovaquia, que definirían las fronteras a cambio de la garantía de derechos para las minorías. Cerca de un cuarto de húngaros vivían fuera de Hungría -dos millones en Rumania, un millón en Eslovaquia, Serbia y Ucrania y, en menores cantidades, en Croacia y Eslovenia. Hungría jugó un papel elíptico ese año en el siguiente acto de la obra. En mayo muchos alemanes orientales empezaron a huir de su Estado de manera masiva cuando Hungría, en un gesto que no tenía especial relación con los asuntos alemanes, elimi· nó las restricciones en su frontera con Austria. Los alemanes orientales que estaban de vacaciones en Hungría descubrieron un paso franco, a través de Austria, hacia Alemania occidental, donde tenían automáticamente derecho de entrada y de ciudadanía. Se echaron a la carretera a una media inicial de 5.000 por día. Este éxodo creció unos meses después, cuando Hungría derogó un acuerdo con Alemania orien· tal y virtualmente se convirtió en un área de tránsito de emigración masiva de los des·

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contentos y los desesperados. Otros en Alemania oriental organizaron enormes ma· 1• nifestaciones antigubernamentales en Leipzig, Berlín y otras ciudades, y bajo estas presiones -y con el ejemplo de los acontecimientos en otros lugares de Europa central, proporcionado por la televisión germano-occidental- se formaron nuevas vías de escape hacia Occidente a través de Checoslovaquia, desde Polonia a través de Alemania oriental en trenes especiales y finalmente directas desde el este al oeste de Alemania. Hacia finales del año cerca de medio millón de personas habían huido y todavía lo estaban haciendo a una media de 2.000 al día. 1!" principios .de año, Erich Honecker se inclinaba por aferrarse al poder, por la fuer· ; 1 za s1 era necesano, y por tratar a su pueblo como Deng lo había hecho con los chinos en la plaza de Tiananmen. La posición de Honecker, sin embargo, era en un aspecto crucial la más débil de todos los líderes comunistas, ya que el Estado que gobernaba era una creación rusa sin una identidad nacional en sí misma. La URSS era el último recurso de.~oder del partido gobernante (al igual que en todo el imperio de satélites), pero cambien, y exclusivamente en el caso alemán, la URSS era la fuente de legitimidad del Estado y su raison d'er.re. Por lo tanto, cuando Gorbachov visitó Berlín en octu· bre de 1989, su aparición en medio de la crisis no sólo trajo a la memoria su aparición en Pekín en similares circunstancias seis meses antes, sino que también subrayó la dife· rencia esencial de que, mientras en Pekín había sido un observador accidental, en Ber· lín tenía la llave de los acontecimientos futuros. En términos que eran a la vez caute• !osos e inconfundibles, advirtió a Honecker de los peligros de no moverse con los tiempos y, en privado, dejó claro que el régimen germano-oriental no debía esperar ayuda de la URSS para reprimir manifestaciones violentas. Podría haber ido incluso más lejos, frustrando la clara voluntad de Honecker de utilizar las fuerzas gennano· orientales de la misma manera que Deng y favoreciendo su retirada del poder. En un aluvión de acontecimientos imprevistos, Honecker fue reemplazado en la secretaría general del Partido Socialista Unificado por Egon Krenz, un miembro más joven, pero no muc~10 me~os señalado, del húcleo central de la elite comunista; y Krenz, que ape· ~as duro un.:11º• fue a su vez reemplazado por Gregor Gysi, bajo cuyo liderazgo el parttdo renuncio a su monopolio del poder político, cambió su nombre y se preparó para elecciones multipartidistas a principios de 1990. Hans Modrow, alcalde de Dresde y un comunista comparativamente respetable, se convirtió en primer ministro de una admi· nistración interina, constituida para llevar a cabo negociaciones con los grupos no comunistas, que estaban mutando en partidos políticos. Estos partidos, que hicieron campaña bajo la dirección de sus homólogos de Alemania occidental, sumergieron, aunque no ahogaron, a los comunistas en las elecciones, en las que cerca de la mitad de los votos fueron a parar a la derecha, algo menos de un cuarto a los socialistas y un 16% a los comunistas. El muro de Berlín fue derribado y la ciudad se unió cuando hombres y mujeres del Este y del Oeste fueron de nuevo libres para pasar de un lado al otro. La propia Alemania se volvió a unir de hecho mientras los políticos alemanes y extran· jeros discutían sobre los términos de la reunificación. El gobierno de Alemania occidental, desesperado por poner freno a la migración al por mayor de alemanes orienta· les hacia el Oeste, prometió convertir la moneda de Alemania oriental en Deutschmarks a un cambio básico (hubo excepciones) de uno por uno -una medida que llevó aparejada un aumento de la oferta de dinero en Alemania occidental de un 14% Y la correspondiente inflación durante un período de tiempo indefinible-, pero nada pudo impedir el hundimiento de las industrias de Alemania oriental. Kohl pro·

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metió levantar Alemania oriental hasta los niveles de prosperidad disfrutados por los alemanes occidentales. El medio para conseguir este fin era la inversión en el Este de capitales occidentales, alemanes o no. La realidad inmediata fue la reducción a la mitad de la producción industrial en un solo año, la persistente migración de germano-orientales que huían, no de un Estado policial, sino del desastre económico y del desempleo entre los que quedaban, que oscilaba entre un tercio y un cuarto de la población activa. Una oficina especial, la Treuhandanstalt, creada para vender a la iniciativa privada 14.000 empresas germano··orientales tan pronto como fuera posible y al coste de puestos de trabajo que fuese, encontró a éstas con tanto exceso de personal y tan nocivas para el medio ambiente, que resultaban invendibles. Su primer jefe fue asesinado y la oficina liquidada a finales de 1994. 1 : ), La disolución de Alemania oriental catapultó la unificación alemana a la agenda internacional. Gorbachov hizo un pequeño intento, previsiblemente fallido, de asegurar la neutralidad del Estado recientemente agrandado. En un encuentro con Kohl en el Cáucaso, consintió en la permanencia de la nueva Alemania en la OTAN, pero a cambio consiguió que las tropas rusas se quedaran.hasta finales de 1995 en lo que había sido Alemania oriental, una sustancial contribución alemana al mantenimiento de éstas y la promesa de que ninguna unidad alemana asignada a la OTAN ni ninguna unidad de la OTAN estacionada en Alemania, se desplegarían en la antigua República Democrática Alemana. En octubre se completó formalmente la unificación de las dos Alemanias y el Estado germano-oriental se convirtió en cinco Lander de la República Federal de Alemania. Esta república no era la de antes de la guerra. Prusia oriental quedó como parte de la URSS, las tierras perdidas más allá de la línea Oder-Neisse quedaron como parte de Polonia. Al año de que el muro de Berlín se hiciera permeable, Alemania firmó tratados ratificando estas fronteras. En Europa central la revolución en Checoslovaquia llegó la última, pero al final fue rápida. La oposición había cristalizado en tomo a la Carta 77, que era una sobria declaración de principios básicos y una protesta específica sobre la persecución a un grupo de rock. Tenía 1.250 firmas. Tras ésta apareció el Foro Cívico, con una base más amplia, que buscaba entablar discusiones con el gobierno para la liberación de presos políticos y la destitución de sus cargos de ciertos comunistas acusados de comportamiento inhumano en 1968 y en represiones posteriores. Fue capaz de promover y controlar manifestaciones de entre 1.000 y 2.000 personas. El Partido Comunista, preocupado por su impopularidad y mala administración, por la apatía dentro de sus propias filas y por los vientos de cambio que soplaban desde Polonia y la URSS, prefirió por escaso margen la discusión a la fuerza. Se deshizo de Gustav Husak, como secretario general (un cargo que había ocupado junto con la presidencia desde 1968) y nombró a un grupo de comunistas más conciliadores, dirigidos por Ladislas Adamec. Los comunistas estaban, no obstante, ofreciendo muy poco y cuando fue evidente que Gorbachov, en una visita a Praga en 1987, prefería a Havel antes que a Adamec, éste aceptó la derrota. Marian Calfa, miembro del gobierno de Adamec, reunió una comisión en la que los comunistas y sus dóciles aliados tenían sólo once de los dieciocho cargos. El adusto Milos Jakes, que había sucedido a Husak en la presidencia, dimitió en favor del más conciliatorio Karel Urbanek, a medida que la creciente marea de manifestaciones populares aceleraba la disolución del viejo régimen, incruenta pero decisivamente. A finales de 1989, Havel, que había estado encarcelado más tiempo que cualquiera de los héroes nacionales triunfantes desde Mahatma Gandhi, se con·

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virtió en presidente. Su posición se confirmó en las elecciones de 1990, aunque fue menos sólida en Eslovaquia que en los «territorios históricos» de Bohemia y Moravia. Dubcek reapareció y fue recompensado por sus pasados esfuerzos y sufrimientos con el puesto de presidente del Parlamento. A diferencia de lo ocurrido en los antiguos estados satélites, los comunistas checos y eslovacos decidieron no cambiar el nombre de sus respectivos partidos. Por un acuerdo con Moscú, los 70.000 efectivos de las tropas soviéticas en Checoslovaquia se retirarían hacia 1991 (Gorbachov ya había acordado retirar 50.000 de Hungría para aquel entonces). Pero Checoslovaquia no sobrevivió a su liberación. Se escindió en dos estados. El primer ministro eslovaco, Vladimir Meciar, comunista transformadq en nacionalista, pidió de su homólogo checo, Vaclav Klaus, más de lo que éste estaba dispuesto a conceder y se encontró, quizá no totalmente a disgusto, obligado a pedir la independencia. Eslovaquia, un país pobre de cinco millones de habitantes, se deslizó en términos económicos desde la Europa central a la oriental, aunque formó parte del gmpo de Visegrado con Hungría, Polonia y la nueva República Checa. (El gmpo de Visegrado era más bien un cómodo término geográfico que una asociación política activa.) En la República Checa, donde se persuadió a Havel para que aceptara la presidencia, la reforma se concentró en la privatización de empresas estatales más pequeñas y la eliminación de los controles de precios. La industria y la construcción se contrajeron de una forma aguda y la inflación se elevó en un 40%, pero el desempleo se mantuvo dentro de límites tolerables. Un tratado checo-alemán declaró que ninguno de los dos estados tenía ninguna reivindicación territorial con el otro. Como Polonia y Hungría, la República Checa concluyó un acuerdo de asociación con la CE. En Eslovaquia, Meciar, cada vez más autocrático y encrespado, sobrepasando la tolerancia de sus compañeros y aliados políticos, fue destituido del gobierno en dos ocasiones. Pero se recuperó con una decisiva victoria en las primeras elecciones en Eslovaquia ( 1994 ), cuando sobrepasó a veinte partidos con fastuosas promesas en economía y ataques contra la minoría húngara en Eslovaquia, sus vecinos checos y el capitalismo occidental. Un signo más prometedor fue la conclusión, entre Eslovaquia y Hungría, de una Convención para la Protección de las Minorías Nacionales en 1995. En Bulgaria, Todor Zhivkov había gobernado por más tiempo incluso que Kadar en Hungría. En 1993 intentó reforzar su posición y arrostrar la ola de disensión dentro y fuera del partido destituyendo a su primer ministro, más liberal, Chudomir Alexandrov, pero fue en vano. Su caída un año después fue precedida por un episodio específico de Bulgaria: la persecución y huida de los habitantes turcos. Estos, llamados pomaks, habían aumentado su número de medio millón en 1945 al doble cuarenta años después. Esta tasa de crecimiento no era en sí sorprendente, pero era mayor que la de los búÍgaros étnicos, y los pomaks, al ser musulmanes, estaban en desventaja cada vez que el gobierno quería ganarse el favor de los cristianos búlgaros, desviando la atención hacia gente que podía ser estigmatizada como indeseables extranjeros. En 1950, Bulgaria había pedido a Turquía que concediera visados a 250.000 turcos en Bulgaria, y bajo un acuerdo en ese mismo año, 154.000 abandonaron Bulgaria con dirección a Turquía sin sus familiares, quienes fueron autorizados a emigrar bajo un segundo acuerdo en 1968. En ese momento el gobierno búlgaro declaró que no quedaban turcos en Bulgaria y que los musulmanes restantes eran los descendientes de búlgaros que fueron convertidos por la fuerza al islam en el pasado. En 1985 a estos musulmanes se les requirió, con motivo de un censo, que adoptaran nombres búlgaros. Este decreto reveló un descontento, e inclu-

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so un pánico, masivo, y ante la obstinación búlgara, Turquía abrió su frontera a todos los inmigrantes en potencia sin requerir visado. El resultado fue un éxodo. Aunque Bulgaria se negó a que varones en edad militar salieran, al menos 300.000 personas lo hicieron, por lo cual Turquía dio marcha atrás en su decisión anterior y reintrodujo los visados. (Bulgaria expulsó a unos 2.000 turcos hacia Rumania y Yugoslavia, desde donde la mayoría pasó a Turquía. Después de la revolución de 1989 a los restantes turcos en Bulgaria se les dio el derecho a elegir sus propios nombres y muchos refugiados volvieron con el fin de reclamar la tierra privatizada, pero la hostilidad étnica perduró.) El golpe final al régimen de Zhivkov no se lo dieron los pomaks, sino que vino con motivo de una conferencia de ecologistas en Sofía, que se transformó en un marco para demandas de glasrwst. A esto se contrapuso la brutalidad de la policía que, si bien en el pasado había conseguido su propósito, ahora produjo la caída de Zhivkov a manos de sus atemorizados compañeros. Como Honecker, Zhivkov fue arrestado y acusado de crímenes contra el Estado. Bajo su sucesor, Petar Mladenov, el Partido Comunista búlgaro cambió su nombre a Socialista, renunció al monopolio político del poder y empezó negociaciones con otros partidos -el Partido Agrario del_ Pueblo y la Unión de Fuerzas Democráticas, este último un conjunto de grupos anticomunistas- para formar un gobierno tradicional. Al no llevar estas conversaciones a ninguna parte, los comunistas permanecieron en el gobierno y se las arreglaron para gánar lo que parecían ser unas elecciones dirigidas razonablemente, pero el consiguiente clamor popular forzó a Mladenov a dimitir de la presidencia en favor de Zhelu Zhelev, el líder de la UFD (quien fue reelegido en 1992). El poder político osciló entre los rebautizados comunistas y sus oponentes. Una escisión en el Partido Comunista-Socialista y una inflación galopante le costó al primer ministro, Andrei Lukanov, su mayoría y posteriormente la presidencia. Su sucesor, Dimitriu Popov, ganó unas reñidas elecciones en 1991, con la ayuda de un partido turco, e impuso severas medidas económicas. Pero en 1994 la izquierda, cuya mejor organización pesó más que el recuerdo de ideologías desechadas, recuperó suficiente terreno perdido como para ganar el control general del Parlamento. El nuevo primer ministro, Zhan Videnov, era un típico ejemplo de la nueva generación de líderes de izquierda que estaba en ascenso en la mayor parte del antiguo imperio de satélites: hombres jóvenes con una mentalidad más abierta, mejor educados y dispuestos a perseguir objetivos de izquierda dentro de un sistema democrático y una economía capitalista. Pero tenía que encontrar respuestas a los urgentes problemas económicos que desinflaron a los partidos de derecha en un país que ya no podía vender su tabaco a Rusia y cuya industria estaba moribunda. En Rumania la caída de la dictadura comunista se consiguió sólo con un horrible baño de sangre, pero el poder comunista no se extinguió. Nicolae Ceaucescu había usado al Partido Comunista rumano, nunca grande, como una base para convertir el dominio de éste en una maligna tiranía personal o familiar, apoyada por una delación masiva y efectiva, un bien equipado ejército privado, una policía especialmente cruel y una megalomanía desbocada. Como Stalin, a quien admiraba, Ceaucescu estaba obsesionado con conseguir que se hicieran las cosas sin importar el precio humano. Se propuso modernizar y engrandecer Rumania por la fuerza, no tanto por doctrina comunista como por su propia autoridad y personalidad, pero como muchos dictadores fue progresivamente siendo incapaz de distinguir entre Rumania y él mismo, con la consecuencia de que se embarcó en empresas espectaculares que recordaban a aquellas de los emperadores romanos más dementes. Tanto en su país como en el exterior ganó

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cierta aprobación por su política y gestos anti1msos, incluyendo su negativa a colabo· rar en el Pacto de Varsovia o permitir tropas extranjeras en suelo rumano. Como recompensa fue colmado de elogios por, entre otros, George Bush, recibió el título de sir en Gran Bretaña y fue recibido efusivamente en países tan distintos como China, la India o Israel. En el interior, sin embargo, procedió a denudar la economía e incluso ordenó la destrucción de 7.000 pueblos cuyos habitantes se vieron forzados a emigrar en busca de un medio de vida, y fueron empleados en la construcción de ostento· sos palacios en la capital con salarios de hambre. Los primeros disturbios serios se registraron por primera vez en Brasov en 1987, y en Timisoara, Transilvania, a finales de 1989, el ejército se negó a disparar contra las grandes manifestaciones populares que protestaban por la persecución del intrépido y abiertamente crítico clérigo protestante Laszlo Tokes. Esta chispa encendió el fuego que Ceaucescu, que volvía de una visita a Teherán, fue incapaz de sofocar. A su policía de seguridad o ejército privado se opuso el ejército regular así como grandes masas desarmadas y murieron miles antes que Ceaucescu y su mujer huyeran. Fueron capturados y ejecutados después de un juicio que sólo fue una formalidad. Paradójicamente una vez más, su destitución permi· tió a otros comunistas, que habían estado embarcados en una conspiración palaciega, tomar el poder. Éstos habían formado el Frente de Salvación Nacional, que se declaró a sí mismo como gobierno de transición, salió victorioso de unas elecciones supervisadas internacionalmente y colocaron a su dirigente, [on lliescu, en la presidencia. Fue reelegido en 1992. Los rumanos, buscando una alternativa para los despojos del ancient régime, parecían más proclives a volverse hacia lo que habían conocido en el pasado (la dictadura nacionalista de Antonescu, por ejemplo), antes que las ideas poco familiares de los grupos liberales y democráticos, que no pudieron fomiar partidos políticos eficaces. La desintegración de la URSS incidió en Rumania con la declaración de independencia de la RSS de Moldavia, con su parte de población ru1nana, y de Ucrania, a quien se había dado parte de Rumania en 1939. Los intentos de reconstruir las industrias del petróleo, el gas y el carbón con vistas a hacerlas rentables para 1996, trajeron sólo decepcionantes cantidades de capital extranjero. El año 1989 fue testigo de revoluciones en la gran tradición -la afirmación de los derechos civiles y de los valores humanos-, pero, como la Revolución Francesa doscientos años antes, estaban basadas en un colapso económico y se podían sostener sólo con un mejoramiento económico. Eran revoluciones contra la tiranía, la corrupción y la incompetencia. Como los partidos comunistas habían sido responsables por estas maldades, las revoluciones también lo fueron contra estos partidos y contra el propio comunismo. Los partidos fueron privados de sus privilegiadas posiciones y sacados del poder en la mayoría de los lugares (probablemente) durante mucho tiempo, pero no eliminados, y se podría esperar que encontraran algún lugar en el espectro del sistema de partidos. Las principales características del derrocamiento del imperio estalinista en Europa fueron el desastre económico, Gorbachov, la persistente protesta intelectual y popular a lo largo de décadas, y la falta de un derecho plausible de legitimidad por parte de los gobernantes. La principal consecuencia fue que se pro· dujo una articulación, en ambos sentidos de la palabra: la expresión de opinión, que triunfaba sobre la supresión de la misma, y el resurgir del semienterrado modelo de naciones-Estado soberanas. Gorbachov vio que el sistema estalinista no funcionaba. Era un fardo muy caro atado al cuello de Moscú y había perdido las razones estratégi· casque habían sido su primera justificación después de 1945. Cuarenta años después,

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un ataque estadounidense a la URSS, que era en cualquier caso bastante menos probable de lo que el mismo Staliri podría haber imaginado, esquivaría a los satélites, pasando a millas por encima de sus cabezas en vez de cruzar el territorio de éstos. El desencanto de Gorbachov con el sistema de Stalin no se ocultó a los sátrapas regionales, cuyo cometido era hacerlo operativo. Podían ver que ya no se les necesitaba. Se habían convertido en procónsules de un imperio difunto y no podían buscar el apoyo de sus conciudadanos, ya que habían abusado de su poder de una manera grosera y, además de destruir las libertades básicas, habían permitido que economías enteras se desmoronaran. Aunque en la década de los cincuenta el crecimiento económico había alcanzado el 10% en las partes más favorecidas de la zona, para los ochenta era cero o casi de cero en prácticamente todas partes. De ahí las penurias, la · indignación, las tensiones, las manifestaciones, la represión {a menudo extremadamente brutal} y así hasta la revolución. Todas las revoluciones fueron rápidas y concienzudas: los comunistas de segunda fila, a los que se colocó en posiciones de liderazgo, desaparecieron casi tan pronto como aparecieron. Más significativa fue la posición de Gorbachov, el presidente de la URSS, eLpaís que había impuesto los regímenes que ahora estaban siendo desechados. En lugar de ser vilipendiado, era aclamado por la gente, que coreaba su nombre con entusiasmo agradecido y parecían ver a Estados Unidos y otras democracias occidentales como algo secundario. Aun así Gorbachov, por muy crucial que fuera su papel en la transformación de los asuntos ~uropeos, no fue el único que provocó las revoluciones en Europa central y oriental. Estas no fueron tan repentinas como algunos observadores perplejos se imaginaron. Fueron parte de una sucesión {a la que deben mucho) de levantamientos abortados que se remontan a la primera década de la posguerra: 1953, 1956, 1968, 1980. Todas estas conmociones, incluyendo la formación y los logros tempranos de Solidaridad en Polonia, precedieron a la subida de Gorbachov y fue la gente quien las hizo -algunos de ellos personalidades destacadas, pero la mayoría gente comúnmente llamada normal y corriente-, quien atrajo la atención por la indignación que manifestaba y los valores que defendía, y finalmente triunfó en las calles en la tradición de las barricadas. Solidaridad, por ejemplo, encendió un motor a reacción de presiones populares que no pudo ser tapado. La destrucción de la superestructura imperial por el fuego revolucionario puso al descubierto la eterna alternativa: una Mitteleuropa articulada en estados separados, concebida como estados-nación pero en realidad conglomerados con mayor o menor cohesión A los ojos de los nuevos hombres y mujeres estos estados eran reales y legítimos. Tan sólo los viejos gobernantes habían carecido de legitimidad -excepto en Alemania oriental, donde también el Estado carecía de ella-. La revolución tenía por lo tanto fuertes ingredientes nacionalistas. Sus líderes compartían dificultades y objetivos comunes, y había una relación internacional en ese sentido, pero la revolución no era de ningún modo supranacional, carecía incluso del limitado supranacionalismo que estaba arraigando en Europa occidental. Las revoluciones no resolvieron los problemas económicos. Conforme a los estándares de Europa occidental, el estado material de estos países era lamentable. Sin embargo, la mayoría de la gente en Europa central y oriental estaban materialmente mejor que la mayoría de la gente en Asia o África. Sus economías padecían deforma· ción, no esterilidad. Poseían recursos agrícolas y minerales y experimentaban un cre• cimiento de la producción, llegando en algunos lugares a alcanzar el 10% al año --si

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bien es cierto que un crecimiento desde una base reducida de posguerra y en direc· ciones cada vez más erróneas. En el gran sector agrícola de Polonia, cuatro quintos de él en manos privadas, la producción aumentó a lo largo de las décadas de posguerra, pero la inversión era inadecuada y la fuerza de trabajo no pudo ni contribuir al PNB como correspondía a sus cifras, ni alimentar a la población. Las inversiones en la industria polaca aumentaron la pro· ducción pero no la productividad; las exportaciones se redujeron y se acumuló la deuda externa. Checoslovaquia, con una larga historia de educación de calidad, buena administración y capacidades técnicas, con la renta per cápita más alta en Europa cen-tral, con una floreciente exportación y recursos naturales envidiabl~s, pasó de producir, bajo el gobierno comunista, lo que mejor hacía (especialmente en industrias medianas tales como del calzado}, a saciar el apetito del bloque de satélites por productos de industria pesada y armamento. Perdió las viejas técnicas y se concentró en productos que, con el final de la guerra fría, ya no se querían ni en el país ni en el extranjero. Hungría, el más pequeño de este trío centroeuropeo, poseía un tierra agrícola rica y bien regada y recursos minerales considerables, aunque éstos no eran -con la excepción de su bauxita- de primera calidad. Las modernizaciones de posguerra estimularon la producción y la exportación industrial, pero la economía ni estaba adecuadamente capitalizada ni eficientemente dirigida, los rendimientos de las inversiones eran bajos, la deuda externa alta. En ninguno de los tres estados el gran esfuerzo realizado tuvo mayor recompensa. Los bienes alimenticios y de consumo se hicieron cada vez más caros y escasos. La polución industrial era la peor del mundo. Europa oriental no salió mejor parada. Rumania se embarcó en un ambicioso, incluso cruel, intento de modernización de su economía sobre la base de su carbón, su petróleo y otros minerales, sus industrias químicas, hidroeléctricas y metalúrgicas, y su mal pagada y explotada fuerza de trabajo. La megalomanía de Ceaucescu transformó el fracaso en catástrofe. En Bulgaria, una expansión similar, aunque menos cruel, de la industria aumentó la producción, pero la mayor parte era invendible, debido a su pobre calidad. En suma, los considerables esfuerzos para ponerse al nivel de Europa occidental dejaron a Europa central y oriental más atrasada, empobrecida, contaminada y al borde de la desesperación.

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Tito vivió treinta y dos años más después de las desavenencias con Stalin en 1948. Después de la muerte de Stalin, Kruschev hizo dos visitas conciliadoras a Yugoslavia. La primera, en 1955, equivalía a una contención del error y una apología por la posición rusa de 1948. La segunda, en junio de 1956, siguió al XX Congreso. El PCUS, en el que a principios de año Kruschev había indicado que las milicias con los satélite.s necesitaban de unas nuevas bases, siguió también a la disolución de la Comisión, el organismo que había dictado la excomunión de Tito. Pero las relaciones ruso-yugoslavas siguieron siendo distantes y recelosas aunque menos enconadas. lntemainente, Tito, habiéndose ganado el derecho de abordar los problemas a su modo, sólo lo hizo tímidamente, aunque la introducción de consejos de trabajadores en la dirección de la industria en 1950, y el abandono de la colectivización en el campo en 1953 evidenció la voluntad de moderar la vigilia doctrinal. La Constitución de 1945 nacionalizó todas las empresas industriales, comerciales y financieras, limitó la propiedad rústica individual a 25 hectáreas y organizó los excedentes de tierra de labor en granjas colectivas. El primer Plan Quinquenal era un anteproyecto enormemente detallado, voluminoso y burocrático que planificaba una economía dirigida al estilo ruso. Fue desmantelado gradualmente en la década de 1950, sobre todo porque resultaba desesperadamente incómodo. En 1950 y de nuevo en 1961, el control industrial fue asignado a consejos obreros con amplios poderes de gestión, incluido el derecho a asignar fondos de inversión y a decidir la distribución de beneficios. A comienzos de la década de 1960, se habilitaron nuevas líneas de crédito a tra· vés de bancos locales (en vez de los bancos centrales) y el sistema de fijar los precios desde el poder central se suavizó. Una nueva Constitución en 1963 introdujo una descentralización real aunque limitada que, sin embargo, no privó al partido, o al mismo Tito, del poder fundamental. Estas medidas a medias no consiguieron dar a la industria el estímulo esperado, la economía permaneció estancada, la inflación creció y también

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8.2. PlanVance-Owen (abril 1993).

8.3. Propuesta del G. de Contacto (julio 1994).

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8.4. Plan de paz de Dayton (noviembre 1995).

la dependencia yugoslava de la ayuda proveniente del FMl y de Estados Unidos. Hubo una breve reacción económica, pero la liberalización y las tendencias descentralizadoras se reanudaron, aunque también brevemente. De modo que, a empellones, el sector económico se fragmentó en decenas de miles de unidades autónomas. Tanto dent.ro como fuera de Yugoslavia se debatió la cuestión, sin llegar a conclusión alguna, de si los estímulos psicológicos de la supresión del control y de la autogestión compensaban las pérdidas en eficiencia y productividad. Lo que sí es seguro es que estos cambios industriales crearon una nueva base de poder político, abriendo carreras para hombres de talento en el campo de la industria, junto a las ya tradicionales del PC y de las fuerzas armadas. Además de la economía, la segunda preocupación de Tito era la cohesión del Estado y la creación de una identidad yugoslava que estuviera por encima del nacionalismo serbio, del croata y de los restantes de la federación yugoslava. Tito, mitad croata y mitad esloveno de nacimiento, estaba decidido a preservar el Estado yugoslavo que había surgido de la destmcción de los imperios Habsburgo y otomano en la Primera Guerra Mundial. La camaradería nacida de la lucha de resistencia de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual había puesto cuidado en reunir un liderazgo étnicamente variado en el Partido Comunista y el ejército. La integridad de Yugoslavia no estuvo seriamente amenazada en tanto que esta generaciqn fuese la única que conservase el mando. Para los años setenta, sin embargo, había crecido una nueva generacion que era más nacionalista y separatista, en parte porque la magia del tiempo de guerra estaba disminuyendo y, en parte, porque la competencia por bienes e inversiones del tiempo de paz se fomentaba lejos ya de heridas olvidadas. En Croacia, la agitación promovida en favor de una mayor autonomía llegó al extremo de peticiones de independencia soberana (pero dentro de una confederación yugoslava), y de un escaño independiente en la ONU como los que se habían concedido a Ucrania y Bielorru-

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sia. Amenazaba un tiempo de dificultades, cuando Tito se acercaba a sus ochenta años. En 1971, decidió aplastar a sus colegas desviacionistas más jóvenes. Dejó muy claro que él era quien debía juzgar dónde estaba el límite, y también que, en su opinión, el separatismo croata estaba amenazando imperdonablemente la integridad y el bienestar del Estado yugoslavo. Una vez que hubo decidido intervenir, consiguió la victoria. La permanencia a su lado del veterano estadista croata Vladimir Bakaric fue significativa. Los líderes más jóvenes dimitieron. Tito repitió entonces su actuación en Serbia, donde los políticos más jóvenes no eran menos nacionalistas, y en Eslovenia y Macedonia {pero aquí la disensión no era puramente nacionalista). El separatismo era una forma extrema del permanente problema de la descentralización que ponía en tela de juicio las facultades del gobierno central y también -un tema más delicado todavía- los órganos centrales del PC. En las décadas de 1950 y 1960 se cuestionaron tanto el centralismo como el dominio comunista permanente. Se atacó el centralismo so pretexto de falta de eficacia y de que ofendía al patriotismo local. La crítica era abierta y enérgica. Suscitaba la cuestión de cómo podía producirse una dispersión de la autoridad política sin mella para el control comunista. Los partidarios de la descentralización argumentaban como tecnócratas, gerentes y políticos de base. Sus argumentos, o bien esquivaban las consecuencias que podían derivarse para el control comunista o, como en el caso de Djilas, aceptaban la conclusión de que el PC no gozaba de un derecho consustancial al poder permanente. Se convirtieron en una doble fuente de ofensa para los centralistas, los cuales, y muy en particular Rankovic, no sólo preferían, frente a la autoridad dispersa, la autoridad central por sí misma, sino que veían también en la descentralización una amenaza al monopolio comunista del poder. Tito permitió una animada y próspera discusión hasta que ésta pareció hacerse peligrosamente desintegradora. No era enemigo de un debate limitado, pero no tenía intención de dejar que ganase ninguna de las partes. En la atmósfera liberalizadora de los años cincuenta, la primera necesidad era refrenar a los liberalizadores. Djilas fue perseguido y encarcelado. Rankovic siguió desempeñando sus funciones -e incluso fue ascendidohasta que su campaña anti liberal rebasó los límites permisibles y fue hallado culpable de espiar al propio Tito, a raíz de lo cual fue destituido. Al término de esta fase, Tito ideó una nueva Constitución que creaba un Departamento Ejecutivo o Comisión Presidencial que constaba de dos representantes por cada república federal, y uno por cada di~­ trito autónomo, con Tito como presidente federal vitalicio. (Tras su muerte, la presidencia sería desempeñada por tumo.) Este arreglo tenía como fin señalar un compromiso, pero dejó intactas las realidades y el conflicto sólo se amortiguó. El resultado de las corrientes separatista y descentralizadora de las décadas de 1950 y 1960 fue impedir la secesión, pero al mismo tiempo permitir que una federación con un poder central fuerte evolucionase hacia algo próximo a una confederación de entidades soberanas más flexible, según el modelo suizo. Y el Estado siguió siendo un Estado comunista. En 1958, el PC había sido rebautizado con el nombre de Liga de los Comunistas. Este cambio se interpretó como indicador de que el partido podría no ser siempre el órgano adecuado para dirigir corporaciones locales o plantas industriales. Pero el partido, 0 Liga, siguió siendo único, y así la unidad de Yugoslavia permaneció ligada al gobierno comunista antes que a un desarrollo del nacionalismo yugoslavo. Los viejos nacionalismos sobrevivieron y afloraron, y cuando el federalismo yugoslavo se desintegró, los líderes de varias repúblicas -Milosevic en Serbia era sólo el ejemplo más notorio- se transformaron de comunistas en estridentes nacionalistas, reanimando los odios étnicos

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y religiosos, que habían servido para librarse de los caciques extranjeros (turcos y austríacos) y de los que aún se tenía memoria, para dirigirlos los unos contra los otros. Cuando Tito murió, en 1980, Yugoslavia era un caso singular. Era el único país comunista neutral. Pero estaba fragmentándose y en una situación de penuria. No estaba más cohesionada como federación comunista de lo que había sido como reino de tres pueblos. La tarea de los últimos miembros de la dinastía Karageorgevic había sido combinar a los serbios, los croatas y los eslovenos en un Estado y una nación yugoslavos, pero apenas se había conseguido algo cuando la Segunda Guerra Mundial volvió a abrir viejas divisiones, especialmente entre serbios y croatas, cuyo espeluznante líder durante la guerra, Ante Pavelic, intentó crear un Estado croata separado, comprando el apoyo italiano . al ceder tierras croatas de menor importancia a la Italia fascista (que buscaba al otro lado del Adriático su propia versión del Lebensraum -spazio vitale- en Albania y Dalmacia). Por otra parte, la resistencia comunista a los italianos y a los alemanes produjo un aura de confraternidad yugoslava que, después de la guerra, Tito quiso ampliar dando a las minorías émicas -montenegrinos, macedonios, albaneses (en Kosovo) y húngaros- un status igual, o aproximado, al de los tres grupos que originalmente constituían el Estado yugoslavo. Pero Tito no pudo dar a estos grupos diferentes nada que les acercara a la igualdad económica. Sus diferencias religiosas y naciom\les -dentro del cristianismo o fuera de él, como los musulmanes- no se vieron compensadas económicamente por el hecho de estar federados. La ayuda occidental que siguió a su desavenencia con Moscú, se usó principalmente para desarrollar industrias. El consecuente éxodo del campo hacia las ciudades fue bien recibido al principio, por ser un alivio para el problema de la superpoblación rural, no suficientemente atenuada por la emigración, pero a largo plazo debilitó la agricultura y no produjo el correspondiente beneficio para la industria, que se tambaleó cuando las reformas en la gestión y las finanzas fueron aplicadas demasiado lentamente y sin que el derecho de gestión hiciera a ésta más competitiva. Los occidentales que aportaban ayudas perdieron interés cuando perdieron dinero y cuando la ayuda a Yugoslavia perdió su filo político con el relajamiento de la guerra fría. La deuda externa se acumuló, de tal manera que el pago de los intereses se ~onvirtió en una carga para la economía yugoslava más grande que los beneficios conferidos por los préstamos al principio. La balanza económica a lo largo de una generación mostraba una pérdida neta. El 1989, el primer ministro federal, Ante Markovic, un croata, adoptó medidas desesperadas, instituyó una moneda convertible, bancos comerciales, una bolsa de comercio y otros instrumentos de la economía capitalista de mercado. Intentó por medio del reforzamiento de la economía conjurar los nacionalismos serbio, croata y esloveno. Ganó algún apoyo internacional pero no el suficiente ni tampoco todo lo rápido que hubiera sido necesario. La inflación se redujo del 2.000% a cero en cuestión de meses y las exportaciones y la reserva se elevaron, pero al precio de un desempleo catastrófico, bancarrotas y graves penurias. En la más grande, Serbia, que tenía el 40% de la población, los nacionalistas dirigidos por el extravagante Slobodan Milosevic -que compensó con nacionalismo serbio lo que estaba en peligro de perder como comunista- estaban resueltos, en primer lugar, a anexionarse los distritos autónomos de Kosovo y Voivodina; en segundo, a reestructurar la federación según su forma tripartita original; y en tercer lugar, a absorber las repúblicas más recientes y dominar la propia federación. El problema de Kosovo se remontaba a la Segunda Guerra Mundial y a la Edad Media. Durante la guerra se habían hecho promesas de autonomía para conseguir la cooperación de los albaneses contra los italianos y los alemanes. Pero Kosovo, aunque ahora tiene nue·

ve habitantes albaneses por cada serbio, era el corazón histórico del nacionalismo serbio y el símbolo de la resistencia serbia contra los turcos en el siglo X~V -el seiscie~tos ax:ii· versado de la aciaga batalla de Kosovo, que había acabado con la mdependenc1a serbia, se conmemoraba en 1989-. En 1990 la mayoría albanesa de Kosovo declaró el distrito como república de pleno derecho y los serbios respondieron con la adopción ~e u~ nue· va Constitución, que eliminaba la autonomía tanto de Kosovo como de V01vodma. La retórica de Milosevic y su aplastante victoria en las elecciones multipartidistas de ese mismo año acentuaron las tendencias de secesión croata y eslovena de lo que a sus ojos se estaba ;onvirtiendo en la Gran Serbia. En Croacia, Franjo Tudjman, comunista cambiado en chovinista, consiguió el 40% de votos y el 70% de los escaños del Parlamento., En las elecciones multipartidistas de 1990, los croatas y los serbios se enfrentaron entre s1 en la Eslavonia oriental y el distrito dálmata de Knin (dos áreas croatas con una importan· te población serbia) y por el destino de Bosnia, donde Croacia reclamaba una franja de la república y los serbios más combativos la reclamaban por entero.

LA DISOLUCIÓN: SERBIOS, CROATAS Y ESLOVENOS Desde la muerte de Tito, o incluso antes, Yugoslavia mostraba signos de tensión que auguraban, o bien un cambio constitucional hacia una federación ~enos rígida, 0 bien, a falta de esta adaptación, la desolación y la guerra. La fuerza impulsora fue Serbia, la más poderosa de las seis repúblicas, el grupo étnico más nu~eroso Y la q~e tenía más población fuera de su propia república: dos millones de s.erbtos, en Croa~_1a y Bosnia, además de los 10 millones en Serbia. Los líderes de S~rb1a tem.an tambten el apoyo de la iglesia ortodoxa, tanto dentro como fuera de Serbia -especialmente ~n Grecia y Chipre-, que iba a jugar un papel de importancia para atenu~r l.as sanciones económicas desde 1991. La religión jugaba todavía un papel pnnctpal en el nacionalismo de los Balcanes, l.as guerras que estaban a punto de estallar eran entre otras cosas guerras de religión, la intersección de la paranoia secular y religiosa dio a estos conflictos una crueldad inhumana, prácticamente desaparecida de la mayor par· te de Europa. Lo más importante para Belgrado era su control s?bre el ejército fe~e­ ral yugoslavo, de 135.000 efectivos, cuyos oficiales eran predom.mant~mente serb10.s; El carácter de los serbios estaba personificado en Slobodan M1losev1c, que ascend10 dentro de la Liga Serbia de los Coinunistas, hasta llegar a la presidencia ~e .la Repú~lica Serbia. Era un nacionalista serbio y un hábil político, con una lealtad mmtma a la idea de Yugoslavia. Suprimió en 1989 el status autónomo de las regiones.de Kosovo Yyoivo· dina -la primera de población albanesa en una relación de nueve a diez (un pequeno gru· po de comunistas albaneses colaboraron con Belgrado en ~sta supresió~) Y la segun~a mayoritariamente húngara-; dio ayuda militar y pr?yagan~1sta a _los serbios d.e ~ro~~1a, que se estaban movilizando para conseguir una reg10n serbia auton~ma; reavivo .re1v1x:i· dicaciones serbias sobre partes de Bosnia; obstruyó el ascenso, de rutma, a la pres1denc1a del croata Stipe Mesic; y en la Krajina, un distrito de Croacia, aprobó y anim.ó actividades serbias que recordaban a Henlein y los alemanes sudetes en Ch:c~slova~u1a en 1938: Abogó por el mantenimiento de la federación yugoslava con sus limites existentes Y as1 se ganó la buena voluntad de la CE y Estados Unidos, los cu.al~s, mient~s amen~ab~n con sanciones económicas, buscaban su ayuda para conseguir mstalar sm compltcac10· nes a Mesic como presidente federal y para pacificar, antes que exacerbar, la situación en

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Kosovo. Para los estados de fuera de Yugoslavia la federación representaba estabilidad, pero para los eslovenos y los croatas representaba la dominación serbia, mientras que para los serbios era una entidad artificial en la que había serbios que vivían en repúblicas no serbias. Esta última consideración no se refería a Eslovenia, donde prácticamente no había serbios. En junio de 1991, Eslovenia y Croacia se declararon independientes, rechazando no sólo la federación existente, sino también cualquier posible modificación. Eslovenia, compacta, homogénea, comparativamente remota y con tan sólo un millón de habitantes, se había preparado para llevar a efecto su resolución. Cada república yugoslava poseía su propia fuerza de defensa, distinta del ejército federal, cuyas unidades estaban aisladas unas de otras y de sus suministros; sus intentos de asumir el control en Eslovenia fueron rechazados. Milosevic se alegró de verla marchar. Estaba determinado a concentrar el ejército federal contra Croacia. Esta distinción crucial no fue percibida al principio por los cada vez más embrollados negociadores de la CE. Croacia, que ocupaba un quinto de Yugoslavia con una población de 4,5 millones, tenía 600.000 serbios, principalmente en su lado más al este (la Eslavonia oriental) y erí la Krajina entre la costa del Adriático y Bosnia. Tenía (como también Serbia) memorias de feroces luchas entre croatas y serbios durante la Segunda Guerra Mundial, instigadas por las iglesias rivales católica y ortodoxa, a las que casi todos los croatas y serbios pertenecían, respectivamente. Aunque vencido en Eslovenia el ejército federal, invadiendo a la vez Croacia, consiguió coger el control de un tercio del territorio, al tiempo que hacía y deshacía una serie de acuerdos de alto el fuego. Los croatas perdieron Eslavonia oriental ante las fuerzas federales y la Krajina ante los serbios de esa región. En Eslavonia la devastación serbia de Vukovar ganó para los croatas simpatía internacional, de la que, con excepción de Alemania, habían carecido y que les ayudó a asegurarse del reconocimiento internacional de su independencia. El ataque serbio a Croacia, aunque tuvo un éxito rápido, se suspendió a finales de 1992, cuando tanto serbios como croatas volvieron su atención hacia Bosnia. En esta etapa, los eslovenos, los croatas y los serbios habían destruido de hecho la federación y establecido estados separados. Los dos últimos, sin embargo, no estaban dispuestos a permitir que Bosnia se convirtiera en un cuarto. (La Krajina era originariamente una zona tapón croato-serbia o muro de Adriano, creada en el siglo XVI por los Habsburgo contra los turcos, los serbios eran refugiados del imperio otomano. En tiempos modernos la Krajina se extendió hacia el sur, para incluir Knin y sus alrededores, poblados por serbios más combativamente anticroatas cjue los de la propia Krajina.) La intervención internacional tenía dos motivos. El primero era parar la guerra, por temor a que se extendiera a toda Yugoslavia e incluso más allá. Con este objetivo en mente las NU impusieron en 1991, en la primera fase, o serba-croata, de la guerra, un embargo en el suministro de armas a cualquiera de las partes de Yugoslavia. Además la CE, más tarde la CE junto con las NU y-desde 1994- la CE y las NU con un Grupo de Contacto de cinco miembros (Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Francia y Alemania), intentaron por vía diplomática negociar un acuerdo entre los combatientes. La lucha, que empezó en las repúblicas del norte, amenazaba con extemlerse, debido a que la independencia de Eslovenia y Croacia podía provocar demandas similares en otras repúblicas; porque Serbia y Macedonia tenían minorías étnicas y Bosnia estaba forma· da sólo por minorías; y porque el conflicto en Yugoslavia suscitaba una atención inquieta e inflamaba las susceptibilidades en Albania, Grecia y (en menor medida) en Bulgaria. El propósito inicial de la diplomacia internacional era negociar un acuerdo político

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entre serbios y croatas que cortara de raíz la extensión de los problemas antes de que se hicieran violentos. El acuerdo podría suponer la reestructuración de la federación yugoslava -una solución pronto desechada- o la aceptación de su disolución y la definición de límites en un nuevo mapa. A una troika comunitaria de ministros de Asuntos Exteriores le sucedió un solo negociador, lord Carrington, a quien le siguió rápidamen· te lord Owen y finalmente Karl Bildt. Las NU nombraron a Cyrus Vanee y posterior· mente a Thorvald Stoltenberg para trabajar con lord Owen, hasta que este intento fue superado en 1994 por el Grupo de Contacto de cinco miembros. Todos estos persona· jes lucharon para garantizar acuerdos de alto el fuego y para diseñar un~ distribución territorial de Bosnia, que fuera aceptable para todos, con las fronteras existentes, pero con una nueva Constitución. Los acuerdos de alto el fuego se adoptaron Yse rompieron con un cinismo escalofriante mientras las propuestas territoriales eran todas rechazadas, bien por una facción bien por la otra, con una ligereza que no compensaba lo suficien· te los esfuerzos, arduos y básicamente sensatos, de sus autores. La segunda ramificación de la intervención internacional fue el socorro de las vícti· mas de guerra y la protección de quienes llevaban a cabo esta tarea. Esta actividad la realizaron varios organismos, incluyendo algunos de las NU, y una fuerza de las NU -UNPROFOR- reclutada en más de veinte países y enviada para ayudar y proteger a los que ayudaban pero no para verse envuelta en las hostilidades. UNPROFOR no era una fuerza de pacificación. Sí se envió una fuerza de este tipo~ Macedonia, y quizá haya servido para mantener la paz allí, pero UNPROFOR se estableció, primero en Croacia y más tarde en Bosnia, para proteger a los organismos de ayuda, para socorrer a las vícü· mas en las áreas donde la paz no se había conseguido y para mantenerse fuera de la lucha. Fue enviada con propósitos humanitarios, pero rompiendo con la práctica normal de las NU de enviar fuerzas de pacificación o misiones humanitarias sólo a áreas donde la suspensión de las hostilidades tenía un fundamento real. UNPROFOR fue en parte una apuesta para conseguir dicha suspensión y en parte como reacción las ¡.~esperadas Y terribles atrocidades que acompañaron a la lucha. Fue puesta en una s1tuac1on de guerra sin la autoridad ni la capacidad de hacer la guerra y con la esperanza de que podría hacer su papel, a pesar de las guerras que se libraban en sus zonas de operación: ésta era una operación de un tipo que nunca antes el Consejo de Seguridad de las NU había asumi· do. En muchos campos y de varias formas UNPROFOR consiguió sus objetivos, pero fue siempre un peón del que se aprovecharon ambos beligerantes. Su suerte estuvo ligada inextricablemente a los esfuerzos diplomáticos paralelos para acabar con la guerra. El esfuerzo diplomático de la CE para pacificar Yugoslavia, basado en el temor a que el desorden se extendiera y agudizado por el horror a la increíble brutalidad de los combatientes, falló desde el principio. Los miembros de la CE percibieron una oportunidad para afirmar (o al menos probar) su poder colectivo, pero n.i,la Comuni¿~d como ta_l, ni sus miembros por separado habían prestado mucha atenc10n a una cns1s que habia estado gestándose durante una década o más. Tampoco la Comunidad estaba preparada. No tenía, como Comunidad, ningún prestigio fuera del territorio de sus miembros, ni fuerzas armadas, ni un propósito común, ni un mecanismo establecido para concer·· tar la política exterior comunitaria. Por el contrario, estaba sólo empezando a dar los primeros pasos hacia la creación de tal mecanismo, y cayó en el error de suponer que una manera de hacer esto era actuar como si ya tuviera lo que sólo estaba en proceso de confección. La CE no era una organización regional para Europa en los términos definidos por el artícu{G 52 de la Carta de NU. Los intentos de investirla de autoridad ema-

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nada de la CSCE (un organismo todavía más embrionario y también sin fuerzas armadas) fueron un subterfugio poco convincente, cuanto más cuando Yugoslavia era miembro de la CSCE con derecho a veto, cuando actuó de manera más positiva. La CE presionó para que se aceptara a Mesic como presidente yugoslavo, una suspensión de tres meses de las declaraciones de independencia de Croacia y Eslovenia, la vuelta de todas las fuerzas armadas a los cuarteles y una conferencia sobre la configuración futura de Yugoslavia. No consiguió nada de esto y aunque negoció varios acuerdos de alto el fuego entre serbios y croatas, éstos fueron sistemáticamente incumplidos. La lucha en Croacia sólo se detuvo porque los serbios habían conquistado la mayor parte de lo que deseaban y porque Bosnia requería la atención de los serbios y los croatas por igual. La CE -y especialmente Alemania- también llevó la voz cantante en la defensa del reconocimiento inmediato e incondicional de la independencia de Croacia y Eslovenia. Esto fue un acto político. Por ley un pueblo o nación no tiene derecho a secesionarse de un Estado soberano, invocando el principio de autodeterminación, aunque otros estados, usando criterios diplomáticos establecidos, opten por reconocer el derecho a un Estado propio. Eslovenia cumplía los amplios criterios de la práctica internacional pero Croacia no. Un mediador consultado por la CE -Robert Badinter, antiguo ministro francés -informó que el estado de la situación en Croacia no garantizaba el reconocimiento inmediato. Croacia ni ofrecía; ni se le había pedido que lo hiciera, garantías a la importante minoría serbia¡ a los croatas no se les recordó que, si Croacia se separaba de Yugoslavia, los serbios de Croacia bien podrían reclamar el derecho de separarse de Croacia a su vez¡ y no había ningún gobierno croata que tuviera control sobre todo el territorio que el nuevo Estado reclamaba. A Croacia se le garantizó el reconocimiento como Estado independiente en la impronta de la independencia eslovena y en la esperanza de impedir la expansión de la guerra a Bosnia o incluso más allá. El punto de vista opuesto, expresado por el secretario general de las NU y otros, era que el reconocimiento no detendría en ningún caso las hostilidades entre serbios y croatas y provocaría la declaración de independencia de Bosnia-Herzegovina y su invasión por parte de aquéllos, aliados temporalmente. Bosnia-Herzegovina cumplía los criterios de independencia aún menos que Croacia. La posición de Milosevic en Serbia se vio algo amenazada en 1992. Milan Panic, que había regresado de Estados Unidos después de hacer mucho dinero allí y había sido nombrado primer ministro de la república serbia, estaba desencantado con Milosevic. También lo estaba Dimitri Cosic, un eminente nacionalista serbio, que había sido elegido para ocupar la presidencia vacante. En una conferencia en Londres, Cosic llegó a un acuerdo con el presidente croata, Franjo Tudjman: Serbia reconocería la independencia croata y su derecho a la Krajina a cambio de derechos, reconocidos internacionalmente, para los serbios de Croacia. Este acuerdo fue un revés para Milosevic, aunque sólo fuera porque había sido negociado por otra persona. Se vio en el dilema de refrendarlo o no, al precio de irritar a los serbios más combativos de Serbia y a los serba-bosnios, dirigidos por Radovan Karadzic y su homólogo militar el general Radko Mladic, que habían pretendido anexionar la Krajina a Bosnia. Milosevic se sirvió de una disputa sobre el control del ejército para conseguir la destitu· ción de Cosic, derrotó con contundencia a Panic en unas elecciones presidenciales y confirmó su autoridad en unas elecciones parlamentarias -en las que, sin embargo, Vojislav Seselj, que hacía campaña por la expulsión de todos los no eslavos de Bosnia y de Kosovo, obtuvo el 20% de los votos y representó para Milosevic un desafío como

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abanderado del nacionalismo más puro-. Seselj y Karadzic, quien declaró la indepen· dencia de la república serbia de Bosnia en 1992, fueron para Milosevic caciques ser· bias rivales que tenían que ser mantenidos a raya o manejados. En ese momento Milosevic había consolidado ya su posición y se había convertido en la figura clave en la búsqueda de la paz por medio de la negociación. Los de fuera tenían que elegir entre un acuerdo aceptable para él o hacerle la guerra con armas económicas y quizá otras. Como para esa fecha la invasión de Bosnia era una hecho real, el único acuerdo que se podía conseguir debía incluir cierto grado de aceptación de las conquistas serbias en Bosnia así como en Croacia, ambas reconocidas internacionalmente ahora como estados soberanos. La elección o el riesgo de una guerra militar contra Serbia presentaba la perspectiva de unas operaciones largas, costosas, sangrientas y posiblemente ineficaces, con propósitos mal definidos, consecuencias mayores imprevisibles y, lo más elocuente, el desacuerdo entre los estrategas sobre qué tipo de operaciones y qué grado de fuerza sería el apropiado. Uno de los puntos fuertes de Milosevic era el ser consciente de que una guerra así era totalmente improbable. El embargo de armas impuesto por las NU en 1991 en todos los lugares de Yugos· lavia le afectó poco, ya que la prohibición dañaba a los otros bandos más que a los bien equipados serbios¡ y las sanciones económicas, impuestas a Serbia en 1992 por la CE y las NU, todavía no habían hecho mella. Desde mediados de 1992 hasta comienzos de 1995 su problema central era, por un lado, cuánta parte de Bosnia anexionarse ante la creciente hostilidad internacional y las sanciones y, por otro, los éxitos de los serba-bosnios, cuyos cálculos y ambiciones podrían no concordar con los suyos. Los serbios en Serbia estaban dispuestos a sufrir por la Gran Serbia, pero no necesariamente por una Gran Serbia con Radovan Karadzic como héroe. Los arquitectos de la Gran Serbia estaban en Belgrado, no en Bosnia¡ eran Milosevic y la jerar· quía ortodoxa serbia, no Karadzic y Mladic.

LA PARTICIÓN: BOSNIA-HERZEGOVINA

Bosnia-Herzegovina era distinta de Serbia y Croacia no sólo como una república yugoslava diferente, sino como una entidad política que, con fronteras cambiantes, había sido aceptada como tal, formalmente desde el siglo XVI y en la práctica muchas generaciones antes. Muchos de los habitantes tenían afinidades con los serbios o los croatas¡ otros eran distintos porque eran musulmanes. Los serba-bosnios representaban algo menos de un tercio de la población, los croatas bosnios uh sexto, los musulmanes casi la mitad. Todos estos pueblos eran eslavos de raza y lengua como resultado de las invasiones, en la temprana Edad Media, de eslavos de distinto tipo, que se superpusie· ron a los pueblos íberos, celtas y ávaros y a los vestigios de otros grupos. Entre estos invasores los serbios y los croatas eran los más destacados y penetraron en Bosnia a la vez que establecían principados propios en sus tres lados. Llegaron a los Balcanes como paganos pero se convirtieron al cristianismo, y aunque a menudo eran aliados contra el poder del imperio bizantino, dominante pero en decadencia, estaban divididos por su lealtad hacia las autoridades eclesiásticas rivales de Roma y Bizancio. La relativamente inaccesible Bosnia se convirtió en un mosaico de señoríos, grandes y pequeños, que fueron relativamente independientes de la dominación exterior hasta la conquista de toda el área por los turcos otomanos, después de la batalla de Adrianópolis en 1463. La igle-

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sia bosnia era católica, no ortodoxa, pero en Roma, donde nadie sabía mucho sobre ella se sospechaba que era herética. La debilidad de los vínculos eclesiásticos, el crecimien~ to de las ciudades bajo dominio turco y, simplemente, el buen sentido de adoptar la fe de los nuevos gobernantes, contribuyó a la conversión en bloque, bastante poco usual de los bosnios al islam. Hacia 1600, la mitad de ellos eran musulmanes. Campesinos qu~ intentaban tener una existencia en la que sus superiores intervinieran lo menos posible, mercaderes deseosos de mantener y extender su comercio en el nuevo entorno de la administración turca, la ley turca y los favores turcos, no encontraron mayor inconveniente en quitarse una fe para ponerse otra-{) viceversa cuando llegaba el caso. Desde el principio hasta el fin de la dominación turca, el destino de Bosnia estuvo condicionado por las frecuentes guerras entre el imperio otomano y el de los Habsburgo. Sus fronteras se fijaron en tratados que interrumpían esas guerras en el siglo xvm. A medida que el siglo siguiente avanzaba los turcos perdieron el control y Bosnia quedó disponible. Con Serbia y Montenegro independientes y clientes de Rusia, Austria. Hungría empezó a preocuparse más por los rusos que por los turcos y Bosnia se hizo más vulnerable a los deseos expansionistas de sus vecinos. Después de la derrota rusa a manos de los turcos en 1877, los poderes europeos se- reunieron en Berlín para dibujar de nuevo el mapa de los Balcanes. Decretaron que Bosnia debería pasar a la administración austro-húngara (anexionada en 1908, pero perdida para Viena tras la Gran Guerra, que empezó en la capital bosnia, Sarajevo, en 1914). Entre esa guerra y la siguiente hubo un amplio acuerdo sobre la idea de un Estado yugoslavo, pero no se llegó a un acuerdo sobre la división de poderes entre el gobierno central y las provincias. Bosnia se oponía, junto con Croacia, a la centralización, que significaba poder efecti· vo para los serbios. El problema estaba sin resolver cuando la Segunda Guerra Mundial estalló y no fue más que sofocado parcialmente por Tito, quien, como comunista era centralizador, pero como esloveno-croata no. En la Yugoslavia de Tito, Bosnia se convirtió en una de las áreas más deprimidas de la federación. Una consecuencia de ello fue el aumento de la tensión entre comunidades; otra fue la salida de muchos ser· bo-bosnios hacia Serbia: su marcha hizo a los musulmanes la cbmunidad más nume· rosa, con diferencia, de las tres principales que había en Bosnia. Tito los animó a que se considerasen una comunidad distinta y fueron reconocidos como tales en 1971. Pero estaban divididos entre musulmanes comunistas y anticomunistas: Ilia lzetbegovic, futuro presidente de Bosnia-Herzegovina, era un prominente líder anticomunista. En 1990 el gobierno de Bosnia-Herzegovina (Herzegovina era un pequeño rincón en el sudoeste) era una coalición formada después de unas elecciones ese año. Comprendía musulmanes, serbios y croatas, pero los serbios abandonaron la coalición -el primer paso hacia un Estado serbio diferenciado, que ocupase tanta parte de Bosnia como pudieran conquistar-. Cuando empezó la lucha en Croacia, el presidente lzet· begovic tuvo que elegir entre permanecer en una nueva Yugoslavia privada de Eslove· nía y Croacia, o reclamar la independencia como éstas estaban haciendo. Optó por lo último. Temía los designios serbios y croatas para el territorio de su república y quería estar en una posición que le permitiera solicitar la ayuda exterior para su protección. Se le concedió reconocimiento internacional y admisión en las NU a principios de 1992, pero 1;10 antes de que las NU, reaccionando cuando las fuerzas regulares serbias doblaron su número en la misma Serbia (normalmente en torno a 45.000), y ante el crecimiento de las fuerzas irregulares serbias, hubieran impuesto su embargo en el suministro de armas a todas las partes en Yugoslavia, incluyendo Bosnia. Serbia consi-

deró estos acontecimientos de la primavera de 1992 como una señal para iniciar las hostilidades con fuerzas tanto regulares como irregulares. Ganaron el control de media Bosnia en unos pocos días. Sus métodos incluían un terror y unas atrocidades que cam· biaron la naturaleza de la guerra y de la intervención de las NU que, originalmente reducidas a proteger a los organismos de ayuda y a las víctimas civiles, necesitadas de alimentos y medicinas, se vieron envueltas en el destino de un millón de refugiados, congregados y sitiados en enclaves mortales y clamando por escapar de Bosnia, antes que ser socorridos en ella. En este punto, Serbia y Montenegro proclamaron juntos una nueva Yugoslavia, que consistía de ellos mismos, como otro Estado nuevo. Ahora había varios estados nuevos en lo que había sido Yugoslavia y dos de ellos estaban en guerra entre sí: Bosnia-Herzegovina y la nueva y reducida federación yugoslava. Lo que había sido una guerra civil en Yugoslavia se había convertido en una guerra entre dos estados soberanos, miembros de las NU, y el Consejo de Seguridad podría haber calificado a Serbia como agresora. Si la guerra era civil en algún sentido, lo era en Bosnia, no en Yugoslavia. Habría carecido de fundamento aplicar el embargo a Bosnia si éste no hubiera existido de antemano. Pero el levantamiento del embargo en una parte implicaba una responsabilidad en las hostilidades, que en 1992 ningún gobierno sugería ni parecía contemplar, en parte porque al hacerlo debía, con ello, poner en peligro las tareas de UNPROFOR y acabar con la diplomacia mediadora de la CE/NU, y en parte porque las administraciones de Bush y Clinton se opusieron totalmente a cual· quier tipo de intervención de las NU que llevara aparejada la implicación activa estadounidense en el conflicto. El resultado fueron evasivas a nivel internacional y el sumi· nistro de armas encubierto a todas las partes, incluyendo el gobierno bosnio. En 1992-1994 los negociadores de la CE/NU y el Grupo de Contacto elaboraron una serie de planes para la partición de Bosnia en sectores serbio, musulmán y croata dentro de una entidad bosnia que continuaba existiendo. Estos planes fueron aceptados en uno u otro momento por todas las partes principales en Bosnia, pero nunca simultáneamente y quizá con más astucia que sinceridad. Aceptaban el principio de la división, pero no las divisiones propuestas. Los musulmanes las veían como escandalosas e injustas invitaciones al suicidio, mientras que los serbios las veían como un reconocimiento inadecuado de sus conquistas y derechos étnicos. En Serbia las sanciones, más estrictas a partir de 1993, estaban causando considerables dificultades, ya que el desempleo engullía la mitad de la población activa, y a la economía nacional se la privaba del acceso a la ayuda y la inversión internacionales. Aunque los peores efectos se consiguieron eludir durante algún tiempo con la ayuda de Grecia, Chipre y (por un breve espacio de tiempo) Rusia, Milosevic se vio forzado a considerar el refrenar a los serbios en Bosnia y a aplicar sus propias sanciones a los serba-bosnios, que dependían del combustibie ser· bio para su maquinaria de guerra. En 1994 cem5 la frontera entre Bosnia y Serbia, después de que el Grupo de Contacto elaborase otro paquete de propuestas que adjudicaba el 49% del territorio de Bosnia-Herzegovina a los serbios. Esto era, en términos territoriales, generoso pero Karadzic, y sus asociados consideraron que podían obtener aún más, reclamando en especial una franja más grande en el este, acceso al Adriático el oeste y medio Sarajevo. El Grupo de Contacto esperaba conseguir su aceptación medio de Milosevic, quien, además de sus preocupaciones económicas, desconfiaba expansionismo independiente de Karadzic y de sus actitudes desafiantes. Los serba-bosnios estaban más envalentonados que escarmentados por la interven· ción internacional que, a la escala que representaba UNPROFOR, animaba más su

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desdén. Esta confrontación con las NU cristalizó durante 1993, cuando los miembros destacados del Consejo de Seguridad forzaron a éste a que estableciera seis áreas de seguridad (análogas a las zonas de seguridad declaradas en lrak en 1991, pero en unas circunstancias y un terreno diferentes) y se autorizó el uso de la fuerza por parte de UNPROFOR, para evitar su bombardeo. Los miembros del Consejo, sin embargo, no proporcionaron a UNPROFOR, ya sobrecargada, los medios para cumplir con esta nueva función. Estas áreas de seguridad fueron habitadas por musulmanes y amenazadas por serbios. Eran de seguridad sólo en la medida en que los serbios se abstenían de atacarlas. Había seis: cuatro en Bosnia oriental, cerca de la frontera con Serbia y de importancia estratégica para la comunicación entre ésta y Bosnia; Bihacs en el noroeste de Bosnia, atravesando una línea ferroviaria de primer orden y junto a la princi- · pal bolsa de serbios en Croacia; y Sarajevo. La ciudad de Bihacs y sus alrededores eran un enclave bosnio vulnerable a ataques provenientes de tres zonas: desde el oeste por los serbios de Krajina, desde el este por los s.erbo-bosnios y desde el norte por los musulmanes disidentes, enfrentados con el gobierno de Sarajevo y dirigidos por un extravagante empresario musulmán, que soñaba con establecer una ciudad-Estado de su propiedad. En 1995 los serba-bosnios tomaron las áreas· orientales de Srebrenica y Zepa, desalojaron a sus habitantes no serbios y a 400-500 efectivos de tropas holandesas y ucranianas de UNPROFOR, e hicieron una limpieza, por medio del terror y del asesinato, de áreas nuevas para ser incorporadas a la Gran Serbia. También mostraron lo poco que les importaba la intervención internacional. En junio de 1995 se declararon en guerra con las NU y la OTAN y, en una flagrante violación de las normas y costumbres de la guerra, tomaron como rehenes a unos 380 miembros de las unidades de UNPROFOR -un paso excesivamente arriesgado que posibilitó a Milosevic, más cauto, a reafinnar su autoridad pan-serbia e insistir en su liberación. (Al mismo tiempo encarceló a su adversario extremista en Serbia, Vojislav Seselj.) Durante tres años los serba-bosnios sólo habían conocido el éxito. Sin embargo, había factores adversos a los que Karadzic prestó quizá poca atención. Dependía de Milosevic en cuanto a suministros, en especial de combustible, pero no pudo percibir que Milosevic estaba cuanto menos tan deseoso de que se levantasen las sanciones económicas contra Serbia, como de mayores victorias de Karadzic en Bosnia; y los éxitos y los excesos de los serba-bosnios (que no fueron impedidos por la decisión del Consejo de Seguridad en 1993, de crear en La Haya un tribunal para contemplar los cargos de crímenes de guerra en Yugoslavia) produjeron un revulsivo que, sobre todo en Estados Unidos, tomó la forma de una amenazadora guerra aérea en su contra y un hacer la vista gorda -a la vez que se echaba una mano- con respecto al suministro de armas al gobierno bosnio por medio de, entre otras vías, el uso clandestino y no autorizado de aviones de la OTAN. Este último factor fue una fuente de disensión entre los estados del exterior, así como una amenaza para los serba-bosnios. La paz en la región siguió siendo el objetivo primordial de los estados de la CE, pero en Estados Unidos ganó terreno un objetivo opuesto: la justicia para los bosnios no serbios, en especial musulmanes. Los europeos consideraban que los serbios habían ganado la guerra en Bosnia y que era inútil animar a los musulmanes, o a una alianza musulmana-croata, a que la continuaran. Francia Y Gran Bretaña, que aportaban los contingentes más grandes de UNPROFOR, se opor1Ían rotundamente a cualquier medida que provocara ataques sobre ella, hiciera necesaria su retirada junto con los organismos de ayuda y engañara a los musulmanes con

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vanas esperanzas. Los estadounidenses, por su parte, se inclinaban más hacia una política de ayudar al gobierno bosnio a corregir la balanza militar, levantando el embargo de armas al gobierno bosnio y usando la fuerza aérea para detener la agresión serbia y para defender las áreas de seguridad. Considerando que la resolución del levantamiento del embargo sería derrotada en el Consejo de Seguridad, Clinton decidió a cambio retirar los navíos estadounidenses de patrulla en el Adriático, que tenían la mi¿ión de hacerlo cumplir. El efecto práctico de este paso fue pequeño pero las implicaciones posteriores, por el incumplimiento de una resolución por la que Estados Unidos habían presionado y votado en el Consejo de Seguridad, fueron más graves. La decisión de Clinton --que fue tomada, aunque no anunciada, antes de que los demócratas sufrieran un serio revés en las elecciones parciales de noviembre- suponía respaldar a los musulmanes y a los croatas contra los serbios, arriesgarse a provocar, a cambio, un abierto apo· yo ruso a los serbios y terminar con las esperanzas de poner fin a la guerra por medio de negociaciones. De la misma manera que la guerra civil española en la década de los treinta, la guerra de Bosnia se estaba internacionalizando de una manera encubierta. Estados Unidos y Rusia estaban alentando, y más que alentando, a los distintos bandos beligerantes, mientras los estados islámicos en Oriente Medio estaban compitiendo entre ellos para proveer de ayuda, o prometerla, a los musulmanes. (Algunos de estos países habían estado enviando ayuda de beneficencia desde una fecha tan temprana como la década de los setenta. Por los oleoductos entraban productos más sólidos.) El recurso estadounidense al poderío aéreo no era menos polémico. Poderío aéreo significaba poderío aéreo de la OTAN, ya que ésta era la única fuerza disponible para el Consejo de Seguridad. Su uso era discutible por razones políticas y tácticas. Los rusos, en quienes el Grupo de Contacto confiaba para que persuadieran a Milosevic para que, a su vez, forzara a Karadzic a aceptar su último plan de paz, encontraron difícil de dige· rir la implicación de la OTAN, antirrusa por antonomasia, en el avisp~ro bosnio, ya que la veían como una artimaña para pasar por encima del Consejo de Seguridad y el veto ruso en él, y estaban indignados en privado por el uso de la OTAN para armar al gobier· no bosnio contra sus amigos los serbios. Los europeos atribuyeron la afición de los esta· dounidenses por las operaciones aéreas a su reticencia a provocar bajas en operaciones de tierra. Los europeos, y algunos estrategas y oficiales militares estadounidenses, también refutaron la eficacia de los ataques aéreos, en base a que los objetivos en Bosnia eran difíciles de encontrar y aún más difíciles de alcanzar. En cuanto a Bihacs, estas dudas parecían estar justificadas. Cuando los serbios, habiendo contrarrestado ofensivas contra ellos que estaban sobradas de optimismo, mantenían a la ciudad a su merced, los jefes militares de las NU recurrieron a represalias aéreas, pero su resultado fue dudoso y fueron suspendidas. Pero el mayor impedimento para el uso de cualquier tipo de fuerza, no era el desacuerdo táctico ni la aprensión política, sino la vulnerabilidad de las dispersas unidades de UNPROFOR, susceptibles de ser hechas rehenes por los serbo-bos· nios. Los croatas habían esperado a que les llegara su oportunidad. Tanto si los presiden· tes Tudjman y Milosevic tenían un acuerdo tácito para la partición de Bosnia como si no, el presidente croata tenía otros hilo que mover: una alianza con el gobierno bos· nio. (Durante la Segunda Guerra Mundial el Estado croata independiente, aunque títere, establecido por Italia y Alemania, se había eX:tendido por la mayor parte de Bos· nia.) En 1993 los gobiernos de Croacia y Bosnia acordaron fom1ar un Estado federado musulmana-croata, con unos lazos confederales flexibles con Croacia -un paso signi-

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ficativo en la bisección de Bosnia entre un Estado o sub-Estado serbio y la parte restante federada con Croacia y dependiente de ella-. Tudjman, habiendo reorganizado y renovado el equi~o de su ejercito.c.on discreción, lanzó unas ofensivas en 1995, que recuperaron la Kra]lna con una habilidad y una rapidez inesperadas, y la vació de entre 100.000 y 200.000 aterrorizados serbios, quienes, en su huida hacia el este, constituyeron la migración forzosa más numerosa de la guerra y uno de sus desastres humanos más espantosos; y anegaron a los organismos de ayuda y a sus protectores de las NU. Los croatas también recuperaron la mayor parte de Eslavonia oriental, que habían perdido ante los serbios er: 1991. Los serba-bosnios contraatacaron en las áreas de seguridad, tomando Srebremca y Zepa y masacrando a sus habitantes, y efectuando uno de los bombardeos más duros de la guerra sobre Sarajevo. Los poderes occidentales más importantes, habiendo retirado a sus contingentes de UNPROFOR de sus posiciones más expuestas, ª.tacaron a los serbo.·bosnios en tomo a las áreas de seguridad que quedaban desde el aire (usando fuerzas de la OTAN) y con la artillería de tierra de la nueva Fuerza de Intervención Rápida creada por Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos. Las operaciones aéreas, que eran las mayores en toda la historia de la OTAN, se emprendieron sin informar a Yeltsin. En resumen, Estados Unidos anuló las decisiones de sus aliados europeos, humilló a Rusia, marginó a las NU y obtuvo resultados. Uno de ellos fue dañar a las NU, tanto como Gran Bretaña yFrancia habían dañado a la Sociedad de Naciones a raíz de la crisis de Etiopía en los años treinta. Estados Unidos insistió en que las operaciones militares estuvieran bajo control de la OTAN. Pero el resultado principal fue una prespectiva de paz. Estados Unidos salió al campo con un resultado muy efectivo contra los serbo-bosnios, sin tener que pasar por las forma~idades d~ su condena en las NU como una amenaza para la paz internacional, y despues de abnr una brecha entre ellos y Milosevic. Convocó a los presidentes de Ser· bia, Croacia y Bosnia-Herzegovina para mantener conversaciones en la base aérea de Dayton, en Ohio, y los mantuvo allí durante tres semanas hasta que aceptaron los términos que se les presentaron. El gobierno bosnio, que era el que tenía más razones para rechazarlos, los aceptó bajo la amenaza, implícita o explícita, de que la ayuda estadounidense que le había posibilitado luchar cesaría. Los serba-bosnios, que no fueron invitados a Dayton, aceptaron los términos sin ocultar su repugnancia. Milosevic abandonó a los líderes serba-bosnios, pero no la perspectiva de una Gran Serbia. En lo esencial estos términos seguían a propuestas anteriores para la partición de Bosnia-Herzegovina en dos mitades más o menos iguales (una república serbo-bosnia y una federación croata-musulmana), dentro de un Estado bosnio soberano con un gobierno central débil y una capital poco integrada, Sarajevo, bajo control general croata-musulmán. Cada una de las dos partes iba a tener derecho a organizar su propio ejército; era en todos los sentidos un Estado a excepción del nombre. Las personas acusadas de crímenes de guerra iban a ser inhabilitados para ocupar cargos públicos; unas cincuenta personas, incluyendo Karadzic y Mladic, habían sido mencionados por la acusación en el tribunal establecido por las NU, pero sólo uno había sido capturado y había comparecido; el resto no estaba al alcance del tribunal y había muchas posibilidades de que permaneciera en esa situación. Se organizó una fuerza internacional ejecutiva (I-FOR), básicamente estadounidense y sin control por parte de las NU, para vigilar el cumplimiento del acuerdo de Dayton. Desde el punto de vista internacional, las guerras de Yugoslavia fueron un fracaso en su conjunto. Se hizo mucho para socorrer a las víctimas de los peligros acostum-

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brados y de los crecientes horrores de la venganza étnica. El primer asalto entre ser· bios y croatas fue detenido por la mediación internacional, pero también porque los combatientes tenían sus propias razones para desistir: la extensión de la guerra a Bosnia aplazó su conflicto por tres años. Fue también la prueba de fuego para la ínter· vención internacional. El objetivo fundamental para los principales organismos internacionales fue, la mayor parte del tiempo, detener la guerra. Fallaron porque, al principio, no estaban preparados para desplegar la fuerza necesaria y, después, porque no podían ponerse de acuerdo en qué tipo de fuerza usar. El descrédito de estos fracasos cayó sobre las NU como organización, pero la culpa recaía más justamente en los miembros más impor·· tantes del Consejo de Seguridad: eludieron el problema intentando usar a UNPROFOR en funciones para las que no estaba ni encomendada ni equipada y, habiendo reconocido a Bosnia-Herzegovina como Estado soberano e independiente, se negaron a actuar en consecuencia. Al Consejo de Seguridad no se le pidió que tratara la guerra de Bosnia como una amenaza a la paz mundial (lo que era claramente) o que auto· rizara las medidas consiguientes, según prescribe la Carta de NU. Las NU vieron aún más disminuido su papel cuando Estados Unidos, habiendo resuelto tomar parte de manera efectiva, prefirió hacerlo no dando ejemplo en las NU, sino a través de la OTAN, en cuyos miembros se podía confiar para que pusieran sordina a las objecio· nes de las NU a la política estadounidense. Los estados exteriores no calcularon con la suficiente profundidad la crueldad de los serbios, y en especial de los serba-bosnios. En el capítulo bosnio del drama yugoslavo, los serbios llevaron la voz cantante hasta que fueron frenados por los croatas. Optando por la diplomacia internacional antes que la acción internacional, la CE y, durante un tiempo, Estados Unidos evaluó, primero, la disposición de los beligerantes para considerar las propuestas razonables de paz y, más tarde, la capacidad o voluntad del absolutamente impasible Milosevic para controlar a los serbo~bosnios. Reconoció la habilidad e influencia de Milosevic, pero no pudo percibir que Karadzic era su talón de Aquiles. Confiaba en que Milosevic cumpliera lo único que menos podía cumplir. Estos errores prolongaron el conflicto. La introducción de UNPROFOR sin que hubiera un alto el fuego era una apuesta sin precedentes que, a pesar de alguna promesa en Croacia en la primera parte, resultó un completo desastre en la siguiente. Las iniciativas tempranas de la CE fueron movidas por buenas intenciones, sin que estuvieran acompañadas del buen juicio equivalente. Por el contrario, estuvieron mal concebidas y mal conformadas. Por último, la solución final que se adoptó, y fue seguida enérgicamente por Esta· dos Unidos, daba bastantes pruebas de no conducir hacia ese final. Dio a Serbia y a Croacia mucho de lo que querían y habían adquirido ilícita y brutalmente. Formalmente conservó un Estado bosnio único; pero sustancialmente dividió Bosnia en dos entidades, a la espera de ser anexionadas por Serbia y Croacia, respectivamente. La comunidad musulmana, la mayor, conservó alguna influencia en ur{a de las mitades del Estado, ninguna en la otra. Cerca de un cuarto de millón de personas murieron como resultado directo de las guerras de agresión y la limpieza étnica. En un mundo acostumbrado a hablar de «enviar las señales correctas», este resultado parecía terri·· blemente perverso. Mucho de esta actuación tan mediocre puede ser achacado al relativo poco interés que despierta el sudeste de Europa en comparación con, por ejemplo, Oriente Medio,

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Los temores a conflictos secundarios, que pudieran resultar de la desintegración de Yugoslavia se centraron en Albania y Macedonia. Para los serbios, Kosovo era un nombre mágico, que recordaba el valor de la resistencia serbia a los turcos en el siglo XIV, pero la población del distrito serbio de Kosovo en el siglo XX era mayoritariamente albanesa. La derogación de su autonomía por parte de Milosevic en 1989 dio lugar a una declaración de independencia que quedó sin efecto. Se realizaron elecciones parlamentarias en 1992, pero los serbios impidieron q~e el Parlamento se reuniese. Los líderes albaneses en la región renunciaron a cualquier intento de· usar armas (no las tenían) o buscar la unión con Albania, y el presidente albanés Sali Berisha se limitó a manifestar su simpatía. El poder de Milosevic estaba menos limitado por los albaneses que por las bandas irregulares y crueles de serbios nacionalistas, que había en la región, y los nacionalistas más extremistas de Serbia dirigidos por Vojislav Seselj. En Macedonia, cuyo solo nombre despertaba fuertes emociones tanto en Grecia como en Bulgaria, las tensiones interiores de estos años se internacionalizaron con las reacciones paranoicas sobre sus fronteras, en especial en Grecia, donde se invocaba la historia antigua para reafirmar el nacionalismo moderno (y ganar elecciones). Cuando en 1389 el sultán Murad I acabó con el reino de Serbia en la batalla de Kosovo, anestesió durante cinco siglos lo que iba a convertirse en la Cuestión Macedonia. El nombre de Macedonia se remonta a la antigüedad y a los reyes-guerreros que conquistaron Grecia, como paso previo para la conquista d~ gran parte del mundo que conocían. Los macedonios de tiempos más recientes, sin embargo, eran eslavos pero, si tenían un parentesco mayor con los serbios o con los búlgaros, era una cuestión muy discutida -los búlgaros destacan mayores afinidades lingüísticas y los serbios rituales culturales comunes desconocidos entre los búlgaros-. El rápido retroceso del poder otomano en Europa en el siglo XIX resucitó los antiguos principados serbio y búlgaro, reavivó la iglesias separadas serbia y búlgara, deseosas de reafirmarse contra el patriarcado helénico de Constantinopla, y creó entre Serbia, Bulgaria y Grecia tensiones, que se centraban sobre todo en Macedonia y el puerto de Tesalónica. Mientras que en términos políticos, el separatismo de los estados eslavos emergentes era antiturco, en términos religiosos era antigriego. Después de la guerra ruso-turca de 1877-1878 el Tratado de San Stefano, impuesto por Rusia, dio a Bulgaria toda Macedonia, a excepción de Tesalónica. El Tratado de Berlín, por medio del cual los otros Grandes Poderes se empeñaron en frenar esta victoria rusa, devolvió Macedonia a los turcos y dividió Bulgaria en dos trozos (que consiguieron fusionarse en 1885). En la última década del siglo, Bulgaria fomentó ambiciosas organizaciones macedonias, pero éstas se dividieron rápidamente por las estrategias y tácticas a seguir y, para cuando el progresivo declive del imperio otomano llevó a las gue-

rras balcánicas de 1912-1913, Serbia y Grecia habían descubierto que tenían el propósito común de impedir que Bulgaria obtuviera Tesalónica. El segundo período de las gue· rras balcánicas terminó con el Tratado de Bucarest, por el que Macedonia quedaba dividida de tal manera que Bulgaria recibía sólo una décima parte de ella y el resto se adjudicaba a Serbia y Grecia, consiguiendo esta última obtener una parte mayor que Serbia y también Tesalónica. Hubo la consiguiente migración, y más aún después de la Primera Guerra Mundial, todo ello más o menos voluntariamente. Estos movimientos dejaron sólo una pequeña población eslavo-hablante en Grecia, pero un permanente temor entre los griegos a una reactivación de los planes para un Estado macedonio distinto, que privaría a Grecia de su provincia más fértil y de 1,5 millones de habitantes. Después de la Segunda Guerra Mundial, Stalin frustró los planes de unión entre Yugoslavia y Bulgaria y la transfonnación por parte de Tito de la Yugoslavia de preguerra en una federación de seis partes, creó la República Yugoslava de Macedonia. Cuarenta y cinco años más tarde, esta República, con una población de dos millones de habitantes, un cuarto de los cuales eran albaneses y el resto dividido en doce categorías, tenía una economía que se desmoronaba, carecía virtualmente de industria, de compradores para su principal producción (tabaco), de una moneda distinta al dinar yugoslavo, carente de todo valor, y de un ejército. El poder de Kiro Gligorov -ex comunista que se convirtió en presidente en 1992- no iba mucho más allá de la capital, Skopje. En 1991 los macedonios confirmaron en plebiscito una declaración de independencia, pero el sector albanés del electorado boicoteó las votaciones y el gobierno griego impidió durante dos años que se reconociera internacionalmente la independencia del país y mantuvo, la mayor parte de los años 1992-1994, un bloqueo económico sobre éste. Los albaneses de Macedonia salieron mejor parados que sus parientes de la región serbia de Kosovo, pero fueron casi excluidos del gobierno de la república y del ejército, y anhelaban la autonomía o la independencia o la unión con una Albania ampliada -pero la misma Albania no tenía ni el espíritu ni las condiciones para promoverla. . La preocupación griega por el nuevo Estado tenía varios orígenes. El más reciente era la guerra civil griega, cuando muchos eslavos habían sido reclutados en las filas del ELAS (Ejército Popular de Liberación Nacional). También hubo sospechas fundamentadas de posibles intromisiones en cualquier cosa que llevara el nombre de Macedonia; reacciones exageradas a la aparición en Skopje de mapas, antiguos pero provocadores, que mostraban una Macedonia que se extendía sobre partes de Grecia; temo~es de que un Estado macedonio en la frontera griega pudiera hacer aparecer reivindicaciones también de las minorías albanesa y turca. Por último, y de una manera especial, los líderes políticos en Atenas reavivaron las ilusiones románticas sobre la relevancia permanente que para los asuntos modernos tenía la trayectoria vital, en el siglo III a.C., de Alejandro de Macedonia, a quien los griegos de entonces habían considerado más bárbaro que griego. La pertenencia de Grecia a la CE hizo que se prestara cierto grado de atención a posturas chovinistas que, de otra manera, podrían haber pasado inadvertidas. Macedonia fue obligada a adoptar la recargada y poco fácil nomenclatura de Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM) antes de ser admitida en las NU. Permaneció inquieta pero en paz, con el apoyo de una pequeña fuerza de paz de las NU (en la que Estados Unidos contribuyó con algunas unidades en 1993) y a pesar de estallidos limitados de violencia en 1995. Menos inestable que Bosnia tenía, sin embargo, fronteras con cuatro estados poco amistosos y más firmemente asentados -Albania, Bulgaria y Serbia, así como Grecia-· y no tenía salida al mar. En 1995, Gligorov escapó por poco de ser asesinado. Había con-

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cuya importancia económica y estratégica habían, casi al mismo tiempo, predispuesto a los principales estados a ir a la guerra y a pagar por ello. Con la excepción parcial de la guerra en Corea, cuarenta años antes, no había un precedente tan claro ni tan cercano de intervención de las NU en una guerra internacional tal como, dado el reconocimiento de una Bosnia-Herzegovina independiente, fue esta guerra. Más fatídicamente, la intervención estadounidense allí donde importaba -es decir, en tierra- nunca fue posible.

MACEDONIA Y ALBANIA

seguido el reconocimiento de Bulgaria, Turquía, Serbia e incluso Grecia, pero su país se veía más amenazado que seguro por el triunfo en Bosnia de los estados serbio y croata sobre la idea de un Estado multi-étnico, como el que Macedonia debía ser. La independencia de Albania del imperio otomano fue reconocida por primera vez en 1912, con un príncipe alemán como rey (durante unos meses), gran parte de su territorio repartido entre Serbia, Montenegro o Grecia, y otra parte ocupado por fuerzas italianas y francesas durante la Primera Guerra Mundial. En varias ocasiones a partir de 1878, Grecia había reclamado lo que llamaba el Epiro del norte, un área variable que venía a ocupar cerca de un tercio de Albania y estaba habitada por una importante minoría griega. El tamaño de esta minoría no se podía calcular, ya que el único censo fiable era de religión, y no de lengua o nacionalidad. Un número de albaneses hablaban griego, ya que los turcos habían prohibido el aprendizaje y uso del albanés, pero no del griego. Durante la Primera Guerra Mundial parecía que Albania fuera a ser dividida entre Grecia, Italia y el nuevo reino de Yugoslavia, pero Woodrow Wilson vetó tales planes. Una frontera sur, delineada por primera vez por una comí· sión internacional en 191.3, fue aprobada por la Liga de Naciones en 1921 y aceptada por los estados implicados, incluyendo Grecia e Italia, en 1926. Después de la Primera Guerra Mundial, Albania fue un caos interno hasta que Ahmet Zogu afirmó su gobierno sobre la mayor parte de .ella y se autocoronó en 1928 (murió durante la Segunda Guerra Mundial). En 1939, Italia la invadió con el fin de atacar a Grecia, pero Albania consiguió, con ayuda alemana, ganar territorio a Serbia y Montenegro, si bien sólo temporalmente. Enver Hoxha dirigió las resistencia contra los ocupantes del Eje con ayuda británica. Hoxha, que era un paranoico de clase media, educado en parte en Francia y Bélgica, estableció una dictadura estalinista. Eliminó a Koci Xoxe y a otros colegas cercanos, de quienes sospechaba con cierto fundamento de estar seducidos por los planes de Tito para absorber a Albania en la federación yugoslava. Otro colega próximo, Mehmet Shehu, un veterano de la guerra civil española, fue primer ministro hasta 1981, cuando se suicidó y fue atacado post mortem como agente tanto de la CIA como del KGB. Hoxha se enemistó con la URSS de Kruschev y rom· pió las relaciones con ella en 1961. Alabó a la China de Mao hasta 1978, cuando la atacó por revisionista. Aisló a Albania, a la que trató de revolucionar y modernizar con una cruel incompetencia, desperdiciando sus considerables recursos minerales y poten· cialidades hidroeléctricas. Murió en 1985. Su sucesor, Ramiz Alía, intentó durante un tiempo preservar el sistema de Hoxha a pesar de las convulsiones en el mundo comunista, pero se produjo la anarquía en el país, un gran número de albaneses huyeron a Italia, Grecia y Yugoslavia, y Alía se vio obligado a permitir unas elecciones generales en 1991. Los comunistas resultaron bastante bien parados, pero el gobierno se hundió y en 1992 el Parlamento eligió a Salí Berisha como presidente en lugar de Alia, que fue arrestado bajo acusaciones de malversación de fondos. Dos tercios de los albaneses de Albania son musulmanes de diversas sectas. El resto son principalmente cristianos ortodoxos y católicos, los primeros doblan en núme· ro a los segundos. Étnicamente las principales minorías en Albania son los griegos, cuyo número está entre entre 40.000 y 100.000, según el punto de vista político; y los vlach, que tienden hacia Rumania. Hay tantos albaneses fuera de Albania como dentro, la mayoría en Serbia (Kosovo), Macedonia y Montenegro, pero también en Tur· quía, Grecia e Italia provenientes de antiguas migraciones, y en Estados Unidos y Canadá de otras más recientes.

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NOTAS A.



IRLANDA DEL NORTE

Irlanda del Norte, frecuente aunque impropiamente llamada Ulster, era la parte de Irlan· da que permaneció integrada en el Reino Unido cuando en 1922 el resto de Irlanda se desga· jó de la unión establecida en 1800. Durante el invierno de 1921·1922 los ingleses e irlandeses debatían dos cuestiones principales. La división de Irlanda era sólo el segundo de estos temas, puesto que por lo general se consideraba inevitable, y los más acalorados debates, en Londres y entre los propios líderes irlandeses, se referían al régimen jurídico del Estado irlandés que -como se empeñaban los ingleses y una estrecha mayoría del provisional Parlamento irlandés aceptaba- debía ser un Estado libre dentro de la Commonwealth y el Imperio británico, leal a la Corona británica y presidido por un gobernador general británico. En Irlanda, una minoría republicana defendió su causa hasta el punto de desencadenar una auténtica guerra civil, pero perdió la batalla, e Irlanda, aunque miembro independiente de la Sociedad de Naciones desde 1923, no se convirtió en una república plenamente independiente hasta 1937. En el nordeste, se acabó por definir una frontera en 1925. La provincia de Irlanda del Norte heredó de la Ley de Unión de 1800 el derecho a elegir representantes al Parlamento de Westminster. Tenía también, en virtud de la Ley del Gobierno de Irlanda de 1920 una asamblea bica· mera! y un ejecutivo propio con un considerable grado de autonomía interna (ampliado en 1948). La provincia estuvo gobernada desde sus orígenes hasta 1972 por una oligarquía protestante dominada por los terratenientes, pero que en años posteriores abarcó a representantes de las más prósperas clases urbanas y profesionales, uno de los cuales, Brian Faulkner, se convertiría en su último primer ministro. El poder de esta oligarquía se apoyaba clara y firmemente en el electorado, en el que los protestantes sobrepasaban numéricamente a los católicos en una proporción de dos a uno. El pueblo de Irlanda del Norte estaba dividido de tres formas. En primer lugar, existía una división religiosa de lo más sorprendente y emotiva, una reliquia de la obsoleta política de la Europa del siglo XVll. Existía también la división entre los que querían la unificación de Irlanda, los que se oponían a ella y los que no sentfan ningún especial interés en lo relativo a esta cuestión; y final· mente, existía la división entre patronos y obreros, ricos y pobres. Estas divisiones se solapaban y superponían entre sí y esta superposición configuraba la política de la provincia. Los patronos eran todos protestantes, pero no todos los protestantes eran patronos. Los partidarios de una Irlanda unida eran todos católicos, pero no todos los católicos querían una Irlanda unida; o al menos no inmediatamente; o desde luego no a la fuerza. El objetivo de la clase dominante -parte integran·· te de una mayoría en términos religiosos pero de una minoría en términos socioeconómicos- era seguir ejerciendo el control, haciendo sólo las concesiones reformistas que dictase una calculada y prudente política (concesiones sobre las que había diferentes opiniones). Los objetivos de la oposición, y por consiguiente sus tácticas, sufrieron variaciones y en 1969 el IRA (descendiente del Ejército Republicano Irlandés creado para expulsar a los ingleses de Irlanda) se dividió. El grupo más numeroso, adoptando una interpretación marxista de la situación, aspiraba a ampliar su base entre la minoría católica desheredada granjeándose el apoyo de los protestantes más pobres; este grupo anteponía el socialismo a todo lo demás, y abandonó la violencia en favor de la propagan·· da. El otro grupo, llamado IRA Provisional, mantuvo la tradicional política de recurrir al arma de la violencia para lograr una Irlanda unida mediante la expulsión de los ingleses (que habían v~el­ to oportunamente). Su interpretación de la situación no era de conflicro de clases, sino de guerra nacional. Los objetivos de los ingleses, por último, eran de carácter negativo. Los ingleses habían abandonado todo propósito de permanecer en alguna parte de Irlanda y consideraban que una Irlanda unida era una posibilidad natural aunque tal vez remota. Sentían la obligación de defender el orden establecido en Irlanda del Norte, pero tanto los gobiernos conservadores como los labo·

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riscas veían la necesidad de impulsar a la oligarquía provincial a la realización de reformas civiles y políticas, como una cuestión de conveniencia y de justicia. Unos y otros creían, o actuaban como si lo creyesen, que era esto lo único que hacía falca hacer, una ilusión de la que hubieran debido desengañarse a raíz de los acontecimientos de 1962-1972. Éstos fueron los últimos años del antiguo orden y en su transcurso la pmvincia tuvo tres primeros ministros. Los desórdenes, parcicula1mente en celebraciones históricas o religiosas, fueron una característica habitual de la vida política, no así el que produjesen víctimas mortales. En 1966, los desórdenes se habían agravado por una escalada de asesinatos llevados a cabo por la reciente· mente constituida Fuerza Voluntaria del Ulster (protestante), pero las autoridades recuperaron el control de la situación hasta que en 1969 el asesinato político reapareció de nuevo. En ese año y en el siguiente, el número de víctimas fue pequeño (trece y veinte, respectivamente}. pero bastaron para inducir al gobierno británico a enviar tropas. Esca reacción aparentemente extremada era un aspecto del peculiar dilema de la provincia. Las fuerzas locales de la ley y el orden -la «Royal Ulster Constabulary», con el apoyo suplementario de los «B-Special Constables»- se componían de protestantes y eran consideradas por los católicos como instrumentos de la supremacía sectaria protestante. Su empleo para reprimir los desórdenes, e incluso su existencia permanente, eran incompatibles con una política de reconocimiento y de rectificación de los agravios causados a los católicos. Por consiguiente, había que importar oaas fuerzas. Por el contrario, la disolución de los •B Specials» y el desarme de los •RUC», algo en lci que el gobierno británico insistía en 1970, intensificó las aprensiones protestantes sobre su suerte y fortaleció :;u intransigencia. Habiendo intervenido hasta este punto los ingleses, deseosos de retirarse de nuevo lo antes posible, ejercieron presiones sobre el órgano ejecutivo provincial para introducir reformas que satisficiesen a aquellos católicos que promovían agitaciones en reivindicación de derechos civiles. Los sucesivos primeros ministros, Terence O'Neili y James Chichester Clark, estaban dispuestos a ello en principio pero se hallaban cohibidos y constreñidos por sus propios partidarios que consideraban las reformas como un preludio de mayores concesiones tendentes a la unificación de Irlanda, con terribles consecuencias para la difícil situación de los protestantes y de la economía de los condados del norte. La influencia de estos líderes sobre la mayoría protestante se debilitó aún más por la apadción de nuevos líderes, ya fuesen elocuentes antipapistas de una clase que no se encontraba ya fuera de Irlanda del Norte, como lan Paisley, o protagonistas del derecho de la mayoría a imponer su ley y a luchar por ello, como William Craig. De todos modos, se decretaron un cierto número de reformas. Desgraciadamente, llegaban con demasiados años de retraso. Dividiemn a los protestantes y no satisficieron tampoco a los católicos. La atención de unos y otros estaba desviándose de los derechos civiles al sectarismo y la intransigencia, tendencia representada por los paisleístas, en el lado protestante, y por los provisionales, en el lado católico. Los asesinatos se mulciplicaron ( 173 en 1971) y en agosto, un nuevo primer ministro, Brian Faulkner, recurrió a detenciones y encarcelamientos sin juicio. En una sola noche fueron arrestadas 342 personas. Con cierto número de ellas, está claro que se había cometido un error, y algo más importante aún, ni uno solo de los detenidos era protestante. Esto no era sorprendente, puesto que el objeto de la operación era el desmantelamiento del IRA. Pero la referida operacion surtió el efecto contrario. Fortaleció a los provisionales, provocó un giro hacia el IRA por parte de la opinión católica -que en un principio había visto con agra· do la presencia de las tropas británicas, como protección contra los militantes protestantes-- y obligó al IRA oficial a unirse a los provisionales en su denuncia del gobierno británico, sin el apoyo del cual Faulkner no hubiera podido actuar. Los relatos de la brutalidad y del empleo de la tortura por parte de los ingleses, posteriormente confirmados por la Comisión Europea de Dere· chos Humanos, añadió leña al fuego. Los protestantes estaban a la vez envalentonados y alar· mados, una combinación fatal: envalentonados pmque Faulkner no se había atrevido a encarcelar ni siquiera a los líderes del UVF más agresivos y militantes, y alarmados porque se sintieron desvalidos ante la creciente violencia del IRA y también a causa de la mutilación impuesta a sus propios medios de garantizar la ley y el orden. Una nueva fuerza protestante de autodefensa entró

en escena, como contrapartida de los provisionales: la Asociación de Defensa del Ulster. El órgano ejecutivo provincial perdió toda eficacia y fue suspendido de sus funciones en marzo de 1972. El gobierno británico asumió la responsabilidad directamente. Cuando Westminster se hizo cargo de la administración de Irlanda del Norte (establecimiento del direct rule), Gran Bretaña se vio envuelta en una confrontación directa con la oposición, y esta última no estaba ahora compuesta por los partidos católicos ni por el m.ovimiento pro derechos civiles, sino por el IRA Provisional. Sin embargo, el gobierno Heath concentró su esfuerzo para tratar de hallar una respuesta constitucional a los problemas de Irlanda del Norte. Su política descansaba sobre dos pilares y ambos eran incompatibles entre sí. Uno era la coparticipación en el poder, es decir, una insistencia en la participación católica en el gobierno a todos los niveles, incluido un restaurado órgano ejecutivo provincial que debía estar permanentemente integrado por una coalición. El otro pilar habría de se~ el respaldo democrático por paite de los electores de la provincia. Para 1972, la mayoría protestante del electorado no estaba dispuesta a respaldar cosa semejante. Los protestantes en su conjunto estaban con razón enfurecidos por las actividades asesinas de los provisionales, y los protes· tantes extremistas tomaron la determinación de matar a dos civiles por cada uno que asesinaran los provisionales (los cuales apuntaban sus armas sobre todo hacia las tropas británicas). De este modo, la politica del gobierno británico -contenida en un Libro Blanco de marzo de 1973 y aparentemente triunfante en la conferencia de Sunningdale celebrada en diciembrese condenó por segunda vez debido a su falta de realismo y, por añadidura, el gesto tendente a la unificación que hizo en Sunningdale al crear un Consejo de Irlanda (norte y sur) sólo logró que su rechazo fuera doblemente seguro. Las elecciones generales británicas, convocadas inesperadamente por Heath en febrero de 1974, dieron a los electores de Irlanda del Norte una oportunidad de expresar sus puntos de vista y rechazaron tajantemente el plan Sunningdale, haciéndolo inviable. El restaurado ejecutivo sobrevivió durante algún tiempo pero se vino abajo en mayo a raíz de manifestaciones protestantes y de una huelga general en contra de la coparticipación en el poder, que condujeron a la declaración del estado de emergencia. La respuesta de Londres fue el envío de nuevas tropas y el restablecimiento en mayo del direct rule o administración directa, que eran las dos cosas que menos deseaba hacer. Desde el invierno de 1972-1973, ambas partes dentro de la provincia habian creado grupos que estaban tratando de aproximarse, pero eran sólo tanteos, demasiado vacilantes y encubiertos para ser realmente escuchados en medio del entrechocar de las armas y de la retórica. Se acordaron tre· guas pero fueron breves y nunca se cumplieron plenamente. Los horrores se multiplicaron pero por entonces provocaron más horrores que reacción de r;epulsa frente a ellos. Ante su impotencia, los ingleses pusieron al mal tiempo buena cara y justificaron su presencia prediciendo un baño de sangre si tenían que marcharse, aunque sólo con una superficial verosimilitud. Para todos excepto para ellos mismos era evidente que algún día habrían de irse. Era la misma ceguera que la de los franceses ante las realidades de su ocupación de Argelia. Que tuvieran que marcharse más bien pronto que tarde era un argumento que la mayor parte de los ingleses no estaban emocionalmente preparados para considerar. En 1980, dos nuevos primeros !llinistros, Margaret Thatcher y Omrles Haughey, trataban de hallar una salida al obstáculo creado por la reivindicación de los protestan· tes de Irlanda del Norte -y aceptada por todos los gobiernos británicos-- de que, siendo demográficamente una mayoría dentro de la provincia, tenían el derecho democrático a vetar un cambio constitucional y, en esa medida, a regular las relaciones entre Gran Bretaña e Irlanda. Las discusiones continuaron tras el cambio político en Dublín por el que Garree Fitzgeiald sustituyó a Haughey, pero ambos gobiernos -británico e irlandés-- estaban muy lejos uno del otro, no a causa de actitudes divergentes acerca de la violencia, sino porque partían de presupuestos distintos. Dublín no veía que pudiera ponerse fin al conflicto sin que antes tuviese lugar un significativo cambio político; no pretendia un cambio inmediato ni siquieia a corto plazo, pero la serie de cambios que recomendaba llevar a cabo en algún momento apuntaban en esa dirección. Margaret Thatcher, por su parte, creía que la primera tarea que había que acometer era acabar con la violencia a la

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r fuerza, y su disposición a considerar cambios, incluso a largo plazo, se veía limitada de forma tajante por su opinión -conocida desde el asunto de las Malvinas, aunque menos inflexible en el tema de Gibraltar y descartada por completo en el de Hong Kong- de que la política británica debía subordinarse a los deseos de la mayoría de la población del territorio en cuestión. Cuando en 1984 el Foro para una Irlanda Nueva, una asociación de partidos republicanos irlandeses, ofreció una serie de posibles fórmulas para la actuación política que apuntaban hacia la unificación o la admi· nistración conjunta en el norte, la señora Thatcher las rechazó con notable aspereza. No obstante, en 1985, la primera ministra británica y Fitzgerald acordaron establecer en Belfast un órgano conjunto permanente o «conferencia ministerial» cuyo propósito parecía ser una mayor cooperación en el mantenimiento de la ley y el orden y un apaciguamiento político general. Este acuerdo, o era un primer paso hacia la unificación irlandesa -lo cual fue tajantemente desmentido- o no era nada que importase gran cosa. Enfureció a los unionistas del Ulster, que se propusieron hacerlo fracasar. Estaba intencionadamente desprovisto de significado político. Era una alternativa para no hacer nada más que dejar de formular una alternativa mejor. No obstante, en 1985, ella y Fitzge· raid llegaron al acuerdo de Hillsborough, o angloirlandés, que establecía un órgano conjunto permanente o «conferencia ministerial». El propósito práctico inmediato de este acuerdo era mejorar la cooperación policial y el control de fronteras. El de más alcance era marginar al IRA. El gobierno británico, buscando la ayuda de Dublín en el primer punto, estaba dispuesto a permitir que la República se vinculara a los asuntos de la provincia. Los gobiernos irlandeses se sintieron obliga· dos a cooperar con los británicos en cierto grado, ya que el status. qua era, desde el punto de vista de la Repüblica, menos arriesgado que las alternativas: bien, por un lado, una guerra en el norte que llevara la victoria a los protestantes o la extrema derecha; bien, por otro, una unión que car· garfa a la Repüblica con un millón de protestantes disidentes y la llevaría a la bancarrota. El acuerdo, sin embargo, tenía un precio para ambas partes. Las revelaciones de fallos gravemente injustos en los tribunales británicos, que ni Fitzgerald ni Haughey (que volvió al poder en 1987) podían fácilmente pasar por alto, convirtieron inesperadamente a éste en algo particularmente incómodo para los irlandeses. Por parte británica el acuerdo llevaba aparejado el estancamiento político de la provincia y el final de los intentos de devolverle la administración parlamentaria, mientras los unionistas (protestantes) condicionaran esta devolución a la derogación del acuerdo. Los líderes unionistas, James Molyneaux e Jan Paisley, profundamente hostiles a ninguna forrna ni grado de implicación de Dublín en los asuntos de la provincia, creían que podrían anular el acuerdo no cooperando con el secretario de Estado británico. El gobierno británico, aunque estaba tan determi· nado como los unionistas a conservar la provincia dentro del Reino Unido, nunca puso de mani· fiesta este propósito de una manera convincente, y, aunque el acuerdo estipulaba que el «status de Irlanda del Norte» no variaría sin el consentimiento de un mayoría de la provincia, los unionistas replicaron apuntando al artículo de la Constitución irlandesa que describe a la isla entera como territorio de una sola nación -una provisión que había, sido interpretada por la Corte Suprema de Dublín como la imposición al gobierno irlandés del deber de reintegrar Irlanda-. Para los unionis· tas el gobierno británico había actuado de manera hipócrita cuando firmó el tratado angloirlandés, sin garantizar, o al menos pedir, la derogación de este artículo de la Constitución irlandesa. Por lo tanto, un efecto del acuerdo fue la marginación no del IRA sino de los partidos unionistas. Éstos, sin embargo, estaban confundidos en su creencia de que harían naufragar el acuerdo, ya que los bri· tánicos se negaron, incluso temporalmente, a suspender sus exponentes más detestables (confe· rendas conjuntas de ministros y funcionarios del gobierno). El acuerdo tuvo poco éxito en cuan· to a la presencia policial en la frontera, que no podría haber sido conseguida sin él. No consiguió parar ni reducir las actividades criminales del IRA tanto en Irlanda como en Inglaterra, y congeló -al menos durante unos años- los intentos de terminar con la administración directa. La campa· ña del IRA para desalojar a los ingleses por la fuerza -campaña que incluyó un intento de matar a Thatcher y a otros ministros en Brighton en 1984, y que intensificó su violencia con armas y explosivos importados desde 1988, y a la que se hizo frente con intentos británicos de liquidar y matar a los principales activistas del IRA- mantuvo el conflicto vivo, pero con escasas perspectivas para

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el éxito buscado por el IRA. A pesar de su nombre, el IRA no era un ejé~cito y no pud~ desplazar al ejército británico, que tuvo que enviar a Irlanda a no más de 15.000 o 20.000 efectivos (leve· mente aumentados a unos 30.000 para una operación especial en 1972). Desde finales de los ochenta un sector de los m~cionalistas, que incluía a Gerry Adau_is, residente del Sinn Fein, la dinamo del nacionalismo irlandés, se convenció de que ~us ob¡e· ~ivos políticos no se ampliaban por medio de la acción militar. Tambié.n se persuadieron de que el gobierno británico ya no albergaba razones estratégicas o econó'.11i~as para mantener el poder británico en Irlanda del Norte, aunque Gran Br~taña no ~e~~nctana al poder contra los deseos de una mayoría de la población de la provincia. Los bntantcos, no obstant.e, desc~n­ fiaban totalmente de los nacionalistas y casualmente el gobierno de John Ma¡or paso a depender de los votos unionistas irlandeses en la Cámara de los Comunes, después de que las elecciones de 1992 le dejaran con una mayoría precaria en los debates sobre el Tratado de Maastricht. Los unionistas usaron su poder parlamentario para bloquear propuestas .de .una administración conjunta angloirlandesa en Irlanda del Norte. A corto plazo, los untontstas sospechaban de los intentos de Londres de parar la lucha por med~o de un entendimiento con Dublín y concesiones a éste, intentos que no fueron en absoluto impopulares en Gran Breta· ña, donde la simpatía por los protestantes menguó cuando éstos también tomaron las ari:nas. y, en 1992 por primera vez, asesinaron a más católicos que vicev:rsa. A largo plazo'. ~os untonts· tas tenían que contemplar un cambio demográfico, en la medida en que los catoltcos espera· ban superar a la mayoría protestante en no mucho más .de una generación. Final~e~te, en la misma provincia el antiguo respaldo religioso al confltcto armado se estaba d~bilttando, la política se estaba secularizando, los líderes podían apoyarse menos en la demagogia Ylos temo· res sectarios, y la desconfianza de los protestantes del norte se disipaba a medida q_u~ el pod:r político en la Repüblica Irlandesa se deslizaba desde la muy poderosa y muy hermettca Iglesia . hacia una clase política secular. . ., En Dublín, una revuelta contra Haughey, aunque al principio fracasada, co~siguto su .salt· da y sus sustitución por Albert Reynolds, como líder del Fianna Fail y como ~mseach (primer ministro). Las elecciones hicieron mella en la posición de ~eynolds en~¡ ~ail .hasta tal pun· ro, que se vio obligado a dar un peso sustancial en su gabmete y el ~t~~srerio de A.s~ntos Exteriores al Partido Laborista, dirigido por Dick Spring. Esta coaltcion se romp10. ~~n ºt den 1994 y John Bruton, líder del Fine Gael, formó un nuevo gobierno, en coaltcion acri u , ¡ d · " con el Partido Laborista y la pequeña Izquierda Democrática, socia is~a, e reciente creacio~. Detrás de estos cambios, los dirigentes irlandeses persistían en contmuar con lo que consi· deraban una oportunidad de tregua y paz permanente. Las esperanz~s se ale~taron _cuando una serie de encuentros entre Adams y John Hume, líder del Parttdo Socialden_iocrata Y Laborista de Irlanda del Norte y miembro del Parlamento británi~o, produ!o .un con¡~~t~ (no publicado) de propuestas de paz. Como repuesta cruzada, los primeros mmistro~ b~i-tamco e irlandés emitieron en Dublín una declaración que suponía una oferta de negociacwn, en el supuesto de que el IRA renunciara primero, de ~~: manera ~~equ_í~oca y permanent:, a la violencia. En lo que parecían evasivas, el IRA pid10 una clarificacion, que ambos gobiernos se negaron a dar, sin una renuncia previa a la violencia, y a su vez prese~:ó l.a propuesta de que los cambios constitucionales én Irlanda fueran sometidos a la poblacwn irlandesa en su conjunto, y no a un plebiscito por separado en el norte. Este argume~~o era ~laramente inaceptable para los británicos y no consiguió, si es que ése era su proposi.to, abnr una bre· cha entre Londres y Dublín, aunque Dub!fn estaba convencido, al contrario que Londres, que Adams estaba decidido y tenía la capacidad de impulsar un acuerdo de paz. La cautelosa falta de decisión de Major tenía el apoyo general del Partido Laborista británico Ypudo ?ªn.ar la confianza de James Molyneaux, el líder del mayor partido protestante de la provmcia, menguando así al brusco y nada cooperador lan Paisley y su impenitente facción protes· tante. Cuando el IRA proclamó el alto el fuego, las tácticas de Major parecieron durante un tiempo estar justificadas.

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la trd1lsfun1\ac:.ló11¡raduaJ dt b 1itu11ciú1l dcsC~11n1lia, sju ~1nl.r.&q~u, en u1l c.ambin de tn:lyor impnn ancia, qu~ l tn(a ~O ulijJlu uucvu11 ob11~culolj p1o1.ra d c.omprumisu. Se1;:1ín avanz:lba la déC"l· d:l de lcis noventa, 11c: fue lun:ienJu m11.nlfic.i1to t')llC lo que lmpulsah:1 este ¡:mceso era el eSCl· bleclmtcnto de cu11cacco11 ~outiuuiK!OI y c111rcchn.11 entre In.e; 1;:nhicrnns brit~nico e irlandé11, que eran visto11 por ln11 prottl-tiHllt:li en el norte cnmn el mccanbm<> de concesinncs al naclonali.s· mo irl3ndés y Jcl inminente ah11ndC1no, por p3n e de (.iran Ilrec3ñ3, de s.u unión cuu Irlanda del Norte. l)ur:.nte tios :lt'lns los s<>biemos m.bajaron laboriosa y secrecama\te ~n un docu· meneo conjunto ¡»f':' ser presentado a codos los p;i1tidos, como u.na bas.e de discusión sobre el futuru de: la p.rovinc:la. St pubUOO el\ 1995 ,. t'Ouuwcionñ no .sólu al partitSiciones ncgociadmM ~ltlí••n en su poder Je vacn en uN (;á,mam de los Comunes. UXt U('\ cqt1if¡.. brin muy ojustado Y<"'11' kfill••urn ~ su fin. esr.hon rcolmente abrmados por lo. c)e. ~ntm pan·h landt:k11 en d doc.umcncn m."U'co, y pot·cl evidente dccftve de bs 5impadas hacia ellos en el re.sru del Rcinu Untdn, en donde cmn prcscnradns oomo fi ngidos milicari:sOts s.-i10n:ld0$ de fund:"tmcnt:\IL•n10 rtncc11t:intc. fil ent¡mático Molvneáux fue reemplazado por el má::. directo, "Patentemente t.nflexlhle, peer> fnt elia:ente David Trimble com-0 ICder del UUP. Entre 1o.s pdnc:ip~lcs pmt::t¡nntscas -el aobi:emo bdt1C\l<:o y el IRA ... habla poca c:.01\Ítatl"ta mutua, por lo que e l progrc!lo e(';) lento, y anc$ Pl)l(dc:as c:onu1lputsc:u (la uec.esid
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B.

Los VASCOS

Lo.'i vascu.'i snn un pucb(() cnn unl'I profWlda coneieoc:.ia dt sí Jnis1nu:i; y Ji: ou:uw.s odgc:nc.11. 1-li:tn prc.'icrv:ldo IBiJcndd.arl cult'Urol, bi:isada en un.a lengua :i;jo ftliac:.iún y rumáucicas rcivindicac.inncs hi1nócic!ll. Siru1tJu~ en arnh!'ls verciences de los Pifine.us occidenc:ales, han 51Jo aquic.sccntcs en i-:nmch1peco efcn"CM:cn(cs en i;:,paii\3. la prosperidad de las ptuvinc:.las V".lSCa5 v~scos, Q\•C: hi.ro que el desooncenc-0 local se J jviJli:rr:e enrri: el nacion~lism() .'icp~ntlst3 y cf movlmlenco ob~10. Después Je un pi:ríudo Je violmc.la, :l finales tÍ(: los se.r;cnc11, dleci~t~ pcrsoMS fue1on llevadas anee on L ribuOicil tuiliciu en Burguc; en 1970, ac\Jsacbts tic &scsinatf), acenc!'ldo& cenod!.CiU, ttl\e1\c ia il l'.ci Lcl de ;,.nl'UlS y propr.1.ganJa iJcgal. El juicio duró varios ~i\os y cscimuló :iol 1novjmle1uu Se.par-a Use.. ve&.sc:o, ETA, qu~ ~n 1973 llevó s.u gue· m a la c~pital cspo.~oll'I. donde ::ll~tsinó al \):rimct mUd11-tro de Fnnlc.u, ahnir.:tntc (;arrcro Bl:inoo. l)cspoCs &:: b mL1crtc de FmnG<>t e.l nue\'O ttgialen en Ma. Pero a""'"' de •lgunn< de ETA)' b btut:lHdad policbl, en Jo que C'(fUiv.._l~ lil un;,. J.'Ut".m:l civil en lo.s ifiños ochenta. 3ml-ns cettdcneias de ETA sub~vivicrun.

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C . ÚllPAA

Eu 1878, lJillnttli, 1tnpulsado pc>r Ja opinión miH0 llnlJo y Tut'IUb. y este último p.;. r«l<>MCió la solx.-rmú bri<ánb P<>T el T"'a.do do L:u"''""" de IYll. En el periodo de~ el domb>tc. bru:1nioo fue dcsol\adu ~ los P'l:rrhbrtos de b ecY'$J n unión con Grecia. pero rumc.1 ~ Yio seriamente a.mcmrado.. P...r.. los lnit,niC1», 0.1ii:re eta uro c'Jl.nnb. a la que podb cni-.ccd~ paul.ati.namcncc un gra~ do Je 1M.1Coeob1Cfl"Wl cum.F'• tible con .su uitilid."tCI c01no base y ¡;unto de escala, en el es.quema: L"flf.ctbl lxitlnie<>. "'' "' d t«: de baliill'il que qued:lb:l. J:!I V IClti dcm~11 pa.tcldo1io.- de bl ~uo11ls co1uidem.OO:n que el TI:lno de Greci:l cenia el s:.igcado deber de ar.oy11rlcj, c:reentll'I cnmpitn tda pur muthisimos gricgn11 no chipriocas -prob:.iblc1nence por 13 rrutyorr......,. pero m()le~~. 11U1 en\bargo, parn 11)5 goble:nws griegos que 11e cnustrab3n r~cins a <1:.f'lifil' 11m botT\t'l 1cl~cione1> '-'On Omn OreraM y qLI~ i.nc:loso teofan f'a'lones p:.ir~ cooperar <:on el tTetHciuual enemt,en rurco dcipué11de Lil. admisi6n de G recia yTurquí:l en la OTAN. E.L1 1950. un plchi1itlto o~nhadt> pot h1 Ii.:lc:i;ja arrojó b tc:S¡>uc-.st<1 ine-vicable {3unque no fal~ificada. en onntn Je lo que los britlnic:os itmt!-.>iu ..ban ilusamente} t'n Í<1vor de l:i cnQ!iis; el pcüuer mlnis~ grlqo. ecncral PlutiJM. de fumw i.~ln\ellCe tnevit:ablc. ro.pa-OOID ;l este rcsultitdu c::n un cono muclil Je alleno:> y modcr..cWn. L. cuestión cid carácter griego de Otipce crc1. algo sobre ló qu< niniún 4fi•ll0 .. molostabo en l""IAf doo ve<:es- Cuatro Je cada cinco chip griegos. Ya itpOf'dSC'.l\

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al partido de izquierdas AKEL, o al de derechas KEK, compartían un nacionalismo común, por el que pronto iban a luchar juntos en el movimiento insurrecciona! de la EOKA. El sector turco de la población (un 18%) no era menos consciente del carácter griego de la isla, pero naturalmente sacaba de los mismos hechos conclusiones opuestas. Aunque el gobierno había pasado de los turcos a los británicos, los primeros sabían que seguían siendo los principales y hereditarios enemigos de los griegos, y temían su dominio. Es posible que estos temores no fuesen muy grandes en los primeros años de la posguerra, puesto que los antecedentes griegos en relación con las minorías turcas no eran malos, pero eran temores latentes que podían inflamarse con facilidad. El Estado turco, en contraste con los turcos de Chipre, temía, además, la enosis porque Chipre estaba sólo a cuarenta millas de la costa turca, porque la Grecia de la posguerra pareció estar expuesta al comunismo durante un corto período de tiempo y porque Grecia podría abrigar todavía la ambición de conquistar Constantinopla y las costas de Asia Menor (lo que había tratado de hao:er sin éxito inmediatamente después de acabar la Primera Guerra Mundial). Los gobiernos turcos mostraron, sin embargo, escasa inclinación a intervenir en los asuntos chipriotas hasta que Gran Bretaña les incitó a hacerlo. En 1951, el gobierno griego buscó una forma de satisfacer a sus compatriotas de Chipre y a st¡s aliados británicos ofreciendo a Gran Bretaña bases en Chipre -así como en la propia Grecia- a cambio de la enosis, pero Eden no estaba interesa.do en una solución que no obs· tante hubiese sido más satisfactoria y atractiva para Gran Bretaña que el arreglo al que finalmente se llegó en 1959, y hubiera podido ahorrar mucho derramamiento de sangre. En 1953, Eden exacerbó gravemente la situación al declarar que en modo 'alguno se planteaba una retirada británica. Esta declaración obligó a los griegos a decidir entre una aceptación por tiempo indefinido de la situación existente o el recurso a la violencia para cambiarla. Al principio, Makarios intentó poner en práctica una vía intermedia. En 1954 fue a Atenas para tratar de conseguir que el gobierno griego expusiese la cuestión ante la ONU. Eden repitió que no era posible discusión alguna; un ministro poco experimentado, con un lamentable sentido de la historia y una notable falta de prudencia, declaró que Chipre «nunca» sería plenamente inde· pendiente; y el ministro de las colonias hizo una afrenta al gobierno griego al sugerir como razón suplementaria para el mantenimiento del dominio británico el argumento de que Grecia era demasiado inestable para que se le permitiese ampliar su dominio a Chipre sin peligro. El gobierno griego suscitó entonces la cuestión de la autodeterminación de Chipre en la ONU, pero sin gran entusiasmo y sin apremiar para que se estudiase el caso, al que se acabó dando carpetazo. Los partidarios de la unión con Grecia, decepcionados por los resultados de este esfuerzo, volvieron al escenario local y organizaron manifestaciones que provocaron una reacción británica excesiva (incluidas medidas contra los escolares). Los británicos de Nicosia y Londres creían que el movimiento en favor de la enosis no tenía consistencia, que era sólo una pompa de jabón que había hecho estallar en sus caras un pequeño y nada representativo grupo de agitadores irresponsables que habían logrado intimidar al grueso de una población observante de la ley y pro británica. Esto era, como muy poco, una grave exageración, del mismo modo que la apreciacion británica del valor de Chipre como base estaba también profundamente equivocada: Chipre, aunque valiosa como cuartel general militar (el Cuartel General de las Fuerzas de Tierra y Aire de Oriente Medio fue transferido allí en 1954) y como punto de escala aérea, era un país pobre, con escasos recursos, una población hostil, ninguna base naval adecuada (Famagusta tenía muy poco calado) y una manifiesta vulnerabilidad ante un ataque nuclear soviético. La guerra de Suez de 1965 demostró que tenía algún valor para las Fuerzas Aéreas, pero nada mas. En 1955, Eclen y su ministro de Asuntos Exteriores, Harold Macmillan, decidieron fortalecer la posición británica en Chipre, implicando al gobierno turco oficialmente en la cuestión. Los gobier· nos griego y turco fueron invitados a una conferencia en Londres. El resultado fue el hundimiento de la alianza greco-turca. En Turquía se perpetraron monstruosas atrocidades contra los residentes griegos, y Grecia boicoteó las reuniones del Pacto Balcánico y los ejercicios de la OTAN.

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En Chipre, el gobernador y el arzobispo se reunieron por primera vez, y un ministro británico de colonias se presentó en la isla también por vez primera. Al final del año, el gobernador fue sus· tituido por sir John Harding, un mariscal de campo y antiguo jefe del Estado Mayor General lmpe· ria!. La política que se le confió era la de separar al etnarca-·arzobispo del movimiento insurrecciona! que había salido a la luz pública en 1954, para negociar con éste y extirpar a aquél. Esta política, que se persiguió hasta el final de 1957, resultó un total fracaso porque se basaba en pre· misas falsas y en una deficiente información, y porque, en un momento decisivo, fue abandonada por el gobierno británico. A comienzos de 1956, las negociaciones Harding-Makarios discurrían hacia una conclusión prometedora cuando el gobierno británico intervino Ydecretó la deporta· ción del arzobispo a las islas Seychelles. Eclen se había visto al parecer influido en esta coyuntura por presiones del ala derecha del Partido Conservador, por la destitución del general Glubb por parte del rey de Jordania (que Eclen interpretó como un desaire deliberado a su gobierno) Ypor la incapacidad para lograr que Jordania aceptase formar parte de su preciada creación; el Pacto de Bagdad. Estas fricciones despertaron en él la resolución y energía de un hombre débil Y tomó la determinación de dar una lección a sus enemigos, y principalmente a Makarios Y a Nasser. Pero Makarios fue dejado en libertad al año siguiente, para gran enojo de los turcos Ysin ninguna ven· taja compensatoria, ya que el arzobispo se negó a volver a Chipre y fijó su residencia en Atenas. El intento británico de sofocar la insurrección resultó igualmente infructuoso. Esta revuel • ta estaba dirigida por el coronel Grivas, un oficial del ejército griego, y chipriota de nacimien· to, que se propuso expulsar a los británicos mediante una combinación de destreza militar, fe Y crueldad. Grivas había luchado en el mismo lado que los británicos en dos guerras Y se sintió ofendido al descubrir al final de la segunda que, a pesar de la Carta de la ONU Y de las fre· cuentes promesas británicas de otro tiempo, Gran Bretaña no tenía intención de permitir que los chipriotas eligiesen cómo y por quién habían de ser gobernados. Igual que Cavour después de la guerra de Crimea, Grivas mantenía la opinion de que sus compatriotas habían pagado por su autodeterminación con su sangre, y cuando vio que los británicos tenían una opinión dife· rente, se lanzó a un nuevo derramamiento de sangre. Según su propia versión, decidió recurrir a la violencia en 1951, pero elaboró sus planes con una considerable meticulosidad profesional, llevó a cabo un amplio y abierto reconocimiento del terreno y esperó hasta 1954 antes de efec· tuar su primera compra de armas y establecer un cuartel general en un suburbio de Nicosia habi· tado principalmente por familias británicas. Emprendió su revuelta en abril de 1955, sobrevivió a una ofensiva contra él en la época de la deportación de Makarios, en marzo de 1956, e inmediatamente atacó devolviendo el golpe. Sus principales armas eran la emboscada, la disciplina y el terrorismo; sus víctimas, frecuentemente civiles griegos; su arsenal y sus combatientes de primera línea, reducidos. Provocó en los británicos medidas de represalia que fracasaron, multas colectivas a los pueblos, elevados pero ineficaces sobornos, ejecuciones y torturas. Desbara· tó e hizo fracasar la política para cuya puesta en práctica se había enviado a Harding. En el transcurso del año en que Makarios estuvo en las Seychelles y en que tuvo lugar el due· lo Harding-Grivas, se produjeron también los primeros disturbios greco-turcos y el gobierno bri· tánico comenzó, aunque no intencionadamente, a transferir la iniciativa de Londres a Ankara Y a Atenas. Durante 1956, Eden elaboró un plan en virtud del cual se concedería la autodetermi· nación a Chipre al cabo de diez años de autogobierno, pero, en vez de aplicar este plan, lo sorne· tió a la aprobación de los gobiernos turco y griego y lo acompañó de una propuesta de tratado tri·· partito. El gobierno turco rechazó el plan y este rechazo supuso su destrucción y, además, c~nfi~ió a Turquía una nueva posición de autoridad. Más entrado el año, nuevas propuestas const1tuc10· nales, elaboradas por un eminente juez británico, lord Radclíffe, fueron del mismo modo sometidas a los gobiernos turco y griego. El plan Radcliffe negaba la autodeterminación y menciona· bala partición de la isla. Fue rechazado en consecuencia por los griegos, mientras que Turqu~a se vio alentada a sugerir que o bien la mitad de Chipre o bien la isla entera debía anexionarse a Tur· quía. Los griegos, profundamente alarmados, amenazaron con abandonar el campo occidental. En 1957, el general Ismay, secretario general de la OTAN, ofreció su mediación, pero aunque los

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turcos es~ban dispu~stos a aceptarla, no ocurría lo mismo con los griegos. Los turcos creían que la mayona de los miembros de la OTAN sentían simpatía hacia Turquía; los griegos pensaban que su ca~sa ~re~alecería. en la ONU_ pero no en la OTAN. Se había llegado a un punto muerto e.n el amb1to mtemac1onal y contmuaban los desórdenes y asesinatos en el ámbito local. El gobierno de Harold Macmillan revisó la política chipriota de Eden y, enfrentado con la amenaz~ que se ;emía sobr_e el flanco oriental de la OTAN, que aquella política había originado, deci. d1ó que Gran Bretana no necesitaba ya ejercer la soberanía en todo Chipre. Bastaría con conservarla en_ las bas~s, Y los gobiernos griego y turco tendrían que aceptar la independencia del resto de la isla. La independencia era aceptable para Turquía, puesto que ésta excluía automáticamente la enosis. En cuanto a Grecia sería la solución obligada, puesto que detestaba la ide d la partici~n Y t~mía que, de n? llegarse a un acuerdo, los griegos de Estambul y de otros lug:re~ de Turq~1~ pudieran ser despo¡ados de sus propiedades y a continuación asesinados o expulsados. En d1c'.embre de 1957, I-~arding fue sustituido por sir Hugh Foot, que elaboró un nuevo plan: el autogob1emo como coloma durante un período, seguido por la autodetenninación con la condición de que la enosis necesitaría la aprobación turca. La mención de la enosis era demasiado para l?s.turcos Yse organizara~ manifestaciones en Ankara cuando Selwyn Lloyd (para entonces m_m1stro de Asuntos Ex.tenores) y Foot visitaron esa capital. El plan Foot desapareció. Fue sucedido por el plan Macnullan que suponía un paso más en la disolución del dominio británico. Maci:nill~n propuso introdu~ir representantes de los gobiernos griego y turco junco al goberna~o~ bntámco, Ycr~ar. un gabinete mixto, así como separar las administraciones locales grecoch1pnota Y turco-ch1pnota. La última disposición era inaceptable tanto para ·Makarios c 1 . . . . c orno para e. pnmer mm1stro griego, onstantino Karamanlis. Su rechazo condujo a nuevos disturbios en Chipre e_n los que lo~ turcos parecían estar ejerciendo presión para imponer la aceptación del plan ~~c~ullan. Es posible que la revolución de Bagdad de julio de 1958 hiciese que el gobierno bnt~mc?, amenazado_ con la pérdida de su aliado iraquí y el hundimiento del Pacto de Bagdad, se mclmase más hacia el lado turco en Chipre, y Macmillan emprendió una gira en el transcucso de la cual modificó ligeramente su plan pero no logró que Makarios ni Karamanlis lo aceptasen, a pesar de lo cual decidió aplicarlo. La violencia aumentó de forma horrible. El creciente odio entre las comunidades impresionó y alarmó a los gobiernos griego y turco hasta tal punto que decidieron llegar a un acuerdo. Tras unos contactos exploratorios en la ONU Y en la OTAN entre los dos ministros de Asuntos Exteriores, se reunieron ambos en Zurich en febrer~ de 1959 y anu~ciaron que habían acordado que Chipre debía ser independiente. Se conc~d~nan a Gran Bretana derechos soberanos en ciertas zonas que pasarían a ser bases militares britamcas. El nuevo Estado tendría un presidente griego, un vicepresidente turco con derecho de veto en .~iertas ~uestiones, y un g~~inete compuesto por siete ministros griegos y eres turcos; esta proporc1on de s1~te a tres se rep~tma a lo largo de toda la escala administrativa. Los estados griego Y turco estacionarían en Chipre pequeños ejércitos de 950 y 600 hombres, respectivamente. ~t~ plan fue a~eptado ~ disgusto y con las mayores reservas por Makarios, que declaró que era mv1able. El gobierno griego le amenazó, sin embargo, con abandonarle y el 1 de marzo de 1959 regresó finalmente a Chipre. Grivas, furioso por la traición de los políticos a la causa de la enosis fue homen~je.ado, ascendido y enviado de ,vuelta a Atenas. En vez de expulsar a los ingleses ; hacer que Chipre pasara a formar parte de Grecia, su campaña había concluido con los británicos todaví~ en posesión d~ bases soberanas y sin que Chipre se hubiera aún integrado en el reino grie· go. Chipre alcanzó la mdependencia en agosto de 1960, se convirtió en miembro de la ONU al mes siguiente Yen 1961 pasó a ser también miembro -un tanto extraño- de la Commonwealth. El acuerdo de Zurich fue un intento que hicieron hombres asustados por evitar que la situación escapase por completo a su control y se les fuera definitivamente de las manos. Éste era su único mé:ito. Makarios tenía razón al considerar que la Constitución era inviable. Los turco-chipriotas t~man derecho al 30% de los puestos de la administración, aunque no disponían de hombres suficientes para cubrir tal cantidad de plazas. Cada una de las cinco principales ciudades debía tener dos corporaciones municipales distintas, aunque esta concesión a la desconfianza entre las comu-

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nidades provocó tales absurdos en la práctica que nunca se llevó a cabo. Las conversaciones ten· dentes a perfeccionar y mejorar el sistema se suspendieron y, cuando los líderes turcos de la isla pro· pusieron una prórroga de un año de los acuerdos existentes, la mayoría griega del Parlamento rechazó la propuesta. El Tribunal Constitucional, al que se apeló, sentenció que ni la causa griega ni la turca tenían fundamento, y en diciembre de 1963 Makarios hizo propuestas que tenían pdr objeto obligar a los turcos a aceptar nuevas conversaciones, pero éstos las interpretaron como un incum· plimiento de la Constitución y un ataque a sus garantías. Se produjeron graves luchas, y los intentos de los líderes de ambos lados por imponer y hacer que se respetase el alto el fuego fracasaron. Además, para entonces los progenitores del acuerdo de Zurich habían abandonado ya la escena. Tanto el gobierno de Karamanlis en Atenas como el de Menderes en Ankara habían caído. El pri· mero había sido sustituido por otro dirigido por Georgios Papandreu y que había iniciado su existencia sin contar con una mayoría parlamentaria, mientras en Turquía, un golpe militar había abolido el sistema parlamentario en mayo de 1960, procesado a más de 400 personas y ejecutado a 15 de ellas, incluido el propio Menderes. El general Gursel, que fue sucesivamente jefe provisional del Estado y luego, en octubre de 1961, presidente, instauró un gobierno de coalición, pero el nuevo régimen militar se vio amenazado por un golpe frustrado ocurrido en mayo de 1963 y originado den· ero de sus propias filas, y por el fortalecido Partido Democ1ático de Menderes bajo el nuevo nombre de Partido de la Justicia. En diciembre de 1963, al estallar de nuevo la lucha en Chipre, el vete· rano lsmet lnonu acababa de dimitir de su cargo de primer ministro y había sido persuadido para que continuara ocupándolo, aunque con una mayoría en el Parlamento de sólo cuatro votos. Unos 200 turcos fueron asesinados durante este nuevo combate. Aviones a reacción turcos sobrevolaron amenazadoramente Nicosia, una invasión naval turca fue frustrada por la VI Flota estadounidense que merodeaba por las proximidades, las fuerzas griegas y turcas de Chipre adoptaron posiciones de combate y el ministro británico de colonias, Duncan Sandys, in· terrumpió su fiesta de Navidad para desplazarse en avión a Chipre aquella misma noche. Al cabo de cuatro años de independencia, Chipre había llevado a Grecia y a Turquía al borde de la guerra. Gran Bretaña trató al principio de transferir el problema de Chipre a la OTAN. Los gobiernos griego y turco estaban dispuestos a aceptar la intervención de la OTAN pero Makarios no lo estaba; tampoco otros miembros de la OTAN mostraban impaciencia alguna por verse implicados en el asunto. En febrero, la flota estadounidense hizo fracasar sin ostentación una segunda amenaza de invasión turca y Gran Bretaña admitió la necesidad de recurrir a la ONU. El reclutamiento de una fuerza de la ONU coincidió con una tercera alarma de invasión, pero hacia mediados de marzo, el destacamento canadiense de una fuerza de la ONU alcanzó Chipre. Le siguieron unidades del Eire, Suecia, Dinamarca y Finlandia que, junto con las unidades británicas transferidas al mando de la ONU, constituían una fuerza de 7.000 hombres a las órdenes primero del general indio Gyani y después de su compatriota, el general Thimayya y, a la muerte de éste, en 1966, del general finlandés A. E. Martola. Esta fuerza fue haciéndose con el control g1adualmente, aunque continuaron produciéndose brotes ocasionales que condujeron a ocasionales represalias contra los griegos en Estambul. Además de las fuerzas de pacificación, el secretario general de la ONU nombró a un mediador para que buscase una solución política, pero ninguna de las dos personas a las que se encargó sucesivamente esta función fue capaz de encontrar una solución aceptable para ambas partes. Estados Unidos, alarmado, por las consecuencias de un conflicto greco-turco, también intervinieron por medio del ex secretario de Estado Dean Acheson, que elaboró un proyecto de enosis, excluyendo una zona en el nordeste de Chipre que pasaría a manos de Turquía. Acto seguido, los turcos exigieron una zona más amplia y de ese modo convirtieron el proyecto en una nueva forma de partición de la isla. Acheson revisó entonces su plan y propuso que la zona del nordesce se cediese a Turquía, solamente por espacio de veinte a veinticinco años. Llegando a este punto, el proyecto se hizo inaceptable para todos, y los turcos, cuyas esperanzas con respecto a la OTAN se habían visto ya defraudadas, y frustrados también por lo que respecta a la flota estadounidense,

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tantearon a los rusos (que es posible que para entonces creyesen en la posibilidad de arruinar totalmente el Pacto de Bagdad, puesto que Pakistán también se sentía defraudado por Estados Unidos, e Irán era internamente inestable e internacionalmente dúctil). A comienzos de 1965, el mediador de la ONU propuso crear un Chipre independiente y desmilitarizado, en el que que· clara excluida la enosis y en el que la minoría turca estuviera protegida por una garantía de la ONU y por un comisario residente de la misma organización. El nuevo gobierno de Ankara rechazó la idea. Con la fuerza de la ONU impidiendo la reanudación de la guerra civil, se reafirmó el hecho político básico, a saber: que Turquía, el vecino más próximo de Chipre y un país con una pobla. ción tres veces mayor que la de Grecia, era capaz de evitar la enosis, pero no de lograr la reconquista de la isla. De ahí la condición independiente de Chipre, una independencia resultante del equilibrio de fuerzas externas que estaba contrarrestado por un equilibrio opuesto de fuerzas inter· nas. Externamente, el poder estaba del lado del Estado Uirco y no del griego¡ internamente, el poder estaba del lado de la comunidad griega y no de la turca. El poder de la comunidad griega estaba limitado por el poder del Estado turco, y este último a su vez estaba limitado por fuerzas que no eran autóctonas. Por tanto, Chipre constituía un peliagudo escollo internacional destinado, en tanto en cuanto subsistieran estas circunstancias, a una independencia mermada por la ingobernabilidad. La ONU logró que los asesinatos cesasen, pero no pudo resolver la disputa subyacente. Dos mediadores de la ONU lo intentaron sin éxito; a raíz de lo cual los gobiernos Uirco y griego insistieron en ser ellos los que asumieran el papel mediador, si bien no hicieron gran cosa. Un año rras otro, y cada año dos veces, la ONU renovaba el mandato de la fuerza pacificado· ra, ya que temía las consecuencias del ahorro de dinero que supondría su supresión. Las conversa· dones entre las dos comunidades se iniciaron e interrumpieron en más de una ocasión. El menor indicio o «tufillo» de enosis por parte griega se tropezaba con la alusión turca a una doble enosis, un nuevo nombre para la partición de la isla y la anexión del norte de Chipre al Estado turco. En 1971, Grivas estaba de vuelta en Nicosia. El único elemento nuevo en la situación era el empeoramiento de las relaciones entre Makarios y la junta militar que había asumido el control de Grecia en 1967. La junta apoyaba a los herederos de Grivas, que se denominaban ahora EOKA B, contra Makarios, al que consideraban un conflictivo y molesto cura rojo. Trataron de obligarle a cambiar su gobierno (y consiguieron que destituyese a su ministro de Asuntos Exteriores) e incitaron a sus compañeros de episcopado a que le acusasen de simonía por acumular los poderes pre .. sidencial y arzobispal. Estaban cada día más impacientes por conseguir una victoria de cara al pueblo forzando la paz en Chipre para poder aparecer como patriotas griegos que habían unido Chipre a la madre patria. Pero Makarios fue reelegido presidente en 1973 sin oposición, descubrió el juego de los obispos y les quitó las órdenes, y devolvió el golpe en Atenas, en 1974, al pedir la retirada de Chipre de los oficiales de la Guardia Nacional Chipriota que estaban cumpliendo el man.. dato de la junta y trastornando más que protegiendo al Estado chipriota. Llegadas las cosas a este punto, la junta actuó. Makarios, que ya había sobrevivido al menos a un atentado contra su vida, fue atacado en su palacio por la Guardia Nacional. Escapó en un helicóptero con la ayuda británica y fue llevado hasta Inglaterra. Los insurgentes proclamaron presidente a Nikos Samson para ocupar el lugar de Makarios, lo que constituyó una elección tan imprudente como inadecuada, ya que Samson había sido un notorio pistolero de la EOKA y tuvo que dimitir al cabo de una semana. La independencia e integridad de Chipre habían sido garantizadas por Grecia, Turquía y Gran Bretaña. Grecia estaba destruyendo ambas. Turquía veía en la temeraria acción de Grecia una oportunidad para intervenir y ocupar al menos una parte de la isla. Gran Bretaña no esta· ba dispuesta a hacer nada, en parte por la dificultad de encontrar refuerzos para sus unidades en las bases británicas, pero sobre todo y ante todo porque intervenir significaba hacerlo contra Turquía y por consiguiente del lado de la junta de Atenas y del igualmente poco atractivo Sam· son. En consecuencia, Turquía invadió Chipre cinco días después del golpe contra Makarios. Al cabo de dos días se impuso un alto el fuego y un día más tarde se derrumbó la junta de Atenas.

Los tres garantes se reunieron en Ginebra. La actitud de Turquía era amenazadora pero realista: o bien se elaboraba una nueva Constitución aceptable para Turquía, o bien Chipre per· manecería de facto dividida. La Constitución proyectada preveía una holgada confederación cercana a la independencia para sus componentes, y la propuesta iba acompañada de un ulti· mátum. Las conversaciones se suspendieron. Los turcos atacaron de nuevo, ocuparon el 40% de la isla en dos días y convirtieron a 200.000 griegos en refugiados sin hogar. El embajador estadounidense en Nicosia fue asesinado por los griegos, que interpretaron la inactividad estadounidense como una muestra de simpatía hacia Turquía o incluso de complicidad con este país. Los británicos fueron también violentamente criticados en Chipre y en Grecia por no hacer más, como garantes, por ayudar a la isla a escapar de la penosa situación en que la había puesto un gobierno griego. Makarios regresó a finales del año. Chipre fue efectivamen· te dividida, pero nadie estaba dispuesto a confesarlo y sus asuntos volvieron nuevamente, pues, a ser objeto de conversaciones intercomunitarias, entorpecidas éstas por las emociones de la guerra, las acusaciones de uno y otro lado sobre las atrocidades cometidas, la difícil situación de los refugiados, la desorganización económica y la falta de realidad de cualquier intento de restableceF la integridad e independencia de Chipre con un ejército turco ejerciendo el control de una amplia parte de la isla. A Makarios, que murió en 1977, le sucedió Spyros Kiprianou. Tanto la ONU, que trató de mediar a partir de 1977, como los griegos, tuvieron que aceptar tácitamente el federalismo como base de cualquier posible acuerdo. En las discusiones entre los líderes de las dos comunidades de Chipre, y entre los gobiernos griego y turco, los griegos estaban decididos a obtener un fuerte órgano federal, junto con una sustancial retirada turca de los territorios que éstos habían conquistado. A finales de 1983, sin embargo, los Uircos pisaron el acelerador al declarar independiente la parte norte de la isla, lo que equivalía de hecho a la partición. El secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, que poseía un considerable conocimiento personal sobre los asuntos chi· priotas, se las ingenió para persuadir a los dirigentes de ambas comunidades de que discutieran la posibilidad de una federación flexible: los turcos, que contaban con el 37% del territorio, parecie· ron dispuestos a reducir este porcentaje a un 29% y a aceptar una presidencia no rotativa pero sí griega¡ los griegos parecieron dispuestos a asignar a los turcos el 30% de los escaños en una Cáma· ra Baja y el 50% en una segunda Cámara. Los avances fueron, no obstante, imperceptibles. En 1986 el régimen turco aceptó un plan de NU para la reunificación, pero los griegos, esperando con· seguir mejores términos, respondieron con un plan diferente. Las conversaciones continuaron, intercaladas en 1987 con la elección de un nuevo presidente de Chipre, George Vassiliou, quien prometió seguir avanzando en dirección al acuerdo, pero no pudo hacerlo. El presidente Bush intentó mediar en 1991, pero el momento fue mal elegido. Las elecciones en la Chipre turca refor.• zaron a los separatistas, las elecciones en la misma Turquía produjeron un Parlamento en suspen· so, y los griegos de Atenas y Chipre se oponían con firmeza a la demanda de Denktash para que se consolidara el derecho a separarse de cualquier federación que se pudiera crear.

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Tercera Parte ORIENTE MEDIO

IX

Los árabes e Israel hasta la guerra de Suez

En el siglo VII de nuestra era, los árabes, unidos por una sola lengua y una sola fe, salieron en oleadas de la península arábiga y crearon un dilatado imperio que se exten· día, en el momento de su máximo apogeo, desde los Pirineos, a lo largo del norte de África, pasando por lo que se llamó más tarde Oriente Medio y hasta el interior del Asia central. Los sucesores de Mahoma, o califas, no lograron mantener la unidad de este dominio tan vasto y cada vez más políglota, pero impusieron su religión a pueblos no árabes, de forma que en el siglo XX había musulmanes bajo la dominación rusa después de que hubiera dejado de haber árabes bajo el dominio de otros europeos. Este imperio árabe perdió primero su unidad y luego su independencia, y por espacio de unos 1.000 años los árabes estuvieron sometidos a los kurdos, turcos, británicos y franceses. Pero jamás perdieron sus lazos -tremendamente poderosos- de un idioma y una fe comunes, y cuando comenzaron a recuperar su independencia estos lazos sirvieron para reanimar y dar solidez y consistencia a los sueños de una unidad renovada. El hundimiento del imperio otomano en Asia en 1918 ofreció a sus súbditos árabes unas perspectivas com· pletamente distintas de las ofrecidas, por la más gradual retirada de este mismo imperio en Europa, a los cristianos de los Balcanes, racial y lingüísticamente divididos. Pero en 1919, los árabes se sintieron defraudados. El imperio otomano fue prácticamente repartido entre británicos {que ya poseían Egipto y Chipre) y franceses, y uno de los efectos de esta balcanización de Oriente Medio fue favorecer particularismos árabes independientes {el sirio, el iraquí, el jordano, etc.) y enemistades dinásticas a expensas de la unidad árabe. El mundo árabe estuvo más unido bajo el dominio turco que sin él. Los nuevos dirigentes de Occidente, atraídos por la política internacional y por el petróleo a volver al escenario de sus aventuras de cruzada, se convirtieron en obstáculos para la unidad e independencia árabes, particularmente por los efectos demoledores de su abrumador poderío sobre la voluntad árabe de luchar por esas aspi· raciones; fue necesaria la Segunda Guerra Mundial pata expulsar a los occidentales. El dominio francés fue eliminado por los británicos cuando las autoridades francesas en Siria y Líbano se declararon a favor de Vichy; el dominio británico, por otra parte, se

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mantuvo e incluso se fortaleció temporalmente, a pesar de las poderosas corrientes antibritánicas en Egipto y de un intento de golpe de Estado pro germánico en lrak en 1941 por parte de Rashid Ali el-Gailani. La velada ocupación del vecino Irán por Gran Bretaña y la URSS no supuso inmediatamente una afrenta para los árabes. Cuando acabó la guerra los británicos fueron, pues, el único blanco superviviente del nacionalismo árabe, cuya cólera se vio agudizada no sólo por el hecho de estar concentrada en un solo enemigo, sino también por la administración británica del mandato en Palestina, donde, como consecuencia del respaldo de Gran Bretaña, en 1917, a la aspiración sionista de una Patria Nacional Judía (la Declaración Balfour), se había ido progresivamente arraigando y afianzando una nueva comunidad no árabe y no musulmana, que reivindicaba el derecho a ser no ya una patria sino un Estado. Enfrentados con este poderoso y tenaz residuo de los siglos imperialistas y con la nueva y vigorosa amenaza del sionismo, los árabes se encontraron excepcionalmente divididos entre sí. Los monarcas reinantes, saudí y hachemita, estaban divididos por rivalidades heredadas; y lo que era más importante aún, existía un litigio entre un viejo orden, en gran parte monárquico y tradicionalista en sus puntos de vista sobre sociedad y religión, y un orden nuevo, cuyos orígenes estaban en los movimientos intelectuales árabes del siglo XIX, que aspiraba a modemizar el pensamiento y las formas religiosas y políticas, y a reducir las enormes diferencias entre el estilo de vida de los muy ricos y de los muy pobres. Esta nueva valoración produjo dentro del mundo árabe inevitables conflictos y tensiones internas que debilitaron su capacidad para expulsar a los británicos o derrotar a los judíos. Los británicos pudieron, pues, emprender la retirada a su propio ritmo, que fue lento; y los judíos crearon su Estado de Israel.

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I' ~ 1 Territorio ocupado 9.2. Israel y sus vecinos.

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tánicos todavía más sensibles a la necesidad de la amistad árabe: la estrategia global y la estrategia petrolífera fueron las que dictaron los términos del Libro Blanco. Después del Libro Blanco de 1939, los sionistas habían desviado sus principales esfuerzos de Gran Bretaña a Estados Unidos, abandonando la esperanza de conseguir sus propósitos mediante la persuasión de Londres para emprender, por el contrario, uha política activamente anti británica que sería financiada (tras la guerra) con dinero estadounidense. Durante la contienda, la eficacia política del sionismo se incrementó enor· memente en Estados Unidos, y la causa sionista fue abrazada por los dos estadounidenses más poderosos de los años cuarenta, Franklin n Roosevelt y Harry S. Truman. Al mis· mo tiempo, otros americanos comenzaban a sentir los viejos alicientes del petróleo y de la estrategia, con el resultado de que Estados Unidos, medio sin saberlo y desde luego sin quererlo, se 1~ncontró en la misma situación que Gran Bretaña. Inicialmente y a causa del sionismo, la implicación esdadounidense en este asunto enfrentó a Estados Unidos y a Gran Bretaña. La primordial preocupación estadounidense era persuadir al Reino Unido de que admitiese a los judíos en Palestina tan generosa y rápidamente como fuera posible. En la presunción, más o menos verificable, de que unos 100.000 judíos habían sobrevivido al holocausto nazi, Estados Unidos aprobó la petición de David Ben Gurión, formulada en agosto de 1945, para que se facilitase ese mismo número de permisos de entrada. Tanto Churchill como Attlee, ambos hombres de generosa disposición y probadas simpatías hacia la causa sionista, deseaban hacer algo en favor de los infortunados supervivientes y esperaban -lo cual no era incompatible- obtener al mismo tiempo el apoyo estadounidense al conjunto de la política británica en Oriente Medio. Pero esta cooperación no había de producirse. Los estadounidenses deseaban ayudar a los judíos pero sin verse complicados en posiciones británicas de naturaleza sospechosamente imperialista (desde el punto de vista estadounidense, los británicos sólo llegaron a ser respetables aliados en estos lugares en función de una amenaza soviética en un contexto de guerra fría); no fueron capaces de apreciar el verdadero alcance de las dificultades de Gran Bretaña en Palestina teniendo en cuenta la cesión del poder en la India en 194 7 y el desafío, en 1948, a la posición occidental en Berlín; y acepta· ron sin críticas las acusaciones de antisemitismo que se lanzaron contra el nuevo minis· tro de Asuntos Exteriores británico, Ernest Bevin, y que el propio estadista contribuyó a promover en no poca medida. La campaña para conseguir que Gran Bretaña expidiese los 100.000 permisos de entrada fue considerada en Londres como una extravagancia basada en la irresponsabilidad y la ignorancia, e inspirada en m,otivos ocultos. El apoyo estadounidense .a la campaña se tomó como una ofensa, especialmente cuando los judíos se entregaron al terrorismo en Palestina, como una parte de ellos hizo inmediatamente después de finalizar la guerra. De todos modos, el gobierno británico optó por un enfoque conjunto angloestadounidense del problema y en octubre de 1945, un comité de seis británicos y seis americanos hizo sondeos en Palestina, en cinco estados árabes y en los campos de concentración europeos en los que se hayaban internados a la espera los supervivientes del nazismo. Su informe, publicado en abril de 1946, confirmaba la estimación de los 100.000 judíos sin hogar en Europa, y respaldaba la petición para su inmediata admisión en Palestina; al mismo tiempo, rechazaba la división de la zona, recomendaba la conti· nuidad del mandato británico y, además de propugnar una masiva inmigración judía, proponía la abolición de las limitaciones existentes para la compra de tierra por parte de los judíos. El comité esperaba haber podido elaborar un aceptable acuerdo global con

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concesiones mutuas, pero Truman aceptó solo la petición de los 100.000 permisos de entrada y los árabes y el gobierno británico rechazaron las propuestas en su conjunto. La aparición del informe del comité coincidió con un ataque terrorista judío en Tel Aviv que parecía no tener otro fin que el asesinato, cuyo resultado fue la muerte de siete personas. Este ataque provocó el contraterrorismo por parte británica, que era indicativo de que la sangre fría y el aplomo británico estaban empezando a fallar en Palestina en la misma medida en que comenzaban a resquebrajarse su serenidad y su paciencia en el Whitehall. Mientras que por lo general se seguía creyendo que las atrocidades ju· días eran obra aislada de comandos especiales (el grupo Stem y la organización lrgún Zewa í Leumí), llevadas a cabo sin la aprobación de la principal fuerza de defensa judía (Haganá) ni de los órganos políticos acreditados (la Agencia Judía y las organizaciones sionistas), lo cierto es que existían ya pruebas de que esto no era así y de que las autoridades británicm: se enfrentaban a un intento nacionalista concertado para coaccionar· las o expulsarlm;. El alcance de la violencia que iba a desencadenarse se puso de manifiesto en junio de 1946 cuando una parte del hotel King David de Jerusalén voló por los aires 'y a raíz de la explosión murieron indiscriminadamente noventa y una personas. Después del rechazo por parte de Gran Bretaña del iriforme elaborado por el comité angloestadounidense, renació y cobró nuevo impulso la idea de la división. El embajador de Estados Unidos, Henry Grady, y el ministro británico de Asuntos Exteriores, Hebert Morrison, presentaron en julio un plan en favor de la creación de dos provincias autónomas aunque no soberanas, y de la expedición de 100.000 permisos al aijo tras el establecimiento de este Estado híbrido. Truman rechazó el plan y a continuación el gobierno británico recurrió al expediente de convocar una conferencia de mesa redonda, pero los judíos se negaron a comprometerse a todo lo que no fuesen discusiones bilaterales con los británicos. Esta vez no hubo participación estadounidense y la reiteración de Truman de su apoyo a los 100.000 permisos durante su campaña por la presidencia no supuso una ayuda. Las discusiones, a pesar de todo, continuaron.espo· rádicamente entre septiembre de 1946 y febrero de 1947. No llegaron a resultado algu· no. La realidad de la situación se reflejó en un creciente terrorismo y en la ejecución en la horca del joven judío Don Gruner, primera víctima de la exasperación británica. En febrero de 1947, Gran Bretaña anunció que el problema, y posiblemente tam· bién el territorio (aunque esto no quedó claro) iba a ser transferido a las Naciones Uni· das. En mayo, una sesión especial de la Asamblea General creaba el Unscop (Comité especial de las Naciones Unidas sobre Palestina) y sus once miembros se dirigieron hacia Jerusalén. Mientras se encontraban allí, y posiblemente porque estaban allí, 4.554 refugiados a bordo del Exodus 1947 llegaron a Haifa después de haber sido recogidos por la Agencia Judía en Sete, en el sur de Francia, y de haber sido provistos de documentos para su viaje hasta Colombia. A estos juguetes o instrumentos de la maniobra sionista las autoridades británicas les negaron el permiso de desembarco y hubieron de regresar en barco a Sete de donde, al serles nuevamente denegado el permiso para desembarcar, fueron dirigidos con horrible insensibilidad a un puerto alemán. En julio, el número de víctimas inocentes que sufrían un inmerecido calvario se incrementó dramáticamente cuando dos sargentos británicos fueron colgados por un comando Irgún. Incapaces de resolver su problema, o de mantener el orden, o incluso de defenderse, los británicos estaban ahora más que dispuestos a marcharse. Cuando el Unscop aprobó por mayoría y presentó un nuevo plan de división de una complejidad

ridícula (tres sectores árabes y tres judíos vinculados por una especie de unión económica, con una tutela internacional sobre Jerusalén), afirmaron que se irían. El plan del Unscop fue aprobado con modificaciones por la ONU en noviembre. Fue aceptado con recelo por los judíos y rechazado por los árabes. Poco importaba, puesto que la cuestión iba a decidirse mediante una guerra y no mediante la negociación. La lucha comenzó en seguida, con el intento por parte de los judíos de hacer-· se con el control de los sectores que les habían asignado. Hubo también desórdenes en ciudades árabes. Los británicos se sintieron impotentes y perdieron incluso su reputación de imparcialidad que ellos consideraban como una de sus especiales apor· raciones a la moral política. El 11 de diciembre declararon que renunciarían al mandato el 15 de mayo de 1948. La lucha se agudizó. Los judíos se las arreglaron para obtener, en cantidades considerables, armas con las que hacer frente a la esperada invasión de los ejércitos regulares de los estados árabes vecinos. En abril de 1948 realizaron una masacre en Deir Yasin que puso en marcha un éxodo de refugiados que iba a constituir, con su progenie aún por nacer, uno de los puntos de fricción más amargos entre árabes y judíos y uno de los espectáculos humanos más tristes de todos los tiempos. Ciento cincuenta mil habían huido a finales de mes, y más de medio millón antes de finalizar el año. Entonces y posteriormente, la propaganda árabe sacó el mayor provecho de esta historia, mientras que un telegrama de condolencia de Ben Gurión al rey Abdullah de Jordania pasó y permaneció prácticamente inadvertido. El último funcionario británico abandonó Palestina el 14 de mayo de 1948. El Estado de Israel fue proclamado conmovedoramente por Ben Gurión, que se convirtió en su primer ministro y en su encamación e inspiración. Chaim Weizmann, el veterano líder del sionismo que gozaba de respecto mundialmente, se convirtió en el primer ~re· sidente a pesar del hecho de que, en el mes de diciembre anterior, el XXII Congreso sionista celebrado en Basilea había señalado el fin de su influencia e incluso le había hecho objeto de ciertas descortesías. Truman reconoció .inmediatamente al nuevo Estado y lo mismo hizo muy pronto Stalin. En sus primeros años, Israel estuvo más en deuda con la URSS, por su ayuda práctica, que con Estados Unidos, pero pronto observó que éstos ofrecían más dinero y armas y, aproximadamente desde 1~50, la alianza con Estados Unidos se convirtió en la tabla de salvación del nuevo país. Durante esos años, Israel estableció una alianza igualmente duradera, si bien menos crucial, con Irán, que dio asilo a los judíos procedentes de Irak a finales de la década de 1950. Esta alianza se fortaleció en los años siguientes con vínculos comerciales e intercambio de inteligencia militar y, sobreviviendo a la caída del sha, contribuyó a la resistencia de Jomeini al ataque de Irak sobre Irán de 1980. El punto de unión lo constituyó la hostilidad contra los árabes, la cual había sido un tema persistente en la historia de Irán y se convirtió en un factor determinante en la lucha de Israel por la supervivencia. En 1948, cinco países árabes atacaron Israel, pero la rapidez de su acción no implicaba eficacia ni entusiasmo por la misma; los sirios no hicieron mucho, y los libaneses menos; los iraquíes se retiraron pronto y los egipcios llegaron tarde; la defensa judía de Jerusalén, que frustró los planes de los jordanos, se combinó con la falta de coordinación árabe para dar la victoria a los israelíes. La ONU intervino con la desig· nación del conde sueco Folke Bemadotte como mediador. Consiguió que se pactara una tregua que duró del 11 de junio al 9 de julio, cuando se entabló de nuevo una lucha en la que los israelíes alcanzaron una victoria decisiva. Bemadotte fue asesina· do el 17 de septiembre por la banda de Stern; le sucedió un funcionario de la ONU,

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ron congregarse y mantenerse reunidos gracias al poder unificador de un renacimiento hebreo y gracias a una comunidad de raza y de esperanza (aunque no de religión, puesto que la religión judía significaba poco para muchos ciudadanos israelíes). La Ley sobre el Retomo de 1950 dio a todos los judíos el derecho de emigrar a Israel. La Ley de Ciu· dadanía de 1952, sin embargo, les concedió ciudadanía judía, no israelí, y a los árabes residentes en Israel se les designó como personas con nacionalidad árabe, no como ciudadanos israelíes. Estos árabes sufrieron ciertas desventajas: por ejemplo, en la adquisición y propiedad de tierras. Israel dependía de la ayuda extranjera, y la recibió, en gran· des cantidades, de los judíos estadounidenses y de otros países y, a modo de reparación, de la República Federal de Alemania; y su vida como país estaba condicionada por la hostilidad de los árabes, que se negaron a aceptar su existencia e insistían en que, dado que era un subterfugio imperialista para el mantenimiento del poder angl6estadounidense en Oriente Medio, era necesario destruirlo. Adoptó, a pesar de sus dificultades económicas y militares, una forma de gobierno básicamente democrática. Hacia el exterior, sin embargo, estableció una política, forjada por sus victorias y su continua precariedad, que solamente permitía asegurar la perspectiva de nuevas victorias. Para defender sus fronteras contraatacó con las unidades especiales mandadas (inicialmente) por el general Ariel Sharon cualquier ataque, grande o pequeño, de manera rápida, contundente y a menudo indiscriminada. Esta escalada de la violencia fue eficaz a corto plazo pero a costa de agudizar la psicología agresiva del nuevo país, provocar la reacción árabe, y prolongar una cadena de operaciones ofensivas y defensivas contra enemigos cada vez más endurecidos. El hecho de que estas operaciones se lanzaran contra países árabes, ayudó a oscurecer el problema básico de los palestinos, que carecían de Estado.

el estadounidense Ralph Bunche. Los israelíes obtuvieron más éxitos después de que la lucha se renovara en octubre, pero a finales de año la guerra prácticamente había acabado, Palestina y el propio .Jerusalén se habían dividido por la fuerza de las armas, y durante la primera mitad de 1949 se firmaron armisticios entre Israel y cuatro de los invasores (Irak fue el quinto ausente). En la segunda fase de la lucha, Israel se había consolidado como Estado soberano derrotando a los palestinos y a los ejércitos regulares árabes, y estaba dispuesto a mantener sus logros. Exceptuando a los palestinos, los árabes nunca se sintieron muy atraídos por la guerra con Israel. Estaban dispuestos a aceptar un Estado israelí, pero Ben Gurión y otros líderes israelíes, más intransigentes, pusieron su fe en la dominación militar. Durante la guerra, Ben Gurión reprendió a sus generales por no expulsar a más palestinos de Palestina, y durante 1948-1950 la propiedad palestina fue sistemáticamente destruida y se expulsó o, según la terminología sionista, trasladó a 700.000 palestinos. Cuando el rey Farouk de Egipto intentó abrir negociaciones, durante la guerra, Ben Gurión las rechazó y cuando, después de hacerse con el poder en Siria, en 1949, Husni Zaim ofreció la paz, junto con una alianza y viviendas en Siria para 300.000 palestinos, Ben Gurión, que acertadamente consideraba a Zaim inestable, no respondió ni intentó obtener estas propuestas con los sucesores de Zaim. (Israel hizo caso omiso de posteriores intentos de acercamiento del bando árabe, incÍuida la OLP; durante los años setenta, y Estados Unidos los desdeñó.) Pero la beligerancia israelí no consigui~ "' sus objetivos, a corto o largo plazo, de obtener una paz formal con seguridad y reconocimiento. Los árabes, profundamente humillados y justamente preocupados por los refugiados palestinos, se negaron a firmar la paz con Israel o a reconocer su existencia, y continuaron la guerra por medios económicos: principalmente cerrando el canal de Suez a la navegación israelí y a las mercancías que tuvieran Israel como procedencia o destino. El Consejo de Seguridad condenó infructuosamente esta acción y declaró, también sin resultados, que Israel debía readmitir o compensar a los refugiados. Dado que estos refugiados superaban en número a los judíos establecidos en Palestina, los israelíes argumentaron con lógica que no se podía esperar de ellos que los readmitieran mientras las naciones árabes en su conjunto proclamaban su intención de eliminar a Israel. Los propios árabes tomaron pocas medidas para integrar a los palestinos, ya que, desde el punto de vista político, la principal fuerza de un refugiado estaba en su condición de tal y en las dificultades que ello le provocaba. De 700.000 en 1949, su número ascendió, por causas naturales, a más de 1.250.000. La creación del Estado de Israel fue un fenómeno político de lo más extraordinario. El nacimiento de Israel fue resultado del tenaz recuerdo de un pueblo perseguido, cuyas desventuras en diversas partes del mundo les habían imbuido de un enorme entusiasmo por las palabras de sus libros sagrados; fue resultado tambien de los atroces crímenes que, ante los ojos de Europa y del mundo entero, se habían perpetrado contra la comunidad judía europea; y fue asimismo resultado de los tremendos esfuerzos de destacados judíos que trabajaron con vigor e inteligencia por capturar un trozo de territo· rio que no les pertenecía, y que probablemente no hubieran conseguido de no haber creído que su fin era de los que justifica cualquier medio y de no haber gozado de las ventajas de actuar bajo el manto protector de Gran Bretaña. El Estado que fundaron era casi tan excepcional como sus orígenes. Al adoptar el principio de que el acceso al mismo debía estar abierto a todos los judíos de cualquier lugar, se convirtió en un mosaico de lenguas y culturas, y de saberes y habilidades técnicas sin igual, que pudie·

Para los árabes nada de esto era admirable. Que los judíos hubiesen sufrido a manos de los cristianos europeos a lo largo de los tiempos parecía una ra,zón de poco peso para permitirles expropiar una parte del mundo árabe y expulsar de ella a un millón de musulmanes. El fracaso de los ejércitos de cinco estados árabes por no haber podido evitar el esta· blecimiento de Israel era una humillación que sólo podía aplacarse volviéndose, por una parte, contra los líderes que tan visiblemente habían fracasado y declarando, por otra parte, que el veredicto de 1948 era sólo provisional y que se revocaría más adelante. Aquellos -generalmente personas no implicadas directamente- que pensaban que el tiempo curaría las heridas o al menos limaría las asperezas de este conflicto, tuvieron que retroceder hacia una visión más pesimista a medida que la propaganda árabe promovida oficialmente se lanzó a un antisionismo virulento y a medida que la nueva generación de los campos de refugiados comenzó a ser conscientemente alimentada de sueños de un regreso a Palestina tras una guerra en la que se conseguiría una gloriosa victoria que borraría a Israel del mapa. El nacionalismo y el extremismo sionista tenían su equivalente en el nacionalismo y el extremismo árabes. Aunque la situación permaneció congelada por factores externos -en particular por la Declaración Tripartita de 1950 en virtud de la cual Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia se comprometían a mantener un equilibrio de armamento entre árabes y judíos y a

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NASSER Y LA REVOLUCIÓN

consultarse sobre cualquier infracción fronteriza- las actitudes básicas dentro del área de conflicto variaron poco, o más bien nada. Lo que sí hubo como consecuencia de la guerra de 1948 fueron cambios de poder en los estados árabes más inmediatamente implicados. La derrota de 1948 aceleró la caída de algunos antiguos regímenes. En Siria, Husni Zaim asumió el poder en marzo de 1949 y lo conservó durante unos meses antes de ser derrocado por Sami al-Hinnawi, que, a su vez, fue derrocado al cabo de pocos meses por Adib Shishakli, que gobernó hasta febrero de 1954. En julio de 1951, Abdullah, que había transformado su emirato de Transjordania en el reino de Jordania, fue asesinado a la entrada de la mezquita de El Aqsa en Jerusalén. Más significativamente todavía, en el mes de julio del año siguiente, la monarquía egipcia fue derrocada por jefes militares que sentían un amargo rencor por la falta de preparación e ineptitud con que se habían llevado a cabo las operaciones de su país en 1948 y enviaban ahora al exilio al último representante de la línea de Mohamed Ali. El líder nominal de la revolución egipcia de 1952 era el general Mohamed Naguib, pero<:![ verdadero líder era el coronel Gama! Abdel Nasser, que se convirtió en priIi1er ministro en abril de 1954 y suplantó a Naguib como presidente de la nueva república unos meses después. Nasser era un hombre joven, de treinta y seis años, que había hecho carrera en el ejército desde unos orígenes que podrían denominarse de clase media baja. Contaba con el ímpetu y la indignación necesarios para convertirse en un revolucionario nacionalista, pero poseía asimismo las cualidades de la serenidad, la astucia y el humor, que mantienen al revolucionario en sus cabales una vez conseguido el éxito. Era también lo suficientemente despierto para mantenerse más o menos al corriente de los problemas con que debía enfrentarse cuando se le requería, como cabeza del más importante de los países árabes, para elaborar y ejecutar medidas políticas en el ámbito de los asuntos mundiales. El primero de estos problemas era la todavía pendiente cuestión de desembarazarse de los británicos. Además, tenía que encontrar su sitio en el mundo árabe, tanto africano como asiático, y tomar partido en la guerra fría a favor de Occidente, o de los rusos, o ni de unos ni de otros. La ocupación británica de Egipto empezó en 1881 con una expedición cuya misión era recaudar deudas, pero su verdadero motivo era y siguió siendo estratégico: garantizar el control del Mediterráneo oriental (amenazado cuando la influencia británica sobre el gobierno del sultán de Constantinopla se vio desafiada por la influencia alemana), y asegurar asimismo el control de la ruta a la India y a Oriente, y del Valle del Nilo. Egipto siguió siendo formalmente una provincia del Imperio otomano bajo el gobierno heredi· tario de los descendientes de Mohamed Ali, pero, de hecho, en lugar de semiindependiente bajo el poderío turco, pasó a ser semiindependiente bajo el poderío británico. Cuando Gran Bretaña y el Imperio otomano entraron en guerra en 1914, la primera de estas potencias proclamó un protectorado sobre Egipto que se transformó en 1922, cediendo a la presión nacionalista, en una relación de tratado. Gran Bretaña obtuvo en 1936 el derecho a destacar a 10.000 hombres en la zona del canal de Suez por espacio de veinte años, acuerdo que los egipcios consideraron aceptable porque esta base podía servir para proteger a Egipto contra las ambiciones de Mussolini, que estaba dedicado en este preciso momento a la conquista de Etiopía. Durante la Segunda Guerra Mundial, Churchill decidió mantener y fortalecer la posición de Gran Bretaña en Oriente Medio. Los árabes habían mostrado cierta inclinación pro germánica que amenazaba con conferir a Alemania el dominio de Oriente Medio después de la conquista alemana de los Balcanes y de Creta en 1911. Los británicos ocuparon, pues, Siria, el Líbano e Irán y tra-

taron de ganarse la amistad de Turquía (sin éxito hasta 1944, fecha en la que Turquía rompió las relaciones con el Eje, entrando en la guerra en febrero del año siguiente); también impusieron al rey Farouk el nombramiento del pro británico Nahas Pasha como primer ministro. Nahas esperaba que, a cambio, al finalizar la guerra, los británicos liberarían a Egipto de sus cadenas y le concederían por fin la independencia que habían prometido más de sesenta veces desde 1881, pero el rey, que prefirió arriesgarse en vez de esperar a ver qué pasaba, destituyó a Nahas en octubre de 1944. Aproximadamente por entonces, Eden preparaba una posición posbélica para Gran Bretaña en Oriente Medio, basada en una asociación de estados árabes pro británicos. Eden alentó al inveteradamente pro británico Nuri es-Said, primer ministro de Irak, a resucitar el concepto del Creciente Fértil como una unidad política cuya capital fuera Bagdad y que abarcase a las comunidades autónomas sionistas y cristiana maronita. Eden promovió también una Liga Árabe pro británica pero, en septiembre de 1944, Egipto, junto con Irak, Siria, Líbano y Transjordania, concertaron en Alejandría el llamado Protocolo de Alejandría que precedió al tratado de marzo de 1945 en virtud del cual estos cinco estados, además de Arabia Saudí y Yemen, constituyeron la Liga Árabe: esta liga más amplia no era la liga diseñada por Gran Bretaña. Desde el principio, Egipto fue con mucho su miembro más importante por su mayor población, su modernización y adelantos, y por la influencia que irradiaba desde las universidades de El Cairo, las imprentas y la radio. Pero los intereses británicos y egipcios en la Liga Árabe estaban fatalmente enfrentados. Para Gran Bretaña, la Liga debía ser una aliada y un pilar de apoyo. Sin embargo, Egipto -obsesionado con la persistente ocupación británica, no sólo de la Zona del Canal, sino también de las posiciones de El Cairo y Alejandría, donde la bandera del Reino Unido (Unión Jack) había sido izada durante la guerra- consideraba la Liga como un instrumento antibritánico y no como un símbolo de hermandad. La difícil situación de Gran Bretaña en Palestina ayudó a unir a los árabes en una misma actitud antibritánica que favorecía a Egipto y defraudaba las esperanzas de Eden. (Palestina, o más bien Israel cuando comenzó a existir, también afectó a la Liga Árabe haciendo que pasara, de ser una organización regional -que, en opinión de sus miembros, no importaba a nadie salvo a ellos mismos- a ser una alianza de objetivos más amplios y, por consiguiente, de significación internacional.) Después de la guerra, Gran Bretaña se dio cuenta de la necesidad de una revisión de sus relaciones de tratado con Egipto -y también con Irak y Transjordania-, pero no tenía ninguna intención de llevar a cabo un abandono radical de Oriente Medio. Sólo lenta y tardíamente fueron las fuerzas británicas evacuadas del delta del Nilo y emplazadas en la Zona del Canal. Seguía pareciendo axiomático que Gran Bretaña fuese y continuase siendo una potencia de Oriente Medio, después de haber obtenido la victoria en una guerra en la que sus tremendos esfuerzos y tenacidad en esta parte del mundo habían desempeñado un papel de la mayor importancia. Además, su retirada de la India en 1947 habría hecho difícil para el nuevo gobierno laborista británico, acusado por la oposición de llevar a cabo una política de abandonismo en la India, proponer nuevas abdicaciones sustanciales en Oriente Medio. Pero la posición británica se había debilitado gravemente. Gran Bretaña debía a Egipto 400 millones de libras y a Irak 70 millones; y estas deudas eran sólo una parte de las tensiones económicas, que se vieron intensificadas al ponerse fin bruscamente a la ley estadounidense de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease Act), e iban a obligar muy pronto a Gran Bretaña a pedir a Estados Unidos que asumiera las responsabilidades británicas en

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Grecia y Turquía. En 1948, la tensión se agravaría todavía más por el abandono de Palestina y por la necesidad de defender la posición occidental en Berlín mediante el puente aéreo. Tales fueron las circunstancias en las que Bevin se puso a negociar nuevos tratados con Egipto, lrak y Transjordania. Obtuvo éxito en seguida en el último caso ( 1946), pero el rey Abdullah fue muy criticado por permitir a las tropas británicas otros 25 años de ocupación de suelo jordano. Con los gobiernos egipcio e iraquí, Bevin consiguio también llegar a un acuerdo, pero los proyectos de tratados acepta· dos por Sidky Pasha para Egipto, y por Salih Jabr para lrak (Tratado de Portsmouth, 1948) fueron rechazados por sus parlamentos y pueblos respectivos porque no conte· nían la estipulación de una completa evacuación británica. Hubo a continuación un período intranquilo e infructuoso al que puso fin en 1951 un enfrentamiento entre dos conceptos opuestos. Por estas fechas, la guerra de Corea había comenzado y los aliados occidentales estaban deseosos de crear en Oriente Medio una alianza antisoviética similar a la OTAN. Con este objeto a la vista, los gobiernos estadounidense, británico, francés y turco presentaron planes para la creación de una Organización de Defensa de Oriente Medio (MEDO) que incluiria Egipto y la base del canal de Suez; los británicos evacuarían la base pero los aliados, adaptando una idea pre· sentada por Bevin en otro tiempo, tendrían derecho a volver en ciertos supuestos. Este plan, cuyas raíces se encontraban en la situación mundial, chocaba con la concepción egipcia de que una guarnición extranjera en el canal era un símbolo de indignidad, y puesto que Egipto no actuaba impulsado por un temor a la URSS como el que anima· ba a Occidente, rechazó la MEDO. Al mismo tiempo y por añadidura, Egipto denunció en octubre de 1951 el tratado anglo-egipcio de 19.36, al que quedaban todavía cinco años de vigencia, y emprendió ataques guerrilleros a la Zona del Canal. En enero de 1952, los disturbios antibritánicos en El Cairo ocasionaron graves daños. Cuando Naguib y Nasser se hicieron con el poder unos meses más tarde, tuvieron que enfrentarse, pues, no sólo con el tradicional problema de los británicos, cuya ocu· pación del suelo egipcio constituía una permanente afrenta nacional, sino también con el nuevo problema creado por el deseo del conjunto de Occidente de inducir a Egipto a participar en la guerra fría y hacer de la Zon,a del Canal una base y un arse· nal anti-soviéticos. Los líderes egipcios estaban impacientes por llegar a un acuerdo con Gran Bretaña siempre y cuando pudieran lograr la total evacuación británica, pero tenían ideas menos positivas sobre una asociación cbn Occidente. En los dos años siguientes a la revolución, Egipto y Gran Bretaña zanjaron sus dife· rencias pendientes. No comenzaron por la Zona del Canal sino por Sudán, que había sido un condominio anglo-egipcio desde que se reconquistó a los mahdistas en 1899. Egipto deseaba restablecer su unión con Sudán por la vital importancia de las aguas del Nilo y por la antigua perspectiva faraónica de la unidad de todo el valle. Los británicos, que habían sido los gobernantes efectivos de Sudán durante medio siglo, insistieron en que los sudaneses debían decidir su futuro por sí mismos, y los egipcios, creyendo erró· neamente que Sudán optaría por la unidad con Egipto, accedieron a ello en febrero de 1953. En estas circunstancias, Sudán optó por la independencia a pesar (o a causa) de la propaganda y las presiones egipcias, y se convirtió en un Estado soberano en 1956. Nasser aceptó este primer revés en el terreno internacional con una conformidad prag· mática que iba a tener que mostrar nuevamente en ocasiones futuras. En julio de 1954 se alcanzó acuerdo sobre la Zona del Canal (y se firmó un trata· do en octubre) basado en la retirada de los británicos en un plazo de veinte meses, si

bien tendrían derecho a volver si cualquier miembro de la Liga Árabe o Turquía era atacado por un enemigo exterior, excepto Israel. Irán no estaba incluida en la cláu· sula de reversión a pesar de los intentos británicos de que figurara en ella. Este trata· do representaba considerables -aunque desde luego sensatas- concesiones por parte de Gran Bretaña que eran inadmisibles para un sector del Partido Conservador gobernante, pero que fueron aceptadas por el gobierno, en parte por la consideración de que la aparición de la bomba atómica había convertido la base en una trampa mor· tal, y en parte -si bien en menor medida- cediendo a las presiones de Estados Unidos que consideraban que las malas relaciones permanentes entre Gran Bretaña y Egipto eran un grave impedimento para la política mundial estadounidense en Oriente Medio. Pero para Egipto, el acuerdo de 1954 con Gran Bretaña no constituía un pri· mer paso para la alineación con Occidente. Occidente, por otra parte, creyó durante los años 1952-1954 que una mejora de las relaciones con Egipto pasaba por dicha alineación. Por consiguiente, las relaciones empeoraron en vez de mejorar. En 1955, el año en que los países neutrales celebraron la Conferencia de Bandung, Egipto optó por la no alineación. La cuestión no surgió en los primeros años de la pos· guerra porque alineación significaba alineación contra los rusos y, por aquel entonces, todavía no existía una presencia soviética en el mundo árabe contra la cual alinearse. Las tradicionales esferas de actividad rusa en Oriente Medio eran los estados no árabes de Turquía e Irán y, en ambos, la URSS había sufrido-y aparentemente aceptado-desaires al final de la guerra; las reivindicaciones de devolución de Kars y Ardahan (perdidas en favor de Turquía en 1921) y de revisión de la Convención de Montreux que regulaba el tránsito a través de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos no surtieron efecto, mien· tras que los intentos de derrocar el régimen de Irán, respaldando a la república de Azer· baiján y fomentando asimismo una tentativa de independencia del Kurdistán, fracasaron por la inesperada astucia de Qavam es-Sultaneh y las imprevistas reacciones de firmeza de Estados Unidos y Gran Bretaña. Los rusos no sacaron provecho de su rápido reconoci· miento de Israel y parecía que Moscú lo había considerado como un callejón sin salida. Cuando el plan MEDO fue por consiguiente presentado por primera vez a Egipto, pareció fuera de lugar y ajeno a los intereses egipcios. Tenía también cierto aspecto vagamente repulsivo. La guerra de Corea, que subyacía en él, fue considerada por la mayor parte de los árabes como un asunto 'que no les incumbía hasta tal punto que todos los miembros árabes de las Naciones Unidas excepto lrak se abstuvieron de votar sobre la cuestión en la Asamblea General. El propio Nasser se dejó influir por Nehru, especialmente tras la visita de este último a El Cairo en agosto 9e 1953 y durante la embajada de K. M. Pannikkar en dicha capital en 1953-1954. Pero el fac· tor principal en la trayectoria de Nasser hacia el neutralismo y hacia el espíritu de Bandug de 1955 le fue proporcionado por las propias potencias occidentales.

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IRAK: EL PACTO DE BAGDAD En 1954, los estadounidenses estaban suministrando armamento a Turquía y a Pakistán. Decidieron ayudar a lrak de la misma forma, e integrar a estos países y a Irán en una nueva organización antirrusa que se extendiese desde el Bósforo hasta el Indo. La inclusión de lrak fue entusiásticamente acogida por Gran Bretaña, que vio despe· jado el camino para la obtención de un nuevo tratado con lrak que sustituyese al

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en el momento en que acababa de morir su otro principal adversario, Ibn Saud, y las potencias occidentales preparaban su nuevo tratado con lrak. De momento, la oposición de los sirios a la familia real iraquí y a sus conexiones con Gran Bretaña, puesta de manifiesto en las elecciones de 1954, impidió la consumación de la unión. El primer paso formal hacia los Pactos de Bagdad fue el tratado del 4 de abril de 1954 entre Turquía y Pakistán. Fue seguido de acuerdos de ayuda militar estadouniden5e con lrak (21 de abril) y Pakistán (10 de mayo). Turquía e lrak firmaron un pacto de ayuda mutua el 24 de febrero de 1955. Éste fue el Pacto de Bagdad propiamente dicho y se declaró abierto a todos los miembros de la Liga Árabe y a otros estados interesados en la paz y la seguridad en Oriente Medio. Gran Bretaña se adhirió el 5 de abril de 1955 y Pakistán e Irán en septiembre y octubre, respectivamente. Pero ningún otro Estado árabe siguió el ejemplo de Nuri de orientarse hacia el campo occidental. Los árabes rechazaron la creencia de Nuri de que la salvación radicaba en la alianza con los viejos amigos de Occidente, en parte porque, para una generación más joven, Gran Bretaña no parecía ser un amigo. Siria, al rechazar el pacto, hizo oscilar el paso del mundo árabe hacia El Cairo, alejándolo de Bagdad, y en marzo de 1955 se constituyó una contraalianza entre Egipto, Siria y Arabia Saudí. Esto suponía una victoria de Nasser sobre Nuri y los británicos. También marcaba el final de la mejora de relaciones entre Egipto y Occidente y el comienzo de violentas polémicas dentro del mundo árabe. Poco des· pués de la firma del tratado de marzo de 1955, Nasser emprendió viaje hacia Bandung, donde, obedeciendo a la corriente anticolonialista y neutralista imperante entonces, se censuró a lrak por adherirse al Pacto de Bagdad y a Pakistán por asociarse a la Seato. Cualesquiera que sean los relativos méritos de los enfoques británico y estadounidense de los problemas de Oriente Medio en aquel tiempo, el fracaso de Londres y Washington al no lograr encontrar una política común fue manifiesto y significativo. Gran Bretaña puede haber estado acertada o desacertada al utilizar el Pacto de Bagdad para fines especiales propios en lrak, y Estados Unidos puede haber estado igualmente acertada o desacertada al adherirse únicamente a los comités económico y antisubversión del pacto, pero las consecuencias más obvias a los ojos de los árabes fueron la discrepancia entre las dos potencias occidentales y el intento de los estado· unidenses -al no firmar el pacto ni adherirse a sus órganos centrales- de marcar las distancias con los británicos. Una política est.adounidense más enérgica podría haber logrado persuadir a las monarquías jordana y saudí a unirse a una alianza pro occidental en 1954, pero en aquel tiempo el antiimperialismo estadounidense (no enterrado aún en Vietnam) y las rivalidades petrolíferas angloestadounidenses seguían haciendo que Washington se mostrase cauteloso a la hora de verse complicado con Gran Bretaña en Oriente Medio, con el resultado de que tardaron mucho en ser esencialmente idénticas las políticas adoptadas primero en Londres y luego en Washington.

existente, el cual expiraba en 1957 sin que las negociaciones de Bevin con los amigos de Gran Bretaña lo hubiesen conseguido prorrogar. Pero la inclusión de lrak fue un error capital. En 1953, Foster Dulles había decidido que no era conveniente tratar de lograr que los árabes se uniesen a un frente de guerra fría (la política MEDO) y que, en lugar de ello, Occidente debía crear un grupo no árabe de aliados a lo largo de la llamada hilera septentrional de países fronterizos con la URSS. lrak no era un miembro necesario de este grupo, puesto que no tenía frontera con la URSS y, en cualquier caso, era un Estado árabe. Además, la atracción de lrak hacia esta órbita septentrional despertó las más profundas sospechas en El Cairo, tanto a causa de las tensiones existentes entre Egipto e lrak como por considerarse una maniobra extranjera para quebrantar la unidad del mundo árabe. Los estadounidenses se proponían armar a lrak (y a Pakistán) contra la URSS, pero Egipto interpretó estos acuerdos como un reforzamiento del flanco iraquí en la política árabe (del mismo modo que la India consideraba el rearme de Pakistán como una amenaza para sí misma en Cachemira). Egipto e lrak defendían diferentes formas de unidad árabe muchb antes de que la revolución egipcia de 1952 convirtiese a Egipto en una república socialista en contraste con la monarquía tradicionalista que estuvo entronizada en lrak hasta 1958. Antes y después de 1952, los líderes egipcios deseaban serlo de todo e'l mundo árabe y proyectaban utilizar la Liga Árabe para este fin; eran conscientes de la natural aspiración de Egipto al liderazgo y se daban cuenta de las ventajas que se derivarían para ellos en sus tratos con el mundo exterior si Egipto era la cabeza reconocida de una comunidad de países árabes a la vez que un Estado soberano independiente. Su enfoque de la política árabe era primero egipcio y después árabe, y sus planes distaban mucho de la unidad árabe en un sentido tanto orgánico como institucional. Los iraquíes, por su parte, heredaron otras ideas, singularmente el sueño de un vasto reino árabe que británicos y franceses les habían inculcado durante la Primera Guerra Mundial y les habían frustrado después. Aunque los descendientes del jerife de la Meca -los hachemitas- llegaron a reinar en Bagdad y Ammán y brevemente en Damasco, habían sido expulsados de Arabia Saudí a raíz del levantamiento de lbn Saud y, más al norte, se habían visto defraudados por el sistema de mandatos {que no preocupaba a los egipcios). De todas fonnas, el sueño persistió, abarcando en sus distintas y cambiantes formas -ya se tratase de la Gran Siria o bien del Creciente Fértil- a lrak, Siria, Líbano y Palestina. Pero cualquier unión entre lrak y Siria privaría a Egipto de la hegemonía en el mundo árabe. El regente hachemita de lrak, Abd al-llah (que nunca olvidó que hubiera debido ser el sucesor de su padre y de su abuelo corno rey de Hiyaz) aspiraba a ser rey de Siria cuando dejara de ser regente de lrak. De haberlo conseguido, los hachemitas hubieran formado un poderoso grupo, ya que el joven primo de Abd al-llah, Faysal, llegó al trono en Bagdad y su tío Abdullah fue emir y más tarde rey en Ammán. Después de la primera revolución siria de la posguerra. Husni Zaim se volvió hacia lrak, aunque más tarde en su breve período de mandato cambió de rumbo y se inclinó hacia Egipto y Arabia Saudí; su sucesor, Sami al-Hannawi, favoreció una unión sirio-iraquí pero al hacerlo precipitó su caída y el que ocupó su lugar, Adib Shishakli (1949-1954), el hombre fuerte del mundo árabe antes del advenimiento de Nasser, rechazó toda asociacion estrecha con Irak por tratarse de un país monárquico y pro británico. El derrocamiento de Shishakli en febrero de 1954 por parte del ejército sirio, ayudado por el oro iraquí y, como poco, por la benevolencia británica, resucitó para Nasser el peligro de una unión sirio-iraquí

Aparte de la división dentro del mundo árabe, Nasser estaba preocupado por la permanente enemistad entre los árabes e Israel y por el hecho de que las represalias israelíes contra la propaganda y las incursiones provocativas de los árabes se estuviesen volviendo contra Egipto. Poco antes de la firma del tratado de marzo de 1955, Egipto sufrió un ataque israelí excepcionalmente duro en la zona de Gaza. La amena-

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LA GUERRA DE SUEZ

za de Israel, donde Ben Gurión recuperó el poder (primero como ministro de Defensa y luego como primer ministro una vez más), alarmó a Nasser, que había tomado conciencia de que Israel estaba tratando de conseguir armas de Francia. Esta asociación franco-israelí, aunque nunca se formalizó en una alianza, llegó a ser un factor suplementario primordial en la política de Oriente Medio y uno de los principales ingredientes de la guerra de Suez de 1956. La declaración tripartita de 1950, cuyo objeto era evitar una carrera armamentista en Oriente Medio, fue burlada por Israel, que encontró en Francia simpatizantes dispuestos a ayudarle en secreto. Las motivaciones francesas eran diversas: existía un sentimiento de obligación hacia los judíos, como puéblo que había sufrido demasiadas calamidades; un sentimiento de admiración por lo que habían conseguido en Israel; un sentimiento de solidaridad socialista entre hombres como Guy Mollet y Ben Gurión. Estas afinidades fueron explotadas por hábil~s grupos de presión o lobbies israelíes que encontraron muy facilitada su tarea cuan· do la revuelta argelina de 1954, y la ayuda de Nasser a los rebeldes llevó a muchos franceses a la conclusión de que un golpe contra Nasser era la mejor forma de resolver sus probl~mas en Argelia, o al menos una necesaria condición previa. Por añadidura, algunos franceses compartían la opinión de Eden de que Nasser era una amenaza semejante a la que había supuesto Hitler y que debía ser derrocado antes de que fuese demasiado tarde. La política francesa, tradicionalmente pro árabe, fue por consiguiente impulsada en una nueva dirección. Francia accedió en 1954 a suministrar a Israel aviones de combate. A su regreso a Bandung, Nasser comenzó también a buscar armamento seriamente. Los tres signatarios de la declaración tripartita rehusaron suministrar a Egipto o a Siria lo que pedían. Siria se volvió hacia los rusos y obtuvo éxito, ya que éstos habían comenzado a interesarse en la posibilidad de desempeñar un papel más activo en Oriente Medio desde que la incursión de Gaza había puesto de manifiesto la debili· dad egipcia. Pero Nasser se mostraba reacio a comprar a los rusos. Después de inten· tarlo en Pekín (donde se le insinuó que probase con Moscú) y más tarde en Washington y Londres una vez más, acabó finalmente por aventurarse con los rusos y en septiembre de 1955 anunció que iba a recibir armamento checo sin condiciones. Ahora le tocaba a Israel el turno de alarmarse. Mediante el contrato con los checos, Egipto iba a conseguir una amplia gama de armas entre las que estaban comprendidos 80 Mig-15 (los cazas utilizados en Corea), 45 Ilyushin, 28 qombarderos y 115 tanques pesados equivalentes a los mejores del ejército ruso y superiores a todos los que Israel poseía. Israel ejerció presión sobre Francia para que revisase el contrato de 1954 y suministrase cazas a reacción Mystere-4 en vez de Mystere-2. Francia accedió e Israel recibió en abril de 1956 un suministro de los mejores aviones caza de Europa. (Su llegada, inmediatamente después de que el ministro de Asuntos Exteriores francés, Christian Pineau, hubiese hecho una fructífera visita a El Cairo provocó en Nasser una explosión de indignación antifrancesa y destruyó cualquier posibilidad que pudie· se haber de que la corriente árabe prevaleciese sobre la israelí en el gabinete francés.) Del mismo modo que la mayor parte de los países, Egipto quería tanto armas como ayuda económica. Nasser había esperado obtener ambas cosas de Occidente pero se había visto obligado a comprar armamento comunista o a prescindir de la garantía que buscaba. A continuación se enfrentó con el interrogante de si podría conseguir ayuda económica de Occidente después de haber aceptado ayuda militar del bloque comunista. La respuesta resultó ser negativa pero estuvo en duda durante algunos

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meses. Fue la gran presa de Asuán la que sirvió de prueba y demostró que no sólo Francia sino también Gran Bretaña y Estados Unidos se habían vuelto contra Nasser. La gran presa fue diseñada para transformar la economía y la sociedad egipcias al añadir 860.000 hectáreas a la zona de tierra cultivable, haciendo navegable el Nilo hacia el sur hasta la frontera sudanesa y generando electricidad para alimentar plantas industriales que proporcionarían un medio de vida a parte de la creciente pobla· ción. Iba a costar 1.400 millones de dólares, de los cuales 400 habían de pagarse en dinero efectivo (el Banco Mundial adelantaría 200 millones y Estados Unidos y Gran Bretaña, 56 y 14 millones, respectivamente, de inmediato, aportando ambos países los restantes 130 millones más adelante). En el transcurso del año 1955, las negociaciones con este fin parecieron desarrollarse sin más impedimentos que los habi· tuales. Durante la primera mitad de 1956, sin embargo, se quedaron en agua de borra· jas. Gran Bretaña y Estados Unidos decidieron no prestar su ayuda. El crédito de Nasser, en los dos sentidos de la palabra, estaba agotándose, especialmente como con· secuencia de sus compras de armamento comunista. Durante 1956, Nasser dio nuevos argumentos a sus enemigos, contribuyendo a fortalecer la actitud de éstos, al reconocer al régimen comunista de Pekín, una medida que produjo especial irritación en el Congreso de Washington, a pesar de que la ver· dadera razón de Nasser pudiera haber sido, como así parece, su temor a que los nuevos dirigentes rusos pudiesen ser persuadidos, en su visita a Londres, a unirse a las potencias occidentales en un nuevo embargo de armas a Oriente Medio. El co~trato checo de suministro de armas había quebrantado el embargo de 1950 para satisfacción general del mundo árabe, que lo consideraba como una traba ofensiva para su soberanía, pero dicho embargo podía volver a imponerse si los rusos buscaban form~s poco costosas de mostrar su buena voluntad hacia Occidente y, en ese caso, Pekm sería la única fuente alternativa de suministros. Por añadidura, al lobby algodonero del Congreso estadounidense no le gustaba prestar dinero estadounidense para ayudar a Egipto a cultivar más algodón que compitiese con el alg,odón estad~unid_:nse. Se c~l­ paba a Egipto de no ponerse de acuerdo con los demas estados nberenos. del Nilo (Sudán, Etiopía y Uganda) y de empeñar en la compra de armamento el cimero que sería necesario para atender al pago de los préstamos exteriores. En Estados Unidos se argumentó que era imprudente destinar tanto dinero americano a un úni,co pr~y.ecto, puesto que Estados Unidos tendría entonces que rechazar todas las ciernas pet1c1ones de ayuda a Egipto durante muchos años, dando de este modo vía libre a los rusos. para aceptarlas. Pero detrás de todos estos razonamientos se encontraba el hech~ evidente de que ni a Washington ni a Londres les gustaba Nasser y pensaban (al igual que los franceses, aunque por una razón diferente y más específica) que estaría muy bien hacerle un desaire y bajarle los humos. Esta actitud era más fuerte en Gran Bretaña, donde se vio alentada por las malas interpretaciones obsesivas y los errores de cálculo del primer ministro Eden, que confundió a Nasser con un dictador fascista Y pen· que podía ser fácilmente sustituido. (La animosidad de Eden se había agudizado en marzo por la destitución del general sir John Glubb y de otros oficiales británicos de la Legión árabe de Jordania, de la que Glubb era el comandante en jefe. Esta med'.d.a antibritánica llevada a cabo por el rey Hussein coincidió fortuitamente con una v1s1· ta a El Cairo del ministro británico de Asuntos Exteriores Selwyn Lloyd, y fue por tanto erróneamente considerada por Eden como una afrenta deliberada a Gran Bretaña, ideada por Nasser.)

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El 19 de julio de 1956, Foster Dulles informó al embajador egipcio en Washington de que se revocaba la oferta estadounidense de financiar la presa. El embajador francés en Washington, Couve de Murville, había predicho que si esto ocurría, Nasser tomaría represalias apoderándose de los ingresos del canal de Suez. El 26 de julio, en un discurso pronunciado en Alejandría, anunció que haría exactamente eso. El canal de Suez era indudablemente parte del Estado egipcio, pero también objeto de dos instrumentos jurídicos muy diferentes uno de otro: un contrato de canee. sión y un tratado internacional. El primero, otorgado a Fernando de Lesseps por el jedive o virrey de Egipto, Said Pasha, y confirmado por el sultán otomano, concedía el derecho a explotar el canal durante noventa y nueve años que empezarían a contar a partir de su apertura, la cual tuvo lugar en 1869. La concesión había pasado de Lesseps a la Compañía Universal Marítima del Canal de Suez, que era una sociedad egipcia con sedes en El Cairo y en París y que tenía una diversidad de accionistas, comprendidos el gobierno británico y un gran número de habituales rentiers franceses. A esta valiosa concesión le quedaban todavía doce años de vigencia en 1956. Después, los derechos de explotación revertirían al Est.ado egipcio. La medida de Nasser equivalía a la nacionalización de los derechos de la compañía, pero, puesto que prometía una compensación, era difícil mantener que hubiese hecho algo ilegal, o algo particularmente insólito en el siglo XX, aunque la compañía pudiera muy bien preguntar de dónde iba a salir el dinero para la compensación. Nasser estaría, sin embargo, incumpliendo la ley si quebrantaba los términos del segundo instrumento fundamental. Era éste el convenio suscrito en 1888 entre nueve potencias, incluido el Imperio otomano, que era en aquella época Estado soberano protector de Egipto. Las partes se comprometieron a mantener abierto el canal a todos los navíos mercantes y militares, tanto en tiempos de paz como de guerra, y a no bloquearlo nunca. Si Nasser no mantenía el canal abierto, estaría incumpliendo el convenio y los signatarios tendrían derecho a adoptar medidas para volverlo a abrir. Había cierta mal fundada esperanza de que si los pilotos del canal eran retirados, el canal dejaría de funcionar y se podría decir que existía ya derecho a intervenir, pero de hecho y a pesar de que prácticamente todos los pilotos de la compañía fueron retirados como consecuencia de la presión ejercida por potencias extranjeras, el canal continuó funcionando sin novedad hasta que fue bombardeado por británicos y franceses. La nacionalización de la compañía del canal dio a Gran Bretaña y a Francia la disculpa para emprender contra Egipto la enérgica acción que deseaban. El gabinete británico asignó cinco millones de libras (el imperialismo en la miseria) y decidió emplear la fuerza en el plazo de una semana sólo para descubrir que la preparación militar de Gran Bretaña era tal que Úo podía arriesgarse a emprender acción alguna antes de mediados de septiembre ni sin llamar a filas a los reservistas. Este retraso pennitió intervenir a Estados Unidos. Eisenhower y Dulles coincidían con los gobiernos británico y francés en el deseo de poner el canal bajo control internacional, pero, aunque sentían muy poca simpatía por Nasser, se oponían al uso de la fuerza hasta que todos los demás métodos se hubiesen intentado y se hubiese visto que se habían intentado. Eisenhower, que dejó clara su posi· ción en varias cartas escritas a Eden y en declaraciones públicas, era connario por temperamento al uso de la fuerza y estaba asimismo convencido de que era inoportuno utilizarla porque conduciría al sabotaje de los oleoductos, alentaría a otros líderes (por ejemplo a Jiang Kaishek y a Syngman Rhee) a pedir también el apoyo estadounidense para utilizar la fuerza en sus disputas, y haría que el mundo no alineado se volviese con·

tra Occidente. Eisenhower mandó un enviado especial a Londres que informó el 31 de julio de 1956 que los británicos estaban resueltos a utilizar la fuerza y a continuación se produjo un duelo entre Eden y Dulles, enemigos desde la crisis de 1954 en Indochina, en el que Eden hacía maniobras con vistas a obtener la aprobación estadounidense para emprender una política más atrevida, y Foster Dulles trataba de esquivar el asunto para ganar tiempo. En un primer momento, británicos y franceses, con el apoyo estadounidense, con· vacaron una conferencia de las principales naciones usuarias del canal en Londres y presentaron en ella un plan para crear un nuevo consejo de explotación que garantizase el control internacional del canal. La conferencia no aprobó por unanimidad este plan, al que se acusó de ser una injustificable violación de la soberanía egipcia. De todas formas, el primer ministro australiano Robert Menzies y cuatro miembros más, en representa· ción de la opinión mayoritaria, fueron a El Cairo a presentar el plan a Nasser, que lo rechazó y señaló que el canal estaba funcionando con normalidad. Acto seguido Foster Dulles, quizá solamente para lograr que las conversaciones continuasen y evitar la gue· rra, propuso crear una Asociación de Usuarios del Canal de Suez facultada para organi· zar convoyes y cobrar derechos de tránsito a los barcos que los integrasen. Este plan sedujo a los británicos, que vieron en él una oportunidad de hacer pasar un convoy a través del canal enfrentándose a la oposición egipcia y pudiendo culpar de ese modo a Egipto a los ojos de los estadounidenses. Foster Dulles, que dio muestras de un constan· te pragmatismo a lo largo de toda esta fase, asestó un golpe mortal al plan cuando sos· pechó que Gran Bretaña y Francia podrían utilizarlo para abrir fuego e iniciar la con· frontación; señaló que el gobierno estadounidense no tenía poder para obligar a los capitanes de los barcos americanos a pagar derechos de tránsito a la asociación en vez de al gobierno egipcio. Gran Bretaña y Francia llevaron entonces la disputa al Consejo de Seguridad al tiempo que declaraban explícitamente que se reservaban el derecho a hacer uso de la fuerza. Cuando el Consejo se reunió, el 5 de octubre; Egipto propuso negociaciones mientras que Gran Bretaña y Francia presentaron un plan para el con· trol internacional del canal. Las negociaciones extraoficiales que se llevaban a cabo al margen del Consejo hicieron sustanciales progresos, pero Egipto persistió ¡;n su negati· va a aceptar el control internacional y el plan anglo-francés fue derrotado por un veto soviético. Durante estos meses, los franceses se habían ido exasperando progresivamente con los británicos. Se habían organizado comandos conjuntos anglo-franceses a comien· zos de agosto, pero las perspectivas de actuacióri de las tropas, que se iban congregando lentamente, se redujeron ante las dudas y vacilaciones de los británicos que, por una parte, deseaban moverse a compás de los franceses pero, por otra, estaban deseosos de no enturbiar sus buenas relaciones con los estadounidenses. A finales de septiembre o a principios de octubre, los franceses comenzaron a volver a su antigua línea de cooperación con Israel, de la que les había apartado el aliciente de una ope· ración conjunta anglo-francesa como réplica a la nacionalización de la compañía del canal. Israel tenía excelentes razones para desear entrar en guerra contra Egipto. Las incursiones a Israel por parte de los fedayines, con base en la península del Sinaí, se habían hecho más audaces y frecuentes. Empezaba a ser demasiado peligroso cultivar las tierras próximas a la frontera y al gobierno israelí temía atropellos incluso dentro de las ciudades situadas en esa zona. Sólo un gesto espectacular podía poner término a

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estos golpes criminales. Además, Israel deseaba romper el bloqueo del golfo de Akaba impuesto por los árabes, y obtener así una salida segura a los países de Asia y África desde el puerto de E_ilat que languidecía en el extremo del golfo; incluso los enlaces aéreos de Israel con Africa eran inseguros. La apertura del estrecho de Ttrán, a la entrada del golfo, compensaría a Israel de la negativa egipcia a permitir que los barcos con destino a ese país o procedentes de él utilizasen el canal de Suez. Pero las posibilidades de Israel no estaban a la altura de sus intenciones. Los nuevos bombarderos rusos de Egipto estaban en disposición de bombardear las ciudades de Israel y causar el pánico de los más recientes inmigrantes, no acostrumbrados todavía a la vida en un Estado asediado. Las fuerzas aéreas de Israel apenas eran capaces de defender estas ciudades ni siquiera con sus nuevos cazas franceses, o de proteger a las fuerzas terrestres que ope~ raban en pleno desierto, y eran desde luego totalmente incapaces de bombardear los aeródromos egipcios e impedir así que los aviones egipcios pudieran despegar. Por consiguiente, cuando los franceses volvieron una vez más a la idea de un ataque israelí a Egipto 1 para el que ellos habían estado suministrando armamento, se encontraron con que los israelíes querían algo más que armas. Querían una activa participación de Francia en la guerra mediante unidades de las fuerzas aéreas francesas estacionadas en los aeródromos israelíes para la defensa de las ciudades de Israel, y querían asimismo la partidpación beligerante de Gran Bretaña y el bombardeo de los aeródromos egipcios por parte de los únicos bombarderos con base en la zona capaces de realizar dicha tarea, es decir, los bombarderos británicos que utilizaban las bases británicas de Chipre. Los franceses se esforzaron por concebir y organizar esta operación tripartita combinada y lo lograron. Durante el mes de octubre, ministros franceses comunicaron el plan de Israel a ministros británicos; particularmente importante fue al parecer una reunión celebrada en París el 16 de octubre entre Mollet y Pineau, Eden y Lloyd, sin que ninguna otra persona estuviese presente. Los ministros británicos, sin embargo, eran reacios a embarcarse en una colaboración con Israel que no fuese absolutamente encubierta, a causa de las repercusiones que podría tener en el mundo árabe. Pero Ben Gurión insistió en obtener un compromiso formal por parte de Gran Bretaña, de la que no se fiaba, y lo consiguió en una reunión secreta celebrada en Sevres en la que, el 23 o el 24 de octubre, el ministro británico de Asuntos Exteriores se encontró con los ministros francés e israelí, autorizando a continuación la firma de un tratado tripartito secreto. Al llegar a este punto, el comandante en jefe israelí alteró sus órdenes de combate, según las cuales estaba prevista una incursión israelí de fuerza similar a la de otras anteriores pero de mayor alcance, y en lugar de ello propuso enviar sus fuerzas a mitad del desierto dando por supuesto que los ataques británicos a los aeródromos egipcios harían a las tropas inmunes a un ataque aéreo. Israel atacó el 29 de octubre y recibió en efecto el previsto apoyo de Gran Bretaña y Francia (los franceses impidieron también que la flota egipcia atacase la costa israelí}, pero en cualquier caso las fuerzas aéreas egipcias estaban incapacitadas puesto que los rusos, que ejercían aún el control operativo de los llyushin-28, ordenaron a sus pilotos que abandonasen la zona de combate. Gran Bretaña y Francia dirigieron también un ultimátum a Israel y a Egipto conminando a ambas partes a que retirasen sus tropas a una distancia de diez millas del canal. Se trataba de un ardid cuyo objetivo era mantener la ficción de que Gran Bretaña no estaba en convivencia con Israel. Ninguna de las dos partes hizo caso del ultimátum, Egipto porque el canal a lo largo de sus 161 km discurría dentro de sus propias fronteras, e Israel porque sus fuerzas esta·

ban a cierta distancia del canal y no tenían intención de desplazarse hasta allí. El 2 de noviembre la campaña israelí prácticamente había concluido, una vez cumplidos sus principales objetivos: el desmantelamiento de las bases de los fedayines, la apertura del estrecho de Ttrán y una resonante victoria sobre Egipto. Unas cuantas horas después del ataque inicial israelí, el Consejo de Seguridad se reunió para considerar una resolución estadounidense requiriendo a los israelíes para que retrocediesen a sus fronteras. Gran Bretaña y Francia vetaron esta resolución pero la Asamblea General, convocada en virtud de la resolución «Uniéndose por la Paz» (un procedimiento adoptado en 1950 por iniciativa occidental para capacitar a la Asamblea a considerar y hacer recomendaciones sobre asuntos en los que el Consejo de Seguridad se encontrase incapacitado por un veto), adoptó en las primeras horas del día 2 de noviembre un llamamiento instando al inmediato cese de la lucha. En la ONU, un pequeño grupo en el que estaban integrados el secretario general, Dag Hammarskjold, y el ministro canadiense de Asuntos Exteriores, Lester Pearson, hizo esfuerzos por detener el inminente ataque anglo-francés a Egipto por tierra y mar (que, a diferencia del israelí, no se había lanzado todavía) y por recuperar el control sobre una situación alarmante imponiendo un alto el fuego y enviando a una fuerza pacificadora internacional a la zona. El ataque anglo-francés comenzó con un lanza· miento de paracaidistas el 5 de noviembre. Al día siguiente una flota procedente de Malta desembarcó tropas, pero ese mismo día Gran Bretaña proclamó el alto el fuego y Francia, tras cierta vacilación, suspendió también las operaciones. La decisión británica fue resultado de un cúmulo de presiones, de las cuales una fue decisiva. En Gran Bretaña, a diferencia de Francia, las opiniones estaban divididas. La oposición parlamentaria, gran parte de la prensa y una porción sustancial de la opinión pública eran contrarios a la política del gobierno. El propio partido del Eden y en general la mayoría del país le apoyaban incondicionalmente salvo en lo relativo al uso de la fuerza, que nunca contó con un apoyo popular mayoritario. La existencia de dudas en el senó del propio gobierno era del dominio público. Los miembros independientes de la Commonwealth también estaban divididos; Australia y, con menos entusiasmo, Nueva Zelanda, apoyaban a Eden, pero no así Canadá y los dominios más recientes (por aquel entonces no había aún miembros africanos independientes}. Esta oposición, sin embargo, había sido prevista y no tenida en cuenta, y por esta razón se omitieron los procedimientos habituales de consulta a la Commonwealth y se mantuvo al margen y en la ignorancia a los gobiernos de dicha comunidad, así como a los veteranos asesores del Whitehall y a todos los embajadores británicos en el extranjero pertinentes; Pero la razón decisiva para suspender la operación fue el no haber logrado el respaldo estadounidense y el no haber comprendido lo que la oposición norteamericana significaba. El ataque a Egipto dio lugar a la mayor crisis financiera de Gran Bretaña desde 1945. Haciendo balance, Gran Bretaña resultó haber perdido 400 millon~s de dólares durante el último trimestre de 1956. Las retiradas de fondos ascendieron probablemente a 600 millones, pero quedaron parcialmente compensadas por unas cuantas entradas excepcionales que se ingresaron durante el trimestre. La libra esterlina estaba en buena situación y las reservas eran más que adecuadas para fines ordinarios, pero pérdidas de esta magnitud sólo podían soportarse durante contadas semanas sin recurrir a la ayuda externa para preservar el valor de cambio de la libra. Quedó claro que Gran Bretaña tendría que pedir dinero prestado para salvar la libra (que, al margen de la guerra, no

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estaba amenazada) y que ni Estados Unidos ni el FMI prestarían las sumas necesarias hasta que suspendiese la lucha. Gran Bretaña no podía mantener una divisa intemacional y al mismo tiempo llevar a cabo independientemente una política exterior agresiva. Había en estos cálculos otro elemento subsidiario que es posible que tuviera algún efecto sobre determinada gente. Se trataba de la entrada en escena de los rusos: hasta el 5 de noviembre, los rusos estuvieron demasiado ocupados en sofocar la rebelión húngara corno para tornar parte en los asuntos de Oriente Medio, pero en esa fecha propusieron a Washington una acción conjunta para obligar a Gran Bretaña y a Francia a desistir de su ataque y amenazaron vagamente con utilizar cohetes contra estas dos potencias. También señalaron que podrían autorizar la salida de voluntarios hacia Oriente Medio, pero las declaraciones en este sentido sólo se hicieron una vez que hubieron cesado las hostilidades, salvo en una ocasión en que Kruschev, durante una recepción diplomática ofrecida en Moscú, hizo observaciones sobre los voluntarios de las qu\! la prensa soviética no se hizo eco. La amenaza rusa de utilizar cohetes fue contrarrestada con una amenaza estadounidense de tornar represalias, a raíz de lo cual no se volvió a oír hablar de este asunto. Con su intervención, los rusos obtuvieron una considerable victoria propagandística en el mundo árabe; es muy improbable que en algún momento hubieran pretendido otra cosa. ·

De Suez a la muerte de Nasser

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La guerra de Suez elevó mucho el prestigio de Nasser. No fue hasta 1954 cuando consiguió el liderazgo en Egipto. Suez le confirmó en esa posición y le convirtió en un líder popular y en un dirigente militar. Había sabido conservar la serenidad y la digni· dad, había logrado salir indemne de una violenta embestida imperialista y de una inva· sión israelí, y había demostrado su poder en el mundo árabe en un momento en que incluso el Irak de Nuri se había visto en la obligación de condenar la acción británica y de proponer la expulsión de Gran Bretaña del Pacto de Bagdad. Jordania también rechazó sus tradicionales vínculos con Gran Bretaña y las subvenciones que venían apa· rejadas, denunció su tratado cori el Reino Unido y se adhirió en su lugar a la alianza sirio-egipcia de 1955 (a la que también pertenecían ahora Arabia Saudí y Yemen). Nas· ser conservó el canal y demostró que sabía cómo explotarlo, consiguiendo asimismo la presa. Los estadounidenses, a los que se podía hacer responsables de haber precipitado todo el asunto al abandonar el proyecto de la presa, habían tenido que acudir en ayuda de un régimen al que ostensiblemente habían dejado de admirar y el resultado fue que al final se encontraron con que se habían quedado sin política. Los rusos reivindicaron con júbilo para sí mismos todo el mérito, sacando buen provecho de él, y fueron ellos los que se comprometieron a financiar la presa, en lugar de los estadounidenses y britá· nicos. Cuando todavía resonaban los ecos del conflicto, Estados Unidos trató de empren· der una nueva vía a través de lo que vino a llamarse la Doctrina Eisenhower. Era una aventura que partía del supuesto de que la derrota de Gran Bretaña había hecho indispensable que Estados Unidos tornase algún tipo de iniciativa, y de que la decadencia del poderío británico había creado un vacío que debía llenar Estados Unidos si no se que· ría que lo llenase la URSS. Iban a desembolsarse de 400 a 500 millones de dólares en dos años en forma de ayuda económica y militar a bien dispuestos y complacientes receptores que quisieran suscribir acuerdos con Estados Unidos autorizando e invitando al uso de armamento estadounidense para proteger la integridad e independencia de los signatarios en caso de que fuesen amenazados con una abierta agresión por parte de

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cualquier nación controlada por el comunismo internacional. No se esperaba que ni Egipto ni Siria concertasen ningún acuerdo con Estados Unidos en estos términos, pero el presidente Eisenhower mandó a un enviado especial a hacer una gira por Oriente Medio para conseguir tantos adeptos como fuera posible. Su único éxito lo logró en el Líbano, donde, más por cortesía que por entusiasmo, un líder cristiano concertó el acuerdo pertinente e iba a lamentar más tarde esta decisión. El rey Saud de Arabia Saudí tuvo también una actitud cortés y realizó una visita a Washington, pero eludió la firma de acuerdo alguno. En Jordania hubo disturbios antiestadounidenses. La doctrina Eisenhower era una nueva versión del antiguo plan de construir un frente antisoviéti· co en Oriente Medio, y su fracaso se debió a la difusión del neutralismo entre los árabes que, especialmente después de la lección de la guerra de Suez, se dieron cuenta de que no estaban ya indefensos frente a las grandes potencias extranjeras y de que la decadencia de Gran Bretaña no iría seguida de ninguna otra nueva dominación extranjera.

Durante los últimos años de la década de los cincuenta, estadounidenses y rusos hubieron de aprenderse bien esta lección. Para los rusos la prueba se presentó en Siria y luego, de manera más decisiva, en Irak, donde los acontecimientos parecían ofrecer oportunidades para la intervención según el modelo clásico pero que trajeron, por el contrario, desilusión. Los trastornos ocurridos en estos dos países dieron a Moscú la posibilidad de establecer alianzas e incluso bases en Oriente Medio desde las que poder ejercer el poder a la manera imperialista. Siria, de donde en 1957 llegaban informes de un comunismo en expansión, concertó acuerdos de naturaleza tanto económica como .militar con la URSS, expulsó a tres diplomáticos estadounidenses y llevó a cabo una depuración en el ejército. Turquía, inquieta por estos alarmantes indicios, concentró fuerzas en sus fronteras meridionales. Egipto envió tropas que fueron aclamadas a su llegada a Damasco. Durante un tiempo la tensión disminuyó, pero en enero de 1958 algunos oficiales sirios fueron a Egipto y pidieron a Nasser que declarase una unión entre los dos países para evitar la toma del poder por los comunistas en Damasco. Entre los nacionalistas panárabes del partido sirio Baath había cundido la alarma ante la creciente influencia de los rusos y del principal y un tanto solitario comunista sirio Khaled Bakdash. Puesto que preferían antes a los egipcios que a los comunistas, instigaron una jugada política que Nasser, aunque turbado y vacilante, no se sintió capaz de rechazar al serle presentado el argumento de que una negativa egipcia no dejaría alternativa al comunismo. El 1 de febrero de 1958 se proclamó la creación de una República Árabe Unida, compuesta por Egipto y Siria. Yemen quedó más o menos vinculado a ella en marzo. Los monarcas hachemitas de Irak y Jordania respondieron constituyendo una Federación Árabe. Esta unión fue, no obstante, poco sólida y de corta duración, puesto que el 14 de julio de aquel mismo año el rey Feisal 11, el ex regente y otros miembros de la familia real, así como Nuri al-Said, fueron asesinados en el curso de un levantamiento militar dirigido por los generales Aref y Kassim. Entre los revolucionarios había comunistas cuya presencia en los órganos del poder alarmó a Occidente y complació a los rusos. Los estadounidenses y los británicos, consternados por esta revolución en el corazón del Pacto de

Bagdad, desplazaron inmediatamente fuerzas al Líbano y a Jordania para impedir que se extendiera el conflicto. El presidente del Líbano, Camille Chamoun, invocó la doctrina Eisenhower, y el rey Hussein de Jordania el tratado anglo-jordano. La intervención británica en Jordania salvó a la monarquía en un momento en que su caída hubiese producido desórdenes dejando al país a merced de un ataque de Israel. En el Líbano había ya una guerra civil en curso que estaba amenazando el equilibrio religioso en que se habían basado durante décadas la vida y la prosperidad del país. El gobierno libanés había recurrido a las Naciones Unidas en mayo, pero para el mes de julio, fecha en que se produjo la revolución en lrak, los peligros de una creciente lucha civil y religiosa habían llegado a ser tan grandes que los marines enviados allí por el presidente Eisenhower fueron recibidos favorablemente por una amplia mayoría. En ambos países la intervención extranjera fue, pues, un factor estabilizador que no se recriminó a los países interviniéntes, especialmente por haberse esforzado éstos en retirarse rápidamente con la ayuda de Hammarskjold. En el Líbano un nuevo presidente, el general Fuad Shehab, miembro de una antigua familia maronita, logró restablecer el equilibrio tradicional del país. La revolución de Bagdad parecía a primera vista un eslabón más en la cada vez más larga cadena de oportunidades para los rusos en la que había que incluir la hostilidad árabe al Pacto de Bagdad, el convenio de armamento checo, la guerra de Suez, la financiación de la presa de Asuán, la asistencia rusa a la conferencia afroasiática de El Cairo en diciembre de 1957, y una visita realizada por Nasser a la URSS en abril-mayo de 1958. lrak abandonó el Pacto de Bagdad (que fue rebautizado con el nombre de Organización del Tratado Central-CENTO-y que trasladó su sede a Ankara). Pero el propio Kassim no era comunista y su mandato, que duró hasta que fue asesinado en febrero de 1963, se vio obstaculizado por una ineficacia general y por incitar a una revuelta kurda en el norte. Dependía en parte de los comunistas pero obtuvo un éxito mucho menor que Sukarno, en circunstancias similares, en la tarea de desenvolverse entre las fuerzas comunistas y nacionalistas -mutuamente hostiles- que le habían llevado al poder y, tras un período de gran caos, los comunistas no lograron consolidar ni mejorar su posición ventajosa e Irak se convirtió también en un Estado más o menos neutralista en el que la URSS era tan mal acogida como cualquier otra gran potencia. Los rusos, que habían t.enido cuidado de no ofender a los nacionalistas comprometiéndose con los comunistas, tuvieron que tragarse su desilusión y se adaptaron al temperamento del mundo árabe. Volvieron también a un terreno que les era más familiar. En 1959 trataron de inducir sin éxito al sha de Irán a abandonar el campo occidental, y comenzaron a mostrar interés por mejorar sus relaciones con Turquía tras la caída de Menderes en 1960, intento éste en el que iban a ser ayudados más tarde por la decepción de Turquía ante la negativa estadounidense a permitir la invasión turca de Chipre. La URSS reconoció a Kuwait en 1963 y a Jordania en 1964, y la presencia de Kruschev en la inauguración de la presa de Asuán en 1964 reafirmó la utilidad de la presencia rusa en el mundo árabe. La revolución iraquí provocó también la intervención de China en los asuntos de Oriente Medio o, según la terminología china, Asia occidental. Hasta este momento, los intereses estadounidenses y rusos en Oriente Medio habían sido abiertamente antagónicos. La política rusa en Irán en 1945, por una parte, y, por otra, la doctrina Truman, el Pacto de Bagdad, las bases americanas en Dhahran (Arabia Saudí} y en Weelus Field (Libia}, y la VI Flota de los EE.UU. en el Mediterráneo, hicieron que Oriente Medio pareciese un anexo de la guerra fría. En 1956, sin embargo, estadounidenses y rusos se habían puesto de acuerdo sobre la necesidad de desbaratar los planes de los británicos y

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LA REVOLUCIÓN IRAQU!

los franceses en Suez, y los rusos habían propuesto incluso una acción conjunta ruso-estadounidense; y, en la situación creada tras la revolución iraquí de 1958 surgió cierta perspectiva de un acuerdo expreso o tácito entre las dos superpotencias, un reconocimiento de que las dos tenían legítimos intereses en Oriente Medio y que algunos de estos intereses podían ser coincidentes. Este acuerdo no fue del agrado de los chinos, y cuando se propuso una conferencia internacional sobre asuntos de Oriente Medio, Pekín se opuso a que tuviese lugar dicha conferencia sin la participación china. La conferencia no llegó a celebrarse nunca. Aunque la eficacia c;hina en Oriente Medio era mínima, China comenzó a aventurarse en esa zona en 1958. Mantuvo una política exclusivista al conceder apoyo por su cuenta a los comunistas iraquíes cuando, sin embargo, los rusos abogaban por una política de bloque; defendió a los comunistas encarcelados en Egipto, asunto al que los rusos estaban haciendo oídos sordos; prestó cierta ayuda a los republicanos del Yemen¡ y, adoptando una actitud más antiisraelí que los rusos, China recibió al líder palestino árabe Ahmed Shuqueiri en Pekín casi con los honores de un jefe de Estadoy le prometió ayuda militar. Zhou En-lai visitó El Cairo en diciembre de 1963 y de nuevo en abril de 1965. Pero los chinos no demostraron ser mucho más estimados que otros extranjeros. Dentro del propio mundo árabe, la revolución iraquí, de la que se esperaba equivocadamente que adelantara la desaparición de la monarquía jordana, creó un nuevo modelo, transformando a lrak de monarquía tradicional en república revolucionaria. Pero el derrocamiento de la monarquía dio lugar a décadas de inestabilidad política en las que los polítii:os civiles y el poder militar predominante padecían disensiones internas además de estar enfrentados entre sí. Los primeros líderes civiles, Abdul Karim Kassim y Abdul Salem Aref, eran mutuamente hostiles y mantenían diferencias sobre muchos temas,_ principalmente las relaciones con el Egipto de Nasser y con la floreciente República Arabe Unida. El Baas, uno de los principales partidos civiles, era hostil a Kassim, y éste intentó por ello utilizar a los comunistas para contrarrestarlo, pero fracasó. El Baas intentó matar a Kassim en 1959, consiguió su destitución en 1963 y nombró a Aref, más como figura decorativa que ejecutiva, para la presidencia. Un año más tarde, sin embargo, Aref se hizo con plenos poderes en un régimen militar abierto. En 1966 murió en accidente y le sucedió su hermano Abdul Rahman Aref, menos firme que él. Al cabo de otros dos años el Baas retomó el poder, decidido a corregir el equilibrio entre civiles y militares, si bien bajo la presidencia del general Hassan Bakr. Pero los políticos del Baas fracasaron. Apoyado por el nuevo presidente, Saddam Hussein se dispuso a crear un poderoso y moderno ejército profesional, y a convertir a lrak en una autocracia totalita· ria controlada por él mismo y por su extensa familia. Los planes de Saddam Hussein para lrak no eran, sin embargo, meramente familiares, ya que también aspiraba a emplear la base de su poder personal como motor de una nación-Estado que se convirtiera en actor principal en Oriente Medio, a través del poder militar, de la riqueza económica y del sen· timiento nacionalista; durante unos años intentó atraer a chiítas y sunníes.

En el transcurso de los primeros años de la década de los sesenta, el prestigio de Nas· ser comenzó su declive desde el punto culminante alcanzado después de Suez. La caída de la rama más antigua de la casa real hachemita no había reportado ninguna ventaja a

Egipto. La unión con Siria no fue un éxito: Egipto y Siria no tenían fronteras comunes; Nasser y el Baas tenían muy poco en común al margen de un socialismo superficial, y la afluencia de egipcios a Siria y la política de Nasser de reforma agraria y de obligar a todos los partidos políticos a fundirse en un único movimiento o frente, crearon tensiones en una unión que había sido desde el principio un casamiento a la fuerza; los sirios cambiaron de dirección y volvieron a la idea de que una unión con lrak les convenía más (especialmente después de que el Baas iraquí ayudase a expulsar a Kassim). En 1961 una revolución derechista de corta vida en Siria provocó la disolución de la unión. En Yemen, vagamente vinculado a la República Árabe Unida de.sde el principio, un intento de derrocar el imanato e instaurar una república condujo a una guerra civil en la que Nasser respaldó al líder republicano y general de brigada Salla!, sin darse cuenta de que de esta forma se estaba complicando y embrollando en los asuntos del Yemen por un período de varios años y destinando finalmente tropas cuya cifra ascendió a la friolera de unos 50.000 ó 60.000 soldados. El imán era por otra parte ayudado por Arabia Saudí, de modo que la guena civil yemení empezó a adquirir el carácter de una contienda entre dos de los principales estados árabes. Transcurridos dos años, ambos contendientes consideraron infructuoso el esfuerzo bélico y en 1965 Nasser viajó a la capital saudí de Riyadh para reunirse con el rey Faysal (un miembro de la casa real relativamente progresista que había desplazado a su hermano Saud el año anterior), puso fin a la guerra civil e incluso llevó a cabo una aproximación entre Egipto y Arabia Saudí, protagonistas, respectivamente, de las tendencias opuestas socialista y tradicionalista en el mundo árabe. A comienzos de este mismo año, Nasser había iniciado también un acercamiento a Jordania. Este resurgimiento del tema de la unidad árabe probablemente se debía por lo menos tanto al temor en relación con los planes de Israel de desviar las aguas del río Jordán como al cansancio bélico en el Yemen. Un proyecto estadounidense en 1955 para una distri· bución equitativa de estas valiosas aguas había sido rechazado por los árabes utilizando para ello argumentos políticos, después de lo cual Israel había comenzado a construir obras de ingeniería que llevarían el agua desde la región de Galilea en el norte hasta el desierto del Néguev en el sur. Israel sostenía que la cantidad de agua que debía extraerse de la corriente principal del Jordán no excedería el cupo asignado a Israel en el plan de 1955 ni dejaría la cuenca inferior del río con un nivel de salinidad indebido. Los árabes negaban la veracidad de ambas afirmaciones. T~mbién se dieron cuenta de que las obras de ingeniería israelíes entrarían en funcionamiento en 1964 y en enero de ese año convocaron una conferencia en El Cairo, a la que asistieron tanto las monarquías tradicionalistas como las repúblicas progresistas para concertar medidas de respuesta. Estas medidas comprendían el desvío de dos de los afluentes del Jordán, el Hashani, en el Líbano, y el Banias, en Siria, este último en puntos a la vista y al alcance de la frontera israelí; incluían también la creación de un alto mando árabe conjunto que, con una ambivalencia provechosa, podía interpretarse bien como un medio de evitar ataques israelíes en los lugares donde se efectuaban las obras de Banias, o bien como una forma disimulada de impedir que los sirios -los más imprevisibles y volubles de los aliados árabes-- emprendiesen alguna acción por su propia cuenta; y, en tercer lugar, las medidas árabes en respuesta a los israelíes incluían la promoción de los árabes palestinos a una condición que se aproximaba al status soberano, con una Organización de Liberación, un ejército y un cuartel general en Gaza. Esta unidad de los países árabes era, sin embargo, imperfecta. Para el rey Hussein las pretensiones de los palestinos suponían una amenaza de desmembración del Esta·

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EL DECLIVE DE NASSER

do jordano y de destrucción de la monarquía. Siria, Líbano y Jordania se oponían a la idea de tener tropas egipcias estacionadas en sus territorios. Faysal resultó ser un dudoso aliado. No sólo se quedó en nada el acuerdo de 1965 sobre el Yemen, sino que Faysal comenzó a crear un bloque tradicionalista o islámico dentro del mundo musul. mán. Realizó visitas al sha de Irán y a Hussein y solicitó armamento a Occidente en cantidades alarmantes. Así pues, a pesar de las conferencias panárabes de Alejandría en 1964 y de Casablanca en 1965, la unidad árabe y el papel de Nasser como líder y promotor de la misma se vieron debilitados en estos años.

En la década posterior a la guerra de 1956, Israel disfrutó de sus ganancias sin confirmarlas. La tranquilidad de la frontera egipcia conseguida con la extirpación de los fedayines se mantuvo, y durante algún tiempo también estuvieron tranquilas el resto de las fronteras de Israel. Eilat floreció, creciendo hasta convertirse en un próspero puerto de más de U.000 habitantes, cuando antes no era más que una pequeña ciudad de menos de 1.000, y manteniendo relaciones comerciales con una gran parte del mundo al tiempo que hacía inofensivo el permanente bloqueo del canal de Suez. El belicoso espíritu de Israel también se mantuvo, lo que unido a su capacidad técnica le situaron en posición de convertirse en una potencia nuclear si así lo deseaba. Aunque los árabes continuaron hablando sin cesar de eliminar a Israel, algunos creían que era sólo una máscara que encubría la secreta convicción de que Israel estaba allí y allí se quedaría. La confianza de Israel en su propia fuerza y las divisiones de sus enemigos se vieron reforzadas en un segundo momento por la continuación de la alianza franco-israelí que había precedido a la gue· rra de 1956 y por los nuevos compromisos de Estados Unidos y Gran Bretaña, así como de Francia, que vinieron a continuación. Estos estados declararon en marzo de 1957 que consideraban el estrecho de Tirán como una vía navegable internacional y que tomarían medidas para asegurar el libre tránsito a través de él hasta el golfo de Aqaba. (Los estre· chos eran indudablemente aguas territoriales pero el derecho internacional exigía a las potencias ribereñas que permitieran el tránsito inofensivo a todos los navíos a través de dichos estrechos si éstos conducían a aguas no territoriales o al territorio de otro Estado.) Hasta 1967, por tanto, hubo ciertas esperanzas de que la tercera fase del conflicto ára· be-israelí pudiera aplazarse sine die, pero al llegar ese año las crecientes amenazas de Siria y de la organización terrorista Al Fatah apoyada por Siria habían modificado el clima. Un ataque israelí sobre Siria, que conduciría posiblemente a una guerra tanto con Siria como con Egipto, llegó a ser un asunto sobre el que se especuló. La respuesta de Israel a las incursiones de Al Fatah, que comenzaron en 1956, fue la de represalias masivas y a la luz del día con unidades regulares del ejército contra pueblos de Jordania y del Líbano desde los que se habían acometido estas incursiones. Las embestidas y ataques empren· didos a través de la frontera siria presentaban mayores problemas porque la configuración del terreno favorecía a los sirios y también porque no existían objetivos limitados y espe· cíficos para las fuerzas israelíes¡ una expedición dentro de Siria hubiera constituido una abierta promenade militaire sin una meta precisa que no fuera Damasco. El peso de las medidas que Israel llevó a cabo como respuesta recayó por tanto sobre Jordania, fundamentalmente en el curso de una incursión al pueblo de Es Samu, en noviembre de 1966, en la que dieciocho jordanos resultaron muertos y gran parte de la ciudad destruida.

Las maniobras egipcias que dieron lugar al inicio de la tercera fase de la guerra fueron impulsadas en gran medida por la situación de la política siria. El partido Baas, fundado en Siria a comienzos de los años cuarenta como un movimiento panárabe partidario de un socialismo laico y de tibias reformas -no antirreligioso pero sí opuesto a la injerencia de los mullahs en la política y al fanatismo de todo tipo- se había fundido en 1950 con el Partido Socialista árabe, de izquierdas. Se disolvió (en Siria) en 1958 tras la unión con Egipto, pero estaba aliado con un grupo del ejército dirigido por el general Salah Jedid, un alawí. Los alauitas, grupo derivado de los chiítas, una de las principales comunidades de Siria, fuertes en la parte occidental del país, de los que desconfiaban los ortodoxos sunníes, los drusos y los cristianos, habían sido favorecidos por Francia duran· te su mandato. El grupo alawí, dominante en el ejército, estableció una activa asociación con los civiles del Baas¡ los elementos marxistas y ateos del ala izquierdista del Baas perturbaron esta asociación pero, por otra parte, a los líderes militares les resultaba conveniente la inclinación antiparlamentaria de esta ala izquierdista y se las ingeniaron en cualquier caso para conseguir el control de gran parte de la organización provincial del Baas. En 1996, Jedid dirigió un golpe militar pero perdió gradualmente terreno frente a su ministro de Defensa, más sutil, el general Haffiz Assad. En 1970, Siria se encontraba en un dilema (especialmente grave, ya que no tenía más aliados que Argelia) debido al conflicto entre el rey Hussein de Jordania y su ejército, por un lado, y los palestinos, acampados en Jordania y de quienes se sospechaba que pretendían tomar el país, por otro. Los palestinos pidieron la ayuda siria, algo que Jedid estaba deseoso de conceder. Assad, sin embargo, más circunspecto, envió tanques, pero no aviación, y los jordanos consiguieron frenar a los desprotegidos tanques y obligarlos a retroceder. Mientras Jedid intentó culpar de esta humillación a Assad, éste dio un golpe de Estado, encarceló a Jedid, y lo mantuvo en prisión hasta su muerte, veinte años más tarde. Al mismo tiempo, Jedid se vio amenazado por el escándalo provocado por la publicación de un artículo ateo que originó manifestaciones contra su gobierno. Impaciente por desviar estos ataques, el gobierno trató de echar la culpa a los sionistas y a los esta· dounidenses, a los que acusó de inventar mentiras para destruirlo. Los rusos, alarmados ante la posibilidad de que la caída de Jedid acarrease una reacción conservadora, fornen· taron la historia de que Siria era víctima de una amenaza exterior. Lo mismo hicieron por razones semejantes los palestinos. El grito de alarma cundió y fue recogido por todo el mundo árabe, e incluso los reyes faysal y Hussein fueron inducidos a protestar y prometieron ayuda. Se habló de que Israel había trasladado tropas a la frontera siria; noticia que en un principio se pensó que habría llegado a Siria desde el Líbano, pero es posible que fueran los rusos los que se la comunicaran a los sirios. En Israel, el embajador soviético rechazó una invitación para ir al lugar de la supuesta concentración de tropas y comprobar por sí mismo que no se había producido ningún movimiento. En este clamor, Nasser no había ocupado en absoluto el primer puesto. No le gus· taba el gobierno sirio pero no podía mantener una actitud contraria a la corriente del sentimiento árabe y, como en 1958, no estaba bien informado de cuál era la verdadera situación dentro de Siria y temía que el gobierno de este país estuviera realmente a punto de caer y de ser sustituido por otro que le gustase todavía menos. Su prestigio en el mundo árabe se había visto disminuido durante los últimos años, sobre todo como consecuencia de su fallida aventura yemení¡ jordanos y saudíes le reprochaban sarcásticamente su inactividad; poco a poco se convenció de que debía hacer algo, así que salió a la palestra. El 16 de mayo presentó una demanda de retirada de la Fuerza

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1967: LA TERCERA FASE

de Emergencia de la ONU (UNEF) que había permanecido en el Sinaí desde 1957, y envió tropas para hostigar las posiciones de la ONU. Dos días después, al haber sido rechazada su demanda por el comandante de la ONU que alegó no tener autoridad para considerarla, Nasser reiteró la misma petición a U Thant. Tras consultar a su comité de asesoramiento sobre la UNEF, U Thant accedió, y el día 23 las fuerzas de la ONU se retiraron en Sharm esh-Sheikh, dejando a Egipto con el control del estrecho de Tirán. El día anterior, Nasser había declarado que el estrecho se cerraría para los barcos en los que ondease bandera israelí y para el contrabando de guerra en cualquier barco (pero no para el comercio israelí en barcos no israelíes). las maniobras de estos días crearon un claro peligro de guerra entre Egipto e Israel. Los problemas de Siria se rebasaron. En 1957, Israel se había retirado de Sharm eshSheikh confiando en las promesas occidentales de que se garantizaría el libre tránsito a través del estrecho, cuya apertura había sido uno de los primordiales objetivos de Israel al emprender la guerra contra Egipto en octubre de 1956. Israel había declarado que el cierre del estrecho constituiría un casus belli y el día que las tropas de la ONU se marcharon, el primer ministro israelí, Levi Eshkol, hizo un llamamiento público a las potencias occidentales para que cumplieran la garantía. Washington y Lóndres publicaron relaciones sobre vías navegables internacionales y el ministro británico de Asuntos Exteriores, George Brown, presentó una declaración marítima cuya conexión con la c.risis parecía, sin embargo, remota. De Gaulle propuso conversaciones cuatripartitas, pero los rusos las rechazaron. En las primeras horas de la mañana del día 26, el embajador soviético en El Cairo sacó a Nasser de la cama para advertirle que se anduviera con cuidado, pero las maniobras egipcias habían originado una ola de entusiasmo y de insensato optimismo en el mundo árabe que llevó a Nasser aún más lejos. El rey Hussein llegó a El Cairo para hacer las paces con Nasser, se firmó un pacto defensivo y se estableció un mando conjunto, lrak se unió al pacto pocos días después, tropas egipcias se trasladaron a Jordania. Israel, que había observado las primeras maniobras de Egipto con serenidad, llegó a la conclusión de que el peligro de guerra era real y unas horas después de que lrak entrase a formar parte del pacto egipcio-jordano -tras demorarse, en parte a causa de las presiones estadounidenses, más de lo que algunos miembros del gabinete juzgaban prudente- asestó el primer golpe. La victoria israelí fue inmediata y total. Aunque desde entonces se designó esta guerra con el nombre de Guerra de los Seis Días, de hecho Israel derrotó tanto a Egipto como a Jordania en un plazo de dos días, anexionándose Jerusalén y ocupando todo el territorio jordano al oeste del río Jordán y la pení~ula del Sinaí en su totalidad. Siria fue castigada más tarde pero no menos rápidamente. Nasser, que había vuelto al centro de la escena sólo para hundirse y fracasar de manera más humillante que Faruq veinte años antes, dimitió, pero se encontraron (y fueron ejecutadas) varias cabezas de turco, de fomia que Nasser pudo sobrevivir para acabar por caer en una guerra posterior. Se ha debatido mucho la cuestión de la COITección legal y las consecuencias políticas de la decisión de U Thant de proceder a la evacuación de la UNEF y de hacerlo de forma apresurada. La UNEF se había desplegado con el acuerdo de Egipto, el cual era necesario desde el momento en que la operación se emprendió en virtud del capítu· lo VI y no VII de la Carta de las Naciones Unidas. Pero Hammarskjold había hecho un pacto con Nasser y se suscitó la cuestión de si, mediante este acuerdo, Nasser había hecho en alguna medida dejación del derecho soberano de Egipto a exigir la retirada de dicha fuerza. Se ha alegado por un lado que el sentido y finalidad de la correspondencia Nasser-Hammarskjéild era hacer que sólo se pudiera poner fin al estacionamiento de

la UNEF en suelo egipcio mediante un acuerdo mutuo. Por otro lado se habló de que esta limitación -si es que se pretendía y hasta donde se pretendiese- únicamente tenía validez en tanto en cuanto la UNEF estuviera cumpliendo su función original de lograr el cese de las hostilidades de 1956-1957, función que indudablemente había concluido mucho antes de 1967. (Nunca formó parte del papel de la UNEF el mantener abierto el estrecho de Tirán. Si era de alguien esta obligación, lo era de las potencias occidentales.) Pero cualquiera que pudiera ser la correcta interpretación de los documentos pertinentes, U Thant tenía que considerar también las cuestiones prácticas. Las opiniones de su Consejo de Asesoramiento estaban divididas, las fuerzas de la ONU en campaña estaban siendo forzadas a abandonar sus posiciones, dos de los gobiernos que proporcionaban las fuerzas indicaron que se retirarían cualquiera que fuese la decisión de U Thant. En estas circunstancias no parece que a U Thant le quedase otra salida. Aún admitiendo que su actitud fuese evasiva y dilatoria, como mantenían algunos de los que le criticaban, lo cierto es que de otra forma probablement1~ no hubiera hecho otra cosa más que conseguir que sucumbiesen parte de sus propias fuerzas. Las nuevas conquistas de Israel proporcionaron mayor seguridad al país. Aunque su territorio era ahora mucho mayor, sus fronteras eran más cortas y más fáciles de defender. Sus tropas se quedaron junto al canal de Suez y el estrecho de Tirán, mientras en el norte los imponentes Altos del Galán pasaron de manos sirias a manos israelíes. Pero para la mayoría de los israelíes (aunque cada vez menos, con el paso del tiempo) el objetivo de este nuevo territorio no era mantenerlo, sino utilizarlo para negociar. Israel esperaba tener ahora el poder necesario para obligar a sus vecinos a acordar la paz y a reconocer un Esta· do de Israel con fronteras definidas no muy distintas a las de antes de la guerra. Dejando aparte los detalles estratégicos, la única ganancia a la que Israel tenía la intención de aferrarse con una tenacidad innegociable era Jerusalén, la vieja ciudad cargada de emoción. Durante algunos meses esta actitud prevaleció pero no se vio respaldada por ninguna acción efectiva, a pesar de que muchos observadores pensaban que Egipto y Jordania habían dado señales de buena voluntad para negociar. En agosto, los dirigentes árabes se reunieron en Jartum. Arabia Saudí y Kuwait acordaron compensar a Egipto por las pérdidas derivadas del cierre del canal y a Jordania por las ocasionadas con la conquista de todo su territorio al oeste del río Jordán. Entre otros ingresos, se les indemnizaría con las rentas públicas procedentes de los turistas y de los peregrinos que visitasen Jerusalén. A cambio, Egipto aceptó salir de Yemen y no armar mucho alboroto en relación con la retirada del ineficaz y oneroso boicot que los países productores de petróleo habían impuesto a los consumidores occidentales. Se dio autorización de fomia oficiosa para que, por separado y con carácter secreto, Jordania llevase a cabo conversaciones con Israel. Se sometieron a discusión diversos términos de paz, incluidos el libre tránsito para la bandera israelí a través del estrecho de Tirán y del canal de Suez y el posible reconocimiento egipcio de Israel. Pero este acercamiento por partes no satisfizo a Israel, que continuó inflexiblemente resuelto a la celebración de una conferencia formal de paz y a llevar a cabo negociaciones directas árabe-israelíes sin intermediarios (en oposición a la llamada fórmula Rhodes según la cual las partes habrían de comunicarse entre sí a través de la ONU o de otro mediador). La lucha comenzó de nuevo. La URSS, que había perdido prestigio así como, de manera indirecta, material bélico, decidió proceder al rearme de Egipto. En octubre, los egipcios hundieron un destructor israelí utilizando armas rusas. Al verse incrementado el intercambio de ataques de un lado a otro del canal, Israel resolvió obligar a Egipto a volver a un alto el fuego amenazando con profundas y masivas repre-

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salias, pero Egipto, en lugar de aceptar, pidió a los rusos y obtuvo de ellos más ayuda. La posición rusa en Egipto se vio fortalecida; los estadounidenses por consiguiente se alar· maron. En el frente jordano, los principales cambios efectuados por la guerra fueron, además del desplazamiento de la frontera, la afluencia de más de 250.000 refugiados palestinos a Jordania, una organización más efectiva de las fuerzas guerrilleras palestinas y, como consecuencia, la conversión de Jordania en un blanco esencial de los ataques israelíes. El humillante hundimiento de los ejércitos regulares de los estados árabes había inten· sificado la creencia de los palestinos de que era inútil contar con estos estados para la recuperación de los territorios y derechos que habían perdido en Palestina. Decidieron valerse por sí mismos y, puesto que su causa ejercía un compulsivo atractivo emocional sobre todo el mundo árabe, disfrutaron de un grado de influencia política en las capita· les árabes desproporcionado en relación con su efectividad militar y se creyeron en situación de obstaculizar propuestas de reconciliación con Israel que no se ajustasen a sus demandas irredentistas. Su principal arma era la amenaza de desintegración del reino de Jordania donde, además de constituir más de la mitad de la población, contaban ahora también con fuerzas armadas. Militarmente no suponían una seria amenaza para Israel -una razón más por la que tenían que perseguir sus objetiv~s amenazando a Jordaniapero las tácticas de su guerrilla provocaron represalias de Israel contra los países que les daban asilo. En 1968, una facción de los palestinos empezó a secuestrar aviones. En julio, el avión de las líneas aéreas israelíes El Al fue obligado a aterrizar en Argel, donde se retuvo a los pasajeros israelíes hasta ser finalmente liberados por mediación italiana y, en diciembre, las fuerzas aéreas israelíes destruyeron trece aviones en tierra, en Beirut, como respuesta a un ataque palestino a otro avión de El Al en Atenas. En noviembre de 1967, Gran Bretaña había logrado obtener el apoyo de Estados Unidos, la URSS y Francia para aprobar una resolución del Consejo de Seguridad que condenaba la adquisición de territorios por la fuerza, exigía a Israel que abandonara las tierras recientemente conquistadas y abogaba por un arreglo que incluiría el reco· nacimiento de Israel y un trato justo para los refugiados palestinos. Esta resolución (242/67) fue aceptada por los árabes (con la excepción de Siria) tras ciertas dudas; Israel la rechazó. Esta desacostumbrada solidaridad entre las mayores potencias -que Francia había propiciado infructuosamente desde hacía tiempo- se vio facilitada por el miedo de Washington y Moscú de verse luchando en lados opuestos en un conflicto armado que, afortunadamente para ambas, sólo duró seis días. Las dos superpotencias deseaban la paz en Oriente Medio. Mientras durase el estado de guerra, los estadouni· denses estarían comprometidos, si bien en una medida indeterminada, con Israel, y por consiguiente incapacitados para mejorar sus relaciones con los estados árabes. Por su parte, los rusos podrían mejorar enormemente su posición como potencia de Oriente Medio y perfeccionar las instalaciones y servicios militares que tenían allí. El cese de la ayuda estadounidense a Egipto en 1966 (incluidos alimentos gratuitos en virtud de la Ley Pública 480) había arrojado a este país en los brazos de la URSS antes incluso de los desastres de la campaña de 1967, y había permitido de esa forma a Mos· cú llevar a su punto culminante la conquista de posiciones ventajosas que había comen· zado después de que Eden, con su adhesión al Pacto de Bagdad, y Ben Gurión, con la incursión de Gaza de 1955, hubiesen dado origen a la alianza ruso-egipcia. Los beneficios obtenidos en este breve período hicieron que los rusos se interesaran por la esta· bilidad de Oriente Medio, donde habían llegado a ser algo así como una potencia del

statu quo¡ y el resurgimiento de un poderío palestino independiente, hostil a gobiernos

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árabes que mantenían relaciones amistosas con la URSS, y en parte sustentado por China, amenazaba con complicar los problemas diplomáticos de Moscú si no se alcanzaba la paz. Moscú deseaba también la reapertura del cánal para el paso de suministros a Vietnam del Norte y para su flotilla en el océano Indico. Francia, que no dependía ya del petróleo de Oriente Medio tras la apertura de los yacimientos petrolíferos de Argelia y Libia, había conseguido salir de la órbita israelí en la que el gobierno Mollet le había introducido y, alarmada por el crecimiento del poderío naval ruso en el Mediterráneo oriental y (presumiblemente) en el Mediterráneo occidental, trató de romper el mono· polio soviético en el mundo árabe y dar a los árabes cierta libertad de maniobra diplo· mática y comercial ofreciéndose a vender armas a Irak y a Libia. Del mismo modo que en 1956, también en 1967 la preocupación primordial de Francia en Oriente Medio era la de las implicaciones que los acontencimientos que allí se desarrollasen pudieran tener en el equilibrio de fuerzas en el Mediterráneo occidental. Gran Bretaña, todavía dependiente del petróleo de Oriente Medio y aún involucrada en el Golfo Pérsico, quería la paz en términos generales y en particular por las ventajas comerciales que se derivarían de la reapertura del canal. Pero la resolución de noviembre de 1967 no dio fruto. En 1968-1969 se inició una guerra de desgaste en el frente de Suez a la que Israel decidió poner fin, a comienzos de 1970, mediante incursiones aéreas a Egipto que llegaron a tan sólo unas millas de El Cairo. Esta tactica fracasó porque condujo a la URSS a reforzar las defensas de Egipto con misiles y pilotos rusos y dotaciones de proyectiles: al final del año, la URSS había estacionado en Egipto a 200 pilotos y a unos 15.000 hombres encargados de los misiles, y estaba abasteciendo de personal a 80 bases de misiles, además de las bases anteriores dotadas de personal egipcio pero equipadas también con misiles soviéticos. Israel se vio obligada a desistir. El combate quedó limitado una vez más al canal y sus alrededores. Estados Unidos y la URSS presionaron a sus clientes para que comenzasen a dialogar en vez de luchar. Israel aceptó dialogar sobre la base de una retirada a los límites anteriores a 1967 y Nasser afirmó que Egipto reconocería a Israel. Los israelíes aceptaron que las conversaciones pudiesen ser indirectas (a través de un negociador de la ONU, el embajador sueco Gunnar Jarring) o directas. En junio, por consi· guiente, el secretario de Estado estadounidense William Rogers presentó un plan para el alto el fuego como paso previo a negociaciones indirectas cuyo objetivo era una retirada israelí y un reconocimiento egipcio de Israel. A este último país no le s~tisfizo este plan, ni tampoco a los palestinos; Nasser lo rechazó. Pero en el mes de julio Nasser pasó d.os semanas en Moscú y tanto Egipto como Israel aceptaron la idea de un alto el fuego. En agosto se alcanzó un acuerdo de cese de hostilidades y alto el fuego de nueve días; en un área de 50 kilómetros a ambos lados del canal se detendrían los combates y no serían introducidas nuevas unidades; las conversaciones comenzarían bajo los auspicios de Jarring. El acuerdo se renovó en noviembre y de nuevo en febrero de 1971, pero fue inmediatamente infringido por Egipto, que desplazó misiles a la zona de alto el fuego. Israel respondió abandonando las conversaciones Jarring, y solicitando ayuda estadouni· dense masiva. Obtuvo sólo parte de sus demandas, se indignó con Washington y se vio obligada a volver a las conversaciones antes de que hubiese finalizado el año. Estas conversaciones alarmaron enormemente a los palestinos, que previeron un acuerdo egipcio-israelí, seguido quizá de un acuerdo jordano-israelí, que les dejaría a ellos al margen. Decidieron hacer que los debates se fueran a pique y no prosperasen. El Frente Popular para la Liberación de Palestina del doctor George Habash, un gru·

po reducido -pero activo y extremista- de entre más o menos una docena de organi· zaciones palestinas distintas, secuestró cuatro aviones de línea estadounidenses y británicos, retuvo como rehenes a los pasajeros y a la tripulación e incendió los aviones. En Ammán, el rey Hussein, cediendo a las presiones de sus consejeros antipalestinos radicales, optó por someter a una prueba de fuerza a los palestinos, que estaban con· virtiendo su país y su capital en un campamento armado y exponiéndolo a los ataques enemigos. Hussein puso de manifiesto el poder de su ejército, que causó muchas bajas a los palestinos, pero conmocionó al mundo árabe con el espectáculo de una guerra fratricida y hubo de sufrir un desaire político al restaurarse la paz mediante la intervención de otros estados árabes (fundamentalmente de Siria, que invadió Jordania) y tener que firmar, en la embajada de un país extranjero, lo que era de hecho un tratado de paz con el líder palestino Yassir Arafat, al que se concedía de esta forma la con· dición de jefe de Estado sin los inconvenientes de tener un territorio que defender y controlar. El rey se comprometió a apoyar las aspiraciones de los palestinos, aunque poco después inició conversaciones secretas con Israel de las que con poca probabilidad ihan a extraerse términos de paz aceptables ni para Israel ni para los palestinos. En el transcurso de los combates en Jordania, las tropas iraquíes estacionadas en ese país no hicieron ademán de socorrer a los palestinos. Siria, por otra parte, había enviado un pequeño destacamento de tanques al otro lado· de la frontera pero lo retiró, probablemente bajo presiones rusas inducidas a su vez por la perspectiva de una intervención israelí o americana contra la intervención siria. El gesto desafortunado del general Jedid recordaba su fracaso de 1967 en la defensa de los Altos del Galán contra Israel y contribuyó al posterior derrocamiento del gobierno sirio en ese mismo año por parte del propio ministro de defensa, el general Assad, un líder no menos anti-israelí que Jedid pero más preocupado por mantener buenas relaciones con Egip· to y otros países árabes. Mucho más importante fue, entre las consecuencias de h1 gue· rra interna de Jordania, el súbito fallecimiento de Nasser, víctima de un ataque cardiaco provocado por sus tremendos esfuerzos por restablecer la paz en Jordania. Fue sucedido con fluidez constitucional por el vicepresidente, Anuar él-Sadat.

La muerte de Nasser eliminó de la escena al primer egipcio que gobernó en Egipto desde antes de los días de Alejandro Magno. El movimiento que le llevó al poder había tenido unos orígenes complejos. Perseguía la emancipación nacional, un renacimiento espiritual (islámico), reformas sociales y modernización económica. Nasser quería despojar a Egipto de una monarquía y una clase alta parasitarias, acabar con la domi· nación británica sobre Egipto y Sudán, y elevar el miserable nivel de vida del pueblo egipcio a través de una distribución más equitativa de la tierra, una ampliación del área cultivable y el fomento de la industria. Consiguió los objetivos adicionales de dirigir a todos los árabes contra Israel y contra los regímenes árabes juzgados reaccionarios. El movimiento revolucionario, del que él fue al principio únicamente uno más de entre una serie de líderes, era predominante aunque no exclusivamente una colectividad militar en la que pronto Nasser pasó a ser la figura principal y dirigente por la fuerza de su personalidad y por la eliminación de posibles rivales. Entre los enemigos del viejo régimen había elementos -la Hermandad Musulmana a la derecha y los comunistas a la

izquierda- que constituían claros e inequívocos centros de poder. Fueron suprimidos casi tan rápidamente como los pachás del antiguo orden. Se prohibieron los partidos políti· cos. Nasser desbancó al líder nominal del golpe, Naguib, que se hizo sospechoso de no ser suficientemente implacable con algunas elites prerrevolucionarias. Antes de 1954, la posición de Nasser se había consolidado. En ese año consiguió los objetivos nacionales de Egipto al negociar con Gran Bretaña la retirada de las fuerzas británicas de la zona del canal y la supresión de su dominio en Sudán. Parecía haber llegado el momento para las reformas económicas que convertirían el golpe de 1952 en una auténtica revolución. La economía egipcia era débil en el interior y en el exterior. Egipto disponía de escasísima tierra cultivable, una economía de monocultivo (algodón), una agricultura estan· cada, ningún recurso mineral, una pequeñísima participación en el comercio internacional, una reducida industria, poco capital con el que poder desarrollarla, y una población que crecía a un ritmo de un 3% anual. El relativamente reducido sector de la industria modernizada estaba en manos extranjeras. Había, no obstante, una burguesía autóctona con ciertos recursos de capital y Nasser se propuso en un principio obtener su cooperación para el desarrollo y diversificación de la economía egipcia. Pero esta clase no tenía fe en el nuevo régimen y prefería atesorar su dinero en ahorros improductivos, bien dentro del país o bien fuera de él, en vez de arriesgarlo invirtiéndolo en la industria. Hacia finales de la década de los cincuenta, la situación de desempleo masivo y de abrumadora pobreza apenas se había modificado y Nasser tuvo que ensayar nuevas vías. La negativa occidental a financiar la presa de Asuán y el ataque anglo-francés a Egipto de 1956 le habían dado razones para incautarse del activo de compañías extranjeras y, a comienzos de los sesenta, fue aún más lejos y estableció un control estatal sobre la mayor parte de la economía (salvo el comercio al por menor). También amplió la reforma agraria con medidas que iban más lejos que los modestos y en gran parte ineficaces primeros pasos de 1952 (cuando se había fijado un límite de ZOO feddan para propiedades particulares, una refor· ma que se eludió recurriendo a diversas estratagemas como la transferenda de propiedades a parientes¡ esta reforma no era de aplicación para tierras estatales o religiosas). Un plan quinquenal para el período 1960-1965 se proponía incrementar el producto nacional bruto en un 7%, anual y de hecho hubo un aumento de un 5,5%, pero repercutió escasamente sobre una población activa cuyas cifras aumentaron en los mismos años en un 4%. El problema económico al que hubo de hacer frente Nasser no fue nunca fácil, pero su política exterior hizo que su solución fuese imposible. Es probable que en 1954 intentase dedicar más atención y recursos a los asuntos internos, pero la resolución en ese año de sus diferencias con Gran Bretaña fue casi inmediatamente seguida de una política israelí más agresiva y de la adhesión de Gran Bretaña al Pacto de Bagdad, que Nasser interpretó como una intervención británica en la política árabe a favor del propósito de los adversarios de Egipto de sofocar la revolución egipcia. Así pues, Nasser se vio crecientemente inmerso en los asuntos externos en vez de lo contrario. Los artífices de la revolución habían pretendido siempre crear un ejército más fuerte, más eficiente y mejor equipado que el de Faruk. Este objetivo recibió un nuevo impulso ante la aparente necesidad de defender al país contra Israel y a la revolución contra el lrak de Nuri y sus amigos británicos. La consiguiente búsqueda de armamento por parte de Nasser -y de los medios necesarios para pagarlo- elevó en un principio los gastos de defensa de Egipto por encima de cualquier porcentaje normal en relación coh los ingresos del Estado, y obligó más tarde a Nasser a recurrir a préstamos que Egipto tenía pocas perspectivas de devolver. Las ayudas y otros recursos que podrían haberse dedicado al desarrollo económico

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MUERTE DE NASSER

fueron destinados a financiar un déficit de la cuenta externa que se vio incrementado de forma alarmante a partir de 1961. La guerra del Yemen vino a empeorar las cosas. La permanente guerra con Israel privó a Egipto de la ayuda y los alimentos gratuitos estadounidenses. En el momento de la muerte de Nasser, el nivel de vida material de los egipcios no era mucho mejor de lo que lo había sido dieciocho años antes {si bien se había producido cierta mejora en las condiciones de vida de las ciudades), y el país estaba en manos de la URSS.

XI

Acercamiento al Líbano

Cuando Nasser murió, en 1970, la política de Oriente Medio {excluido Irán) esta· ba dominada por una estructura bipolar: Israel/Estados Unidos versus Egipto/URSS . En el plazo de unos cuantos años esta política había cambiado mucho. La alianza Egipto-URSS se había roto. Estados Unidos, si bien no abandonó a Israel, dejó de considerar la protección de Israel como el único y decisivo eje de su actuación en Oriente Medio. Los palestinos habían adquirido una nueva fuerza, que en seguida hubieron de ver seriamente amenazada. Los países árabes exportadores de petróleo habían hecho una asombrosa demostración de la eficacia de las sanciones económi· cas. Un más antiguo esquema de poder estaba resurgiendo de nuevo, basado en las tres capitales históricas de El Cairo, Damasco y Bagdad a las que se añadía el nuevo centro de poder de Riad. El Estado libanés estaba práctic~mente en ruinas. Sadat, al igual que Nasser, se vio sometido a presiones de Moscú para alcanzar algún acuerdo con Israel en la suposición de que Is~ael estaba bajo presiones equivalentes por parte de Washington. De hecho, tanto Estados Unidos como la URSS fluctuaban entre ejercer presión sobre sus clientes y acceder al menos en parte a sus demandas de ayuda y armamento: hacia finales de 1971 la ayuda estadounidense a Israel, tras haberse visto frenada por razones políticas, era de nuevo considerable. Después del combate en Jordania en 1970 y de la muerte de Nasser, Egipto, Siria, Libia y Sudán habían acordado formar una nueva federación de repúblicas árabes, pero la diplomacia de Sadat tenía múltiples facetas. Deseaba mejorar las relaciones de Egipto con las monarquías saudí y jordana y efectuar asimismo una reconciliación entre Siria y Jordania, que habían estado a punto de enzarzarse en una lucha a causa de los palestinos. Sadat estaba bien dotado para este tipo de actuaciones, puesto que temía menos que Nasser a los jefes de otros estados, y aunque cometió el error de asumir y afirmar que lograría una solución de la cuestión árabe-israelí en un plazo de un año, consiguió no sólo afianzarse en el poder en su país, sino también reforzar gran parte de mundo árabe mientras perseguía al mismo tiempo una política tendente a alcanzar un acuerdo bilateral con Israel. Habiendo heredado el cese de hostilidades y el alto el fuego de agosto de 1970, así como las consiguientes con-

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En 1973, Sadat fue todavía más osado. Una vez completada la reparación de su cerco árabe y frustradas sus esperanzas de un acuerdo bilateral a ~usa del aumento tanto de la ayuda estadounidense a Israel como del asentamiento israelí en áreas ocupadas contrario a las normas del derecho internacional, decidió tomar la ofen5iva, y el 6 de octubre Israel y el resto del mundo se vieron sorprendidos por una ofensiva árabe en dos frentes. El ejército egipcio atacó al otro lado del canal y atravesó posiciones israelíes, pero estos éxi· tos quedaron anulados cuando los egipcios se arriesgaron a actuar más allá de la cobertura aérea y los estadounidenses se apresuraron a ayudar a Israel con todos los aviones militares y civiles disponibles. Los rusos, decididos a no pennanecer al margen, enviaron ayuda a Siria, Irak y Egipto. Nueve días después de haberse efectuado los primeros disparos, Israel emprendió un contraataque, encontró una brecha en mitad del frente egipcio y, cruzando el canal hacia el oeste, cercó a un cuerpo del ejército egipcio. La jugada egipcia habia sido contrarrestada y al día siguiente Kosiguin llegó a El Cairo. En realidad, la guerra había acabado, aunque todavía quedaba algún combate por librar. En el norte fue todavía más breve. Los sirios, con la ayuda de unidades jordanas, iraquíes, saudíes y marro· quíes, atacaron los Altos del Galán pero fueron detenidos y obligados a retroceder al cabo de dos días. El punto muerto convenía tanto a Estados Unidos como a la URSS; a esta última tan pronto como estuvo claro que los árabes no iban a vencer, y a los primeros porque, una vez salvado Israel, la principal preocupación estadounidense era prevenir un contraataque israelí que provocaría una respuesta rusa más enérgica. Por consiguiente, Kissinger fue invitado a Moscú desde donde continuó viaje hasta Jerusalén, y Estados Uni· dos y la URSS presentaron conjuntamente una resolución ante el Consejo de Seguridad exigiendo un alto el fuego, la puesta en práctica de la resolución de la ONU 242/67 y conversaciones de paz bajo auspicios «apropiados». Egipto e Israel aceptaron esta resolución y fue aprobada por el Consejo el 22 de octubre. Los rusos habían propuesto confidencialmente a los estadounidenses que tropas de ambas potencias fuesen enviadas a Oriente Medio, pero Washington rechazó tajantemente esta idea. Fue, sin embargo, nuevamente propuesta por Egipto, bien de forma espontánea o bien a instigación rusa, y la URSS le dio entonces su apoyo públicamente. La reacción estadounidense fue extremada. Las fuerzas estadounidense de todos los lugares del mundo fueron puestas er: el más imperioso estado de alerta, tras lo cual la URSS se echó atrás. Was-

hington había manifestado una implacable oposición a la llegada de unidades soviéticas a Oriente Medio; pero algunos aliados europeos estaban molestos por lo que consideraban una reacción estadouniderne desmesurada, provocando por parte de Kissinger como respuesta algunos ásperos comentarios sobre el valor y la fiabilidad de dichos aliados. Había dos formas de concluir la guerra: una conferencia o intercambios diplomáticos. A finales de 1973 se reunió en Ginebra una conferencia a la que dio realce y sole~midad la presencia de Kissinger, Gromyko y el secretario general de la ONU, Kurt Waldheim, pero el año siguiente estuvo dedicado principalmente a la diplomacia personal de Kissinger mientras la conferencia se mantenía en suspenso como una red tendida bajo un acróbata. En enero de 1974 se alcanzó un primer acuerdo de retirada egipcio-israelí; ambas partes se replegaron y una fuerza de la ONU se estacionó entre ellas. En el frente norte las negociaciones discurrieron con mayor lentitud porque los israelíes insistieron en que se les notificara debidamente el número, nombres y fechas de los israelíes capturados por los sirios -algo a lo que estos últimos no quisieron o no pudieron dar satisfacción- y porque era imposible para Israel replegarse a más de una o dos millas sin poner en peligro toda su posición estratégica y sus asentamientos dentro del ámbito de los Altos del Galán. No obstante, Kissinger, con su constante ir y venir de una capital a otra, consiguió un primer acuerdo también aquí. (Ambos acuerdos se ampliaron en noviembre por seis meses y luego por otros seis.) En la siguiente fase, el punto crucial lo constituyó la condición de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y sus demandas. Israel se negó a reconocer a la OLP como algo diferente de una organización tenurista y a los palestinos como otra cosa que refugiados. Israel se negó también a considerar la posibilidad de una retirada territorial, excepto en el contexto de un acuerdo de paz general. La posición proclamada de la OLP era que no aceptaba la existencia del Estado de Israel, pero se supo· nía que podría ser persuadida a negociar sobre la base de las fronteras conseguidas antes de la guerra de 1967. Insistía en ser una parte principal en las negociaciones, en lugar de que los palestinos estuvieran representados por algún gobierno árabe. Israel quería llevar a cabo una serie de convenios bilaterales comenzando por Egipto (y dejando a un lado a los palestinos). Sadat estaba dispuesto a procurar un acuerdo semejante con la condición de que fuera rápidamente seguido de acuerdos similares entre Israel y sus otros vecinos, de modo que Egipto no pudiera ser acusado de romper las filas árabes ni de dejar a los palestinos en la estacada. Kissinger quería un acuerdo egipcio-israelí tan pronto como fuera posible; deseaba que el artífice de la paz en Oriente Medio fuera Estados Unidos y no una conferencia internacional; y quería fortalecer los vínculos estadounidense-egipcios sin ofender demasiado a Israel o a los judíos estadounidenses. Lo demás podía esperar. Kissinger veía una paz egipcio-israelí como tina etapa en el camino de la paz en Oriente Medio y no creía que ésta pudiera lograrse si no era por etapas. Por otra parte, la paz era cada vez más importante para Estados Unidos, cuyos intentos de desprenderse de una política centrada en el apoyo a Israel se habían visto alentados por la ruptura de Sadat con la URSS y los había hecho luego urgentes la utilización por parte de los árabes de sanciones petrolíferas durante la guerra. El punto débil de la táctica de Kissinger era su énfasis y su dependencia en Egipto, al que presionaba para que lanzara una ofensiva de bilateralismo con los aliados árabes de Egipto y para que no hiciese caso de los palestinos, cuyas reivindicaciones, no obstante, seguían siend() más importantes para el conflicto árabe-israelí que cuestiones puramente egipcio-israelíes tales como sus fronteras comunes o el tránsito de cargamentos y de barcos israelíes a través del canal de Suez. Para obtener éxito, Kissinger tuvo que divorciar -y hacer que Sadat divorciase- las cuestiones egipcio-

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versaciones, Sadat ofreció en febrero de 1971 abrir el canal a los cargamentos israelíes a cambio de una retirada parcial israelí o de la convocatoria de una conferencia a la que deberían asistir las cuatro principales potencias extranjeras, pero ni de este modo ni por la vía de las conversaciones Jarring (que Israel entorpeció nuevamente) se produjo nin· gún progreso durante el año. En el siguiente, Sadat fue dos veces a Moscú, vio que no podía conseguir la ayuda que quería, llegó a la conclusión de que Breznev había traicio· nado a Egipto al prometer a Nixon que mantendría una mínima presencia en suelo egipcio y, con una audacia completamente il).esperada, ordenó la salida del país a los especialistas y consejeros soviéticos. Se marcharon en cuestión de semanas, dejando que Moscú dirigiera su mirada a Damasco o Bagdad en busca de un centro de influencia en Oriente Medio.

LA GUERRA DE 1973

israelíes de las cuestiones árabe-israelíes más generales y, sobre todo, de la causa palestina. Se arriesgaba así a perjudicar a su nuevo amigo egipcio en todo el mundo árabe. Los árabes no tenían intención de abandonar a los palestinos, por mucho que pudieran desear que nunca se hubiera oído hablar de ellos. Los palestinos eran una fuente de problemas y peligros, pero, en una conferencia árabe celebrada en Rabat en octubre de 1974, incluso su más implacable enemigo, el rey Hussein, que había estado combatien· do contra ellos cuatro años antes, se unió a todos los demás en el reconocimiento de la OLP como representante de la Palestina. árabe; y desde Rabat, Yassir Arafat, presiden· te del consejo ejecutivo de la OLP, prosiguió su viaje hasta la Asamblea General de la ONU, que le recibió y le escuchó como si se tratase de un jefe de Estado, y aprobó una resolución acusadamente pro palestina afirmando el derecho de los palestinos a la soberanía dentro de Palestina y a ocupar una posición principal en una conferencia de paz. En el invierno de 1974-1975, pareció como si la OLP fuera a autodeclararse gobierno en el exilio y a ser reconocida por la mayor parte de las Naciones Unidas, a pesar de las lesiones que debilitaron su pretensión de representar a todos los palestinos y a pesar del ~xtremismo de grupos escindidos cuyos secuestros y asesinatos indiscriminados produ¡eron en la mayor parte de la gente una honda indignación. (La OLP, creada en 1964 fue prácticamente absorbida en 1969 por Al Fatah, cuyor orígenes algo más radicales s~ remontan a los años cincuenta y que comenzó a destacar y a' adquirir importancia des· de 1965 en adelante por medio de la organización de operaciones de comando. El más militante FPLP -Frente Popular para la Liberación de Palestina-, cuyo líder político era George Habash, cristalizó en 1967 a partir de grupos anteriores. De él se desgajó más tarde el FDPLP -Frente Democrático del Pueblo para la Liberación de Palestina- y el Alto Mando del FPLP. Con el apoyo del Baas sirio se creó en 1966 Al-Saiqa, la orga· nización de los palestinos en Siria. Y había además otros grupos.) Si la guerra de 1973 dio a los palestinos un estímulo y una oportunidad de recuperarse de su derrota de 1970 en Jordania, también estimuló la moral y las esperanzas árabes en otros sentidos. Además de mostrar que el ejército egipcio podía competir en pie de igual· dad con los israelíes (al menos durante una semana), demostró tambiéri el poderío árabe frente a estados mayores. Los productores de petróleo árabes, asociados en la Organización de Países Arabes Exportadores de Petróleo (OPAEP, una división de la OPEP), conmocionaron al conjunto de los países desarrollados con dos medidas: cortando el suministro de petróleo y aumentando su precio. Estas medidas eran de hecho contradictorias, pero fueron a corto plazo muy efectivas y todo hacía creer que en otra crisis o caso de emergencia, el arma del petróleo se utilizaría todavía más racional y eficazmente. Para los estados productores de petróleo, este producto no era únicamente, ni siquiera principalmente, un arma. Era sobre todo una fuente de ingresos y para algunos estados era el único y arrollador recurso que poseían. Todos ellos estaban preocupados por garantizar e incrementar sus ingresos del petróleo y en 1971 habían concertado acuerdos, en Teherán Y en Trípoli, para asegurar la consecución de estos fines durante los cinco siguientes años. Asimismo insistieron a través de la OPEP en 1972 en que los países compradores que devaluasen su moneda deberían revisar los términos de los acuerdos de forma que los productores no sufrieran pérdidas con la devaluación. También modificaron su actitud en cuanto a la manera en que obtendrían sus beneficios. Mientras que hasta entonces sus ganancias provenían fundamentalmente de medidas fiscales, a través de gravámenes en la salida del pozo, ahora tendían a la participación en compañías de explotación o a la pose· sión parcial de las mismas y decidieron apropiarse del 25% del capital de las principales

compañías, porcentaje que en 1982 se había elevado al 51 %. Tenían la impresión, además, de que lo que se empeñaran en conseguir lo conseguirían porque -incluso antes de la guerra de 1973- había una preocupación en el mundo desarrollado por una escasez de energía que venía a sumarse a una crisis energétka. Esta crisis comenzó a disparar los precios de forma alarmante en 1970-1971 e hizo a los productores más conscientes de las ventajas de restringir la producción: las reducciones en el volumen de producción prolonga· rían la vida de las reservas de un bien irreemplazable, apretarían las clavijas a los consu· midores y mantendrían sin embargo los ingresos de los productores si los precios aumentaban --como podía fácilmente ocurrir en un mercado de signo favorable al vendedorpara compensar un volumen de ventas más reducido. En cualquier caso, los países impor· tadores eran vulnerables. Las restricciones, y no digamos un corte de los suministros, pondrían en peligro sus industrias y su vida cotidiana; el incremento de los precios desequilibraría sus balanzas de pagos. (Las compañías, sin embargo, no estaban en la misma posición que los países importadores. Sufrían perjuicios solamente en un sentido: las restricciones y los cortes perjudicaban sus beneficios, pero no así las elevaciones de los precios.) Cuando comenzó la guerra, los productores del Golfo Pérsico aumentaron sus pre· cios en un 70%0. La OPAEP amenazó con reducir los suministros en un 5% cada mes hasta que Israel se comprometiese a evacuar el territorio árabe y accediera a reconocer los legítimos derechos de los palestinos. Arabia Saudí redujo en general sus entregas en un 10%, excepto en el caso de Estados Unidos y los Países Bajos -máximos defensores de Israel- para los que el corte fue total. lrak nacionalizó en parte ciertas compañías extranjeras y Libia habló de expropiación absoluta. Como consecuencia de esta múltiple aunque mal coordinada acción árabe, los precios del petróleo en Irán, Nigeria y otros países subieron vertiginosamente. También como resultado de dicha acción, la CEE expresó su solidaridad con los palestinos, Gran Bretaña detuvo el suministro de armas de Israel, y Japón invirtió sus inclinaciones pro israelíes. Las amenazas árabes no se materializaron plenamente -no era, por ejemplo, posible el boicot de los Países Bajos cuando el petróleo enviado a otros países podía transportarse por barco hasta Rotterdam- y dentro del mundo árabe había algunos que temían los efectos que para ellos podrían derivarse del deterioro de las economías occidentales. Pero la utilidad de la estrategia había quedado claramente probada. Un viejo y principal factor de la política internacional se había quebrantado. Los productores de materias primas ya no serían por más tiempo los explotados, sino que, si existía cooperación y escasez del producto, podrían llevar la voz cantante y utilizar su fuerza económica con fines políticos. La transformación operada fue tan asombrosa para la opinión pública del mu.ndo indus· trializado que fue recibida con acusaciones de chantaje. Para Oriente Medio en concreto, este cambio significaba que, si había una crisis energética, no se podría jugar con los árabes, sino que, por el contrario, habría que tomarlos muy en serio. Así pues, el eje Kissinger-Sadat era frágil, y aunque la diplomacia de Kissinger consistente en ir cumpliendo etapas era admirablemente bien intencionada, no estaba tan bien fundada en términos prácticos. Los argumentos que Kissinger podía emplear para convencer a Sadat sin desacreditarle en su propio país se veían limitados por la dispo· nibilidad de un arma nueva tan eficaz y por la intensificada importancia de los palestinos Por su parte, tampoco a los israelíes se les podía presionar tan fácilmente. No habían sido derrotados. Por el contrario, estaban convencidos de que a pesar de los reveses iniciales, habían estado cerca de una nueva victoria. Pero habían sufrido una tremenda sacudida con el fracaso de los servicios de inteligencia que en un país tan peque•

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ño eran vitales para evitar un arrasamiento instantáneo. En las elecciones a finales de 1973, los partidos gubernamentales perdieron seis escaños; las ganancias fueron para la derecha, pero también hubo un aumento del apoyo a los críticos de la política árabe de Israel. El jefe de Estado Mayor y otros oficiales superiores dimitieron. Moshe Dayan, responsable en última instancia de la seguridad nacional como ministro de Defensa, perdió parte de su imagen de héroe y fue excluido del nuevo gobierno formado en abril de 1974, en el que el general Itzhak Rabin sucedía a Golda Meir como primer ministro. El espectáculo de un presidente estadounidense realizando una gira por las capitales árabes en junio era perturbador, incluso aunque Nixon fuera también a Jerusalén. La rapidez con que la URSS compensó con creces a Siria y a Irak por sus pérdidas de armas era aún más perturbadora, incluso aunque Estados Unidos hiciera lo mismo con Israel. A finales de 1974, Siria, al proponer un nuevo mando militar conjunto con Egipto, Jo¡.¿ania y la OLP, acentúo la subyacente unidad entre los vecinos de Israel y su compromiso con los palestinos. Quizá nunca como entonces había estado Israel tan intranquilo. No era ésta una situación en la que un secretario de Estado estadounidense pudiera esgrimir un garrote demasiado grande ( 1 ), desde luego no a la vista del público. Kissinger renovó su diplomacia de idas y venidas de Ún lado a otro a comienzos de 1975, con el objeto de conseguir un nuevo acuerdo de retirada egipcio-israelí. Al principio no obtuvo éxito, debido fundamentalmente a la obstinación israelí. S.adat, tras una reunión celebrada en mayo con el presidente Ford en Salzburgo, anunció la reapertura del canal de Suez y en septiembre se alcanzó un nuevo acuerdo. Nuevas primeras líneas y nuevos índices de contingentes fueron aceptados; el cumplimiento del acuerdo debía ser controlado por una serie de estaciones de aviso inmediato, algunas de ellas atendidas por personal civil estadounidense; Israel abandonaba los pasos de Mida y Giddi y los yacimientos petrolíferos de Egipto en el Sinaí, a cambio de lo cual se le prometía ayuda americana masiva y el tránsito de cargamentos israelíes (pero no de buques) a trav~s del canal. Esto suponía la coronación de los enormes esfuerzos de Kissinger y, en comparación, parecía importar poco que en el frente septentrional una mayor exacerbación de los adversarios y el persistente empeño de Israel de instalar nuevos asentamientos en territorio ocupado impidiesen una equivalente relajación de las tensiones. Sin embargo, era en esta zona donde estaba a punto de ocurrir la nueva crisis.

GUERRA CIVIL EN EL LIBANO

Una de las características recurrentes de la política de Oriente Medio desde 1919 en adelante fue el intento de olvidarse de los palestinos. Desde los tiempos en que el emir Faisal y Chaim Weizmann mantuvieron conversaciones en la conferencia de paz de París sin preocuparse de ellos, los palestinos habían sido pasados por alto o algo peor, pero ellos se negaron a desaparecer o a perder su identidad. Hacia 1975 había algo más de tres millones, de los que cerca de la mitad vivían en Israel o bajo la ocupación israelí. De los restantes, 750.000 estaban en Jordania, 400.000 en el Líbano, 200.000 en Siria. A lo largo de medio siglo habían planteado permanentemente problemas políticos, habían tratado de crear mala conciencia (tanto en los no árabes como en los ára· (!) El autor hace referencia a la ro lítica americana del Big Stick (Gran Garrote}. nombre con que fue conocida durante la primera década de siglo XX la política intervencionista de los EE.UU. en los asuntos inter· nos de los países de lberoamérica.

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bes) y habían recurrido a métodos violentos -comprendidos, en los años setenta, operaciones guerrilleras, raptos, asesinatos y secuestros de aviones- con la finalidad de llamar la atención sobre sus problemas y sobre los agravios de que eran víctimas. Tras su embate en Jordania en 1970, el centro de estas actividades había sido el Líbano. Líbano ha sido llamado con frecuencia la Suiza de Oriente Medio. Esto significaba dos cosas: primero, que los libaneses eran comerciantes y banqueros de gran éxito, cém vista para hacer dinero, más acaudalados que sus vecinos, con una riqueza que provenía de los servicios que prestaban más que de los recursos naturales del país; y, en segundo lugar, que el país era un mosaico de comunidades que se mantenían unidas por habilidad política y tolerancia al servicio de sus respectivos intereses materiales. El mosaico lo imponía la geografía tanto como la historia, y la cohesión de ese conglomerado era una condición para la supervivencia del Estado. Dos cadenas montañosas, una de ellas al lado del mar y separada de la otra por un estrecho valle, dividen el país en franjas verticales que son divididas a su vez por medio de barreras transversales y, dentro de esta cuadrícula, comunidades aisladas conservaban su individualidad y sus hostilidades recíprocas. Las religiones -musulmana y cristiana- y las diversas divisiones dentro de cada religión -sunnita, chiíta y drusa; maronita, ortodoxa griega y católica griega- habían aguzidado esta rivalidad. Asimismo la había exacerbado la diversidad de experiencias económicas, ya que no todos los libaneses eran ricos. El grupo más acaudalado lo constituían los cristianos maronitas que, además, contaban con la presidencia del país que la Constitución les había concedido en un tiempo en que los cristianos en su conjunto sobrepasaban en número a los musulmanes (la reducción de la proporción de población cristiana fue uno de los factores clave de las tensiones libanesas). Las otras comunidades cristianas no eran tan ricas ni tan poderosas, pero mientras el Líbano ofreciese la apariencia de una próspera comunidad mercantil con forma de Estado, en esa medida el país sería más cristiano que musulmán. La más amplia de las comunidades musulmanas era la chiíta, pero la sunnita, que monopolizaba el puesto de primer ministro por derecho constitucional, era más influyente políticamente. Los chiítas, muchos de los cuales habían dejado de ser pobres aldeanos campesinos para convertirse en pobres habitantes de las ciudades, se sentían preteridos tanto por parte de los cristianos maronitas como de los musulmanes sunnitas. Estaban, además, sumamente expuestos a las incursiones is~aelíes. Por su parte, los drusos, que conservaban todavía ·gran parte del acérrimo exclusivismo que había caracterizado sus orígenes en el siglo XI, se mostraban confiados y seguros de sí mismos porque, aunque eran en su· mayoría pobres y con frecuencia indigentes, formaban una sociedad compacta y bien estructurada en su montañosa patria hereditaria y bajo la dirección de un líder hereditario, Kamal Jumblatt, que aglutinaba sus lealtades y expresaba una apropiada filosofía de los pobres de signo izquierdista. A este hervidero de tensiones confesionales y económicas entrelazadas, habían ido a parar en 1948 refugiados de Palestina, que en 1975 sumaban alrededor de 400.000, la mayoría de ellos albergados (irónica palabra) en terribles campos. Entre ellos había unos 5.000 ó 6.000 activos pistoleros, cuyos objetivos eran la recuperación de las tierras perdidas en Palestina recurriendo a cualquier método efectivo, y la extinción -si es que ésta era necesaria, como se suponía- del Estado israelí. Puesto que semejantes objetivos no podrían lograrse nunca con unos cuantos miles de hombres armados, tendrían que alcanzarse a través de los estados árabes a los que había que inducir a declarar la guerra a Israel. Como quiera que estos estados estaban sólo a medias dispuestos a hacerlo, y como quiera que cuando lo intentaron resultaron derrotados, los palestinos se encon·

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traron con un problema de supervivencia que les impulsó a dirigir su mirada todavía más lejos en su búsqueda de ayuda y comprensión, fundamentalmente a las principales potencias de izquierdas, China y la URSS (aunque esta última prefirió invertir su dine· ro en gobiernos, más que en movimientos que atacaban a gobiernos), y a la opinión internacional de izquierdas que se pondría del lado de los desposeídos y desamparados, y no tomaría demasiado a mal el uso del terror como arma de guerra. En el Líbano, los palestinos podían contar con el apoyo, no de la elite política y mercantil que les consi· deraba un estorbo, sino de otros sectores de la población que tuvieron que reconocerles como camaradas árabes y camaradas desvalidos. Al llegar a la década de los setenta, los palestinos eran algo más que un estorbo. Sus organizaciones militantes, con base en suelo libanés, se consideraban en estado de guerra contra Israel, que era vecino del Líbano, y que no dudaba en responder con nuevos ataques cuando era atacado desde el Líbano. Los maronitas en particular, como cristianos conservadores que eran, sen· tían antipatía y temor hacia las organizaciones palestinas porque eran de izquierdas, belicosas, musulmanas y constituían una amenaza para la estabilidad del estado que proporcionaba a los maronitas su riqueza y su influencia. Era una importante coincidencia el que la posición maronita en el Líbano estuviera ya amenazada en cierta medida por la transformación que estaba sufriendo el equilibrio demográfico del país y por el castigo que (cfr. Irlanda del Norte) persigue a una comunidad exclusivis~a demasiado próspera. En 1975, un grupo de pescadores musulmanes que se sintieron agraviados por una concesión otorgada a un grupo de pescadores cristianos organizaron una manifestación que acabó convirtiéndose en una refriega. Algunos palestinos tomaron partido a favor de los musulmanes. Los cristianos vieron en este episodio una grave y clara advertencia: los palestinos, que eran ya una constante incitación para la agresión israelí contra el Líbano, estaban interfiriendo ahora también en el equilibrio de la política in~ema libanesa. Hubo a continuación incidentes antipalestinos, provocados por la Falange, una facción cristiana de derechas. Se produjo una escalada de violencia¡ cayó el gobier· no, siempre débil en las crisis por las lealtades contrapuestas que imponía en él la C'..onstitución¡ el ejército, pequeño y con divisiones internas, no logró mantener el orden. Los disturbios, que habían comenzado en forma de luchas entre facciones, se convirtieron en una batalla para conseguir territorio. Los palestinos, que tenían armas en abundancia, se implicaron cada vez más (en contra de los deseos de al menos algunos de sus líderes) y sus adversarios adoptaron una actitud crecientemente provocadora. Hubo innumerables treguas de una insignificante duración. Una vez que ambas partes entraron a tomar parte en la lucha, se sintieron atraídas por lo que la ocasión les brindaba. Una alianza de izquierdas entre drusos y palestinos parecía dispuesta a hacerse cargo del poder en el país, los drusos para suplantar a los grupos dirigentes existentes y los palestinos para hacer del Líbano un lugar seguro para ello y una base contra Israel. En el otro extremo, los maronitas y sus aliados veían la oportunidad de hacer con los palestinos del Líbano lo mismo que el rey Hussein había hecho en .Jordania: expulsar a cuantos fuera posible, matar a algunos de sus líderes y quizá incluso llegar al exterminio, posibilidad esta última contemplada cuando los sentimientos se enconaron hasta hacerse incontrolables, ensañándose en la destrucción de vidas y propiedades. Llegado el momento en que la guerra civil amenazaba con entrañar la destrucción del Estado, Siria tuvo que considerar la posición que debía adoptar. El Líbano había formado parte de Siria (al igual que Palestina) bajo el dominio otomano y con anterioridad,

pero Siria dudaba en intervenir debido a una serie de razones. Si el ejército sirio iba al Líbano, el ejército israelí haría probablemente también lo mismo, y estallaría un nuevo conflicto que ni Siria ni sus protectores rusos deseaban. Tampoco Jordania, con la que el presidente Assad había emprendido desde hacía unos años una política de mejora de relaciones, se prestaría amablemente a ninguna acción que pudiese parecer un pago tenden· te a la reconstrucción de la Gran Siria. El mismo argumento era aplicable al menos con la misma fuerza a Irak. Por consiguiente, Siria, aunque inclinada como Estado musulmán y de izquierdas a favorecer al bloque dmso·palestino, estaba más preocupada por poner fin a la lucha y hacer que el Estado libanés se restableciera y volviera a su situación anterior¡ y, tras permitir a los palestinos de Siria cruzar la frontera y pasar al L(ba:no a comienzos de 1976, Assad concentró sus esfuerzos en restaurar las formas constitucionales bajo el mandato de un presidente maronita (si bien uno nuevo), aunque esto entrañase atacar a los palestinos. Los estados árabes más belicosos y lejanos declararon estar ofendidos con esta intervención y, recelosos de los designios sirios, trataron de sustituir el control sirio de la crisis por una di,rección panárabe, introduciendo una fuerza árabe combinada y un media· dor de la Liga Arabe, pero estas acciones resultaron poco consistentes. Assad aprovechó el momento para introducir sus propias tropas y se llegó a un arreglo provisional en virtud del cual los maronitas conservarían la presidencia de iure pero el presidente no elegiría ya al primer ministro y los musulmanes tendrían una representación equivalente a la de los cristianos en el Parlamento. Esto supuso una derrota para los drusos y para Jumblatt -que habían creído tener el poder al alcance de la mano y veían ahora cómo la intervención extranjera se lo arrebataba- y una derrota para los palestinos, que habían hecho causa común con los drusos y con otros elementos antimaronitas, situándose así del lado del perdedor y siendo vapuleados primero por los maronitas y luego por los sirios. Era así· mismo una derrota para los rusos que, habiendo trasladado forzosamente su eje en Oriente Medio de El Cairo a Damasco, veían a Siria actuar con un grado de independencia y en una dirección que resultaba difícil de aceptar para Moscú. Aún así, Moscú no prestó ayuda alguna a Jumblatt o Arafat; su influencia en la crisis fue mínima. Era Assad y no Arafat el que había llegado realmente a manejar los hilos del poder; el ejército sirio, y no los palestinos, se habían convertido en la fuerza dominante del Estado. El propio Líbano estaba en ruinas y bajo tutela. Podía quitarse a Siria de encima únicamente al precio de provocar un nuevo conflicto entre los ejércitos privados maronitas y drusos, que ningún ejército puramente libanés podía controlar. A pesar de haber sido rescatados por Siria, los maronitas eran también hostiles a ésta, y continuaron con predisposición a coquetear con Israel, aunque ello los dividía fatalmente. Los palestinos, que habían sido a.tacados por Jordania y por Siria, que habían perdido su baluarte en el Líbano y que eran conscientes de que la solidaridad que Sadat sentía hacia ellos se contrarrestaba con el opuesto interés del Estado egipcio por conseguir la paz con Israel, se encontraron una vez más con que no tenían a nadie en quien poder confiar salvo en ellos mismos. Arafat había buscado apoyos en lugar equivocado. Desilusionado con los gobiernos árab.es y nervioso por las escisiones de signo izquierdista que se producían en su movimiento, había concertado una alianza con la izquierda árabe y de ese modo se convirtió en un blanco para aquellos gobiernos árabes resueltos a aniquilar a la izquierda. La guerra civil del Líbano, que duró desde abril de 1975 hasta noviembre de 1976, costó 40.000 vidas y enormes pérdidas materiales y comerciales. El nuevo presidente, Elias Sarkis, menos comprometido con la causa maronita que su predecesor Suleiman Franjieh, carecía de la capacidad de mando y del poder militar necesarios para imponer

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la autoridad de su gobierno. Los sirios consiguieron detener los combates, pero la posición de Assad en el Líbano era agobiante y embarazosa. Siria fue vilipendiada por el resto del mundo árabe; Irak cortó sus suministros de petróleo (aunque Arabia Saudí concedió créditos para llenar ese vacío). Assad no deseaba asumir toda la responsabilidad de los asuntos sirios, ni tenía tampoco los medios para hacerlo. Volvió a la negociación. En Shtoura, en julio de 1977, Siria, el Líbano y la OLP ratificaron el acuerdo Líbano-OLP concertado en El Cairo en 1969 en virtud del cual la OLP retiraría a sus unidades armadas de Beirut y de la frontera. Este desarme de los palestinos comenzó a llevarse a cabo en Beirut, pero no en el sur, donde la lucha entre palestinos y libaneses cristianos se inició nuevamente. Los israelíes invadieron la zona, y con su ayuda el mayor Saad Haddad estableció (en un área en gran medida musulmana) un semiindependiente Estado cristiano del Líbano Libre. Ni el ejército libanés, siempre indefenso frente a la lucha entre comunidades, ni tampoco la Fuerza Provisional de la ONU en la Líbano (UNIFIL) pudieron hacer nada para contrarrestar la creación de este Estado marioneta israelí, mientras que en el resto del país los ejércitos privados reanudaban sus batallas y asesinatos. Había alrededor de cuarenta ejércitos en este pequeño Estado. En 1980, los renovados combates entre las dos principales fuerzas maronitas concluyeron con una victoria de la Falange y de la familia Gemayel sobre el Partido Liberal Nacional de la familia Chamoun. Los vencedores eran los más resueltos a expulsar a todos los palestinos del Líbano, tanto a los refugiados civiles como a las unidades armadas, y contaban con la ayuda de los tanques israelíes. En Beirut y sus alrededores se creó una nueva zona prohibida, como la del mayor Haddad, fuera del alcance del gobierno, un cantón falangista autónomo.

Esta desintegración del Líbano fue conscientemente promovida por Israel. El sur del Líbano formaba parte de las tierras que el irredentismo sionista reivindicaba para Israel, pero esta reivindicación hubiera permanecido probablemente acallada si el área no se hubiera convertido durante los años setenta en el último refugio del revanchismo palestino. Israel estaba decidido a erradicar por la fuerza al brazo combatiente de los palestinos, y la mayoría de los israelíes consideraban cualquier acción agresiva con este propósito como un ejercicio legítimo del derecho a la autodefensa. En sus inicios, la amenaza a la existencia de Israel provino de los estados árabes. Israel creyó que, con su superior eficacia y con la ayuda estadounidense, podría siempre derrotar a sus enemigos, que estarían perpetuamente enemistados entre sí. En esta fase, los palestinos no eran más que un instrumento menor de los estados árabes, útiles fundamentalmente para fines de propaganda. Pero llegaron a convertirse en el tema central, desarrollando una fuerza de combate propia, atrayéndose la solidaridad internacional y granjeándose el apoyo de estados árabes, un cambio de papeles que les convirtió en un peligro más persistente para Israel que cualquier gobierno árabe. La respuesta cada vez más agresiva de Israel consistió en un reconocimiento de esta transformación. Visto que los estados árabes no podían ser destruidos, sí podría serlo el poderío político de los palestinos, siempre que se pudiera matar al suficiente número de ellos. Un cambio de gobierno en Israel ayudó a poner este razonamiento en práctica. Durante 1976 la coalición, predominantemente laborista, combatió en vano los problemas económicos y los desórdenes en la orilla occidental. Hubo divisiones en el seno

de la coalición y del propio Partido Laborista. En la ONU, Estados Unidos estaba cada vez más sola vetando resoluciones antiisraelíes en el Consejo de Seguridad y finalmente se unió a la mayoría en la condena de la conducta de Israel en la orilla occidental. El primer ministro, Itzhak Rabin, dimitió cuando su esposa fue acusada de un delito monetario, pero su sucesor, Simon Peres, no sobrevivió a unas elecciones generales, y en 1977, Menahem Begin, veterano combatiente contra los británicos y fundamentalista bíblico, formó el primer gobierno israelí sin la presencia del Partido Laborista. Declaró que Israel debía conservar la orilla occidental y que tenía que acelerar allí la creación de nuevos asentamientos. El presidente Carter, entre otros, declaró que estos asentamientos eran ilegales. Propuso que la conferencia de Ginebra se reuniese de nuevo (con participación rusa) y que la OLP fuese invitada a asistir con la condición de que reconociera el derecho de Israel a la existencia. Begin estaba dispuesto a aceptar la presen· cia de los palestinos en la conferencia, pero se mostró inflexible en su negativa a negociar en ningún momento y bajo ningún concepto con la OLP, dando así a Arafat la posibilidad de eludir una respuesta clara y precisa a la pregunta de Carter. Para el asombro general, en noviembre, Begin invitó a Sadat a Jerusalén y éste aceptó inmediatamente. Algunos pensaron que Sadat se las había ingeniado para conseguir la invitación, posiblemente a través de Ceaucescu. Necesitaba la paz urgentemente. Había librado una guerra de cuatro días contra Libia en su otro flanco, la economía egipcia estaba desmoronada y el descontento se manifestaba ya en forma de tumultos. Dirigiéndose al Knesset con una franqueza y una modestia que le valieron los elogios de todo el mundo, Sadat deploró los retrasos en la nueva convocatoria de la conferencia de Ginebra e hizo un llamamiento a la paz entre Egipto e Israel, a la retirada de Israel a sus fronteras de 1967 y al derecho a la autodeterminación y a la dignidad de Estado de los palestinos¡ no mencionó a la OLP por su nombre. Antes de finalizar el año, comenzaron las conversaciones entre Egipto e Israel en El Cairo, y Begin visitó Ismailía, donde habló de una entidad palestina autónoma con una presencia militar israelí durante veinte años. Sus propuestas fonnales para la orilla occidental, hechas públicas muy a finales de año, preveían la continuidad del control israelí sobre la seguridad y el orden público, la posibilidad de que sus habitantes eligieran entre la ciudadanía israelí o jordana {pero no palestina), una inmigración árabe de «proporciones razonables» que sería acordada por Israel, Jorda· nia y la nueva autoridad del territorio autónomo, y libertad de los israelíes para comprar tierra. Carter aprobó este impulso, oponiéndose así a la creación de un estado palestino. Éste fue el inicio del proceso que puso fin a la guerra entre Egipto e Israel, pero, en contra de las esperanzas que se abrigaban en muchas partes, no hizo nada por los palestinos. Begin, aunque dispuesto a abandonar valiosas posiciones avanzadas defensas en el Sinaí {que fue desmilitarizado), no tenía sin embargo inteilción de abandonar el control sobre la orilla occidental; se proponía, por el contrario, acelerar su transformación demográfica fomentando los asentamientos sin tener en cuénta su justificación estrictamente militar¡ la población judía de la orilla occidental ocupada se quintuplicó en tres años bajo su gobierno. Egipto consiguió una muy necesitada paz y la devolución del territorio y los yacimientos petrolíferos en el Sinaí perdidos en 1973. Pero Sadat recibió violentos ataques de la práctica totalidad del mundo árabe por no haber logrado que este acuerdo de paz con Israel dependiera de un trato justo para los palestinos. Perdió sus subvenciones saudíes y pasó a depender por completo de la caridad estadounidense. Carter, no habiendo conseguido reactivar la conferencia de Ginebra, se convirtió en un vehemente paladín de esta extraña concordia egipcio-israelí que consideraba pre-

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SADAT EN JERUSALÉN: CAMP DAVID

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cursara de una serie de acuerdos entre Israel y todos sus enemigos circundantes. Estados Unidos asumió el papel de principal negociador con Israel y Egipto, y en una conferencia tripartita en Camp David en septiembre de 1978, logró que tanto Begin como Sadat suscribieran, junto a los términos de paz bilaterales, lo que fue descrito como marco para un acuerdo en Oriente Medio: Israel abandonaría gradualmente la orilla occidental (y Gaza), creándose una entidad palestina autónoma con una presencia israelí tempo· ral y aplazándose el resto de los problemas por espacio de cinco años. A Begin y a Sadat -como a Kissinger y a Le Duc Tho algunos años antes- les fue concedido el Premio Nobel de la Paz, repitiéndose así la curiosa desviación por la que el premio se otorgabá a guerreros que enmendaban su camino en vez de a hombres de paz más ejemplares. La euforia generada por la aparición de Sadat en Jerusalén en 1977 duró aproxima· damente un año. La presión estadounidense ejercida sobre Jordania y Arabia Saudí para que aplaudiesen lo que se había hecho y para que lo fomentasen fracasó completamen· te. Los árabes estaban divididos entre los hostiles y los muy hostiles. Israel continuó su declive económico {su tasa de inflación llegó a ser la mayor del mundo) y prosiguió su inflexibte política en sus fronteras septentrionales y en la orilla occidental. El gabinete de Begin perdió a sus más eminentes miembros y el apoyo popular; el general Dayan, que había llegado al Parlamento cuando Begin obtuvo la victoria de las elecciones de 1977, le abandonó por la insistencia de su gobierno en promover asentamientos que tenían una finalidad política pero no estratégica, y el general Ezer Weizmann hizo lo mismo por motivos similares. Pero a pesar de que el comportamiento duro e inflexible de Begin le hizo perder amistades, había pocos indicios de que sus objetivos básicos hubiesen llegado a ser impopulares. La elección del abierta y declaradamente pro israelí Ronald Reagan como presidente de Estados Unidos fue un alivio para los israelíes, que habían comenzado a sopesar la política futura de una administración estadounidense obligada a elegir entre su lealtad a Israel y sus intereses materiales y estratégicos en Arabia Saudí. Y la guerra que lrak emprendió contra Irán en 1980 puso otra vez de manifiesto ias fisuras entre los enemigos de Israel, ya que algunos gobiernos árabes apoyaron a lrak y otros no. En Camp David, Begin compró la benevolencia de Egipto, una nada frecuente proeza diplomática en la historia de triunfos militares de Israel. Pero aseguró su flanco meridional como parte de una política expansionista en otros lugares. No le fue difícil a Israel mantener su control sobre la ocupada orilla occidental: aunque se vio obligado a utilizar severas medidas que no le proporcionaban ningún bien en lo que a su imagen exterior se refiere, en el interior las críticas fueron mínimas tanto por lo que respecta a la ocupación en sí misma como a sus aspectos más sórdidos, y Begin utilizó su libertad de maniobra en el sur y este para lanzar un ataque hacia el norte y penetrar en el Líbano. La estrecha victoria electoral de 1981 le hizo depender en el Knesset {Parlamento) de pequeños y miopes partidos políticos cuyo impacto sobre la política resultó a un tiem· po duro y peligroso. La ocupación y progresiva colonización de la orilla occidental pasó a ser más brutal y precipitada {la población judía había de incrementarse de 20.000 a 120.000 antes de 1985) y la fuerza aérea israelí hizo un despliegue de su poderío destru· yendo una instalación nuclear cerca de Bagdad en junio y atacando Beirut en julio: dos golpes uno a izquierda y otro a derecha contra lrak por un lado y Siria por otro. La pri· mera acción, destinada a obstaculizar o retrasar el surgimiento de Irak como potencia nuclear ofensiva, fue condenada en la ONU incluso por Estados Unidos, que seguida· mente aplazó, durante unas cuantas semanas simbólicas, el envío a Israel de nuevos

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aviones militares. Lo que impulsó al bombardeo sobre Beirut fueron las discordias den· tro del Líbano acerca de la presencia de fuerzas sirias, la denominada Fuerza de Defensa Árabe (ADF), creada para intentar mantener indiviso e independiente al Líbano, aun· que reducido a sus componentes sirios. A esta fuerza se opa.nía la Falange c.ris.tiana, que era hostil a los sirios y estaba alarmada por el gradual declive del poder cnsttano (fun· damentalmente maronita) frente al musulmán en el Líbano. Cuando a finales de 1980 los sirios evacuaron Zahle al este de Beirut, la Falange se anticipó al ejército libanés y lo ocupó. Los sirios apoyaron las tentativas del ejército de expulsar a la Falange. Los com· bates se hicieron más intensos. Israel vio aquí su oportunidad. Además de los bombar·· deos en el sur del Líbano, realizó varias demostraciones aéreas sobre Beirut y cuando Siria introdujo por entonces misiles tierra-aire, Israel los atacó. Los israelíes esperaban empujar al presidente Bashir Gemayel, que no sólo era un cristiano maronita si~o t~~­ bién el hijo del fundador de la Falange, a tomar partido a favor de esta orgamzac10n extremista y belicosa y en contra de Siria, creando así en Beirut y sus alrededores un enclave cristiano autónomo similar al establecido por Israel en el sur del Líbano bajo el gobierno nominal del comandante Saad Haddad, aunque fuera de hecho un satélite israelí. Pero Siria y otros países árabes convencieron al presidente Gemayel para que denunciara la alianza israelí-falangista. Divididos entre Siria e Israel, los maronitas se encontraban al borde de perder el papel dominante que habían ejercido en el Líbano. A finales de 1981 el primer ministro saudí, el príncipe Fahd, presentó un plan de paz que exigía la retirada de Israel a sus fronteras de 1967 y daba a entender el reconocimiento del Estado de Israel dentro de esos límites. Israel lanzó un anatema contra este plan pero incluso los propios árabes lo hicieron fracasar al negarse el presi· dente Assad a asistir a una conferencia en Fez para discutirlo. Su línea dura ya se había puesto de manifiesto cuando, bajo la influencia siria, el Congreso. N.acio~al Palestino se había negado a suprimir a principios de año la demanda de el1m1nac1on del Estado de Israel. El rey Hussein de Jordania apoyó firmemente la iniciativa saudí, hizo las paces con Marruecos realizando su primera visita a ese país desde hacía cinco años, pero disgustó al presidente Reagan con su insistencia en incluir a la OLP en cualquier proceso de paz en la región a pesar de que el Consejo Nacional Palestino rechazó formalmente retirar su exigencia de supresión del Estado israelí. Reagan seguía sosteniendo la opinión de que se podía lograr esa paz sin la conc~· rrencia de la OLP, pero su compromiso con Israel y con el programa de Camp David heredado de su predecesor recibió dos duros golpes a finales de 1981. En octubre, el presidente Sadat fue asesinado. Figura más heroica fuera que dentro de su país, Sadat ofendió a muchos egipcios tanto por su estilo como por su política. Una notable caracterís· tica de su muerte fue la transferencia pacífica de poder a Hosni Mubarak, que puso de manifiesto la relativa estabilidad del sistema político egipcio. El nuevo presidente, aun· que demasiado prudente para hacer un cambio brusco de política, estaba evidentemente interesado en recoger todo el fruto del acuerdo de Camp David en lo que se refería a la retirada de Israel de suelo egipcio {la cual acabó de completarse en abril de 1982), pero también estaba interesado en arreglar las relaciones de Egipto con el .resto del mun· do árabe, arruinadas por la incauta aceptación de Sadat de las vagas alusiones a las pretensiones palestinas contenidas en el acuerdo. Mientras que Sadat había hecho gala de su estilo occidental, Mubarak era decorosamente islámico; suavizó la represión de Sadat (y Nasser) contra los opositores políticos, consiguió ayuda extranjera para los servici~s públicos egipcios, y redujo discretamente el gasto militar. En 1984, Mubarak era lo suft·

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El' objetivo aparente y limitado de esta operación era expulsar a los palestinos, que acosaban a Israel desde el sur del Líbano, pero había causas más profundas y objetivos más ambiciosos. Para Menahem Begin y otros sionistas, ciertas partes del Líbano pertenecían a Israel por derecho bíblico y divino, y desde la creación del Estado de Israel todos sus gobiernos se plantearon la destrucción del Líbano, enfrentando para ello a las comunidades islámica y cristiana. _El chispazo que dio origen a la invasión fue el intento de asesinar al embajador israelí en ):..cmdres. Su alcance quedó en seguida claro, porque el ejército israelí avanzó rápidamente desde el sur del Líbano hasta los alrededores de Beirut. Dicha invasión constituyó un éxito militar a la vez que un desastre político. No consiguió al principio expulsar a la OLP de Beirut, ya que Israel no se atrevió a ocupar la capital misma por miedo a que se produjera un gran número de bajas y a que los estadounidenses se enfadasen, pero en julio Beirut estaba tomado con ayuda cristiana y los combatientes palestinos fueron evacuados por mar. En septiembre, el presidente Gemayel fue asesinado, probablemente con connivencia b instigación siria. Le sucedió su hermano Amin. Israel atacó Beirut occidental. Llegadas las cosas a este punto y en Venganza por la muerte de Bashir Gemayel, se perpetraron atroces matanzas de indefensos refugiados palestinos en los campos de Sabra y Chatila. Los autores eran falangistas pero los israelíes estuvieron presentes en los cuarteles generales falangistas a lo largo de los tres días que duró la masacre y que con la ayuda de alumbrado proporcionada por los israelíes se mantuvo incesante. Posterionnente, una investigación oficial israelí -que el gobierno se vio obligado a llevar a cabo de mala gana a causa de las ruidosas protestas internacionales y la inquietud interna- censuró a una serie de israelíes situados en altos cargos por su responsabilidad en estos sucesos. Al invadir el Líbano, Israel puso en peligro el apoyo prácticamente incondicional que los sucesivos gobiernos estadounidenses le venían concediendo. La cuestión de si la invasión por sí sola habría erosionado permanentemente este apoyo es discutible, pero la matanza dejó una honda huella en la actitud con respecto a Israel de los estadounidenses, los cuales, desde la fundación del Estado tras el holocausto nazi, siempre habían utilizado para juzgar las acciones israelíes -aun las más dudosas- una medida distinta que la que aplicaban a las acciones de otros. En el propio Israel la conmoción fue profunda y, añadida a las permanentes dificultades y muertes producidas en la ocupación del sur del Líbano durante los años siguientes, marcó por lo menos el principio

de una reacción contra los rasgos más inaceptables de la agresividad israelí, de una sospecha de que a la larga la política de Israel era imposible y de cierta reticencia a aceptar la opinión mayoritaria de que sólo la actitud de los palestinos era censurable. Por encima de todo, el declarado objetivo de la invasión de llevar la paz a Galilea no se alcanzó. Una fuerza multinacional de mantenimiento de la paz compuesta por unidades francesas, italianas y estadounidenses, a las que más tarde se sumó un pequeño contingente británico, había llegado al Líbano antes de la masacre al objeto de vigilar la evacuación de la OLP y los sirios de Beirut oeste. El número de bajas en esta fase fue de alrededor de 12.000, incluidos civiles libaneses (y 350 israelíes). Al mismo tiempo, el presidente Reagan presentó un nuevo plan de paz. Fue inmediatamente rechazado por Begin des· de el momento en que prohibía las anexiones israelíes, ponía fin a los asentamientos israelíes en la orilla occidental y creaba un Estado autónomo de la orilla occidental asociado a Jordania. La simultánea petición de Reagan de una mutua retirada de las fuerzas sirias e israelíes fue ignorada por ambos países y no fue más que letra muerta desde el principio. Los árabes presentaron su propio plan que de nuevo reconocía implícitamente un Estado israelí (dentro de las fronteras de 1967), pero también reivindicaba un Estado palestino cuya capital debía ser Jerusalén: se trataba de una refundición del plan Fahd del año anterior (Fahd había accedido al trono en junio a la muerte de su hermano Khaled). La lucha entre las distintas facciones del Líbano continuó y los sirios e israelíes permanecieron en el país. Lo combatientes palestinos (unos 7.500) se dispersaron en diez direcciones diferentes, la mitad de ellos a Siria, pero los sirios no consiguieron promover una alternativa adecuada para Arafat como máximo dirigente palestino. La posición siria fue inicialmente precaria pero se fue consolidando gradualmente, en gran medida porque ni el frente israelí-estadounidense ni los enemigos árabes de Siria tenían nada viable que ofrecer. Los israelíes estaban fatigados y apesadumbrados, el ejército libanés era impotente, la fuerza multinacional se retiró de la escena al verse atrapada en el fuego cruzado de la política libanesa. 239 marines estadounidenses resultaron muertos en un solo ataque suicida lanzado en octubre de 1983 después de que la marina de Estados Unidos bombardeara posiciones chiítas y drusas desde el mar. Begin dimitió en 1983 por una combinación de factores que iban desde la aflicción personal por la muerte de su esposa a la frustración política, y dejó a Israel en una situación militar, política y moralmente debilitada. El presidente Assad, que había sobrevivido a dos levantamientos en su contra en los primeros meses de 1982 (aunque sólo al precio de asesinar unos 10.000-20.000 enemigos internos) mantuvo el control local. En el Líbano, Amin Gemayel no tenía nadie a quien recurrir excepto Assad, y cuando trató de conseguir la retirada israelí mediante un acuerdo directo con Israel, sus colegas en el gobierno libanés denunciaron este convenio y el presidente Assad le obligó a anularlo. La tarea de Gemayel de agrupar en una coalición a las opuestas fracciones del Líbano, en lucha abierta entre sí, se vio en seguida frustrada por una u otra de ellas y el propio Gemayel fue reducido a una posición insignificante. La retirada israelí se completó en 1985. Los israelíes se llevaron consigo 1.000 cautivos libaneses. Para conseguir su liberación, un grupo denominado al Yijad (guerra santa) secuestró un Boeing 727 estadounidense en vuelo de Atenas a Roma y lo des· vió a Beirut. Los gobiernos estadounidense e israelí, haciendo hincapié en su negativa a negociar con terroristas, se negaron a negociar la liberación de los pasajeros y la tripulación, pero el líder chiíta Mabih Berri sí lo hizo y obtuvo su libertad a cambio

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cientemente fuerte como para legalizar un resucitado aunque completamente dócil Wafd, y permitirle tomar parte en unas elecciones generales. En segundo lugar, el presidente Reagan se vio obligado a reconocer ciertas vinculaciones entre diferentes partes de Oriente Medio y por consiguiente a modificar implícitamente su creencia de que el asunto palestino podía mantenerse en su comportamiento estanco. Preocupado por la extensión al Golfo Pérsico de la guerra irano-iraquí, aceptó -y convenció por un estrecho margen al Senado para que aceptase- la venta de aviones de información AWACS a Arabia Saudí (cuya entrega se efectuaría en 1986) pero a costa de conceder aún más ayuda militar a Israel además de un acuerdo de «cooperación estratégica». De este modo, el espacio de maniobra de los americanos en Oriente Medio se estaba constriñendo más incluso que antes de la invasión israelí del Líbano.

LA INVASIÓN DEL LIBANO POR ISRAEL

de la liberación de los 1.000 cautivos. Los estadounidenses se contentaron con amenazas de represalias que no cumplieron. Siria no consiguió encontrar una forma de pacificar o unir el Líbano. La OLP, maltrecha pero no erradicada, reconstruyó sus posiciones en los campos situados alrededor de Beirut y Sidón, enfrentando a Siria con la posibilidad de una nueva invasión israelí para destruirlos. Esta vez Siria, abandonando su política de restaurar la preeminencia maronita y sunní, promovió una alianza del Partido Chiíta Ama! de Nabih Berri con los drusos dirigidos por el hijo de Kemal Jumplatt, Wallid, pero los palestinos opusieron fuerte resistencia a los intentos de desalojarlos de los campos y restablecieron su presencia armada en los mismos. La alianza drusochiíta expulsó a los maronitas de Beirut occidental, pero no a los palestinos. Las contrariedades de Siria aumentaron con las actividades subrepticias de su supuesto aliado, Irán, que dividió a los chiítas entre el pro sirio Ama! y el pro iraní Hezbollah, cuyo propósito era crear un Estado islámico en Líbano y utilizarlo como plataforma para la guerra contra Israel y la reconquista de Jerusalén (una política que Siria consideraba poco práctica y suicida). Ama! y Hezbollah se enfrentaron en Beirut occidental y el segund.o atacó al Ejército Sudlibanés que estaba bajo protección israelí. Además, Irán apoyó a los fundamentalistas sunníes (Tawid al Islam) que formaron su propio ejército y se enfrentaron a las unidades sirias en Líbano. Entre los maronitas, Gemayel era, desde el punto de vista sirio, una pieza gastada; al unirse a Siria se ganó el antagonismo de la mitad de su comunidad, de la mitad de la 1 Falange y de la mitad del ejército (cristiano) libanés; para todos estos grupos, Siria era tan despreciable como Israel. El falangista Samir Geaga, comandante de las fuerzas libanesas, desafió la autoridad de Gemayel, pero los maronitas, preocupados por estas divisiones internas, crearon un Consejo de Salvación para librarse de Geaga y mantener su control en Beirut oriental. Otro dirigente maronita, Elie Hobeika (antiguo comandante de las fuerzas libanesas, desplazado en 1986 por Geaga), también se acer~ có a Siria. Viajó a Damasco y pactó una tregua con chiítas y drusos, aceptando el programa político sirio: igualdad entre cristianos y musulmanes, reducción de los poderes del presidente maronita, y una relación especial entre Líbano y Siria. Pero estas maniobras no consiguieron restaurar la unidad en el Líbano ni poner fin a la lucha. El presidente Gemayel, con quien no se había consultado, rechazó el acuerdo con Beri y Jumblatt, y los maronitas repudiaron a Hobeika a favor de Geaga. En 1987, los maronitas asesinaron al primer ministro sunní, Rashid Karawi, y fomentaron en Beirut oriental una resuelta y agresiva hostilidad contra los sirios, que regresaron en gran número. El Líbano estaba dividido en tres, y posteriormente en cuatro. En el sur, Israel apo· yaba a su gobierno títere bajo control militar cristiano. El resto del país tenía gobierno, rivales dirigidos por el sucesor de Karami, Selim al-Hoss (sunní) y Michel Aún (comandante cristiano del ejército libanés). El principal objetivo de Aún era expulsar a los 30.000 soldados sirios, para lo cual recibía el apoyo del eterno rival de Siria, Irak. La lucha aumentó. En 1989, lo que quedaba del Parlamento libanés elegido en 1972 se reunió en Taif, Arabia Saudí. Su objetivo era un nuevo comienzo para el Líbano, después de quince años de guerra civil, invasión extranjera y desintegración progresiva. Aceptó los principales cambios de la política libanesa, dejando la presidencia a los maronitas pero ofreciendo más competencias al primer ministro sunní y más escaños parlamentarios a los chiítas, la comunidad mayor. El presidente Elias Hrawi destituyó a Aún, pero su ejército permaneció fiel al mismo. Aún y Geaga lucharon entre sí hasta que el bombardeo con misiles sirios obligó al primero a rendirse, en 1990; el enfrenta·

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miento entre estos dos ejércitos cristianos marcó la desintegración del poder maronita. Geaga se retiró de Beirut dejando el control aparente de la capital y de la mayor parte del país a Hrawi (el poder real lo ejercía Siria). Israel mantuvo su control indirecto en el sur mediante el Ejército Sudlibanés y mediante su evidente voluntad de emplear la fuerza: como, por ejemplo, en 1993, cuando, en el intento de obligar al Líbano a expul· sarde su territorio a las unidades de Hezbollah, un fuerte bombardeo empujó hacia Bei· rut a medio millón de refugiados. El intento fracasó y las acciones de Israel dieron más popularidad a Hezbollah de la que habría obtenido en caso contrario. Las elecciones de 1992 demostraron la fuerza de los chiítas pero también su división entre Ama!, de Nabih Barri, el gmpo más importante, y Hezbollah, cada uno de ellos con su propio ejército. A al·Hoss le sucedió como primer ministro Rafiz al-Hariri, un rico hombre de negocios que contuvo la inflación, mantuvo los impuestos y el desempleo en un nivel aceptablemente bajo, alcanzó un índice positivo en la balanza de pagos, y con· siguió ayuda e inversión extranjeras. Restauró cierto vigor en la economía urbana pero no pudo frenar la decadencia rural ni disminuir la carga que suponían los 250.000 pales· tinos, en su mayoría sin hogar, sobre una población libanesa no superior a 3,5 millones.

LA DIPLOMACIA DEL REY HUSSEIN Tras la invasión del Líbano por Israel, el rey Hussein retomó sus esfuerzos para alcanzar un acuerdo entre éste y sus vecinos. El rechazo a Israel en Líbano y la derrota de la OLP por Siria renovó las esperanzas del rey de alcanzar un acuerdo por el que Israel cediera territorio a cambio de paz. Estas esperanzas habían sido compartidas por Simon Peres, líder del Partido Laborista de Israel y jefe conjunto de la coalición formada en 1984 con el Likud, dirigido, tras la dimisión de Begin, por ltzhak Shamir; en un acuerdo para compartir competencias, Peres fue primer ministro desde 1984 a 1986, año en que cambió su puesto con Shamir y se convirtió en ministro de Asuntos Exteriores. Estas esperanzas, sin embargo, eran infundadas. Entre las bases de dicho acuerdo se incluía que ninguna de las partes podría llevar a cabo una negociación que la otra parte no aceptara. El Likud, aunque aparentemente dispuesto a discutir un cierto grado de autonomía para los palestinos, insistía en mantener el control sobre todos los territorios conquistados desde 1967 y en negociar solamente con Jordania. Desde el comienzo, Israel se había negado a aprobar un Estado palestino y a establecer negociaciones con la OLP o con un equipo formado por Jordania y la OLP. Hussein, por su parte, consideraba que la paz no era posible o sostenible sin la participación de los palestinos, y consideraba a la OLP como representante de los mismos. Esta perspectiva la apoyaban los gobiernos occidentales, mientras que Esta· dos Unidos, fiel a la insistencia israelí, interpretaba las conversaciones directas como conversaciones entre Israel y Jordania exclusivamente, sin ninguna otra conferencia internacional. Dado que uno de los principales elementos de cualesquiera conversa· dones de paz era la cesión de territorio ocupado por Israel, no a Jordania sino a los palestinos, el modelo estaba desequilibrado a no ser que Jordania abandonara su exi· gencia de incluir a la OLP, lo que obligaría a ésta a dar a Hussein una autorización abierta para negociar el destino de los palestinos independientemente de ellos mis· mos. En estas circunstancias, la tarea de Hussein consistía en llegar a la sala de conferencias mediante un diestro rodeo, y no es extraño que fracasara.

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Comenzó por alcanzar un acuerdo con la OLP sobre la base de territorio a cambio de paz y de convocar una conferencia internacional que incluyera los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, Israel y una delega· ción conjunta de Jordania y la OLP. Esta fórmula enterraba a la OLP en medio de una amplia asamblea pero rechazaba implícitamente la fórmula israelí de negociación directa y, al no hacer referencia a la resolución 242 del Consejo de Seguridad, se enfrentaba a su exigencia de un reconocimiento previo del derecho de Israel a existir como Estado. La maniobra de Hussein no obtuvo más apoyo entre los paí· ses árabes que el de Egipto (todavía condenado al ostracismo debido a la omisión por Sadat del problema palestino en los acuerdos de Camp David) y dividió a la OLP. En 1985, Hussein realizó una de sus repetidas visitas a Washington para asegurar a Estados Unidos que la OLP respaldaría la resolución 242. También pidió armas. Reagan se negó a modificar la fórmula estadounidense-israelí de negociaciones directas pero alarmó a Israel al aceptar suministrar a Jordania misiles y aviones. Su rechazo de los planes de conferencia de paz puso el penúltimo clavo en el ataúd de las mismas, y más adelante se hundieron por completo cuando incluso un árabe moderado como el rey Fahd se negó a asistir a una reunión árabe para discutir sobre los mismos. Hussein culpó a la OLP de este fracaso. Animados por su recuperación parcial en el Líbano, los líderes más combativos de la OLP eran partidarios de llamar la atención sobre su causa mediante actos violentos. En un incidente en Chipre mataron a tres israelíes. En 1985 cuatro palestinos embarcaron en Génova en el barco italiano Achille Lauro, que zarpaba para un crucero en el Mediterráneo oriental. Tenían intención (según declararon más tarde) de desembarcar en Ashdod, Israel, y allí llevar a cabo una destrucción espectacular de bienes y vidas israelíes. Sin embargo, fueron descubiertos a bordo antes de llegar a su destino, y por esa razón (y aparentemente en una decisión repentina) secuestraron el buque y exigieron la liberación de una serie de palestinos prisioneros en Israel. Uno de los secuestradores mató a un pasajero estadounidense. Alarmados por este giro de los acontecimientos, los dirigentes palestinos (de manera notoria Abu Abbas, socio de Arafat, si bien no siempre de acuerdo con él) ordenaron a los secuestradores que devolvieran el mando al capitán y desembarcaran en Egipto, desde donde se les aseguró que serían trasladados a lugar seguro (presumiblemente Túnez). Esta resolución del incidente fue posible gracias al presidente Mubarak, quien aportó los medios para que los secuestradores pudieran dejar el Achille Lauro y salir de Egipto. Pero los estadounidenses, indignados por la muerte del infortunado pasajero, interceptaron el avión que conducía a los secuestradores y a Abu Abbas a Túnez y, amenazando con derribarlo, lo obligaron a aterrizar en Sicilia, donde soldados estadounidenses de una unidad de la OTAN intentaron capturar a sus pasajeros. La última parte de esta hazaña fue frustrada por los italia· nos, que arrestaron y juzgaron a los secuestradores pero permitieron que Abu Abbas huyera a Yugoslavia. Las consecuencias de estas aventuras fueron la caída del gobierno italiano (posteriormente repuesto), el debilitamiento del presidente Mubarak, cuya mediación le reportó la humillación de ver uno de sus aviones capturado por los estadounidenses, el incremento de la violencia ilegal, no sólo por parte de la OLP, sino también de Israel, que bombardeó la sede de la OLP en Túnez, el abandono definitivo de los planes de paz de Hussein, y un nuevo paréntesis en el que ninguna de las dos partes ofreció propuestas viables para alcanzar la paz en Oriente Medio. Al año siguiente (1986) Estados Unidos intentó relanzar el proceso de paz ofreciendo a la OLP la aceptación de una conferencia internacional a cambio de que

aquélla aceptase la resolución 242 y renunciara a la violencia¡ una tardía conversión al desaparecido plan de Hussein. Pero éste, cada vez más ocupado con la guerra entre Irán e lrak se lavó las manos respecto a la OLP; Peres llegó al final de su mandato como primer ministro, y la OLP contestó a la iniciativa estadounidense pidiendo a la URSS que respaldara públicamente el derecho de los palestinos a la autodeterminación, es decir, a un Estado propio. En 1987, el Consejo Nacional Palestino revocó el acuerdo firmado en 1985 entre Arafat y Hussein, y exigió un Estado palestino independiente y representación propia e independiente en cualquier conversación de paz. A finales de 1987 los palestinos de los territorios ocupados por Israel sorprendieron a todos, incluidos los israelíes, con un levantamiento propio, la entifada. Comenzó con un accidente de tráfico en Gaza, donde las condiciones de vida de los palestinos eran parti· cularmente duras y la brutalidad policial especialmente llamativa. Lanzaron piedras, prin· cipalmente niños, y los israelíes contestaron abriendo fuego y matando gente. El levan· tamiento se extendió a la Cisjordania y a Jerusalén, y provocó en los sorprendidos israelíes una respuesta tan dura que la ya maltrecha reputación de éstos se vio seriamente dañada en todo el mundo, e incluso los gobierno protestaron públicamente. Israel no fue capaz de sofocar la entifada. Ésta no consiguió nada más concreto que el anuncio violento de las quejas palestinas. La llegada, a finales de los ochenta, de miles de judíos procedentes de la URSS endureció las actitudes de ambos bandos: 200.000 inmigrantes en 1990 y una marea creciente plantearon a Israel una demanda de alojamiento y empleo que no podía satisfacer. Israel estaba perdiendo el control sobre el sur del Líbano y la crisis de Kuwait significaría un aumento de sus preocupaciones, al permitir que Siria consiguiera atraer en Washington cierta buena voluntad (si bien limitada y poco generosa) con su contribución a la reunión de fuerzas armadas en Arabia Saudí contra lrak. Y Jordania, que en un tiempo había sido interlocutor de Israel, estaba desapareciendo de la escena. La entifada y la manera israelí de presentarle frente hicieron que el rey Hussein acabara por desentenderse de Cisjordania, dejando a Israel con la responsabilidad plena sobre sus asuntos y acentuando la transfomiación de la propia Jordania en un anexo de la hostilidad palestina contra Israel. Hussein solicitó el apoyo de lrak frente a un Israel cada vez más beligerante. Estados Unidos, que estaba aportando una ayuda de 2.000 millones de dólares anuales (a pesar de las leyes que prohibían la ayuda agobiernos que quebrantaran los derechos humanos), se sintió avergonzada por el comportamiento isra· elí y por el hundimiento del proceso de paz, y se sintió obligada en 1989 a hacer, por primera vez, declaraciones oficiales a favor de la OLP. Pero en Israel, Shamir, presionado por colegas como David Levy y Ariel Sharon, retomó la misma postura que Begin en Camp David. El Likud declaró que no negociaría el intercambio de territorio por paz, que continuaría con los asentamientos judíos en Cisjordania, que nunca concedería el voto a los árabes de Jerusalén este, y no asistiría a ninguna conferencia mientras se mantuviera la entifada. Al año siguiente, Sharon aumentó su exigencia de políticas sionistas claras, dimitiendo del gobierno. La coalición entre el Likud y los laboristas, que buscaba la manera de evitar una conferencia de paz sin ofender en exceso a Estados Unidos, se disolvió y, tras un largo tira y afloja de los dos principales partidos con otros partidos religiosos menores, Shamir consiguió formar un nuevo gobierno, aunque incómodamente dependiente del sector fanático. El Partido Laborista estaba claramente dividido entre los partidarios de Peres y los de Rabin. Arafat, sometido a una presión similar, también se refugió en una regresión a posturas extremistas. Estados Unidos intentó usar a Mubarak como mediador, pero sin éxito.

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La invasión de Kuwait por lrak (ver capítulo siguiente) desvió la atención a conflic· tos más urgentes. Resultó también un nuevo revés para la siempre tenue perspectiva de unidad y paz entre los árabes. Pero desde la decadencia del poder otomano, y más específicamente desde la creación de la Liga Árabe en la década de 1940, se habían propuesto alcanzar la unidad, y cada vez que no lo conseguían se sentían defraudados y soportaban las burlas externas. El final de la década de 1970 había sido una mala época desde este punto de vista. Egipto, el país árabe más prestigioso, se vio repudiado por su política de Camp David, y ni siguiera recibió invitación para asistir a la conferencia árabe celebrada a finales de 1980. Siria soportó también la etiqueta de desviada debido a su interven· ción en el Líbano, y sólo la apoyaban Libia y Argelia en el extremo occidental y Yemen en el extremo meridional. En la primera guerra del Golfo, Arabia Saudí, arrastrando consigo a todos los países del área, apoyó a lrak contra Irán, mientras que Siria apoyó a Irán; Jordania se puso de parte de lrak con inesperada claridad. Cuando terminó la guerra, el rey Hussein se embarcó en un intento de remodelar la política del mundo árabe. Sus objetivos eran la pacificación en Oriente Medio y la: conservación de su propio reino: ambos interrelacionados. Al norte y al oeste el rey se enfrentaba a enemigos en Siria e Israel; al sur se encontraba la monarquía saudí, enemiga anéestral de los hachemíes; al este se ubicaba lrak, que se fortalecía bajo un líder tan ambicioso como impredecible pero por quien el rey sentía amistad y una infundada confianza; y un poco más lejos estaba Egipto, que fue readmitido en la Liga Árabe en 1989. Durante sus arduos pero infructuosos esfuerzos para abrir conversaciones de paz entre los palestinos e Israel, el rey había perdido su fe en Estados Unidos y se había convencido de que los árabes debían ponerse de acuerdo y tomar una iniciativa propia. Por invitación suya los presidentes de Egipto e Irak, y del recientemente unificado Yemen, se reunieron en Ammán a comienzos de 1990. Pero unos meses después sus dos huéspedes principales torpedearon sus planes y pusieron en peligro su trono: Saddam Hussein invadiendo Kuwait, y Mubarak uniénclose precipitadamente al ejército organizado por Estados Unidos en Arabia Saudí. El rey condenó la invasión y la toma de rehenes por parte de lrak, insistió en que se retirara y restaurara la independencia kuwaití y apoyó las sanciones de la ONU; pero siguió importando petróleo iraquí por necesidad, y fomentó el continuo suministro de alimentos y medicinas a lrak. También siguió propugnando una resolución exclusivamente árabe de la crisis. Su actitud resultó popular en Jordania pero en ningún otro lugar, e incluso en el país su posición de vio debilitada por la adición de nuevos problemas económicos a los anteriormente existentes. En un nuevo intento de representar el papel de intermediario honrado se encontró con el desaire del presidente Bush y la recepción escasamente cortés de Margaret Thatcher. La crisis de Kuwait fue una cruel demostración de que era el estadista mejor intencionado pero más ineficaz de Oriente Medio. La guerra del Golfo (ver capítulo siguiente), junto con la extinción de la influencia rusa en Oriente Medio, animó a Estados Unidos a buscar un amplio acuerdo de paz entre Israel por una parte, y sus vecinos árabes y los palestinos por otra. Con Egipto ya estaba en paz. Con Jordania no se habían declarado hostilidades en más de cuarenta años; este país incluso se había beneficiado de la creación de Israel aumentando su territorio, y había estado tentado de aumentarlo aún más a costa de los palestinos. El caso de Siria era diferente, ya que estaba determinada a recuperar el territorio conquistado por Israel y, de forma menos clara, albergaba deseos de reconstruir la Gran Siria a costa no sólo de los palestinos y el Líbano, sino también del propio Israel. La reivindicación y las aspiraciones palestinas crearon vínculos entre Israel y Jordania, pero no entre aquél y Siria. Israel

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deseaba la paz con Jordania y Siria, pero se oponía rotundamente, como siempre, al reconocimiento de una identidad palestina independiente. Estaba dispuesta a hacer canee· siones mínimas a los palestinos para satisfacer las exigencias norteamericanas y alcanzar acuerdos de paz con sus vecinos, pero no a aceptar, ni siquiera discutir, el Estado palesti· no incluido en el plan de partición de la ONU que Israel había afirmado aceptar en 1948. La guerra del Golfo había aliado a Siria y Egipto con Estados Unidos y condenado al ostracismo a Jordania y la OLP (que apoyó la acción de la ONU para obligar a lrak a abandonar Kuwait pero no el ataque directo a aquél ni el intento de destituir a Saddam). Estados Unidos intentó aplacar a los árabes oponiéndose al asentamiento israelí en los territorios ocupados y apoyando el principio de tierra a cambio de paz. Consiguió que Israel participara en una conferencia de paz mediante una mezcla de concesion.es (la no in~e­ pendencia para los palestinos) y coerción (retirada de un aval de 10.000 millones de dolares para financiar el asentamiento de judíos soviéticos). El gobierno del Likud estaba dividido en cuanto a aceptar la cesión de tierra por paz, pero unido en su negativa a aceptar una delegación palestina para las conversaciones de paz y en las vacías propuestas de auto· nomía para los palestinos. Tras muchas discusiones se estableció la conferencia de Madrid en 1991, trasladada más tarde a Washington, donde las discusiones sobre la disposición de asientos redujo la conversación a encuentros en los pasillos. Estas conversaciones constituyen poco más que~ una farsa, y la muerte en el Líbano del líder de Hezbollah, Sheikh Abbas Musavi, a manos de los israelíes, a comienzos de 1992, produjo nuevos, si bien tem· porales, obstáculos. Meses después, el Partido Laborista israelí derrotó al Likt~d en las elec: dones generales (obteniendo 44 escaños en el Knesset frente a los 32 del L1kud) Yformo un gobierno con partidos menores y con ltzhak Rabin como primer ministro. Los principales objetivos de Israel se mantuvieron (alcanzar un acuerdo con Jordania y Siria, y aislar y dividir a los palestinos), pero las tácticas cambiaron, ya que Rabin se declaró dispuesto a negociar con Siria la ocupación de los Altos del Galán. Pero este comienzo, que parecía diseñado para alcanzar un rápido acuerdo con Siria, fracasó cuando resultó significar una reducción de las tropas israelíes, no su retirada ni una cesión de territorio ocupado. Sobre Palestina, Rabin propus~ un experimento quinquenal durante el que la autoridad local palestina tendría competencias limita· das sobre (principalmente) servicios sociales, pero poca autoridad política o competencias sobre orden público. Se rechazaron las discusiones sobre Jerusalén, Y la posi· ción de la OLP continuó sin resolver para los israelíes. Ni Rabin ni Arafat se encontraban en una posición de fuerza. Ninguno de ellos tenía apoyo suficiente para llevar a cabo un pacto significativo, y tampoco esta~a claro que desearan dicho pacto. Arafat y la OLP estaban gravemente devaluados debido a su pos· tura en la guerra del Golfo, además de su continuo fracaso de obtener un Estado pales· tino. El prestigio de Arafat había alcanzado el culmen en la década de 1970, cuando consiguió una categoría cercana a un jefe de Estado y estableció vínculos formales con la Comunidad Europea ( 1974 ). Pero cinco años más tarde los acuerdos de Camp David, aplaudidos por la CE, debilitaron su posición al no conceder a Palestina más que vagas expresiones. Recuperó parte de su prestigio político cuando la CE confirmó en Venecia, en 1980, su apoyo a la resolución 242 del Consejo de Seguridad, pero su escenario se había estrechado debido no sólo a la presencia de grupos más combativos, sino también a la entifada, cuyos líderes parecían representar, para los israelíes en particular, un liderazgo palestino alternativo. Por tanto, Arafat era a comienzos de los noventa un líder indeciso acerca de sus próximos movimientos. Aun así, era todavía el dirigente palesti·

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no reconocido internacionalmente; y los palestinos todavía superaban en número a los israelíes en Oriente Medio, y suponían casi la quinta parte de los habitantes de Israel. La victoria electoral de Rabin no le había proporcionado la mayoría en el Knesset y era probable que perdiera su ventaja parlamentaria electoral si hacía las más mínimas concesiones a la OLP. Aun así, la decadencia de Arafat y la OLP le ofrecieron una oportunidad, aunque arriesgada: desacreditar aún más a los principales dirigentes palestinos sin poner en su lugar a otros nuevos y más eficaces. Rabin había esperado encontrar dentro de Israel otros palestinos con los que negociar una autonomía estrictamente limitada, en un área también estrictamente limitada, pero sus esperanzas no se cumplieron. Se encontró sin alternativas a la OLP, bajo una fuerte presión estadounidense para que estableciera conversaciones con la OLP, Jordania y Siria, y con una ·nueva situación en la que la alternativa a la OLP no era una dirección palestina comparativamente acomodaticia, sino el más combativo Hamás, un grupo extremista al que no importaba acudir a la violencia y partidario de la extinción del Estado de Israel. Hamás, que alcanzó importancia hacia 1990, ganó fuerza con cada manifestación de compromiso o duda por parte de Arafat y C:ada muestra de ilegalidad o brutalidad por parte de Israel (por ejemplo, la expulsión en 1992 de más de 400 palestinos de Gaza, arrestadós indiscriminadamente, a las tierras yermas y gélidas del sur del Líbano, quebrantando el derecho internacional). Dado que Rabin y Arafat eran irreconciliables en cuanto a: la cuestión principal de un Estado palestino, no se podían iniciar conversaciones entre Israel y la OLP a no ser que se desviaran hacia ótras cuestiones. Este desvío se encontró en conversaciones secretas que, promovidas por el gobierno noruego, dieron lugar a la declaración de Oslo de 1993, diseñada como el principio de algo más que se mantenía diplomáticamente en secreto. Israel reconoció a la OLP como representante de los palestinos, y aquélla aceptó el derecho israelí de existir y renunció a la violencia. Sobre esta base, el plan de Oslo preveía tres fases: primero, la retirada israelí de la ciudad de Jericó y de la franja de Gaza, y la trQ,nsferencia de competencias a la OLP; segundo, celebración de elecciones en el plazo de tres meses para nombrar a las autoridades palestinas de la zona; y finalmente, discusiones sobre el futuro de Jerusalén y de los 140 asentamientos en los territorios ocupados. A pesar de su imprecisión y de los serios obstáculos, se llevaron a cabo las negociaciones para el cumplimiento de la primera fase, e Israel retiró sus tropas de las dos áreas designadas. Pero las otras fases estuvieron plagadas de problemas, debido a la hostilidad de Hamás, que intentaba desacreditar a Arafat y destruir a la OLP, a la renuencia de Rabin a proceder de manera más rápida de lo que le interesaba, y a la confiscación acelerada de tierras en los territorios ocupados para establecer más asentamientos judíos. Para Israel, la cesión de Gaza era una buena forma de librarse de un área indigente y violenta, de la que no obtenía beneficio y sí cierto descrédito, cuya transferencia podría servir para exponer los defectos de Arafat como posible jefe de Estado. La cesión de Jericó, por el contrario, no fue bien recibida, ya que auguraba la cesión de otra buena parte de la Cisjordania al gobierno palestino. La segunda fase de este período de paz se llevó a cabo, si bien con más de un año de retraso, a finales de 1995 cuando seis ciudades y varios cientos de pueblos y aldeas de la Cisjordania fueron cedidos a una {limitada) administración palestina; se excluyó, sin embargo, Hebrón, la principal ciudad del sur y escenario en 1994 de la muerte de veintinueve musulmanes en una mezquita a la vista de la policía israelí, donde los colonos israelíes consiguieron un régimen mixto. La nueva área bajo autoridad palestina era un mosaico en el que las seis ciudades estaban separadas entre sí, sus suministros de agua y otras necesidades estaban controlados por Israel, y la policía y el ejército israelí conser-

vaban el derecho a operar en espacios intervenidos que comprendían dos terceras par~ tes de Cisjordania. A la policía palestina se le negó el derecho a detener a israelíes. A comienzos de 1996 debían elegirse un Consejo Palestino y el presidente de un ejecutivo palestino. El mapa resultante fueron dos cadenas dispersas y hostiles de poblaciones palestinas y asentamientos israelíes, todo ello bajo control efectivo de Israel. Para los refugiados palestinos, la mayoría todavía en campos, no hubo nada. Acerca de la cuestión crucial de si al final del proceso se preveía la creación de un Estado palestino, Arafat y Rabin se manifestaron en completo desacuerdo. Para Rabin y su partido el proceso de paz parecía una senda hacia el desastre electoral, y probablemente la emprendió bajo la presión del ministro de Asuntos Exteriores, Simon Peres, y sin el optimismo manifestado por éste. Con mayor convicción, Rabin intentó mejorar las relaciones con Jordania con una declaración mutua de no beligerancia poste· rior a un acuerdo de paz. Los dos países no habían declarado hostilidades durante casi cincuenta años pero los estrategas israelíes estaban permanentemente preocupados por la posible utilización del territorio jordano para lanzar un ataque sobre Israel. Rabin y Hussein compartían una aversión personal hacia Arafat, y de la misma forma que Ben Gurión había negociado con el abuelo de Hussein para que Jordania se apropiara de tierras asignadas al Estado palestino en el plan de partición de la ONU, también Rabin buscó la cooperación de Hussein contra las reivindicaciones de los palestinos en Jerusalén concediendo derechos de custodia sobre los lugares santos musulmanes a un organismo religioso jordano. Israel también procedió a expropiar terrenos de los alrededores de Jerusalén para asentamientos judíos, evitando la condena internacional sólo gracias al veto de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad. Rabin suspendió estas operaciones sólo cuando vio la amenaza de ser derrotado en el Knesset por la pérdida de los votos árabes a favor del Likud. La paz con Jordania constituyó un paso en la estrategia de Rabin de pactar la paz con los vecinos de Israel para enterrar la exigencia de un Estado palestino, además del israelí, en el antiguo territorio del protectorado de Palestina. Pero la clave de esta estrategia no estaba en Jordania, sino en Siria. Jordania no tenía una reivindicación válida o plausible de territorio que hubiera formado parte del protectorado, pero Siria sí. El primer objetivo de Assad era recuperar los Altos del Galán, pero Siria tenía el propósito más antiguo de reconstruir la Gran Siria. Era, como Israel, un país irredentista, y sus horizontes abarcaban Israel, Líbano y parte de Jordania. Assad sabía, y Rabin temía, que había una alternativa a la paz con Israel. Con ayuda de Irán o Pakis· tán podría amenazar con crear una segunda potencia nuclear en Oriente Medio, lo que eliminaría el monopolio israelí y minaría su defensa estratégica. En 1995, la existencia de Israel dependía, como en el medio siglo anterior, del dinero estadounidense y de las armas. El gasto militar israelí superaba los 7.000 millones de dólares anuales y se había reforzado, gracias al apoyo y financiación estadounidenses, con annamento nuclear. Pero no se podía esperar con seguridad que continuaran las subvenciones estadounidenses al mismo ritmo de 3.000 millones de dólares anuales, y el armamento nuclear israelí estaba provocando que los países árabes y otras naciones musulmanas se dirigieran hacia una carrera regional de armamentos y hacia la quiebra. Y sin embargo la política de Rabin no parecía diferente de la de su predecesor, Shamir, que había confesado su objetivo de retrasar durante diez años las conversaciones de paz con los palestinos. Rabin se encaró muy lentame~te (si llegó a hacerlo) con la necesi· dad de firmar la paz con Siria cediendo los Altos del Galán y arriesgándose así a perder las elecciones programadas para 1996; en ellas, por enmienda constitucional de 1992,

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el primer ministro sería por primera vez elegido mediante votación popular directa. Pero su complicada y dubitativa búsqueda de una fórmula que combinara seguridad y paz llegó a su fin en 1995, cuando fue asesinado por un joven israelí que no tenía dudas de que sus intentos de alcanzar la paz eran equivocados y pecaminosos.

XII

Las guerras del Golfo

Irán es en lenguaje tradicional una parte de Oriente Medio, pero no es bajo ningún concepto una parte del mundo árabe. Recuerda la conquista árabe del siglo XVII con más resentimiento que la conquista mogola que es 600 años más reciente. Es el único baluar· te del islam chiíta, desviación tensa y aguda de la ortodoxia sunní. Único porque el chiís· mo, aunque mayoritario en Bahrain, Irak y quizá también en Omán, está en todos sitios excepto en Irán sujeto a una dinastía o una clase dirigente sunní. Irán tiene mucho petróleo, pero a diferencia del mundo árabe, su riqueza no consiste exclusivamente en el petróleo. Los iraníes que detentan el poder gobiernan sobre una heterogénea diversidad de razas y religiones. Nunca ha estado el país sujeto a imperialismos occidentales, si bien se ha visto en ocasiones obligado a humillarse ante ellos, particularmente ante Gran Bretaña y Rusia. La sed mundial de petróleo le ha dado los medios para convertirse en una potencia industrial y militar sin ningún parangón en la región circundante. Si la historia y la geografía han hecho a Irán receloso tanto de los británicos como de los rusos, el petróleo le ha hecho desconfiar fundamentalmente de los primeros. En la Segunda Guerra Mundial, ambas potencias, Gran Bretaña y la URSS, ocuparon Irán alegando razones de necesidad estratégica (los iraníes opusieron resistencia durante tres días}, y obligaron a abdicar al fundador de la nueva dinastía iraní, Reza Sha Pahlavi, que se exilió en Mauricio y murió más tarde en África del Sur, en el año 1944. Su hijo y sucesor, Muhammad Reza Pahlavi, no había tenido ni tiempo ni oportunidad de dejar huella en su pueblo cuando la guerra y la ocupación llegaron a su fin. El tratado de 1942 que había sancionado la ocupación extranjera estipulaba la retirada de los británicos y rusos seis meses después del cese de las hostilidades. Los rusos intentaron mantener su influencia en la provincia de Azerbaiján, relativamente rica, tradicionalmente hostil al gobierno central y situada en la frontera con la URSS. También prestaron su apoyo al separatismo kurdo y es posible que hubieran abrigado esperanzas de establecer una esfera de influencia rusa que se extendiese hacia el sur desde la república kurda de Mahabad a través de otros territorios del Golfo Pérsico. Les respaldaba y ayudaba el partido Tudeh, una amalgama de comunistas marxistas

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EGIPTO

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con una más antigua tradición liberal que había servido de inspiración al Movimiento Constitucional a principios de siglo. Las tropas británicas abandonaron puntualm,ente Irán en marzo de 1946, pero el gobierno iraní tuvo que hacer una maniobra y emplear sus mañas para lograr que las tropas rusas se retirasen. El viejo y astuto estadista Qawam·Es-Sultaneh, que se convirtió en primer ministro en enero de 1946, visitó Moscú en febrero inmediatamente después de una protesta iraní por el recién establecido Consejo de Seguridad, y se las ingenió para persuadir a Stalin de que los objetivos rusos se alcanzarían más fácilmente a través de unas buenas relaciones con el gobierno iraní que con la continua presencia de las tropas rusas en el noroeste de Irán. Los rusos, a los que un acuerdo petrolífero con el gobierno central satisfacía por lo menos tanto como el fomento de movimientos separatistas contra él, evacuaron sus tropas tan sólo con unas semanas de retraso. Qawam inició discusiones sobre un acuerdo petrolífero pero evitó dar ningún paso decisivo so pretexto de que, constitucionalmente, la decisión última correspondería al Parlamento que iba a ser elegido en seguida; asimismo, decidió posponer la celebración de las elecciones. Qawam jugó simultáneamente a dos barajas con el partido Tudeh. Habiendo introducido a algunos de sus miembros en su gabinete para apaciguar a los rusos, acogió luego favorablemente (por no decir que alentó) una revuelta de poderosas tribus del sur que exigían la destitución de los ministros del Tudeh y de otros miembros de ese mismo partido que ocupaban destacadas posiciones. La nueva Majlis (Cámara Baja del Parlamento iraní) censuró a Qawam, según era de esperar, por haber iniciado negociaciones con los rusos para elaborar un acuerdo petrolífero, negociaciones que declaró nulas y sin validez alguna. A pesar de estos relativos éxitos, Qawam fue derrotado y dimitió a finales de año. Habiendo sido más listo que los rusos y habiendo visto partir también a los británicos, estaba embarcándose en una política de cooperación con Estados Unidos, de los que esperaba obtener ayuda financiera y apoyo diplomático en la tradicional búsqueda de Irán de medios para mantener a distancia tanto a los rusos como a los británicos.

PETRÓLEO Y NACIONALISMO EN IRÁN

MAR ARABIGO

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500 km ___]

En servicio Cerrado En construcción o Proyectado (1988)

12.1. Principales oleoductos del Golfo (Fuente: The lran-lraq Military Conjlict, Dilip Hero).

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Los sucesores de Qawam iban, sin embargo, a verse complicados encarnizadamente con Gran Bretaña en una disputa en la que Estados Unidos, tras cierta vacilación inicial, dio a Gran Bretaña un decidido y firme apoyo. Aunque Gran Bretaña había abandonado Irán estrictamente de acuerdo con los té1minos del tratado de 1942, las relaciones anglo-iraníes se vieron enturbiadas por la exiStencia de la Compañía Petrolífera Anglo· lraní (Anglo-lranian Oil Company), que tenía un monopolio de los yacimientos de petróleo conocidos de Irán y en la que el propio gobierno británico tenía una sustancial suma de acciones. Esta insólita relación dio a la compañía un matiz político e involucró al gobierno de Gran Bretaña en asuntos comerciales, dos circunstancias novedosas que no eran, a ojo de los iraníes, ni naturales ni gratas consecuencias de la concesión que se había otorgado a un individuo privado a comienzos de siglo. El descontento iraní se incrementó aún más debido a la sospecha de que esta rica y extranjera compañía vendía petróleo a la marina británica en condiciones excesiyamente favorables, y debido asimismo al sigilo que rodeaba a la amplitud de sus ventas y en general a todas sus cuentas, así como al hecho de no dar publicidad en el resto de Irán a los buenos salarios, condiciones de trabajo y otros beneficios que daba a su mano de obra. Los defectos de la com·

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pañía, sin embargo, no eran todos culpa suya: el no anunciar ni airear sus propias virtu·· des se debía a que, puesto que era prácticamente la única que cumplía las leyes laborales, no podía atribuirse los méritos que le correspondían sin difamar a otros patronos. La concesión heredada por la compañía se había otorgado en 1901 a un tal W K. D'Arcy y la compañía la adquirió antes de la Primera Guerra Mundial. El gobierno iraní había negociado y llegado a un trato para recibir un porcentaje de los beneficios netos de la compañía, pero este trato resultó ser desfavorable para Irán, puesto que la participación que correspondía a este país pasó a depender del nivel tributario en Gran Bretaña. Le afectó además la depresión económica del período de entreguerras, y en l 9J2, Irán pretendió cancelar la concesión. Como resultado de unas negociaciones entre Reza Sha y la compañía, un nuevo acuerdo, debidamente ratificado por el Parlamento iraní, dio a esta última una nueva concesión por un periodo de sesenta años que comenzarían a contar desde 1933 (en vez de sesenta años a partir de 1901) sobre una zona sustan· cialmente reducida, y concedió a Irán royalties que se calcularían de acuerdo con la cantidad de petróleo extraído. Hacia 1950 esta producción era de 32,5 millones de toneladas métricas, tres veces más que la cantidad producida en 1938; Irán era el mayor productor de Oriente Medio y la refinería de Abadán era la más grande del mundo. Los ingresos obtenidos por el petróleo eran muy nec~sarios. Después de la Segunda Guerra Mundial, Irán se embarcó en una expansion económica, y un plan aprobado por el Majlis en 1947 preveía el desembolso de 651 millones de dólares, de los que 242 millones debían obtenerse del petróleo. Pero los ingresos procedentes del petróleo en 1947 y 1948 supusieron una decepción, a pesar del inmenso aumento de los beneficios de la compañía, la cual, previendo problemas, inició discusiones para la revisión del convenio de 1933. En 1949 se concertó un acuerdo suplementario: el canon se elevó en un 50% y la compañía aceptó pagar inmediatamente 5,1 millones de libras esterlinas de sus reservas y hacer a partir de entonces y anualmente pagos de las reservas en vez de esperar hasta 1993, como estipulaba el convenio de 19J3. Este acuerdo era muy favorable para Irán, pero era también farragoso y complicado hasta la incomprensión y resultó inaceptable para un grupo de nacionalistas que querían dar por terminada la concesión por completo y deseaban que la dirección y los beneficios de la industria petrolífera pasaran enteramente a manos iraníes. El general Ali Razmara, que ocupó el puesto de primer ministro en 1950, se abstuvo durante un tiempo de presionar al Majlis para que aceptase el acuerdo suplementario. Cuando recomendó su aprobación --en gran medida con el argumento de que Irán tenía escasez de técnicos cualificados- la comisión especial del petróleo del Majlis exigió la nacionalización de los yacimientos de petróleo y de la refinería, y el primer ministro retiró el acuerdo. La compañía, enterada inesperadamente de los términos que la Compañía Petrolífera Árabe-Americana (Arameo) estaba ofreciendo al gobierno de Arabia Saudí-términos que eran más favo· rabies (en años buenos)-y sobre todo más fáciles de entender-, se dispuso volver a ini· ciar discusiones y a simplificar el acerdo suplementario. Razmara presentó una serie de informes de expertos que eran contrarios a la nacionalización, pero fue asesinado en marzo de 1951 por un nacionalista fanático perteneciente a la secta semirreligiosa Fidayan-lslam. Al día siguiente el Majlis votó y aprobó las propuestas de la comisión del petróleo y unas semanas más tarde nacionalizó la industria petrolífera. Al general Razmara le sucedió Hussein Ala, el candidato y amigo del sha que quería evitar el nombramiento del presidente de la comisión del petróleo, el doctor Mohammed Musaddaq, tentativa en la que el sha fracasó. El doctor Musaddaq comen-

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zó a finales de 1951 un mandato que duró de manera tumultuosa y turbulenta hasta agost? de 1953. M~saddaq era un histérico e hipocondríaco rico y aristócrata que res· pondia a una amplia gama de emociones; le apoyaban los chauvinistas xenófobos los fanátic?s religiosos, los rad'.cales tanto comunistas como no comunistas, la vieja ~ris­ trocrac1a a la cual pertenecia, y todos aquellos que desconfiaban del intento del sha de resucitar la autoridad de la dinastía que se había degradado y envilecido con la abd1· . ., d d 1 ca c10n e su ~a r~ y a ocupación extranjera durante la guerra. Su instrumento político era un nac10nahsmo centelleante que, aunque se hubiera pretendido que sirviese de pantalla, se convirtió :n la sen_tencia de sus actuaciones políticas. Si, como parece probabI:, ~usaddaq quena combinar la nacionalización de la industria petrolífera con la contmu1dad en la contratación de técnicos extranjeros y en el recurso a las finanzas ex.teriores, pronto aca~ó siendo derrotado por sus propios partidarios y defensores extremistas. Musaddaq llego ~ ser una figura casi ridícula para el mundo en general y desde luego para el mundo occidental, pero en su propio país alcanzó una auténtica populari· dad (independientemente de que comprara el apoyo de la multitud en la capital) e incluso sus adversarios políticos tuvieron que reconocer su éxito en la reducción de la corrupción en los asuntos públicos. Fracasó, sin embargo, en la tarea de mantener el con· trol en el curso de la disputa petrolífera y de mantener su confianza en sí mismo· se conv.ir~ió en prisioner~ de sus propias actitudes impetuosas e irreflexivas y subestimÓ la efectividad de las sanciones económicas que el gobierno británico podía imponerle. La ley de r:~ci?nal_ización del petróleo expropió a la compañía británica y creó una ~ueva comparna irarn para reemplazarla. A lo largo de las discusiones y polémica con· siguientes, Musaddaq insistió en el reconocimiento británico de la validez del decret~ d.e. nacionaliz~ción como req~isito previo e indispensable para cualquier nego· c1ac10n sobre_ posibles compensaciones a la compañía británica. Los británicos, por su parte, sosteman que el decreto era ilegal e inoperante, que la titularidad de la compañía permanecía intacta, y que el convenio de concesión concertado en 1933 no podía en justicia revocarse por un acto bilateral de una de las partes, incluso aunque esa parte f~ese un Est~d~ soberano. :o~ consiguiente, Gran Bretaña no sólo exigía com~ensaciones eco~omicas por la perdida de beneficios garantizados a la compañía en vi~tud del c.º?~erno de concesión, sino también una suma adicional en concepto de danos y per1uic10s por la ruptura ilegal e injustificada del contraro. La controversia implicaba no solamente a la compañía británica 1 sino también al gobierno del Reino Unido, que era responsable de la seguridad de los súbditos británicos (que. po~ían corre.r peli~ro a causa del delirio nacionalista) y qµe deseaba garantizar sus propios intereses financieros en la compañía británica; al gobierno le interesaba así· mis'.11.o mantenerse firme en la defensa de los derechos británicos por temor a que la debilidad en una parte de Oriente Medio pudiese provocar ataques a los intereses de ~ran Bretaña en otros lugares. Durante 1951, se hicieron diversos intentos para nego· c~ar con. Musa~daq -p?r parte de la compañía británica, por parte de un emisario especial enviado a instancias del presidente Truman, y por parre de una delegación británica encabezada por un ministro del gabinete-. La administracción estadounidense se puso del lado británico tras cierra vacilación inicial. Sus simpatías hacia la causa inglesa s~ contrarrestaban hasta cierto punto por su deseo de atraer a Irán hacia el campo occidental; puesto que, por el contrario, el contencioso petrolífero amenazaba con dis· tanciar a Irán de Occidente, hubo algunos estadounidenses impacientes no únicamen· te por que Estados Unidos ofreciera su mediación, sino por conseguir llegar a un acuer-

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do sin necesidad de obtener todo lo que Londres consideraba adecuado y conveniente. Pero el extravagante histrionismo de Musaddaq le enajenó las simpatías estadouni· denses, y una visita que realizó a Nueva York (para pronunciar un discurso ante el Consejo de Seguridad) y a Washington en octubre de 1951 no le reportó ningún bien y sí en cambio algún daño. Sus coqueteos con Moscú y la deuda contraída con los comunistas iraníes ayudaron a persuadir los planes de los estadounidenses de que debían hacer causa común con los británicos y apoyar a los enemigos internos de Musaddaq para derrocarle. · En último extremo, el curso de la disputa no lo determinó la rectitud o falta de rectitud legal, sino la escasa inclinación de Gran Bretaña a utilizar la fuerza (excepto para proteger a los súbditos británicos); la incapacidad de la compañía iranf para vender el petróleo iraní ante los obstáculos interpuestos por la compañía británica y la falta de solidaridad entre los productores; y el hundimiento económico del régimen de Musaddaq, que, privado de los ingresos que le proporcionaba la compañía británica, fue incapaz de hallar recursos monetarios alternativos. Al no lograr obtener créditos de Estados Unidos ni del Banco Mundial, Musaddaq recurrió al renombrado Hjalrnar Schacht, que le juzgó -tras trabar conocimiento éon él durante unos cuantos días, en septiembre de 1952- como uno de los hombres más sabios de aquel tiempo, pero no pudo ayudarle. Mientras tanto, algunos de los· alidadas de Musaddaq comenzaban a vacilar. Fue nombrado de nuevo primer ministro en julio de 1952 tras una dimisión rutinaria a raíz de la convocatoria de un nuevo Majlis, pero los rniern· bros de esta Cámara se mostraron algo reacios a otorgarle los plenos poderes que solicitaba. Cuando el sha se negó a darle el Ministerio de la Guerra, dimitió. Pero Qawarn, que le sucedió, sólo supo permanecer en el puesto cuatro días, tras los cuales hubo de emprender el vuelo; la multitud se manifestó a favor de Musaddaq, el Majlis acordó por votación concederle plenos poderes, y el mismo trono pareció peligrar. Sólo el ejército tenía capacidad para quitarle el poder, y lo hizo un año después. . El triunfo de Musaddaq había puesto de manifiesto su dependencia con respecto a las masas, sin que por ello disminuyera su dependencia financiera con respecto a los británicos que, a su vez, se veía condicionada por la dependencia de Musaddaq con respecto al ultranacionalista Mullah Kashani, que se había convertido en presidente del Majlis y no consentiría un acercamiei:1to a Gran Bretaña. Antes de que termina· se 1952, Musaddaq y Kashani se habían enemistado. Al año siguiente, Musaddaq triunfó sobre Kashani y disolvió el Majlis pero no logró imponerse al sha. En agosto, el sha destituyó a Musaddaq y nombró al general Zahedi en su lugar. Tres días después, tanto el sha corno el general se veían obligados a marcharse pero, mientras que el sha se fue ; Roma, el general se retiró a sólo una corta distancia y al cabo de una semana desde su nombramiento inicial como jefe de gobierno volvió para poner fin al régimen de Musaddaq de una vez por todas. Musaddaq había sido primero acosado por fuerzas externas y luego expulsado por fuerzas internas. El sha también regresó. Apenas se disimuló la mano que Estados Unidos había tendido y no se había olvidado cuando el sha se vio obligado a huir una vez más, veinticinco años más tarde. Pronto se logró la paz en la disputa del petróleo. Se elaboraron nuevos acuerdos basados, irónicamente, en el reconocimiento del decreto de nacionalización iraní. La compañía petrolífera iraní siguió existiendo y manteniendo la propiedad del petróleo. Se creó un consorcio constituido por ocho compañías extranjeras, concretamente británi· cas, francesas y estadounidenses. La compañía británica aceptó, no sin objeciones, una

La caída de Musaddaq fue una victoria para el sha. Los partidarios de izquierdas de Musaddaq fueron perseguidos con una saña encarnizada y el sha impuso gradualmen· te la supremacía del trono, primero mediante el gobierno militar que duró hasta 1957 y más tarde a través de una serie de primeros ministros que o eran sumisos o eran expulsados. La muerte del único hermano del sha a finales de 1954 puso en peligro la dinastía y obligó al sha, que no había tenido descendientes, a divorciarse de su segun· da mujer y casarse con una tercera que le dio un hijo un año después. Fortalecido de esta forma, el sha comenzó a desarrollar una política de distribución de la tierra y reforma agraria que era tan impopular entre las clases terratenientes y el Majlis (donde éstas estaban ampliamente representadas) que el sha prescindió del Parlamento durante dos años entre 1961y1963. En 1963 se sintió lo suficientemente fuerte corno para celebrar un plebiscito que confirmó su ascendiente personal y el declive del poder de los notables provinciales. Por razones diversas siguió existiendo malestar en el mundo de los políticos urbanos, los jefes tribales y los jóvenes de buena educación, pero los ingresos del petróleo aumentaron y el producto nacional bruto de Irán comenzó a registrar un índice de crecimiento anual del orden de un 7%. En el terreno de la política exterior el sha tenía que decidir si se adhería al Pacto de Bagdad, identificando de ese modo a su país con el Occidente. Tomó la determina· ción de hacerlo en 1955, después de convertirse en el primer receptor de la ayuda del Punto Cuarto Estaclounidense, y en 1959 realizó una visita de Estado a Londres y recibió al presidente Eisenhower en Teherán. Tras un breve período de frialdad, las rela· dones ruso-iraníes mejoraron y en 1963 el presidente Breznev fue asimismo recibido oficialmente en la capital iraní, como recordatorio de que el tiadicional recelo entre los dos países tenía que tener en cuenta el hecho de que Irán compartía con la URSS una larga frontera que estaba indefensa y que ponía la mirada en las rutas comerciales del norte para la exportación de la producción de sus provincias septentrionales. El sha se comprometió a no permitir la instalación de misiles nucleares en Irán y, sin abandonar el CENTO (en lo que el Pacto de Bagdad se había convertido) ni unirse al grupo de países no alineados, se orientó hacia una posición inás independiente en la política mundial. Hacia 1969-1970 estaba capacitado para desempeñar un papel decisivo en la configuración del futuro político del golfo Pérsico tras la retirada de Gran Bretaña

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participación del 40% en este consorcio y recibió de sus siete asociados la cantidad de 214 millones de libras esterlinas por el restante 60% que compraron y se repartieron entre ellos. La compañía británica debía recibir asimismo a lo largo de los años 19571966 la cantidad de 25 millones de libras del gobierno iraní en concepto de indemniza· ción por las pérdidas sufridas desde la nacionalización. Se otorgó al consorcio un control efectivo sobre la refinería de Abadán y los principales yacimientos de petróleo durante veinticinco años, con una serie de opciones de renovación, y éste se compro· metió a pagar al gobierno iraní el 50% de sus beneficios. De esta forma, se daba satis· facción a la doctrina nacionalista, los consumidores veían aseguradas sus necesidades y los productores sus ingresos. Las relaciones diplomáticas entre Irán y Gran Bretaña se restablecieron plenamente a principios de 1954. Musaddaq pasó los dos años siguientes en la cárcel.

EL GOBIERNO DEL SHA

y, deleitándose con el papel de empresario coronado, era capaz asimismo de utilizar la riqueza mineral del país y una economía en ascenso para convertir a Irán en una poten· cia militar e industrial de importancia considerable. La política del sha y todo su empeño consistía en el crecimiento a cualquier precio y la clave era el petróleo, si bien no era éste el único recurso del país. Tenía además una importante riqueza de gas natural y de otros minerales, una agricultura próspera y estaba creando una industria tan rápidamente como permitían un índice de analfabetismo de un 50% y un sistema educativo lamentable. Cuando la guerra de 1973 en Oriente Medio proporcionó a los productores de petróleo la excusa para elevar los precios, el sha se mostró partidario de los máximos incrementos con éxito, pero contra los deseos de árabes más cautos que no estaban seguros de querer perjudicar a los países occidentales que eran sus mejores clientes. En dos años, los ingresos del gobierno iraní por barril se multiplicaron por diez y los ingresos totales anuales derivados del petróleo se elevaron de 2.300 millones de dólares a 18.200 millones de dólares. Al año siguiente después del alza del precio del crudo de 1973, el PNB se elevó en un 42,5%. El gasto público aumentó también, especialmente el de defensa, que se multiplicó asimismo por diez en el curso de los primeros cinco años de la década y superó el techo de los 10 millones de dólares; hacia 1975 Irán gastaba en defensa una proporción de su PNB mayor que la de otro país del mundo, exceptuando Israel. Los resultados de esta explosión no fueron todos felices: 1975 contempló un déficit en la balanza de pagos de casi 1.000 millones de dólares. El despilfarro y la corrupción florecieron en la misma proporción; se desató la inflación. Los que se veían afectados por dicha inflación y eran menos capaces de hacer carrera de la corrupción hubieron de ser compensados, y así los salarios prácticamente se duplicaron en 1974-1975 con la habitual pesadilla cíclica: demanda de productos, oferta insuficiente, elevación de precios y aumento de exportaciones para llenar las lagunas, nuevas elevaciones de precios y nuevas demandas de aumento de salarios. El sha, que había sido drástico en su trato con la aristocracia terrateniente a comienzos de la década de los sesenta, mostraba signos de descontento imperial con los nuevos, ostentosos y corruptos ricos, y acariciaba planes para entregar la mitad de la propiedad y beneficios de la industria a los trabajadores. Sin embargo, los salarios seguían siendo irrisorios y Teherán se convirtió en una ciudad de chabolas de cinco millones de habitantes para los que la vivienda era vergonzosamente insuficiente. Las debilidades del régimen del sha eran: la incertidumbre que rodeaba a una autocracia con un descendiente menor de edad; la oposición de los conservadoresmullahs; la oposición de los estudiantes radicales y de otros sectores que ni siquiera uno de los aparatos de policía secreta más terribles del mundo era capaz de silenciar; y la propia negativa del sha a escuchar a nadie. Estaba obsesivamente preocupado por las conspiraciones izquierdistas pero no veía la amenaza que suponía el clericalismo radical, y acabó ignorando peligrosamente la situación de su propio país, donde el salvajismo de su policía SAVAK y la descarada desigualdad junto con la riqueza irregularmente adquirida consiguieron que cuando sonó la señal de alarma miles de civiles se lanzaran a las calles dispuestos a enfrentarse a su terrible maquinaria militar. Entre su regreso en 1953 y su segunda salida y exilio en 1979, el sha llevó a cabo una revolución en Irán, utilizando la riqueza del país para lograr prosperidad y vitalidad; pero el precipitado ritmo y la terrible falta de humanidad de esta revolución aglutinó a los conservadores, radicales y liberales en contra de ella y se generó de esta forma una contrarrevolución. Cuando en enero de 1979 el sha pidió a Shahpur Bakhtiar que

asumiese la jefatura del gobierno, Bakhtiar aceptó sólo con la condición de que el sha abandonara el país. Si el sha era el principal artífice de su propia destrucción, el principal beneficiario fue el ayatolá Ruhollah Jomeini, un anciano e inflexible líder religioso indignado con los valores materiales del sha y animado por su odio personal nacido de la negativa del sha a permitirle asistir al funeral de uno de sus hijos. Jomeini era el principal portavoz de los que creían que la modernización de Irán según el modelo estadounidense era pecaminosa e infame. Este movimiento se hizo manifiesto a comienzos de los años sesenta, irrumpió en forma de graves (y brutalmente reprimidos) disturbios en 1962-1963, y condujo en 1964 al exilio de Jomeini -primero en Najaf, en Irak, y más tarde en Francia- desde donde continuó fomentando la oposición al sha. La personalización de esta lucha culminó en la salida del sha del país en enero de 1979 y en el regreso de Jomeini. Un mes más tarde también Bakhtiar abandonó Irán.

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LOS TRIUNFOS DE JOMEINI

Jomeini era todopoderoso. Otros grupos opuestos al sha juzgaron oportuno reunirse y organizarse en tomo a Jomeini o, por el contrario, mantenerse alejados y no dejarse ver. Jomeini proclamó una república islámica e instituyó un régimen todavía más intolerante que el del sha, aunque posiblemente menos cruel y sanguinario, y menos corrupto. Designó como primer ministro a Mehdi Bazargan, un devoto seglar con una educación científica, pero no había de hecho un gobierno central. Bazargan fue hostigado por la izquierda y por la derecha, por los kurdos y por las minorías ára·· bes, y por manifestaciones del propio ayatolá que contradecían las suyas. Jomeini se había retirado a la ciudad santa de Qum, desde donde dominaba la escena con declaraciones esporádicas y permitía que prevaleciese una especie de gamberrismo religio· so. Los comités islámicos locales se dedicaban a acorralar y ejecutar a todos aquellos a los que la denuncia y la delación exponían a su cólera indiscriminada. En noviembre, los radicales de Teherán invadieron la embajada estadounidense y retuvieron como rehenes a cincuenta y tres de sus ocupantes. Este golpe iba dirigido en parte contra Bazargan, que finalmente sucumbió, pero más abiertamente contra Estados Unidos. Indirectamente pero de forma portentosa alarmó a los rusos, que temieron un coup de main estadounidense en Irán como represalia, en un momento en que su propio dominio sobre el vecino Afganistán empezaba a ser inseguro. Restaurado el sha en el tron~ por los estadounidenses en 1953 y colmado desde entonces de todo tipo de ayuda estadounidense, fue generalmente considerado como un juguete e instrumento de Estados Unidos al tiempo que al gobierno estadounidense se le consideraba cómplice de su mala administración. El sha llegó a Estados Uni· dos -vía Egipto y México- en busca del mejor tratamiento médico para la enferme· dad que pronto acabaría con su vida, pero muchos en Irán vieron su llegada a Nueva York como un preludio de una nueva tentativa estadounidense de reinstaurarle en el trono. Además, los militares más jóvenes coincidían unánimemente con los vengativos jefes religiosos en exigir la extradición del sha para ser juzgado en Irán por sus supuestos crímenes contra el Estado. El secuestro de los rehenes era un acto tendente a conseguir esta meta y el sentimiento antiestadounidense que ejemplificaba y alimentaba resultaba útil a Jomeini para reunir bajo su mando todos los fragmentos

escindidos de la sociedad iraní. En todo momento, a lo largo de los doce meses siguientes, el ayatolá apoyó a los secuestradores que tenían en su poder a los rehenes y cuyo afán por echarle el guante al sha y por humillar a Estados Unidos echó por tierra los consejos más moderados de aquellos que -como Bazargan y, después de él, Abolhassan Bani·Sadr, nombrado presidente en enero de 1980- deseaban restablecer relaciones normales con Washington, aunque sólo fuera para descongelar los fondos iraníes depositados en bancos estadounidenses y, tras el ataque de lrak, para obtener repuestos para sus armas. Bani-Sadr se vio obligado a emprender la huida ante una nueva ola de terror desatada en 1981, una de cuyas primeras víctimas -entre tantas otras- fue su sucesor. Las potencias imperialistas suelen estar acostumbradas a aceptar con cierta ecuanimidad los desastres que acontecen a sus súbditos en tierras extranjeras. Pero no así el más responsable público estadounidense. No había pruebas de que los rehenes hubieran sido maltratados, pero el mero hecho de su secuestro era considerado como una infamia y una desgracia que no podía consentirse. La suerte que pudiesen correr estos ho~bres se convirtió en una obsesión y la situación se hizo aún más tirante con la invasión rusa de Afganistán unas semanas después. Por una parte, Estados Unidos tenía interés en preservar el régimen de Jomeini porque parecía el único hombre capaz de evitar que Irán se desintegrase y hundiese; una guerra civil en esta conflictiva y delicada zona no sólo era temible en términos generales, sino también porque rpodría dar a la URSS una excusa legítima para intervenir en virtud de su tratado con Irán de 1921. Por otra parte, Estados Unidos veía a políticos como Bani-Sadr como sus aliados naturales y querían fortalecerlos frente a la coalición de extremistas repre· sentada por el ayatolá y los radicales. Washington creyó que reforzaría a los moderados mediante la imposición de severas sanciones, para lo cual, sin embargo, necesitaba la colaboración europea y japonesa. Pero esta estrategia estaba viciada por un¡¡. contradicción latente. fümi-Sadr estaba tratando de negociar con Europa y Japón acuerdos de intercambio de mercancías por petróleo, de modo que la tentativa estadounidense tendente a conseguir que estos países impusieran sanciones a Irán perju· dicaban a Bani·Sadr, al cual los estadounidenses esperaban poder fortalecer y apa· ciguar. Por su parte, los aliados de Washington tenían escasa fe en la sanciones pero esta· ban dispuestos a seguir las directrices estadounidenses porque, por un lado, querían mostrar su solidaridad con Washington contra lo que constituía una flagrante ruptura de las prácticas diplomáticas y, por otro lado, deseaban evitar que Washington recurriera a la fuerza con el fin de liberar a los rehenes. Consideraban que las medidas de fuerza no sólo no obtendrían éxito, sino que podrían conducir al cierre del Golfo y a la consiguiente pérdida de- los cargamentos de petróleo transportados por los barcos que navegaban por sus aguas, los cuales eran mucho más importantes que el crudo iraní. Irán respondió a esta amenaza de sanciones firmando acuerdos económicos con la URSS, Alemania oriental, Checoslovaquia y Bulgaria. Estos acuerdos tenían económicamente escaso valor pero eran políticamente molestos para Occidente. A comienzos de enero de 1980, el presidente Carter afirmó ante el Congreso de Estados Unidos que la utilización de la fuerza para el rescate de los rehenes fracasaría casi con toda seguridad y podría acarrear la muerte de éstos. En abril llevó a cabo el intento. Era una apuesta y la perdió. Ocho estadounidenses murieron y se perdieron seis helicópteros y un avión transportador de tropas. Los rehenes no fueron asesina·

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dos pero se les dispersó, conduciéndolos a diversos lugares. El prestigio estadounidense sufrió un rudo golpe. Los aliados, que preparaban sanciones como alternativa de fuerza, se ofendieron por no haber sido avisados de que, después de todo, iba a utilizarse la fuerza. Moscú se congratuló de que el mundo tuviera una nueva incursión militar de la que hablar aparte de Afganistán. Los países musulmanes se siritieron obligados a reunirse en torno a Jomeini. De todas formas y por lo general, la situación después de este fiasco no fue diferente de lo que lo había sido antes.

SADDAM HUSSEIN En 1968, el régimen de Aref en lrak fue abolido por un golpe de Estado que colocó al general Ahmed Hassan al-Bakr en la presidencia. Esto supuso una victoria para el Baas, pero sobre todo para Saddam Hussein al-Takriti, el bmtal hombre fuerte del nuevo régimen. Saddam Hussein pennaneció más o menos en segundo plano hasta 1979 en que se hizo abiertamente con el control tras una conspiración de origen oscuro (probablemente tramada por un descontento clan rival dentro del establishment sunní). Dirigió su mirada más hacia el sur que hacia el oeste. Su principal ambición era reafirmar la posición de Irak en el Golfo. Sus adversarios más importantes, por tanto, no eran Siria ni Egipto, ni siquiera Israel, sino Irán y Arabia Saudí, y puesto que ambos países contaban con el apoyo de Estados Unidos, se dirigió a la URSS y firmó en 1972 un tratado para, entre otras cosas, obtener armas. Pero Saddam Hussein no pretendía subirse al carro soviético y tres años después concertó un acuerdo con Francia para el suministro de un reactor nuclear, y creó una institución para la investigación nuclear con una plantilla de 600 ingenieros. Irak, que había suscrito el Tratado de No Proliferación Nuclear, sostenía que se estaban observando todas las garantías prescritas por la Agencia Internacional de la Energía Atómica, pero los adversarios de lrak -particularmente lsrad- temían que se estuviera preparando para fabricar armas nucleares: la planta donde estaba siendo construido el reactor en Francia fue saboteada y un físico egipcio al servicio de lrak fue asesinado en París. lrak se volvió también hacia Italia en busca de ayuda para el entrenamiento de oficiales navales y aéreos y para la obtención de diez barcos de guerra. Dada la geografía iraquí, estos bar· cos sólo podían ser utilizados en el Golfo. Los contactos al margen de la URSS y de Europa oriental, particularmente con Alemania occidental y Japón, se intensificaron tras las demostraciones y el despliegue del poderío ruso en Adén y Etiopía a finales de los años setenta. Los progresos de Irak no eran exclusivamente militares. El gobierno se embarcó .también en programas de alfabetización y de educación, de formación de técnicos, de expansión industrial, y en un plan agrícola destinado a permitir que lrak produjese todos los alimentos que consumía en lugar de sólo una cuarta parte. Todas estas medidas se basaban en el petróleo. El crudo proprocionaba el 98% de los ingresos de expor· ración iraquíes y financiaba el 90% de la inversión del gobierno. La producción alcanzaba 2 millones de barriles diarios en 1973 y 2,5 millones en 1977, y antes de que acabase la década llegó a alcanzar durante poco tiempo un techo de 3,7 millones. Irak se convirtió en el segundo exportador mundial. (Las exportaciones con destino a la URSS siguieron siendo relativamente poco importantes: 220.000 barriles diarios en 1973, descendiendo a 70.000 en 1979.)

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En 1980, Irak atacó a Irán. Entre las causas de esta guerra figuraban la debilidad de Irán tras la caída del sha, con la consiguiente tentación de Irak de apuntarse un tanto a expensas de Irán; la profunda aversión de Saddam Hussein hacia el ayatolá Jomeini, al que consideraba un lunático de la religión; la inquietud por las consecuencias del fanatismo y las intrigas de los chiítas de Jomeini entre los chiítas iraquíes, una mayoría desvalida que protagonizó graves disturbios a finales de 1979; posiblemente, la sospecha de que Jomeini había estado implicado en el fallido golpe del verano contra el régimen de Saddam Hussein; y, por último, la perenne cuestión de los kurdos, una importante minoría en Irak (18%) con molestas reivindicaciones en la región petrolífera de Kirkuk y una tendencia aún más molesta a dejarse utilizar por Irán contra Irak. Saddam Hussein tenía la esperanza en 1975 de haber resuelto por fin la cuestión kurda. (Para los antecedentes, véase la nota al final de esta parte.) Después de admitir a los kurdos en el gabinete iraquí de 197.3 y conceder autonomía a la región de Kirkuk en 1974, Irak consiguió del sha en 1975 una promesa de cesar la ayuda iraní a los disiden· tes kurdos. Pero Saddam Hussein no podía estar seguro de que la promesa del sha fuera mantenida por Jomeini, y en cualquier caso guardaba rencor por e~ precio que había tenido que pagar por ella y quería retractarse de su propia promesa. Esta fue la causa inme· diata de la guerra. Afectaba a los derechos respectivos de Irak e Irán en el Shatt al-Arab. El Shatt al-Arab lleva las aguas del Tigris y el Éufrates al Golfo Pérsico. Estos ríos estan en Irak pero el propio Shatt hace de frontera entre lrak e Irán, y en la mitad de su curso de 200 km se le une el río iraní Karun. El Shatt es la única salida de Irak al mar y transporta asimismo el tráfico de los puertos iraníes de Jorramshar y Abadan en la provincia de Juzistán, cuya población la constituyen ciudadanos iraníes de raza árabe. El Golfo, en el que desemboca el Shatt, no da directamente al mar abierto, sino al estrecho de Ormuz que está a 800 km de lrak pero es fácilmente controlable por Irán. Cuando en 1971 Irán tomó posesión de las pequeñas islas del estrecho {las Tumbs y Abu Musa) que Gran Bretaña había querido transferir a dos de los emiratos árabes, Irak no fue capaz en aquella época de hacer otra cosa que romper las relacio· nes diplomáticas con Irán y expulsar a los iraníes del país. El primer tratado concerniente a la frontera entre los imperios iraní y otomano a lo largo del Shatt al-Arab se firmó en 1955. A éste le sucedieron muchos otros. Nin· guno de los tratados satisfizo nunca a ningunas de las dos partes y las complicaciones habían ido aumentando por los cambios y desplazamientos e.n el terreno, vías fluvia· les e islas, y (finalmente) por el descubrimiento de petróleo. A comienzos del siglo XX, el imperio otomano había logrado controlar la casi wtalidad del Shatt y esta posición la heredó en el período de entreguerras del Estado de Irak que vino a sucederle. Fue, no obstante, desafiada por el resurgimiento del poderío de Irán bajo la dinastía de Pahlavi, que reivindicaba que la frontera debía discurrir por debajo del cauce medio. En 1937 un nuevo tratado mejoró considerablemente la posición iraní, sobre todo gracias a la libre utilización del Shatt por barcos de guerra y mercantes de ambos esta· dos. Después de la Segunda Guerra Mundial y en concreto tras la revolución de 1958 en Irak, Irán comenzó a ejercer presión sobre Irak. En 1969, Irán denunció el tratado entre Teherán y Bagdad en 1937. Irak respondió declarando que todo el Shatt era agua territorial iraquí pero el apoyo de Irán a la revueltas kurdas contra Bagdad obligó a Irak en 1975 a aceptar un trato por el cual el sha abandonaría a los kurdos a cam· bio del reconocimiento de la frontera en el cauce medio. En 1978 la caída del sha modificó de nuevo la situación. Irán cayó en una especie de caos y perdió el apoyo

estadounidense que había constituido un factor muy destacado en la expansión del poderío iraní. Irak, por su parte, había ido haciendo acopio de energías desde el golpe de 1968. En 1980, Saddam Hussein derogó el acuerdo de 1975 e invadió Irán. Cometió un error de cálculo. La guerra no fue el triunfo fácil que había esperado. El Irán de Jomeini no se desintegró e Irak se vio comprometido en operaciones de desgaste que pusieron de manifiesto su debilidad y sus ambiciones. Los iraníes rechazaron el ataque iraquí a pesar de la desorganización del país y de la renuncia del clero, al dar al ejército -un posible competidor por el poder- libertad de acción. Saddam Hussein, igual que Ayub Khan en Cachemira en 1965, no logró una victoria rápida que era la única clase de victoria que merecía la pena. La guerra entró en una fase de encarnizada lucha y terrible mortalidad. La confianza de Irak en una rápida victoria --inspirada en el caos postrevolucionario de Irán, en un intervalo de calma por lo que respecta a los revueltas kurdas, y en unas arcas llenas como consecuencia de las alzas en el precio del petróleo de los años setenta- resultó un fiasco y lo mismo ocurrió con el sueño de Irak de dominar el Golfo y el mundo árabe. En Irán, el ayatolá Jomeini vio fortalecí· da su posición y arrojó al campo de batalla con implacabilidad revolucionaria y reli· giosa a miles de jóvenes reclutas iraníes, insistiendo en que no aceptaría unos térmi· nos de paz que no incluyesen el derrocamiento del presidente Saddam Hussein. Aunque prácticamente ganó la guerra en las primeras semanas, Irak hizo entonces una pausa fatídica, en la falsa creencia de que ya había vencido. Irán contuvo la principal ofensiva iraquí y una ampliación del frente hacia Dezful, en el norte; respondió atacando Basara desde el mar, y objetivos tan al norte como Mosul desde el aire; alean· zó éxitos limitados en los dos años siguientes; animó a Siria a impedir el paso del petróleo iraquí hacia el Mediterráneo; y proclamó en 1982 objetivos de guerra que equiva· lían a una exigencia de rendición de Irak: la sustitución del régimen iraquí y sustanciosas reparaciones por la agresión. Pero los éxitos militares iraníes fueron demasiado modes· tos para alcanzar estos objetivos. Año tras año se consiguieron pequeñas victorias a costa de graves pérdidas en vidas, mutilaciones y destrucción, pero sin reducir la determinación iraquí. Irak, frenado en tierra, desarrolló una estrategia doble: atacó las insta· ladones petrolíferas iraníes {las exportaciones de petróleo eran cruciales para financiar el esfuerzo de guerra iraní) e internacionalizó la guerra, fomentando el temor de una escasez de petróleo derivada del daño sufrido por la navegación en el Golfo y del cierre por Irán del estrecho de Ormuz. Los ingresos por exportación iraníes se redujeron seria· mente, pero reaccionó con precaución ante esta escalada de la guerra y evitó en un principio interferir con la navegación extranjera. En 1984, Irak lanzó la segunda gran ofensiva terrestre (la primera desde el comienzo de la guerra) pero este ataque y la con·· traofensiva iraní surtieron poco efecto y confimiaron el punto muerto a que había llegado la guerra. Ni siguiera cuando las tropas iraníes cruzaron el Shatt al año siguiente y sometieron Bagdad a un bombardeo regular parecía preverse ninguna decisión militar rápida; y la ofensiva iraní de 1987, contra Basara, tampoco fue concluyente. En el Golfo, sin embargo, Irak obtuvo cierto éxito con su guerra económica y con su política de forzar a Irán a tomar medidas que provocasen la intervención internacional. La economía iraní era más vulnerable que la iraquí ante la pérdida de ingresos derivados del petróleo, ya que Irán estaba financiando la guerra principalmente con exportaciones de petróleo superiores a la cuota prescrita por la OPEP, mientras que lrak, a pesar de haber perdido uno de sus principales puntos de transporte al comienzo de la guerra, la sostenía gracias a la ayuda kuwaití y de otros países árabes: Kuwait, aunque tradicional-

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había provocado una crisis diferente, concedió abruptamente al gobierno de Ali Akbar Hachemi Rafsanyani todo por lo que tan letalmente había luchado contra JomeinL

mente hostil a Irak, que tenía reivindicaciones territoriales contra el mismo, estaba preocupado por el posible apoyo de Irán a una subversión de los chiítas kuwaitíes, que ascendían a casi un tercio de la población. La nueva estrategia de Irak enfrentó a Irán con el problema de atemorizar a Kuwait para que desistiera de apoyar a aquél, sin atemorizar a su vez a los países occidentales y provocar su participación activa en la guerra. Era una operación delicada, ya que la guerra ofreció al presidente Reagan la oportunidad de saldar viejas cuentas referentes a la revelación de la operación de armas a cambio de rehenes en la que se habían involucrado Estados Unidos (e Israel). Reagan, esperando tener éxito donde Carter había fracasado, esperaba que Irán consiguiera la liberación de rehenes estadounidenses en el Líbano a cambio del suministro de arma5 estadounidenses e israelíes. Esta maniobra encubierta era contraria al principio estadounidense de no negociar con secuestradores ni terroristas. Se justificó más tarde con el argumento de que el objetivo era apoyar a los denominados moderados iraníes, pero dichos moderados eran prácticamente inexistentes, y los que sí existían vieron disminuir su influencia cuando se descubrieron las propuestas estadounidenses y las visitas furtivas a Teherán. Con la apertura de un frente marítimo, Irak pretendía. inducir a Estados Unidos a establecer un bloqueo contra Irán, y quizá incluso a declarar hostilidades contra el mismo. La iniciativa la tomó Kuwait, que, dependiendo económicamente del libre tráfico de petróleo en el Golfo, pidió a Estados Unidos que protegiera a los petroleros kuwaitíes permitiéndoles izar la bandera estadounidense (en contra de la Convención de Ginebra de 1959) y enviando una fuerza naval al Golfo, donde era muy probable que se involucrara en ataques contra Irán. Esta petición siguió a un ataque a la fragata estadounidense Stark, alcanzada por un misil Exocit (lanzado por lrak, no por Irán) y fue reforzada por informes de la instalación de misiles tierra mar en Ormuz y por una petición igualmente diplomática de Kuwait a la URSS para que le permitiera usar su pabellón, lo cual provocó el temor de Washington a un aumento de la presencia naval rusa en el Golfo o en sus proximidades. Con simultaneidad a estos movimientos, el Consejo de Seguridad aprobó por unanimidad una exigencia de alto el fuego que dejó de lado la petición de Irán de que lrak fuera calificado de agresor en la guerra. Irán, por tanto, recurrió a evasivas mientras que Irak intentó ganar tiempo con la esperanza de que los estadounidenses aumentaran su ayuda. Estados Unidos estaba apoyando en secreto a Irak con infonnación, annas e instrucción, y se creía que contemplaban invocar el Capítulo VII de la Carta e imponer sanciones militares contra Irán. En el Golfo, las escoltas armadas para la navegación sólo resultaron parcialmente eficaces pero consiguieron arrastrar también a los reacios ejércitos europeos y sacar a la luz la instalación de minas por parte de los iraníes. Pero Estados Unidos no entró directamente en la guerra contra Irán apoyando al agresor iraquí, y ésta continuó hasta que ambos bandos aceptaron el alto el fuego en 1988. Al año siguiente falleció Jomeini. Estableció un Estado teocrático y se convirtió en símbolo internacional de la oposición activa al lado más sórdido de la civilización occidental, pero también impuso a su país una tiranía tan fiera como la del sha y una guerra que reportó una gran matanza y la catástrofe económica (inflación del 30-40% anual, caída en picado de la producción, un índice negativo de inversión en el país y en el extranjero, pérdida de ingresos derivados del petróleo, que constituían el 90% de los beneficios externos de Irán). Un armisticio y la propuesta de intercambio de prisioneros indicaron el general hastío provocado por una guerra excepcionalmente larga. Ningún bando había derrotado al otro. El tema principal de los derechos sobre el Shatt se resolvió sólo cuando Saddam Hussein, que

El 2 de agosto de 1990, lrak invadió y se anexionó Kuwait. Este emirato constituía una especie de anomalía en el Golfo. Mucho más pequeño que Irán, lrak o Arabia Saudí, estaba sin embargo más poblado y era más rico que los otros países menores del Golfo, y estaba situado muy lejos de los mismos: era un solitario país pequeño rodeado de otros más grandes. Había formado parte del imperio otomano, bajo el dominio autónomo de una familia que estableció su control local en el siglo xvm y gobernaba todavía en el XX. Kuwait fue también materia de tratados especiales entre los imperios otomano y británico. Al contrario que el resto de los países del Golfo, Kuwait no era importante para el Reino Unido por la piratería que impedía el comercio británico y provocaba la intervención militar, sino por el temor a una expansión rusa o alemana al Golfo a través de las concesiones ferroviarias y de los favores del imperio otomano. Para disipar estos temores se firmaron tratados en 1899 y 1913, y, tras la Primera Guerra Mundial, Kuwait se convirtió en protectorado británico. En la década de 1930 el nuevo Esta· do de Irak reivindicó que Kuwait, como parte del bajalato otomano de Basara, pertenecía, por derecho de sucesión, a Irak. Más precisamente, reclamó las islas de Bubiyan y Warbah, situadas en la cabecera del Golfo, y el extremo del yacimiento petrolífero de Rumeila que, situado principalmente en lrak, se extendía al otro lado de la frontera con Kuwait. (Estas reclamaciones no eran en sí mismas importantes. Las islas estaban despobladas, carecían de petróleo, estaban parcialmente sumergidas durante parte del año, y no supondrían beneficios ni obstáculos para el comercio de Irak en el Golfo. La extracción kuwaití de petróleo en el yacimiento de Rumeila equivalía aproximadamente a un 1% de su producción. Pero las reivindicaciones podrían usarse para establecer r~ayores presas en el norte de Kuwait.) En 1961 el Reino Unido dejó Kuwait, que alcanzó la plena independencia y se convirtió en miembro de las Naciones Unidas. El general Kassim repitió las tradicionales reivindicaciones iraqufes y el gobernante kuwaití, temiendo un ataque iraquí, solicitó la ayuda británica. Una pequeña expedición británica desembarcó con rapidez; los iraquíes, que se habían mantenido alejados de la frontera, se calmaron, y las tropas británicas se retiraron pronto, reemplazadas durante un tiempo por contingentes de otros países árabes. Dos años más tarde, Irak reconoció la independenci·a y soberanía de Kuwait, que se convirtió en miembro de la Liga Árabe. Tras la invasión iraquí de 1990, el emir de Kuwait huyó con su familia, se instauró un gobierno títere y Kuwait fue declarado provincia de Irak. También fue saqueado. Los motivos de Saddam fueron la avaricia y la necesidad. Se había rearmado a crédito después de su guerra contra Irán, y sus suministradores habían puesto fin a dicho crédito. Gastó, o comprometió, quizá 100.000 millones de dólares en una década, principalmente en comprar a países que se habían comprometido (por resoluciones de la ONU aprobadas por ellos mismos) a no suministrar armas a Irak ni a Irán. En vísperas de la invasión de Kuwait, su deuda con acreedores no árabes ascendía a unos 35.000 millones de dólares, en su mayor parte los debía a sociedades comerciales pero estaban suscritos por los gobiernos y, por tanto, constituían en última instancia una carga para la población. La riqueza de Kuwait era fabulosa y las necesidades de Irak urgentes, y Saddam Hussein creyó probablemente que Kuwait estaba dispuesto para

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KUWAITY LA GUERRA DEL GOLFO

la anexión. En 1986 el emir había disuelto el Parlamento y en 1989 rechazó las peticiones de que los restableciese; la mitad de la población estaba formada por inmigrantes sin ciudadanía kuwaití ni plenos derechos civiles; a los beduinos nómadas se les negaba la ciudadanía porque no podía probar un domicilio fijo, al igual que se les negaba a los palestinos y a otros, aunque hubieran nacido en el país. Pero si Saddam Hussein contaba con una especie de bienvenida, se equivocó por completo. No estuvo menos equivocado respecto a la reacción internacional y árabe. La invasión fue un indiscutible acto de agresión de un miembro de la ONU contra otro y de un país árabe contra otro, y al contrario que el igualmente flagrante acto de agresión contra Irán, una década antes, el ataque contra Kuwait constituía una amenaza contra los intereses de Estados Unidos y de otros países. La apropiación de los yacimientos petrolíferos kuwaitíes aumentaba considerablemente el peso de lrak en la OPEP, y su influencia sobre el precio mundial del petróleo y el flujo del mismo desde Oriente Medio. Podía además ser un preludio para un ataque contra Arabia Saudí, lo que pondría virtualmente el petróleo árabe bajo control iraquí, provocaría un generalizado caos político, y precipitaría una generalizada inestabilidad y recesión económica si, con o sin el ataque a Arabia Saudí, los precios se duplicaban o triplicaban. La acción de Saddam fue por tanto un error de cálculo de enormes proporciones que dio lugar a una coalición impresionantemente amplia en su contra y, dada la gravedad de las posibles consecuencias y su testarudez, a una confrontación que difícilmente se solventaría sin acudir a la guerra. Durante las décadas anteriores, lrak había disfrutado de la ayuda occidental y soviética, creando unas poderosas y, en parte, modernizadas fuerzas armadas. Estados Unidos, el Reino Unido y otros países habían pasado por alto la agresión a Irán; algunos habían dado una ayuda significativa, abierta o encubierta, a Irak, al igual que varios países árabes. Incluso, de manera más culpable, los dirigentes de la mayoría de esos países habían hecho caso omiso de la matanza de miles de kurdos con armas químicas ordenada por Saddam; en Estados Unidos los intentos de imponer san-' dones económicas contra Irak habían sido frenados en el Congreso y en la Casa Blanca. Los países extranjeros habían contribuido, por tanto, a las falsas ilusiones de Saddam Hussein acerca de los efectos internacionales de su segundo gran acto de agresión, y una de las mayores preocupaciones de Washington en los meses que siguieron a la invasión de Kuwait fue hacer llegar el mensaje de que este hecho no sería aceptado como las anteriores infracciones iraquíes. Además, la situación general había cambiado en 1990, así como los intereses. Desde la caída del sha de Irán, Estados Unidos estaba deéidido a impedir que sucediera lo mismo con la monarquía saudí. La guerra fría había termina· do y ambos bandos deseaban cooperar. Los gobiernos árabes, que habían apoyado a Irak contra Irán, estaban furiosos por el ataque a uno de ellos. Temían que Saddam pretendiera liderar o dominar el mundo árabe (pretensiones en parte basadas en la considera· ción de sí mismo como sucesor de Michel Aflaq, el fundador del Baas, que murió en 1989 en París, tras largos años fuera de su Siria natal exiliado en Irak). Estados Unidos respondió desde dos frentes: invocando el Capítulo VII de la Carta de la ONU y lanzando una expedición militar. Pero aunque la respuesta estadounidense fue rápida y contundente, sus motivos eran confusos. La ocupación de Kuwait justificaba, incluso como una obligación, las medidas internacionales para revertir la invasión mediante el embargo, ampliado, si fuera necesario, al bloqueo y al recurso a la fuerza para obligar a cumplir estas medidas, de acuerdo con los artículos 41 y 42 de la Carta (véase capítulo IV). Pero la ocupación de Kuwait no era la principal causa de la acción esta-

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dounidense, y la retirada del mismo no era el único objetivo. Dado que infracciones similares del derecho internacional por parte de Irak (y otros) no habían provocado dicha res· puesta, el envío a Oriente Medio de 250.000 soldados no podía atribuirse simplemente a preocupación por el destino kuwaití. La causa de este gran esfuerzo no era sólo preocu· pación por el derecho internacional o por el emir de Kuwait; era el temor a otra agresión iraquí, con las posibles consecuencias ya explicadas, y un temor general al temperamento y las intenciones del régimen de Bagdad. El temor de un inminente ataque iraquí con· tra Arabia Saudí era probablemente infundado, pero en ausencia de adecuada inteligen· da y valoración (militar y política) no se podía descartar con seguridad, y el presidente Bush, aparentemente tomado por sorpresa a pesar de oportunas advertencias, se sintió incapaz de pararse a sopesar la cuestión de si ese ataque era probable o meramente posible. Se comprometió, por tanto, a un despliegue de fuerzas que, a pesar de aliviar sus temores inmediatos, le ocasionó diversos impedimentos: estrechó su margen futuro de maniobra, provocó dudas sobre su recurso a la ONU (la pieza clave de su solicitud de apoyo internacional), sembró incomodidad en lo referente a sus objetivos y métodos, y le creó problemas dentro de su propio país al declarar que esta capacidad obviamente ofen· siva era puramente defensiva y al comprometer a Estados Unidos en un gasto enorme y en la humillante necesidad de solicitar contribuciones extranjeras. El uso preponderante de la fuerza tenía defectos que, al contrario de los defectos del embargo de la ONU, se acentuaban con el paso del tiempo. El embargo, de funcionar, tendría un efecto de ace· leración, tras un intervalo que podría ser largo: el talón de Aquiles de la economía iraquí era su necesidad de grano y, por tanto, de exportar petróleo para pagarlo; precisaría unos 2.000 millones de dólares desde la primavera o comienzos del verano de 1991. Los beneficios de la amenaza armada estadounidense, por el contrario, iban en retroceso, ya que, primero, los 200.000 soldados suplementarios enviados por Bush a finales de año no doblaban en absoluto la amenaza supuesta por los 250.000 enviados a comienzos de la crisis y, segundo, la intención implícita de abandonar la estrategia del embargo alejó a la población y a las iglesias estadounidenses y dio una posibilidad a aliados oportunistas (Siria, por ejemplo) que desagradaba a los estadounidenses (y a los israelíes). El impresionante éxito inicial de Bush se debió a la consecución del apoyo interna· dona!, en la ONU y para las tropas enviadas a Arabia Saudí: la alianza activa de los sau· díes era condición indispensable. Su problema consistía en mantener la coalición unida aun cuando los propósitos fueran diferentes. Las fuerzas reunidas en Arabia Saudí com· prendían, además, unidades de Egipto, Siria, Mam1ecos, Reino Unido, Francia, Pakis· tán, Bangladesh, etc. (lo que recordaba en algunos casos el envío que Cabour hizo de sardos a la guerra de Crimea, como parte de su esfuerzo por quedar bien donde fuera necesario). Pero su alentadora diversidad era fuente de problemas. La agresión de lrak tenía diferentes significados en los diferentes lugares; los objetivos de la alianza contra Irak eran diversos. La meta común era restaurar la independencia de Kuwait. Los esta· dounidenses, sin embargo (y aún más el gobierno de Thatcher en el Reino Unido), deseaban tener oportunidad de derrocar el régimen iraquí, o al menos a Saddam Hussein, establecer reparaciones por la considerable destrucción y el sufrimiento causados en Kuwait, entablar juicios por crímenes de guerra, y destruir las armas iraquíes, incluidas aquellas que, aunque horribles, no estaban prohibidas por el derecho internacional y eran fabricadas por buen número de países. Era esta proliferación de objetivos, más allá del original propósito de expulsar a los iraquíes de Kuwait, lo que provocó que Estados Unidos duplicaran sus efectivos en Arabia Saudí; también retrasaron la disposición para

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atacar, ya que las tropas consideradas adecuadas para defender Arabia Saudí fueron durante meses inadecuadas para conquistar Irak; y pusieron en evidencia que Washington estaba más preocupado por Arabia Saudí e Irak que por la liberación de Kuwait. Para los árabes, desde el rey Fahd de Arabia Saudí al presidente Hosni Mubarak de Egipto, la ofensa de Saddam Hussein iba más allá del incumplimiento de los principios, proclamados por él mismo en 1980, de que los países árabes no debían atacarse entre sí, y de que todas las cuestiones del mundo árabe debían tener una solución interna, sin solicitar intervención no árabe. Al incumplir estos principios, Saddam Hussein puso a los demás dirigentes árabes en la tesitura de tener que elegir entre dos platos indigestos: aceptar hasta cierto punto el abuso de poder iraquí, o aliarse con los estadounidenses, cuyo comportamiento y sola presencia forzosa en Oriente Medio constituían una ofen· sa para muchos árabes y musulmanes. Incluso aquellos árabes que eligieron la segunda opción sentían recelos unos meses más tarde. En noviembre, el rey de Marruecos retomó la idea de una Conferencia Árabe; en diciembre, Arabia Saudí discutía en secreto, a través de intermediarios árabes, una posible revisión de las fronteras entre Irak y Kuwait;'los kuwaitíes en el exilio renovaron una antigua propuesta de ceder durante un plazo largo Bubijan y Warbah a Irak; en enero, Mubarak sería visto en compañía de Gaddafi, a quien visitó en Trípoli junto con Assad; y ningún árabe permaneció impasible ante la idea propuesta por Saddam Hussein, y aprobada co!l'cautela por algunos países europeos, la URSS y China, de una conferencia internacional en Ori~nte Medio que incluyera la ocupación israelí de Cisjordania, Gaza y Jerusalén, al mismo tiemyo, o inmediatamente después, que la negociación sobre la crisis kuwaití. (La Liga Arabe tenía en ese momento veintiún miembros: veinte países y la OLP.) La inicial fiebre de actividad diplomática y militar fue seguida de una incómoda pausa que duró varios meses, necesaria en parte por la propia naturaleza de la acción prevista por el Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas, en parte por la determi· nación estadounidense de no lanzar nada inferior a un golpe inmediatamente aplast~n­ te, y en parte por las genuinas, aunque remotas, esperanzas de conseguir que Saddam Hussein abandonara Kuwait mediante demostraciones de poder militar pero sin una impredecible escalada de derramamiento de sangre. Entre la invasión iraquí del 2 de agosto y el recurso el 29 de noviembre al artículo 42 de la Carta (medidas suplementarias que no incluían la fuerza como el artículo 41), Estados Unidos mantuvo unida su coalición, al tiempo que acumulaba cada vez más tropas en Oriente Medio, con la esperanza de conseguir que, en caso de guerra, el primer golpe contra Irak (lógicamente no se sabía si sería en Irak o en Kuwait) alcanzara su propósito sin necesidad de operaciones insoportablemente costosas y largas. Públicamente al menos, Estados Unidos dejó de lado la incómoda cuestión de si estos propósitos, cualesquiera que fueran, merecían una gueITa cuyo coste en vidas, fondos, trastorno económico general e influencia a largo plazo en Oriente Medio podría resultar desastroso. También quitó importancia, hasta el límite de intentar suprimirla, a la parte de la primera resolución del Consejo de Seguridad que (además de exigir que Irak se retirara completamente de Kuwait) exigía una solución negociada a la crisis: negociación, para Estados Unidos (y Reino Unido), significaba negociación después de terminada la crisis, y no para poner fin a la misma. Por su parte, Saddam Hussein jugó una baza militarmente débil, con cierta destreza pero limitado éxito. Capturó a extranjeros residentes en Kuwait (varios miles procedentes de docenas de países) y trasladó algunos de ellos a Irak, donde situó unos 340 en posibles blancos dentro y fuera de Bagdad, como escudos contra un ataque amrndo; impidió a los

extranjeros la salida de Irak y Kuwait, amenazó con atacar Israel e incendiar yacimientos e instalaciones de petróleo saudíes en caso de ser atacado por Estados Unidos; intentó, sin apenas éxito, sembrar la discordia entre los aliados de Estados Unidos e inflamar los sentimientos antiestadounidenses de árabes y musulmanes; mejoró sus relaciones con Irán, con la esperanza de abrir una brecha en el cordón económico de la ONU. Su negativa de permitir que los extranjeros abandonaran Kuwait o Irak, y el hecho de situarlos en instalaciones importantes (una clara violación de lo establecido en la Con· vención de Ginebra sobre el trato a civiles) aumentó la fuerza de las denuncias sobre su incumplimiento del derecho, y sobre su barbarie, pero la presencia de estas posibles víctimas era una complicación para los gobiemos de sus países, los cuales tenían que presentarse como impertérritos al tiempo que indignados, y criticar los esfuerzos extra· oficiales de rescate llevados a cabo por diversos emisarios (Kurt Waldheim, Jesse Jack· son, Edward Heath, Yasuhiro Nakasone, el ex senador de Estados Unidos John Connaly, el parlamentario británico Tony Benn), cuyos motivos los gobiernos intentaron impugnar indirectamente. Desde septiembre se permitió la partida de mujeres y niños, y en diciembre, cuando las desventajas propagandísticas de esta infracción del derecho internacional estaban empezando a superar las ventajas estratégicas previstas, Saddam Hussein declaró que quienes lo desearan podían regresar a su país para Navidad. Si bien no se le puso fin, sí se estableció un término previsible para el período de espe· ra cuando el Consejo de Seguridad aprobó el 29 de noviembre una resolución (la última de una serie de doce) autorizando el uso, a partir del 15 de enero de 1991, de las medidas necesarias para conseguir que Irak abandonara Kuwait y restaurar a sus anteriores gobernantes. Esta legitimación expresa del recurso a la guerra pretendía asustar a Sadd.am Hussein más que a la población estadounidense, cuyo recuerdo de la guerra de Vietnam y de su fracaso constituía uno de los ingredientes básicos de la política estadounidense. La diplomacia estadounidense consiguió la aprobación de esta resolución por doce votos a favor, dos en contra (Yemen y Cuba) y una abstención (China). La firmeza de la alianza entre miembros árabes y no árabes fue reforzada por el cambio en la actitud de estadounidenses y británicos respecto a Siria, al considerar que su actitud contra Irak compensaba el ostracismo al que había estado sometida como promotora del terrorismo internacional, y por las subvenciones concedidas a Egipto que, aunque gravemente daña· do por las pérdidas de ingresos del turismo y del dinero enviado por los egipcios residentes en Irak y Kuwait, fue compensado con una sustancial remisión de sus deudas externas y con concesión de nuevo~ créditos (principalmente por Estados Unidos y Arabia Saudí). Saddam Hussein, aunque sus esperanzas de disolver la coalición contra él eran menores de lo que qeía, continuó insistiendo en que su ocupación de Kuwait era irreversible. Bush, negándose a creer esta aseveración, adoptó tácticas de enfrentamiento cada vez más directo, quejándose repetidamente de que el obstáculo para una instrumentación pacífica de las resoluciones de la ONU era el hecho de que Saddam Hussein no entendiera la postura estadounidense. En lo que definió como un último esfuerzo para salvar la paz, Bush propuso conversaciones en Washington y Bagdad, aunque dichas conversaciones habrían de ser únicamente preliminares y no implicarían ninguna negociación. Saddam Hussein recurrió a evasivas sobre el calendario y objetó que era absur· do mantener unas conversaciones que sólo equivalían a una afirmación de posturas conocidas. Los ministros de Asuntos Exteriores se reunieron, sin embargo, en Ginebra. Ninguno de los dos bandos cedió terreno, y los iraquíes demostraron ser tan inflexibles como los estadounidenses. El secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, en

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un intento desesperado por evitar la guerra, se reunió con Saddam Hussein en Bagdad dos días antes de la fecha límite establecida por el Consejo de Seguridad, para intentar que se cumplieran las resoluciones. La víspera, el Senado y el Congreso de Estados Unidos autorizó al presidente Bush, si bien con mayorías muy reducidas, a declarar la guerra. Estos últimos movimientos se realizaron al amparo de una fecha límite que el Consejo de Seguridad adoptó el 29 de noviembre por insistencia estadounidense. Estados Unidos había deseado establecer el 1 de enero como fecha límite pero aceptó el 15 en respuesta a las críticas de que no se estaba dando tiempo a las sanciones para que funcionaran. Sin embargo, dado que no se esperaba que las sanciones tuvie· ran efecto antes de la primavera o comienzos del verano, la diferencia entre el 1 y el 15 de enero fue irrelevante. La fecha límite no se estableció porque se considerase que las sanciones no estaban cumpliendo las expectativas, sino porque Bush no se podfa permitir mantener inactivo en Oriente Medio un ejército tan numeroso: su coste, aunque en más de su mitad suscrito por Arabia Saudí, era alarmante, y existía el peligro de que saliera a la luz la falta de solidez de la alianza que lo mantenía. La crisis fue provocada por la invasión y anexión de Kuwait, quebrantando la Carta de la Naciones Unidas. El despliegue estadounidense de un gran ejército cuyo objetivo principal no era reparar esa ofensa, sino la defensa de Arabia Saudí y de los intereses estadounidenses en la zona y, en segundo lugar, la destrucción del régimen: iraquí y su capacidad militar, la hizo incontrolable. Dichos objetivos, independientemente de sus virtudes, ~ran incompatibles con una solución pacífica, dentro de los términos establecidos por las resoluciones de la ONU, de la crisis provocada por la agresión iraquí. Estados Unidos no perdió tiempo y comenzó las hostilidades la noche del 15 al 16 de enero. Informó de ello al secretario general de la ONU, en cuyo nombre se lanzó el ataque. Pero durante seis semanas esas hostilidades permanecieron mudas, mientras Estados Unidos y sus aliados congregaban más tropas e intentaban ganar la guerra mediante el bombardeo de largo alcance y sin recurrir a los riesgos de una guerra general. La aviación iraquí fue reducida a la impotencia y obligada a huir, buscando refugio en Irán, donde se recluyó; la armada no alcanzó mejores resultados; las fuerzas terrestres iraquíes, sus tanques y las comunicaciones sufrieron serios daños y Bagdad se vio sometida a la mayor destrucción desde hacía 700 años. Irak contrarrestó lanzando misiles prácticamente ineficaces contra ciudades saudíes e israelíes, devastando la ciudad de Kuwait y maltratando a sus habitantes. Cuando la extrema desigualdad de la lucha se hizo patente, Saddam Hussein intentó entablar negociaciones; pero lo hizo de una manera indirecta y equivocada. Bush respondió insistiendo en el cumplimiento incon· dicional de las pertinentes resoluciones de la ONU, invitando a los iraquíes a rebelarse contra su gobierno, y añadiendo condiciones propias con el objetivo de mantener las presiones para una rendición incondicional. El intento, principalmente soviético, de negociar una retirada iraquí de Kuwait con condiciones aceptables fue rechazado por Estados Unidos, que evitó la discusión de las mismas en el Consejo de Seguridad; y el ,J.1 23 de febrero, una fecha elegida diez días antes, convirtió la guerra de seis semanas en una matanza general para derrotar a lrak, en la que se esperaba falleciese también Saddam Hussein, pero sin llegar a la disolución de lrak, algo que Bush rechazó implícitamente {aunque era una secuela probable de la derrota). La fase final, que duró menos de una semana, fue para Estados Unidos y sus aliados poco menos que un paseo militar y para los iraquíes una masacre de fugitivos perpetrada por una fuerza áerea no contrarrestada y mitigada tan sólo por la rendi1

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ción. La victoria, principalmente por cerco de las principales formaciones iraquíes, fue rápida y costó muy pocas vidas a los aliados. Kuwait fue liberado y el molesto régi· men de Bagdad humillado. Murieron unos 50.000 iraquíes, quizá 100.000. La imposi· ción de una completa e innegable derrota a un cruel dictador fue bienvenida pero, dado que este propósito no estaba reconocido por Estados Unidos ni autorizado por la ONU, aquélla fue acusada de falsa y ésta se debilitó. Los costes económicos y políticos de la guerra fueron altos, aunque los segundos no se percibieron inmediatamente. El secretario de Estado de Estados Unidos y el ministro de Asuntos Exteriores británico recorrieron Oriente Medio y otras capitales de países ricos solicitando contribuciones, y consiguieron aproximadamente cuatro quintos del coste. Hicieron ver, sin embargo, que se habían embarcado en una guerra que a duras penas podían sostener y, al marginar a la ONU, se habían visto obligados a responsabili· zarse de la tarea de recaudar fondos, lo que de otra manera habría correspondido al secre· tario general. Los costes políticos incluyeron una evidente presión en el proceso de dis· tensión con la URSS, pero los intereses de las superpotencias la superaron; también la pronunciada acentuación del sentimiento estadounidense desde Marruecos a Irán, aun· que de un tipo más clamoroso que duradero. Estos costes crecientes fueron suficiente· mente evidentes en Estados Unidos como para persuadir al presidente Bush de que debía lanzar su ataque antes de febrero y ponerle fin inmediatamente después de la derrota de Irak, incluso aunque no se hubiese conseguido el objetivo de derror.ar a Saddam Hussein. La guerra no aumentó la estabilidad de Oriente Medio. La intervención estadounidense para proteger a Arabia Saudí puso de manifiesto su incapacidad y la de otros de defender· se, e introdujo en Oriente Medio el espectáculo de normas de comportamiento {desde la democracia a la irreverencia o a la permisividad sexual) difíciles de aceptar para los diri· gentes árabes. La oposición a los regímenes de Egipto y el Magreb recibió un estímulo. Aunque Mubarak se benefició de la cancelación de la cuarta parte de la deuda externa que ascendía a 50.000 millones de dólares, y del aplazamiento del resto (consiguió un ter· cer mandato en 1993 ), la brutalidad, corrupción, ineficacia y la contestada política pro occidental del gobierno alentaron varios atentados contra su vida. El presidente continuó siendo un ejemplo de rectitud personal, pero no consiguió frenar o descubrir la ere· ciente corrupción en las altas instancias y el uso apenas encubierto del terror y la tortu· ra. El apoyo de Jordania a lrak unió al país, pero lo llevó a la quiebra. Acerca del futuro de Irak, con o sin Saddam Hussein, sus vecinos tenían ideas contrapuestas, y los esta· dounidenses no parecían tener ninguna. En el Golfo, Irán se acercó a la recuperación de su dominio. En el norte, el uso de las bases aéreas turcas renovó las reivindicaciones tur· cas sobre el norte de lrak. El comercio internacional de armas, tan lucrativo como la venta de petróleo, se vio más estimulado que estrangulado. La intransigencia israelí se afianzó, si eso era posible. A pesar de los ataques a sus ciudades, Israel, presionado y gene· rosamente recompensado por Estados Unidos, evitó entrar en la guerra y utilizó esta paciencia para obtener mayores subvenciones estadounidenses: el hecho de que Estados Unidos recuperase buena parte de este dinero de Arabia Saudí y Kuwait no pasó inadvertido en el mundo árabe. Israel mejoró sus relaciones con Estados Unidos y vio a su principal enemigo humillado, y a la OLP {que había condenado la agresión de lrak contra Kuwait, pero en lo demás apoyaba a aquél) desacreditada y debilitada. Finalmente, de una manera muy perjudicial y atroz, Bush {que no había conseguido matar ni cierro· car a Hussein) opinó públicamente que los propios iraquíes lo harían y, como consecuencia, los kurdos en el norte y los chiítas y otros grupos en el sur se rebelaron, con-

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vencidos de que el poder militar de Saddarn Hussein estaba destruido. Pero no era así, y lo usó contra ellos de manera indiscriminada. Los kurdos en particular sufrieron, en la batalla y en la huida, muertes y miseria en un grado especialmente amargo y devastador incluso desde su punto de vista. (Sobre los kurdos, ver nota al final de esta parte.) Irak fue atacado y derrotado por haber invadido Kuwait y porque se pensó que tenía intenciones de invadir Arabia Saudí, pero la última amenaza (suponiendo que fuese cierta) no se iba a evitar sustituyendo un régimen iraquí por otro. La agresividad iraquí hizo surgir una de las cuestiones centrales en la política de la segunda mitad del siglo XX: cómo asegurar el abastecimiento de recursos esenciales situados fuera de los límites territoriales de poderosos y ávidos consumidores. Estados Unidos y otros poderosos países dependían del petróleo de Oriente Medio, pero eran incapaces de obtenerlo mediante la ocupación o dominación de la zona, de la manera en que lo habían hecho anteriormente el Imperio otomano o el sistema de mandatos anglofrancés. (La guerra de Kuwait se luchó para reafirmar el principio legal que prohíbe a un país apropiarse del territorio a los recursos de otro.) La alternativa a este imperialismo pasado de moda era asegurar los intereses nacionales mediante la paz y la estabilidad internacionales y el funciona· miento de las fuerzas del mercado. Cuando ese orden se rompía, corno sucedió con la anexión de Kuwait por Irak, era necesario el uso de la fuerza, y así lo disponía la Carta de la ONU. Pero el casus belli había sido la infracción de la soberanía nacional, no la interrupción del comercio o la amenaza de interrumpirlo. Estados Unidos demostró que rpodía luchar por sus intereses y lo haría. La exposición de la voluntad estadounidense, no menos que la exposición de su inmensa capacidad técnica, tanto logística corno operativa, era un acontecimiento importantísimo en asuntos internacionales, pero había una condición: era necesario un vacío legal, aportado en este caso por la violación de la soberanía y la independencia de Kuwait. Cómo actuaría Estados Unidos si se viera enfrentada a una amenaza de sus intereses derivada de una convulsión interna y no de una agresión internacional era algo no sólo dudoso sino también peculiarmente relacionado con Oriente Medio, donde el conflicto (Israel aparte) procedía de amenazas internas a los gobiernos más que de hostilidades entre ellos. Hasta que Irak atacó a Kuwait, ningún país árabe había atacado a otro en setenta años; y si la guerra de Kuwait sirviese para restaurar el modelo, las ocasiones para cualquier otra intervención extranjera se limitarían a la agresión de Israel o a ISrael. El más beneficiado con la guerra del Golfo fue Irán. En la política del Golfo, Irán tenía que resguardarse de iraquíes y saudíes. La guerra eliminó a Irak durante un tiempo y forzó a Arabia Saudí a adoptar un papel controvertido y a realizar un gasto extra· ordinario. El gobierno corrupto del sha y su caída, junto con la revolución de Jorneini, habían debilitado a Irán, pero tras la muerte de este Rafsanyani consolidó sus relaciones con los militares y obtuvo una cómoda victoria en las elecciones para el Majlis de 1992. Ese año se sintió suficientemente fuerte para reavivar el conflicto sobre Abu Musa, en el estrecho de Ormuz, exigiendo a los ciudadanos de todos los Erniratos Árabes, excepto Sharjah, que presentaran visados antes de entrar en las islas: Irán y Sharjah tenían la soberanía conjunta, en virtud de un acuerdo firmado antes de la creación de la Unión de Emiratos Árabes en 1971. Aplacó a los gobiernos británico y estadounidense ayudando a liberar a los rehenes del Líbano y maniobró para atraer a banqueros e industriales occidentales deseosos de participar en los nuevos contratos y empresas. Aun así, Irán siguió siendo una potencia regional incapaz de ejercer por entero su poder. Persistieron las tensiones entre Rafsanyani y los grupos religiosos, que con·

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templaban al ayatolá Ali Jarnenei corno el poseedor de la verdadera llama islámica, en sucesión de Jorneini. La economía, lejos aún de recuperarse, languidecía: deudas externas acumuladas e inútiles, una moneda que perdía valor más deprisa que cualquier otra del mundo, más de la mitad de la industria cerrada, sin apenas inversión externa, y con una inflación que causaba una generalizada desesperación que el gobierno contrarrestaba con una chillona propaganda contra Occidente y un apoyo descarado a regímenes extremistas (Sudán) o movimientos subversivos (Egipto). Corno los primeros shas de la dinastía Safavi hacía 500 años, los de la dinastía Pahlevi habían intentado recrear el imperio iraní basándose en el chiísrno y la modernización, sólo para ser destronados por Jorneini, que declaró ambas cosas incompatibles. Aun así, Irán, con o sin Jorneini (posi· blernente más sin él), siguió siendo la cabeza de lanza de una revolución cultural que, con ecos en territorios árabes, se enfrentó a la cultura occidental cuyo liderazgo había pasado a Estados Unidos, pero que había estado atacando al Oriente Medio islámico desde que los europeos frenaron a los turcos otomanos en Viena, en el siglo XVII. La exposición iraquí a la intervención internacional no acabó con la guerra. El Consejo de Seguridad continuó ocupado en dos ternas: la protección de las minorías y la eliminación del armamento de destrucción masiva, de acuerdo con las disposiciones del alto el fuego. El Consejo ordenó el establecimiento de cielos abiertos y de zonas prohibidas para la aviación iraquf. Los equipos de la ONU inspeccionaron las instalaciones para misiles, las plantas nucleares y otros lugares donde pudieran construirse o almacenarse armas de destrucción masiva. Su misión fue permanentemente obstruida, aunque los ataques aéreos estadounidenses a objetivos iraquíes la reforza~ ron. En 1993 los inspectores se declararon convencidos (prematuramente, corno se vio más tarde) de que las armas habían sido destruidas, pero no se estableció ningún control para evitar que se rehabilitaran. En 1994 informaron que Irak había cumplido todas las exigencias del Consejo de Seguridad, pero estadounideúses y británicos argumentaron en el mismo que. las sanciones económicas impuestas para hacer cumplir las condiciones del alto el fuego tenían otros propósitos, tales corno la renuncia explícita de Irak a sus reivindicaciones sobre Kuwait. Las sanciones provocaron considerable privación y sufrimiento en Irak (la mortandad infantil, por ejemplo, se tri· plicó) pero no sirvieron para desbancar a Saddarn Hussein. El Consejo de Seguridad exceptuó comida y medicamentos; pero dado que también bloqueó las ventas de petróleo iraquí (excepto a través de la ONU), privó en la realidad al país del dinero necesario para comprarlos. Algunos miembros del Consejo comenzaron a sentirse incómodos sobre el mantenimiento de unas. medidas que penalizaban a inocentes. A finales de 1994, Sadda:m Hussein hizo una demostración armada hacia la frontera kuwaití. Estados Unidos la interpretaron corno amenaza de una nueva invasión; aunque fue probablemente otro gesto mal interpretado del dirigente iraquí, que fue obligado a retirarse ante el poder militar estadounidense. Pero el gobierno ruso se disoció públicamente del mantenimiento de las sanciones, y Francia y China comenzaron a vacilar. En 1995, dos de los yernos de Saddam Hussein huyeron del país, poniendo de manifiesto la debilidad más insidiosa del dictador: los riesgos del gobierno de la familia autocrática cuando hijos, yernos y medio hermanos del dictador se separan. El resultado más ambiguo de la guerra del Golfo fue su impacto en Arabia Saudí, que hizo de anfitrión. Por una parte, la dinastía reinante representó un papel notorio y satisfactorio en la escena internacional, presentó en público un frente unido y demostró su inmensa riqueza haciéndose cargo de la parte más importante del gasto de

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los aliados, incluido Estados Unidos. Por otra parte, dos guerras en el Golfo disminu· yeron seriamente las reservas del país y, al coincidir con una época de precios bajos, redujeron a la mitad los ingresos y forzaron al Estado a recortar su gasto en un 20%, en 1994. A largo plazo, Arabia Saudí era todavía el mayor productor de crudo del mundo y poseía la cuarta parte de las reservas probadas. Aunque no era una moderna potencia industrial, sí era una potencia financiera, gracias, en parte, a la materia prima más esencial para el mundo industrializado. Pero el petróleo no era suficiente para asegurar la estabilidad de un régimen cuyos dos principales apoyos, la propia dinastía y la próspera clase media, estaban creciendo pero no adquiriendo coherencia: la primera contaba con un nivel superior de sesenta príncipes, un número que creaba oportunidades de discordia, y la segunda no era inmune a dudas sobre el régimen. Había presiones para que se produjeran reformas sociales y modernización financiera, principal· mente entre el creciente número de saudíes educados en el extranjero; la clase trabajadora, también en aumento, estaba constituida cada vez más por trabajadores extranjeros y la relación más cercana del reino con Estados Unidos era potencialmente impopular, principalmente entre los dirigentes religiosos musulmanes. El rey Fahd hizo gestos conciliadores a su minoría chiíta, proclamó una amnistía para los condenados por motivos políticos, convocó un nuevo Majlis (consultivo) e instituyó consejos regionales bajo la autoridad de príncipes de la casa real. Pero se negó a aceptar el Comité para la Defensa de los Derechos Legítimos, establecido en 1993, y su presi· dente, Mahammad Masari, huyó a Londres al año siguiente. El excesivo gasto, incluido el costé de las dos guerras del Golfo, enfrentó al gobierno con problemas económicos desconocidos. Después de un ataque al corazón, el rey transfirió brevemente sus poderes efectivos a su medio hermano, Abdullah, a finales de 1995, un cambio en el poder más que un cambio de política y un aplazamiento de las crisis que pudiera haber latentes en el orden existente.

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XIII

La Península Arábiga y el Golfo

EL REINO SAUDI El reino saudí es fruto de la alianza histórica que resultó ser un verdadero tesoro. En el siglo XVIII, el clan saudí y la secta puritana de los Wahabis constituyeron una alianza que tuvo éxito hasta el punto de que se apoderó, a principios del siglo XIX, de las ciudades sagradas de la Meca y Medina y extendió sus tentáculos nada menos que hasta las áreas que actualmente constituyen los países de Siria e lrak. El éxito fue efímero, ya que, con la ayuda de las armas egipcias, el Sultán otomano arrojó a los saudíes de nuevo al desierto de donde procedían, y durante el resto del siglo tuvieron que luchar con los clanes vecinos para sobrevivir. Apenas lo lograron, pero la suerte les volvió a sonreír en tiempos del joven Abdul Aziz ibn Saud (circa 1880-195.3), con cuya espada creó un nuevo reino, llamado desde 1932 el Reino de Arabia Saudí. La corona de este reino pertenece a la familia de Saud, teniendo derechos todos los hijos de un monarca fallecido sobre los nietos. A Abdul Aziz le sucedieron cuatro hijos: Saud (1953-1964), Faysal (1964-1975) y Jalid (1975-1982) y Fadh; y en 1995 había unos treinta príncipes más de esta generación y quizá unos 6.000 príncipes adultos emparentados con Abdul Aziz en diferentes grados. Territorialmente, la extensión del reino coincidía aproximadamente con la de la Península Arábiga, lindante con las aguas navegables del Golfo Pérsico, el océano Índico y el mar Rojo; pero hacia el este y el sur una serie de principados y de repúblicas desfiguraban una estructura que la naturaleza parecía haber diseñado más ordenada pero que todavía ningún saudí había logrado abarcar. La retirada de los británicos del Golfo y de Adén en 1971 supuso la desaparición de una gran potencia del área sin que fuera sustituida por otra. Arabia Saudí era un país de enorme extensión y, tras la Segunda Guerra Mundial, de enorme riqueza. Pero desde el punto de vista demográfico se trataba de un pequeño Estado. Su población en 1980 no superaba los 6- 7 millones de habitantes, que según ciertas estimaciones era muy inferior, y aproximadamente un tercio de dichos habitantes no eran saudíes. Cuanto más rico se hacía, tanto más tentadoras eran sus

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riquezas (que radicaban en el norte) para un depredador. La prudencia le aconsejó por tanto buscar un poderoso aliado y crear unas poderosas fuerzas armadas. El alia~o -y principal proveedor del equipo necesario para estas fuerzas-· era Estados Unidos. La penetración estadounidense en Oriente Medio comenzó en Arabia Saudí, donde la compañía petrolífera estadounidense Arameo (Arabian American Oil Company) concertó con el gobierno saudí en 1950 un convenio a partes iguales cuyos términos eran considerablemente más generosos que los tradicionalmente concedidos por las compañías británicas y francesas, y que fue diseñado para permitir a las compañías estadounidenses competir con las británicas y finalmente desbancarlas. Desde esta perspectiva de obtención de beneficios comerciales, Estados Unidos desarrolló unas relaciones políticas con la casa real saudí cuyo anticomunismo era fiable y fuera de toda sospecha. Esta alianza carecía del fervor que caracterizaba al compromiso de Washington con Israel o del empuje de su alianza con el sha de Irán, pero era el único rasgo sólido de sus relaciones con el mundo árabe y tenía especiales connotaciones estratégicas que se acrecentaron con el crec,:imiento del poderío naval ruso. Durante gran parte' del período de posguerra, los estadounidenses con~iguieron cerrar los ojos ante el hecho de que los saudíes se oponían profundamente tanto a Israel como a Irán, los dos principales pilares de la política de Estados Unidos en Oriente Medio. Un legado de la creación del reino saudí fue su oposición a los descendientes hachemitas del Jerife de la Meca al que Abdul Aziz había despojado tanto de su poder temporal como espiritual. Estos descendientes gobernaron en Jordania y (hasta 1958) en Irak. Eran asimismo blanco de la ofensiva reformista de Nasser y de esa forma proporcionaron un vínculo entre la monarquía conservadora saudí y el revolucionario Egipto. Los sucesores de Abdul Aziz estaban impacientes por escapar de un aislamientó que ya no era seguro para un país tan rico pero tan escasamente provisto desde el punto de vista humano y material; y comenzaron por El Cairo. Sin embargo, faltó. entusiasmo a esta asociación. Nasser era antiestadounidense pero no así el rey Saud. Egipto y Arabia Saudí adoptaron posiciones opuestas en la guerra civil de Yemen. Los instintos de conservación del rey Saud demostraron ser más fuertes qué su herencia antihachemita, de forma que en 1957, en Jordania, apoyó al rey Hussein contra una oposición nasserista. Un ambicioso pacto de diez años de duración entre Arabia Saudí, Egipto, Jordania y Siria, concertado en 1957, nació ya debilitado y pronto siguió los mismos pasos que los otros numerosos pactos interárabes de estos años en que resultaba difícil para los árabes decidir cuáles de sus parientes eran amigos y cuáles no. Después de la muerte de Nasser, en 1970, el rey Faysal -que había tenido las riendas del poder a la sombra del trono antes de que lo ocupara en 1964- se encaminó hacia el liderazgo que había ido escapándosele de las manos al más exuberante Nasser, particu· larmente tras la guerra de 1967 con Israel y los fracasos del cuerpo expedicionario egipcio en el Yemen. Faysal ya había fortalecido los vínculos saudíes con Estados Unidos en los años sesenta y también había mejorado sus relaciones con el sha, visitó Irán en 1965 y concertó un acuerdo sobre la propiedad de la posible riqueza submarina del Golfo; y en 1968 el sha fue a la Meca. El liderazgo de Faysal en el mundo árabe resultó evidente en la conferencia de estados árabes de Rabat en 1969, donde logró institucionalizar -mediante la creación de una Conferencia Islámica petmantente- una idea que había acariciado durante años. Egipto pasó a ser una parte natural de este proyecto cuando Sadat expulsó a los rusos de Egipto en 1972 y, mucho más conservador que Nasser, frenó en el corazón del mundo árabe la corriente revolucionaria que lo había caracterizado

desde los primeros años cincuenta. (Pero Egipto, al haber perdido su puesto en la familia musulmana a raíz de su paz por separado con Israel en Camp David, no fue invitado a la asamblea islámica que, en Taif y en la propia Meca a comienzos de 1981, reunió a 42 monarcas y otros jefes de Estado de una amplia zona que abarcaba el norte de África y Asia del Sur, desde Marruecos hasta Indonesia, en lo que constituía un impresionante presagio de las tácticas saudíes que iban madurando lentamente.) La guerra de 1973 intensificó aún más la importancia internacional de Arabia Saudí. Por primera vez un arma económica -el petróleo- entraba en juego y se esgrimía de forma casi tan temible como los tanques o los aviones de guerra. Arabia Saudí redujo su producción en un 30%, de manera más drástica que cualquier otro exportador. Con esta medida anteponía su política antiisraelí a su política pro americana. El precio del petróleo se disparó de 3 dólares el barril a casi 12 dólares en pocos meses. El PNB de Arabia Saudí aumentó en un 250% en un año (y siguió subiendo: los ingresos por el petróleo pasaron de 4.000 millones de dólares en ese año a 40.000 millones cuatro años más tarde). La medida saudí tuvo un profundo efecto político a medida que el resto del mundo fue digiriendo las implicaciones de un corte en las exportaciones de crudo, mientras que al mismo tiempo la gran riqueza de Arabia Saudí se elevaba a proporciones legendarias. Hacia 1980, un tercio de las reservas financieras del mundo entero al margen de la URSS y sus satélites pertenecían a Arabia Saudí. No se trataba de un boom efí. mero, puesto que este país tenía además una cuarta parte de las reservas conocidas de petróleo del mundo, producía 9,5 millones de barriles al día a un precio relativamente bajo y podía aumentar esta producción en aproximadamente un 70% con poco esfuerzo. Arabia Saudí era por consiguiente una presa más codiciada que nunca. Pero el mundo en el que vivía era cada vez menos tranquilo y existían dudas acerca de su propia estabilidad interna. La autoridad de la familia real, a pesar de todo lo estrafalaria y anacrónica que pareciese a los ojos occidentales, estaba razonablemente bien asegurada mientras que los príncipes mantuviesen la alianza histórica con el Islam Wahabi y estableciesen un nuevo entendimiento con las clases, civiles y militares, que regían las nuevas instituciones engendradas por la riqueza y el poder. La casa principesca obtuvo un completo éxito en estas tareas y en preservar su propia disciplina. La familia real era extensa, todopoderosa y muy rica. Su estabilidad se mantenía mediante una jerarquía estricta. Se sabía perfectamente cuál era el próximo príncipe reinante y cuál otro le seguiría. Los miles de príncipes menores tenían sus lugares asignados en lo que constituía una nomenklatura de aristócratas. Raramente se salían de la línea. El régimen parecía petmeable sólo en la medida en que hubiera hijos de Abdul Aziz que ocuparan el trono, pero era evidente que el sistema sería más difícil de manejar cuando la primera generación de hermanos y medio hermanos fuera seguida por la siguiente generación, mucho más numerosas, de primos. Aun así, la monarquía sufrió un duro golpe cuando, en 1979, 250 beduinos oteiba tomaron la Gran Mezquita de la Meca y la mantuvieron su su poder durante dos semanas en protesta contra la corrupción y mundanería que estaban ganando terreno en la sociedad saudí, a pesar del reforzamiento draconiano de rigurosas leyes. El incidente coincidió con tumultos, estimulados por el éxito y los preceptos de Jomeini en Irán, entre la pequeñísima minoria chiíta, compuesta tan sólo por unos 120.000 hombres pero que constituía un componente fundamental de la mano de obra de los yacimientos petrolíferos. La sociedad saudí era también vulnerable en razón de su atraso y su falta de técnicos y profesionales especializados, una debilidad que obligaba a con-

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13.1. El mundo islámico.

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tratar a un elevado número de trabajadores de otros países árabes y de Asia oriental (Corea, Tailandia y Filipinas), y a dedicar a educación una parte tan elevada del gasto público (un 15%) como la asignada a defensa en el plan quiquenal de 1975-1980. En el terreno de los asuntos exteriores, Arabia Saudí estaba molesta y en una situación incómoda por el fracaso en la resolución de la disputa árabe-israelí y la consiguiente divergencia con Estados Unidos que se derivaba de este fracaso. Arabia Saudí se mantuvo apartada de los aspectos más militantes de esta disputa pero estaba en cierto sentido más comprometida que cualquier Estado. En política es posible llegar a un acuerdo en la mayor parte de los casos, incluso tratándose de fronteras, pero la reivindicación saudí en contra de Israel no era política. Era religiosa: la demanda, por otra parte del custodio de los santos lugares, de devolución de Jerusalén -otro lugar sagradóa los musulmanes (si bien no a la propia Arabia Saudí). Ningún príncipe saudí estaba dispuesto a abandonar esta reivindicación, que en Occidente no se tomó nunca suficientemente en serio y que unió a los saudíes con el rey Hussein de Jordania, cuyo abuelo hibía sido asesinado en la mezquita de Al Aqsa en Jerusalén. En la conferencia de Bagdád convocada para protestar contra el acuerdo de Camp David, Arabia Saudí trató de moderar las reacciones árabes más extremadas frente a la paz firmada independientemirnte por Sadat con Israel, y al mismo tiempo intentó conservar el papel dirigente que Irak podría arrebatarle al calor de la generalizada indignación árabe. r En el más amplio c5mflicto entre las superpotencias, la presencia de l9s rusos en Adén y el Cuerno de Africa creó una nueva zona de guerra en el océano Indico con todas las miradas puestas en el estrecho de Ormuz, atravesado cada día por 140 barcos, de los cuales tres cuartas partes eran petroleros. Los tradicionales intereses fronterizos de Arabia Saudí adquirieron una añadida dimensión internacional: en primer lugar, hacia el sudoeste, el Yemen; en segundo lugar, hacia el sur, Omán y el océano; y en tercer l~gar, hacia el este, el Golfo y todos sus estados ribereños.

El Yemen, parte del imperio otomano desde 1872 hasta 1919, fue regido hasta 1962 por imanes hereditarios cuyo gobierno era uno de los menos amables y admirables del mundo. El Yemen tenía una costa que se extendía hacia el norte desde Bab el Mandeb a través del mar Rojo, pero carecía de acceso a las aguas meridionales. Por el tratado de Sana de 1934, concertado en Gran Bretaña y el imán Yahya (1918-1948), esta potencia europea reconocía al imán como soberano y aceptaba una suspensión hasta 197 4 de las disputas territoriales que se originaban como consecuencia de las reivindicaciones yemeníes en contra de los jeques protegidos y la colonia de Adén. La política del imán Yahya era contemporizadora, pero su hijo Ahmed dio nuevo impulso a las reivindica· ciones del Yemen y argumentó que los cambios constitucionales de la colonia y el protectorado constituían una ruptura del tratado de Sana desde el momento en que prejuzgaban cuestiones que debían resolverse en 1974 y creaban un grupo antiyemení que se proponía destruir el Yemen que Gran Bretaña había reconocido. Se produjeron luchas fronterizas y el imán concertó en 1956 el Tratado de Jidda con Egipto y Arabia Saudí, y en 1958 la asociación federal con la República Árabe Unida. En 1963, el imán Ahmed murió y fue sucedido por su hijo, Muhammad al-Badr, que en 1956 había visitado Moscú y Pekín. Una revolución estalló inmediatamente y el

general de brigada Salla! proclamó una república que recurrió a la ayuda egipcia en virtud del Tratado de Jidda. El imán se acogió a la ayuda saudí en virtud del mismo tratado y de ello resultó una guenra que era a la veí civil e internacional, no muy distinta de la guerra civil española de los años treinta. En Riyadh, en agosto de 1965, Nasser y Faysal acordaron suspender su ayuda y retirar sus tropas; los yemeníes debían establecer una coalición y celebrar un plebiscito a finales de 1966 para decidir la forma de gobierno de su país. Pero este acuerdo fracasó, las tropas no se retiraron y Nasser afirmó más tarde que las fuerzas egipcias podrían permanecer indefinidamente. Tras la guerra con Israel de 1967 tuvo que volver a cambiar de parecer y retirarlas. La gue.rra acabó en 1970 con un compromiso. La república prevalecía pero los realistas se unirían a su gobierno. Precisamente en este momento, los protectorados y colonia de Adén contiguos estaban siendo desocupados por Gran Bretaña en el curso de su alejamiento del poderío mundial. La retirada británica afectó tanto al Golfo Pérsico como a Adén y al control de la entrada meridional al mar Rojo. El puerto de Adén estuvo en posesión de la Compañía de las Indias Orientales y luego del gobierno de la India de 1839 a 1937, fecha esta última en la que se convirtió en colonia británica. Fue dotada de un Consejo legislativo en 1947 y en 1955 se intro· dujeron en él miembros electivos; con la nueva Constitución de 1958, los miembros electivos pasaron a constituir la mayoría del Consejo. Durante el período de gobierno indio (al principio como parte de la presidencia de Bombay y finalmente durante unos cuantos años como una provincia separada bajo control directo de Delhi) los habitantes de Adén se quejaron de que eran una descuidada avanzada del imperio indio: Después de la transferencia de sus asuntos a la oficina colonial británica, las demandas nacionalistas de independencia comenzaron a hacerse oír y se hicieron cada vez más insistentes. Importante como puerto durante 2.000 años, Adén también se convirtió a mediados del siglo XX en el emplazamiento de una nueva gran refinería de petróleo y del cuartel gene· ral del Alto Mando británico para Oriente Medio. Por esta razón, ministros conservadores decidieron, y afirmaron con una osada e imprudente firmeza, que no se permitiría que las aspiraciones nacionalistas llegaran el extremo de la independencia. Los nacionalistas, acaudillados por Abdullah al Asnag, secretario general de los sindicatos de Adén, siguie· ron presionando en defensa de sus opiniones mediante huelgas -que suponían una grave amenaza para una base tan dependiente de los nativos de Adén y de la mano de obra inmigrante del Yemen- y mediante el boicot de los procesos electorales con los que Gran Bretaña había esperado satisfacer las aspiraciones políticas locales. El contiguo protectorado de Adén constaba de veintitrés dominios de jeques divididos por conveniencia administrativa en un protectorado occidental que abarcarba dieciocho de estos dominios y un protectorado oriental que se componía de los cinco restantes. Todos estos principados habían firmado acuerdos de protección de algún tipo con Gran Bretaña entre 1839 y 1914, y esta potencia europea había desempeñado un eficaz papel pacificador en dicha parte del mundo.Tras la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña negoció nuevos tratados en virtud de los cuales se nombraba a funcionarios políticos británicos para aconsejar a los jeques, los cuales acordaron aceptar sus consejos excepto en lo relativo a la ley y las costumbres islámicas. En los principados occidentales, el nombramiento de un nuevo jeque debía ser confirmado pcir el gobernador británico de la colonia. Los dominios de los jeques y la colonia constitliían una zona compacta y religiosamente homogénea, pero la colonia difería de todo lo que la rodeaba por ser populosa, relativamente rica y hostil al principio monárquico. Los

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EL YEMEN

nacionalistas de la colonia preveían una unión con los territorios del protectorado y finalmente también con el Yemen, pero no bajo los gobernantes existentes. Adén fue un pequeño y abandonado mundo aparte hasta la definitiva retirada de Gran Bretaña de la base de Suez en 1956. En ese año, un ministro británico declaró ante el Consejo legislativo de la colonia, durante un discurso que fue particularmen· te paternalista e insensible en sus referencias al autogobiemo, que el gobierno británico no preveía posibilidades de cambio en los asuntos de Adén y que confiaba en que este inmovilismo sería favorablemente recibido por una inmensa mayoría de sus habitantes. Algo más tarde, en el mismo año, el bloqueo del canal de Suez por parte de Nasser a raíz de la guerra de Suez provocó desempleo, huelgas y disturbios en Adén. Al mismo tiempo, los jeques tomaron conciencia de la amenaza para su forma de vida. En 1958 el sultán de Lahej decidió ponerse en camino hacia El Cairo, mientras en 1959 seis de los jeques occidentales, puestos entre la espada y la pared del nacionalismo adení y la subversión yemení, crearon una federación de emiratos ára· bes, coma, la que los británicos habían estado alentando en vano desde 1954. Este conscitcio, denominado a partir de 1962 la Federación de Arabia del Sur, fue ampliado progresivamente, pero nunca abarcó a todos los jeques, a pesar de las concesiones británicas, cinco veces mayores que las que se les había dado hasta entonces. Gran Bretaña, resuelta por encima de todo a mantener la b~se de Adén -al desararecer o hacerse poco fiables otras bases en Kenia, Egipto y Chipre- decidió en 1963 agregar la colonia a esta nueva federación, uniendo a los jeques con la clase comerciante y dejando de lado a los nacionalistas. Según el proyecto británico, Gran Bretaña conservaba la soberanía en la colonia; se comprometía a no separar a la totalidad de la colonia de la federación, si bien podía segregar alguna parte; durante el séptimo año de esta simbiosis -pero ni antes ni después- la colonia podría separarse por voluntad propia pero, si lo hacía, tendría que volver a su condición colonial y no podría convertirse en un Estado independiente; mientras que cada uno de los miembros normales de la federación tenía seis escaños en el Consejo Federal, Adén dispondría de veinticuatro. Este extraño invento intensificó la agitación nacionalista en la colonia. Los nacionalistas adeníes se negaron a cooperar con Gran Bretaña y a reconocer la federación, se dirigieron hacia Egipto en busca de ayuda y adoptaron la estrategia del terrorismo para acelerar la retirada británica y conseguir el fracaso del resto de los planes ingleses. Los jeques federados trataron de obtener promesas de un permanente apoyo militar británico, promesas que el Partido Laborista no estaba dispuesto a dar, puesto que invalidaría prácticamente la política de retirada y reducción de tropas y complicaría a Gran Bretaña en las inveteradas disputas árabes: si aceptaba un compromiso militar al tiempo que abandonaba el poder político, Gran Breta· ña saldría perdiendo por los dos lados sin obtener ventaja alguna. El gobierno britá· .~:; nico prefirió acelarar su partida. Adén y su hinterland se convirtieron en 1967 en la República Democrática Popular del Yemen (RDPY). La retirada de los ingleses -que habían proporcionado la mayoría de los empleos- y el cierre del canal de Suez en ese mismo año sumieron al nuevo Estado en una angustiosa situación económica que acentuó su inherente inestabilidad. Además, estaba enemistado con su vecino del norte, la República Árabe del Yemen (RAY), país que le invadió con ayuda saudí en 1972. Una corta guerra concluyó con conversaciones -que se quedaron sólo en esosobre la posibilidad de unión de los dos estados yemeníes. La isla de Socorra, al sur de Adén, colonia británica desde 1880 a 1967, se convirtió en parte de la RDPY.

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Desde el punto de vista saudí, una unión o federación de la RDPY y la RAY sólo sería ventajosa si la entidad resultante era de derechas y no de izquierdas. Arabia Saudí deseaba ejercer control sobre la RAY y apartar a la RDPY de la influencia rusa. En 1976, tras una serie de reuniones secretas en El Cairo, Arabia Saudí estableció relaciones con la RDPY. Esta medida, un paso lógico en la diplomacia de Faysal pero que constituyó una sorpresa para los que exageraban la importancia de la ideología en la política internacional, fue posible gracias a la conclusión, en el año anterior, de la rebelión contra el sultán de Omán en su provincia de Dhofar, rebelión en la que Arabia Saudí y la RDPY habían estado en posiciones opuestas. De aquí en adelante, Arabia Saudí y la URSS se disputarían entre sí ofertas de ayuda a la RDPY. En la RAY, el presidente, el coronel lbrahim al-Hamdi, fue asesinado en 1977 tras tres años de permanencia en el poder, y fue sucedido por el coronel Ahmad al-Ghashni, que fue asimismo asesinado un año después. Aunque estos asesinatos parecían motiva· dos fundamentalmente por heradadas enemistades tribales, existían también ciertas razones para sospechar que al-Hamdi estaba tratando de hacer su propio juego por separado con la RDPY, y en 1979 la RDPY invadió la RAY en compañía de refugiados descontentos de este último Estado. En ese mismo año, el presidente de la RDPY, Abdel Fattah lsmail, firmó un tratado de viente años de duración con la URSS. Fue sucedido en 1980 por su primer ministro, Ali Nasser Mohammed, que deseaba hallar una forma de conciliar sus «conexiones» rusas con una mejora de relaciones con la RAY y Omán.

MASCATE Y OMÁN En el sultanato de Mascare y Omán, en el que un golpe de Estado llevó a un nuevo sultán al poder en 1970, el Frente Popular de la Liberación de Omán y del Golfo Pérsico (FPLOGP) emprendió con la ayuda rusa y china una guerra civil en la que el sultán, apoyado por los británicos y los iraníes, salió victorioso en 1975. Detrás de Gran Bretaña e Irán estaba Estados Unidos. Entre las poderosas flotas estadounidenses del Mediterráneo y del Pacífico Sur había un vacío. Durante los veinticinco años siguientes al término de la Segunda Guerra Mundial este vacío lo llenaron los británicos, que, hasta mediados de los años sesenta, se empeñaron en continuar haciéndolo. El Libro Blanco de Defensa de 1957, el primero en aparecer tras el fiasco de la guerra de Suez, contenía una mezcla de viejas y nuevas ideas. Todavía preveía la existencia de fuerzas locales no sólo en Adén y Chipre sino también en Kenia {que, sin embargo, al alcanzar la independencia en 196.3, concedió a Gran Bretaña sólo facilidades limitadas, según un acuerdo firmado en marzo de 1964); pero también preveía la presencia de un grupo de portaaviones en el océano Índico. La operación de Kuwait de julio de 1961 {véase más abajo) reforzó los argumentos en favor de guarniciones locales para aclimatar a las tropas, puesto que entre una cuarta parte y la mitad de los hombres llevados al escenario de esta acción desde climas templados se habían visto postrados por el calor. Dando por supuesto que estas operaciones seguían constituyendo una parte ineludible del papel de Gran Bretaña en el mundo, las bases tropicales parecían desde luego esenciales. El Libro Blanco de 1962 reiteró la necesidad de una presencia británica para asegurar la estabilidad y, asimismo, la necesidad de mantener fuerzas en Adén y Singapur. Pero los argumentos y presuposiciones de los artífices de los Libros Blancos de Defensa eran rebatidos por los que hacían un cálculo del coste

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de estos establecimientos (especialmente tras la victoria laborista de 1964 en medio de una crisis fi.nanciera) y por lo~ ~ue creían que las bases en territorio árabe originaban un desproporcionado rencor palmeo en relación con su utilidad militar. Gran Bretaña estaba ya explotando una base aérea en Gan, una isla del archipiéla· go de las Maldivas q~e tenía alrededor de cinco kilómetros de longitud y estaba situada a 1.30~ km al sur de .Ceilán. En 1960 se otorgó a las Maldivas un gobierno propio (logra· ron l~ i~d:?en~encia en. 1965) '! Gran Bretaña tomó Gan en arriendo por un período de vei~tls~is a~o~. ~l Remo l!mdC! también creó en 1965, con propósitos estratégicos, el Temtono Bntanico del oceano Indico (BIOT), una nueva colonia que se componía d~ ~~ rosario de p_equeñas isl.as que se enc?ntraban entre la república de Madagascar y Ceilan. La mayor~a ?e estas islas estaban mhabitadas y se habían separado de las Sey· chelles, ~ero la mas. ii_nportante de todas, Diego García, había sido una dependencia de la col?1:1ia de Mauncio, a la que fue comparada con antelación a la independencia de MauncLO en 1966. En 1970, Gran Bretaña y Estados Unidos decidieron construir una base naval conjunta en Diego García, y en 1971 la isla fue arrendada secretamente a Estados Unidos y la mayoría de sus habitantes fueron trasladados. . Unos años m~ tard~· .M~uri~i~ reivin~icó sus derechos sobre Diego García, poste· n~ri_n~nte modero su reivmdicacLOn pero sm renunciar a ella. M'!uricio era una colonia bnta~ic: de habla fra~cesa ~o.n ui:a población racialmente mezclada en la que los indios constituian la mayona. Ongmanamente adquirida para evitar que Francia tomase la 1 ?el antera, .fue transformada en una plantación de azúcar cuando se desvaneció su importancia estratégica, y se utilizó la mano de obra inmigrante procedente de la India. Con el .ti~~npo, l?~ indios llega~on a poseer más de la mitad de la tierra y contaron con l~. opo,sicio~ pohuc~ d~ los cno~los de habla francesa a los que apoyaba la pequeña mmona chma. Los mdws no tenia deseo alguno de unirse a la vecina colonia francesa de Reunión, ni a la más distante y mucho más grande república de Madagascar. A las Seyche~les, un archipiélago 1.600 km al este de Mombasa y aproximadamente el doble de le¡os de Bombay, les fue concedida una Constitución en 1967 revisada en ~970, Yen 1976 se convirtieron en un miembro de la Commonwealth'. A ~ambio de ~as '.slas separadas d:l archipiélago para integrarse en el Territorio Británico del océano Indico, Gran Br~tana construyó en Mahé, la isla principal, un aeropuerto para ayudar a promover el tunsmo en las Seychelles. El primer presidente del nuevo Estado, James ~~ncham, fue pr?nto derrocado por su primer ministro y líder del partido de la oposi· e.ion, Alb~rt Rene, q~e e:taba situado ideológicamente más a la izquierda y que en polí· ttca extenor .era parttdano de la no alineación. René sobrevino en 1980 a una invasión de ~er.cenanos blancos ante la que Sudáfrica hizo la vista gorda. Una segunda tentati· va similar en 1983 fue, no obstante, detenida por Sudáfrica. ~I

EL GOLFO PÉRSICO Por último, el Golfo Pérsico. El Golfo se convirtió en los años setenta en lo que había sid~ Berlín en .décadas precedentes, esto es, un lugar tan cargado de tensiones que una disputa relativa a su navegación o instalaciones podía llegar a escapar al control de los estados. El ~alfo es u~ larg? y estrecho brazo del océano Índico que penetra en el interior de Onente Medw, de¡ando a un lado Arabia y al otro Irán. Este brazo de mar tiene

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su máximo estrechamiento en el estrecho de Ormuz. Hacia el sur se encuentra el golfo de Omán abriéndose hacia el oceáno, y hacia el norte el Golfo Pérsico. Toda la costa oriental de ambos golfos es territorio iraní, pero la costa opuesta se la reparten catar· ce soberanos. En el extremo del golfo Pérsico está lrak y al lado se encuentra Kuwait, separado del resto de los principados -la isla de Bah.rain, el _promontorio .de Qatar, los estados trucios y, por último, el Estado de Mascate y Ornan en la esquma- por 560 kilómetros de costa saudí. Las afinidades políticas y comerciales de Kuwait han esta· do con sus vecinos del norte, y sus hijos han ido a la escuela en Karachi. El interés inicial de Gran Bretaña en estas aguas estribaba en conseguir el mono· olio el dominio de las rutas que llevaban a la India y en proteger el comercio britá· 0 ~ico de las violentas depredaciones de los llamados jeques piratas que, en el extremo sur del Golfo Pérsico, vivían de la piratería, lo que valió a esta franja de territorio el sobrenombre de Costa Pirata. Desde 1820 en adelante, los británicos impusieron una paz marítima mediante una serie de tratados o treguas .con es~os jeques trucios, Y en 1861 extendieron el sistema hacia el norte hasta Bahram mediante un acuerdo por el que Gran Bretaña se comprometía a proteger a Ba~rain a perpetuidad. Má_s entrado el siglo Gran Bretaña negoció nuevos acuerdos en virtud de los cuales asumia el control sobr; la política exterior de los dominios de los jeques y también de Kuwait Y Qatar. Finalmente a medida que los bancos perlíferos y el petróleo hacían a los estados de esta zona cada v~z más importantes por sí mismos y no sólo como pedazos de territorio ved· nos a una importante ruta de comercio, una serie de acuerdos, ya en el siglo XX, con· cedieron a Gran Bretaña derechos exclusivos para la explotación comercial de las riquezas locales, pero sin ningún control o responsabilidad :?bre los asunto~ i~t~mos. A lo largo de la mayor parte de este período de expanswn el control bntanico, las fronteras, terrestres de estos estados, vagamente situadas en una región inhabitada Yque se suponía carente de valor, no suscitaron interés alguno, y durante mucho ti~mpo Gran Bretaña siguió sin cuestionarse las obligaciones contraídas como consecuencia d: l~ tre· gua marítima, ya que tenía razones adicionales para pemianecer en el Golfo Persico Y no le perturbaban los compromisos con gobernantes locales en u~a zona en la que p~e­ tendía seguir manteniendo el orden mediante fuerzas navales y aereas con el proposi.to de conseguir objetivos complementarios. Estos objetivos eran asegur:r~e las neces~nas comunicaciones pemianentes con Oriente y participar en el nuevo trafico del petroleo. Para llevar a cabo el interminable y constante tráfico comercial entre Europa YAsia, el Oriente Medio debía o bien cruzarse o bien rodearse, y en este contexto, el naciona· lismo árabe del siglo XX afectaba a los europeos exactamente de la misma forma que las conquistas musulmanas que habían dado lugar a las aventuras alternativas de las Cruza· das y de los viajes alrededor de África. Cuando el poderío británico en Oriente Medio estaba en su apogeo, los británicos viajaban libremente a través de él, pero después de la Segunda Guerra Mundial se perdió la ruta central directa, y~ ~ue los g~biemos árabes, uno tras otro, negaron a Gran Bretaña los derechos y beneficws especiales de los que había disfrutado anteriormente por medio de tratados o mediante la ocupación. La reti· rada de Palestina y de la Zona del Canal, la revolución de lrak en 1958 y la derogación del tratado anglo-jordano en la época de Suez, en 1956, eliminó esta ruta e hizo ~1~ce· sario buscar un desvío meridional o septentrional. La ruta del sur pasaba por Libia Y Sudán hasta Adén, pero en 1964 el gobierno libio solicitó una revisión de su tratado de 1952 con Gran Bretaña y en ese mismo año Sudán impuso condiciones prácticamente prohibitivas a los derechos para sobrevolar su territorio. Ir por el sur significaba atrave·

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sar África central o incluso África meridional y ambas rutas eran tan inoportunas políticamente como largas, y por tanto caras, desde el punto de vista económico. La alternativa septentrional, por Turquía e Irán y el Golfo Pérsico, continuó siendo por tanto estimable y valiosa, a pesar de que no podía seguir considerándosela como esencial, puesto que los avances técnicos estaban consiguiendo abrir una nueva ruta, si bien con dificultad y alto coste, desde Gran Bretaña en dirección oeste hasta Singapur. La necesidad de comunicaciones con Oriente proporcionaba, pues, un argumento, efectivo aunque no decisivo, para permanecer en el Golfo Pérsico todavía por algún tiempo, siempre que se entendiese que los días de la presencia británica estaban ya contados. El petróleo era un argumento menos convincente. La importancia, incluso lacreciente importancia, del petróleo de Oriente Medio para Europa era innegable, pero la política de asegurar los suministros mediante una presencia física parecía cada vez más discutible y anacrónica. Europa, en contraste con las otras principales áreas consumidoras -Estados Unidos y la URSS- se había hecho dependiente de los crudos de Oriente Medio. Por ejemplo, Gran Bretaña, que antes de la Segunda Guerra Mundial importaba más de la mitad de su petróleo del continente americano, estaba hacia 1950 importando exclusivamente de Kuwait la mitad del crudo que necesitaban, y en 1965 se calculó que el consumo europeo anual de 300 millones de toneladas se incrementaría hasta alcanzar, en el plazo de quince años, los 750 millones de toneladas, a pesar de la creciente utilización del gas natural y de la energía nuclear. Los importantes descubrimientos de petróleo en el Sahara en 1956, y en Libia en 1959, haría descender la proporción de petróleo procedente de Oriente Medio consumida en Europa, pero no la cantidad total de crudo exigida de esa procedencia. Se pensaba que el petróleo seguiría siendo probablemente más barato que el gas, la energía nuclear o los hidrocarburos submarinos, y el petróleo de Oriente Medio era más barato que cualquier otro, pero esta dependencia europea no era tan temible como les parecía a cierto número de estadistas europeos, puesto que, por su parte, los países productores de Oriente Medio dependían enormemente de los consumidores de Europa. Hacia mediados de los años sesenta, cuando una retirada británica se hizo realidad, los ingresos de los estados implicados procedentes del petróleo excedían los 2.000 millones de dólares y proporcionaban entre un 70% y un 95% de las entradas presupuestarias de los diferentes productores. Ni la creciente demanda de Japón ni la perspectiva de entrada de China en el mercado parecía que fueran a contrarrestar la necesidad que tenían los productores de Oriente Medio de vender su petróleo a Europa y, si esto era así, las bases militares eran can irrelevantes para el flujo del petróleo como para el suministro de cualquier otro producto. Había, no obstante, otro argumento, de naturaleza más política que económica. Los británicos, se decía, habían ido al Golfo Pérsico para preservar la paz y propor· donar la estabilidad sin la cual el comercio siempre estaría en peligro, y lo habían logrado. Una retirada británica podía ir seguida de desórdenes que interrumpirían el flujo de petróleo. Estos desórdenes podrían ser resultado de sabotajes o de disputas fronterizas entre los estados de la región. El sabotaje, sin embargo, es algo que las unidades militares regulares no están particularmente capacitadas para evitar, además de que una de las causas más corrientes del sabotaje es el resentimiento nacionalista contra la presencia de guarniciones extranjeras. Las disputas extranjeras desde luego existían: Irán reivindicaba Bahrein; Irak pedía la provincia iraní del Juzistán y también reclamaba Kuwait; Arabia Saudí se había disputado las fronteras con algunos de sus vecinos más pequeños, muchos de los cuales estaban enfrentados entre sí por odios

seculares. Mientras dichas disputas persistiesen, Gran Bretaña podría alegar que estaba prestando un servicio al continuar en esta zona y llevar a cabo la tarea de mante· nimiento de la paz que en otro tiempo había ejercicio en el mitad del mundo. En los estados del Trucial (Trucial States), Gran Bretaña trató sin éxito de promover una federación como primer paso hacia la liberación de las obligaciones que había adq~i­ rido a perpetuidad. Se suponía que Gran Bretaña no debía interferir en los asuntos Internos de estos estados, pero se vio con frecuencia obligada a hacerlo a causa de sus disputas, de las deficiencias de algunos de sus gobernantes y de la ayuda que los más pobres solicitaban. Los gobernantes, aunque ya no precisaban protección para hacer frente a las amenazas procedentes del mar, sentían sin embargo la necesidad de protección frente a Arabia Saudí y frente a sus propios súbditos, no muy numerosos. El gobernante de Qatar (que de una manera flexible había formado parte del sistema del Trucial a comienz~s del siglo XIX, pero lo había abandonado en la década de 1860) solicitó en 1963 la ayuda británica para hacer frente a sus dificultades internas pero le fue negada. El problema principal, sin embargo, era la relación entre los jeques y Arabia Saudí. Gran Bretaña no deseaba ni dejar a los jeques abandonados ni apoyarlos indefinidamente. Las relaciones de Gran Bretaña con la casa real saudí habían sido tradicionalmente buenas, especialmente en los tiempos del rey Abdul Aziz ibn Saud, y menos buenas tras la ascensión de su hijo Saud en 1953 y la sustitución de la influencia estadounidense por la británica en Arabia Saudí. Gran Bretaña se sentía asimismo turbada por la, al parecer, completa impermeabilidad del régimen saudí al más leve toque de modernidad, excepto en lo que se refiere a la acumulación de royalties del petróleo que la familia real saudí dilapidaba con pródiga inutilidad. No parecía correcto abandonar a estados, que en un tiempo habían sido redimidos de la piratería, a la suerte de un gran vecino que era todavía famoso por la esclavitud. Además, en 1955 una permanente disputa acerca del oasis de Buraimi condujo a una pequeña confrontación militar. Este oasis, un conjunto de diez aldeas, algunas de ellas en posesión del jeque de Abu Dhabi y otras en manos del sultán de Mascate, era codiciado por Arabia Saudí, cuyas reivindicaciones habían sido desoídas por Gran Bretaña durante toda una generación. La disputa, que implicaba a las dos poderosas fuerzas del honor y del petróleo, fue sometida a un tribunal arbitral en Ginebra pero los saudíes, que tenían escasa fe en su causa o en el tribunal, sobornaron a los testigos hasta tal punto que Gran Bretaña se vio impulsada a elevar una protesta pública. Los saudíes mandaron también tropas a las aldeas, de donde los británicos las expulsaron por la fuerza. A pesar de todo, Gran Bretaña estaba poco dispuesta a proseguir la disputa, que una vez más se apaciguó. Como en la India, también en Oriente Medio el poder que los británicos dejaron vacante no se transfirió a un único sucesor. El régimen posbritánico del Golfo fue resultado de negociaciones entre la propia Gran Bretaña, Irán y Arabia Saudí. El sha renunció a la reivindicación iraní sobre Bahrein, que en 1970 se convirtió en miembro plenamente independiente de las Naciones Unidas. Con una población y una riqueza suficientes para valerse por sí mismo, Bahrein no estaba dispuesto a ser un miembro de la nueva federación de estados del Golfo propuesta, a menos que se le concedies~ una representación igualmente arrolladora en la proyectada Unión de Emiratos Arabes. Esta federación inició su existencia a principios de 1972 pero sin Qatar ni Ras-al-Khaimar (este último, uno de los Trucial States o Costa de los Piratas), que eligieron, ambos, la independencia. Todos los tratados con Gran Bretaña vigentes fueron derogados. Irán, basándose en exigencias estratégicas, se apoderó de

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los islotes de Abu Mesa y las Tumbs en el estrecho entre el golfo Pérsico y el golfo de Omán, a causa de la cual lrak rompió sus relaciones diplomáticas con Irán y expulsó a los iraníes que residían en el país. El nuevo orden radicaba esencialmente en el acuerdo entre Irán y Arabia Saudí, en la capacidad de está última para conseguir en esta fase un control pleno sobre la costa occidental del Golfo y equipararse así con Irán, que poseía el control de la otra costa, y en la fortuita ausencia de las voces egipcia e iraquí debido a la derrota de Egipto en 1967 y a la persistente guerra de Irak contra los kurdos y otra serie de debilidades internas; pero ninguno de estos factores era necesariamente permanente. El asesinato de Faysal, en 1975, y la sucesión sin traumas de su hermano Jalid no perturbó el esquema, pero en el mismo año Irak comenzó a recobrar su libertad de acción. El Consejo del Golfo, creado en 1981 por inicia~ tiva saudí, formaba parte de su esfuerzo por contrarrestar la influencia iraní e iraquí: incluía a Arabia Saudí, Kuwait, Bahrein, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos y Omán.

Los nombres tribales de los pueblos kurdos se remontan en el tiempo a épocas más remotas que cualesquiera otros pueblos del mundo y su presencia en Asia occidental data de unos 4.000 años. En siglos recientes han estado divididos entre los imperios otomano, iran( y ruso. Al desintegrarse el imperio otomano, se dividieron todavía más entre Turqu(a, lrak y Siria. A mediados del siglo XX, su cifra ascendía a 10-12 millones, la mayor parte en Turquía, Irán e lrak. Había unos 350.000 en Siria y quizá 200.000 en la República Socialista Soviética de Armenia. Su suerte había ido declinando desde los tiempos de su sultán del siglo XII conocido por los europeos como Saladino. En el período de entreguerras, los kurdos de Turquía figuraban entre los oponentes al gobierno de Ataturk. Hubo sublevaciones kurdas en 1925, 1930 y 1937, pero después de la Segunda Gurra Mundial-y particularmente entre 1950 y 1960 en que el Partido Democrático estuvo en el poder- las relaciones se hicieron más distendidas. Hubo cierto recrudecimiento de la hostilidad racial en los años sesenta pero el peor enemigo de los kurdos era la pobreza de Anatolia oriental, una zona de decadencia y ruina agrícola. En Irán, los kurdos fueron hostigados por Reza Sha entre las dos guerras y luego

embaucados por los rusos, que prestaron gran atención a los notables kurdos durante la guerra, alentaron el nacionalismo kurdo y suministraron armas a un movimiento separatista. En enero de 1946, los kurdos proclamaron la república independiente de Mahabad, pero para los rusos el movimiento kurdo no podía ser más que privativo de la república separatista de Azerbaiján que ellos mismos habían ideado en Tabriz a finales de 1945. La república de Mahabad era una expresión de los verdaderos sentimientos locales no comunistas, mientras que la república de Azerbaiján era una creación comunis· ta. Las tentativas para que ambas se aliaran no resultaron nunca más que superficialmente fructíferas, si bien los kurdos, dependientes del apoyo ruso, estaban medio atados a los azerbaijaníes. Tras la reti· rada de las tropas rusas en mayo de 1946, los azerbaijanfes negociaron, sin consultar a los kurdos, un favorable acuerdo con el gobierno iraní que devolvía Azerbaiján al Estado iraní como provincia autÓ· noma. Por estas fechas el gobierno de Irán era una coalición que incluía a corru,mistas, pero más entra· do el año el primer munistro Qawan es-Sultaneh expulsó a sus colegas comunist~s, de Teherán y envió a su ejército a combatir contra Tabriz, donde fue inmediatamente derrocada la administración provincial comunista con la ayuda del populacho local. La república de Mahabad ~staba ahora a merced del ejército iraní. Fue aniquilada y sus líderes huyeron o fueron ejecutados. '·. El destino de los kurdos estuvo principalmente en manos británicas cuan~o, después de tomar Bagdad en la Primera Guerra Mundial, el ejército británico se dirigió a Mosul y nombró gobema· dar al dirigente kurdo Mahmud Barsandyi. Los kurdos esperaban obtener un Kurdistán indepen· diente como premio por sus servicios contra los turcos durante la guerra; y en los primeros años de posguerra los británicos se preocuparon principalmente por evitar la inclusión de Mosul en el nuevo Estado turco. El fracasado Tratado de Sévres de 1920 (que establecía una Armenia independiente) no dio a los kurdos más que una promesa de independencia que los iraquíes, un protectorado a punto de conseguir la independencia, estaban dispuestos a evitar en la medida de lo posible, e incluso a anular. Sus esperanzas frustradas, Barsandyi declaró la independencia del Kurdistán. Los británicos lo deportaron a la India pero más tarde (1922) lo restablecieron como gobernador de Mosul. Un año más tarde huyó a Irán. El Tratado de Lausana ( 1923) anuló el Tratado de Sévres y por tari.to sus disposiciones a favor de kurdos y armenios. Turquía reivindicó Mosul, pero en 1925 la Liga de Naciones apoyó la reclamación británica de que formaba parte de lrak. Cinco años más tarde, Barsandyi regresó a lrak, en un intento de obtener algo de ventaja en los choques entre kurdos e iraquíes, pero lo frustró el ataque de la aviación británica; y con el fin del protectorado británico la región kurda pasó a formar parte del Estado soberano de lrak. A finales de la Segunda Guerra Mundial un nuevo dirigente kurdo, Mustafá Barzani, dirigió una revuelta que fue aplastada: unos 10.000 kurdos se refugiaron en Irán y Barzani huyó a Moscú. La revolución de 1958 en Bagdad destruyó la alianza entre los tres estados antikurdos de lrak, Turquía e Irán, y una república de «árabes y kurdos» sustituyó a la monarquía iraquf. Barzani volvió de Moscú y fue recibido con honores e incluso con munificencia por el presidente Kassim, que veía favorablemente a los kurdos por las tendencias izquierdistas que existían entre ellos. En 1960 fue autorizado un Par· tido Democrático Kurdo, pero los kurdos se escindieron en diferentes opiniones con respecto a Kas· sim e incluso el ala de izquierdas desaprobaba las ideas y excesos comunistas que habían ganado terreno a lrak tras la revolución. Después de algunas disensiones internas, el Partido. Democrático Kurdo llegó a ser claramente anticomunista, perdió en seguida el favor de Kassim, fue perseguido y disuelto oficialmente, si bien los comunistas también cayeron en desgracia en esta época. En 1961 los kurdos se rebelaron. Kassim afirmó que estaban recibiendo suministros militares desde Gran Bretaña y Estados Unidos. Él recurrió a la URSS en busca de arrrias y esta potencia con· sideró oportuno olvidar su original apoyo a los kurdos en la esperanza de hallar en Kassim a un aliado más útil. El ejército iraquí inició una campaña de grandes proporciones contra los kurdos, haciendo uso de bombas de napa! y aviones porta-cohetes. En febrero de 1963, Kassim fue derrocado y asesinado y los nacionalistas panárabes del partido Baas se adueñaron del gobierno bajo la pre· sidencia del general Aref, que entabló conversaciones con los kurdos dándoles a entender que obtendrían algo semejante a la autonomía. Algo más entrado el año, sin embargo, las conservacio· nes se rompieron al ser detenidos los negociadores kurdos, y el ejército iraquf, apoyado en el campo

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IRAK

Irak es el vínculo entre las secciones oriental y occidental de Oriente Medio. Más que ningún otro país de la zona, Irak mira hacia ambas direcciones: al oeste, hacia Asia occidental, y al este, hacia Irán y, por tanto, al Golfo. En 1918 fue destruido el ·Control otomano sobre Oriente Medio. Siguió el orden anglofrancés, que, a su vez, fue desmantelado tras la Segunda Guerra Mundial. Los principales resultados del gobierno anglofrancés fueron Palestina y el Líbano. Se convirtieron en campos de batalla de la siguiente fase. Más al este, los turcos otomanos, que se habían enfrentado a Irán, no tuvieron un sucesor, excepto durante el tiempo en que el imperio británico gobernó el Golfo Pérsico. Con la partida de los británicos, iraquíes y saudíes se disputaron la primacía en la zona, aquéllos como paladines del arabismo y éstos como guardianes de los lugares más santos del islam: un nuevo califa y un nuevo sultán. Y ambos temían a un moderno Irán que disfrutaba con sus disputas y se beneficiaba de ellas.

NOTAS A. Los

KURDOS

de batalla por Siria, donde el Baas había asimismo accedido al poder, se embarcó en una campaña contra los kurdos todavía mas feroz que las operaciones de 1961-1962. Pero el nacionalismo anti· comunista del Baas había enajenado al mundo comunista, que se levantó al grito del genocidio. A comienzos de 1964 se acordó una tregua que resultó ser frágil, pero en 1970 el presidente al··Barkr y su vicepresidente, Saddam Hussein, la renovaron; y Barzani obtuvo un nuevo acuerdo de autono· mía que, sin embargo, fracasó de nuevo por diversas razones, incluida la disputa sobre el status de Kirkuk. Cuando Irán e Irak se unieron contra los kurdos, Barzani huyó a Estados Unidos. Pero las relaciones entre ambos países eran malas y ofrecían oportunidades a Washington. El sha temía al nuevo tipo de régimen, especialmente al de Nasser. No recibió con agrado por tanto la revuelta iraquí de 1958 y menos aún le gustó que Aref sucediera a Kassim en 1963. Deseaba que los musulmanes chiítas tuviesen un papel sólido y reputado en el gobierno de lrak, y si había que tratar asi a los chiítas, lo mismo debería ocurrir con los kurdos. Se negó a prestar ayuda a las opera· ciones antikurdas de Aref, incluso cuando los kurdos iraquíes se refugiarán en Irán, y dio solap:Ído y no tan solapado apoyo a los kurdos de Jrak. Su acercamiento al rey Faysal en 1965 le alentó a canee·· birla idea de un Golfo Pérsico regido ¡:or un pacto saudí-iraní sin necesidad de incluir o de buscar en él un sitio a Irak. En 1980, se volvieron las tomas e lrak le devolvió el golpe a Irán al apoyar a los sepa .. ratistas kurdos de Irán, y cuando los kurdos iraquíes pidieron el apoyo del exiliado Jomeini, Saddam Hussein los atacó con armas químicas. Durante la guerra del Golfo, y al terminar ésta, los estadouni· denses esperaban que kurdos y chiítas se rebelaran contra Saddam Hussein, y las imprudentes declaraciones de Bush se interpretaron como una incitación a hacerlo. No era la primera vez que los kur· dos malinterpretaban las señales ambiguas emitidas por potencias más fuertes. Los aliados turcos de Bush se oponían a la independencia o autonomía kurda y los aliados saudíes se oponían a un recono· cimiento similar para los chiítas. Los territorios de estos últimos en el sur de lrak fueron drenados para convertirlds en presas más fáciles, y muchos murieron a manos del ejército iraquí o huyeron a Irán. Los kurdos iraquíes nunca estuvieron muy unidos entre sí. La Unión Patriótica del Kurdistán (UPK) se desgajó del Movimiento Kurdo Democrático (MKD) en 1975, promovió una oposición más activa al gobierno cenrral y se negó a apoyar a Irak en su guerra conrra Irán, mientras que el MKD y los kurdos de Irán se unieron a lrak. Después de la guerra del Golfo, el líder del UPK, Yalal Talabani, respondió a la llamada a la revuelta de Bush, con resultados desastrosos, mienrras que el MKD y Masud Barzani 'fue· ron más cautos. Los líderes tenían un número aproximadamente igual de seguidores. Saddam Hussein, negociando con cada uno por separado, redactó un proyecto de estatuto de autonomía que no satisfizo a nadie; y como consecuencia del fracaso de su rebelión, 1,5 millones de kurdos huyeron a Irán y medio millón a Turquía. En 1992, ambos partidos aceptaron nuevas propuestas que incluían una asamblea kurda elegida y un ejecutivo autónomo en un área (imprecisamente definida); pero la cooperación entre ellos era meramente superficial. La atención y el compromiso internacionales disminuyeron. Los miem· bros de la ONU no mantuvieron sus contribuciones a la ayuda y supervisión de Naciones U ni das, las enfermedades se propagaron y el acoso iraquí aumentó, así como la lucha enrre kurdos. En Turquía, la cuestión kurda, que prácticamente se había mantenido sofocada durante dos gene· raciones, se abrió de nuevo por la presión del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), que afirmaba representar al 20% de la población turca, ejercía un control despótico y en cierta medida corrupto sobre el sudeste del país y provocó una incipiente guerra civil. El gobierno turco aprovechó la oportunidad que le presentó la guerra del Golfo y sus secuelas para perseguir a los kurdos en Irak, donde venció en una batalla importante; pero en 1993 el PKK se había recuperado lo suficiente como para lanzar operaciones cuasimilirares marcadas por el comportamiento atroz de ambos bandos.

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inspiración divina. Muchos de ellos aguardan el retomo del duodécim.o imán que desapareci~ e~ año 880 d.C., pero los hay que esperan otras reapariciones. Están espamdos por todo el mundo 1slam1 · ca pero es al este del Éufrates donde tienen más fuerza. Dominan Irán, donde han mante~ido el control del poder por espacio de 500 años; sobrepasan en número a otros grupos en lrak y en el L1bano, Yconstituyen imporrantes minorías en Siria, Pakistán y otros lugares. Los éxitos de Jomeini acrecentaron su imporrancia en todos los lugares en que se enconrraban, pero también atemorizara~ a los no chiíras: par· ticularmente a los árabes, que desconfiaban de los iraníes, y a los sunníes (o sunmtas), a los que d1sgus· taba la intervención del clero en el gobierno. La fe de los chiítas está imbuida de sufrimiento y persecu · ción y albergan un contenido rencor dirigido fundamentalmente contra los sunníes, cuya deslealtad hacia la línea verdadera ha sido aún más mancillada con la modernidad y la inmoralidad occidentales, Y concretamente estadounidenses; siente también animadversion hacia judíos y behaíes. La legitimidad de la violencia es más evidente para los chiítas que para los sunníes o la mayoría de los europeos.

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Los chiítas, que se separaron del principal rronco musulmán hace unos !.()()() años, comprenden aproximadamente a una décima parte del mundo islámico. Veneran al hijo político del Profeta, Ali, y a sus dos descendientes Hassan y Hussein como creadores de la verdadera línea de imanes {líderes) de

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VIOLENCIA SECTARIA

La Hermandad Islámica, fundada en Egipto en 1928, por Hassan al-Banna, fallecido en 1949, rei· vindicó los que consideraba como valores musulmanes y se opuso en particular a la separación entre Iglesia y Estado (ral y como esos términos se entendían en Occidente) y a las influencias extranjeras sobre el islamismo. Su objetivo principal era la restauración del derecho islámico y de la autoridad básica de los tribunales islámicos. Hassan al·Banna predicaba la paciencia, pero no todos sus seguido· res la alcanzaron. La Hermandad asesinó al primer ministro Nokrashi Pasha, en 1948, fue dispersada y disuelta, renació en el clima antibritánico de la década de 1950, apoyó al movimiento que llevó al poder a Naguib y Nasser, y, al ser descartada por éstos, intentó matar a éste; miles de s_eguid~res ~e la Hermandad murieron en prisión, pero se recuperó tras la muerte de Nasser. Sadat, mas parttdano de los grupos religiosos, intentó dividirla en un ala violenra y otra pacífica, pero su política occidenralis · ta alejó a ambas y disminuyó las diferencias entre ellas. La Hermandad fue acusada del asesinato de Sadat, y nuevamente padeció detenciones masivas. El asesinato, en 1990, de Rifaat al-Mahgub, presidente del Parlamento egipcio, provocó una operación similar contra los revolucionarios religiosos. Movimientos similares, por ejemplo, en Siria, Sudán, Argelia y Pakistán dieron lugar a partidos cuyo objetivo era subordinar la Constitución a los principios, prácticas, códigos y tribunas básicos del isla· mismo. Aunque prohibida como partido político en Egipto, la Hermandad estaba activamente pre· sente en las clases medias, y atraía a nuevos seguidores entre las víctimas sociales y económicas de la acelerada urbanización. Sus vínculos con movimientos más combativos (Yijad Islámica) eran suficientemente ambiguos como para que el gobierno le concediera cierta tolerancia. Estos conflictos internos del islamismo se interrelacionaron con el conflicto árabe .. israelí Y con las respuestas árabes a la existencia de Israel y a la opresión de los palestinos. En la década de 1970, el Frente Patriótico de Liberación de Palestina (FPLP) y su líder, George Habash, organizó secues· rros para llamar la atención sobre los problemas de los palestinos. En 1970, el FPL~ secuestró c~at~~ aviones, destruyó uno de ellos en El Cairo y tres en Jordania, liberó a todos los pasaieros, Y cons1gu10 a cambio la liberación de presos del FPLP de cárceles británicas, alemanas y suizas. En 1972, simpa· tizantes japoneses abrieron fuego en el aeropuerto de Lod, Israel, inuriendo veinticinco personas, incluidos tres de ellos. En 197 3, la aviación israelí obligó a un avión de pasajeros a aterrizar en Israel, por la creencia de que Habash estaba a bordo. En 1976, el FPLP secuestró un avión de pasaj~ros francés con judíos a bordo y lo obligó a aterrizar en Entebbe, Uganda, en un intento de conseguir la liberación de palestinos de las cárceles israelíes; después de que la mayoría de los pasajeros fueran liberados, un eficaz y arriesgado asalto israelí liberó al resto. En los ochenta, no se produjo una dis· minución de la protesta violenta, pero tomó formas diversas, añadiendo a la toma de rehenes, el ase .. sinato y el suicidio. En 1983, chiítas pro iraníes atacaron diversos edificios públicos y las embajadas francesa y estadounidense en Beirut; entre las veintiuna personas detenidas, figuraban tres libaneses. Como respuesta, se c:;ipturaron rehenes, la mayoría estadounidenses y franceses, en Beirut, y dos pasa·

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jeros norteamericanos murieron durante el secuestro de una avión en Teherán. En 1985, un grupo de palestinos secuestró el Achílle Lauro como medio para obtener la liberación de 50 palestinos de las cárceles israelíes. Los secuestradores se rindieron en Port Said, desde donde un avión egipcio se dispuso a trasladarlos a Túnez, pero la aviación estadounidense lo obligó a aterrizar en Sicilia. El gobierno italiano se negó a entregarlos a Estados Unidos, y escaparon a Yugoslavia. El mismo año, un grupo palestino dirigido por Abu N ida[ secuestró un avión egipcio que sufrió daños y fue obligado a aterri· zar en Malta, donde el intento egipcio de recuperarlo causó cincuenta y siete muertos; y el mismo grupo palestino atacó a pasajeros con destino a Israel en los aeropuertos de Roma y Viena. Poco después, los israelíes obligaron a aterrizar a un avión de pasajeros en la creencia equivocada de que encontrarían líderes palestinos a bordo y los podrían capturar como rehenes. En 1986, Estados Unidos, con ayuda británica, bombardeó Libia con la excusa de que el asesino de un soldado estadounidense en un club nocturno berlinés era libio; pretendían justificar este· acto como defensa propia. En 1988 el Hezbollah libanés capturó y ahorcó a un coronel estadounidense que trabajaba para la ONU; un avión kuwaití fue secuestrado y desviado a Mashad, Irán, y de allí a Beirut, donde se le denegó el permiso para aterrizar, y finalmente a Chipre, donde los pasajeros fue· ron liberados; un avión de pasajeros fue destruido sobre Lockerbie, Escocia, y murieron todas las personas q~e iban a bordo. En 1989, Israel secuestró en Líbano a Sheij Abdul Karim Obeid, en otra operación de represalia. En la década de 1990, el grupo más importante fue Hamás, un pequeño grupo de palestinos que, al igual que la Yijad Islámica, todavía menor, recurrió a la violencia para mostrar su furia contra Israel. Atrajo un apoyo extenso, aunque principalmente pasivo, entre los palestinos de Gaza y Cisjordania, que estaban perdiendo su fe en la OLP i¡ desconfiaban de las negociaciones de Arafat con Israel. La prepotencia del gobierno de Rabin fortaleció al Hamás y le permitió convertirse en una importante alternativa a la OLP en la lucha por una Palestina independiente. En 1994, tras la matanza de veintinueve fieles palestinos en una mezquita en Hebrón a la vista de la policía israelí, Hamás abandonó su proclamada política de matar soldados, no civiles.' Al contrario que Hezbollah en Líbano, Hamás no era chiíta y aparentemente no había sido fundado por Irán. Durante esos años comenzó a utilizarse con frecuencia la expresión fundamentalismo islámico como una de las simplificaciones más sesgadas de la época. Un fundamentalista es aquel que cree todo lo que se le dice que crea. El islamismo, mucho más que el resto de las grandes religiones, mantenía un dominio sobre la mente y los sentimientos de sus seguidores, que eran atraídos a partidos dispuestos a usar la violencia y justificarla tanto por causas religiosas como nacionalistas, sociales o una mezcla de las tres. El fundamentalismo musulmán se usó no sólo para denominar a grupos dife· rentes y a veces peligrosos, sino también para dar a entender que el islamismo era esencialmente violento y que los partidos que reclamaban una especial lealtad al mismo formaban parte de una fuerza unida y amenazadora. La expresión fundamentalismo islámico, una expresión generalizadora acuñada en Occidente, hace hincapié en los aspectos perturbadores de una revolución cultural de larga duración. En cierta medida, se refiere a una reacción conservadora contra ideas políticas y sociales que han estado llegando al islamismo desde Occidente durante siglos. Estas ideas han creado movimientos intelec· tuales a los que se oponen los estamentos tradicionales, y producen a menudo movimientos contrarios caracterizados por la xenofobia y a menudo la violencia. A los no musulmanes les parecen peligrosamente unidos y vengativos, sobre todo por su impacto en la política de los países de Orien· te Medio y por su expansión a África occidental y al sudeste de Asia.

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Cuarta Parte ASIA

XIV

El subcontinente indio

Los cincuenta años anteriores al abandono británico de la India fueron testigos de una serie de reformas realizadas por los británicos y tendentes lógica y explícitamente a la independencia de la India; asimismo asistieron al crecimiento de las discordias dentro de la India que condujeron a la división de 1947; y a una creciente conciencia de la política mundial, en la que no obstante los nuevos dirigentes estuvieron en su mayor parte poco versados. En el siglo XIX, la India, aunque menos cercana al mundo exterior que China o Japón, tenía una visión del mundo sumamente ensombrecida por la. presencia británica; de hecho, el principal episodio del siglo fue la Re'vuelta de Sepoy o motin de una parte de los súbditos de Gran Bretaña contra el dominio británico. Esta misión estaba cambiando a finales del siglo. El avance ruso hacia Afganistán; la preocu· pación de lord Curzon en relación con la frontera noroccidental y el Tíbet; la expansión del poderío indo-británico en Oriente Medio; la alianza de Gran Bretaña con Japón en 1902, seguida de la derrota infligida por Japón a Rusia en 1905; las revoluciones de Tur· quía, Irán y China. Todo esto impresionó y afectó a la India, y lanzó el espíritu indio o parte de él hacia afuera. Aunque en 1947 Jawaharlal Nehru era el único miembro de su gabinete con alguna pretensión de ser experto en materia de política exterior, sus cole· gas y otros muchos de sus compatriotas habían crecido con el sentimiento de que, si bien el problema particular con que se enfrentaba la India era la derrota del imperio británico, existían también otros problemas y otras potencias con las que necesariamente había que contar, fundamentalmente Rusia, China y Japón. Aunque muchos indios juzgaban mal la naturaleza de los problemas, engañándose a sí mismos con la creencia de que su origen era la presencia británica y su solución sería la retirada británica, este error era una cuestión de mala interpretación y no de ignorancia propia de quien está apartado del mundo. Dentro de la India, el nacionalismo -que era una de las consecuencias deri· vadas del renacimiento intelectual, tanto hindú como musulmán, del siglo XIX y que adoptó forma visible con la fundación del Congreso Nacional Indio en 1885- era inevitablemente antibritánico. Igual que ocurre con la mayoría de los movimientos nacionalistas, hubo un momento en que se dividió en dos fracciones, una más militan·

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te y otra menos (dirigidas en este caso concreto por B. G. Tilak la primera de ellas, y por G. K. Gokhale y más tarde por M. K. Gandhi la segunda), pero a diferencia de otros nacionalismos también se dividió, antes del día de la victoria, en otro sentido más perdurable. Conforme el momento de la independencia se acercaba, la capacidad de hindúes y musulmanes para colaborar entre sí fue disminuyendo hasta que llegó a hacerse imposible el mantenimiento de un único Estado como sucesor del imperio británico, y cuando se produjo la independencia las dos grandes comunidades religiosas se temieron y odiaron una a otra más de lo que temían y odiaban a los británicos. Gran Bretaña había previsto desde hacía mucho tiempo el abandono de su imperio en la India pero no había establecido un calendario. Fue la Segunda Guerra Mundial la que impuso ese calendario. Al comienzo de la contienda, el virTey cometió la ridículamente estúpida equivocación de declarar la guerra en nombre de la India como estaba facultado para hacer, sin consultar a un solo indio. Como consecuencia, los ministros del Congreso, en el poder en virtud de la constitución de 1935, dimitieron. En 1942, sir Stafford Cripps fue enviado a la India por el gabinete británico para ofrecer a ésta la condición de dominio, con derecho a separarse del imperio, pero el ejercicio de esta opción y todos los demás pasos con carácter interno tendrían que aplazarse hasta que la guerra hubiera acaba'clo. El Congreso, que es muy posible que juzgase mal las intenciones británicas y que sin duda -si las cifras de reclutas significan algo- juzgó mal el sentimiento indio, decidió no tomar parte en la guerra y utilizarla para llevar a cabo una r campaña contra los británicos instándoles a que abandonasen la India. En 1944, Gran Bretaña, entonces segura ya de su victoria en todos los escenarios bélicos, nombró a un nuevo virrey, lord Wavell, y liberó a los dirigentes indios que habían sido encarcelados. Tras las elecciones generales de 1945, el gobierno laborista envió a la India a tres ministros del gabinete para intentar conseguir un acuerdo entre el Congreso y la Liga Musulmana como paso previo a la independencia, pero las relaciones entre estos organismos se habían deteriorado durante la guerra (justamente la experiencia contraria a la de la Primera Guerra Mundial) y la tentativa británica fracasó. La Liga y su líder, Mohamed Ali J innah, estaban convencidos de que Gran Bretaña no era imparcial sino que estaba a favor del Congreso; en agosto de 1946, Jinnah introdujo el recurso de la Liga a la acción directa al objeto de conseguir un Estado soberano independiente para los musulmanes, y el invierno de 1946-194 7 estuvo ni.arcado por violentos disturbios entre las dos comunidades. A principios de 1947, el virrey llegó a la conclusión de que no podía constituirse una única autoridad central india y, en consecuencia, aconsejó al gobierno británico que o bien siguiera manteniendo el poder durante al menos una década, o bien lo transfiriera, fragmentado, a las distintas provincias. El gobierno británico rechazó este consejo, sustituyó a Wavell por Mountbatten y anunció que Gran Bretaña renunciaría a sus derechos sobre la India en junio de 1948. Se proponía resolver el dilema sin hacer caso a ninguno de los métodos recomendados por Wavell, sino mediante el recurso a la división de la India y a la entrega del poder a dos gobiernos centrales independientes. Se debía engatusar a los 562 estados principescos que no formaban parte de la India británica para que pasaran a integrarse en uno u otro de los nuevos estados. Las relaciones de estos estados con la Corona británica estaban reguladas por la doctrina de la supremacía. Gran Bretaña no se proponía transferir sus derechos supremos a la nueva India o a Pakistán, sino que declaró que la supremacía desaparecería, con el resultado de que cada dirigente sería, según la ley, libre de acceder a la India, a Pakistán o a ninguna de ellas, si bien en la práctica sólo sería libre de

acceder a la India o a Pakistán. Junagadh eligió de forma muy poco práctica acceder a Pakistán, Estado con el que no compartía ninguna frontera; el gobernante fue obligado a percatarse de su error, se apartó de Pakistán y dejó que su Estado pasase a ser parte de la India. Tres estados acariciaron la idea de la independencia: Travancore, Hyderabad y Cachemira. Pronto se vio que las ambiciones de Travancore eran quiméricas; Hyderabad tuvo que ser primero sometido a un bloqueo y más tarde (1949) invadido. Ambos se integraron en la India. El caso de Cachemira vamos a analizarlo con más atención. La táctica de choque británica se intensificó cuando lord Mountbatten informó de que la fecha de junio de 1948 era incluso demasiado tardía para la transferencia de poderes. Pensó que para entonces la violencia sería incontrolable, y el gabinete británico aceptó su opinión. Al adelantar la fecha a agosto de 1947 quedaba muy poco tiempo para solucionar el mayor de todos los temas suscitados, esto es, las líneas divisorias entre la India y Pakistán. Era evidente que Pakistán debía constar de dos zonas muy separadas, cada una de las cuales albergaría a numerosa población no musulmana. Se creó una comisión para la fijación de fronteras, integrada por dos jueces hindúes y dos musulmanes y con sir Cyril (más tarde lord) Radeliffe como presidente. En los puntos más espinosos, las dos voces hindúes y las dos musulmanas se contrarrestaron y anula· ron respectivamente, dejando a Radeliffe ante el escollo de tener que tomar, en el plazo de dos meses, una serie de pormenorizadas decisiones sobre localidades que no conocía y que no tenía tiempo de visitar. Una de las decisiones más importantes fue una adjudicación que dio a la India acceso a Cachemira. Pero las nuevas fronteras no sirvieron para contener a la población dentro de ellas; probablemente ninguna frontera lo hubiera logrado. El miedo empujó a millones de personas a cruzar de un lado a otro de las fronteras y en el transcurso de este éxodo masivo se produjo una carnicería en la que murieron millones de personas. Los sijs, abandonando sus hogares en el Punjab en los que ya no se sentían seguros, atacaron a los musulmanes que se desplazaban hacia el oeste por las mismas razones; los musulmanes se vengaron y tomaron represalias; las atrocidades se multiplicaron en una amplia zona que se extendía hasta la propia Delhi. Probablemente murieron dos millones de hombres, mujeres y niños, y esta horrible orgía de violencia fue coronada en enero de 1948 con el asesinato del propio Gandhi, el apóstol hindú de la no violencia, asesinado por un fanático hindú. En el nuevo Estado de la India dos hombres se hicieron con el control, en primer lugar y fundamentalmente Jawaharlal Nehru, y con él, Vallabhai Patel. Nehru se convirtió en primer ministro y mantuvo el cargo hasta su muerte, en 1964. Patel, en quien recayó la tarea de consolidar la federación india de las antiguas provincias británicas y los antiguos estados principescos, murió prematuramente en 1950. El Congreso conti· nuó teniendo una gran importancia aunque se hallaba dividido. En 1950 eligió al dere· chista Purshottandas Tandom como su presidente, pero al año siguiente Nehru forzó la dimisión de Tandom al dimitir de la comisión de trabajo que era el nervio del Congreso. Nehru siguió siendo presidente del Partido del Congreso hasta 1955, en que cedió el puesto a un subordinado de confianza. En las elecciones generales de 1952, 1957 y 1962 el Congreso fue aumentando ligeramente el número de votos obtenidos ( 45-48%), y contó en todas las ocasiones con la mayoría absoluta en el Parlamento federal, a pesar de sus divisiones internas y a pesar de las crecientes críticas tanto desde la derecha como desde la izquierda. Su principal adversario, el Partido Comunista, obtuvo el 3,3% de los votos en 1952 y alrededor de un 10% en las dos elecciones siguientes, pero estos votos estaban tan concentrados que eran más eficaces de lo que

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la mera aritmética podría hacer suponer. En la provincia de Kerala, los comunistas consiguieron el poder de las elecciones y formaron gobierno, pero fue disuelto por el gobierno e.entra! en 1959 y una alianza anticomunista ganó las elecciones en 1960 a • pesar de un aumento de los votos comunistas locales, que alcanzaron el 42,5%. La disputa chino-soviética provocó una escisión en el partido; su secretario, A. K. Ghosh, lanzó ataques contra China en 1961, y la invasión china de la India en 1962 produjo nueva confusión en el partido en general y en su rama china en particular. Pero la vida política de la India se vio menos alterada por conflictos de partido que por otras fuerzas disgregantes entre las que ocupaba un lugar preferente la cuestión lingüística. Dentro de las más de sesenta lenguas de la India estaban incluidos gran cantidad de derivados del sánscrito, predominantes en d norte; un grupo de lenguas no sánscritas, entre las que se encontraban cuatro de las principales, cuya implantación estaba en el sur; y una especie de lengua franca, en Urdu/Hindustani. Algunas de estas lenguas generaban en sus hablantes una devoción tan ardiente como para provocar derramamientos de sangre. En particular, el hindú, uno de los derivados del sánscrito del norte, tenía entusiastas que querían hacer de él la única lengua ofictal del país, una ambición a la que se oponían no sólo los que se daban cuenta del valor del inglés y no querían que perdiera ímpetu ni que se degradase, sino también los bengalíes, orgullosos de su propio idioma, y los habitantes del sur, que se sentían ofendidos con' cualquier denigración implícita del tamul, el malayalam, el canara o el telugu. En el sur, la cuestión del idio1 ma llegó a ser un ingrediente de un movimiento separatista tamul que tuvo suficiente fuerza como para suscitar preocupación aunque no para causar una desintegración real, y en toda la India crecieron las presiones destinadas a lograr un nuevo trazado del mapa de acuerdo con las líneas lingüísticas. Una nueva provincia, Andhara, se creó de hecho sobre esta base en 1953, y en Bombay ocurrió una grave crisis entre los mahratta-parlantes (que eran una mayoría en la ciudad de Bombay} y los gujarati-parlantes. Los sentimientos se encresparon hasta tal punto que el gobierno central juzgó necesario optar entre una de dos posibles soluciones: o que se reconociera un Estado abierta y declaradamente bilingüe, o que la. ciudad de Bombay se convirtiera en un Estado en sí misma. El gobierno escogió la primera solución y disgu~tó a todo el mundo, hasta que en 1960 los mahratta-parlantes fueron capaces de exigir la división y la transferencia de la ciudad de Bombay al Estado de Maharashtra. El el Punjab, por citar un último ejemplo con aspectos tanto religiosos como lingüísticos, los sijs promovieron una campaña a favor de un Estado sij punjabí-parlante que hubiera supuesto la partición del Punjab. A pesar de la huelga de hambre de su líder, el maestro Tara Singh, no obtuvieron éxito. En lo referente a los asuntos externos, Nehru estaba decidido a permanecer dentro de la Commonwealth (sobre todo si Pakistán también seguía fomrnndo parte de ella) al mismo tiempo que adoptaba una Constitución republicana y desarrollaba una política exterior que podía ser no sólo independiente de la de Gran Bretaña, sino contraria a la de Gran Bretaña. Logró persuadir a los demás primeros ministros de la Commonwealth (con esta significativa reducción del nombre fue rebautizada la Commonwealth Británica en este período) de que la India podía seguir siendo miembro aunque se convirtiese en república. Esto supuso un paso revolucionario. Sin él, la Commonwealth posbélica en expansión, con sus fuertes tendencias republicanas, no hubiera podido configurarse. En 1949, una conferencia de la Commonwealth aceptó un proyecto indio que declaraba al soberano británico como cabeza de la Commonwealth y dejaba libertad a cada miembro para adoptar una forma de Estado monárqui-

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ca o republicana. La propia India se convirtió en república a comienzos de 1950, y al cabo de unos cuantos años había muchas más repúblicas que monarquías en el seno de la Commonwealth. Desde hacía una generación se aceptaba la independencia de cada miembro de la familia británica de naciones, pero ninguno de ellos había emprendido firmemente hasta entonces una política e¡cterior que se opusiera a la de Gran Bretaña. Era esto lo que se proponía hacer Nehru, sin perjudicar ni deteriorar por ello sus buenas relaciones con Londres, y una vez más obtuvo éxito en gran medida. Aunque Gran Bretaña era un protagonista comprometido en la guerra fría, Nehru proclamó que la guerra fría no era asunto que atañase a la India y que los dos • bloques estaban dando muestras de una locura igualmente deplorable. Habiendo desempeñado un notable papel para conducir la guerra de Corea a su fin, Nehru prosiguió por este mismo camino que le llevó a la elaboración de una política y una postura de neutralismo, con la esperanza de mantener a importantes potencias al margen de la guerra fría, de limitar sus nefastos efectos y de allanar el terreno para conseguir ponerle término. En 1955 visitó Moscú, y Bulganin y Kruschev le devolvieron la visita cometiendo la equivocación de pronunciar los discursos antibritánicos que los indios eran capaces de hacer ellos mismos pero que no consentían que hicieran otros. Al año siguiente, el ataque anglo-francés sobre Egipto y la interven• ción soviética en Hungría confirmaron a la India en su creencia de que todas las grandes potencias estaban animadas de intenciones malvadas, aun cuando el propio Nehru censuraba menos el episodio húngaro que el de Suez (quizá por las implicaciones de este último con respecto a la solidaridad de la Commonwealth). La determinación de Nehru de que Asia diese un ejemplo de cordura al mundo le llevó a perseguir el mito de la amistad chino-india con una tenacidad tan poco realista que, cuando China atacó a la India en 1962, dañó gravemente a su prestigio, su política y su país. Una de las causas de la negativa de muchos indios a prestar a la amenaza china > una atención suficientemente seria era la enormemente apasionada disputa con Pakistán. Incluso los motivos de reclamación de la India contra potencias colonia· les occidentales como Francia o Portugal eran emocionalmente insignificantes comparados con la animosidad existente contra Pakistán. (Estas reclamaciones eran, hay que reconocerlo, pequeñas desde el punto de vista de la extensión terri· torial. Francia cedió Chandernagore -prácticamente parte de Cale u ta- en 1951, y sus posesiones restantes -Pondichery, Karikal, Mahé y Yanaon- en 1954. Portugal recurrió en la India, al igual que en Africa, al mecanismo de convertir sus colonias en provincias del Portugal metropolitano, pero esta metamorfosis nominal no sirvió de mucho y en 1961 la India se apoderó de los territorios portugueses -Goa, Danan y Dia- mediante una demostración de fuerza.} A diferencia de la India, Pakistán perdió a su figura paterna pronto. )innah, que al llegar la independencia se había convertido en gobernador general, murió en septiembre de 1948. Por añadidura, Liaqat Ali Kan, el primer jefe de gobierno que tuvo Pakistán, fue asesinado tres años después. Durante varios años, Pakistán malgastó gran parte de su frágil consistencia en estériles disputas constitucionales al tiempo que las figuras públicas se sucedían unas a otras en los altos puestos de la administración, la corrupción alcanzaba unas proporciones escandalosas y el ejército se preguntaba hasta cuándo iba a permitir que esta situación se prolongase. Jawaya Nazim al.Din sucedió a Jinnah como gobernador general y más tarde, en 1951, sucedió a Í..iaqat Ali Kan como pre-

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sidente del Consejo; en 1953 su propio sucesor como gobernador general, Ghulam Mohammad, lo destituyó e instaló en su lugar a Muhammad Ali Bogra. Estos cambios, que entrañaban tentativas deliberadas de preservar el equilibrio entre Pakistán oriental o occidental, estuvieron acompañados de un gradual derrumbamiento de la autoridad y de disturbios. En 1954, la Liga Musulmana resultó duramente derrotada en las elecciones provinciales de Pakistán oriental y el gobierno central, humillado y en peligro a raíz de este revés, envió al general Iskander Mirza a Pakistán oriental como gobernador militar. Este nombramiento fue el comienzo de un movimiento encamina· do a imponer un poder militar. Al año siguiente, el general Mirza se convirtió en gober· nadar general a la muerte de Ghulam Mohammad, que llevaba enfermo cierto tiempo, y nombró como primer ministro a Chaudri Mohammad Ali, un inteligente y honrado funcionario. Sin embargo, dimitió en 1956 y fue sucedido en 1957 por Firoz Kan Noon, un eminente veterano. Finalmente se aprobó una Constitución en 1956, pero en 1958 se puso fin definitivamente a la democracia parlamentaria tras ser brutalmente agredido durante un debate parlamentario el presidente del Parlamento de Pakistán oriental, que murió a consecuencia de los golpes que le asestaron en la cabeza con una tabla. Se proclamó la ley marcial, cuya aplicación fue encargada al general Ayub Kan, que se convirtió en seguida en el sucesor del general Mirza como jefe del Estado. Los partidos políticos fueron suprimidos y se elaboró una nueva Constitución promulgada en 1962, basada más en el sistema presidencialista estadounidense que en el Parlamento britá¡ nico. La inestabilidad de Pakistán dio a la India una excusa para justificar sus temores con respecto a su vecino, alegando que se desconocía lo que unos gobiernos en tan difícil situación podrían hacer acto seguido. Cuando el inestable gobierno fue sustituido por otro militar, los temores indios simplemente cambiaron de tono y se alegó entonces que una eficiente junta militar era todavía más peligrosa que un eficaz régimen civil. El rencor entre los dos países se concentraba en Cachemira, pero Cachemira no era su única causa. Las masacres de 194 7 habían supuesto un espectacular mal comien· zo para unas relaciones que estaban casi condenadas por la incapacidad o negativa de las dos comunidades de la India a vivir en armonía la una con la otra. La tendencia de la India a pensar que la partición territorial era una efímera aberración suponía una ~ fuente adicional de irritación en Pakistán. Había también disputas sobre la distribución de las aguas del Indo y de sus afluentes, y sobre las propiedades de aquellas personas {unos 17 millones) que habían huido de un país al otro y no pudieron vender los terrenos que dejaban tras de sí al marchar. Además, la división en dos partes de lo que había sido una sola economía produjo tensiones económicas que desembocaron en una guerra comercial y alcanzaron un alto grado de animadversión cuando la India devaluó su moneda en 1949, en concordancia con Gran Bretaña, pero Pakistán se negó a hacer lo mismo hasta 1955. Aun así, lo peor de todo era Cachemira. El Estado de Cachemira estaba integrado por Cachemira propiamente dicha; Jammu¡ un nivel superior que discurría desde el noroeste hasta el sudeste y compren· día Gilgit, Baltistán y Ladakh; y una franja occidental que englobaba al pequeño territorio de Poonch. Cachemira había estado bajo dominación afgana al ser conquistada por el príncipe sij Ranjit Singh en 1819. Este mismo príncipe instaló al poco tiempo a Gulab Singh como gobernador de Jammu, y Gulab Singh, como era de esperar, anexionó Ladakh y Baltistán a su dominio. En la década de 1840, todos estos territorios, exceptuado todavía Gilgit en el extremo noroccidental, pasaron a formar parte de la

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India británica como consecuencia de las dos guerras libradas entre británicos y sijs para conseguir el control del Punjab. Los príncipes sijs continuaron en el poder como maharajás de Cachemira y Jammu, y en 1947 los británicos hacían la vista gorda ante el notoriamente insatisfactorio gobierno del rico e incompetente Hari Singh. Los súbditos musulmanes de este maharajá, que suponían las cuatro quintas partes de la pobla· ción total, se oponían unánimemente a su gobierno al igual que muchos de los componentes de la minoría hindú. La oposición musulmana estaba dividida entre la Conferencia Musulmana de Cachemira, a la que no podía pertenecer ningún hindú, y una organización más amplia, dirigida por el jeque Abdullah, que, siguiendo el ejemplo del Congreso Nacional Indio, incluía a miembros de ambos credos. A medida que se acercaba el momento de la independencia, en 1947, el maharajá iba cada vez dando más largas y buscaba evasivas, por una parte porque acariciaba la idea de una Cachemira independiente y por otra porque sus intereses diferían mucho de los del buen estadista. En octubre, el pequeño territorio de Poonch pretendió separarse y fue inmediatamente invadido por miembros de las tribus desde Pakistán. No se ha llegado a saber hasta qué punto el gobierno paquistaní tuvo conocimiento previo de estos acontecimientos. El maharajá acudió en petición de ayuda a la India, que rehusó concedérsela a menos que se adhiriese formalmente a la India. Esto fue lo que hizo, justo a tiempo de permitir que tropas indias fueran transportadas a Cachemira para impedir que los miembros de las tribus se apoderasen de la capital, Srinagar. El maharajá fue entonces arrinconado y, en 1949, depuesto, y Nehru hizo en noviembre la primera de una serie de promesas de que se celebraría un plebiscito. A comienzos de 1948, la India expuso la situación ante el Consejo de Seguridad Pakistán y envió unidades del ejército regular a Cachemira, las cuales recuperaron parte del territorio que los hombres de las tribus habían perdido a manos del ejército indio. Una misión de la ONU propuso un alto el fuego, que se hizo efectivo el primer día del año 1949, y un plebiscito, que nunca se celebró. En realidad, ciertas partes del oeste de Cachemira se incorporaron a Pakistán, incluyendo Poonch, así como Baltistán y Gilgit. El resto del país, incluido Ladakh, fue gobernado por el jeque Abdullah como primer ministro bajo la autoridad nominal de un miembro de la casa principesca que ocupaba la jefatura del Estado, hasta que en 1953 los indios, sospechando qu~ el jeque Abdullah deseaba también una Cachemira independiente, lo encarcelaron y lo sustituyeron por Bakshi Ghulam Mohammad, con el que procedieron a elaborar una nueva Constitución para Cachemira de forma que pasara a ser una parte plenamente integrada en la federación india. Durante los. años cincuenta, se llevaron a cabo una serie de intentos fallidos de completar el alto el fuego con un acuerdo político. Las primeras tentativas de la ONU resultaron inmediatamente infructuosas. El almirante estadounidense Ches ter N imitz, que fue nombrado para supervisar el plebiscito, ni siquiera fue nunca a Cachemira. Una comisión de conciliación de la ONU (lJNCIP) abandonó su tarea a finales de 1949. Se designó a un juez australiano, sir Owen Dixon, como mediador de la ONU pero se vio obligado a anunciar el fracaso de su gestión. Las conversaciones entre Nehru y Liaqat Ali Kan en 1951 fracasaron igualmente. Frank P. Graham asumió la tarea de sir Owen Dixon con el mismo resultado que éste. Tras la destitución del jeque Abdullah en 1953 hubo una nueva ronda de conversaciones entre Nehru y Mohammed Ali pero resulta·· ron nuevamente infructuosas. Luego, en 1954, en el momento en que la Constitución y la condición de Cachemira estaban siendo alterados, ocurrió un acontecimiento deci· sivo. Estados Unidos y Pakistán firmaron un acuerdo que estipulaba la ayuda militar

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estadounidense a Pakistán. Desde el punto de vista estadounidense se trataba de una medida antisoviética, formaba parte de la política estadounidense de contención y de la estrategia envolvente, pero desde el punto de vista indio significaba un poderoso reforzamiento del enemigo principal de la India. Ésta se sintió profundamente ofendida por la actuación estadounidense y Nehru aprovechó la ocasión para dar marcha atrás en su promesa de celebrar un plebiscito en Cachemira. Durante las negociaciones de 1954-1955, en el transcurso de las cuales el gobernador general paquistaní, Ghulam Muhammad, fue a Dehli, Nehru se negó a considerar la idea de un plebiscito. A principios de 1957, Pakistán pidió al Consejo de Seguridad que ordenara la retirada de todas las tropas de Cachemira, que enviara allí a una fuerza de la ONU, que organizara un plebiscito y que exigiera a la India el abandono de la nueva constitución que estaba a punto de integrar a Cachemira en la India. La India se opuso a la intervención de la ONU y la URSS vetó la resolución que respaldaba el plan paquistaní. Un año más tarde, Graham hizo similares propuestas a la India, que las rechazó. Durante la disputa indo-paquistaní sobre Cachemira en los años cincuenta se olvidó con frecuencia que Cachemira tenía también una frontera con China y que esta frontera había estado, desde 1948, parcialmente en manos indias y parcialmente en manos paquistaníes. A finales de la década de los cincuenta, sin embargo, los indios tomaron repentinamente conciencia de las hasta entonces insospechadas actividades chinas en Ladakh. Al mismo tiempo, el viaje del dalai-lama a la India atrajó la atención popular, y especialmente la atención india, sobre las actividades chinas en el Tibet; un incidente ocurrido en el extremo nororiental de la India puso de manifiesto un conflicto chino-indio en esta zona¡ y en Nepal, la actividad política se dividió abiertamente en una tendencia pro india y otra pro china. China se convirtió en un nuevo elemento de la disputa en torno a Cachemira entre la India y Pakistán, y del mismo modo Cachemira se convirtió en un nuevo elemento de la disputa que estaba tomando cuerpo entre China y la India, que implicaba a más de 1.600 km y que incluía, aparte de Cachemira, los pequeños estados himalayos del Nepal, Bhután y Sikkim, y el mucho más amplio y constitucionalmente anómalo país del Tíbet. Puesto que la India y China son los dos países asiáticos más grandes, la actitud de una con respecto a la otra constituye un elemento fundamental de la política de Asia. En 1954, en el contexto de un tratado comercial sobre el Tíbet, ambas potencias proclamaron cinco principios para la regulación de sus mutuos -y posiblemente contrapuestos- asuntos. Estos principios, con frecuencia conocidos como el Panch Shila, eran: respeto a la soberanía y a la integridad territorial respectivas, no agresión, no injerencia en los respectivos asuntos internos, igualdad y beneficio mutuo, y coexistencia pacífica. Por lo que respecta a Nehru, el Panch Shila reflejaba ciertos objetivos básicos de su política exterior: evitar la guerra, crear un orden asiático basado en la confianza y respeto mutuos de las dos principales potencias asiáticas, impedir todo lo que se pareciese a una guerra fría en Asia, y dar al resto del mundo un ejemplo de buena conducta internacional. El hecho de que el contexto fuese el Tíbet era en parte occidental, pero también oportuno y profético, puesto que es a lo largo de fronteras comunes donde las resoluciones de los estados se ponen con más frecuencia a prueba. El yugo a que fue sometido el Tíbet por parte de China en 1950 era una lógica puesta en práctica de la decisión de reunir a las «cinco razas» chinas bajo el control de Pekín, y condujo a China hasta la frontera de la India. Los indios tenían varias razones para considerar esta confrontación -una confluencia, como resultó ser, tanto de ideologías como

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de poder- con sorprendente calma. Existía en primer lugar una determinación de entenderse y llevarse bien con China, determinación a la que el reto de las diferencias ideológicas daba más fuerza e impedía, por tanto, que se vieran con claridad las dificultades que había para lograrlo. Existía también una difundida aunque vaga creencia de que las malas relaciones de vecindad eran un signo de estados capitalistas conscientes de su poder más que una consecuencia de fricciones, a la que se unía una creencia similar de que muchos de los problemas del pasado de la India (incluidos los problemas que los británicos habían tenido a lo largo de sus fronteras) eran parte integrante de un imperialismo extranjero, y habían sido automáticamente suprimidos con la retirada de Gran Bretaña. Por último, estaba la obsesión con Pakistán, ya que la división de la India británica en dos estados no sólo significó un debilitamiento en el sentido de una dispersión de recursos materiales, sino también una menor capacid;id para ver las cosas en sus justas proporciones. Envalentonados o no los chinos por esta división, lo cierto es que les proporcionó oportunidades y no fue la menos importante la de emprender un arriesgado juego fronterizo en el que muchos indios, con evidente miopía, prefirieron no reparar. La frontera chino-india atraviesa, a lo largo de unos 1.600 km, uno de los territorios más amedrentadores del mundo. Hacia el oeste, el Tíbet linda con Ladakh, la parte más sudorienta! de Cachemira que, sobresaliendo hacia el este, introduce una cuña entre la India y el Tíbet. La frontera toca por tanto territorio indio y hace un giro hacia Bhután y la Agencia Fronteriza Nororiental de la India (Nefa)*. ,.. La pretensión china de considerar al Tíbet como parte integrante de China no ha sido rebatida seriamente por otros estados soberanos, a pesar de la inquietud que pueda haberles causado esta extensión del poderío chino. Los propios tíbetanos adoptaron un punto de vista diferente, en parte sobre la base de que la independencia de facto disfrutada desde 1911 había madurado hasta convertirse en independencia plena, y en parte interpretando las vagas y antiguas declaraciones chinas de consideración y respeto hacia ellos como concesiones formales de independencia y no como meros cumplidos que es lo que los chinos decían que eran. El mongol Qubilay Kan, un nieto de Gen· gis Kan que llegó a ser emperador de la China en el siglo XIII y se convirtió al budismo, otorgó favores a un lama que estableció en el Tíbet un dominio dinástico local de impreciso radio de acción. Doscientos años más tarde surgió la línea cismática de los denominados Budistas del Sombrero Amarillo que, después de otros doscientos años, suplantaron a la línea instaurada por Qubilay y se convirtieron en los efectivos gober· nantes del Tíbet. El jefe de esta línea era el dalai-lama y en el siglo XVII recibió del primer emperador manchú de China señales de respeto que puede o puede qu€;! no se aproximasen a algo cercano a la soberanía. En el siglo siguiente, los chinos penetraron en el Tíbet para proteger al país contra los mongoles y se negaron a volverse a ir. 1ambién lo defendieron contra una posterior invasión de los gurkas que se produjo en ese mismo siglo y consolidaron su posición en el transcurso del siglo XIX, ayudados por la tendencia de los jóvenes dalai-lamas (en ocasiones calificada de misteriosa) a morir justo antes o poco después de alcanzar la edád necesaria para asumir plenos poderes. El siglo XIX fue también testigo del acercamiento entre británicos y rusos, y en 1903 sir Francis Younghusband llamó a la puerta meridional del Tíbet, prosiguió hasta Lhassa e hizo saber así que Gran Bretaña no estaba dispuesta a dejar a China las manos libres en el Tíbet. Esto ocurrió en el período de desintegración china, pero, de hecho, toda • NEFA: North-East Frontier Agency.

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idea británica de ocupar el puesto de China en el Tíbet fue pronto abandonada. El dalai-lama huyó en 1903 a Mongolia y desde allí a China, donde fue objeto de una acogida decepcionante. Regresó a Lhassa en 1909 pero hubo de marcharse de nuevo en 1910, en esta ocasión buscando refugio en la India por temor a los chinos. El hundimiento del imperio chino en 1911 pareció abrir el camino hacia una independencia verdadera pero en la conferencia de Simia de 1913-1914, celebrada entre chinos, tíbe. tanos y británicos, estos últimos propusieron un reconocimiento de la soberanía china sobre el Tíbet a cambio de una promesa china de autonomía para esta región. Esta propuesta, reiterada en 1921, no fue nunca aceptada de forma vinculante y obligatoria. La conferencia de Simia propuso también una frontera entre la India, al sur, y el Tíbet y China, al norte y nordeste (la llamada línea McMahon) en un documento que fue fir. mado por los chinos pero nunca ratificado, no porque China pusiera en cuestión la línea, sino porque su aceptación iba unida a una división del Tfbet en una zona interior y otra exterior y a la exclusión de las tropas chinas de la zona interior. A la l,lluerte del dalai-lama en 1934, los chinos aprovecharon la oportunidad para regrésar a Lhassa. Llegó a esta ciudad una misión enviada para. expresar la condolencia y permaneció allí hasta 1949 en que fue expulsada a consecuencia del hundimiento general de Kuomintang. En venganza, el Kuomintang reconoció como panchen-lama a un muchacho que había sido descubierto en China en 1944 y estab~ aún allí. (El pachem· ¡ lama, otro jerarca del Sombrero Amarillo, era espiritual y temporalmente el segundo del dalai-lama. El anterior panchen-lama había huido a China en 1923 y muerto allí en 1~~7.) Esta última jugada del Kuomintang demostró ser útil para los comunistas, que se h1c1eron cargo del nuevo panchen-lama y lo pusieron a la cabeza de un gobierno provisi.~nal tíbetano en el exilio. Vivía en Pekín, casado con una mujer china, pero desaparec10 en 1962, tras rechazar un enfrentamiento con el dalai-lama. Reapareció en 1979, aparentemente maltratado, y murió en 1989, llamativamente joven. En 1995 el dalailama y los chinos habían descubierto la nueva reencarnación en muchachos diferentes. . Durante:' año 1950 hubo intentos por parte de las autoridades de Lhassa de negociar con Pekm, ya fuera en Hong Kong, Calcuta, Delhi o en cualquier otro sitio donde pudiera efe~t~arse un contacto, pero en octubre los chinos invadieron el Tíbet y pronto se h1c1eron con el control de la capital y de gran parte del país. El Tíbet pidió ayuda sin éxito a Estados Unidos, y el dalai-lama huyó a la India en 1959. Las autoridades que permanecieron en Lhassa aceptaron la soberanía china a cambio de una promesa de medidas de autonomía, como región autónoma de China. Tras la muerte de Mao, Den Xiaoping y el dalai-lama intercambiaron propuestas de negociaciones sobre el futuro del Tíbet en las que supuestamente sólo se rechazaría de antemano la indep~ndencia absoluta. Pero en los años siguientes, China se preocupó menos por cumplir las propuestas que por enviar al Tíbet un número suficiente de ciudadanos chinos como para sobrepasar a los seis millones de tíbetanos. El ~obierno indio elevó protestas a China y deploró la utilización de la fuerza, pero no tema respuesta para el argumento chino de que el Tíbet formaba parte de China. Nehru puso todo su empeño en lograr soluciones amistosas y racionales para los problemas existentes. Después de las discusiones llevadas a cabo en Pekín durante el año 1953, se firmó en abril de 1954 un acuerdo chino-indio sobre comercio en el Tíbet. Se ocupaba de les derechos de los comerciantes y peregrinos, transfería a China los servicios postales y de otra naturaleza anteriormente dirigidos por la India en su calidad de sucesor de Gran Bretaña, estipulaba la retirada de las unidades militares indias de

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Yatung y Cyantse, y enunciaba el Panch Shila. La India reconocía asimismo la soberanía china en el Tíbet. Dos meses después, Nehm y Zhu En-lai se reunieron por primera vez cuando este último regresaba a Pekín tras haber asistido a la conferencia de Ginebra sobre Indochina y Corea, y en octubre Nehru fue a Pekín. Los lamas dalai y panchen ya estaban en la capital china, donde permanecieron desde septiembre hasta diciembre de 1954. Como los británicos antes y después de este período, y los estadounidenses con posterioridad al mismo, Nerhu estaba más interesado por sus relaciones con China que por la situación del Tíbet o por el destino de los tíbetanos (que ascendían tan sólo a seis millones, no todos ellos residentes en el Tíbet, y estaban a punto de ser inundados por la oleada de inmigración potenciada por el gobierno chino). Los gobiernos estadounidense y británico expresaron periódicamente su simpatía por el Tíbet mientras se man· tuvieron en malos términos con China, pero ambos hicieron caso omiso del dalai-lama en cuanto comenzaron a mejorar sus relaciones con Pekín: en el caso de Estados Uni· dos cuando Nixon visitó China, y en el caso británico cuando Thatcher estaba intentando obtener unas condiciones aceptables para la cesión de Hong Kong. A finales de la década de 1950 ocurrieron una serie de incidentes que condujeron a quejas chinas por la penetración de tropas indias en el Tíbet y a quejas indias por el descubrimiento de tropas chinas al sur de la frontera. Estas anomalías se podían justificar por la dificultad de saber con exactitud dónde se halla uno en ese país, y los indios en particular, impacientes por demostrar que la India y China podían coexistir pacíficamente en Asia, no pretendían buscar explicaciones más serias o siniestras. La posibilidad de que las dos partes tuvieran ideas radicalmente diferentes sobre por dónde pasaba la frontera en el mapa se eludió. A pesar de todo, hacia mediados de los cincuenta, los chinos habían penetrado en el Aksai Chin o Soda Plains en Ladakh. Esta zona, entre las dos cadenas montañosas de Kuen Lun y el Karakoram, había sido durante mucho tiempo un territorio en litigio porque nunca se había acordado cuál de las cordilleras marcaba la frontera chino-india. Para los chinos, el Aksai Chin era importante porque por él debía pasar una carretera que querían construir para enlazar la capital tíbetana con su provincia occidental de Jinjiang. Ahora comenzaron las obras de construcción de la carretera. Estas actividades chinas difícilmente pudieron pasar inadvertidas a los indios. Lo que es concebible y realmente probable es que lo que estaba sucediendo no llegase inmediatamente a conocimiento del propio Nehru y que tanto a nivel local como central hubiera una conspiración de silencio entre los indios, cuya animosidad contra Pakistán les cegaba e impedía ver el significado y las consecuencias de lo que China estaba haciendo en territorio reivindicado por la India. º La ocupación del Tíbet por parte china había llegado a ser, por tanto, algo más que un acto que venía a redondear o completar los dominios tradicionales del imperio chino. Era también un paso hacia la participación e implicación de China en los asuntos internacionales. La permanente exclusión china de las Naciones Unidas daba a este país una apariencia de distanciamiento que se vio reforzada más tarde con su aislamiento diplomático tras la ruptura con la URSS, pero durante los años cincuenta China perseguía activos intereses en Asia central que le pusieron en contacto con los estados himalayos del Nepal, Sikkim y Bhután, y con Cachemira, y de esta forma también con la disputa indo-paquistaní. El yugo al que el Tíbet fue sometido supuso una extensión de la autoridad de Pekín sobre la totalidad del imperio chino en más de un sentido: el Tíbet fue conquistado no sólo por su propio valor, sino también como un paso hacia un control más efectivo de la gran provincia de Jinjiang, que se

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encontraba al norte y noroeste del Tíbet. Ésta era la finalidad de la carretera TíbetJ injiang y la causa principal de que China hiciese caso omiso del Panch Shila. Jinjiang, conquistada por la dinastía manchú a mediados del siglo XVIII, compartía fronteras en el siglo XX con Cachemira, Afganistán, tres repúblicas soviéticas (Kirguizatán, Karajstán y Turkmenistán) y Mongolia exterior. Había sido en el pasado una de esas provincias en las que un gobernador ejerce un poder mucho mayor que el habitual en virtud de la gran distancia que le separa del centro del imperio. Se trataba de un procónsul semiindependiente que en ocasiones había recurrido al imperio ruso más bien que al chino en petición de ayuda para solucionar conflictos a los que él solo no podía hacer frente (como, por ejemplo, durante las revueltas musulmanas de 19301934 y 1937). Al extenderse los desórdenes en China, estuvo claro que podía esperar poco del este y que debía orientarse hacia el oeste para salir de sus apuros; cuando, sin embargo, los rusos se vieron completamente absorbidos por la invasión alemana en la Segunda Guerra Mundial, cambió de postura y pasó a ser el amigo y aliado del Kuo· mintang, bajo cuya soberanía estaba según la ley. En 1944, los rusos ayudaron a fomentar y sosténer una revuelta en la comarca lli de Jinjiang, donde se proclamó una República Autónoma del Turquestán Oriental, pero en el tratado de Stalin-Jiang de agosto de 1945, Moscú reconoció la soberanía china en Jinjiang y prometió no intervenir en la zona, una promesa que parece haberse mantenido de modo inadecuado. Durante la última fase del Kuomintang, los rusos trataron de extender su monopolio prebélico 1 (1939) sobre la aviación civil en Jinjiang y de renovar la asociación ruso-china para fines económicos. En el momento del hundimiento del Kuomintang, el primero de estos objetivos se había logrado sobre el papel, pero no así el último, y después de que el gobernador de J inj iang se pasara a las filas de Mao, los rusos iniciaron negociaciones con el nuevo régimen. En marzo de 1950 se firmaron acuerdos para la creación de compañías conjuntas (50/50) con vistas a la explotación del petróleo y de metales no férricos durante treinta años, así como de líneas aéreas civiles durante diez. Mao no estaba evidentemente en posición de exigir un control chino total de la provincia, aunque según la ley fuera indudablemente china, pero inmediatamente emprendió una mejora de sus comunicaciones por ferrocarril y carretera con el resto de China. Al fijar su mirada en el Aksai Chin, Mao estaba siguiendo -como en muchas otras cosas- una línea política que ya se les había ocurrido a sus predecesores cincuenta años antes. Si en 1950 Mao había tenido que contemporizar en relación con Jinjiang, en ese mismo año obtuvo éxito en el Tíbet. En política exterior, los últimos años cincuenta constituyeron para China un período en que los éxitos se mezclaron con las decepciones. En el lado de los logros estaban las apariciones de Zhu En-lai en las conferencias de Ginebra y Bandung y sus visitas a las capitales asiáticas; los acuerdos comerciales con el Nepal y Ceilán (1957), un arreglo fonterizo chino-birmano, y un tratado chino-camboyano; el fracaso de la política occidental en Laos y Vietnam del Sur, y la progresiva supresión de la democracia en Pakistán, Birmania, Ceilán e Indonesia. En el lado de las frustraciones estaban la fallida toma de Quemoy en 1958, la disputa con la URSS, las tensiones de la revolución interna y las desgracias económicas. Para Pekín, lo más sorprendente era quizá la ininterrumpida construcción de la carretera Tíbet-Jinjiang con su implícita pretensión sobre 12.000 millas cuadradas de territorio reivindicado por la India y sin protesta alguna por parte de Delhi. Pero un incidente en relación con la captura de una patrulla india por los chinos en Ladakh sacó el asunto a la luz y en 1958 el gobierno

indio expresó formalmente su sorpresa y pesar por el hecho de que Pekín no hubiera estimado conveniente consultar a Delhi sobre la carretera. En 1959 el descontento en el Tíbet se intensificó hasta producir una grave revuel-ta antichina. Para evitar las represalias chinas, el dalai-lama escapó a la India. En marzo, Nehru escribió confidencialmente a Zhu En-lai para expresarle personalmente su preocupación, pero no recibió contestación alguna hasta seis meses después, en que una pública respuesta china formuló por primera vez la reivindicación sobre grandes extensiones de territorio indio. Entre tanto, Moscú había accedido a dar a la India ayuda financiera y Kruschev, antes de ponerse en camino hacia Estados Unidos, había adoptado una postura neutral en vez de pro china. La India m~ntenia asimismo una actitud neutral con respecto a China y Estados Unidos, y rehusaba adoptar una línea antiestadounidense. Los chinos acusaron a la India de entrometerse y avivar los problemas del Tíbet, y en el verano los incidentes fronterizos, que habían venido ocurriendo durante varios años sin que suscitaran demasiada atención, provocaron vícti· mas, publicidad y encono. En agosto, un policía indio fue asesinado en Longju, en los confines orientales de la frontera chino-india, y en octubre varios indios resultaron muertos en una escaramuza en el valle de Changchenmo, que se extiende aproximadamente a mitad de camino a lo largo de la frontera norte-sur entre el Tíbet y Cachemira, y del lado de Cachemira. No era posible ocultar por más tiempo que la causa de la disputa no era quién estaba dónde en el momento de un choque concreto, sino por dónde se suponía que corría la frontera misma. Hasta 1960, Nehru se negó a discutir el problema fronterizo con China. En 1960-1961, se celebró en Pekín una conferencia de funcionarios pero no consiguió llegar a un acuerdo. Nehru no insistió en la cuestión ni tampoco procedió a la preparación de sus fuerzas armadas para hacer frente a cualquier ataque en una zona qu¡: había llegado a ser peligrosamente disputada. La mitad oriental de la frontera tenía mucho menos interés para los chinos que el vital Aksai Chin, y muy probablemente Pekín consideraba las pretensiones chinas en el este como una útil palanca para lograr concesiones en el oeste. Para la India, las áreas orientales eran más sensibles que las occidentales, puesto que proporcionaban un más fácil acceso a la propia India; abarcaban a los principados himalayos que esta· ban bajo protección india pero facilitaban a los chinos, en caso de inversión de las alianzas, un trampolín hacia la India fuera de la comisa meridional del Himalaya; y abarcaban también a Nefa, donde las tribus nagas se habían rebelado contra el dominio indio y estaban inmovilizando a las fuerzas indias y dañando la reputación moral y el prestigio de la India a medida que las historias sobre las atroces tácticas indias trascendían y eran conocidas en el resto del mundo. La línea McMahon no ratificada, los rebeldes nagas y los débiles estados himalayos (donde lo único que estaba definido eran las fronteras) conferían a los chinos un pequeño conglomerado de oportunidades. Sikkim, el central y más pequeño de los tres estados himalayos, recibió de la India en 1950 garantías de autonomía interna y una subvención a cambio del control indio de sus relaciones exteriores y sus asuntos de defensa. Se pennitió estacionar tropas en Sikkim. Buthán, el Estado situado más al este de los tres, se avino en 1949 a aceptar el asesoramiento indio en los asuntos exteriores a cambio de una promesa india de no injerencia en sus cuestiones internas. En ambos casos, la política que la India estaba lle· v<1ndo a cabo era una continuación de la que ya habían desarrollado los británicos. En el fondo de la cuestión estaba la reclamación china de Bhután rechazada por Gran Bre-

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taña a principios de siglo, y el molesto hecho de que Sikkim, gobernado por una minoría de estirpe tíbetana, había formado prácticamente parte del Tíbet en el siglo XVIII. De los estados himalayos, el más grande con mucha diferencia y el único plenamente independiente era el Nepal, la patria de los gurkas que habían proporcionado regimientos famosos a los ejércitos de Gran Bretaña y de la India. El Nepal había servido de refugio para los hindúes que escapaban de la conquista mongola y había llegado a ser un Estado unificado independiente a mitad del siglo xvm. Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX estuvo bajo el doble control de una familia real sin poder y de la menos real pero más poderosa familia de los Rana, que gobernaron el Nepal más o menos de la misma forma que los mayordomos de palacio gobernaron la Francia merovingia o que los shogun gobernaron Japón entre el siglo XIV y la restauración Meiji de 1867. Hacia la mitad del siglo XX, la dominación de los Rana, se vio amenazada por un aumento del poderío regio y por los Congresos, según el modelo de los Congresos Nacionales Indios, de los cuales en el Nepal existían dos: el C'...ongreso Nacional Nepalí, fundado en 194 7 en Calcuta y dirigido por B. P. Koirala y sus parientes, y el Congreso Democrático Nepalí, fundado en Calcuta en 1949 por un miembro de la familia real. En 1950,' el rey Tribhuvana provocó un cambio constitucion¡;¡I al refugiarse primero en la embajada india en Katmandú y más tarde en la propia India. Al año siguiente regresó, hizo un pacto oficioso con los Rana, instauró un régimen parlamentario y formó un gobierno de coalición que incluía a miembros de los Rana y de los Koirala. Estas discordias resultaban molestas para el gobierno indio cuyo objetivo era domi1 nar cortésmente al Nepal y mantenerlo al margen de la actualidad. La India reconoció la soberanía del Nepal mediante un tratado en 1950. Los Rana habían tendido a dirigir su mirada hacia China como un contrapeso frente a la India y, por consiguiente, Nehru deseaba mantener buenas relaciones con el rey. Era asimismo importante para Nehru que el rey y los Koirala cooperasen, puesto que en cualquier enfrentamiento las simpatías naturales de la India estarían con el Congreso Nacional más que con el monarca y un enfrentamiento semejante podría inducir a éste a orientarse hacia China. Al rey Tribhuvana le sucedió en 1955 el rey Mahendra, que visitó Moscú y Pekín y recibió en su propia capital no sólo al presidente y primer ministro indios, sino también a Zhu En-lai. Consciente de las posibilidades de explotar su posición estratégica, solicitó ayuda económica de todas partes y suscribió en 1961 un acuerdo fronterizo con China que concedió al Nepal todo el monte Everest. También aceptó que China construyera una carretera desde Lhassa hasta Katmandú. Murió en 1972. A lo largo de los siguientes veinte años la India prácticamente se anexionó el Nepal. Los indios consideraban al hijo de Mahendra, el rey Birendra, poco inteligente, y la reina y su familia eran calificados de avariciosos. Un contrato de suministro de armas celebrado entre Nepal y China en 1988 alarmó a la India, y cuando al año siguiente finalizó un acuerdo comercial indo-nepalí, India cerró trece de los quince puntos fronterizos entre los dos países, imponiendo así un embargo que causó grandes problemas económicos en Nepal y que fomentó el descontento con el gobierno absoluto del rey. La revueltas que tuvieron lugar en Katmandú en 1990 recordaron al rey su dependencia de la India y también lo impelieron a tomar medidas de cambio constitucional que reducían sus competencias y su divinidad. En 1994, ganó las elecciones un partido que profesaba lealtad al monarca y a la economía de mercado, pero que se autodenominaba marxista leninista. (Durante esos años la inmigración gurka hacia Buthán amenazó con inundar a los butaneses en su propio país y anexionarlos bien a la India o bien a una Gurkalandia mayor con centro en Nepal.)

En el mismo año en que concertó su acuerdo fronterizo con Nepal, China propuso a Pakistán negociaciones para el arreglo de sus disputas fronterizas en Gilgit y Baltistán. Al año siguiente, esto es, en 1962, abordó sus cuestiones de frontera con la India de una forma muy diferente. En octubre estacionó tropas a lo largo de la línea McMahon que, bordeando Bhután por el oeste, penetraron en una parte de la India a la que era particularmente difícil de acceder desde el resto del país. (Nefa, limítrofe con Pakistán oriental en el sur, cuenta con una angosta faja de territorio que se alarga hacia el oeste hasta Darjeeling, por lo que un estrecho corredor discurre entre Nepal y Pakistán oriental penetrando en la provincia india de Bihar). Nehru, que había admitido que las fronteras estaban mal definidas y debían discutirse, se negaba a iniciar conversaciones mientras los chinos no se retirasen detrás de la línea. El ejército indio en el nordeste había sido reforzado durante 1962, pero sus servicios logístico y de inteligencia eran manifiestamente imperfectos y, cuando los chinos atacaron en serio, en una operación de envergadura, la India fue humillantemente derrotada y se salvó de mayores desastres únicamente por la intervención de los estadounidenses o de los rusos o de ambos, o, alternativamente, porque los objetivos de los chinos habían sido limitados y los habían logrado. La enérgica acción de China contra la India estaba en contradicción con su enfoque sobre la manera de abordar sus problemas fronterizos con Pakistán y Nepal, y resultaba sorprendente a la luz de sus preocupaciones internas. Los antecedentes de esta operación no están claros pero hay fundamentos para suponer que China actuó como lo hizo en respuesta a un cambio de política de la India, en donde las opiniones estaban divididas. El propio Nehru y sus jefes militares se habían opuesto a una política aventurada que precipitase la cuestión de la disputada frontera mediante la ocupación de las áreas en litigio, pero existía un punto de vista contrario que consideraba que una acción contundente era oportuna y que la posibilidad de represalias chinas era remota. Si, como puede suponerse, Nehru llegó a convencerse de esta opinión, se vio rápida y dura.mente desengañado y el misterio de la moderación de la China victoriosa se explicaría con la hipótesis de que lo único que China deseaba era detener la infiltración india en las zonas objeto de la disputa (esforzándose por colocar puestos de vigilancia) y volver a congelar el conflicto fronterizo hasta que la India esuiviese preparada para negociar sobre la cuestión. China, de hecho, ofreció negociar pero la humillación de la derrota impidió a Nehru aceptar la negociación: el ejército indio había perdido miles de hombres (concretamente, 3.000 soldados habían muerto y 4.000 habían sido hechos prisioneros). A continuación de un alto el fuego que se proclamó a finales de año, un grupo de naciones neutralistas socias de la India --Birmania, Ceilán, Indonesia, Camboya, la República Árabe Unida y Ghana- ofrecieron su mediación, pero lo hicieron con un espíritu tan neutral que muchos indios no ocultaron su indignación y desencanto, ya que habían esperado una mayor simpatía y apoyo. Esta tentativa de mediación no condujo a resolución alguna y la crisis simplemente acabó por agotarse y olvidarse. La coincidencia de esta breve guerra con la crisis cubana dio pie a especulaciones sobre la existencia entre bastidores de más oscuros designios chinos y de presiones internacionales más dramáticas. Si bien es extremadamente improbable que Moscú depositara su confianza en Pekín en lo relativo a Cuba, es más probable que los cubanos man-

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GUERRAS LIMITADAS

tuviesen informados a los chinos. Si esto es así, los chinos podrían haber visto en la posibilidad de guerra entre la URSS y Estados Unidos una oportunidad para hacer valer sus reivindicaciones frente a la India y obligar a Delhi a efectuar una cesión del territo· rio que ellos habían ocupado en Ladakh. Se les pueden imputar a los chinos miras aún más amplias: infligir graves derrotas y pérdidas a la India, de1ribar al gobierno de Nehru que caería víctima del caos, ayudar a los comunistas indios, producir una conmoción en la planificación económica de la India. Pero no existen pruebas sólidas sobre estos grandiosos y ambiciosos propósitos ni tampoco hay pruebas que confim1en la suposición de que el avance de China se vio detenido por amenazas externas. Una vez que la crisis cubana había sido resuelta pacíficamente, los estadounidenses estaban en situación de ayudar a la India bombardeando los aeródromos y comunicaciones chinas, pero se desconoce si amenazaron con hacerlo. Los rusos, obviamente irritados por la acción china, estaban dispuestos a suministrar aviones soviéticos a la India, pero la posibilidad de que además amenazasen con bloquear el petróleo de China constituye otra incógnita. La posición de Nehru en su propio país resultó paradójicamente debilitada y al mismo tiempo fortalecida. Se había visto obligado a solicit
el medio de éstas. La disputa, que en sí misma era un poco ridícula, llevó a los dos países al borde de la guerra pero los ánimos se apaciguaron gracias a los buenos oficios de Gran Bretaña, que ofreció su mediación. (En 1968, Pakistán obtuvo mediante arbitraje la décima parte de su reivindicación.) Más grave fue el arresto del jeque Abdullah. Desde su puesta en libertad, el líder cachemira había visitado el Rejno Unido y una serie de países musulmanes y se disponía a viajar a Pekín. El gobierno indio, alarmado por la no disminuida independencia de que daba muestras el jeque, pensó que estaría mejor nuevamente encarcelado. El 28 de agosto de 1965 tropas paquistaníes cruzaron la línea de alto el fuego en Cachemira, que había sido establecida y mantenida bajo observación de la ONU desde enero de 1949. Un segundo ataque se lanzó el 1 de septiembre. Las fuerzas aéreas paquistaníes llevaron a cabo algunas operaciones con éxito, pero el ejército indio logró resis· tira los decisivos ataques terrestres y el 6 de septiembre la India respondió invadiendo el propio Pakistán. A continuación la lucha llegó rápidamente a un punto muerto. China envió una amenazadora nota a la India, pero no tomó ninguna medida efectiva en apoyo de Pakistán. U Thant se trasladó en persona a Asia y consiguió un alto el fuego (observado muy deficientemente). La URSS se ofreció a mediar si Shastri y Ayub Kan se reunían con Kosiguin en la capital uzbeca de Tashkent. Gran Bretaña y Estados Unidos instaron a ambas partes a detener la guerra y hubo al menos insinuaciones de que la ayuda económica y los suministros militares cesarían si no lo hacían. Presumiblemente, Pakistán había contado con apuntarse una rápida y decisiva victoria militar como paso previo a una negociación que podría entonces realizarse desde una posición de fuerza. Sus objetivos políticos precisos eran desconocidos pero probablemente entrañaban la cesión a Pakistán de considerable extensión de territorio cachemira, incluido quizá el valle central de Cachemira, con o sin la celebración de un plebiscito. El ejército indio, cuya actuación sorprendió a todos los que todavía lo juzgaban por sus fracasos contra los chinos de hacía tres años, frustró las esperan· zas paquistaníes. Los éxitos de la India en la lucha tuvieron su correspondencia en la tenacidad demostrada en el frente político. Habiendo aceptado un alto el fuego, la India, que siguió ocupando una porción de territorio paquistaní, no manifestó una inclinación mayor que la mostrada después de 1949 a proceder a un arreglo político. Dejando el sentimentalismo aparte, la India tenía dos razones sustanciales para negarse permenentemente a tratar con Pakistán. La primera era estratégica. La única carretera utilizable por el ejército indio para llegar a Ladakh corría a través del valle, de modo que el abandono de éste habría mutilado a la India haciéndola vulnerable en cualquier nuevo encuentro con los chinos en Ladakh. Podía. construirse una carretera alternativa que rodease el valle, pero sólo a un coste considerable y empleando para ello varios años. En segundo lugar, los indios sentían verdadera antipatía hacia un acuerdo concertado sobre una base religiosa. Un plebiscito en Cachemira significaba el recuento de musulmanes e hindúes y la determinación del futuro político de un territorio en virtud de la religión de la mayoría de sus habitantes. La India, a diferencia de Pakistán, era un Estado secular que se declaraba firmemente partidario de un criterio no confesional de la política. Difícilmente podía aceptar ningún procedi· miento en Cachemira que fuera también aceptable para Pakistán sin traicionar este principio y sin poner además en peligro -una cuestión casi urgente- a 50 millones de musulmanes en la India cuyas vidas y propiedades podrían sin duda correr riesgo si eran considerados como adeptos al islam más que como ciudadanos de la India.

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La breve guerra de Cachemira permitió a la India restablecer su prestigio militar y apuntarse un modesto tanto diplomático contra la débil intervención de los chinos. La India no fue obligada a ceder nada a Pakistán. Pakistán por su parte no pudo conseguir sus objetivos y dio a su vecino mayor una oportunidad de demostrar la fuerza de su posición negativa sobre Cachemira. China se había visto forzada a hacer algo en apoyo de Pakistán y había optado por hacer lo mínimo. La URSS se sentía molesta por la posibilidad de una renovación del conflicto chino-indio y también por la posibilidad de tener que tomar partido entre la India y Ps.kistán. La India, que era intrínsecamente el más importante de los dos países aunque sólo fuera por su tamaño, había sido arrojada por la URSS al conflicto chino-ruso a modo de útil complemento, había recibido ayuda rusa y había defendido la reivindicación de la URSS (rechazada por China) de ser un país asiático y un miembro formal de las conferencias afro-asiáticas. La URSS tenía por tanto poderosas razones para no ofender a la India, pero por otra parte deseaba también que sus relaciones con Pakistán fueran buenas, y cada vez mejores. Le disgustaba la nueva tendencia de Pakistán a buscar ayuda y aliento en Pekín, de cuyos tibios halagos debía ~n opinión de Moscú- apartarse. Además, la guerra ~e Cachemira había hecho que Pakistán se desengañase con respecto a Estados Unidos. Pakistán había aceptado la Seato y el sistema general de alianzas de Washington, pero cuando sobrevino la crisis en Cachemira los estadounidenses no dieron a este país el apoyo que éste suponía haber comprado y por el que creía haber pagado. Por consiguiente, había al menos una posibilidad de desligar a Pakistán del sistema estadounidense así, como de apartarle del flir· teo con China. Aún más, el similar desencanto de los turcos, a los que los estadounidenses habían impedido invadir Chipre, y la perenne inestabilidad de la política iraní, dieron a Moscú la estimulante perspectiva de disolver la «hilera del norte». Pero pues· to que la diplomacia rusa en Pakistán no podía dejar de tener presentes otros intereses soviéticos en la India más importantes, era esencial para Moscú reducir la animosidad indo-paquistaní al mínimo. La reunión de Tashkent, que tuvo lugar a comienzos de 1966, estaba destinada tanto a iluminar a la URSS en su papel de artífice de la paz como a clarificar los complejos cauces de la diplomacia rusa en Asia. La reunión detuvo la guerra que tocaba ya a su fin y elevó el prestigio ruso, pero no dio respuesta al problema básico de Cachemira. Shastri murió repentinamente al término de la conferencia. La postura de Gran Bretaña durante la guerra de Cachemira fue la de un amigo tan imparcial que llega a resultar inútil para .ambas partes, las cuales desconfían de él. Tanto la India como Pakistán creían que Gran Bretaña estaba comprometida con la otra parte bajo una apariencia de encomiable objetividad. En la India la posición bri· tánica empeoró cuando Harold Wilson deploró la invasión india de Pakistán sin que previamente hubierá deplorado el original acto de agresión de Pakistán. (Aunque Pakistán había atacado Cachemira y no otras partes de la India, se divulgó la noticia de que las tropas paquistaníes habían realizado una pequeña incursión en otro territorio indio.) Los estadounidenses se encontraban en una posición similar: los paquis· tan(es pensaban que no habían cumplido con sus compromisos y los indios conside· raban que habían hecho tan poca cosa como cabía esperar de ellos. En la propia India, la guerra de Cachemira, al estallar al año siguiente de la muerte de Nehru, hizo más intenso el inevitable debate sobre su política exterior. Tradicionalmente, el punto central de la política exterior de un país es su propia seguridad, garan· tizada a través de unas fuerzas nacionales de defensa y alianzas externas. La debilidad de la política exterior de la India en la época de Nehru fue la de descuidar estos intereses

También Pakistán sufría confusión interna. El mandato de Ayub Kan habia durado demasiado tiempo y obtenido resultados demasiado escasos. En Pakistán oriental el sen· timiento secesionista se incrementó y el líder de la Liga Awami, el jeque Mujibur Rahman, fue arrestado. En Pakistán occidental, al igual que en el oriental, existía resentimiento contra la dominación punjabí. Aparecieron en escena líderes que lograron cristalizar el descontento político y social, el cual alcanzó proporciones suficientes para obligar a Ayub Kan a renunciar al poder en 1969. Le sucedió el general Yahya Kan, que

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tradicionales y conceder mayor atención al ejercicio de la influencia sobre conflictos entre potencias importantes que afectaban a la concepción política de Nehm, pero no afectaban directamente a la independencia o integridad de la India. Para poder desem· peñar este papel en los asuntos mundiales, la India necesitaba un prestigio exc~pcional (para atraer la atención de los grandes y obtener seguidores entre los menos grandes, sin lo cual la India por sí sola contaría relativamente poco) y una excepcional imparcialidad. Nehru personalmente cumplía ambos requisitos y de esta forma consiguió ganar para sí mismo y para su país una posición que, si no siempre del agrado de los grandes o los menos grandes, fue no obstante utilizada con agradecimiento por los grandes en determinadas ocasiones -<:orno la conclusión de la guerra de Corea y el acuerdo de 1954- en que se aceptó a los indios como imparciales presiden,tes de reuniones o como mediadores. Pero la imparcialidad de Nehm, así como su negativa a permitir que su política de no alineación se viese mediatizada e influida por convenios de armamento y alianzas, era compatible con las propias necesidades primordiales de la India únicamente sobre la base de que las relaciones con sus vecinos fueran buenas. Y no era éste el caso. Los dos vecinos más poderosos de la India le eran hostiles: China y Pakistán reclamaban territorios bajo control indio, y los ataques lanzados primero por uno y luego por el otro obligaron a la India a preguntarse si una política de no alineación -ni con Estados Unidos ni con la URSS- no era por lo menos inútil, e incluso probablemente un impedimento, para la defensa de sus fronteras himalayas y la conservación de Cachemira. ¿Podía la India no alinearse y conser,var su seguridad nacional? ¿Podría-tal y como Nehru había creído- estar más segura adoptando una actitud de no alineación que dependiendo de una gran potencia y viéndose obligada a enemistarse con la omi? Quizá la no alineación seguía siendo la más sabia de las actitudes pero, si esto era así, ¿no debía convertirse la India en una potencia nuclear a la vez que neutral? La sucesora de Shastri fue la hija de Nehru, Indira Gandhi, y con ella la India entró en una fase en la que los asuntos internos fueron eclipsando progresivamente al papel mundial que había absorbido y atraído tanto a Nehru. Las contradicciones en el seno del vasto Partido del Congreso condujeron a disensiones y rupturas que pre· conizaban una reforma de las estructuras políticas indias. Tras las elecciones de 1967 una serie de provincias fueron gobernadas por inestables coaliciones y antes de que transcurriera un año cinco de ellas habían sido puestas bajo la autoridad del presidente. El gobierno central hubo de enfrentarse a amenazas a la ley y el orden, consecuencia de huelgas, de disturbios estudiantiles y del permanente fracaso tanto de llegar a un acuerdo con los insurrectos Nagas y Mizos en el nordeste, como de silenciarlos. (El Mizos se convirtió en el vigésimo tercer Estado de la India en 1986.)

BANGLADESH

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se propuso guiar al país en gran medida de acuerdo con las mismas líneas pero quizá un poco más deprisa. Se celebraron elecciones en 1970 para formar una asamblea constituyente que se encargara de elaborar una Constitución en el plazo de 120 días. La democracia selectiva de Ayub Kan -una forma de elección indirecta basada en comicios locales y procediendo hacia arriba por etapas mediante la elección en cada etapa de delegados para la siguiente- se desechó y fue admitido el sufragio universal. El resultado en Pakistán oriental fue una arrolladora victoria del jeque Mujibur y en Pakistán occidental una victoria algo menos decisiva para Zulfikar Ali Bhutto, que había sido el ministro de Asuntos Exteriores de Ayub Kan durante los años 1963-1966 y creó el Partido Popular de Pakistán (PPP) en 1967. La victoria del jeque Mujibur había sido pro· nosticada, aunque no así sus proporciones que probablemente se vieron aumentadas a consecuencia de un terrible ciclón que, entre otras cosas, demostró la incapacidad del gobierno central para organizar las tareas de auxilio y, de ese modo, acentuó en Pakistán oriental la convicción de que Pakistán occidental no se preocupaba de sus problemas. El éxito de la Liga Awami fue ante todo una expresión del separatismo bengalí. Pakistán ~dental, la más poblada de las dos mitades del pais,_ se opuso bajo los gobier· nos de Ayub y Yahya a su condición como una de las cinco provincias existentes, per· teneciendo las otras cuatro a la parte occidental; deseaba una generosa autonomía den· tro de una flexible federación en la que la autoridad del gobierno central se limitaría a los asuntos exteriores y de defensa, y a algunas cuestiones monetarias. El presidente y 1 Bhutto pretendían que hubiese un centro más poderoso y fuerte. Después de las elecciones comenzaron las conversaciones entre Bhutto y Mujibur. Este último estaba ahora en posición de hacer observar que era el líder del partido mayoritario en el Parlamento. Como telón de fondo estaba el hecho de que el depositario último del poder era el éjército y éste era en gran parte occidental. Pero el recurso al ejército para coaccionar a Pakistán oriental podía significar la desintegración del país. Las conversaciones Bhutto-Mujibur no llegaron a ningún sitio y en la zona orien· tal Mujibur comenzó a actuar como jefe de una administración independiente. Fue arrestado nuevamente. El presidente confió en que detendría el movimiento secesionista encarcelando a los separatistas, pero en lugar de ello provocó un combate a gran escala. Duró dos semanas. La India, movida como algunos pensaron por el odio hacia Pakistán aunque más seguramente por el torrente de fugitivos hindúes cuyo número se cifraba en 10 millones, tomó las armas y las fuerzas paquistaníes orientales se vieron obligadas a rendirse: 90.000 hombres fueron hechos prisioneros. La India invadió además el Rann de Kutch y una porción de Cachemira Azad. Pakistán sufrió sustan· ciales pérdidas humanas y también materiales, tanto en tierra como en mar y aire. El presidente dimitió y Bhutto ocupó su puesto. Mujibur Rahman fue puesto en libertad para convertirse en el primer ministro del nuevo Estado de Bangladesh. Las perspectivas del nuevo Estado eran extremadamente poco prometedoras. Mujibur era popular pero débil, y en el transcurso de 1972 estuvo fuera del país, enfermo en Inglaterra durante dos meses. El caos posbélico se agravó a causa de una catastrófica ola de enfermedad y muerte, y más tarde por el desorden, la criminalidad y la corrupción generalizadas a tal escala que el gobierno, completamente aturdido, tuvo que proclamar el estado de emergencia en 1974. Un año más tarde, Mujibur perdió el apoyo del ejército y fue asesinado durante un golpe de Estado al que siguió una lucha por el poder entre los distintos sectores del ejército. La actividad económica del país estaba en ruinas y la ayuda exterior ( 1.000 millones de dólares) se consumió en segui-

da. China, actuando en apoyo de Pakistán, vetó la admisión de Bangladesh en la ONU durante tres años. Las relaciones con Pakistán, la necesidad de desenmarañar la fracasada asociación de lo que había sido Pakistán oriental y occidental, y la liberación de prisioneros y regreso de refugiados se vieron dificultados al principio por los rumores en Bangladesh sobre juicios por crímenes de guerra (que nunca tl,lvieron lugar}. Tras el asesinato de otro presidente, el general Hussein Mohammad Ershad subió a la presidencia en 1982. Cuando accedió al cargo tenía fama de no ser ni corrupto ni un fanático islámico, pero en 1985 designó el islam como la religión estatal (el 85% de la población era musulmana} y las esperanzas de un gobierno honrado se evaporaron. Introdujo una cierta estabilidad pero poca esperanza de alivio en un país hundido por la guerra, la pobreza y, frecuentemente, la naturaleza: en 1988, por ejemplo, tuvieron lugar terribles inundaciones que pusieron bajo el agua tres cuartas partes del país}. La oposición, dividida en veinte grupos, de los cuales los dos más importantes estaban dirigidos por la viuda y la hija de los anteriores presidentes (cuya animosidad mutua era apenas menos fuerte que el odio que sentían contra Ershad} era completamente inefectiva por la costumbre de boicotear todas las elecciones convocadas por el gobierno. lras la elecciones de 1986, Ershad levantó la ley marcial, pero un año más tarde volvió a imponerla y disolvió el Parlamento. Ganó unas nuevas elecciones en 1988, pero el desorden público cada vez mayor, y el apoyo que había obtenido del ejército (al que sin embargo despreciaba), minaron su posición y se vio obligado a dimitir en 1990. Fue arrestado y acusado de corrupción. Las elecciones celebradas al año siguiente constituyeron una lucha entre la viuda de un presidente y la hija de otro, con victoria de Begum Khaleda Zia, que se convirtió en primera ministra de un país de llamativa pobreza, y muy vulnerable frente a los desastres naturales. A Indira Gandhi no le venía nada mal la división o el desmoronamiento de Pakistán, y la decisiva intervención de la India en Bangladesh la hizo enormemente popular. Aplastó al sector que se le oponía en el Partido del Congreso al obtener en las elecciones de 1971 el 40% de los votos y hacer que sus adversarios parecieran viejas glorias desorientadas y acabadas, pero no dio soluciones para satisfacer las necesidades básicas de una inmensa población que crecía a un ritmo de un 2,5% anual, ni para sanear la industria, cuyo índice de crecimiento estaba en descenso. Las consiguientes tensiones, junto con un programa mal concebido de esterilización obligatoria, condujo a disturbios en diferentes partes del país y, aunque el resultado de las elecciones de 1972 en una serie de estados fue favorable para Indira Gandhi, los problemas ali· menticios a principios de los años setenta eran cada vez más graves y sólo se vieron aliviados cuando la URSS suministró dos millones de toneladas de. grano y Estados Unidos reanudó su ayuda; algunos artículos y productos básicos desaparecieron por completo. En 1974, la India estrechó su control sobre Sikkim convirtiendo al chogyal en testaferro (en nombre de la democracia} y hacieí:ldo de Sikkim un Estado asociado a la república india con representantes en ambas cámaras del Parlamento indio. China mostró su disgusto, así como el Nepal. El chogyal se suicidó dos años después. En 1975, un juez del Tribunal Supremo dio origen a una sucesión de acontecimientos inesperados al dictar una sentencia que acusaba a Indira Gandhi de haber violado la Ley contra la Corrupción, considerándola culpable de fraude en las elecciones de 1971, e imponiéndole una inhabilitación para desarrollar actividades políticas durante cinco años, según establecía la ley. El Tribunal Supremo concedió un aplazamiento de la sentencia y suspendió la inhabilitación mientras estuviese pen-

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diente la apelación, pero dos días después fue declarado el estado de emergencia, cientos de opositores políticos de Indira Gandhi fueron detenidos y se introdujo una rígi· da censura. lndira Gandhi explicó que había sido descubierta una conspiración contra el progreso y la democracia, pero no fue presentada ninguna prueba convincente de tan grave amenaza. Fue expulsada y obligada a renunciar al poder en 1976 por el Janata, una coalición de cuatro partidos que englobaba a disidentes del Partido del Congreso indignados o simplemente decepcionados con las formas autoritarias de gobierno de lndira Gandhi; estaban también desconcertados ante la creciente influencia política de su hijo predilecto, Sanjay. Morarji Desai, de ochenta y dos años de edad, se convirtió en primer ministro, pero el Janata, una vez conseguida la desti· tución de lndira Gandhi, no logró conseguir nada más y se hundió en 1979. lndira Gandhi obtuvo una resonante victoria en las elecciones de principios de 1980 y volvió a asumir el mando. Sanjay Gandhi murió en un accidente pocos meses después. Su hermano mayor, Rajiv, fue aceptado por su madre como heredero forzoso. Indira Gandhi fue asesinada en 1984 por sijs, contra los que había incubado una enemistad personal. Los sijs constituían una nación en potencia dentro de una vásta federación. Habían dominado el Punjab en el período comprendido entre la caída de los mogoles musulmanes, después de 1700, y la llegada de los británicos a mediados del siglo XIX. La partición de la India en 1947 supuso la partición del Punjab y la huida de r los sijs residentes en el Punjab occidental (musulmán) hacia el este, donde los sijs akali, dominantes, esperaban crear un Estado o semiestado. Promovieron agitaciones para obtener una mayor autonomía para el Punjab, la incorporación en él de Chandigarh (compartido con el Estado vecino de Haryana bajo el control central) y una redistribución de las aguas fluviales. Eran reivindicaciones políticas derivadas de la identidad religiosa de los sijs. La hostilidad de lndira Gandhi se centraba en las primeras, que olían a separatismo, y no en la última, que no suponía transgresión alguna en un Estado secular y multirreligioso. A ojos de Indira Gandhi, la infracción de la ley por parte de los sijs se agravó cuando su partido, el Akali Dal, hizo causa común con el Janata en 1977, y tras su vuelta al poder se propuso desacreditarlo permitiendo a los sijs más extremistas y a sus más violentos métodos cierta libertad de acción. Bajo la dirección de un líder radical, Sant Bindranwale, ocuparon casi cuarenta santuarios sijs, incluido el Templo Dorado de Amritsar, abasteciéndolos de armas. Enfrentada a esta amenaza de insurrección, Indira Gandhi ordenó al ejército desalojar los santuarios y en el curso de la principal operación en el Templo Dorado resultaron muertos 1.000 sijs, entre los que se encontraba Bindranwale que fue de este modo declarado mártir de la causa. Un grupo de 300 sijs recuperó más tarde el control de una parte del Templo Dorado desafiando a sus propios líderes, y el ejército recurrió de nuevo a la fuerza para expulsarlos y detenerlos. Las operaciones del ejército, que incluyeron el uso de tanques, parecían tan incompetentes y burdas como innecesariamente destructivas. Como venganza, dos sijs de la guardia personal de Indira Gandhi la asesinaron. Los líderes del Congreso invitaron a Rajiv Gandhi a hacerse cargo de la presiden· cía del gobierno y la transición destacó por la tranquilidad y serenidad con que se llevó a cabo. Conocido como un hombre sin ambición ni experiencia políticas, que se disponía a vivir retirado de la vida pública, era más bien considerado como una conveniente pero pasajera figura decorativa cuya presencia podía impedir el caos. En el plazo de un año se había convertido en un líder nato que impresionó a los indios y a otros por su tranquila determinación y su obvia integridad, pero este comienzo ines·

peradamente alagüeño no siguió adelante. Aunque mantuvo su posición en el centro la perdió en muchas provincias. Tuvo cierto éxito económico; el crecimiento aumen'. tó al 9% anual, y los bienes de consumo se hicieron más abundantes. Se oponía al faccionarismo religioso pero alejó tanto a hindúes como a musulmanes. Se distanció de los irascibles barones del Partido del Congreso, pero los sustituyó por compinches per· sonales. Se lamentaba de la corrupción, pero no fue capaz de enfrentarse directa· mente a los escándalos. Su sensatez no fue suficiente para resolver el problema sij, ni para impedirle desairar en público al presidente sij de la India, Zail Singh. Su esfuerzo bienintencionado por evitar la masacre y la guerra civil en Sri Lanka careció de una elaboración rigurosa, pero mejoró las relaciones con Pakistán y China. El Punjab constituía su problema más acuciante. Alcanzó un acuerdo con el dirigente sij Sant Harchad Singh Longoval, entregando al Punjab la ciudad de Chandigarh a cambio de la cesión de aldeas a Haryana y de un reparto de aguas ligeramente favorable a esta última. Aunque Sant Longoval fue asesinado entonces por militantes sijs, el. :cuerdo superó la prueba de las elecciones provinciales en el Punjab, en las que venc10 el Akali Dal, que había hecho campaña a favor. En Haryana, por otra parte, la propuesta cesión de Chandigarh provocó una grave ofensa en los hindúes lo que llevó a la derrota del Partido del Congreso (1) en 1987. El acuerdo tamp~co sob~e~ivió. Las disputas sobre su aplicación detallada dieron una excusa a los sijs más fan~ttc~s para rec~azar a sus dirigentes, destruir parte del Templo Dorado porque hab1a sido contammado por los hindúes, y proclamar el Estado independiente de Kalistán .(1986). El Templo Do:a~o fue recuperado de las manos de los fanáticos pero los conf!tctos subyacentes persistieron, tanto entre los propios sijs como entre sijs e hindúes. Cada cierto tiempo continuaron produciéndose sucesos violentos. El revés sufrido por el Partido del Congreso (I) en Haryana fue precedido, si bien de manera menos llamativa, por el de otras provincias: Bengala occidental y Kerala. El prestigio personal de Gandhi se vio amenazado por la dimisión del ministro de defensa, V. P. Singh, a quien estimaba especialmente, como protesta por la reticencia del gobierno a investigar los escándalos financieros, particularmente aquellos relativos a los contratos de defensa con la Bofors de Suecia; y las continuas disensiones en el seno del partido gobernante causaron mayores pérdidas electorales en 1988. El enorme déficit comercial, provocado por el descenso de las exportaciones y el aumento de la importaciones, incrementó el sentimiento de que el gobierno apenas era capaz de con· t:olar la economía y la cohesión del país. A favor de Gandhi estaba el haber tranquilizado la preocupación de la provincia de Assam respecto a la afluencia de refugiados musulm~nes desde Bangladesh; se construyó un muro para contener la avalancha y se establecieron planes de repatriación de los refugiados. Aun así, el balance de la actuación de Gandhi en asuntos internos comenzaba a parecer una honorable ineptitud. En el extranjero, mejoró las relaciones con China, pero no alcanzó ningún acuerdo concreto sobre las disputas fronterizas entre los dos países. Reafirmó el buen trato de India con la URSS y mejoró en algunos aspectos las relaciones con Estados Unidos· obtuvo créditos de la primera y ayuda técnica del segundo. Fue el principal promo~or de la Asociación para la Cooperación Regional del Sudeste Asiático (ACRSA), una asociación de siete países (India, Pakistán, Sri Lanka, Bangladesh, Nepal, Bhután y las Maldivas) que, dejando de lado todos los contenciosos, elaboró una útil cooperación en asuntos comerciales y técnicos, así como en transporte. Estableció su sede en Kat· mandú. En la importantísima cuestión de Pakistán, Gandhi se reunió con el general

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Zia y con Benazir Bhutto para demostrar su buena voluntad, como preludio cauteloso de una reducción mutua de temores y sospechas. Pero en 1989, cuando sus virtudes habían sido superadas por sus defectos, perdió las elecciones generales frente a una heterogénea asociación de oponentes, dirigida por V. P. Singh, y que se extendía desde el Bharatiya ]anata (BJP), situado en la derecha hindú, a comunistas diversos en la banda de la izquierda. El Partido del Congreso (I) obtuvo resultados particularmente malos en las provincias del norte pero se mantuvo como el partido mayoritario en el Lok Sabha (o Parlamento) y Gandhi fue pronto reelegido presidente por la moción del hombre que había sido señalado para sustituirlo tras el fracaso electoral. V. P. Singh sólo fue capaz de dirigir una mayoría en el Lok Sabha mientras los extremistas de derecha e izquierda continuaron apoyándolo. Puso en peligro dicha mayoría con la pro· puesta de discriminación positiva en el mercado de trabajo para las castas inferiores, y la perdió en 1990 cuando ordenó la detención de Lal Krishna Advani, dirigente máxi· mo del BJP, que presidía una larga marcha en el norte de la India con el objetivo de derruir una mezquita y construir en su lugar un terriplo hindú, lo que constituía una amenaza contra la paz de la comunidad e incluso contra la paz internacional en el subcontinente. Chandra Shekhar, colega y adversariq de Singh dentro de su propio partido, el ]anata Dal, aprovechó la oportunidad para dividir el partido, destruir la mayoría de Singh, y sucederle como primer ministro, al obtener de Gandhi la promesa de apoyo parlamentario. De esa forma, Gandhi evitó un regreso inmediato al poder, pero su · r intento de ser reconocido en el Lok Sabha como líder de la oposición al gobierno al que había prometido su apoyo fracasó en medio de cierto desdén. Esta escena política desordenada resultaba aún más perjudicial debido a una acumulación de reveses económicos: tipos de interés en un nivel sin precedentes, repetida devaluación de la rupia, una deuda externa superior a los 70.000 millones de dólares, una población con un crecimiento tan rápido que parecía probable que alcanz~se a China en poco más de cien años. En 1991, durante la campaña electoral, Rajiv Gandhi, el político más capacitado de la India, fue asesinado por un tamil en el sur del país. Aunque el Partido del Congreso obtuvo 225 de los 544 escaños en el Lok Sabha, el BJP, que había conseguido 2 escaños en 1984, aumentó hasta los 119, con un 20% de los votos. El BJP, radicado principalmente en el norte y el oeste, constituía una expresión del hinduismo radical, organizado por fanáticos, y dirigido por mendaces demagogos que se apoyaban en sus respetables antecedentes como nacionalistas antibritánicos y trasladaban su hostilidad contra musulmanes, sindicatos y otros muchos. Con el ]anata Dal reducido a un pequeño grupo en el Lok Sabha, el Partido del Congreso volvió al gobierno a cambio de concesiones a la derecha y a la izquierda, y con Narasimha Rao como un primer ministro relativamente anodino pero inesperadamente duradero, y Manmohan Singh como ministro de finanzas. Su reserva de divisas estaba completamente agotada, pero la India era un país demasiado grande como para hacer caso omiso de él o intimidarlo. Manmohan Singh, banquero de profesión, rescató las finanzas, y consiguió acuerdos favorables con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a cambio de seguir un rumbo a medio camino entre la política monetaria establecida por estos organismos y el modelo de crecimiento económico, espectacular pero más peligroso, adoptado por China. Devaluó la moneda, redujo la inflación, bajó las tarifas aduaneras, introdujo reformas fiscales, adoptó nuevas políticas de mercado, repuso las reservas, y convirtió la India en un país del que se hablaba con más asombro que desesperanza. En las elecciones provin-

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dales de 1993, el BJP perdió muchos votos y se escindió, manteniendo su populari· dad tan sólo entre las clases medias de Delhi y otras grandes ciudades. En el Punjab, la militancia sij se redujo. Pero Rao hizo caso omiso de las crecientes acusaciones de corrupción en el gobierno y el Partido del Congreso, y comenzó a sufrir inesperados rechazos en las elecciones provinciales de 1994, incluido en su propio Estado de Andhra Pradesh.

EL NUEVO PAKISTÁN Y LA INDIA

El mayor problema en el subcontinente lo constituían las malas relaciones entre sus dos grandes estados. Durante 1972, Bhutto y la señora Gandhi concertaron un acuerdo global en el curso de unas negociaciones abiertas y francas en Simia, y a finales de año habían fijado líneas de demarcación provisionales en Cachemira y comenzado la tarea de repatriación de prisioneros de guerra. Bhutto visitó también Moscú y Kabul. La crisis de Bangladesh había llevado a Indira Gandhi a abandonar la tradicional política de no alineación de la India y firmar un tratado con la URSS para contrarrestar la parcialidad de USA y China hacia Pakistán {Washington llegó hasta el punto de cortar las ayudas y denunciar a la India por agresión). Pero el problema más desalentador de Bhutto era la creación de un nuevo Estado. Pakistán no sólo había perdido prestigio y la mitad de su territorio, sino también la mitad de su mercado interior, una gran parte de sus materias primas y manufacturas, sus mercados en ultramar {que habían sido abastecidos por Pakistán oriental) y sus ingresos procedentes del exterior. Por otro lado, seguía existiendo el problema constitucional, sin resolver desde 194 7. Este problema había sido parcial y temporalmente subsanado en 197 3 con la adopción de una Constitución presidencial y federal, pero en ese mismo año se agudizaron los problemas económicos a consecuencia de desastrosas inundaciones. Bhutto situó a Pakistán eri. la senda nuclear. Solicitó la ayuda francesa que le fue inicialmente prometida pero luego negada ante las protestas estadounidenses. No obs· tante, Bhutto -al principio secretamente- inició un programa bajo la dirección y responsabilidad de un científico paquistaní que había adquirido la formación precisa en los Países Bajos. La expresa opinión de Bhutto era que, puesto que hindúes, judíos y cristianos tenían armas nucleares, debía haber también una bomba islámica. (La India realizó una explosión nuclear en 1974: tanto Indira Gandhi como el pacífico Morarji Desai abrigaban la ambición de desarrollar un arsenal nudear.) Washington trató de detener el progreso de Pakistán recurriendo a halagos y presiones; cortó la ayuda económica como exigía la Ley de Ayuda Exterior de 1976, se negó a suavizar los términos del pago de la deuda y ofreció a Pakistán modernos aviones caza si este país se comprometía a aplicar las garantías internacionales a sus actividades nucleares. El dilema de Washington era cómo hacer de Pakistán un seguro aliado sin dañar mortalmente sus relaciones con la India. En 1977 el ejército paquistaní intervino una vez más, instaló al general Zia UlHaq como presidente, ejecutó a Bhutto dos años después e inauguró un cruel régimen represivo. En política exterior, Zia prosiguió el programa iniciado por Bhutto para dar a Pakistán la posibilidad de llegar a ser una potencia nuclear; algunos paquistaníes afinnaron temer una operaeión conjunta india e israelí contra las instalaciones nuclea· res de Pakistán. Zia sacó a su país de la moribunda alianza Cento y lo convirtió en

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miembro del grupo de países no alineados, pero la invasión soviética de Afganistán, en 1979, hizo que se acercara de nuevo hacia Estados Unidos y consolidase su posición personal. El ejército, que lo había elevado al poder, y del que dependía por com· pleto, había mostrado pocos signos de mantenerlo como presidente, hasta que la invasión soviética realizó un cambio inoportuno y prematuro: inicialmente la extensión del poder soviético directo a Afganistán parecía comportar también una posible amenaza para Pakistán. Ese temor disminuyó cuando se hizo patente que la URSS estaba más interesada en Afganistán e Irán que en el propio Pakistán, y que el régimen marioneta de Kabul controlaba poco más de la quinta parte del país. Zia se dispuso inmediatamente, con éxito, a utilizar la invasión como palanca para recuperar la ayuda militar y los fondos estadounidenses. La actuación soviética, a pesar de consti· tuir un costoso error, fue interpretada en Estados Unidos como un peligroso aumento del poder soviético que, una vez derrocado el sha en Irán, sólo se podía contra· rrestar armando a Pakistán y utilizándolo como mediador para armar a la oposición afgana contra la URSS. Zia se dedicó a esta polítíca con entusiasmo. Recibió ayuda estadounidense en enormes cantidades, a pesar de que Estados Unidos recibiera con desagrado el programa nuclear de Pakistán y el papel que este país representaba en el tráfico de armas, y a pesar también de la Enmienda Symington que prohibía la con· cesión de ayudas a países que fabricasen armamento nuclear. Hacia 1983, la remisión del temor a la agresión rusa contra Pakistán permitió el resurgimiento de presiones internas contra el régimen militar, y, en un intento de mantener su puesto, Zia anunció por sorpresa, a finales de 1984, que convocaría un plebiscito popular para solicitar el apoyo a su política en general y a él mismo como jefe del Estado, con el corolario de que, si se aprobaba, se mantendría en el puesto durante cinco años más, e intensificaría la islamización de la Constitución y la apli· cación de las penas más severas por las infracciones de las leyes del Corán: penas que deleitaron a muchos musulmanes y horrorizaron a otros. Casi todos los votos emiti· dos fueron a su favor. La ley marcial se levantó a finales de 1985; una muestra de moderación que, sin embargo, estuvo precedida por una ley de inmÜnidad por acciones pasadas, y por un aumento sustancial de las competencias presidenciales, incluida la extensión del mandato de Zia hasta 1990. Zia no había hecho nada por aliviar las tensiones entre los punjabíes, por una parte, y los sindis y baluchis por otra, y el regreso a Pakistán de la hija y heredera política de Bhutto, Benazir, en 1988, aumentó el resentimiento y la incertidumbre. La persisten· te debilidad de la economía pakistaní se agravó debido al despilfarro de un régimen militar que dedicaba el 40% del presupuesto a las fuerzas armadas, mantenía enorme déficit interno y externo, y permitía un aumento ominoso de la deuda externa: los cos· tos de defensa y el pago de la deuda externa absorbían el 85-90% del presupuesto. Zia se vio obligado a solicitar un fuerte crédito del FMI, por el que tuvo que someter a su país a una severa austeridad, precios más altos y el colapso de los servicios sociales y de las carreteras (el presupuesto de salud fue recortado a menos de la cincuentava parte del presupuesto de defensa). Los problemas de Zia se multiplicaron por el rechazo de las remesas realizadas por los paquistaníes residentes en el golfo y en otros lugares del extranjero, por una secuencia de malas cosechas, por la corriente de refugiados proce· dente de Afganistán, y por los ejércitos privados de los sindicatos de la droga que ope· raban incluso en la capital, donde los inmigrantes procedentes de Patha chocaban con los demás habitantes. Por tanto, la oposición a Zia aumentó, pero no era compacta.

Tras su regreso, Benazir Bhutto atrajo a grupos discordantes, pero no a la perfección. Las primeras elecciones locales celebradas tras su regreso decepcionaron a sus seguidores. El ser mujer y sindi constituía una desventaja, particularmente en la provincia dominante del Punjab; pero también influyó una personalidad en la que la inteligencia se mezclaba con la arrogancia, y un matrimonio poco propicio pactado por su madre. El gobierno consiguió denigrar y marginar con cierto éxito su PPP hasta que, en 1988, dos acontecimientos produjeron un cambio en su situación: Zia destituyó abruptamente a su primer ministro civil, Mohammad Kan Junejo, que se había opues· to al apoyo total que el ejército había ofrecido a los muyahidin de Afganistán, y, final· mente, la muerte del general en un accidente aéreo. Con él perecieron otros dos gene·· rales, varios oficiales de alto rango y el embajador de Estados Unidos. En las elecciones que siguieron a esta catástrofe se enfrentaron dos grupos: la Alianza Democrática Islámica, formada por la Liga Musulmana y un grupo de partí· dos menores, y el PPP junto con sus asociados. En una votación con muy baja par· ticipación, el PPP fue el partido más votado pero no obtuvo la mayoría, y sólo consiguió ganar en la provincias del Sind y el Noroeste. Benazir Bhutto fue nombrada primera ministra y el ejército realizó una de sus retiradas temporales, pero no por mucho tiempo. En diferente medida, el ejército, el presidente y la mayoría de los gobernadores provinciales eran hostiles a Bhutto, y esperaban una oportunidad para librarse de ella. La corrupción, el tráfico de drogas, el declive económico del país, las disensiones entre provincias y el creciente fundamentalismo islámico constituían una herencia demasiado compleja para un gobierno que controlaba tan sólo dos provin· cias, y dependía en última instancia de unos militares a quienes no podía atraer ni subordinar. Su gobierno fue acusado, no sin razón, de incompetencia, corrupción y nepotismo, y en 1990 fue destituida por el presidente, con el pretexto de que no había podido controlar la violencia en el Sind. (En el Sind, la violencia entre sindis y muhayires, inmigrantes de la India tras 1947, era endémica.) En las nuevas eleccio· nes celebradas ese año Bhuúo perdió debido, con bastante probabilidad, al fraude electoral. Venció el Frente Democrático Islámico, una amalgama de nueve partidos de fuerte intolerancia y extremismo religiosos, y apoyados por el ejército. El Frente y sus aliados controlaban dos tercios del Parlamento, pero en 1993 el nuevo presiden· te, Ghulam Muhammad, procedente de Patha, había discutido con su primer ministro, Nawaz Sharif, sobre el derecho a designar comandante en jefe del ejército, y el primer ministro fue destituido por el presidente pero restituido por el Tribunal Supre· mo. En las siguientes elecciones, Bhutto, que había mejorado sus relaciones con los dirigentes del ejército, consiguió vengarse de Nawaz Sharif y se convirtió de nuevo en primera ministra. El islamista Jamaat·i·lslam obtuvo un número de votos sorpren· dentemente bajo. Washington colaboró con el apoyo de Pakistán a los muyahidin anticomunistas pero se alarmó ante su aparente determinación de convertirse en una potencia nuclear, una ambición proclamada con fuerza por Ali Bhutto en 1966. India había probado un arte· facto nuclear en 1974, y se creía que estaba investigando en cabezas nucleares de plu· tonio, con ayuda china, pero Estados Unidos aceptó que la India no estaba constru· yendo armas nucleares. Por la Enmienda Pressler de 1986, ambos países fueron excluidos de la ayuda económica y militar estadounidense, a no ser que el presidente certificara al Congreso que no tenían armamento nuclear. En 1990, el presidente Bush se negó a dar este certificado para Pakistán, y unos años más tarde se creía que dicho

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país poseía media docena de cabezas de misiles de uranio 335, que estaba construyen· do una planta de recuperación de plutonio, y que estaba importando este material. Durante la década de 1980, el conflicto entre Pakistán e India se mantuvo ensombrecido por la guerra de Afganistán pero no desapareció, y en dos aspectos se agudizó. Los indios acusaron a Pakistán de incitar a los sijs más combativos a penetrar en la provincia india del Punjab, y enviaron tropas para evitar que los sijs cruzaran la frontera. Pakistán concentró sus propias fuerzas en la misma frontera. En 1985 estalló la lucha entre ambos países por la posesión de un glaciar situado al norte de la provincia de Cachemira. India obtuvo ventaja; en 1987 se propuso una mediación; pero la lucha continuó y, en 1989, el problema de Cachemira volvió a inflamarse. Habiendo fallecido el sij Abdullah en 1983, la responsabilidad recayó en su hijo Faruq Abdullah (un hombre débil de carácter, demasiado cercano a Nueva Delhi, según la opinión de la mayoría de los musulmanes de Cachemira), y en su yerno Ghulam Mohammad Shah; y las disensiones familiares entre ellos dieron lugar a contiendas políticas que en 19891990 ,produjeran disturbios en los que murieron bastantes personas. India culpó a Pakistán de los tumultos, expulsó a Faruq y recurrió al g9bierno directo desde Delhi. En Cachemira, tanto el violento Jammu como el Frente de Liberación de Cachemira, opuestos al dominio indio, aumentaron su apoyo popular al tiempo que, como res· puesta, las autoridades indias regresaron a las duras represalias, incluida la tortura indiscriminada de víctimas inocentes. Inevitablemente, estos disturbios involucraron a Pakistán, e incluso a Irán y Arabia Saudí, que competían entre sí por ayudar a Pakistán, para así demostrar la pureza de sus credenciales islámicas. En 1993, el templo de Hazrat Bal, en Srinigar, que poseía un pelo de la barba del Profeta, fue rodeado por tropas indias debido a los rumores de que existía un plan musulmán para robar dicho pelo. Los musulmanes se enfurecieron por esta demostración de fuerza y los no musulmanes la consideraron innecesariamente provocativa. Los disidentes cachemires se dividían entre aquellos que deseaban la independencia y los que deseaban la incorporación a Pakistán, y los indios se alegraron de esta división, y es probable que la fomentaran. En 1994, Rao contraatacó la injerencia paquistaní en Cachemira, exigiendo la devolución a India del territorio cachemir anexionado a Pakistán. En el medio siglo transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el mundo en general se admiraba de los milagros económicos de Japón y Alemania, pero poco más había encontrado digno de aplauso. Se había pasado por alto, quizá, el milagro político de la India, donde los sobrecogedores problemas económicos, técnicos, administrativos y sectarios habían sido manejados, la mayor parte del tiempo, dentro de un ámbito interno, un gran mérito de los gobernantes indios, y de sus predecesores. Pero este logro era todavía más llamativo que seguro.

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La península de Indochina

El escenario posbélico más conflictivo de Asia sudorienta! fue Indochina. Esta zona, que los franceses reunieron bajo su dominación, comprendía los protectorados de Annam y Tonkín y la colonia de Cochinchina (étnicamente annamitas, culturalmente chinos y llamados conjuntamente los Tres Ky), y los reinos protegidos de Luang Prabang o Laos, y Camboya (thai desde el punto de vista étnico, hindúes culturalmente). Los antepasados Jemer de los modernos camboyanos dirigieron un imperio que, en su época de máximo apogeo en el siglo XII, se extendía de uno a otro mar y comprendía la parte sur de Birmania, Siam, Laos y Annam. En Laos los invasores thai habían establecido su dominio en el siglo XI!!. En el siglo XIX, Annam quiso extender sus tentáculos a Camboya y Laos, pero los franceses salvaron a ambos reinos de esta amenaza. Los franceses se establecieron en Asia más tarde que las demás potencias europeas. Las derrotas que sufrieron en la guerra francoprusiana de 1870-1871 sobre su propio suelo habían supuesto la pérdida de territorio, población, valiosos recursos, prestigio y amor propio, y aunque su recuperación fue sorprendentemente rápida, la adquisición de un nuevo imperio colonial en los años ochenta fue en cierto senti· do una compensación. Para lograrlo, hubieron de competir por adueñarse de lo que fuera que pudiera surgir de la desintegración de los imperios chino y otomano. La anexión de Túnez se produjo prácticamente como una extensión del poderío fran· cés en Argelia; se ocupó también Madagascar y, en Asia, Annam, Tonkín y Cochinchina constituyeron el núcleo de una dominación indochina que podría proporcionar una vía de acceso a China meridional y que se amplió cuando los franceses establecieron su protectorado sobre los reinos de Camboya y Luang Prabang. La adquisición de Annam y Tonkín condujo a una impopular guerra contra China, mientras que la expansion hacia el oeste y en dirección al Indo llevo a los france· ses a competir con los ingleses en Birmania, donde fueron detenidos por el virrey lord Dufferin (que temía -o quizá se inventaba- una amenaza francesa sobre la India), y también les condujo a una hostilidad más permanente con el reino independiente de Tailandia. Pero el poderío francés se mantuvo sustancialmente inalterable hasta 1940.

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Durante la ocupación japonesa en la Segunda Guerra Mundial, los Tres Ky se con·· virtieron en el Estado autónomo de Vietnam y, al retirarse los japoneses, Ho Chi Minh, el líder de una coalición nacionalista dominada por los comunistas, proclamó la república independiente de Vietminh. De nuevo, como en Indonesia y Corea, razo· nes prácticas de conveniencia dictaron el curso de los acontecimientos con efectos de más largo alcance de lo que se previó en aquel momento. Los británicos se hicieron con el control al sur del paralelo 16Q y los chinos al norte del mismo; unos y otros se marcharon en el transcurso del año 1946, pero ni los segundos estuvieron dispuestos ni los primeros fueron capaces de hacer gran cosa por facilitar y aUanar el terreno a los franceses que estaban de regreso y que al llegar se encontraron con que Ho Chi Minh controlaba una importante área en el norte y presidía un gobierno. El empera· dor annamita Bao-Dai, al abdicar en 1945, había aceptado el puesto de «consejo supremo» en el gobierno de Ho. Los franceses comenzaron reconociendo como autónomo al gobierno de Ho Chi Minh dentro de la Unión Francesa, pero se negaron a aceptar su petición de unión de los Tres Ky. Hacia finales de 1946, la política francesa se endureció como consecuencia de presiones procedentes de la derecha. En noviembre, Haiphong fue bombardea· do y en diciembre el Vietminh atacó a los franceses en Hanoi, convencido de que Francia pretendía ahora derrocar a Ho: unos cuarenta franceses resultaron muertos y 200 fueron hechos prisioneros. Este suceso supuso el comienzo de una guerra que duró siete años y medio. Tras cierta vacilación, los franceses decidieron no volver a negociar con Hoy se dirigieron en su lugar a Bao-Dai, a quien ofrecieron la unión de los tres ky que se habían negado a conceder a Ho. El llamado experimento Bao-Dai era un intento de separar a los comunistas del resto de los nacionalistas y de seguir manteniendo, con la aquiescencia de Bao-Dai, una supremacía francesa en Indochina. Un acuerdo firmado en Along Bay en junio de 1948 materializó esta política (que los estadounidenses habrían de ensayar a su vez en el sur, en la década siguiente, siendo en este caso el presidente Oiem quien desempeñara el papel de nacionalista anticomunista) y se consti· tuyó formalmente un nuevo Estado de Vietnam en junio de 1949. Bao-Dai, que había estado en Francia durante las negociaciones, regresó a su país como iefe de Estado. Vietnam fue proclamado Estado Asociado d.e la Unión Francesa en diciembre y a Laos y Camboya se les concedió el mismo status. Entre los que se negaron a cooperar con Bao-Dai se encontraba el líder católico y futuro presidente de Vietnam del Sur, Ngo Dinh Oiem . Pero el Vietminh no se dio por vencido y la victoria de los comunistas chinos al otro lado de la frontera septentrional supuso un cambio de la situación. La tentativa fran·· cesa de mantener el poder mediante el recurso al Estado asociado semiindependiente condujo a prolongadas rencillas entre franceses y Bao-Dai, sin que se consiguiese finalmente el objetivo fijado. Francia no había sido capaz de decidirse a dar el paso -extre· mo pero sencillo- que el gobierno de Attlee había dado en la India, y los acontecimientos de los siguientes años hacen pensar que cualquier solución que no fuera ésta resultaba inútil. En 1950, la conferencia celebrada en Pau durante cinco meses para discutir mejoras constitucionales exacerbó a todos los partidos mientras que en Indochina el Vietminh salió a la palestra bajo el mando del diestro general Yo Nguyen Giap. Una ofensiva del Vietminh en septiembre obtuvo.un impresionante éxito. El mariscal Juin fue enviado al escenario de estos acontecimientos. Bao-Dai también volvió. Pierre Mendes France y otros comenzaron a decir que había llegado ya la hora de que Fran"

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cia saliera de Asia. El gobierno francés, que se había negado resueltamente a admitir que la situación tuviera un carácter en alguna medida internacional, cedió terreno hasta el extremo de aceptar ayuda económica y militar estadounidense; la lucha por la supremacía francesa no trajo consigo ni simpatías ni éxito, y la única manera de proseguirla era denominándola lucha contra el comunismo y recurriendo a la ayuda de los amigos anti-comunistas. Sobre esta nueva base, el general De Lattre de Tassigny fue nombrado alto comisario y comandante en jefe en diciembre de 1950. Con un nuevo general para levantar la moral (tarea en la que obtuvo gran éxito), con la ayuda estadounidense y con la negociación de un acuerdo político sobre la condición de los estados indochinos dentro de la Unión Francesa, los franceses hicieron un último esfuerzo. Pero el Vietminh asestó el primer golpe y demostró que era capaz de realizar operaciones tanto de guerra abierta como de guerrilla. Su ataque se reinició en octubre de 1951 y unas semanas más tarde los franceses perdieron a De Lattre, que fue enviado de regreso a Francia por invalidez y murió allí en enero. El ejército vietnamita de Bao-Dai se iba configurando con extraordinaria lentitud y los ejércitos privados que venían a complicar el cuadro no estaban siendo sometidos a su control. La ayuda china al Vietnam iba en aumento, si bien la invasión -que hubiera pódido hacer que los estadounidenses se involucrasen- nunca se materializó. Durante el año 1952, las pérdidas humanas, materiales, de estado de ánimo y de prestigio de lós franceses fueron considerables y en 1953 el Vietminh llevó la guerra a Laos, amenazó la capital del reino de Luang Prabang, y obligó a los franceses a distraer fuerzas de Vietnam para utilizarlas en la Llanura de Jars, en Laos. Por otro lado, en Camboya, el rey Norodom Sihanouk atrajo la atención política al exigir un status que no fuera en modo alguno inferior al de la India y Pakistán en relación con Gran Bretaña, y luego puso a los franceses en una situación muy incómoda y violenta al largarse temporalmente a Tailandia. En medio de este panorama de desintegración, los franceses no podían hacer otra cosa más que ofrecer la revisión de los estatutos de la Unión Francesa e iniciar otra ronda de negociaciones con Bao-Dai, así como con los monarcas de Laos y Camboya (Sihanouk había accedido al trono en 1940 a la edad de 18 años. En 1955 abdicó en favor de su padre, que reinó hasta 1960, ocupando Sihanouk el puesto de primer ministro. En 1956, Zhou Enlai y Sihanouk firmaron un acuerdo de no intervención. Sihanouk visitó Pekín, Moscú, Praga y Belgrado; también viajó a Madrid y Lisboa. Adoptó una política -opuesta a la de Birmania- tendente a establecer el mayor número posible de contactos diplomáticos así como a obtener ayuda de todos los que estuvieran dispuestos a ofrecérsela. Parecía tener, no obstante, una preferencia por China, país que visitó de nuevo en 1958 y 1960. En 1960 asumió el puesto político más elevado con el título de jefe del Estado). Por esta época, lo único que les quedaba a los franceses en Indochina era una necesidad de salvar su orgullo, pero puesto que tenían suficientes cosas de las que enorgullecerse sin tener que conservar lejanas satrapías, estaban cada vez más hartos. Además, estaban ahora preocupados por la recuperación de la fuerza alemana frente a la que la fuerza del Vietminh parecía fuera de lugar e insignificante para la posición de Francia en el mundo. Si el Vietminh importaba a alguien, ese alguien eran los estadounidenses (que estaban ya pagando por la guerra de forma indirecta). Sólo se necesitaba que ocurriera un acontecimiento crítico y decisivo para hacer que Francia admitiera que lo que realmente deseaba en Indochina era marcharse de allí. Este acontecimiento tuvo lugar en Dien Bien Phu.

Dien Bien Phu era una pequeña guarnición o campamento en una cuenca fluvial situada al noroeste. Su posesión era importante en relación con las amenazas del Vietminh sobre su vecino Laos, las cuales a su vez eran importantes en tanto en cuanto demostraban la incapacidad francesa para proteger un protectorado, y al r11ismo tiempo distraían fuerzas francesas de la defensa del delta del Río Rojo y de Hanoi, que eran puntos centrales tanto estratégica como políticamente. Dien Bien Phu había cambiado de manos en más de una ocasión durante la guerra. Fue tomado por los franceses en noviembre de 1953 que, tras cierta vacilación, decidieron permanecer allí. El g~neral Navarre, ahora al mando de las fuerzas francesas y vietnamitas, que eran considerablemente más numerosas que las del Vietminh, creía que si era capaz de obligar al enemigo a entablar batalla, podía infligirle una gran denota y reducir definitivamente sus operaciones a una pequeña escala de guerrilla; pensaba que el talón de Aquiles del Vietminh estaba en el número de sus hombres y que los chinos o los rusos, si bien dispuestos a suministrar armas y equipo, no enviarían soldados al otro lado de las fronteras por temor a las represalias americanas. Dien Bien Phu iba a proporcionar por tanto el marco de la batalla que paralizaría y dejaría impotente al Vietminh. A principios de 1954 se había alcanzado un acuerdo entre todas las principales potencias implicadas para la celebración de una conferencia internacional sobre Indochina y Corea, y a medida que se realizaban los preparativos se fue haciendo cada vez más patente que lo que ocurriese en Dien Bien Phu tendría una poderosa influencia en el curso de las negociaciones. También quedó claro que los franceses, muy lejos de asestar un golpe aplastante y decisivo, estaban siendo acosados y cercados por una fuerza de amplitud inesperada y estaban en peligro de verse obligados a capitular. Lo que no estaba tan claro en estas circunstancias era si resultaba prudente y aconsejable que los aliados de Francia realizaran un esfuerzo especial e intervinieran. Los estadounidenses que se habían mostrado contrarios a una participación semejante, comenzaron a cambiar de idea y a exponer la opinión de que la pérdida de Indochina sería un golpe fatal para la suerte de todo el sudeste asiático y que sus perniciosos efectos se extenderían incluso más allá de esta zona. En enero, Foster Dulles pronunció un famoso discurso amenazando con «represalias masivas» como medio de detener la expansión y agresión comunistas, y a finales de marzo hizo un llamamiento a una acción internacional conjunta para impedir que el comunismo se impusiera en Asia sudorienta!. Se sondeó la opinión de los líderes del Congreso y de las potencias aliadas sobre la posibilidad de una intervención conjunta en Indochina y de represalias contra la propia China en caso de un contraataque chino. La respuesta fue adversa. La guerra de Corea había quitado a los estadounidenses las ganas de nuevas aventuras asiáticas y los aliados no habían logrado sobreponerse de la desconfianza hacia el macarthurismo, cuyo resurgimiento detectaban en las opiniones del almirante Radford, jefe de Estado Mayor de la Armada, partidario de ataques aéreos. Eisenhower estaba dispuesto a dar su visto bueno a la política de Radford si el Congreso la aceptaba y si Estados Unidos no era el único país que intervenía, pero el general Ridgway, jefe del Estado Mayor del Ejército estadounidense, se oponía a la intervención alegando que ésta obligaría a los chinos a entrar en la guerra de la misma forma que lo habían hecho en Corea. Eisenhower, que en su campaña para la presidencia había prometido detener la guerra de Corea, es posible que supiera que era muy improbable que se cumplieran sus condiciones para intervenir, pero dio permiso a Dulles para proseguir con la cuestión de la cooperación aliada. Dulles discutió el tema de la intervención en Londres y en París

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entre el 11 y el 14 de abril y regresó a Washington con la impresión de que había obte· nido consenso para convocar una conferencia general que idease un plan, pero Eden, con quien tenía malas relaciones personales, desmintió inmediatamente esta interpretación de sus conversaciones y se negó a enviar a un representante a las discusiones preliminares. Dulles volvió a París más tarde en ese mismo mes con una propuesta de intervención aérea estadounidense unilateral, y Eden, que estaba también en París de paso para Ginebra, regresó a Londres en donde el gabinete, en una reunión dominical, rehusó conceder su aprobación. Eden comunicó esta decisión a Georges Bidault, ministro francés de Asuntos Exteriores, en el aeropuerto de Orly camino de Ginebra, de esta forma adquirió la reputación de ser el hombre que salvó al mundo de verse envuelto en una nueva guerra mundial por la temeridad estadounidense en Dien Bien Phu. Parece más exacto, sin embargo, considerar que la intervención estadounidense había sido ya descartada a causa de la oposición de los jefes de Estado Mayor estadounidenses {exceptuado únicamente el almirante Radford), de la opinión pública y del Congreso de Estados Ui:idos. En poquísimo tiempo, la opinión de que Indochina era esencial para el mundo libre había sido temporalmente abandonada y la suerte de Vietnam era tratada una vez más como un asunto de carácter local. La conferencia de Ginebra, convocada para discutir el tema de Corea y en segundo lugar el de Indochina, se inició el 26 de abril. Dien Bien Phu cayó el 7 de mayo. El gobierno francés cayó también y Mendes France ocupó el lugar de Laniel (que dimitió el U de junio) con la promesa de alcanzar un acuerdo en Indochina antes del 20 de julio o dimitir. El 23 de junio, Mendes France y Zhu Enlai mantuvieron una larga entrevista privada en Berna antes de que este último saliera para Pekín vía la India y Birmania durante una interrupción de la conferencia. Al mismo tiempo, Churchill y Eden visitaron Washington para hablar de varios asuntos y reparar el daño que supusieron para las relaciones angloestadounidenses los malentendidos entre Dulles y Eden en abril. Al poco tiempo de reanudarse la conferencia, se firmaron tres armisticios. Vietnam fue dividido sin más en dos partes a ambos lados del paralelo 17" {una solución de compromiso), el Vietminh se avino a retirarse de Laos y Camboya y se constituyeron tres comisiones de armisticio con miembros indios polacos y canadienses para supervisar el cumplimiento de los términos acordados. L~ conferencia marcó ante todo la derrota de Francia y su retirada de todos los estados de Indochina. Pretendia proclamar la creación de tres nuevos estados independientes: Laos y Camboya --cuya condición como tales frente a sus enemigos hereditarios de Vietnam y Tailandia debían garantizar China, Francia, Gran Bretaña y la URSSy Vietnam, que había ganado la independencia pero quizá no la integración. En Laos, aunque el arreglo de Ginebra estipulaba la retirada de las fuerzas del Vietminh, existían otras fuerzas para seguir manteniendo la rebelión. El Pathet-Lao, creado en 1949 por Ho como un anexo del Vietminh y dirigido por un miembro de la familia real laosiana, el príncipe Souphanaouvong, estaba lo suficientemente arraigado como para poder mantener el control de las dos provincias septentrionales del país. En 1956 este príncipe visitó Pekín y Hanoi, y el año siguiente estableció una coalición con su hermanastro Souvanna Phouma (ya entonces primer ministro) sobre la base de que Laos iba a ser neutralizado. Pero esta coalición duró sólo hasta 1959, año en que Soup· hanouvong y otros dirigentes del Pathet-Lao fueron detenidos. (Otras coaliciones pos· teriores, en 1962 y 1973, fueron igualmente efímeras.) Estados Unidos, que habían adoptado la teoría del dominó, según la cual el comunismo abarcaría la totalidad del

sudeste asiático si obtenía la victoria en cualquier parte de la región, no estaban dis· puestos a tolerar la neutralidad, y decidieron excluir no sólo al príncipe comunista sino también al neutral. Comenzaron a enviar ayuda masiva a Laos con tal desenfreno que provocó corrupción y despilfarro, y dos años de guerra civil. Un nuevo gobierno de Laos, sacando el máximo partido de las incursiones norvietnamitas, solicitó una misión y una fuerza de paz de la ONU. Hammarskjold visitó Laos en persona, y envió un repre· sentante especial para que observara e informara, y así ganar tiempo para permitir que la situación se calmase, pero en diciembre de 1959 el general Phoumi Nosavan dirigió un golpe de Estado que tuvo el efecto contrario. También provocó, unos meses más tarde, otro golpe dirigido por el capitán Kong Le, un símbolo bastante ingenuo de la irri. tación de los hombres corrientes, que se estaban hartando de las luchas políticas y la corrupción. Souvanna Phouma declaró su apoyo a Kong Le, se convirtió de nuevo en primer ministro, y contribuyó brevemente a reconciliar al capitán y al general, de nuevo sobre una base neutral. Pero su solución no duró, en buena parte debido a que los esta· dounidenses habían conseguido reconstruir un frente de derechas bajo el mando del general Nosavan y el príncipe Boun Oum, un pariente lejano de la familia reinante y gobernante controlado de Champassak (en el sur). Souvanna Phouma huyó a Cambo· ya, desde donde un avión ruso se encargó de transportarlo para negociar con su medio hermano y con Kong Le. Boun Oum y Nosavan también intentaron atraerlo, pero él prefirió comenzar una gira mundial. Mientras tanto, Kong Le había infligido una derro· ta a Boun Oum y Nosavan. En 1961, los tres príncipes se reunieron en Suiza y acordaron que Laos debía convertirse en un Estado neutral sin alianzas militares. En Was· hington, el recién nombrado presidente Kennedy era más partidario que Eisenhower de aceptar un Laos neutral, en parte debido a la desilusión con la derecha laosiana, y en parte debido al fracaso de la intervención militar directa en la bahía de Cochinos, en Cuba. La guerra llegó a su fin porque Estados Unidos y China alcanzaron en privado un acuerdo sobre un Laos neutralizado y la evacuación de las tropas extranjeras, esto es, de las tropas estadounidenses a las que China temía y que Estados Unidos creía empeña· das en una causa inútil. Pero Laos continuó siendo utilizado por Ho como base de aprovisionamiento para Vietnam del Sur, la autoridad de Pathet Lao se extendió y las fuer· zas estadounidenses fueron reemplazadas por un activo ejército comunista -en parte laosiano y en parte vietnamita- cuyos efectivos ascendían probablemente a 60.000 o más. En 1963 el gobierno de coalición laosiano se disolvió y el país se vio prácticamente dividido, siendo el nordeste gobernado por el Pathet Lao y el resto por Souvanna Phou·· ma. A partir de 1964 Estados Unidos dio marcha atrás en su política de retirada, fue.ron creando gradualmente fuerzas terrestres muy numerosas y utilizaron sus fuerzas aére· as en operaciones emprendidas por el gobierno l;msiano contra el Pathet Lao. Laos pasó a ser un importante escenario bélico estadounidense, subordinado a los vaivenes de la guerra en Vietnam del Sur y a la protección de las fuerzas estadounidenses en Tailan· dia, que se componían de unos 50.000 h01úbres. En Vietnam, el acuerdo de Ginebra de 1954 dio a Ho Chi Minh la mitad del país y la perspectiva de conseguir el resto en menos de dos años si los términos del acuer· do se aceptaban y cumplían plenamente. El convenio formal concertado en Ginebra era un armisticio firmado por generales en nombre de Francia y por el Vietminh. Trazaba una línea (más o menos el paralelo 17º), imponía un alto el fuego, y adoptaba medidas para el reagrupamiento de las fuerzas militares y el reasentamiento de civiles a ambos lados de la línea. La conferencia dio lugar asimismo a una serie de declara-

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ciones, comprendida una declaración final que se propuso pero no se firmó. Estados Unidos y Vietnam del Sur no se sumaron, y en particular no lo hicieron a una disposición de esta declaración relativa a la convocatoria de elecciones en todo Vietnam a mediados de 1956; creían que tales elecciones supondrían con toda seguridad la extensión del control comunista sobre la totalidad del país, puesto que la parte que quedaba al norte de la línea de armisticio albergaba a la mayoría de la población, que por añadidura era probable que votase con esa solidaridad del 90% característica de los regímenes autoritarios. El gobierno de Vietnam del Sur, que se había establecido en Saigón bajo la autoridad de Bao-Dai antes de la conferencia de Ginebra, no se consideraba ligado a nada de lo que allí se había acordado. Para los franceses, el armisticio de 1954 era un medio de escape. Podían de esta forma poner fin a una guerra que estaban perdiendo. Después contemplarían con una disculpable pero irritante presunción cómo los estadounidenses repetían en la fase siguiente muchas de las equivocaciones que ellos habían cometido entre 1945 Y 1954. Para los rusos y los chinos, el acuerdo era un arTeglo político que instaron a Ho a que aceptara, los rusos porque querían que Francia suprimiera la naciente Comunidad Europea de Defensa y los chinos porque deseaban apartar a las fuerzas occidentales y eliminar la influencia occidental de un país con el que tenían fronteras comunes; es posible que unos y otros supusieran que Ho impondría pronto su autoridad en Saigón de forma tan efec· tiva como en Hanoi y hubieron de enfrentarse con nuevos problemas cuando esto no sucedió. Para los estadounidenses el acuerdo ginebrino señaló el final de la presencia francesa en Asia que, a pesar de lo detestable y odiosa que fuera para Estados Unidos en un tiempo, de acuerdo con los principios anticolonialistas generales, pudo haber resultado útil en términos anticomunistas. Una vez que hubieron decidido en 1954 no apoyar por más tiempo el dominio francés, Estados Unidos buscaron una fuerza anticomunista y antichina alternativa. Desaprobaban el acuerdo de Ginebra porque no sólo no lograba crear una fuerza semejante, sino que amenazaba con acelerar la expansión comunista china al dar a Ho la totalidad de Vietnam eri. dos porciones, la del norte a través del armisticio y la del sur mediante elecciones. Consideraban a Ho como un satélite y no creían que tuviera posibilidades de llegar a convertirse en el Tito de Asia. Los estadounidenses decidieron por consiguiente mantener la independencia del régimen anticomunista establecido por Bao-Dai en el sur, y crear también una nueva alianza anticomunista para contener a China en Asia, del mismo modo que la OTAN había contenido a la URSS en Europa, y para facilitar en el futuro la acción conjunta que Foster Dulles había tratado de organizar sin éxito para socorrer a Dien Bien Phu. Por consiguiente, el Tratado de Defensa Colectiva del Sudeste Asiático (el Pacto de Manila, que establecía una Organización del Tratado del Sudeste Asiático, SEATO) fue firmado en septiembre por tres estados asiáticos y cinco no asiáticos: Filipinas, Tailandia, Pakistán, Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Gran Bretaña y Francia. Estos signatarios estaban obligados a actuar conjuntamente en caso de agresión contra cualquiera de ellos en un área determinada y a reunirse para consultarse en caso de amenazas de acciones que no fueran armadas (es decir, actividades subversivas). La zona señalada era el área general del sudeste asiático incluido el territorio de los países signatarios, y la zona del Pacífico sudoccidental en general hasta los 20 grados JO minutos al norte; estaban incluidos por tanto Vietnam, Camboya y Laos, pero no Taiwan ni Hong Kong.

La Seato no llegó a ser nunca una organización impresionante. Ningún importante Estado verdaderamente asiático formó parte de esta asociación excepto Pakistán, que, distante de China y no preocupado realmente por la expansión china en el sudeste de Asia ni en ninguna otra parte, se unió a la Seato por otro tipo de razones más ocultas: agradar a Estados Unidos y obtener el apoyo estadounidense contra la India. Francia era un miembro que se fue haciendo cada vez más escéptico y Gran Bretaña un miembro que estaba cada vez más incómodo, sopesando por un lado las obligaciones propias de un fiel aliado (con un interés especial en la zona mientras siguiese manteniendo obligaciones con respecto a Malasia) y por otro lado el deseo de mantenerse al margen de Vietnam junto con la tentación de criticar los errores de los estadounidenses en ese país. Seato no era más que una nueva forma de imposición de la autoridad estadounidense. Su finalidad era asegurar la independencia de Vietnam del Sur, pero no podía sal· var a este mal gobernado país del dilema de hundirse o sobrevivir en fonna de protectorado estadounidense. Se desintegró en 1975. Ho había aceptado con reticencias el armisticio de Ginebra, instado por las presiones rusas y chinas. Es posible conjeturar que únicamente la perspectiva de celebración de elecciones en 1956 le persuadió para llegar a un acuerdo con Francia cuando tenía derecho a esperar no sólo la rendición de Dien Bien Phu, sino también el hundimiento total de la posición francesa en cualquier caso y en ese mismo año. Pronto se dio cuenta de que sus esperanzas no iban a ser colmadas y de que el paralelo 17º era otra línea de armisticio destinada a convertirse en una frontera política a fuerza de costumbre. Era además una línea cuyas consecuencias eran más graves que la división de Corea en dos mitades, ya que en Vietnam, el sur daba de comer al norte, y la perpetuacion de la división entrañaba problemas económicos así como decepción por la negativa de reunificación. En el período de incertidumbre transcurrido entre la firma del armisticio y la fecha fijada para las elecciones que nunca llegaron a celebrarse, Ho inició un programa de reforma agraria y procuró desarrollar la industria y explotar la riqueza mineral de Vietnam del Norte, pero la reforma agraria, basada en el modelo de la colectivización china, provocó una insurrección campesina que originó a su vez un régimen de terror el cual, al desmandarse, causó al menos 50.000 muertes. La industrialización requería la ayuda de países desarrollados tales como la URSS y Checoslovaquia más que de China, y tras la ruptura chino-soviética de los años cincuenta Ho tuvo que sopesar entre Moscú y Pekín cuál de las dos capitales ofrecía mayores ventajas. Al principio permitió que las relaciones con esta última capital se deteriorasen y en 1957 recibió a Voroshilov en Hanoi, pero esta parcialidad desagradó a algunos de sus colegas y es posible que constituyese incluso una amenaza para su propia posición. El propio Ho tuvo durante toda la vida vínculos con la URSS y con el comunismo moscovita, y el general Giap, respaldado por el ejército norviet· namita, expresó la tradicional desconfianza vietnamita hacia China, pero se decía que otros líderes eran pro chinos, incluido Truong Chin, cuya fuerza radicaba en el Partido Lao-Dong (que, fundado en 1951, era un partido esencialmente comunista aunque daba cabida a unas cuantas personalidades de relieve que no eran comunistas). Ho pasó dos meses en Moscú en 1959, regresando a Hanoi vía Pekín. Por entonces se habían reanudado los combates en el sur y el problema de deshacerse de los franceses había sido sustituido por el mucho más sangriento problema de desprenderse de los estadounidenses. Vivió justo lo suficiente para ver cómo esto ocurría, muriendo en 1969.

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La política estadounidense durante los gobiernos de Eisenhower y Kennedy se basó principalmente en dos proposiciones: primera: que el sudeste asiático era importante para Estados Unidos, y segunda, que una victoria comunista en cualquier parte de esta zona sería seguida de una victoria comunista en la totalidad {la teoría del dominó). Esta teoría, que resultó no ser correcta, parecía perfectamente plausible en las décadas de 1950 y 1960 debido a la fuerza de los comunistas en Indonesia y a la introducción de la Democracia Guiada de Sukarno (véase capítulo XVI). La decisión estadounidense de frenar esta prevista oleada comunista suponía, tercera proposición, que dicho objetivo podría alcanzarse sin necesidad de involucrar el ejército estadounidense en el continente asiático. La crisis de Vietnam, durante la presidencia de Johnson, se preci· pitó cuando se vio que esta suposición era incorrecta, dado que el gobierno de Diem, en Vietnam del Sur, era incapaz de vencer al norte; La teoría del dominó invistió a Vietnam de una significación superior a su importancia intrínseca. Los estadouniden· ses, además de considerar, con inexactitud extraordinaria, el régimen de Diem como una democracia, juzgaron mal a su hombre. Vi~tnam del Sur comenzó su andadura como país independiente de forma relati· vamente pacífica y próspera a pesar de la afluencia de casi un millón de refugiados procedentes del norte (de los cuales dos tercios eran católicos). El primer ministro, Ngo Dinh Diem, un hombre del norte y católico, eliminó á Bao-Dai, destituido por referéndum en 1955, y un año después proclamó una república y asumió la presidencia. Aunque las últimas tropas francesas no se marcharon hasta abril de 1956, la ayuda estadounidense pasó de los franceses al gobierno de Diem desde el primer día del año 1955. Para los estadounidenses, Diem era un aliado anticomunista que dirigiría un nuevo Estado calificado por ellos, con asombrosa inexactitud, como una democracia. Pero juzgaron mal a su hombre. Diem era un intelectual antifrancés, no particular· mente pro americano y de ninguna manera un demócrata. Trató a Vietnam de!Sur como una propiedad personal o familiar que administraba a través de una red de sociedades secretas de forma nepotista, intolerante y poco inteligente. Se enemistó con los budistas, el grupo religioso dominante, y con las gentes de las montañas que, aunque constituían sólo una pequeña minoría de la población, ocupaban más de la mitad del país, donde podían sostenerse movimientos subversivos. También en las ciudades, Diem y sus parientes, incluidos cinco hermanos, se hicieron cada vez más impopulares. Las ciudades se convirtieron en generadoras de inflación y de corrup· ción, mientras que las zonas rurales llegaron a ser terreno abonado para el arraigo de secretos rencores y de exorbitantes demandas que arrojaron a los campesinos a los brazos de la oposición comunista. Un primer golpe contra el régimen en noviembre de 1960 fracasó, pero tres meses más tarde la oposición era ya lo suficientemente fuerte como para lanzar un ataque sobre el palacio de Diem desde el aire. Más o menos al mismo tiempo, Ho decidió conceder ayuda material a las fuerzas que se aglutinaban contra Diem en el campo. A pesar de las presiones estadounidenses, Diem se había negado a suministrar alimentos a Vietnam del Norte en la equivocada creencia de que el régimen del norte estaba a punto de sucumbir hostigado por las revueltas campesinas. De esta forma le fue dado a Ho un motivo tanto económico como político para reemprender la guerra. En el momento del armisticio de Ginebra, los comunistas del sur, muchos de los cuales se refugiaron en el norte, habían escondido sus armas con vistas a una posible reanudación de los combates. Una activa oposición comunista a Diem había comenzado a

existir bajo el nombre de Vietcong, un término originariamente oprobioso, como «Whig» o «Tory». En 1960 se creó un Frente Nacional de Liberación, y en 1962 la Comisión de Control Internacional, un grupo de observación establecido en Ginebra hacía ocho años, informó de que Vietnam del Norte estaba interviniendo en una gue· rra civil en el sur, apoyando al Frente Nacional de Liberación. En 196), la hostilidad budista hacia el régimen de Diem alcanzó su punto culmi· nante. Monjes budistas se prendían fuego públicamente hasta morir abrasados (suicidios bonzos) en horrible protesta contra la persecución de que eran objeto. Las autoridades tomaron represalias entregándose al saqueo de las pagodas y torturando a los monjes. Los estadounidenses cortaron su ayuda a Diem y fomentaron un golpe de Estado para derrocarle. En noviembre, Diem y su hermano más impopular, Ngo Dinh Nhu, fueron asesinados, el régimen sucumbió y el general Duong Van Minh ( «Big Minh») se corvirtió en jefe del primero de una serie de gobiernos militares transitorios. En los siguien· tes dieciocho meses se produjeron media docena de golpes de Estado. El general Mihn se vio obligado a pasar a un segundo plano cuando aún no habían transcurrido dos meses desde la muerte de Diem. El general Nguyen Kan, más belicoso en relación con Vietnam del Norte pero no más seguro en Saigón, hubo de enfrentarse a la oposición de los budistas y de los estudiantes, que exigían que se pusiera fin al régimen militar. Logró sobrevivir a un golpe en septiembre de 1964 pero fue desplazado a comienzos de 1965 por el todavía más agresivo general Tran Van Minh («Little Minh»). Desde los últimos meses de 1965, sin embargo, los militares sublevados fueron el general Nguyen Cao Ky, el más agresivo de los generales que accedieron al poder y el más decidido a llevar la guerra más allá del paralelo 17º, y el general Ngyuen Van Thieu. Estados Unidos tenía dos objetivos incompatibles. Estaba decidida a evitar un gobierno comunista en Vietnam, pero sin involucrarse directamente en una guerra en el continente asiático. El fracaso del experimento de Francia con Bao-Dai, experimento que Estados Unidos había apoyado, y de los seguidores no comunistas de Bao-Dai, creó un dilema que Estados Unidos resolvió, con resultados desastrosos, dando priori· dad al primer objetivo sobre el segundo. Todavía creían que debían elegir entre la no intervención y una modesta intervención militar y, habiendo elegido la segunda, se vie· ron progresivamente envueltos en uno de los mayores conflictos de la segunda mitad del siglo. Durante los primeros años sesenta los estadounidenses se dieron cuenta de la debilidad de su política de apoyo a frágiles regímenes sudvietnamitas al mismo tiempo que se implicaban más en ella. Una de las primeras decisiones de Kennedy al hacerse cargo de la presidencia en 1961 había sido aumentar la ayuda estadounidense tanto en hombres como en material, aunque sin comprometer a tropas de combate. Aceptó el consejo del general Maxwell Taylor, un antiguo jefe del Alto Estado Mayor de Estados Unidos, de fortalecer y acrecentar las fuerzas estadounidenses y en 1962 aviones esta· dounidenses volaban en misiones de combate y la ClA realizaba operaciones más o menos encubiertas o secretas. La simulación de que los estadounidenses estaban en Vietnam simplemente como consejeros había llegado a ser absolutamente inconsisten· te. Durante 1963 y 1964 el Vietcong -ayudado por la mala gestión de Diem, por la con· fusión entre sus sucesores y por Vietnam del Norte y China- extendió su control de forma tal que las fuerzas sudvietnamietas y estadounidenses estuvieron en peligro de correr la misma suerte que los franceses en Argelia y que los británicos en Chipre, y de ser obligados a retroceder hasta unas cuantas posiciones fortificadas. La política -a imitación de la ensayada en Malasia- de mantener a los aldeanos aislados de las guerri-

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llas no obtuvo éxito porque las diferencias entre los aldeanos vietnamitas y las guerrillas vietnamitas eran insignificantes comparadas con las que existían entre los aldeanos malayos y las guerrillas chinas en Malasia. Los estadounidenses, viendo que el Vietcong estaba ganando la batalla, decidieron incrementar su esfuerzo militar y su control sobre la dirección de la guerra, a raíz de lo cual la posición del Vietcong empeoró rápidamente. Inmediatamente después, el gobierno de Vietnam del Norte, al ver que el Vietcong perdía, comenzó a enviar divisiones regulares para acudir en su auxilio. La guena se convirtió, sin apenas disimulo, en una guerra entre Estados Unidos y Vietnam del Norte. En el sur, los estadounidenses aspiraban a sojuzgar a todo el país. Al final fraca· saron en el empeño y, visto retrospectivamente, puede decirse que hubiera sido más pru· dente por su parte adoptar la estrategia del general Salan consistente en retener los cen· tras de población, de donde ningún enemigo podría haberlos desalojado, y asegurar y hacer infranqueable la rica, fácilmente defendible y étnicamente diferenciada Cochinchina. En vez de ello, los contingentes estadounidenses se fueron multiplicando año tras año: desde 23.000 a finales de 1964 a 390.000 dos años después y 550.000 a comienzos de 1968. Cuando se inició la retirada estadounidense en jl:llio de 1969, 36.000 soldados habían perdido la vida. En el momento de mayor concurrencia, las fuerzas estadounidenses, sudvietnamitas y aliadas combinadas ascendían a la .cifra de l.ZS0.000, respal· dadas por unas extraordinarias y poderosas fuerzas aéreas. En su lucha contra ellas, el general Giap demostró ser un brillante jefe de guerrillas que sabía hasta qué punto debía seguir las enseñanzas estratégicas de Mao Zedong y hasta qué punto debía desviarse de las mismas. La guerra se extendió al norte en 1964. En julio de ese año, un destructor estadounidense que operaba con las fuerzas marítimas y terrestres sudvietnamitas contra Vietnam del Norte, fue atacado por dos lanchas torpederas en el golfo de Tonkín. El presidente Johnson utilizó este episodio -explicado de forma tendenciosa- para obtener del Congreso la autorización para emplear fuerzas estadounidenses en un combate naval abierto. A finales de ese mismo año, Johnson dejó de ser presidente meramente acci· dental para convertirse en el presidente electo de Estados Unidos. Se dejó seducir por el sueño de una rápida victoria conseguida mediante el bombardeo aéreo de un enemigo de cuarta categoría. En febrero de 1965, un asalto con éxito a los cuarteles estadounidenses de Pleiku, cerca de la línea del armisticio, fue seguido de duros bombardeos estadounidenses de represalia. Las fuerzas terrestres estadounidenses estaban ahora también empeñadas en la batalla contra el norte. Pero la ayuda que los rusos proporcionaron a Ho -fundamentalmente para la defensa antiaérea de Hanoi- impidió una rápida victoria, y a medida que los bombardeos estadounidenses se hacían más encarnizados y se introducían el napalm, los gases venenosos y los defoliantes, la guerra en el interior de Estados Unidos se desarrolló de manera ruidosa y violenta. El frente interno, movilizado por la televisión, se puso de parte no sólo de un enemigo vilmente masacrado, sino también de sus propios familiares y amigos envueltos en estos horrores. Al mismo tiempo que el esfuerzo bélico estadounidense se intensificaba, el presidente Johnson comenzó también a hacer tentativas de paz. En abril se ofreció a negociar incondicionalmente con Vietnam del Norte para el cese de las hostilidades sobre la base de que Vietnam del Sur sería un Estado independiente y neutral; y ofreció 16.000 millones de dólares de ayuda al sudeste asiático, comprendidos tanto Vietnam del Norte como del Sur. Pero no quería aceptar al Vietcong como interlocutor en las negociaciones. En respuesta, Ho enunció un conjunto de condiciones que no eran irreconciliables con las propuestas estadounidenses y en julio, Johnson, implícita aunque no explícitamente,

daba también cabida en la sala de negociaciones al Vietcong. No estaba dispuesto, sin embargo, a detener todos los bombardeos inmediatamente (un cese de éstos en mayo solamente duró unos días) ni a aceptar la retirada de todas las tropas estadounidenses antes de que se iniciasen las negociaciones. A principios de 1966, Johnson mantuvo una conversación con Ky y Thieu en Honolulú. Los bombardeos se interrumpieron durante varias semanas y las negociaciones no parecían improbables, pero siguió sin poderse llegar a un acuerdo y la guena continuó, con mayor fuerza y horror. A los seguidores del Vietcong se les exterminaba con las más avanzadas y modemas armas. Eran atrapados y arrojados al vacío desde helicópteros, torturados, violados y asesinados a sangre fría. En un célebre caso ocurrido en My Lai en 1967, que más tarde condujo a un proceso penal y condena en Estados Unidos, 300 civiles fueron asesinados por una unidad del ejército estadounidense. A finales de 1967 los estadounidenses tenían 470.000 hombres en Vietnam y estaban lanzando fuertes ataques aéreos sobre el Norte. Pero su número de bajas también fue muy alto, y en una reunión con Kosiguin en Glasboro, Nueva Jersey, Johnson intentó, sin éxito, obtener la ayuda rusa para finalizar la guerra. En Vietnam del Sur, Ky chocó con los budistas, y el gobierno Ky-Thieu se disolvió, convirtiéndose en un gobierno Thieu-Ky (que duró hasta 1971, cuando Thieu se impuso} Se declaró una tregua para el festival de Teten 1968, y, en Hanoi, el ministro de Asuntos Exteriores, Nguyen Duy Trinh, hizo declaraciones de paz. Pero sus observaciones, aunque algunos en Washington les dieran la bienvenida, se consideraron también como un velo para cubrir una inminente ofensiva. Ambas interpretaciones eran válidas, ya que los consejeros de Hanoi también estaban divididos. Los optimistas, partidarios de continuar la lucha, creían que podrían tomar Saigón y otras ciudades del sur, conseguir el apoyo de la población urbana y provocar el colapso del ejército de Thieu. El ataque que se lanzó cogió por sorpresa a los estadounidenses, pero fracasó en todos sus objetivos principales excepto en la captura de Huí por p¡i.rte del FNL, que mantuvo su conquista durante dos meses. Sin embargo, el ataque tuvo un éxito inesperado. Aunque no destruyó el régimen de Thieu, hizo que en Washington se perdieran los nervios. Dos meses más tarde, Johnson anunció que el bombardeo estadounidense se reduciría drásticamente, y que él no se presentaría a la reelección a presidente. En mayo comenzaron en París las conversaciones de paz entre Estados Unidos y Vietnam del Norte. Unos meses después, se unieron a las discusiones Vietnam del Sur y el Vietcong. Pero no se llegó a ninguna parte. Vietnam del Norte había descubierto que podía sobrevivir a la matanza estadounidense y mantener el suministro de hombres y armas al sur, empleando rutas y métodos que, aunque comparativamente primitivos, nunca habían sido completamente desbaratados por los bombardeos aéreos. También había descubierto que los estadounidenses estaban realmente deseosos de salir de allí y, o bien convertir la guerra de nuevo en un conflicto sudvietnamita (cuyo ejército había sido fortalecido con el equipo más moderno y se había ampliado a un millón de hombres), o bien ponerle fin. Johnson no fue capaz ni de conseguir una victoria, puesto que no estaba dispuesto a emplear armas nucleares, ni de negociar la paz, ya que Vietnam del Norte prefería esperar en lugar de negociar. El presidente perseguía dos objetivos incompatibles entre sí: abandonar la guerra, y asegurarse la existencia de un Vietnam del Sur independiente y no comunista. Vietnam del Norte no estaba convencido de que tuviese que conceder esto último para conseguir lo primero y, cuando los demócratas fueron derrotados en las elecciones de noviembre, el nuevo presidente, Richard Nixon, se encontró en el mismo problema. Aunque se había

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comprometido a terminar la guerra, aprobó inmediatamente la ampliación del bombar· deo aéreo hasta Camboya, en otro intento vano de obtener una victoria rápida. De esa forma, Camboya se vio introducida en la guerra. En marzo de 1970, el gobernante de Camboya, el príncipe neutralista Sihanuk, fue derrocado por un golpe de Estado llevado a cabo por el propio primer ministro, el general Lon No!. Sihanuk había conseguido una relativa paz y tranquilidad entre 1955 y 1965, pero había perdido la amistad estadounidense a causa de su neutralismo y de su amistad con Zhu Enlai. Camboya, al igual que Laos, había sido utilizada por Vietnam del Norte sin tener muy en cuenta su neutralidad y algunos de sus compatriotas habían reprochado a Sihanuk que hubiera sido capaz de soportar semejante violación de los derechos del país. El nuevo gobierno camboyano pidió armas a los estadounidenses para defenderse contra los inttusos. En vez de armas lo que obtuvo fueron ejércitos estadounidenses, acompañados de fuerzas sudvietnamitas (enemigos hereditarios) y de toda la devastación de que era capaz la maquinaria militar de los Estados Unidos. El mando estadounidense en Vietnam esta· ba justificadamente impaciente por detener la utilización de Camboya por patte de los norvietnamitas e injustificadamente convencido de que podría capturar gran cantidad de reservas de los comunistas así como los principales cuarteles generales. La operación se llevó a cabo con éxito desde el punto de vista militar,, aunque la necesidad de emprenderla era desde luego dudosa y políticamente era cuanto menos improcedente. Fue detenida por el Congreso de los Estados Unidos., que se negó a conceder fondos para tropas o consejeros en Camboya y, en 1973, consiguió detener de la misma forma el bombardeo del país que N ixon había reanudado. Lon Nol declaró que no había sido informado en ningún momento de que las fuerzas estadounidenses y vietnamitas fueran a entrar en Camboya. Aunque el bombardeo de Vietnam del Norte por parte de Estados Unidos finalizó en 1972, estas operaciones fueron los últimos latigazos del frustrado gigante estadounidense. La retirada siguió un ritmo constante, y a finales de año sólo permanecían 25.000 norteamericanos. Desde 1970, los gobieinos de Estados Unidos y Vietnam del Norte habían mantenido contactos secretos por medio de Henry Kissinger y Le Duc Tho, y en enero de 1973, Estados Unidos, Vietnam del Norte y del Sur, y el Vietcong se reunieron en París y acordaron un alto el fuego, con supervisión internacional, y la creación de un Consejo de Reconciliación Nacional en Vietnam para preparar las elecciones. Estos acuerdos refrendaron la retirada estadounidense pero no trajeron la paz. La lucha fue dura desde el final de 197 3 hasta finales 1974, y Thieu expresaba su confianza en que su nuevo ejército de un millón de hombres ganaría la guerra. Esperaba ayuda estadounidense, pero no la obtuvo, y proclamó que su aliado le había abandonado. Su ejército y su poder se desintegraron ante 200.000 norvietnamitas y 100.000 opositores del Vietcong. En 197 5 dimitió y Big Minh regresó de la sombra para rendir lo que pudiera quedar de autoridad en Saigón. La guerra había acabado. Habían muerto unos dos millones de personas. En Laos, que había sido invadido en 1971 por Vietnam del Sur con apoyo aéreo estadounidense, Vietnam del Norte obtuvo victorias decisivas, y la lucha llegó a su fin en 197 3, con la condición de que debería formarse otra coalición y retirarse todas las tropas extranjeras. El nuevo gobierno tomó laboriosamente el poder en 1975, y ese mismo año se vino abajo. La monarquía también desapareció. El príncipe Souphanouvong, ahora presidente, y el Pathet Lao habían ganado la batalla interna. Laos se convirtió en un dominio de Vietnam, con el nombre de República Popular de Laos. A pesar de su nombre, las primeras elecciones no se celebraron hasta catorce años después.

Para Camboya, el final de la guerra implicó el comienzo de otra. Sihanouk, tras ser desplazado por los estadounidenses y por Lon Nol, había girado a la izquierda y se había aliado con el Jemer Rojo, transformando así una facción comparativamente insignifi· cante, con unos 3.000 activistas, en un organismo diez veces mayor. Su dirigente máxi· mo, Saloth Sar, más conocido como Poi Pot, era un fanático de unos cincuenta años que había pasado su vida en círculos izquierdistas de París y posteriormente en China, durante la Revolución Cultural. Su programa revolucionario incluía la abolición de la religión y el dinero, la creación de un comunismo populista rural y la extinción de las ciudades¡ su revolución mató a millones de personas en un escalofriante reino de terror, tras el abandono de Lon Nol por parte de Estados Unidos y la toma de Ponh Penh por parte de los jemeres rojos, unos días antes de que los norvietnamitas entraran en Sai· gón. Los estadounidenses bombardearon de nuevo Camboya (a partir de entonces, y hasta 1989, Kampuchea) en 1975, cuando el Jemer Rojo capturó un barco espía de Esta· dos Unidos, el buque Mayaguez, pero la guerra no era entre Kampuchea y Vietnam. Fue provocada por el Jemer Rojo, que atacó Vietnam tanto en zonas fronterizas discutibles como en territorio indiscutiblemente vietnamita. Vietnam contraatacó, invadiendo con éxito Kampuchea a finales de 1978, e instalando un gobierno servil, con Heng Samrin como presidente y Hun Sen como ministro de asuntos exteriores, y posterior· mente también primer ministro¡ ambos eran jemeres rojos renegados, responsables de atrocidades en el pasado. Hun Sen introdujo algunas reformas beneficiosas, incluida la distribución de tierra y el fomento de las pequeñas empresas, y permitió una mayor libertad de expresión y de religión, pero su gobierno fue brutal y corrupto. El Jemer Rojo opuso resistencia, retirándose al noroeste, donde lo persiguieron los invasores vietna· mitas. Las tropas y los refugiados kampucheos cruzaban indiscriminadamente a Tailandia, desde donde las primeras podían volver a filtrarse para luchar. La guerra entre Vietnam y Kampuchea constituyó una preocupación primordial para China, por razones a la vez antiguas y modernas. La tradicional preocupación por un Vietnam independiente se había dejado de lado durante las décadas de 1960 y 1970, cuando la disensión chino-soviética había provocado una rivalidad entre China y la URSS. China ayudó al Vietcong para prevenir la influencia rusa, pero su amistad no fue duradera. La Revolución Cultural, despreciada por el Vietcong, disminuyó fuertemen· te la actividad exterior china, y la visita de Nixon a China y el posterior acercamiento chino-estadounidense produjeron un fuerte resentimiento en Vietnam. La victoria de Vietnam del Norte sobre Estados Unidos, la unificación del norte y el sur en 1975, el fuerte ejército del que disponía el nuevo país, su alianza en 1978 con la URSS (año en que también se convirtió en miembro pleno del COMECON), y la conquista de Kampuchea provocaron la hostilidad china. En particular, la invasión de Kampuchea por parte de Vietnam parecía suponer una amenaza a la hegemonía en Indochina, que China llevaba un milenio reivindicando, al tiempo que los vínculos entre Vietnam y la URSS denotaban una dependencia, ocasionada por el agotamiento de la guerra, la mala administración económica y una población en rápido aumento, que presagiaba una hegemonía rusa en Indochina, todavía más desagradable para los chinos que la hegemonía vietnamita o estadounidense. Había también otros dos factores irritantes: el conflicto territorial en el Mar de China Meridional y el trato que los chinos recibían en Vietnam. En Vietnam residían aproximadamente un millón de chinos, la mayoría en el sur. Estos hoa, como los denominaban, eran económicamente prósperos y, por tanto, impo··

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pulares. Su nacionalidad constituía motivo de discusión, y su lealtad, de duda. En 1977 muchos hoas, incluidos algunos del extremo sur, penetraron en China, en lo que los vietnamitas denominaron migración y los chinos expulsión. Tanto si fue fomentada en un primer momento por China como si no, esta marcha adquirió fuerza por sí misma, y se mantuvo durante dos años, tras los cuales remitió. Las antiguas disputas fueron avivadas por la creencia de que podría haber petróleo en aguas del golfo de Tonkín. Esta creencia aumentó la importancia del grupo de islas que tanto chinos como vietnamitas reclamaban para sí. En 1974 una fuerza china desalojó a las tropas vietnamitas estacionadas en las islas Paracel, mientras que Vietnam del Sur ocupaba las pequeñas y numerosas islas Spratly, inhabitadas y situadas más al sur. Ambos archipiélagos estaban situados dentro del límite de las doscientas millas reconocido por China y Vietnam. En 1988 la creciente armada china tomó posesión de parte de las islas Spratly, y en 1994, ha~ien­ do caso omiso de las protestas filipinas, el atolón Mischief, perteneciente al mismo archipiélago. Malaisia y Brunei también tenían reivindicaciones sobre la zona. Los múltiples problemas de China con Vietnam proporcionaron un poderoso aliado a Kampuchea. China protestó con dureza por la agresión vietnamita, y Deng Xiaoping, en una visita a Estados Unidos, amenazó. con dar una lección a Vietnam. La Unión Soviética se puso de parte de este país; vetó la condena por parte del Consejo de Seguridad y, cuando el ejército chino invadió el norte de Vietnam, envió a aguas vietnamitas una flotilla que incluía un buque con misiles. Pero la respuesta demostrativa de China a lo largo de la frontera con Vietnam, que causó graves daños pero también costó inesperadas bajas a los invasores, no impidió que las tropas vietnamitas barrieran Kampuchea, llegando incluso a la frontera con Tailandia. Para Hanoi resultó de mayor persuasión la carga que suponía el mantenimiento de 250.000 soldados en Kampuchea, la desaparición de la ayuda soviética, y la dificultad de restaurar relaciones con Estados Unidos mientras continuasen desaparecidos 230 soldados estadounidenses y Vietnam mantuviese la invasión de Kampuchea. En 1987, Vietnam había decidido salir de esta situación tan problemática y costosa. Anunció que sus tropas comenzarían la retirada inmediatamente y estarían completamente evacuadas para 1990. En 1989 abandonaron él país. Simultáneamente, comenzaron discusiones para un reemplazo. Sihanouk y Hun Sen se reunieron en diferentes ocasiones en Francia e Indonesia, apoyados por China (hasta cierto punto, ya que China no era completamente contraria a una guerra que agotase los recursos vietnamitas y minara la confianza en el gobierno). Pero ni Sihanouk ni Hun Sen podían establecer un régimen alternativo efectivo sin el Jemer Rojo, que tenía unas fuerzas armadas importantes, as( como ayuda china y, hasta cierto punto, estadounidense: Estados Unidos, como China, estaban dispuestos, cuando menos, a dar ánimos a cualquier enemigo de Vietnam, y habían estado presionando a Sihanouk desde comienzos de la década de 1980 para que hiciera causa común con el Jemer Rojo y Son Sann, anterior primer ministro durante la presidencia de Sihanouk y líder de la tercera fuerza antivietnamita. (Sihanouk y Son Sann dirigían cada uno unos diez mil hombres armados, y el Jemer Rojo, 30.000 como mínimo. El ejército de Hun Sen alcanzaba los 40.000 hombres aproximadamente, incluidos algunos vietnamitas que permanecían en Kampuchea o habían regresado a este país porque no tenían una perspectiva de mantener una vida aceptable en Vietnam.) Debido en parte a la presión de Australia, la idea de derrocar a Hun Sen fue sustituida por un intento de unir las principales facciones en un Consejo Supremo Nacional, en el que Hun Sen tendría seis representantes y cada uno de los tres gru·

pos de la oposición tendría dos representantes. Posteriormente, Sihanouk, que había sido designado presidente, insistió en convertirse en el decimotercer miembro del Consejo, lo que aumentaría a tres los representantes de su facción. Este obstáculo se solucionó con la propuesta de que Hun Sen fuera nombrado presidente adjunto con un escaño propio, que se sumaría a sus seis representantes. El plan preveía una vuelta gradual a la actividad política normal, tras dieciocho meses de supervisión y administración de la ONU; pero la desconfianza que Hun Sen sentía por Sihanouk y los chinos, que lo apoyaban, y su temor a la preponderancia del Jemer Rojo, hicieron que recurriera a evasivas, con la esperanza de obtener reconocimiento internacional para su régimen, sin necesidad de recurrir a la coalición. Se enviaron tropas de la ONU para establecer la base para las elecciones, preparando los registros electorales, convenciendo a los votantes de que el voto era seguro, organizando el regreso de los 250.000 refugiados en Tailandia, y haciendo que los diferentes partidos mantuvieran sus compromisos. La UNTAC (siglas en inglés de la Autoridad Transitoria de la ONU en Camboya} se convirtió prácticamente en un gobierno de transición para la mayor parte de Camboya y, por tanto, en una nueva forma de intervención de la ONU. Aunque en pequeño número (unas 20.000 personas) tuvo un éxito destacable en sus tareas, no pudo evitar que Sihanouk se retirase una vez más a Pekín ni que el Jemer Rojo, que ocupaba una décima parte del país y se mantenía vendiendo madera y piedras preciosas a través de corruptos empresarios y oficiales tailandeses, amenazara con trastocar y boicotear la elecciones. Pero éstas se celebraron como estaba previsto en 1993, en orden, y con una participación del 90%. En contra de lo esperado, el Partido Popular de Hun Sen obtuvo un 38% de los votos, y fue derrotado por su rival el Funcipet, dirigido por el hijo de Sihanouk, el príncipe Rannarith, que obtuvo el 45%. Sihanouk, consciente de la fuerza que aún representaba el Jemer Rojo, se esforzó por unir el Funcipet y el PPC, aunque tuviese que conceder a éste la misma proporción en el gobierno y el poder de bloquear el Parlamento. Nombrando primer ministro a su hijo, con Hun Sen como adjunto, reasumió el estilo principesco que había abandonado en 1955. Pero no se podía evitar que el Jemer Rojo conspirara, y a finales de año había producido suficiente caos como para provocar la desintegración del nuevo gobierno y la destrucción del trabajo realizado por la UNTAC, o al me~os de la mayor parte. Como en Angola, la ONU se basaba forzosamente en un mínimo de buena voluntad y buena fe, y cuando estas fallaron, se vio impotente. . Un aspecto persistente de las dificultades de Vietnam tras su victoria sobre Estados Unidos fue la corriente de refugiados que intentaban escapar de la miseria del país, gobernado por un régimen incompetente y severo, acompañado de un embargo estadounidense. Salían por mar, y muchos de ellos fueron atacados, saqueados, violados y asesinados en el camino. La mayoría procedía del norte del país, pero la pro· porción de refugiados procedentes del sur aumentó a lo largo de la década de 1980. Unos 57.000 llegaron a Hong Kong, donde fueron muy mal recibidos; se les detenía y confinaba en grandes campos, en condiciones insanas y degradantes. Excepto la quinta parte, fueron considerados refugiados económicos (una nueva expresión) por parte del gobierno colonial de la superpoblada isla, y no verdaderos refugiados políti· cos, cuya repatriación estaba prohibida por las leyes internacionales. En 1989, el gobierno de Hong Kong anunció un plan de retorno voluntario de estos refugiados, con un avión al mes, pero pocos deseaban regresar. A finales de año, 41 hombres, mujeres y niños fueron repatriados contra su voluntad, en una operación nocturna

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que ocasionó tal escándalo internacional que fue preciso abandonar el plan. Al año siguiente, los británicos, los vietnamitas y la Alta Comisaría de las Naciones Unidas para los Refugiados (HCR) alcanzaron un acuerdo de repatriación de los refugiados que «no se opusieran». El Reino Unido, aunque no renunció a su afirmación de que tenía derecho a la repatriación forzosa de los refugiados económicos, solicitó la ayuda de la HCR para persuadidos, y esperaba que muchos lo harían al descubrir que el trato que recibían en Hong Kong era tan malo como el que habrían podido sufrir en Vietnam, si no peor. El levantamiento del embargo estadounidense en 1993 dio un estímulo a la economía vietnamita que, aunque tarde y partiendo de una situación de postración, se lanzó a emular a otros «tigres» económicos asiáticos. Las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Vietnam fueron plenamente restauradas en 1995.

XVI

El sudeste asiático y laASEAN

El término sudeste asiático se utiliza para describir a los países que se encuentran entre la India, China, Australasia y las abiertas extensiones del océano Pacífico. Distintos por cuanto se refiere a raza, religión y riqueza, tenían con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial un rasgo que les era casi común: con la sola excepción de Tailandia, todos estaban dominados por. extranjeros. Los británicos, franceses, holandeses, estadounidenses y portugueses se habían extendido a lo largo de esta zona y apropiado de diversas partes de ella. Este estado de cosas se veía con desaprobación en la región y también disgustaba a los japoneses, cuyo Nuevo Orden se había ampliado para convertirse en el Proyecto de Ca-Prosperidad de la Gran Asia Oriental, bajo la dirección de un ministro especial en Tokio. Cuando la guerra llevó a los japoneses al sudeste asiático aparecieron como libertadores antiimperialistas y pro nacionalistas, con promesas de eliminar a los dominadores europeos, una operación que en aquellas circunstancias resultó ser asombrosamente fácil. Tres días después del ataque a Pearl Harbar, los japoneses hundieron los barcos de guerra británicos Prince of Wales y Repulse (10 de diciembre de 1941); Singapur cayó en febrero de 1942 y Corregidor en mayo; la dominación occidental concluyó. Fue sucedida por una muy breve fase japonesa en el transcurso de la cual los nuevos dueños y señores comprobaron, de la misma forma que Napoleón en Alemania, que el nacionalismo no es un ingrediente que pueda añadirse o· suprimirse a antojo. Algunos japoneses creían verdaderamente en el tema de la ca-prosperidad y deseaban ayudar a los pueblos del sudeste asiático, pero muchos eran simplemente nuevos imperialistas que se indispusieron muy pronto con los nacionalismos locales. Cuando la suerte de la guerra se volvió contra los japoneses, lo mismo hicieron los nacionalistas, disponiéndose a conseguir sus fines en parte por los servicios prestados a las antiguas potencias coloniales y en parte por su nt,1eva fuerza que no sería oprimida por unos europeos cansados ya de guerra. En Birmania y Filipinas el objetivo perseguido se consiguió con facilidad; en Indonesia menos fácilmente. En Malasia la independencia se retrasó por una insurrección que era más comunista que nacionalista. Indo-

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china estaba destinada a sufrir una larga guerra que adquirió proporciones internacionales y cuya solución planteó nuevos problemas internacionales en los estados de Vietnam, Laos y Camboya que surgieron como sucesores. En toda esta región, dejando aparte a Filipinas, la potencia predominante cuando terminó la guerra fue la británica, representada hasta 1946 por el comandante supre· mo del Mando de Asia Sudorienta!, lord Mountbatten. Los británicos esperaban recuperar sus anteriores posiciones en Birmania, Malasia, Singapur y otros territorios más pequeños, y reintegrar a los franceses, holandeses y portugueses en Indochina, Indonesia y Timor, respectivamente, y al rajá blanco en Sarawak. Las intenciones de los británicos, condicionados por las limitaciones que las circunstancias imponían en sus acciones, eran, junto con las ambiciones de los líderes nacionalistas respaldadas con armas, los factores principales de una situación de considerable incertidumbre e inseguridad.

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En Malaya, un conglomerado de principados y de pequeños territorios coloniales británicos, un Estado menos unitario aún que Birmania, Gran Bretaña no tenía una salida fácil. La base naval de la adyacente isla de Singapur (que era también una colonia británica} proporcionaba argumentos a favor de la permanencia que no existían en Birmania, y el poder de los chinos (una minoría acaudalada en Malaya y una mayoría en Singapur) hacía que muchos malayos mostrasen menos rencor hacia el dominio británico que temor hacia la población china local, cuyos líderes -que habían sustituido a los prósperos dirigentes prebélicos, comprometidos por su colaboración con los invasores japoneses- se habían aficionado a la selva y al comunismo. Entre los que se habían opuesto activamente a los japoneses, el grupo más numeroso había sido el de los chinos y muchos de ellos eran comunistas más que partidarios del Kuomintang, pero precisamente por el hecho de su diferenciación racial y doctrinal no podían pretender ser un movimiento como el AFPFL. Su tentativa de conseguir el poder fue de una naturaleza diferente. Un primer y prematuro intento fue reprimido por los británicos tras cierta vacilación. Gran Bretaña abordó entonces el prnblema racial y propuso una Unión malaya en la que la ciudadanía podría ser obtenida por toda persona que hubiera vivido diez años en el país. Los malayos se opusieron a es~e plan, cuya puesta en práctica hubiera significado que una gran parte de la población china hubiese podido acceder a la ciudadanía y, por tanto, al poder político. Inmediatamente después, los británicos propusieron como alternativa, en febrero de 1948, la creación de una Federación de Malasia en la que los poderes de los sultanes malayos eran mayores que en la Unión anteriormente propuesta y se restringían para los chinos las oportunidades de convertirse en ciudadanos. En ese año comenzó la insurrección comunista china y en junio se declaró el estado de emergencia que habría de durar doce años durante los cuales los insurgentes lograron desconcertar y detener a 50.000 soldados, 60.000 policías y una guardia nacional de 200.000 hombres. En 1950 el general sir Harold Briggs, director de Operaciones, se percató de que la clave de la situación radicaba en el silencioso apoyo que prestaba a los insurrectos -en gran medida por terror- la gran masa de la población, y por tanto elaboró planes para reunir y proteger al pueblo en nuevos asentamientos

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en los que estarían inmunes al chantaje y cesarían de suministrar alimentos a los sublevados. El general sir Gerald Templer, que llegó en calidad de gobernador en 1952 para suceder al asesinado sir Henry Gurney, continuó esta política y emprendió al mismo tiempo medidas políticas encaminadas a reconciliar a las comunidades mala· ya, china e india como preludio de la independencia. La Federación de Malasia alean· zó la independencia el 31 de agosto de 1957 con una Constitución que establecía una presidencia de carácter rotativo que ocuparían por turno los sultanes malayos. La Federación de Malasia concertó un acuerdo de defensa con Gran Bretaña pero no se convirtió en miembro de la SEATO y en 1962 se negó a permitir que el territorio de la Federación fuese utilizado por unidades británicas, cuya ayuda podría solicitar Tai· landia en caso de que el país se viera amenazado por parte de Laos. Singapur, con una población que era china en sus tres cuartas partes, pudo acceder a la independencia por el habitual procedimiento británico. Se constituyó un nuevo con· sejo legislativo éompuesto por una mayoría elegida y no oficial, junto a un consejo eje· cutivo designado. Esta maquinaria de gobierno evolucionó hasta crearse una asamblea legislativa y un consejo de ministros bajo la presidencia de un ministro jefe, la mayoría de cuyos colegas eran elegidos por la asamblea, conservando el gobernador ciertos pode· res que le estaban reservados. La independencia plena se alcanzó en 1959 si bien con la condición de que los británcos conservaran sus derechos sobre la base naval. El primer ministro, Lee Kuan Yew, estaba deseoso de establecer vínculos más estrechos con la Federación de Malasia pero, desde el momento en que la unión situaría a los chinos en una posición mayoritaria, los malayos eran re.acios y sólo estaban dispuestos a admitirla si la unión se extendía al mismo tiempo a otros territorios con menos población china. Estos territorios existían en Sarawak, Borneo del Norte y Brunei. En 1946 el rajá de Sarawak, sir Charles Brooke, cedió al gobierno británico el princi· pado que su familia había mantenido desde 1841 y en ese mismo año Gran Bretaña asu· mió en Borneo del Norte los derechos y responsabilidades que habían pertenecido antes de la guerra a la Compañía Británica de Borneo del Norte. Tanto Sarawak como Borneo del Norte pasaron a ser colonias de la Corona. Brunei, un tercer territorio situado a lo largo de la costa norte de la isla de Borneo {la mayor parte de la cual formaba parte de Indonesia), recuperó su condición de protectorado británico anterior a la guerra. En 1963, Sarawak y Borneo del Norte (hoy Sabah) junto con Malaya y Singapur se unieron a la Federación de Malasia y a Singapur para constituir la Federación de Malai· sia a pesar de las protestas de Filipinas, que reivindicaba derechos sobre Borneo del Norte, y de Indonesia, que consideraba el proyecto como un plan destinado a crear un Estado orientado hacia el Occidente y capaz de frenar y obstaculizar el crecimiento y las ambiciones indonesias. Brunei se negó a unirse en el último momento y una revuelta contra el sultán, que se suponía era favorable a la adhesión, hizo pensar al presidente indonesio Sukarno que la federación era impopular y podría ser destruida con poco costosas operaciones de guerrilla, perseverancia y propaganda, y así lo que restaba de Borneo podría añadirse a Indonesia. La consiguiente confrontación entre Indonesia y Malaisia obligó a esta última a recurrir a la ayuda militar británica y australiana y des· barató las intenciones de Gran Bretaña de abandonar la región una vez creada la nueva federación. La confrontación disminuyó de intensidad cuando Sukarno fue depuesto por su ejército en 1965-1966, pero Malaisia era una agrupación artificial cuyos compo· nentes se habían visto obligados a establecer una federación por razones externas y adventicias y partiendo del supuesto de que los territorios incorporados a Malasia no

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podían tener una existencia propia por separado. El mayor grupo étnico del Estado recientemente creado era el chino (43%), seguido del malayo (40%). En la península malaya, los malayos constituían el 50% de la población, y los chinos el 37%. Brunei había rechazado la suposición de que los territorios menores serían incapaces de mantenerse independientemente, y Singapur la rebatió posteriormente. Brunei, lo que quedaba de un imperio que en su día había llegado a las Filipinas, fabulosamente rico en proporción a su tamaño y población, y virtualmente una propiedad privada del sultán autocrático gobernante, obtuvo la autonomía de gobierno en 1971 y la completa independencia del Reino Unido en 1984, año en que se unió a la ONU, la Commonwealth y la ASEAN {véase más adelante). Singapur se había unido a Malaisia en un comienzo, pero se separó más tarde. Al Partido de Acción Popular (PAP), socialis· ta, se oponía, entre otros, la Asociación China Malaya, de tendencia conservadora, en el tema de si la política de Malaisia debía seguir una línea racial o de clase. Ambos partidos eran, como la isla, mayoritariamente chinos, pero el PAP quería que la política de la federación se organizara sobre las necesidades e intereses de las clases económi · cas. En Malasia, Tunku Abdul Rahman, un noble conservador malayo, dirigente de partido y primer ministro, se alarmó por las actitudes del PAP y de su dirigente Lee Kuan Yew; estaba dispuesto a asegurarse de que ningún singapurense de origen chino se convirtiera en primer ministro de la federación, y decidió expulsar a Singapur. Lee Kuan Yew, dudando de la viabilidad de Singapur como país independiente, no tenía deseos de secesionarse, pero las tensiones entre los dos territorios y entre los dos diri· gentes le convencieron de que resultaba imprescindible una separación anticipada y razonablemente amistosa. Sus dudas acerca de la prosperidad económica de la isla pronto se disiparon. Singapur desarrolló una economía mixta extraordinariamente próspera. Se produjo una fuerte afluencia de capital extranjero; el ingreso per cápita se triplicó en el decenio siguiente a la secesión, que tuvo lugar en 1965; y el PAP reco· gió los beneficios, al mantenerse en el poder durante una generación. Durante unos años, Singapur mantuvo difíciles relaciones con Indonesia, complicadas aún más por incidentes como la ejecución de dos soldados indonesios en Singapur, o la negativa a reconocer la conquista indonesia de Timor Oriental en 197 5 (ver nota al final de esta parte), pero la ASEAN contuvo los desacuerdos,_que finalmente disminuyeron. En Malaisia, constituida por Sarawak, Sabah y los estados malayos, pero sin Brunei ni Singapur, el principal problema político lo constituía, dentro de la península malaya, las relaciones entre los malayos rurales, numéricamente superiores, y los chi· nos, urbanos y económicamente predominantes. Las elecciones de 1969 resultaron tumultuosas, y fue necesario recurrir al ejército para restaurar el orden. El primer ministro, Tunku Abdul Rahman, dimitió tras este revés contra las esperanzas de man· tener una comunidad pacífica. Le sucedió Tun Abdul Razak que recogió los frutos de un progreso económico que aportó beneficios a los malayos sin necesidad de redistribuir las riquezas a costa de los chinos. Aunque el Segundo Plan de Desarrollo (1971197 5) tuvo un comienzo titubeante, y se vio temporalmente trastornado por las crisis internacional del petróleo de 1973-1974, la diversificada economía de Malaisia soportó con éxito las sacudidas de mediados de la década de 1970. Políticamente, se consiguió evitar el riesgo de conflicto racial. Tun Abdul Razak comenzó por revitali· zar la Organización Unificada Nacional Malaya (UMNO) que había sido creada en 1946 como base del nacionalismo malayo contra los británicos y reafirmación contra los chinos de Malasia. Posteriormente, reconcilió las facciones existentes en el seno

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de la UMNO y consiguió la unión con la Asociación de Chinos Malayos {la ACM, fundada en 1949) y el Congreso Indio Malayo (fundado en 1954). A comienzos de la década de 1970, todos los partidos importantes de Malaisia estaban asociados en una Alianza multicornunal en la que la UMNO constituía el principal componente. En Asuntos Exteriores, Tun Razk modificó la tendencia occidentalista de Malaisia hacia la no alineación. Visitó la URSS y China y, tras 1975, fomentó la admisión de Vietnam en la ASEAN, pero murió en 1976. Su sucesor, Dato Hussein Onn, que fue primer ministro hasta 1981, se enfrentó a la desaceleración económica, a nuevas amenazas derivadas del nacionalismo malayo (y de activistas musulmanes), a acusaciones de corrupción y a temores, no cumplidos, de secesión de Sabah; pero la recuperación económica permitió que su Frente Nacional, compuesto por diez partidos, obtuviera una aceptable victoria en las elecciones de 1978. Su sucesor, y primer ministro adjun· to, Muhammad Matathir, fue un político más controvertido, que se había hecho notar criticando a Tunku Abdul Rahman y que posteriormente adoptó una postura drástica contr:¡i lo que consideraba innecesaria deferencia hacia los intereses británicos. Tras convertirse en primer ministro, la suerte política de Matathir fue irTegular. Su situación se vio complicada por rumores de escándalos financieros, a pesar de lo cual obtuvo inesperadas victorias en las elecciones generales y de los diferentes estados celebradas en 1986. Al año siguiente, perdió la presidencia de la UMNO y en 1988 el Tribunal Supremo declaró ilegal a la UMNO por infracciones del procedimiento, pero Matathir sorteó esta sentencia perjudicial declarando la guerra al sistema judicial. El presidente del Supremo fue suspendido y posteriormente destituido; otros cinco jueces fueron suspendidos, y dos de ellos destituidos; aun así, el Tribunal mantuvo su sentencia. En política, Matathir tenía la oposición de dos de sus anteriores colegas: Tungku Razaleigh Hamzah y Datuk Musa Hitam. Este último aceptó una designación como embajador en 1989, y en las elecciones generales de 1990 Matathir derrotó a Razaleigh. En los años siguientes, un crecimiento económico fuerte y continuado (8% anual) mantuvo a Matathir como dirigente máximo de la OMNU. En las elecciones.de 1995 persistía todavía cierta oposición en Sabah y el PAS musulmán mantenía su· posición preponderante en Kelantan, al norte. Pero el principal partido de la oposición, el Partido de Acción Democrática, sufrió una fuerte d.errota en su bastión de Penang. Más allá de las posesiones británicas en Birmania, Malasia y Singapur, se extendía hacia el sur el imperio holandés en Indonesia, y hacia el este el imperio francés en Indochina. Cuando los británicos volvieron al sudeste asiático tras la derrota de los japoneses, sus actuaciones estuvieron dominadas consciente o inconscientemente por su decisión de abandonar la India. El sudeste asiático {quizá con la excepción de Singapur) era para Gran Bretaña un territorio anejo a la India y resultaba difícil concebir que los británicos pudieran desarrollar por mucho tiempo una política en el sudeste de Asia que estuviese claramente en contradicción con el rumbo que habían decidido tomar en la India. Ninguna consideración de este tipo afectaba a los holandeses ni a los franceses, cuya situación en Indonesia e Indochina respectivamente no estaba condicionada por su situación en otros lugares de Asia. Para ellos la cuestión que se planteaba era la cuestión básica a la que los británicos habían tenido que enfrentarse en la India, es decir, la de si era preferible marcharse o quedarse, y no la cuestión secundaria a la que hubieron de hacer frente los británicos en Birmania, esto es, la de si debían permanecer a pesar de su abandono de la India; pero puesto que los factores que afectaban a los ingleses en la India eran absolutamente diferentes que los que afectaban a los holandeses y france-

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ses más al este, la primera respuesta de estos últimos fue también diferente. Los holan· deses y franceses propusieron volver más o menos a su situación anterior a la guerra y dirigieron su mirada hacia sus aliados británicos en busca de ayuda. En 1945 por lo general se presuponía -o se temía- el regreso de los holandeses a Indonesia, pero por razones de naturaleza puramente práctica el comandante supremo británico no pudo emprender una actividad muy extensa y lo que hizo fue tratar directamente con el líder nacionalista Sukarno en la isla clave de Java. Fuerzas neerlandesas desembarcaron en el archipiélago para oc.upar el lugar de la simbólica ocupación británica pero se encontraron con la oposición de un movimiento relativamente bien orga· nizado y pertrechado, dirigido por líderes experimentados y de talento, cuyos contactos exteriores y viajes al extranjero les habían permitido adentrarse en el conocimiento de otras fuerzas mayores que dificultaban la continuación del dominio europeo en Asia. En esta situación, los británicos trataron de mediar y por el acuerdo de Linggadjati de noviembre de 1946 los neerlandeses reconocieron la autoridad de facto de la autoproclamaqa República Indonesia de Java, Sumatra y Madura, y se avinieron a evacuar sus fuerzas de estas áreas, una unión entre l9s Países Bajos !! Indonesia debía crearse a comienzos de 1949. Pero este curioso y molesto proyecto no logró satisfacer a nadie y, entre recelos y disputas, la situación degeneró en caos. En julio de 194 7, los holandeses recurrieron a la fuerza en lo que vino a llamarse la primera «operación de limpieza». En enero de 1948 se consiguió una tregua en virtud del tratado de Renville pero los combates pronto se reprodujeron, la situación fue examinada por el Consejo de Seguridad y, tras una segunda «operación de limpieza» en el mes de diciembre, los holandeses, a los que estorbaba considerablemente el anticolonialismo de Estados Unidos y de sus representantes en Indonesia, se vieron forzados por las presiones internacionales a transigir. La independencia fue concedida en 1949, siempre, sin embargo, que la nueva República Indonesia aceptara una unión imprecisa con los Países Bajos (abolida uni· lateralmente por Indonesia en 1956), y que aceptara también la exclusión de lrian Occidental {Nueva Guinea), así como una Constitución federal de siete estados convertida en un Estado unitario un año después, aunque no sin lucha e~porádica y ~alo­ gradas secesiones del control central por parte de Java. Bajo influencia de Nehm la República Indonesia, de la que Sukarno se convirtió en presidente, adoptó una postura no alineada en asuntos internacionales y aumentó su prestigio al celebrarse en 1955 de la primera conferencia de estados no alineados en Bandung. En el sur de Asia, la con· ferencia de Bandung se vio como una réplica al Tratado de Manila, celebrado el año anterior, por el que Estados Unidos parecía planear la extensión de la guerra fría a Asia y el Pacífico. La comparecencia de Zhou Enlai en la conferencia de Bandung ayudó a Indonesia a establecer buenas relaciones con China y le dio a su neutralidad un sesgo más comunista que occidental. La Indonesia ideal incluía Malasia, Singapur, Borneo del Norte y Nueva Guinea. De manera más práctica, incluyó todas las Indias Orientales Holandesas. Irian Occidental caía dentro de esta categoría, pero la otra mitad de Nueva Guinea pertenecía a Australia, bien como parte de la Commonwealth Australiana, bien como un protectorado administrado por Australia. El temor a la extensión del poder indonesio y las peticiones de los habitantes de Nueva Guinea hicieron que Australia apoyara la permanencia de este territorio en manos holandesas, pero la lógica de los acontecimientos y la gran distancia desde la metrópoli hicieron que los holandeses abandonaran en 1962 el último reducro que habían conservado con la excusa de que los habitantes no

eran indonesios y probablemente no obtendrían un trato justo por parte de Indonesia. La prolongación de este problema trece años después de la independencia mantuvo activo el espíritu nacionalista y fortaleció la posición de Sukarno, el nacionalista más elocuente y popular del país, a pesar del gradual desmoronamiento de la democracia parlamentaria y de la recesión económica (agravada por la expulsión de los holande· ses y la nacionalización de sus empresas). En 1959, Sukarno, apoyado por el ejército y el Partido Comunista (PKI), transformó el Estado en lo que él denominó Democracia Guiada, un eufemismo para designar su dictadura personal y una actuación brillante en la que sin embargo se le fue la mano. Su determinación de conseguir el lrian Occi· dental le llevó a estrechar relaciones con la URSS y China, y le granjeó, por tanto, la desconfianza de Estados Unidos, que lo consideraba un medio a través del que las fuerzas comunistas podrían obtener el control del mayor Estado del sudeste de Asia. El PKI apoyó a Sukarno en su mayor empresa exterior, la oposición a la creación de la fede·· ración de Malaisia, fuertemente anticomunista, que para Sukarno constituía un meca· nismo para mantener la influencia colonial británica. Sukarno respaldó la revuelta de Brunei en 1962 contra la unión con Malaisia (una revuelta sofocada por los ingleses en pocos días), y mantuvo una confrontación con Malaisia mediante operaciones en sus fronteras y protestas ante la ONU y otros foros internacionales, desde la creación de la federación, en 1963, hasta el final de su gobierno. Indonesia era, debido a su tamaño (más de 13.600 islas) y su riqueza potencial, una potencia diferente a los demás estados del sudeste de Asia. Podía bien convertirse en un freno a la expansión china o bien en un complemento. El PKI, a las órdenes de K. N. Aidit, era una de las organizaciones comunistas más efectivas del mundo, y era prochino. Se produjo, por tanto, una constante especulación sobre el equilibro entre los comunistas {que en 1948 habían fracasado en su intento de monopolizar el poder mediante un golpe de Estado en Madiun, Java) y el ejército, y sobre el probable resul· tado de una lucha entre ambos cuando Sukarno, un hombre de salud frágil, muriera. En septiembre de 1965, la falsa noticia de su muerte se convirtió en señal para la intentona comunista. Seis generales fueron cruelmente mutilados y asesinados, pero otros consiguieron escapar y el golpe fracasó. En un contragolpe, presumiblemente con ayuda estadounidense, fueron asesinados aproximadamente medio millón de comunistas (incluido Aidit), o presuntos comunistas, y el ejército estableció su control sobre Sukarno y sobre el país. Bung Kamo, o el hermano Kamo, el creador de Indonesia, fue gradualmente despojado de sus poderes: dimitió en 1967 y murió en 1970. Su sucesor, T. N. J. Suharto, general hijo de campesino, era un hábil manipulador político que convirtió Indonesia en una economía centralizada dirigida por él mismo y por su amplia y fuertemente enriquecida familia. Suharto fue elegido presidente por seis mandatos, hasta 1998. Encarceló a un buen número de sus opositories o supuestos opositores {que posteriormente fueron trasladados a una isla cercana) pero la economía nacional prosperó apoyada por Estados Unidos y Japón. Aunque los beneficios derivados de la exportación de caucho disminuyeron, el petróleo indonesio y su envidiable variedad de minerales compensaron con creces la balanza. En las décadas de 1970 y 1980 la economía creció a una media del 7-10% anual. Este crecimiento se vio frenado a finales de la década de 1980 por los ingresos descendentes derivados del petróleo y el incremento del coste de las importaciones de Japón y de la deuda con este país, lo que produjo una devaluación de la moneda. En 1989, Indo· nesia reanudó las relaciones formales con China, tras un paréntesis de veinticuatro

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años, y Suharto visitó Moscú tras un período igualmente largo de contactos fríos y distantes. El mismo año vio el comienzo de la violencia secesionista por parte de los fundamentalistas musulmanes del norte de Sumatra. Tailandia tuvo la experiencia única de escapar a la conquista europea que afectó al resto del sudeste asiático. Quedó en medio, a modo de zona colchón, entre los británicos, que avanzaban desde la India hacia el interior de Birmania, y los franceses, que desde Annam y Tonkín avanzaban adentrándose en Laos y Camboya. A diferencia de Birmania, de Laos y de Vietnam, Tailandia no compartía ninguna frontera con China y había logrado la asimilación de una parte sustancial de su población china que ascendía a cuatro millones (el 12% de la población total), pero participaba de la aprensión general de todo el sudeste asiático relativa al resurgimiento del poderío chino y acogió favorablemente el establecimiento de una alianza con Estados Unidos como medida de seguridad. Se convirtió en el único miembro de la Seato que era verdaderamente asiático (Filipinas y aún más Pakistán no eran sino miembros periféricos eje una alianza denominada del sudeste asiático). De 1938 a 1973, Tailandia fue gobernada por una sucesión de hombres fuertes -los mariscales Pibul Songgram, Thanarat Sarit y Thanom Kittikachorn- con un intervalo de gobierno civil (1944-1946) dirigido como primer ministro por Nai Pridi Panomjong, el cual, al ser derrotado por Pibul Songgram, se retiró a China y allí resucitó su mov'imiento 111a.i Libre de los tiempos de la guerra, que en esta ocasión no consiguió gran cosa. Rica en caucho, estaño, madera de teca y arroz, Tailandia necesitaba menos ayuda extranjera que la mayoría de sus vecinos pero las guerras en las que se vio implicada en el este supusieron muchos gastos. Amenazada en 1962 por unidades comunistas en su frontera con Laos, le fue ofrecida la ayuda de tropas estadounidenses que Tailandia aceptó. Dos años más tarde permitió el establecimiento de bases aéreas estadounidenses para su utilización en la guerra de Vietnam, y esta ayuda -ahora en sentido inverso puesto que era Tailandia quien se la ofrecía a Estados Unidos- se amplió gradualmente a seis importantes bases con capacidad para albergar a 50.000 soldados. En los años setenta, el esfuerzo bélico y la conciencia de que los estadounidenses estaban perdiendo la guerra, favoreció el descontento que se vio acentuado por la corrupción generalizada, la ineficacia y la vacilante política del gobierno militar. La alianza con Estados Unidos y la consiguiente implicación en Vietnam eran cada vez más criticados y, tras los disturbios de 1973, se restauró el gobierno civil. Este cambio significó una inversión parcial de la política exterior así como un deseo de sane~r la vida pública, corrompida por el gobierno oligárquico y la inflación y los vicios que la presencia militar extranjera trajo consigo. En ese mismo año de 1973 comenzaron su evacuación las tropas estadounidenses, pero otro producto de la guerra siguió presente en forma de Frente Patriótico que, con cierto apoyo chino, había mantenido durante diez años grupos de guerrilla compuestos por unos cuantos miles de guerrilleros reclutados entre los pueblos Meo, que en total sumaban unos 300.000 y que vivían a caballo entre ambos lados de la frontera tailandesa-laosiana. En 1976, un régimen civil cada vez más desorientado fue nuevamente sustituido por otro militar bajo una fachada cívi· co-militar, y cuya principal preocupación era la llegada del poderío vietnamita a las fronteras de Tailandia. La conquista de Kampuchea (Camboya), que durante mucho tiempo había supuesto un Estado colchón para Tailandia, por parte de Vietnam, arrojó a cientos de refugiados hacia la zona oriental de Tailandia y forzó a este país a buscar ayuda para con-

trarrestar la expansión vietnamita y restaurar la independencia de Kampuchea. Los amigos y aliados de Tailandia en el sudeste de Asia, menos implicados, y vinculados directamente a una alianza no militar (ver más adelante), no aportaron el tipo de ayuda requerido por Tailandia, que pidió el apoyo de China y de Estados Unidos. Ambas potencias aportaron armamento, la última {mediante acuerdo alcanzado en 1987) en grandes cantidades y con la condición de que estas armas debían estar disponibles para ser utilizadas también por Estados Unidos. Con un crecimiento económico del 10-12 % anual, creciente inversión y producción industrial, así como turismo en aumento y una balanza de pagos equilibrada, Tailandia prosperaba, aunque no podía rivalizar con la explosión económica de Hong Kong o Taiwan. En un marco monárquico, el país estaba gobernado por una asociación mutuamente beneficiosa entre el ejército y la comunidad empresarial, dirigido por los generales, pero marginalmente limitados por una Constitución parlamentaria y los poderes residuales, además del considerable prestigio, de la monarquía. En 1988 el general Prem Tinsulanonda cedió el puesto, a la edad de ochenta y dos años, al general Chatichai Choonhaven, pero cuatro años más tarde la elección, sin aprobación parlamentaria, del general Suchin· da Kraprayoon como próximo primer ministro, dio lugar a levantamientos, dirigidos por el ex general Chamlon Srimuang, de tal magnitud que obligaron al rey Bhumipol a intervenir, dar la espalda al ejército y designar un primer ministro civil. Además de las luchas entre los generales, el régimen estuvo marcado por una llamativa especulación y, principalmente en el oeste y en el sur, por disturbios provocados por los insurgentes musulmanes o comunistas, u organizados por los traficantes de opio. Las Filipinas (unas 700 islas), invadidas por los japoneses durante la guerra, fueron recuperadas por Estados Unidos en 1945, y al año siguiente se les concedió la independencia. Los términos de la transferencia de soberanía incluían el arrendamiento de bases a Estados Unidos por un período de noventa y nueve años, que en 1966 se redujo a veinticinco años desde esa fecha. El problema central al que se enfrentaba el nuevo gobierno era el de la autoridad. El país se había convertido en una tierra sin ley en que diferentes grupos, comprendida la policía, obraban por cuenta propia tomándose la justicia por su mano. La violencia era endémica y al llegar a estar cerca un período de elecciones se producía inevitablemente una escalada. Entre las distin· tas fuerzas del Estado sobresalían los llamados Hukbalahaps, que en su origen habían constituido guerrillas antijaponesas apoyadas durante la guerra por los estadouniden· ses, pero que, finalizada la contienda, ya no eran necesarios y lo que es peor: su dirigente, Luis Taruc, se autoproclamaba comunista. Se rindió en 1974 pern su movimiento continuó existiendo en el norte con cierto apoyo de la poblaeión local. También en el sur hubo disidencias, en este caso porque una arraigada mayoría musulmana tomó conciencia de que estaba convirtiéndose en una minoría, y hubo asimismo desórdenes en la capital, Manila, donde el fausto florecía junto a los escombros de la guerra. En 1962, el presidente Diosdado Macapagal recuperó la antigua reclamación filipina de Sabah (Norte de Borneo), situado en uno de los extremos del mar Sulu, rodea· do por islas filipinas. Rompió relaciones con Malasia y se negó a reconocer al nuevo Estado de Malaisia, del que Sabah había aceptado formar parte. Pero este asunto cayó en el olvido con su sucesor, Ferdinand Marcos (presidente entre 1966 y 1986), quien, aunque elegido como reformador, se ocupó en mantener su poder más allá del mandato constitucional y conseguir un fabuloso enriquecimiento, para sí y para su fami-

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lia. La imposición de la ley marcial en 1972, seguida de un plebiscito en 1973, le permitieron mantenerse en el puesto. La ley marcial fue levantada en 1981 y Marcos ganó las elecciones celebradas ese mismo año, lo cual no constituyó una sorpresa. Su gobierno fue tiránico, y su esposa, que se convirtió también en un personaje político, no era mejor. En 198J, Benigno Aquino, el opositor más eminente (que había sido encarcelado en 1973 para evitar que ganara las elecciones y liberado en 1979 para que pudiera recibir tratamiento médico en Estados Unidos), murió, nada más bajar del avión que lo llevaba de regreso a su país, por los disparos efectuados por un asesino a sueldo que recibió también una mue.rte inmediata. La investigación posterior señaló hacia un grupo que incluía un miembro del Estado Mayor del Ejército; el general Fabian Ver, y a otros dos generales, pero fueron oficialmente exonerados. Con unas elecciones previstas para 1986, y un malestar general que se acercaba a la guerra civil, los estadounidenses se vieron forzados a preguntarse si Marcos no sería un activo rápi· damente amortizable, pero cuanto más vulnerable se volvía, más atrapados se encontraban entre él y lo que les parecía menos aceptable, la alternativa izquierdista cada vez más fuerte. Tras perder Vietnam con su base de Camranh Bay a favor de los aliados de Moscú, temían que las Filipinas, con sus bases todavía más importantes, siguie· ran el mismo camino. Apoyaron a Marcos hasta que fue insostenible y entonces cam· biaron su apoyo a la viuda de Aquino, Corazón, quien· se enfrentó a Marcos por la presidencia y lo obligó a levantar el campamento (y a los estadounidenses a cambiar de bando), tras haber sido reelegido, con gigantescas manifestaciones pacíficas y unas cuantas deserciones a su favor. Marcos murió en Estados Unidos en 1989. Corazón Aquino, a pesar de haber sido elegida por aclamación popular, también dependía del ejército, personificado por Juan Ponce Enrile y Fidel Ramos. El vicepresidente, Salvador Laurel, había sido su rival en la lucha por la presidencia. Here· dó una insurrección de veintiún años en el sur, una deuda externa de 25.000 millones de dólares, un pago de deuda que absorbía la tercera parte de los beneficios externos, una producción interna en declive, y un acuerdo con el FMI que estaba a punto de ser anulado por falta de cumplimiento de las condiciones. Negoció un nuevo acuerdo, pero la recuperación fue lenta. En las provincias insurgentes persistió el conflicto, y pronto aparecieron las discordias en el gobierno, particularmente desde los oficiales del ejército que criticaban su incapacidad de reprimir al NPA y al Fren· te Moro. Obligada a destituir a Enrile, se vio cada vez más dependiente de Ramos; el vicepresidente Laurel se puso de parte de Enrile en las elecciones locales de 1987. Las revueltas advirtieron a Aquino de su precario control, le impidieron embarcarse en una reforma agraria muy necesaria, y aumentaron su dependencia del apoyo de Esta· dos Unidos. A pesar de haber apoyado con anterioridad a aquellos que exigían el cierre de las bases estadounidenses, respetó el acuerdo y permitió su presencia hasta 1991, al tiempo que obtenía de Washington un compromiso de revisión quinquenal, una forma de revisar la renta. Firmó con Reagan un acuerdo por el cual los dos presi • dentes se comprometían a hacer lo posible por asegurar el pago de 962 millones de dólares cada dos años, pero el Congreso de Estados Unidos sólo aprobó 365 millones de dólares anuales. Cualquier permanencia de las bases más allá de 1991 necesitaría el voto de dos tercios del Senado filipino y probablemente un plebiscito. La capad· dad de negociación de las Filipinas era considerable, ya que las bases sólo serían completamente reemplazables a un coste increíble, y su evacuación significaría para Estados Unidos una drástica revisión estratégica. El Senado filipino rechazó un nuevo

tratado previo en 1991, a pesar del considerable sacrificio en puestos de trabajo e ingresos, en una época de severa pobreza. La presidenta Aquino, tras protestar ini · cialmente por la resolución del Senado, exigió la retirada de los estadounidenses en un plazo de tres años. En 199 2, Aquino fue sucedida por Ramos, que realizó un gobier· no más coherente y dirigió una economía ligeramente más próspera. Excepto Indochina, los países del sudeste asiático crearon en 1967 la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN). Los primeros miembros de esta asociación fueron Indonesia, Malaisia, Singapur, Tailandia y las Filipinas. En 1984 se sumó Brunei. Sus objetivos eran: combatir la pobreza, la enfermedad y otros males sociales; mejorar su peso económico y comercial en el mundo; asegurar su independencia mediante la reducción de las fuentes de conflicto interno y de la tentación de países ajenos a inmiscuirse en sus asuntos; y mantener alejadas a las potencias extran· jeras. No había un plan de unión militar, ni siquiera de maniobras militares en común. Era una asociación de mutua ayuda económica y social, aunque no sin la secreta espe· ranza de impedir que la potencial capacidad de Indonesia intimidara la región. La ASEAN no constituyó el primer intento de cooperación tras la guerra. En 1961, Tailandia, Malasia y las Filipinas formaron la Asociación del Sudeste Asiático, que se desintegró debido a la reclamación que las dos últimas planteaban sobre el Sabah. En 1963, Malasia y Filipinas, junto con Indonesia, proyectaron otra asociación tripartita que no llegó a crearse. Dos fueron los obstáculos principales: las tensiones derivadas de la creación (en 1963) de Malaisia, y la actitud pro comunista de Sukamo en Indonesia, que era con mucho el país más grande, rico y poblado de la región. La destitución de Sukamo por parte del ejército indonesio fue una condición necesaria para la creación de una asociación del Sudeste asiático, como también lo era el deseo de Indonesia de colaborar. Los sucesores de Sukarno estaban dispuestos a ello. El enfrentamiento entre Indonesia y Malaisia (ver más arriba) se desvaneció, y la disputa entre Malasia y las Filipinas, aunque produjo una ruptura diplomática, también desapareció cuando Sabah votó a favor de su unión con Malaisia en 1967: el presidente Marcos visitó Kuala Lumpur un año después de su toma de posesión. Las relaciones se complicaron de nuevo ese mismo año, por la misteriosa masacre de soldados musulmanes en Corregidor (posiblemente a manos de sus propios oficiales) y por un resurgimiento de la reivindicación del Sabah por parte de Filipinas, pero Marcos congeló dicha reivindicación, ya que, aunque no deseaba dar el impopular paso de renun· ciar al territorio, lo consideraba menos importante que la solidaridad de la zona. La presidenta Aquino realizó posteriormente una renuncia formal. La evacuación británica del sudeste de Asia y la guerra de Estados Unidos en Vietnam puso a prueba esta solidaridad. El anuncio, en 1968, de una inminente retirada británica de Malasia y Singapur movió a estos dos países a firmar con Australia, Nueva Zelanda y Reino Unido un nuevo acuerdo (al que más tarde se uniría Brunei) para reemplazar al acuerdo de defensa anglo-malayo existente, y en el mismo año a unirse a sus socios de la ASEAN en la propuesta de que el sudeste de Asia fuera declarado zona de paz, libertad y neutralidad. Aunque estos dos pasos resultaban incongruentes entre sí, la incongruencia era el precio pagado por la transición de un mundo colonial a un nuevo sistema de cooperación regional que asegurase la independencia nacional. La guerra estadounidense en Vietnam constituyó una afrenta a dicha independencia, pero tras la ofensiva de Tet, a comienzos de 1968, Estados Unidos comen· zó a planear la retirada, que finalmente se consiguió con los tratados firmados en París

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en 1973. Para los estados que componen la ASEAN, la secuela más preocupante del fracaso estadounidense en Vietnam fue el reacercamiento de Nixon a China y la posi· bilidad que se le dio a China de ejercer en el sudeste de Asia el papel preponderante abandonado por Estados Unidos, con el problema añadido de decidir quién constituía el principal enemigo, si la China comunista o el Vietnam comunista. La amenaza vietnamita se hizo más acuciante con la invasión y dominación de Kampuchea por parte de ese país. Los miembros de la ASEAN est:;iban divididos. En 1970, Malaisia y Singapur habían votado, en la ONU, a favor de otorgar el escaño chino del Consejo de Seguridad al régimen comunista de Pekín, Filipinas había votado en contra, e Indonesia y Tailandia se habían abstenido. La mayoría de los miembros de la ASEAN habían esperado añadir Vietnam a su asociación, a pesar de su régimen comunista, pero, al invadir Kampuchea, Vietnam había quebrantado uno de los principios básicos de la ASEAN: respeto por la soberanía e independencia nacionales. El tratado de Vietnam con. la URSS fue también un punto en contra, ya que otro de los principios de la ASEAN era mantener alejadas las grandes potencias. _El dilema fue más complicado para Tailandia, que deseaba actuar en unión con sus socios de la ASEAN pero se veía más amenazado por el expansionismo vietnamita en Kampuchea que los demás países, y era al mismo tiempo consciente de que la ASEAN 'no tenía poder militar para oponerse a la agresión de Vietnam, mientras que China sí lo tenía. Militarmente, los opositores de Vietnam eran el Jemer Rojo y China. Para otros miembros de la ASEAN, en particular Indonesia, China constituía la principal amenaza a largo plazo, y la incursión china en el norte de Vietnam en 1979 parecía un augurio siniestro. En tales circunstancias, la supervivencia de la ASEAN fue un tributo a la capacidad política de sus líderes y a la percepción de su valor, pero las tensiones internas no se solucionaron hasta la retirada vietnamita de Kampuchea y la retirada rusa de Vietnam a finales de la década. En 1989, los aliados se sobresaltaron por la noticia de que Singapur estaba negociando con Estados Unidos el derecho a establecer bases militare's, quebrantando así el compromiso de la ASEAN de mantenerse como zona de paz. Pero se les aseguró que dicha base sólo se emplearía para reparaciones y mantenimiento. Tras un cuarto de siglo de cooperación, la ASEAN decidió ampliar su alcance y su tamaño. En 1993, las conversaciones periódicas sobre segµridad se convirtieron en un Foro Regional de la ASEAN, que incluía quince países y la Unión Europea. En asuntos económicos, el surgimiento, por iniciativa australiana, de la APEC (Cooperación Económica en Asia-Pacífico) auguró una organización regional más amplia que podría eclipsar a la ASEAN o incluirla en una nueva área de libre comercio más amplia.

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VII

Afganistán

La identidad del moderno Estado de Afganistán comenzó a perfilarse con Ahmed Sha en el siglo XVIII, tras el asesinato de Nadir, sha de Irán, cuyo imperio se había extendido sobre pathanos, turcomanos, uzbekos y hazaras (descendientes de los mongoles) que vivían entre los desiertos de Irán oriental y lo que iba a ser la frontera noroccidental de los británicos en la India. En el siglo XIX, Gran Bretaña, tras derrotar a los sijs, extendió su dominio hacia el oeste y hubo de enfrentarse con Amir Abdur Rahman de Afganistán, que, habiendo consolidado su posición después de un período de conflictos, estaba ampliando su influencia en dirección contraria. En 1983 se trazó la Línea Durand, que atravesaba el Pathanistán y que debía su nombre al del ministro de Asuntos Exteriores de la India, pero la naturaleza de esta línea no estaba definida con precisión y gobiernos afganos sucesivos negaron que fuera alguna vez concebida como una frontera internacional. Entre ocho y nueve millones de pathanos de habla pashto viven a uno y otro lado de la frontera afgano-paquistaní. En vísperas de la independencia de Pakistán en 1947 y después de ella, Afganistán trató de persuadir primero a Gran Bretaña y más tarde a Pakistán para que aceptasen la creación de un Estado independiente de Pathan o Pashto, que, sin embargo, no hubiera incluido a los pathanos que vivían en Afganistán (que se suponía no deseaban ningún cambio) y que ab:;ircaría desde Chitral en el noroeste de Cachemira hacia abajo hasta Sind, pudiendo incluir partes de Beluchistán y Sind e incluso Karachi. Pakistán rechazó la idea. A lo largo de algunos años hubo luchas fronterizas -asociadas en particular con el faquir de Ipi, un persistente clavo en la carne paquistaní- y una serie de protestas y agitación diplomáticas. Pakistán aceptó un ofrecimiento de mediación por parte del sha de Irán en 1950, pero nunca se llevó a la práctica. Poco después, la disputa perdió fuerza, pero continuó afectando a las relaciones entre Afganistán y Pakistán y constituyó, junto con la tradición de buenas relaciones con la URSS del primero de estos países, un factor de peso para que Afganistán se mantuviera al margen de las negociaciones del Pacto de Bagdad, alentado por Occidente. Desde 1953, fecha en que se convirtió en el primer receptor no comunista de ayuda soviética, Afganistán fue orientándose hacia la esfera de influencia rusa, pero su dependencia con respecto a la URSS siguió siendo discreta durante veinticinco años. Afgar\istán se mantuvo alejado del mapa intemacional.

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El moderno Afganistán ha sido gobernado por los pathanos del sudeste con la reacia aquiescencia de las otras razas, entre las cuales la más importante era la de los nor· teños que, aunque prontos a estigmatizar a los pathanos tachándolos de holgazanes, encontraban en la relativa riqueza de sus propias tierras y rebaños una compensación por su desproporcionada escasa influencia política. Afganistán era un país con pocos recursos naturales y un sistema fiscal medieval. Al negarse el Parlamento a imponer más que pequeñísimos impuestos sobre la tierra, la hacienda pública se nutría de dere· chos de aduana que eran necesariamente reducidos. El contrabando era una importante actividad económica. Mahammad Zahir Sha, que ascendió al trono en 1935, estaba bien dispuesto a realizar un modesto progreso pero se tropezaba con la actitud obstruccionista de un Parlamento al que -en contraste con su vecino, el sha de lránno tenía suficiente energía para disolver o manipular. Fue derrocado en 197J cuando, mientras realizaba una visita a Europa, se abolió la monarquía y se proclamó la repÚ· blica bajo la presidencia de uno de sus parientes, Mohammad Daud Kan. Durante los años sesenta, la ayuda extranjera (rusa, pero también china y francesa) se empleó fundamentalmente para la construcción de carreteras. Parte de esta actividad, particularmente la carretera y los túneles contruidos por ingenieros soviéticos desde Mazari-Sharif, cerca de la frontera con la URSS, sobre el Hind Kush hasta Kabul, tenía un evidente significado estratégico, que alarmaba sobre todo a Pakistán. Mohammad Daud había sido ayudado a acceder al poder en 1973 por una sección del Partido Demócratico Popular, más o menos comunista, que había sido fundado en 1965 y casi inmediatamente se había escindiddo en dos grupos. Uno de ellos -el Khalq o Pueblo- dirigido por Nur Mohammad Taraki y Hafizullah Amín, era fundamentalmente rural y pathano. La otra fracción -Parcham o Bandera-, cuyo líder era Babrak Karma!, era predominantemente urbana y con mayor implantación entre el pueblo tadjik y otros pueblos cuya lengua no era el pashto. Parcham apoyó a Mohammad Daud y fue recompensado con puestos en su gabinete. Pero Mohammad Daud estaba tratando de enfrentar a:l este contra el oeste, y viceversa. Buscó ayuda en el sha de Irán (y posiblemente en Estados Unidos), persiguió a los militantes del Parcham y del Khalq y en 1977 encarceló a sus respectivos dirigentes. Ambas fracciones, sin embargo, habían hecho progresos en el ejército y en 1978 se intercambiaron las tor· nas y Mohammad Daud fue expulsado. Est~ supuso principalmente una victoria para el Khalq, que, tras un breve período de cooperación con el Parcham, se desembarazó de Karma! y de otros líderes del Parcham enviándolos a un digno exilio como embajadores. Cuando más tárde se les pidió que regresaran, prefirieron no hacerlo. laraki y Amin fueron rápidamente al desastre. Sus impulsivas reformas enfurecieron a los terratenientes y al clero, y precipitaron disturbios en los que hubo muchos muertos (incluido, fortuitamente, el embajador estadounidense cuyo papel entre bastidores, si lo tuvo, sigue siendo un misterio). En Herat, cerca de la frontera iraní, fueron horrible· mente asesinados unos cincuenta consejeros soviéticos en lo que pudo haber sido un fallido golpe contra el gobierno. La estrella de Taraki se eclipsó y Amin trató de recuperar el control organizando feroces razzias en el campo y asesinando a sus enemigos a cientos. Alarmados por estos desórdenes, y quizá también por los acontecimientos en Irán que constituían una tentación y una excusa para un golpe armado estadounidense contra Teherán, los rusos decidieron deshacerse de Amín y afirmar su control sobre Afganistán. Pero cuando Taraki, con el apoyo soviético, estaba a punto de quitar de en medio y asesinar a Amín, fue Amín quien le quitó de en medio y le asesinó a él. Amín,

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que estaba demostrando ser menos sumiso de lo que Moscú exigía, duró unos tTes meses, al cabo de los cuales los rusos, que le habían llevado engañosamente a pedirles ayuda para hacer frente a la rebelión que no era capaz de controlar, invadieron el país en los últimos días de 1979. Amín fue ejecutado. Karma! reapareció y fue proclamado presidente. Este acto de agresión fue interpretado en Washington como un movimiento calculado dentro de la estrategia global rusa más que como una respuesta a los peligrosos enredos-de un títere incompetente. Desde el punto de vista de Moscú, el mandato de Taraki y de Amin había creado el cao~ en una zona fronteriza y, si se daba credito a la proclamada interpretación de los hechos por parte soviética, había hecho el juego a los enemigos de la URSS en Irán, Pakistán y Estados Unidos. Esta conflictiva área tenía además una característica especial. Era un país musulmán y en gran medida turco, fronterizo con repúblicas en la misma estructura que estaban dentro del Asia central soviética, donde, como todos los miembros del Politburó podían recordar, el bashmak o ban· didaje había sido endémico a lo largo de la mitad de la vida de la URSS. Eran éstos sufiCientes argumentos para justificar la invasión que una mayoría del Politburó respaldaba, según parecía desde fuera, a instigación de sus míembros militares, influidos por las razones que aducían destacadas pesonalidades de las repúblicas centro-asiáticas. Pero las consecuencias fueron mayores que las motivaciones. La invasión soviética coincidió con el desorden posrevolucionario en Irán y con la persistente inestabilidad en Pakistán, donde, al poco tiempo de produc;irse la invasión, el general Zia Ul-Haq había hecho pública su falta de seguridad al suprimir las elecciones y todas las actividades de los partidos políticos. Moscú había estado acusando tanto a Irán como a Pakistán de interferir en los asuntos afganos, y estas actuaciones, fueran o no ciertas, podían ser el prólogo de nuevos actos de agresión. A raíz de la invasión, tropas amrndas rusas de primera categoría se situaron en una zona a una hora de vuelo del Golfo P~rsico y del océano Índico, así como en el Baluchistán. Los baluchi habían luchado contra sus señores feudales iraníes y paquistaníes desde 1973 hasta 1976 y muchos se habían refugiado en Afganistán y en la URSS. lranscurrida la fase inicial de la invasión, se consideraba que dos tercios de los invasores soviéticos se encontraban en el sudoeste de Afganistán, lo que desde el punto de vista de Washington no podía dejar de constituir una grave amenaza para Irán y el Golfo. Los movimientos de barcos de guerra estadouni· denses en dirección al Golfo tenían para Moscú la misma significación en sentido inverso. Estados Unidos decidió reaccionar exagerando las temibles implicaciones de la invasión. Esto no resultó difícil, puesto que la invasión era un descarado acto de agresión. Era una reacción que el gobierno estadounidense consideraba asimismo necesaria porque el prestigio y la influencia de Estados Unidos se habían visto gravemente dañados por el cautiverio, que todavía continuaba, de los rehenes y también por la caída del sha; al sha en persona se le había descrito como un importante baluarte del poderío estadounidense y Washington había sido acusada -en primer lugar por los propios estadounidenses consternados- de no haber estado dispuesta a prestar ayuda y salvar a un poderoso amigo. La disposición estadounidense en el Golfo y sus alrededores se vio debilitada por esta acusación, a pesar de que los árabes se regocijaban secretamente de los trastornos y dificultades de una monarquía no árabe a la que ninguno de ellos apreciaba. El presidente Carter tenía asimismo un interés legítimo en querer retirar el foco de la atención internacional sobre su propio dilema en relación con los rehenes para centrarlo en la monstruosidad de la con-

ducta soviética en Afganistán, y contó con el firme apoyo del mundo musulmán. La Conferencia Islámica, la institución creada en 1969 por la monarquía saudí, celebró una reu· nión de emergencia sin precedentes en la que Jomeini lanzó invectivas contra la URSS en las que acusaba a este país de ser casi tan satánico como Estados Unidos, y todos los miembros árabes se unieron a la condena de la invasión. Los estados del Golfo eran más contundentes en sus ataques que el Frente de Resistencia antiisraelí (Siria, Argelia, Libia, Yemen del Sur y la OLP), pero incluso este último no podía abstenerse de lanzar un anaterna. En lo que respecta a las acciones, sin embargo, el alcance de la respuesta del presidente Carter fue limitado. A principios de año había anunciado, haciendo especial referencia al Golfo, la creación de una Fuerza de Despliegue Rápido de 100.000 hom· bres, pero aún no existía semejante fuerza. Tampoco estaba claro qué haría en caso de existir. El presidente se vio por tanto empujado a retroceder a las medidas a largo plazo como la de detener la exportación de grano a la URSS (impopular entre los agricultores estadounidenses, que vendieron el cereal a la Argentina desde donde se envió a la URSS) o la de tratar de orquestar la condena y el rechazo internacionales a través del boicot de los Juegos Olímpicos de Moscú, lo cual disgustó a los rusos pero no les causó apenas daño y provocó una respuesta conjunta del resto del mundo. En términos geopolíticos, la principal consecuencia inmediata de la invasión fue que la URSS tuvo que dedicar unos 90.000 soldados a la pacificación de un país que ya estaba bajo su esfera de influencia y hubo de ver cómo esta numerosa fuerza no era capaz de recobrar un control convincente sobre este territorio. Desde el punto de vista de Moscú, la invasión empeoró y mejoró a un tiempo la situación. La sustitución de Amin por Kannal suavizó y mejoró la reputación interna del régimen, pero la invasión potenció la oposición, dotándola con fondos estadounidenses, que se elevaron a unos mil millones de dólares anuales, además de misiles y otras armas. El gobierno de Kamal reintrodujo la enseñanza de la religión en las escuelas, autorizó los programas religiosos en la televisión e incluso construyó nuevas mezquitas, obteniendo así el apoyo de los jóvenes ulemas. También atrajo a los líderes tribales. Sus oponentes, conocidos colectivamente como muyahidin {luchadores), controlaban cerca de las dos terceras partes del país pero estaban fuertemente divididos en siete grupos con base en Peshawar, y otro más con base en Irán. La parte más importante de la ayuda estadounidense, canalizada a través de Pakistán y distribuida con asesoramiento paquistaní, iba a parar a los suníes, musulmanes fundamentalistas de los que desconfiaban los grupos chiítas que operaban en la parte occidental del país con apoyo iraní, los dirigentes más intelectuales o seglares, y los partidarios del rey derrocado {que residía en Roma y no mostraba deseos de regresar). Un número reducido de individuos se enri· queció con el tráfico de am1as y drogas, mientras que muchos hombres lucharon y perdieron la vida en una guerra que las superpotencias mantuvieron activa. Desde 1982 la ONU emitió peticiones anuales de alto el fuego, . del establecimiento de un calendario para la rápida retirada de las tropas rusas, y de acuerdos entre los gobiernos paquistaní y afgano para suprimir la ayuda a los muyahidin y el retomo de los refugiados afganos que habían huido a Pakistán. Este país y Estados Unidos no se mostraron dispuestos a cooperar porque los muyahidin parecían tener posibilidades de derrocar al gobierno comunista de Kabul, y el gobierno de Reagan tampoco estaba muy dispuesto a dejar de explotar las ventajas del descontento que Moscú había provocado sobre sí con la invasión.

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La llegada al poder de Gorbachov transformó la situación, si bien lentamente. Gorbachov estaba decidido a abandonar una empresa que resultaba desastrosamente costosa, tanto en dinero como en vidas. Deseaba mantener el régimen comunista de Kabul, pero si tenía que escoger entre mantenerlo y evacuar; elegiría esto último. En 1986 ofreció una retirada simbólica inmediata y una retirada total cuando cesaran las hostilidades contra Kabul. Un año más tarde abandonó la condición y anunció la retirada total en un plazo de diez meses. En el intervalo intentó fortalecer al gobierno afgano deshaciéndose de Karma[ a favor de Muham,mad Najibullah, un duro jefe de policía pushtu, que se convirtió en secretario general del Partido Democrático del Pueblo y más tarde en jefe de gobierno. Najibullah tenía la doble tarea de controlar las facciones que componían el PDP y de atraer a la oposición (o a parte de la misma) a una amplia coalición, con un nuevo Parlamento elegido y bajo una nueva Constitución. Pero sus condiciones, que incluían la reserva de un papel principal para el PDP y una especial relación con la URSS, no eran en conjunto aceptables para los muyahidin, que habían visto dob\ada la ayuda procedente de Estados Unidos y habían obtenido más y mejores armas. Los invasores rusos partieron según el calendario fijado pero el previsto colapso del gobierno que dejaron atrás no tuvo lugar, y los muyahidin no consiguieron conquistar Jellalabad y otros puntos clave del este del país. Najibullah consiguió mantenerse en el poder en la capital y en buena parte del país y gradualmente se ganó el apoyo de suficientes grupos guerrilleros como para preparar el terreno para la paz al mando de un gobierno de amplio espectro. Pero en 1992 perdió los nervios y se refugió en un campamento de la ONU, dejando que sus diferentes adversarios lucharan entre sí. Estaban divididos tanto por razones étnicas como ideológicas: pathanos, uzbekos y tayikos compitiendo por el poder y por la ayuda de Pakistán, Irán, Arabia Saudí o Estados Unidos. El nuevo presidente, Bruhanuddin Rabbani, un tayiko, intentó atraer al líder tayiko Ahmed Shah Masud y al uzbeko Abdul Rashid Dostum (que ejercía un firme control en el norte, alrededor de la ciudad de Mazar-i-Sharif). Pero al año siguiente Rabbani nombró primer ministro a su principal adversario, Gulbuddin Hekmatyar, con lo cual Hekmatyar, que disponía de ayuda de Pakistán, Arabia Saudí e Irán, a pesar de ser un musulmán sunní, pactó una nueva alianza con Masud y Dostüm y comenzó a bombardear Kabul. La ONU persuadió con dificultad a las facciones principales de que establecieran una amplia coalición que implicara la dimisión de Rabbani, pero el surgimiento de una nueva facción, los talibanes, destruyó el plan. Los talibanes, en su mayoría jóvenes pathanos del sur, unidos por su malestar con las contiendas de todos los demás, capturaron Kandahar y avanzaron sobre Kabul, poniendo en fuga las tropas de Hekmatyar y dando nueva esperanza a Rabbani, que retiró su dimisión. Detenidos ante Kabul, los talibanes se dirigieron a Herat, que tomaron sin lucha; y regresaron de nuevo a Kabul para llevar a cabo otra matanza en la capital.

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XVIII

Corea

La guerra de Corea dejó al Norte y al Sur profundamente hostiles entre sí y condenados a décadas de desgobierno. La inferioridad militar del sur fue compensada por el apoyo estadounidense (en el país permanecieron unidades de la ONU al mando de un general estadounidense) y una evolución económica espectacular. La ONU votaba anualmente a favor de la reunificación del país mediante elecciones libres, pero sus resoluciones no alcanzaron ningún resultado. Como tampoco lo akanzaron las conversaciones celebradas entre el Norte y el Sur entre 1971-1973 y en la década de 1980. En Corea del Norte, el mariscal Kim Il Sung se mantuvo ininterrumpidamente en el poder. La opo· sición no se atrevió a mostrarse. Al envejecer (nació en 1912) se hizo más autocrático y decidido a asegurar la sucesión para su hijo Kim Jong Il. En Corea del Sur, el inflexible gobierno de Synghman Rhee, respaldado por el tratado de defensa celebrado en 1953 con Estados Unidos, finalizó en 1960, año en que fue obligado a dimitir y huir a Hawai, donde murió en 1965, a la edad de noventa años. En 1961, un golpe militar llevó al gene· ral Park Chung Hi al poder, y tal era la inflexibilidad del régimen político sudcoreano que Park continuó en el poder durante casi veinte desagradables años. Estos años estu· vieron marcádos por un considerable éxito económico (con el freno de la crisis de 1973) y la continua, si bien ineficaz, protesta contra la dureza y la corrupción. En 1963 se levantó la ley marcial, y Park y sus principales colegas se transformaron en civiles. Park fue elegido presidente en 1963, y de nuevo en 1967 y 1971, y envió un contingente para apoyar a los estadounidenses en Vietnam. En 1971 se retiró una de las dos divisiones de Estados Unidos. En 1972 se reimplantó la ley marcial con tan extremo desprecio por los derechos humanos que el presidente Carter anunció que la división estadounidense que todavía permanecía en el país también sería retirada; una decisión revocada por Reagan cuando se vio que las ya enormes fuerzas armadas de Corea del Norte estaban siendo ampliadas. En 1979, Park fue asesinado por el jefe de sus servicios de inteligencia. El nuevo presidente, Choi Kyu Hwa, consideró justo i~troducir una cierta democracia, pero en seguida fue reducido a la impotencia por un grupo de oficiales dirigido por el general Chun Doo Hwan. Las manifestaciones de mayo de 1980 en Kwangju, que se convirtie-

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ron en una revuelta, fueron aisladas y brutalmente reprimidas (hubo unas 2.000 muertes) y tras nueve meses de mantener una fachada civil para un régimen en realidad militar, Choi dimitió y fue sucedido por Chon, que fue invitado por Reagan a visitar Washington. En 1983, una bomba, seguramente puesta por norcoreanos, mató a 21 personas en Rangún, incluidos cuatro ministros del gobierno sudcoreano. El presidente Chon, el principal objetivo, consiguió salvarse. Este atentado interrumpió las conversaciones para la reunificación de las dos Coreas. Se establecieron de nuevo, sin embargo, en 19841985. Los resultados fueron exiguos: unas docenas de permisos en ambas direcciones para visitar familiares, pero no se redujeron ni las fortificaciones fronterizas ni las maniobras militares. La elección de Seúl para los Juegos Olímpicos de 1988 indujo a Corea del Norte a solicitar mayor participación. El Comité Olímpico Internacional ofreció celebrar cinco pruebas en el Norte, pero con unas condiciones que el país no aceptó. Durante la década de 1980 pasó de un período de desarrollo económico basado en un fuerte proteccionismo a convertirse en una floreciente potencia industrial dentro de un orden mundial y principalmente liberalista. La reunificación de la península y la mejora de las relaciones con los enemigos ideológicos produjo mayores beneficios económicos, pero no constituyó un elemento esencial. Cuando la presidencia de Chon llegara a su fin en 1988, la sucesión podría producirse por decreto, golpe de Estado o elecciones. Chon eligió la última y las elecciones fueron una m:uestra del fuerte cambio que había experimentado Corea del Sur, pasando de ser un páís en guerra con Corea del Norte a ser un país que competía con Japón y otros gigantes económicos. El amigo y sucesor previsto de Chon, el general Roh Tae Woo, obtuvo el 37% de los votos, lo que le permitió vencer en unas elecciones con fuerte participación y contra una oposición muy dividida. La inminencia de los Juegos Olímpicos puede haberle ayudado, en tanto en cuanto los sudcoreanos estaban ansiosos por evitar conflictos o derramamiento de sangre durante los Juegos y, por tanto, tendían más hacia el régimen establecido que hacia las incertidumbres de un cambio radical. Las elecciones habían estado precedidas por seis meses de extrema violencia, alarmando a Estados Unidos así como a Roh, que adoptó un tono conciliador dirigido principalmente a las clases medias y a las personas de mediana edad, las cuales mostraban signos de simpatía con la airada indignación de la juventud radical. Tras su victoria, Roh estableció relaciones diplomáticas con China y Rusia (en una visita a Seúl en 1992, Yeltsin se disculpó por el derribo del vuelo 007 de Korean Airlines en 1983 ), pero sus relaciones comerciales con Estados Unidos eran tensas, se opuso a una petición estadounidense de cuadruplicar la contTibución norcoreana al coste de las tropas estadounidenses situadas en el país, y se negó a enviar tropas sudcoreanas a la gueITa del Golfo en 1991. Estableció conversaciones, finalmente infructuosas, con Corea del Norte, aprobó la admisión de las dos Coreas en la ONU, y procuró conciliarse con sus oponentes internos. Éstos eran tres: Kim Yong Pil, un ex militar que había representado un papel principal en el golpe de 1961 pero se había separado de Park en 1973, para reaparecer en 1980 como líder del Nuevo Partido Demócrata Republicano; Kim Young Sam, líder del Partido Democrático de la Reunificación; y Kim Dae Jung, líder del principal grupo de la oposición, el Partido para la Paz y la Democracia (posteriormente Partido Democrático). Los dos primeros aceptaron unirse con el Partido de la Justicia Democrática de Roh, se disputaron el puesto de sucesor favorecido por Roh y fonnaron con éste el Partido Liberal Demócrata. Kim Young Sam sucedió a Roh en 1992: era el primer presidente civil desde hacía treinta años; un reformista cautelosamente conservador comprometido en la lucha contra la

corrupción en el gobierno y en las empresas, y asiduo visitante de sus vecinos asiáticos. Tras una pausa a comienzos de la década de 1990, la economía sudcoreana recuperó su crecimiento vertiginoso, si bien con el correspondiente crecimiento de salarios y déficit de la cuenta externa. Pero la secuela del cambio de la autocracia militar incluía muchas revelaciones de enormes fraudes financieros que habían acompañado la transformación del país en uno de los más productivos del mundo. En Corea del Norte, el gobierno declaró en 1985 que se adscribiría al Tratado de No Proliferación Nuclear, pero parecía dispuesto a contrarrestar con armamento nuclear la superioridad de Corea del Sur en armas convencionales. Privada del apoyo soviético por el giro de los acontecimientos en Moscú, Corea del Norte era más susceptible a las presiones estadounidenses y japonesas, y aceptó una inspección por parte de la Agencia Internacional para la Energía Atómica (AIEA), pero posteriormente se negó a finnar el acuerdo a no ser que Estados Unidos retirasen sus fuerzas de Corea del Sur. Kim 11-Sung esperaba que los estadounidenses y los japoneses lo contemplaran como parte del precio exigido por el abandono de sus posibilidades nucleares. Mantuvo un juego de burla con la AIEA, aceptando algunas de sus exigencias, retractándose en parte o en la totalidad de sus promesas, y finalmente llevando a la AIEA a dar cuenta del impasse al Consejo de Seguridad, y al presidente Clinton a amenazar con la imposición de sanciones económicas o incluso con una intervención armada. Clinton estaba preocupado principalmente por la capacidad nuclear y las intenciones de Corea del Norte, pero su contundencia hizo a su vez preocuparse a Corea del Norte, así como a Japón y China, por la posibilidad de que el díscolo Kim se sintiera provocad~ y entrara en guerra, nuclear o no. Kim 11-Sung intentó distraer la atención de la cuestión nuclear haciendo proposiciones, que no parecían muy cercan~, de unión económica, e incluso de reunificación, a Corea del Sur. Lo más cercano al internacionalismo, por su parte, fue su inclusión en la Zona Económica Libre del Río Turnan, de la que era socio junto con China, Rusia, Mongolia y Corea del Sur. En 1994, al final del primer encuentro con su colega del sur, murió de repente, dejando prácticamente como sucesor a su hijo, que supuestamente era el nuevo jefe del Estado pero no fue designado formalmente como tal, quizá debido a las divisiones en el ejército. Tras la muerte del Gran Líder, Clinton consiguió un acuerdo mediante una acertada combinación de incentivos, concesiones y amenazas de acción militar. Corea del Norte aceptó paralizar la construcción de nuevos reactores capaces de producir plutonio enriquecido para armamento, no reprocesar el combustible ya utilizado y permitir una inspección regular de la AIEA a cambio de que Estados Unidos le concediera para el año 2003 dos reactores de insignificante capacidad militar. Estados Unidos también aceptó establecer relaciones diplomáticas, suministrar petróleo y retirar los obstáculos para la inversión y el comercio. Poco a poco redujo sus exigencias de inspección del supuesto almacenamiento de armas nucleares por parte de Corea del Norte.

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NOTAS A.

AslA CENTRAL

Desde el colapso de la Unión Soviética y el imperio ruso, emergieron en la zona asiática de este, cinco estados soberanos, con una población desigualmente repartida, de SO millones de habitantes, compuesta en su mayoría por turcos de raza y lengua, musulmanes de religión; la minoría más ampli¡¡

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estaba constituida por unos ocho millones de rusos, establecidos principalmente en la mitad norte de Kazajistán. Con anterioridad denominado, con ambigüedad política, el Turkestán Ruso, estos países, todos los cuales declararon su independencia en 1990, con las mismas fronteras que habían tenido como Repúblicas Soviéticas, limitaban con Rusia, China, Pakistán, Afganistán e Irán, pero no con Turquía. Ninguno de ellos tenía acceso al mar. En el norte de la zona se encontraba el gigantesco Kaza· j istán, pero con una población tan sólo de 17 millones, de los que el 40% eran kazajos, y el 40% rnsos. Al sur se situaban los dos países de tierras bajas de Turkmenistán y de Uzbekistán; y al este de Uzbe· kistán, en la zona montañosa, Tayikistán y Kirguizia (posteriormente Kirguizistán), de mucho menor tamaño. El más poblado y étnicamente más homogéneo era Uzbekistán. Había también amplias mino· rías uzbekas en los países del este, y en toda la zona los uzbekos constituían la minoría más numerosa; los rusos eran la segunda. Toda el área era predominantemente turca, excepto el Tayikistán, donde el 60% de la población era de origen iraní, y predominantemente sunní, con algunos chiíttas en la fran· ja sur. Kazajistán, el m:ís rico en recursos naturales, principalmente petróleo, fue el único que se asoció a Rusia. Se creía que sus reservas de petróleo eran tan grandes como para desafiar el dominio de Oriente Medio. Turkmenistán, especialmente rico en gas natural, petróleo y otros minerales, se asoció a Irán y Afganistán; Uzbekistán, también dotado de petróleo y gas, con Afganistán; Tayikistán con Afganistán, Pakistán y China; y Kirguizistán con China. Los recursos de todas estas naciones eran con· siderables, pero estaban subexplotados, a lo que se unía una débil infraestructura económica, una pobre maquinaria administrativa, poblaciones en rápido aumento, disputas internas y entre ellos, y unas fronteras artificiales impuestas por Moscú en las décadas de 1920 y 1930, cuando se habían decla .. rada Repúblicas Soviéticas. Tras la independencia, sus gobiernos dejaron de denominarse comunistas pero continuaron siendo autocráticos: en Turkmenistán, por ejemplo, las elecciones de 1992 dieron prácticamente el 100% de los votos al ex comunista Saparmurad Nigazov. También se convirtieron en focos de atención. Irán y Turquía los consideraban como nuevas áreas de influencia. Hubo visitas entre los dirigentes de los cuatro países de mayoría turca y el presidente Ozal de Turquía. También se inter· cambiaron cortesías con lrán, que tomó la iniciativa de establecer en Teherán un Consejo del Caspio {lrán, Rusia, Azerbaiyán, Turkmenistán) y una Organización de C.ooperación Económica (Irán, Tur· quía, Pakistán, Afganistán y los cinco nuevos estados). Se sospechó que estos organismos encubrían las ambiciones semiimperialistas de Irán. En 1992, once países, en su mayoría asiáticos, firmaron el Tratado de Cooperación Económica del Mar Negro, promovido por Turquía. China e India, países no musulmanes, también se mostraron especialmente interesados por establecervínculos comerciales y comunicaciones constantes, desde servicios telefónicos a vuelos regulares. Rus.ia y otros países temían la extensión de los partidos islámicos, que denominaban fundamentalistas. En Tayikistán, donde el 20% de la población era uzbeka, los conflictos étnicos y religiosos alcanzaron el grado de guerra civil en 1992. El presidente Rakhmon Mabiyev se vio forzado a huir, pero Rusia y Uzbekistán lo repusie· ron tras un breve paréntesis en el que el Partido del Renacimiento Islámico, que tenía apoyo del régi· men comunista de Afganistán, formó un gobierno de coalición comprometido con la religión pero en un Estado no confesional. C.on el retomo de Nabiyev, al menos 100.000 refugiados huyeron a Afga· nistán (donde residían unos tres millones de tayikos).

Ceilán se independizó de Gran Bretaña en 1948 como consecuencia de la salida británica de la India. En 1972 se convirtió en Sri Lanka y en república. Dos principales partidos se turnaron en el gobierno, el Partido Nacional Unido -dirigido sucesivamente por D. S. Senanayake, su hijo Dudley Senanayake y su sobrino sir John Kotelawala- y el Partido de la Libertad de Sri Lanka, fundado por Saloman Bandaranaike, un disidente del PNU, y dirigido tras su asesinato, en 19.59, por su viuda. El PNU gobernó desde 1948 hasta l 956 y desde 1965 a 1970, y el PLSL el resto del tiempo. La campaña electoral más importante fue la de 1956, en la que Bandaranaike derrotó al PNU defendiendo un programa político en el que se combinaban lo racial

y lo religioso, siendo tanto pro sinhala como pro budista. Su victoria fue seguida de una persecución de la minoría tamil (la cuarta parte de la población) y de un constante aumento de la influencia política del establishment budista al que tanto el PNU como el PLSL hubieron de cortejar. Junto a esta lucha por el poder entre estos dos partidos, había una oposición constituida por una serie de partidos de izquierdas de los que el más destacado era el Partido Lanka Sama Samaj, fundado en 1935 como expresión del anticolonialismo y miembro de la Internacional Trotskista hasta 196.l, en que entró a formar parte del gobierno de la señora Bandaranaike (esta alianza se disolvió en 1975). La señora Bandaranaike también introdujo al Partido C.omunista pro soviético en el gobierno y, puesto que otros grupos de izquierdas habían perdido terreno, se esperaba que su coalición ganase las elecciones de 1965. El que esto no ocurriese fue debido fundamentalmente a una situación económica que ninguno de los dos partidos principales había logrado controlar, pero que se había deteriorado de mane· ra alarmante durante los años en que el PLSL estuvo en el poder en la década de los sesenta. Después de la independencia, al igual que antes de ella, la economía de Ceilán dependió enor· memente de los beneficios obtenidos con la exportación del té, el coco y el caucho cultivados en propiedades pertenecientes a compañías británicas. Los ingresos derivados de estos productos dis· minuyeron constantemente mientras que al mismo tiempo aumentaba la factura de las importado·· nes, siendo la mayor de las partidas la de alimentos. Era una típica situación tercermundista en la que la economía estaba dominada por relaciones comerciales cada vez menos remuneradoras con la ex metrópoli y una creciente incapacidad para alimentar a la población sin un ruinoso desembolso de divisas o, cuando esto fallaba, de préstamos del exterior. La población crecía deprisa. Se duplicó aproximadamente desde la independencia hasta 1975. Sólo en la década de los sesenta, la deuda externa se cuadruplicó. El desempleo aumentó desde una cifra de unos 40.000 parados en el momento de la independencia hasta un número aproximado a los 700.000 cuando, al producirse el siguiente cambio político de acuerdo con el sistema electoral, la señora Bandaranaike y sus compañeros ganaron sin dificultad las elecciones de 1970 y reformaron la coalición que había sido derrotada cinco años antes. En abril de 1971 el gobierno se vio gravemente sacudido por un levantamiento campesino bien armado y cuidadosamente preparado. Este levantamiento, que se produjo por sorpresa, estaba organizado y dirijido por el Janatha Vinukhti Peramuna (JVP) o Frente de Liberación Popular, creado en 1965 coino fracción escindida del quebrantado y achacoso Partido Comunista maoísta. Consideraba al PLSL y al PNU como dos aspectos prácticamente indistintos de una burguesía posimperialista y neocolonialista a quien su egoísmo impedía abordar los urgentes problemas económicos y las enfermedades sociales básicas del país. Su doctrina y su práctica ponían un especial énfasis en el campesinado al que intentó utilizar para asestar un golpe directo al gobierno y al sistema. Hubo más tarde la habitual e insoluble dispu· ta sobre quién asestó el primer golpe pero no había duda sobre el resultado. Después de siete serna·· nas el gobierno había logrado imponerse pero el desafío al que tuvo que hacer frente fue tal que el número de personas que resultaron muertas en el proceso de afirmación de su autoridad se contó por decenas de miles. Un conglomerado de estados de lo más insólito apoyó a la señora Bandaranaike, bien materialmente, bien de palabra. Estaban comprendidos Estados Unidos, la URSS y China; la India y Pakistán; Gran Bretaña, Australia y Egipto. La señora Bandaranaike mantuvo hasta 1977 el estado de emergencia proclamado en 1971, pero fue entonces derrotada por el PNU dirigido por Jinius R. Jayawardene, que se convirtió en primer ministro en ese año y en presidente al año siguien· te. Este viraje hacia la derecha vino acompañado de una precipitada carrera tendente a la expansión y el desarrollo económicos con la que se pretendía emular la suerte de Singapur, Hong Kong y Taiwan, pero las ambiciones económicas naufragaron a consecuencia de los conflictos raciales y religio· sos en los que, de 1983 en adelante, se vio envuelto el gobierno con la minoría tamil, que había sido una vez la acaudalada clase dirigente del país y que suponía el 18% de la población. Los tamiles constituían la mayoría en el norte y en partes del este. Pertenecientes a diferente raza y religión, aspiraban a obtener la autonomía o un Estado independiente de la mayoría de cingaleses budistas, la cual había establecido un poderoso gobierno central pero no había conseguido aquietar los temores tamiles ni su separatismo. Para 1980, estaba desapareciendo la posibilidad de un acuerdo. Los

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tamiles más activistas crearon el grupo guerrillero de los Tigres para la Liberación del Eelam Tamil, y dio comienzo la guerra civil. Ambos bandos cometieron atrocidades. La lndía se vio involucrada porque Rajiv Gandhi no pudo hacer caso omiso de la furia de los tamiles de Tamil Nadu, en el sur de la India. En 1986, los gobiernos de India y Sri Lanka aceptaron que se debía conceder la autonomía a los tamiles de Sri Lanka, pero no fueron capaces de ponerse de acuerdo respecto al territorio concedido a la provincia autónoma. Por tanto, las conversaciones fracasaron, y al año siguiente Jayawardene deci· dió eliminar a los tamiles. Fracasó, y Gandhi intervino para poner fin a las masacres de tamiles por parte del ejército cingalés. Jayawardene se vio obligado a permitir que el ejército indio penetrara en Sri Lanka para proteger a los tamiles. Pero los Tigres, que exigían la independencia y, por tanto, se oponían al tratado entre India y Sri Lanka, se negaron a entregar las armas, como se había previsto en el tratado. El resultado fue que, en lugar de proteger a los tamiles, las tropas indias, con unos efectivos iniciales de I5.000 hombres que se doblaron en pocos meses, se encontraron intentando forzar al ejér· cito de aquéllos a rendirse. Para hacerlo, tuvieron que abandonar su papel de fuerza de paz y hacer uso de las armas, por lo que India fue acusada de planear la secesión del norte de Sri Lanka para anexio· nárselo. En 1988, Gandhi declaró que al año siguiente retiraría sus tropas. Por su parte, Jayaw¡irdene fue acusado de abrir el camino para el imperialismo indio, y también de haber realizado concesiones indebidas respecto a la autonomía tamil. Mientras las tropas indias se preparaban para evacuar (los últimos soldados lo hicieron a comienzos de 1990) el gobierno estableció conversaciones con los Tigres Tamiles, pero dichas conversaciones se rompieron y la lucha se renovó. Los Tigres habían boi· coteado las elecciones de 1988, con el resultado de que los escaños de las zonas tamiles fueron obte· nidos por el Partido Revolucionario Popular de Eelam, respaldado por el Ejército Nacional Tamil. La intervención india había fortalecido a los elementos tamiles más intransigentes y agresivos. Las preocupaciones de Jayawardene se agravaron con el renacimiento del JYP, que había abandonado su carácter comunal para convertirse en un movimiento cingalés nacionalista y conservador. Se multiplicaron las masacres y los asesinatos políticos, tanto en el sur como en el norte. En 1988, termi· nado su mandato, Jayawardene fue sucedido por su primer ministro, Ramasinghe Premadasa, que ven· ció en una lucha a tres bandas en la que su principal rival fue, de nuevo, la señora Bandaianaike, a quien en 1986 le habían sido restaurados los derechos civiles, tras varios años de suspensión. Premadasa, político autocrático, estuvo a punto de ser procesado por corrupción en 1991, y un año más tarde fue asesinado por un tamil. En 1994, el PNU fue derrotado por una coalición de izquierdas liderada por la señora Chandriga Kumaratunga, la elocuente hija de Solomon y Sirimavo Bandaranaike, que pro· metió duras acciones contra la corrupción, castigo para las bandas de extrema derecha que estaban ate· rrorizando y asesinando a campesinos indefensos, y establecer negociaciones con los tamiles. Heredó una situación de crecimiento económico y un bajo aumento democrático (inferior al 1,5%), y también la triste realidad de una envidiable riqueza natural afligida por la abrupta ruptura de un sociedad rural tradicional, y por dramáticos conflictos étnicos y religiosos. En 1995, el ejército infligió serias derrotas a los Tigres Tamiles y capturó Jaffna, la capital tamil, convirtió en refugiados a cientos de miles de tami· les no militantes y mostró que el gobiei:no de Kumaratunga había elegido el camino <:le la represión pura en lugar de las negociaciones que deberían conducir a liberalizar el gobierno centralizado.

MYANMAR

El dominio británico sobre Birmania (1886-1942) trajo consigo una transfmmación económica así como una desorientación cultural. Durante la última parte de este período, Birmania suministraba casi la mitad del arroz que se exportaba en el mundo, vendía valiosos minerales y maderas nobles, producía petróleo y estaba adquiriendo una infraestructura modema. También fue invadida por comercian· tes y especuladores extranjeros, y experimentó una subve.rsión de valores y de sus instituciones monár· quicas y religiosas; una convulsión semejante a la provocada por la revolución de Ataturk en Turquía, con el problema adicional de que los actores del cambio eran extranjeros. Gobernada durante mucho tiempo mediante un absolutismo mitigado principalmente por la anarquía, Birmania recibió un bar·

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Nombre antiguo Birmania Rangoon Tenasserim Pegu Magwe lrrawaddy Tavoy Bassein Cambio de nombre: El 18 de junio de 1989, Burman el nombre del país fue cambiado por el de Karen Unión de Myanmar. L.a ortografía inglesa de Moulmein muchas ciudades, divisiones, estados, ríos y Pa-an nacionalidades fueron cambiados.

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Montañas

niz de modernización económica y constitucional a un tiempo impactante y superficial que provocó, aparte de los sentimientos anticolonialistas, un conflicto entre una mayor modernización en un mundo en proceso de apertura, y el retraimiento en un tradicionalismo conservador. Durante la guerra, un grupo de nacionalistas siri mucho conocimiento del mundo exterior, pro japoneses al comienzo de la guerra pero más tarde antijaponeses y provistos de armas británicas se unieron en la Liga Anti··Fascista para la Libertad del Pueblo (AFPFL). Cuando la guerra llegó a su fin, los británicos tuvieron dudas sobre si debían reconocer a la AFPFL y negociar con ella. El gobierno de Londres era contrario al reconocimiento, pero el comandante supremo, que se enfrentaba a los pro· blemas de instauración de una nueva administración sin contar con recursos propios suficientes, esta·· ba a favor. La victoria laborista en las elecciones generales de julio de 1945 y la precipitada rendición de los japoneses en agosto fueron factores que coadyuvaron a que se produjera una decisión de reconocimiento. El nuevo gobernador británico de Birmania, que quería arrestar al líder nacionalista Aung San y casi lo logró, fue sustituido; la AFPFL fue tratada como gobierno embrionario de Birmania y, aunque Aung San y otros líderes fueron asesinados en julio de 1974, sus camaradas supervivientes consiguieron su meta de independencia con respecto a Gran Bretaña el 4 de enero de 1948. No hubo lucha. Los británicos, hondamente influidos por su propio compromiso de abandonár la India y tam· bién por la creencia de que no era posible utilizar las tropas indias del Mando de Asia sudorienta! con· tra los birmanos, se retiraron dejando que la AFPFL luchase contra sus propias divisiones internas y contra los pueblos de las montañas que rodeaban la meseta central birmana, cuya tradicional desean·· fianza de Rangún provocó una serie de problemas de separatismo. La AFPFL incluía a comunistas que no sólo se escindieron de la asociación principal, sino que se dividieron entre sí y llevaron a cabo campañas por separado contra el gobierno; el asesinato había privado a Birmania de una serie de prome· redores líderes durante los años 194 7 y 1948; la revuelta de Arakan a lo largo de la costa oeste, que vino a sumarse a los conflictos del este (provocados por los karen junto a la frontera con Tailandia, los shan embutidos entre Tailandia y China y los kachin en el extremo norte}, amenazó de desintegra· ción a la Birmania independiente. Los shan y los kachin eran principalmente cristianos. En la mayor parte del país había también musulmanes, aunque se concentraban principalmente en Arakan, donde, conocidos como Rahingya, llevaban establecidos desde el siglo VII d.C. En 1950 se presentó un nuevo peligro al penetrar en Birmania desde China 4.000 soldados del Kuomintang bajo el mando del general Li Mi, suscitando temores de que el nuevo régimen chino persiguiera a sus enemigos que estaban ya en retirada. Pero Pekín insistió en no culpar a Rangoon y al poco tiempo los estadounidenses trasladaron por vía aérea al general Li Mi y a sus seguidores hasta Taiwan. No obstante, Birmania consideró más aconsejable desprenderse amable y prudentemente de sus cone·· xiones con británicos y estadounidenses. Aunque el número de chinos en Birmania ascendia sólo a unos J00.000, este país compartía una frontera con China y esta frontera estaba ocupada a ambos lados por los kachin (300.000 en China, 200.000 en Birmania y un número reducido en la India). En 1953, el gobierno birmano indicó que no deseaba renovar el tratado de defensa anglo·birmano a punto de expi· rar, ni conservar a la misión militar británica que había estado en el país desde la independencia; infor·· mó asimismo a Washington de que no quería más ayuda estadounidense. Zhu Enlai visitó Rangún en su viaje de regreso a Pekín desde Ginebra, en 1954, y el primer ministro birmano, U Nu, devolvió la visita algo después en ese mismo año. Nuevos encuentros condujeron al inicio de discusiones fronteri· zas que pudieron verse concluidas cuando el general Ne Win desplazó a U Nu (que volvió al poder en 1960 pero fue de nuevo desplazado por Ne Win en 1962 y esta vez encarcelado durante seis años). Ne Win era un general con una afición al discurso socialista y filosófico que supo combinar con la disolución del Parlamento y el encarcelamiento de sus oponentes políticos. Su captura del poder fue, en primer lugar, una respuesta a la amenaza de desintegración que suponían los movimientos disidentes del país. Las exigencias por parte de los shan (en años posteriores los disidentes más per· sistentes y los traficantes de drogas más prósperos) de una nueva Constitución federal y más abier· ta crearon el temor de que las tropas de refugiados del Kuomintang establecidas en el nordeste pudieran, con ayuda estadounidense, lanzar un ataque contra China, lo que convertiría a Birmania en un campo de batalla (como Corea). Igualmente, la existencia en Birmania de al menos tres gru·

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pos diferentes de comunistas rebeldes hacía que no resultase improbable una invasión de Birmania por parte de China para apoyar al comunismo contra el gobierno de Rangún. El hecho de que el gobierno fracasara en su intento de eliminar este peligro de desintegración y de intervención exte· rior fueron las principales causas de que Ne Win se hiciera con el poder, apoyado por el ejército. El nuevo régimen, abiertamente militar, parecía menos débil, pero tampoco consiguió erradicar las diferentes rebeliones, a pesar de las duras medidas policiales combinadas con declaraciones de intención de establecer diálogo con los dirigentes rebeldes. Hizo disminuir el socialismo de U Nu, pero también destruyó la democracia: en 1964 fueron suprimidos los partidos políticos y se cerraron las universidades. El tradicional temor que Birmania sentía hacia China (y hacia los aliados de ésta en el interior del país, muchos de ellos de ascendencia china así como de ideas comunistas) per· suadieron a Ne Win de que debía visitar Estados Unidos, pero la guerra de Vietnam se veía en Bir· manía como algo injustificable y como una ominosa interferencia en los asuntos de Asia. En materia económica, Ne Win tuvo todavía menos éxito que sus predecesores en la. recupera· ción de la economía birmana. Bajo la ocupación japonesa, la superficie sembrada de arroz se había reducido a la mitad y, aunque había aumentado de nuevo tras el final de la guerra, la producción fue destruida por las guerras civiles y la anarquía general. Las exportaciones cayeron hasta la décima parte de la cifra anterior a la guerra y en 1966 se racionó el consumo interno. Las medidas desespe· radas, como la remisión de todas las rentas agrarias, produjeron poco efecto. El declive general de la economía del país dejó a los agricultores sin nada que comprar, incluso aunque se les pagara por su producción, de forma que no tenían incentivos para producir ¡pás de lo que podían comer. Ya no valía la pena plantar arroz, una de las fuentes de riqueza de Birmania, y mucho· menos exportarlo. La inflación, acompañada de sueldos estáticos, empobreció a la población. Se vinieron abajo gran· diosas empresas, las formas democráticas se transformaron en intimidación y violencia, y la pobre· za y la enfermedad mataron la esperanza además de las personas. En 1977, un atentado contra la vida de Ne Win fue seguido de discriminación contra los musul· manes as( como de torturas y asesinatos. Una masacre en Arakan causó la huida a Bangladesh. Ne Win asumió, no obstante, un nuevo mandato en 1987. Se había convertido en un ser autocrático, sigiloso e intocable, y en 1981 cedió su puesto al general Sam Yu, que gobernó bajo su sombra más que en su lugar. En el nordeste y el sudeste continuaron las guerras periféricas, y los comunistas birmanos se inte· graban a la lucha allí donde eran bien recibidos. La economía se deterioró hasta tal extremo que Bir· mania alcanzó la categoría de País Menos Desarrollado (LDC, elegible para créditos blandos interna· cionales) y en 1987 el Estado anuló todos los billetes inferiores a un determinado valor facial, destrnyendo así los ahorros de innumerables personas. El descontento se extendió no sólo a los pobres, sino también a las clases medias y al ejército. Las manifestaciones fueron brutalmente reprimidas por la policía, y el general Sein Lwin, notable por su ferocidad, fue llamado para ocupar la presidencia que Ne Win había reasumido y ahora volvía a abandonar. Las continuas revueltas forzaron a Sein Lwin a dimitir pocas semanas después, y no las frenó la designación de un civil, Maung Maung, que duró sólo dos meses en el puesto. El ejército recuperó el poder y disolvió el Parlamento. Cuando se prometieron nuevas elecciones, aparecieron unos doscientos partidos, pero sólo fueron legalizados aquellos que el gobierno consideraba aceptables. La hija de Aung San, Aung San Suu Kyi, regresó de su exilio en Inglaterra para dirigir la Liga Nacional para la Democracia, pero fue arrestada. La Liga sostuvo que había obtenido una victoria masiva en 1990, pero los resultados oficiales de las elecciones reflejaban los deseos del gobierno más que la elección de los votantes y el gobierno permaneció en el poder. Aung San Suu Kyi fue puesta bajo arresto domiciliario hasta 1995, año en que fue inesperadamente libera· da sin condiciones. En 1989 el nombre del país cambió de Birmania a Myanmar.

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mitad oriental Y portuguesa se separó de Macao a finales del siglo XIX para convertirse en l . . d d' . ó " d l d una co oma m epen tente, Ycontmu sien o o espués de que la mitad occidental pasase a form d la República de Indonesia. Tras la caída del régimen militar en Li'sboa en 1974 , ar paTirte e se preve1a que 1mor . . oriental ,se engastaría en. Indonesia, pero .. un pro . . . dos grupos manifestaron su oposi'c¡'o'n a es ta umon, portugues Y otro que re1vmd1caba la independencia y era ideológicamente izquierdi'st L · 'l 11' 1975 l
TIMOR

Timor, la última isla importante en el rosario de archipiélagos que se extienden entre Asia con· tinental y Australia, fue dividida por los holandeses y portugueses en dos secciones casi iguales. La

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Quinta Parte ÁFRICA

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África del Norte

EL MAGREB

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En los años cincuenta y sesenta de este siglo, África asistió a un fenómeno de un alcance sin precedentes: la emancipación con respecto a la dominación extranjera de inmensas áreas que se convirtieron en estados soberanos independientes. Este proceso tuvo repercusiones mundiales y eclipsó al resto de los asuntos africanos. Ocurrió de manera totalmente inesperada. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial sólo existían tres estados plenamente independientes en África: Etiopía, Liberia y África del Sur. En la década siguiente se preparó la liquidación de los imperios francés, británico y belga, y al cabo de otros diez años la mayor parte de África era libre. Puesto que Francia, Gran Bretaña y Bélgica adoptaron una actitud lo suficientemente flexible como para aceptar pronto la necesidad de marcharse, estas décadas fueron testigos de luchas por razones de calendario más que de principios. Obligados por la valoración de las circunstancias más que por la fuerza, las potencias imperialistas abandonaron con inesperada facilidad vastas áreas a cuyo dominio habían accedido en el siglo precedente con idéntica facilidad. En el extremo meridional del continente, sin embargo, el proceso de descolonización quedó detenido a causa de la tenacidad de los portugueses en Angola y Mozambique y a causa de la implacable deter· minación de los colonos blancos de Rodesia del sur a permanecer allí. En la resistencia y el afán de autopreservación de estos últimos y en la negativa de los pri· meros a hacer una valoración de las circunstancias similares a las de franceses, británicos y belgas, influyó decisivamente la existencia -todavía más al sur- del reducto de supremacía blanca sudafricano, donde la minoría de raza blanca era comparativa· mente mucho mayor (uno de cada cuatro) que en cualquier otro lugar de África y se veía al mismo tiempo fortalecida por las riquezas, J?Or el moderno poderío técnico, por no tener ningún otro lugar adonde ir, y por un racismo doctrinario que permitía formas extremas de injusticia represiva y de crueldad. Había también otras bolsas de dominación portuguesa y española.

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En ningún otro lugar mejor que en África puede ilustrarse más claramente la artifi· cialidad que resulta de tratar acontecimientos políticos y económicos con categorías geográficas. La franja septentrional del continente africano fonna parte de la civilización ará· higo-islámica por su historia y ha sido más consciente de sus afinidades con Oriente Medio que de sus antiguos vínculos económicos o sus actuales lazos políticos con el resto de África. Además, el dominio europeo ejercido desde Casablanca hasta Suez por medio de protectorados, desiguales tratados, acuerdos militares y anexión directa fue diferente a los imperios coloniales que los europeos establecieron al sur del Sahara. Pero al mismo tiempo, África del Norte forma parte del continente africano; la línea de división étnica entre la raza árabe-beréber y la bantú corre a través del Sudán y origina allí problemas que . otros estados situados a un lado y otro de la línea no pueden ignorar del todo; Egipto y Marruecos han desempeñado destacados papeles en los asuntos africanos y en conferen· das y asociaciones; Túnez, más reticente, tuvo no obstante una voz sobresaliente en los problemas del Congo. El desierto no es ya la barrera que solía ser, puesto que el a~ión y sobre todo la radio han permitido al hombre rebasarlo; la lengua no es entre el Africa á~be y el África bantú un obstáculo mayor de lo que lo es dentro de cada una de estas áreas; y la religión proporciona puntos de contacto a los musulmanes y a los cristianos de ambos lados de la línea divisoria. Por consiguiente, el nort~, aunque todavía hoy diferente del resto del continente en un sentido particular y perdurable, será considerado aquí más africano que asiático con la única excepción de Egipto, cuyo papel africano después de la guerra ha estado constantemente subordinado a su papel asiático y no a la inversa. Toda la costa norteáfricana fue sometida al dominio europeo -francés, italiano, británico-- en el transcurso del siglo XIX o un poco más tarde. La esfera de influencia británica en Egipto ha sido examinada en otra parte de este libro, pero el resto de esta zona, aunque preponderamentemente árabe y musulmana, será considerada aquí en su contexto geográfico africano. También lo será Sudán, el país donde la línea divisoria entre las culturas árabe y áfricana es más evidente. Los franceses invadieron Argelia en 1830 y la declararon parte de la Francia metropolitana en 1848. Como consecuencia de la ocupación de Argelia, se vieron implicados en las vecinas monarquías de Túnez, al este, y Marruecos, al oeste, entonces bajo soberanía nominal del sultán otomano. Mediante el tratado de El Bardo de 1881 establecieron un protectorado sobre Túnez, un pobre y relativamente pequeño país con una población en 1945 de sólo tres millones de habitantes. En Marruecos, la desaparición del poder del Sultán otomano coincidió con la decadencia de la propia autoridad del sultán de Marruecos, lo que sirvió de invitación y excusa para la intervención extranjera, pero el poderío francés no logró implantarse tan fácilmente debido a las ambiciones de otras naciones europeas. En los primeros años del siglo XX, Francia obtuvo vía libre en Marruecos dejando por su parte expedito el camino a Italia y Gran Bretaña en Libia y Egipto, respectivamente, evitando dar satisfacción a una reivindicación de Alemania (que aceptó una compensación en África central) y permitiendo que España se apropiase de la franja septentrional desde la que los árabes la habían invadido 1.200 años antes. El Tratado de Fez, que los franceses concertaron con el sultán en 1912, coronó estos éxitos diplomáticos y estableció un protectorado del mismo tipo que el de Túnez, si bien el país entero no estuvo sujeto a un control francés efectivo hasta los años treinta. Tánger se convirtió en una zona internacional y por consiguiente en un paraíso para falsificadores y tramposos. Los italianos vieron recompensados sus servicios cuando se les permitió en 1911 tomar Tripolitania a los turcos en vísperas de las guerras balcánicas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, todo el norte de África se convirtió en un campo de batalla o, en el caso de Marruecos, en una zona de retaguardia militar. Igualmente importantes fueron las consecuencias políticas de la guerra, especialmente la Carta Atlántica, la retirada de Francia de los países árabes de Siria y Líbano, y la aparición en escena de los estadounidenses, incluido el propio presidente Franklin D. Roosevelt, que mantuvo una entrevista a la que se dio mucha publicidad con el sultán de Marruecos, Mohammed V ben Yusuf. El líder nacionalista tunecino, Habib Burguiba, fue liberado de una prisión francesa en 1943, viajó a El Cairo en 1945 y de allí se trasladó a Estados Unidos, y finalmente se estableció en su país natal una vez más en 1949. El líder marroquí, Alla al-Fasi, que había estado encarcelado de 1937 a 1946, también fue a El Cairo y luego se asentó temporalmente en Tánger. En 1947, la recién consti· tuida Liga Árabe creó una Oficina del Magreb (Magreb = Oeste en árabe; el Magreb comprende al menos Marruecos, Argelia, Tunicia y a veces también Tripolitania), institucionalizando de esta forma el interé~ árabe en lo referente a los asuntos de África del Norte, interés que iba a hacerse más profundo y efectivo en los años venideros. Tanto Francia como Italia habían sido derrotadas en el transcurso de la guerra. -0-mbas, sin embargo, acabaron en el lado de los vencedores. Por lo que respecta a Africa del Norte, Italia pagó el precio de la derrota mientras que Francia obtuvo la recompensa de la victoria; Italia perdió sus colonias africanas mientras que Francia vol· vió a instalarse en el Magreb. Allí, los franceses, conscientes de la necesidad de intro· ducir cambios, pretendieron efectuarlos dentro del marco de los tratados de El Bardo y Fez, pero los nacionalistas aspiraban a acabar de una vez por todas con la condición de protectorado. En los tres territorios, los franceses habían fomentado la inmigración de modo que existía una considerable población francesa asentada y dedicada a la agri· cultura o al comercio, además de los administradores franceses que gobernaban Argelia y habían llegado a hacer otro tanto en Marruecos y Tunicia (o Túnez) a pesar de la soberanía del sultán y del bey. Existía una elite que había recibido una educación fran·· cesa y que tenía un alto concepto de la cultura de Francia que era lo que los franceses pretendían, pero que asimismo se sentía atraída por la idea de la independencia, algo que los franceses no habían previsto. Estos nacionalistas partidarios de la moderniza· ción se encontraron ligados -si bien el único punto en común era el nacionalismo-- a los revoltosos tradicionalistas, para lo que, desde una perspectiva conservadora y musulmana, la presencia francesa era odiosa. Atrapado entre estas corrientes, el bey de Túnez mantuvo una actitud ineficazmente irresoluta y vacilante hasta que fue más o menos captado y conquistado por los franceses, para su propio desconcierto futuro, mientras que el mucho más joven sultán de Marruecos se mostró también vacilante pero tenía una mayor claridad de objetivos y acabó por unirse al movimiento nacionalista siendo enviado al exilio por los franceses para su propio beneficio futuro. Los gobiernos de la IV República francesa fueron todos coaliciones que incluyeron a ministros deseosos de hacer importantes concesiones a los movimientos nacionalis· tas y a otros ministros que no querían hacer a los colonos la vida desagradable. Se trata de una combinación imposible que colocó a Francia en una posición de ineficacia, per· mitió que Túnez y Marruecos consiguiesen sus objetivos y llevó al grupo más numeroso de los colonos, los argelinos, a la revuelta contra el gobierno de Francia. El primer plan francés fue también el primer fracaso francés. La Unión francesa, concebida en 1946, creó la nueva categoría de los estados asociados pensando en Mamiecos y Túnez, y también en Vietnam, Laos y Camboya, pero mientras el trío de países asiáticos acep-

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tó esta nueva condición, la pareja africana la rechazó. Hubo, no obstante, razonables esperanzas de alcanzar un arreglo con Túnez tras el regreso de Burguiba en 1949 y hasta su detención a comienzos de 1952. Robert Schuman, primer ministro de Francia, habló en 1950 de la independencia a la que a la larga accederían los estados protegidos, y se discutieron seriamente reformas intemas de naturaleza democrática; el partido Neo-Destour de Burguiba tuvo representación en el gobiemo del bey. Pero muchos nacionalistas consideraban insuficientes las reformas excepto posiblemente como un primer paso, mientras que los franceses las entendían como un largo camino sin que ningún otro paso estuviera previsto a corto plazo. Antes de que acabara el año 1951, el diálogo se había transfonnado en rivalidad y competencia por lograr el apoyo del bey. El propio bey estaba tan poco seguro de cuál era el mejor modo de proceder que a veces parecía un nacionalista y otras veces un títere en manos de los franceses, los cuales le presionaban para que aceptase las proyectadas reformas. A principios de 1962 ganó terreno en París una línea de acción más dura. Burguiba fue detenido en enero y el primer ministro, Muhammad Chenik, fue destituido y arrestado en el mes de marzo. El bey aceptó el programa francés y una serie de nacionalistas huyeron a El Cairo. En Túriez, los cambios constitucionales que se habían pretendido que satisficiesen a los nacionalistas, se impusi.eron por la fuerza y en contra de su voluntad. La tentativa de alcanzar bilateralmente un acuerdo había fracasado, ya que la conformidad del bey carecía de importancia en contraste con el desacuerdo de los nacionalistas que ahora llevaban el debate a la esfera internacional. Los dos años siguientes únicamente confirmaron el fracaso y pusieron al descubierto sus consecuencias. Más tarde, en 1954, Pierre Mendes France, tras su paz relámpago en Indochina, insistió en que el problema tunecino debía ser resuelto de manera no menos radical. Viajó a Túnez acompañado por el mariscal derechista Juin para proponer un autogobiemo interno pleno. Su caída se produjo en febrero de 1955, antes de que su iniciativa hubiese dado frutos, pero su sucesor Edgar Faure prosiguió las negociaciones y, en junio, Burguiba aceptó las propuestas francesas como un paso hacia la independencia, y regresó a Túnez. Nueve meses más tarde, el 20 de marzo de 1956, Túnez alcanzó la independencia plena y suscribió un tratado con Francia que incluía una disposición para el estacionamiento de tropas francesas en el país. El caso marroquí no fue muy diferente. Un período de auténtica negociación reveló a ambas partes la gran distancia existente entre el programa francés de gradualismo democrático y la determinación de los nacionalistas de obtener la independencia sin más demora. La principal diferencia entre el caso marroquí y el tunecino estriba en el temperamento de sus respectivos líderes. Mohammad V ben Yusuf había mostrado indicios de vinculaciones personales con el partido Istiqlal (Independencia) al finalizar la guerra, y al hacerlo había destruido la base de gobierno en Marruecos que, durante el mandato de siete años del general Nogues como residente general, había descansado en las buenas relaciones personales entre ambos hombres, o sea, en el dialogue sulw.n-résident. Un segundo factor importante fue el aislamiento de los colonos franceses con respecto al mundo exterior durante los años de la guerra comprendidos entre 1940 y 1942, un aislamiento que tuvo mayores consecuencias en Marruecos que en Túnez porque la comunidad francesa en Marruecos estaba también aislada con respecto a la población musulmana circundante a causa de la política prebélica de Lyautey consistente en emplazar nuevas ciudades francesas lejos de los tradicionales centros de la vida marroquí. Desde 1947 hasta 1951, el mariscal Juin fue residente general

pero a pesar de su algo lúgubre presencia, se inició un nuevo dialogue París-Fez y el sultán visitó la capital francesa en 1950. Los franceses, sin embargo, creían que tenían una alternativa a la negociación con los nacionalistas, a los que ellos y algunos marroquíes estaban tentados a tachar despectivamente de pueblerinos irresponsables y sin carácter, considerando que su importancia era menor que la de personajes tradicionales como el pro francés y antisultán rajá de Marrakech, El Glaui. El sultán fue persuadido -con posterioridad afirmó que coaccionado- para firmar en 1951 decretos que ponían en marcha las reformas que los franceses tenían previsto introducir, pero la consiguiente agitación en Marruecos y en otros lugares del mundo árabe le llevó a un distanciamiento con respecto a los franceses y por espacio de ~n año hubo un creciente desconcierto y desorden que culminaron en diciembre de 1952 en violentas y bárbaras explosiones antiblancas en Casablanca. En el mes de febrero siguiente, el sultán fue enviado al exilio. Su ausencia, sin embargo, no sirvió para restablecer el orden o fortalecer el dominio francés, mientras que en el Marruecos español una asamblea de notables rehusaba reconocer al tío del sultán exiliado, Muhammad ben Arafa, al que los franceses habían instalado en el trono. En 1955, a continuación de que tuviera lugar el arreglo con Túnez, el sultán fue traído de nuevo y antes de que acabara el año Francia había accedido a conceder la plena independencia. Comenzó a tener vigencia el 2 de marzo de 1956., Tanto Manuecos como Túnez pasaron a ser miembros de pleno derecho de la Liga Arabe en octubre de 1958. Antes de que esto ocurriera, la revuelta argelina, un problema incomparablemente más grave, había comenzado. El rompimiento de las hostilidades, acaecido en las montañas de Aures en 1954, fue en un principio considerado como un nuevo episodio de los ya familiares problemas coloniales, pero la situación se deterioró y fue adquiriendo gravedad hasta convertirse en una guerra que involucró a la flor y nata del ejército francés y a toda la panoplia del mando militar, y que produjo censura, terrorismo tortura -tres diferentes formas de desafío blanco francés a la autoridad de París- así como la caída de la IV República y el éxito por parte de Argelia -hazaña única en África hasta Zimbabwe- en la consecución de la independencia por la fuerza de las amias. La situación no tenía paralelo en el resto de África. La población europea había formado parte del país durante mucho más tiempo que cualquier otra comunidad colonizadora, estaba más cercana de la Madre Patria, y en las ciudades principales era tan numerosa, o casi tan numerosa, como la de los musulmanes; los servicios que había prestado a Argelia eran considerables. También jurídicamente la situación era peculiar, puesto que Argelia constitucionalmente formaba parte integrante de la Francia metropolitana, de tal modo que los franceses que ni tan siquiera podían concebir la idea de una Argelia separada e independiente tenían una venda en los ojos pero, sin embargo, no estaban manteniendo ninguna ficción. Esta situación jurídiéa contribuía a reforzar una obstinada actitud psicológica que hacía que, visto desde fuera, uno se preguntase cómo era posible que los franceses fueran los únicos en el mundo incapaces de darse cuenta de que sus días como dominadores de Argelia estaban contados. Por añadidura, los franceses, al igual que los británicos en Oriente Medio tras su salida de la India, aborrecían la idea de nuevas capitulaciones después del hundimiento de su imperio en Indochina; así como los africanos se vieron alentados por la conclusión del dominio francés y británico en Asia, de la misma forma pero en sentido inverso los franceses y británicos se vieron influidos en sus políticas africanas por sus experiencias posbélicas en el continente asiático, cometiendo -en Argelia y Egipto en particular- errores de

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comprensión y de medida del tiempo que hubieran podido evitar si no hubiesen sentido que su descenso desde el primer puesto estaba resultando ser demasiado precipitado para la dignidad o la seguridad nacionales. En Argelia, además, los veteranos oficiales franceses desarrollaron, a la sombra de la derrota en Indochina, un sentido mesiánico tan fuerte que deformó su sentido de la proporción y les condujo finalmente a olvidar y abandonar sus juramentos de lealtad a la bandera. Estos oficiales se convencieron a sí mismos de que pertenecían a la gallarda y presciente casta de los salvadores con espada, de que eran los únicos que apreciaban toda la gravedad de la amenaza comunista para la civilización, y de que el suyo era el honroso destino de capitanear la resistencia contra los fantasmas de la oscuridad y abrir los ojos de los haraganes de mente confusa a los peligros y responsabilidades del siglo XX. Este determinismo apocalíptico iba acompañado de una emoción casi igual· mente apasionada que era local y práctica en lugar de cósmica y visionaria. La tarea de administrar día a día extensas regiones de Argelia había pasado a ser responsabilidad del, ejército, y al gobernar sus respectivas localidades los oficiales habían ido adquiri.endo una habilidad, conocimiento y simpatía hacia el pueblo a su cuidado que -como ellos juzgaban acertadamente- ninguna otra autoridad podría fácilmente suplir. La revuelta de Sétif en 1945 fue un presagio. Al igual que un similar levantamiento en Madagascar en el mismo año, esta revuelta fue sofocada con brutalidad, causando numerosas víctimas; Francia en 1945 no estaba en situación de hacer las cosas a medias. El líder nacionalista Ferhat Abbas fue detenido y a la comunidad francesa se le dio la excusa y el incentivo de arrogarse una autoridad que pertenecía en justicia al gobierno de París. La debilidad y las divisiones de los gobiernos de la IV República permitieron que esta autoridad se ejerciese y se ampliase hasta que la vuelta al poder del general De Gaulle en 1958 la puso a pmeba y no logró superarla. No hubo, sin embargo, ninguna amenaza efectiva al dominio francés durante la década transcurrida entre el levantamiento de Sétif de 1945 y la revuelta de las montañas de los Aures a finales de 1954. Durante estos años, los ministros y gobernadores generales franceses trataron de mitigar la represión del nacionalismo templándola con el progreso econórriico y reformas democráticas, pero no consiguieron aplacar a los nacionalistas, cuya aspiración no era la reforma sino la independencia, y se habían enemistado con la comunidad europea, que estaba demasiado absorta con la represión para ocuparse de otras cosas. Este dilema se vio vivamente ilustrado durante la primera fase de la revuelta. La derrota del gobierno Faure en noviembre de 1955 había sido seguida de unas elecciones generales y de la formación de un gobierno de minoría encabezado por Guy Mollet. El nuevo primer ministro se atrevió a buscar una vía para lograr que la lucha cesase. A pesar de todo, cuando fue a Argel los europeos le arrojaron basura, mientras que los contactos con los líderes del insurrecto Front de Libération Nationale (FLN) resultaron totalmente improductivos. Mollet designó al general Catroux, un militar muy respetado y de mentalidad liberal, como gobernador general, pero Catroux dimitió del cargo al cabo de una semana y sin haber siquiera abandonado Francia. En mayo de 1956, Mendes France dimitió del gobierno Mollet alegando que éste no estaba haciendo todo lo necesario, mientras que el primer ministro probablemente pensaba que si se arriesgaba y emprendía una acción más atrevida, provocaría una lucha entre París y los europeos de Argelia que París no ganaría. En octubre de 1956 la debilidad de París quedó ilustrada dramáticamente, y su posición con respecto al FLN se vio gravemente daña· da, cuando cinco dirigentes del FLN, entre los que estaba incluido Ahmed Ben Bella,

fueron secuestrados al regresar vía aérea de una reunión con el sultán de Marruecos. El avión en el que viajaban, que estaba matriculado en Francia y pilotado por un francés aunque su servicio estaba a cargo de una compañía no francesa, fue desviado de su destino a Argel sin el conocimiento del gobierno de París. Durante los dieciocho meses siguientes las posiciones políticas permanecieron irreconciliables, el ejército francés y el FLN consiguieron llegar a una situación en la que ninguno podía infligir una derrota al otro, el terrorismo se intensificó por ambas partes extendiéndose a París y a otras ciudades de Francia, la tortura se convirtió en un instrumento de gobierno habitual, y toda intención de aplicar la nueva Constitución de compromiso llamada Estatuto Argelino de 1947 fue finalmente abandonada. La situación parecía haber llegado a un callejón sin salida, a un impasse total, tanto política como militarmente. En este mismo período, Marruecos y Túnez se implicaron más estrechamente en el conflicto. El sultán de Marruecos se había sentido profundamente ofendido por el secuestro de Ben Bella, que había sido su huésped hacía nada más una o dos horas antes, y Burguiba se enfadó cuando los franceses -irritados por la libertad e impunidad con que el FLN utilizaba el territorio tunecino y marroquí como refugio donde poder descansar y reparar daños sin temor a ningún ataque- lanzaron un ataque aéreo sobre Sakiet en Túnez, en febrero de 1958, resultando muertas setenta y cinco personas; Burguiba amenazó con cortar los suministros a las unidades francesas en Túnez. El monarca marroquí y el presidente tunecino se habían reunido en Rabat a finales de 1957 y se habían ofrecido a mediar, pero los franceses, dejándose llevar por el optimismo a causa de algunos recientes éxitos en el campo de batalla, habían declinado el ofrecimiento. Burguiba persistió en sus intentos de hallar una solución pacífica, no sin cierta consideración hacia los crecientes vínculos entre el FLN y Egipto, país con el que mantenía malas relaciones como con· secuenciá de un atentado contra su vida del que acusaba a Nasser. Se habló de una federación magrebí que incluiría a una Argelia independiente así como a Marruecos Y Túnez. El 28 de mayo de 1958 el último primer ministro civil de la IV República francesa, Pierre Pflimlin, dimitió víctima de la guerra argelina para la que ni él ni sus cinco predecesores habían podido encontrar solución. El 13 de mayo, Argel se había rebelado contra París, y un gobierno integrado por residentes franceses y jefes del ejército se hizo cargo del poder en Argelia. El 30 de mayo, según estaba previsto, este gobierno tomaría el poder en París mediante un golpe de Estado. Casi toda Córcega, el necesario trampolín, había aceptado al régimen rebelde, y a la mitad de los comandantes de las regiones militares de Francia se les consideraba desleales. Sólo seguía existiendo un único obstáculo en la capital para obtener el éxito: un francés de enorme prestigio y excepcional habilidad política. El 1 de junio el general De Gaulle fue investido de plenos poderes. El 4 de junio se trasladó a Argel. Sólo es posible hacer conjeturas sobre cuál era la política que tenía De Gaulle en junio de 1958. Puede ser que no tuviera decidida ninguna política concreta pero probablemente se dio cuenta de cuál sería el inevitable final. Lo que sucedió es que, mediante una mezcla de autoridad y ambigüedad se impuso a la situación y paulatinamente adquirió el poder para imponer a ésta una solución. Tardó casi cuatro años en lograrlo. Haciendo lo necesario para mantener la iniciativa pero no tanto como para revelar su estrategia, impidió que grupos potencialmente hostiles actuasen contra él hasta que fue ya demasiado tarde. Comenzó por hacer las paces con Túnez y Marruecos accediendo a la retirada de las fuerzas francesas de ambos países (excepto de la base naval tunecina de Bizerta). A continuación desplazó de Argelia a muchos oficiales

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superiores que, aunque estuvieron dispuestos a protestar por sus destinos, no podrían negar la legitimidad de una orden emanada del general. Al general Salan, primordial elemento aglutinador de la desafección y líder del putsch de mayo, se le permitió permanecer temporalmente en su comandancia, pero se le exoneró de sus funciones civiles que fueron ahora una vez más separadas del mando militar supremo. Después de estos movimientos preliminares, y con prudente lentitud, De Gaulle preparó su primer importante informe sobre la futura condición de Argelia y realizó su primera tentativa de paz con el FLN. En septiembre de 1959 ofreció la p9sibilidad de optar (de modo similar a la oferta que hizo a las colonias de Francia en Africa occidental y central en 1958) entre la independencia, la integración a Francia y la asociación con Francia, elección que debería hacerse en el plazo de cuatro años desde el cese de las hostilidades, el cual se definía como cualquier año en que menos de 200 personas hubieran resultado muertas en combate o víctimas del terrorismo. Esta declaración precipitó una segunda revuelta blanca. El 24 de enero de 1960, la comunidad europea dejó claro que se opondría incluso a De Gaulle antes que aceptar la independencia de Argelia. La rev;_.elta resultó un fracaso. El gobierno francés, actuando enérgicamente en Argelia y en Francia, demostró a su vez de qué m(!.nera había crecido la autoridad y el poder de París durante los pasados dieciocho meses. Pero para los argelinos, la oferta de De Gaulle en 1959 se quedaba a medio camino porque era una solución que no suponía en absoluto una verdadera independencia y que para entonces resultaba inaceptable. El apoyo a De Gaulle en Francia, más extendido y más vigoroso en 1960 que en 1958, se debía por una parte al sentimiento de que la guerra estaba durando demasiado y por otra a la inquietud por los métodos que se estaban utilizando para llevarla a cabo. El libro de Henri Alleg La Question concentró la atención en la práctica de la tortura por parte de unidades del ejército francés. El juicio de Alleg en 1960, seguido de la desaparición y -como se supuso correctamente- el asesinato del catedrático universitario comunista francés Maurice Audin, el juicio en 1961 de la joven argelina Djamila Boupacha, las protestas de los cardenales católicos que ocupaban sedes francesas, y un manifiesto firmado por 121 destacados intelectuales, todo ello contribuyó a que la opinión francesa se volviese contra la comunidad francesa y el ejército francés en Argelia. Hacia el final de 1960, los líderes de la revuelta de enero fueron llevados también a juicio. Pero todavía iba a tener lugar una nueva rebelión blanca. Se produjo en abril de 1961. Fue dirigida por cuatro generales y duró cuatro días. Dos de los cuatro generales, Salan y Jouhaud, fueron a continuación sentenciados a muerte in absentia, y los otros dos, Challe y Zeller, que se habían entregado, a quince años de cárcel, si bien todas estas sentencias fueron finalmente reducidas. Del fracaso de esta rebelión surgió la Organisation de l'Armée Secréte (OAS), que recurrió al terrorismo y, al crear entre la población europea temores a represalias por parte de un gobierno independiente argelino, provocó -cuando la independencia se hizo inevitable- un éxodo que privó al país de muchos y muy necesarios técnicos en administración, educación y otros servicios públicos. La victoria de De Gaulle sobre el frente blanco no fue al principio seguida de un progreso en el sector nacionalista. En septiembre de 1959, el FLN había anunciado la constitución de un gobierno provisional argelino en el exilio con Ferhat Abbas como presidente y el encarcelado Ben Bella como vicepresidente, y Ferhat Abbas había abandonado Túnez trasladándose a El Cairo, que iba a ser la sede del gobierno por el momento. De Gaulle, fiel a lo que era su temperamento, contemporizó tras la derrota de la revuelta blanca de enero de 1960, y esta inactividad hizo que los argelinos se volvieran hacia

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Moscú y Pekín en busca de ayuda. Durante el año 1960, por otra parte, se vio de forma patente que el movimiento de opinión entre los argelinos no combatientes se dirigía hacia el FLN y hacia su inequívoca demanda de independencia y no hacia ninguna posi· ción intermedia entre el FLN y los europeos (como De Gaulle es posible que esperase en la época de su declaración de septiembre de 1959). De Gaulle comenzó por coilsiguien· te a moverse con más determinación hacia la negociación con el FLN. Un primer encuentro secreto en Melun, en el mes de junio, fue un fracaso, pero después de una serie de discusiones entre De Gaulle y Burguiba, entre los líderes del FLN y Georges Pompidou (todavía por estas fechas un banquero particular) y entre el FLN y los marroquíes, los tunecinos y los egipcios, se inauguró una conferencia en Evian en mayo de 1961. Pero llegados a este punto, los recelos y las dificultades resultaron ser demasiado grandes, entre estas últimas se hallaba la reivindicación del FLN de ser reconocido como gobierno, el derecho del encarcelado Ahmed Ben Bella a aparecer en la conferencia, garantías para los franceses que pudieran desear permanecer en Argelia, mantenimiento de los derechos franceses sobre la base naval de Mers-el-Kebir, el petróleo sahariano, y las condiciones en que se celebraría el proyectado referéndum sobre la condición de Argelia. Esta conferencia no logró alcanzar un acuerdo, pero en el mes de julio De Gaulle, en un discurso televisado, aceptó de forma inequívoca la independencia argelina. En ese mismo mes, sin embargo, las relaciones franco-tunecinas sufrieron un brusco retroceso cuando Burguiba, preocupado por los derechos tunecinos en el Sahara, pidió una completa evacuación francesa de Bizerta (efectuada en octubre de 1963 una vez que Túnez expuso sus quejas ante las Naciones Unidas, acentuándose así la antipatía de De Gaulle por esta organización)¡ y el FLN adoptó una línea más enérgica cuando Yusuf Ben Khedda sucedió al más moderado Ferhat Abbas al frente del gobierno provisional argelino, apoyó a Burguiba en la cuestión de Bizerta, y pronunció algunos vigorosos discursos en la conferencia de países no alineados de Belgrado, en septiembre. Además, en ese mismo mes la OAS llevó a cabo un fallido atentado contra la vida del general De Gaulle, las actividades de la OAS se intensificaron en toda Francia así como en Argelia, y hubo rumores sobre la proclamación de una república francesa disidente bajo la jefatura del general Salan en Argelia del norte. En octubre, Ben Khedda propuso una nueva ronda de negociaciones. La segunda conferencia de Evian tuvo lugar en marzo de 1962, El 18 de ese mes se firmó un acuerdo de alto el fuego. La conferencia acordó también los términos para la celebración de un referéndum y, presuponiendo que el resultado sería favorable a la independencia, se acordó entre otras cosas que las tropas francesas se irían retirando progresivamente en el transcurso de tres años, con excepción de Mersel-Kebir, que se permitiría ocupar a Francia durante al menos quince años¡ que Fra'ncia podría continuar sus ensayos nucleares en el Sahara y conservar allí sus aeródromos por espacio de cinco años¡ que Francia proseguiría sus actividades económicas en los yacimientos petrolíferos saharianos; y que la ayuda técnica y financiera francesa a Argelia no se vería disminuida durante al menos tres años. El 3 de julio de 1962, Argelia pasó a ser un Estado soberano independiente por primera vez en su historia. Pero sus dirigentes no permanecieron unidos. En las disputas que se sucedieron a continuación, Ben Bella, que regresó a la escena política tras seis años de ausencia, en prisión, obtuvo el poderío pero se ganó la antipatía de colegas y seguidores al actuar con demasiada prisa, al tratar de reorganizar al FLN sobre líneas comunistas, y al intentar desempeñar el papel principal y radical en los asuntos africanos y afroasiáticos, descuidando

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de esa forma urgentes problemas internos. En junio de 1965 fue derrocado cuando estaba a punto de desembarazarse de su ministro de Defensa, el coronel Houari Bume· dian, el cual le sucedió como jefe del gobierno. Ben Bella estuvo encarcelado hasta 1978, año en que consiguió huir, manteniéndose como fugitivo hasta 1990. La política de Bumedian consistía, en lo referente a asuntos internos, en: una nueva estructura de gobierno, capitalismo de Estado, nacionalización de los recursos naturales, vigorosa explotación de las reservas de petróleo y gas, e industrialización¡ y en asuntos exteriores: relaciones prudentement~ buenas con la URSS, manteniendo la colaboración con Francia, una entente magrebí, y una activa asociación con los estados árabes contra Israel. Bu median dirigió un Consejo de la Revolución que se creó en este momento¡ él mismo era el presidente pero no fue revelada la identidad de los otros f!1iembros. En 1968 designó a una serie de autoridades regionales para asuntos económicos y socia· les y las hizo electivas un año más tarde. El descontento -puesto de manifiesto bruscamente a raíz de una abortada revuelta del ejército capitaneada por el coronel Tahar Zbiri- se centraba en el hecho de que no se hubiese efectuado inmediatamente el reparto de los latifundios ni se hubiese concedido a los obreros de la industria todo el control en la gestión que muchos de ellos querían, pero en general el nuevo gobierno quedó rápi· da y firmemente consolidado. En el terreno de la política exterior, Bumedian firmó una serie de acuerdos con Francia para el desarrollo y nacionalización de la industria minera y otras, asegurándose tanto la ayuda francesa como el control argelino. También consiguió que volvieran a Argelia 300 obras de arte que se habían llevado los franceses. En 1967, Francia desmanteló las bases terrestres que todavía tenía en Argelia y al año siguiente hizo lo mismo por lo que respecta a la base naval de Mers-el-Kebir. Bumedian visitó Nloscú al poco tiempo de haber accedido al poder, rompió relaciones diplomáticas con Gran Bretaña a causa de Rodesia, declaró la guerra a Israel y envió tropas para combatir contra ese país, y rompió relaciones con Estados Unidos. Cuando se celebró en Argel, en 1969, el primer festival cultural panafricano, éste contó con la presencia del presidente de la URSS y del ministro francés de Asuntos Exteriores, así como con el con• curso de destacadas personalidades africanas y de otros países. Argelia se enfrentó con Marruecos en una breve guerra, en 1963, a causa de un liti· gio sobre una frontera común y como resultado de la desaparición del control francés en ambos países. La monarquía conservadora de Marruecos y la república socialista argelina no estaban precisamente llamadas a entenderse, incluso aunque no hubiese existido una frontera mal definida, pero las conversaciones entre el rey Hassan II y Bumedian en 1968-1970 condujeron a un arreglo que fijó la frontera y estipuló asimismo la explotación conjunta del mineral de hierro en Tinduf sobre la base de que la pro· pia Tinduf estaba en Argelia. Este acuerdo era clara y visiblemente favorable a Argelia. Marruecos lo firmó con la esperanza de obtener el apoyo argelino contra Mauritania en el traspaso de la Mauritania española (Río de Oro). Pero esta maniobra fracasó. Bumedian dirigió un Estado con un solo partido durante trece años, durante los cuales el FLN se disolvió en camarillas, se hizo corrupto y perdió buena parte de su auto· ridad sobre el ejército. Fue destituido en 1978 y lo sustituyó, tras un intervalo, el coronel Chadli Benyedid, que no fue capaz impedir la corrupción, de solucionar la pobreza ni de hacer disminuir la insatisfacción. En 1988 continuaban las revueltas y una intervención militar abierta, mientras una elite envejecida intentaba gobernar un país en el que las tres cuartas partes de la población tenían menos de veinticinco años, y casi la mitad eran menores de catorce. En 1989 se estableció una nueva Constitución que des-

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ibía a Argelia como una democracia pluripartidista, pero en realidad se estaba conen un país dividido en facciones, en el que los partidos (antiguos y moder· nos) y el ejército se estaban descomponiendo y perdiendo su legitimidad y su autori·· dad. El Frente Islámico de Salvación (FIS), creado en 1989, alcanzó grandes éxitos en las elecciones locales de 1990, y ganó de hecho las elecciones generales del año siguien· te· el FLN obtuvo sólo 16 escaños en la primera vuelta y canceló la segunda. Chadli fue obligado a dimitir y un improvisado Alto Consejo de Estado persuadió a Muhammad Budiaf, héroe de la guerra de independencia, para que regresara de Marruecos, donde se había refugiado tras ser condenado a muerte por Ben Bella en 1964, y asumiera la presidencia. Budiaf era un musulmán devoto y gran promotor de un gobierno civil y laico, pero fue asesinado a los pocos meses de formarlo, y el ejército nombró al general Uamín Zerual en su lugar. Budiaf y, tras él, Zerual, se encontraban con el dilema de intentar destruir o disolver al FIS que, a pesar de ser islámico e insistir en el estableci • miento de normas y comportamiento musulmán más rigurosos, no pretendía establecer un Estado teocrático islámico al estilo del sudanés o el iraní. El FIS fue prohibido y miles de sus seguidores arrestados, pero Zerual era más partidario de la conciliación que de la erradicación, siempre que pudiera hacerlo sin afrentar a los militares partidarios de la destrucción. En 1994 mantuvo conversaciones con diversos dirigentes de partido, excluido el FIS, pero estos partidos no deseaban medidas para volver a la democracia sin la cooperación de aquél; más tarde, ese mismo año, el FIS asistió a una conferencia celebrada en Roma, que fue por esa razón boicoteada por el gobierno. De ella salió un Compromiso Nacional que el FIS aceptó y el gobierno rechazó. Al año siguiente, con el FIS prohibido, Zerual, convertido en civil, fue reelegido. El país estaba en estado de guerra y anarquía, cientos de personas eran asesinadas a diario, y los empresarios, el FMI y los acreedores externos estaban sumidos en el pesimismo. Entre Marruecos y Mauritania existía un vínculo en tanto en cuanto España conservase sus posesiones africanas, pero existía un subyacente conflicto sobre la suerte final de una de estas posesiones: Río de Oro. España había cedido el Marruecos español a Marruecos en 1956, conservando no obstante las ciudades de Melilla y Ceuta y otros tres pequeños enclaves cuya población era fundamentalmente española. En 1957, España envió tropas a lfni, en el sudoeste de Marruecos, pero en 1958 cedió este territorio a Marruecos hasta una latitud sur de 27º 40'. Quedaban las islas Canarias, que siguieron formando parte de España, y Río de Oro, reclamado tanto por Marruecos como por Mauritania. Estos pretendientes rivales estaban unidos entre sí en contra de la presen· da española en un territorio donde se habían descubierto en 1945 las reservas de fosfatos más ricas de todo el mundo. Mam1ecos, que dependía enormemen.te de las exporta·· dones -y por tanto del precio mundial- de los fosfatos, hubiera deseado adquirir la totalidad de Río de Oro pero estaba dispuesto a conceder una parte sustancial de éste a Mauritania antes que tener que asistir a la creación de un nuevo Estado, posiblemente con un mol').arca hispanófilo y una amplia ayuda y tutela españolas; Mauritania deseaba impedir la creación de un Gran Marruecos. España, que había enunciado su inten· ción de abandonar el territorio en 1974, quería que se celebrase un referéndum del que saldría una mayoría a favor de un nuevo Estado independiente. Marruecos combatió este proyecto pidiendo a la ONU que preguntase al Tribunal de Justicia Internacional quién había estado en posesión de Río de Oro antes de que los españoles llegasen allí. El Tribunal contestó en 197 5 que la condición de Río de Oro debería determinarse sobre la base de la autodeterminación y no recurriendo a la historia pasada.

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Mientras el Tribunal se hallaba todavía deliberando, Marruecos alcanzó un acuerdo preliminar con Mauritania sobre la explotación de los fosfatos y en 1975 el rey Hassan condujo personalmente a 350.000 marroquíes a lo largo de algunos kilóme· tras hacia el interior de Río de Oro en una manifestación destinada a forzar a España a negociar con Marruecos y Mauritania y no ceder su puesto a una tercera autoridad. España acordó a finales de año transferir Río de Oro a los dos pretendientes africanos conjuntamente, y ellos, cinco meses después, se lo repartieron: dos tercios para Marruecos y un tercio para Mauritania. Argelia veía con recelo un acuerdo que se había llevado a cabo sin su intervención y que obstruía su acceso al Atlántico. Decidió apoyar al Polisario (Frente Popular para la Liberación de Saguiet el-Hamra y Río de Oro) que llevaba existiendo desde 1973 y sostenía que Río de Oro no debía pertenecer ni a Marruecos ni a Mauritania. En febrero de 197 6 se proclamó (en Libia) una República Democrática Árabe Saharaui. Marruecos y Mauritania unieron sus fuerzas contra el Polisario, pero para este último país el esfuerzo era demasiado grande dada su penuria económica, y en 1978 el ejército quitó de en medio al presidente Ould Daddah y abandonó la lucha. La guerra no obstante prosiguió porque las tácticas y recursos del Polisario, eficac~s contra Mauritania, no lo eran sin embargo contra Marruecos. Mientras que el Polisario era capaz de infligir derrotas militares a Mauritania cuyas consecuencias económicas esta no podía asumir, Marruecos era un país más importante en todos los sentidos y no se podía disponer de él con tanta facilidad. Aun así, Marruecos tampocó era capaz de apartar al Polisario de la escena. El conflicto tenía dimensiones más amplias. El Polisario contaba con el apoyo argelino y con armas rusas. Marruecos por su parte recibía ayuda de Francia y Estados Unidos. El rey Hassan, que combinaba la ostentosa riqueza con la habilidad política, disponía de la confianza de su ejército y explotaba el nacionalismo que impregnaba a todos los estratos y partidos marroquíes. Era a los ojos de los estadounidenses un bastión contra el comunismo en África noroccidental. En el período que siguió a la caída del sha de Irán, cuando se estaba poniendo en duda la lealtad de Washington hacia sus aliados, Estados Unidos juzgó oportuno prometer al rey una creciente ayuda militar y de otro tipo, aunque sólo fuera para aquietar esta corriente antiestadounidense. (Las promesas, una vez dadas, fueron cumplidas sólo tardíamente.) El rey cortejó aún más a Occidente con su buena disposición ·para destacar modestas fuerzas a zonas conflictivas como la provincia Shaba en el Zaire. Argelia, por otra parte, aunque sospechosamente izquierdista, era potencialmente un aliado más sólido. Era para Marruecos lo que la India para Pakistán según el esquema geopolítico occidental: un valioso amigo desde el punto de vista económico y estratégico, pero dudoso desde el punto de vista político. La muerte de Bumedian, en 1979, no cambió esta ecuación sustancialmente, ya que el sucesor de Bumedian era el más prudente Chadli Benjedid, que se esperaba que desempeñase el mismo papel con respecto a Bumedián que Sadat con respecto a Nasser. Chadli consolidó su posición personal como sucesor de Bumedian y trazó a grandes líneas la idea de un Gran Magreb federado. El primer paso fue un tratado con Túnez en 1983, al que más tarde se adhirió Mauritania. Las maniobras y tentativas para mejorar las relaciones con Marruecos se vieron obstaculizadas por las diferencias de ambos países por lo que respecta al Sahara Occidental y las dificultades se agravaron cuando el coronel Gaddafi visitó por sorpresa Rabat en junio de 1983 y vendió su apoyo al Polisario a cambio de un compromiso marroquí de mantenerse al margen del embrollo del Chad. Pero el intento marroquí de aplacar a Gaddafi para así man·

tener a Libia alejada del Polisario molestó a Estados Unidos, y, en 1986, el rey Hassan abrogó su tratado con Libia para poder restablecer relaciones con Washington. El mismo año, Hassan celebró el 25 aniversario de su coronación. Combinó la autocracia y la ostentación con la astucia política. Obtuvo la confianza de su ejército y explotó el nacionalismo de todos los marroquíes, al margen de partidos y clases. Todo patrocinio, político y religioso, estaba en sus manos. Los partidos políticos, que desde 1977 estaban legalizados, aceptaban una democracia nominal por la que a cambio ofre·· cían buen comportamiento. El fundamentalismo religioso fue suprimido, a pesar del amplio apoyo popular. Los partidos de izquierda que no fueron de.struidos estaban minados por la policía secreta. Su política en el Sahara no fue cuestionada, pero el éxito de la misma animó a los opositores, cuyas voces habían sido silenciadas por el patriotismo, a expresarse contra la autocracia monárquica. En 1993 aumentó notablei:nente su crédito inaugurando una enorme mezquita y permitiendo las primeras elecciones en nueve años (para dos tercios de los escaños del Parlamento). Los partidos de la oposición obtuvieron algunos avances, pero no suficientes como para preocupar al rey. En el Sahara, Marruecos estaba preocupado principalmente por mantener al Polisario alejado de sus provincias atlánticas. El rey Hassan rechazó la petición de la OUA para que llevara a cabo conversaciones con el Polisario, aunque estaba dispuesto a respaldar un referéndum que, se suponía, le daría aquellas zonas disputadas que realmente le importaban a costa de dejar que la~ otras se convirtiesen en una república saharaui independiente. Entre tanto, Marruecos iba haciendo retroceder al Polisario mediante la táctica, ignominiosa pero efectiva, de construir muros de arena a lo largo de 2.000 km de desierto. Esta línea, salpicada de fuertes cada 5 km y protegida por 100.000 soldados, creó enclaves en los que se asentaban inmigrantes marroquíes. Pero la guerra era ruinosamente cara y, en 1987, Hassan aceptó una reunión con Chadli, esperando poder suprimir la ayuda argelina al Polisario. Al Polisario se le permitió mantener su gobierno en Argel pero perdió las subvenciones argelinas, y a finales de la década sus dirigentes disentían sobre si continuar la lucha y, en tal caso, sobre cómo obtener fondos. Para 1992 parecía una fuerza agotada. Un grupo de 2.000 observadores y pacificadores de las Naciones Unidas (MINURSO) supervisó un referéndum en el que se ofrecía la elec· ción entre la independencia y la incorporación a Marruecos, pero el apoyo de Estados Unidos y las luchas internas en Argelia per~itieron a Hassan mostrarse inflexible ante cualquier tipo de autonomía y sofocar los planes de referéndum. Marruecos se liberó simultáneamente de sus preocupaciones en el frente mauritano cuando Mauritania, que se había adherido al tratado entre Argelia y Túnez de 1983 y había reconocido a la República Árabe Saharaui, se vio inmersa en problemas tanto internos como al sur de sus fronteras. Las estrecheces económicas, aumentadas por un ejército invasor, exacerbaban las tensiones étnicas y de clase. Mauritania estaba habitada por dos tribus moras (beidos y haratines) y por negros. Los beidos, de tez clara, constituían una casta dominante, pero los haratines, descendientes de esclavos, los doblaban en número, mientras que los negros, aproximadamente un tercio del total, eran parientes de los fulani, los wolof y otras tribus senegalesas. Bajo el brutal gobierno del coronel Masouiya Ould Taya, que llegó al poder en 1984, miles de mauritanos fueron asesinados en una serie de masacres que tuvieron lugar entre 1989 y 1992, y decenas de miles huyeron a Senegal. La ilegada de esos refugiados no musulmanes provocó la expulsión de unos 70.000, y creó durante cierto tiempo una amenaza de guerra. (Había unos diez mauritanos en Senegal por cada senegalés residente

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El destino de las colonias norteafricanas de Italia después de la guerra debían decidirlo las cuatro principales potencias victoriosas antes de septiembre de 1948, y si no lograban ponerse de acuerdo, el problema sería transferido a las Naciones Unidas. Los gobiernos británico e italiano idearon un plan, llamado el Plan Bevin-Sforza por ser éstos los apellidos de sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores, según el cual se crearía un Estado libio independiente al cabo de diez años y hasta entonces las tres partes existentes estarían bajo tutela británica o italiana: el Fezzan {que era codiciado por los franceses que querían añadirlo a Túnez) estaría bajo fideicomiso italiano; Tripolitania, situada en el medio, bajo administración británica durante dos años y luego delegada en fideicomiso a Italia durante los otros ocho; y Cirenaica, más al este, bajo fideicomiso británico durante los diez años. Este plan no era del agrado de árabes y rusos, que propusieron un fideicomiso de la ONU durante cinco años (también propusieron fideicomisos de la ONU por cinco y diez años para Eritrea y la Somalia italiana). La comisión política de la Asamblea aceptó el Plan Bevin-Sforza pero la propia Asamblea no logró aprobarlo y a continuación hubo un período de negociación e investigación a

cargo de un comisario de la ONU (Adrian Pelt), a raíz del cual todo el imperio norte· africano de Italia se convirtió en una monarquía constitucional tripartita bajo la jefatura del emir de Cirenaica, Muhammad ldris al-Sanusi, que pasó a ser el rey Idris de Libia. El nuevo Estado comenzó su existencia el primer día de 1952 y poco después con· certó un acuerdo con Gran Bretaña que aseguraba una indispensable ayuda económica y armas a Libia y derechos militares a Gran Bretaña en el pequeño puesto de El Adem. Los estadounidenses establecieron con posterioridad una base mayor en Wheelus Field. En 1969, el rey fue expulsado por oficiales del ejército que estaban irritados por la corrupción en los altos puestos. Su líder era el coronel Gaddafi, que desdeñaba los pactos y convenciones interviniendo siempre que le fuera posible para ayudar {sobre todo a los palestinos) o para hostigar (a las compañías de petróleo, los comunistas, Israel, y los gobiernos establecidos, especialmente las monarquías). Dentro del mundo árabe, Gaddafi proyectó una serie de uniones o federaciones que eran insustanciales y fueron puestas crecientemente en solfa: con Egipto y Sudán, en 1969, ampliada a Siria en 1970, pero nunca efectiva; con Egipto y Siria, nuevamente en 1971 y de nuevo sin consecuencia alguna; con Egipto, en 1972 a raíz de la retirada rusa de este país, pero seguida en 1973 de una total ruptura diplomática; con Túnez, en 1974, la más corta de estas tentativas de fusión, puesto que fue denunciada por Burguiba dos días después de ser proclamada; con Siria, en 1980; y con el Chad, a principios de 1981. En este último caso, la unión parecía ser un eufemismo para denominar a lo que de hecho era como poco una anexión parcial. El desprecio por las convenciones por parte de Gaddafi le llevó a organizar el asesinato de sus oponentes políticos que habían huido a países extranjeros, utilizando incluso sus misiones diplomáticas para tal fin. Dentro de África, Gaddafi no sólo desempeñó un papel muy destacado en los complicados asuntos del Chad, sino que se sospechaba que abrigaba ambiciones mucho mayores. El Chad, inmenso, árido y subpoblado (alrededor de unos cuatro millones de habitantes), situado a lo largo de la línea divisoria entre el África árabe y el África de lengua bantú, con seis fronteras internacionales y una supuesta riqueza en uranio, oro, petróleo y otros productos preciosos, era un país endémicamente inestable y una tenta· ción constante. Su primer presidente Fran~ois Tombalbaye, un represel.)tante de la culta elite sureña, no mostró la más mínima comprensión hacia los musulmanes del norte, cuya oposición a su gobierno él insistía en considerar como puro bandolerismo. Constituía además una amenaza para el turismo que esperaba poder fomentar. Hacia 1966 se vio sometido al desarío del FROLINAT, un movimiento de liberación del norte con sede en Libia. El presidente se dirigió a Francia en busca de ayuda, país con el que el Chad, al igual que otras ex colonias francesas, tenía concertado un acuerdo de defensa. (Francia tenía unos 6.000 soldados en África occidental y central por aquellos años, distribuidos a lo largo de trece estados.) Esta ayuda comenzó con suministros pero se amplió en 1968-1970 a una intervención directa con aviones y paracaidistas que aseguraron la posición de Tombalbaye hasta 1975 en que fue asesinado. Su sucesor, Felix Malloum, perdió gradualmente la guerra contra el FROLINAT. Mientras tanto, se produjeron rencillas y divisiones entre los líderes de los diversos ejércitos del FROLINAT. Los franceses se retiraron, Gaddafi respaldó a Gokuni Uedei, que estaba dispuesto a ceder -o a prometer que cedería- la franja de Aozou septentrional y sus reservas de uranio a Libia. Su rival, Hissen Habré, estableció uná breve alianza con Malloum antes de expulsarle y tomar el poder en la capital, N'Djamena, en 1979. Libia, Sudán y Níger gestionaron un acuerdo superficial entre Uedei y Habré, pero en 1980, Libia, condu·

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en Mauritania.) Ould Taya adoptó un sistema de partidos que utilizó en 1992 para reforzar su gobierno autocrático, mientras los diferentes partidos luchaban entre sí. En 1988, el secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, intentó de nuevo resolver el problema sahariano. Marruecos y el Polisario aceptaron el plan de alto el fuego establecido por la ONU, que habría de ser seguido por un referéndum en el que se elegiría entre la independencia y la incorporación a Marruecos. Este acuerdo careció por completo de solidez. A las pocas semanas se había reanudado la lucha, y un año después ,Marruecos firmó con Argelia, Túnez, Libia y Mauritania un tratado para la Unión Arabe Magrebí, que dejó al Polisario aislado. Era una unión geográfica, y no el bloque ideológico que Gaddafi había intentado formar en otras ocasiones. Su frágil cohesión fue puesta pronto a prueba cuando Marruecos {como Egipto) aceptó la llamada de Estados Unidos para enviar tropas a Arabia Saudí durante la guerra del Golfo, mientras que Argelia y T ímez eran más críticos con Estados Unidos, y su población más partidaria de las denuncias de Saddam Husseim contra Estados Unidos e Israel. El sentimiento popular se estaba haciendo más claro e influyente en ambos países. En Túnez, donde Zayn al-Abdin Ben Ali sucedió al venerable pero senil Bourguiba en 1987, se permitió la formación de partidos políticos, aunque los partidos específicamente religiosos fueron prohibidos: el gobierno temía a los fundamentalistas islámicos. En 1994 el gobierno obtuvo todos los escaños. En Argelia la:s revueltas' de 1988 precedieron al establecimiento de cambios constitucionales que la población aceptó en referéndum. La oposición política fue legalizada con limitaciones y se reconocieron los derechos civiles, incluido el derecho de huelga. Como en Túnez, y por las mismas razones, no se podía legalizar ningún partido que defendiera una ideología determinada o que estuviera limitado a cualquier raza o religión, aunque esta disposición se pasó por alto en la práctica, al legalizar el Frente Islámico y el Bereber Rassemblement {Reunificación Beréber). Con la nueva Constitución, cualquier partido que obtuviera la mitad de los votos de una circunscripción a la que le correspondieran varios escaños obtenía la totalidad de los mismos, y un partido que obtuviera menos del 10% de los votos no alcanzaba ningún escaño.

LIBIAY CHAD

ciendo sus tanques rusos a través del desierto con una sorprendente velocidad y eficacia, consiguió que Uedei pudiera expulsar a Habré. En 1981, Gaddafi y Uedei anunciaron una unión de sus dos países. Gaddafi se avino entonces a evacuar sus tropas, a cambio de que los franceses se comprometieran a hacer otro tanto, pero aunque los franceses se retiraron, los libios continuaron ocupando la franja de Uzu. En el resto del país, Habré recuperó y consolidó su posición, pero su empobrecido gobierno se debilitó debido a la caída del precio del algodón, que avivó el descontento popular. La conferencia de paz celebrada en Brazzaville en 1964 fracasó, pero la suerte de Habré se recuperó, principalmente a partir de 1986, cuando Libia, tras fracasar en una nueva ofensiva, abandonó a Gokuni y el propio Gokuni se separó de otro de los opositores de Habré, Acheikh Ibn Ommar. En 1987, el ejército de Habré obtuvo una victoria importante en el norte, aunque sin recuperar la franja de Uzu; justificando así la política del presidente Mitterrand de enviar ayuda a Habré, aunque sin declarar las hostilidades contra Gaddafi. Después de esta victoria, muchos de los enemigos de Habré decidieron acercarse a él o bien huir a Sudán, pero en 1989 un intento de golpe de Estado demostró la agita· ció~ existente tras esa fachada de calma. Los conspiradores, dirigidos por uno de sus antiguos partidarios, Idriss Deby, se sentÍan ofendidos po~ los favores dispensados a antiguos enemigos, personales o tribales, con el fin de sellar la reconciliación y suavizar algunas de las asperezas del gobierno de Habré. Obtuvierón la ayuda libia y, en 1990, volvieron a intentarlo, esta vez con éxito. Francia, que había intervenido en diversas ocasiones para proteger a Habré, se negó a hacerlo de nuevo, a pesar de contar con una fuerza de unos 1.300 hombres en el país. El apoyo estadounidense y su guardia personal israelí no fueron suficientes para protegerlo y Habré huyó a Camerún. Deby, en absoluto demócrata, decepcionó a los franceses, que comenzaron a cambiar de idea. Estados Unidos, Egipto e Irak, una extraña unión, aprovecharon los continuos problemas de Chad para crear dificultades a Gaddafi, el presidente libio. Cuando Reagan subió al poder en 1981, el nuevo gobierno de Washington, comprensiblemente irritado pero extravagantemente obsesionado por el comportamiento a menudo escandaloso de Libia, envió buques de guerra al golfo de Sirte y derribó dos aviones libios. Estados Unidos también impuso sanciones, y en 1983 y 1984 envió el avión espía AWACS a Egipto para impedir que Gaddafi se orientara hacia esa dirección: Gaddafi había amenazado con marchar sobre Egipto, y participó en una conspiración fracasada para expulsar al presidente Numeiry, bombardeando Jartum como prólogo a un golpe de Estado llevado a cabo por militares sudaneses. En 1986, los estadounidenses enviaron un masivo ataque naval y aéreo sobre Trípoli y Benghazi (véase también el capítulo IV) que no sólo no consiguió la muerte de Gaddafi, sino que probablemente fortaleció su posición interna. En un ataque más reducido que tuvo lugar en 1989, después de que Estados Unidos acusara a Libia de haber construido una planta para la fabricación de gases tóxicos, fueron destruidos dos aviones libios. Los africanos comenzaron a alarmarse con las actividades de Gaddafi y sus sueños de un gran imperio islámico del Sahara que dirigiría amenazadoramente su mira hacia la riqueza del Zaire, intimidaría a Sudán y Uganda, y avanzaría hacia el oeste desde el Chad a través de Mauritania, Malí y Níger hasta el Atlántico en las costas de Senegal, Guinea y Costa de Marfil y la ensenada de Benín. El asesinato del presidente L~iz Cabra! de Guinea-Bissau, el derrocamiento del presidente Sangoule Lamizana de Alto Volta, un fallido golpe de Estado contra el presidente Seyni Kountche de Níger (que hubo de hacer frente a casi un golpe por año desde su toma del poder en 1974 ),

todos estos acontecimientos en el año 1980 se consideraron resultado de las maquinaciones libias. También se atribuyó a Libia un abortado golpe de Estado en Gambia que fue sofocado gracias a una rápida intervención senegalesa. Las más lejanas repúblicas centroafricanas del Camerún y del Gabón experimentaron asimismo una corriente libia interponiéndose en su camino y desearon íntima y secretamente que Francia volviera a enviar tropas al Chad. Gambia, Senegal, Ghana y Gabón rompieron relaciones con Libia, y Nigeria amenazó con hacer otro tanto. Sin embargo, Libia no estaba en posición de crear un imperio. El número de sus habitantes se cifraba entre los tres y los cuatro millones y su ejército se componía de 40.000 hombres. Durante la crisis del Chad de 1980, Egipto reunió a una fuerza más del doble de grande sólo en su frontera con Libia y logró abrir en ella una brecha impunemente. Lo que Gaddafi tenía era un estilo político alarmante y petróleo. Utilizaba el petróleo por una parte para apretarle las clavijas a los clientes, a los que optó por vender a mitad de precio o menos, y por otra, para comprar armas soviéticas. Convirtió a Libia en la mayor place d'armes de procedencia rusa fuera de la URSS y Europa del este; pero la mayoría de estas armas no eran aptas para sus aventuras extranjeras o bien se guardaban en lugares donde se deterioraban rápidamente. Sus intervenciones en el Chad fueron inconsecuentes. Después de haber declarado que era el campeón de los musulmanes, ayudó a acceder al poder a los no musulmanes. En cuanto al uranio que se suponía que codiciaba, no llegó a confirmarse su existencia en el Chad. (La franja de Uzu había sido asignada a Chad mediante acuerdo francobritánico de 1899. Un acuerdo franco-italiano de 1935, no ratificado, la asignaba a Libia. Supuestamente, Tombalbaye lo vendió a Libia en 1973, mediante un acuerdo del que no se ha presentado registro alguno. En 1989, la OUA persuadió a ambos países para que trasladaran la disputa al Tribunal Internacional de Justicia.) Aun siendo hostil al fundamentalismo islámico, Gaddafi apoyó a Irán en la guena con Irak. Durante la guerra del Golfo de 1991 condenó tanto la invasión de Kuwait por parte de Sadda~ Hussein como la intervención de Estados Unidos y de los aliados occidentales de Washington. Tras la guerra comenzó a restablecer las relaciones con Egipto, donde el presidente Mubarak se mostraba deseoso, con la esperanza de romper los anteriores vínculos entre Libia y Sudán (que daba asilo a los fundamentalistas egipcios) y de beneficiarse del petróleo libio. En 1988, un avión de pasajeros estadounidense fue destruido cuando volaba sobre Escocia. Entre los muertos había muchos estadounidenses. Había motivos para sospechar que este delito era obra de iraníes en represalia por la destrucción, a manos de los estadounidenses, de un avión de pasajeros iraní sobre el Golfo Pérsico. Pero los gobiernos de Estados Unidos, Francia y Reino Unido sospecharon de dos libios, a los que identificaron, y exigieron su extradición a Estados Unidos o a Escocia. La convención internacional pertinente, la Convención de Montreal de 1971, establecía que, en ausencia de tratados de extradición aplicables, el país al que pertenecieran los sospechosos no estaba obligado a entregarlos; pero los tres gobiernos hicieron uso de su influencia en la ONU para conseguir una resolución del Consejo de Seguridad exigiendo a Libia que lo hiciera. Dos años más tarde, los mismos países obtuvieron la imposición de sanciones económicas contra Libia por no haber cumplido con dicha resolución. Las consiguientes dificultades económicas fortalecieron la oposición islámica al régimen aconfesional de Gaddafi.

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África occidental

Los europeos se interesaron por África mucho antes de qu~ ocuparan este continente. En el siglo siguiente a la muerte del profeta Mahoma, Africa del Norte cimió sobre la cristiandad europea la mayor amenaza con la que hasta entonces se había enfrentado y, aunque esta amenaza fue rechazada por el franco Carlos Marte! Y por el emperador bizantino León III el Isáurico, durante siglos España permaneció parcial· mente bajo un dominio extranjero reforzado en ocasiones con nuevos aportes procedentes del África beréber. Cuando finalmente los cristianos ~ograron expulsar a los musulmanes de la península Ibérica, su ímpetu les llevó hasta Africa y los aventureros españoles y portugueses, que encontraban todavía demasiadas dificultades en la ruta hacia el Oriente, exploraron y circunnavegaron el continente africano e hicieron del cabo de Buena Esperanza un punto de escala en un nuevo camino para ir al Oriente. En tiempos más modernos, África se convirtió en un lugar de donde los europeos obtenían muchas cosas: esclavos para las plantaciones de Occidente, alimentos para los países industrializados cuyas gentes estaban abandonando el campo para ir a las fábricas, mine· rales preciosos como oro y cobre, diamantes y uranio. E~ un prim~r m?m~nto .sólo se explotaron las zonas costeras, pero más tarde la supuesta riqueza del mtenor mduJ? .ª llevar a cabo expediciones organizadas para seguir los pasos de los aventureros y mlSloneros. Aunque contenido al principio por la inesperada fortaleza de los reinos africanos, el poderío blanco prevaleció finalmente, sobre todo cuando los ali.cientes de la curios.idad y el enriquecimiento se vieron reforzados por el nuevo mó':'~l de la competenct.a entre unos blancos y otros. Así, en una fase final de la penetracton europea, el continente africano fue dividido por emisarios oficiales que eran en parte soldados y en parte administradores y que hacían reclamaciones territoriales y luchaban por ellas porque los comerciantes pedían protección y porque cada uno de los estados europeos temía que otros le arrebatasen todo cuanto él no se anexionase. Grandes aunque imprecisamente definidas áreas fueron asignadas a aventureros -respaldados por estados europeos o actuando en nombre de ellos- a los que siglos de historia habían enseñado a pensar en primer lugar y por encima de todo en categorías territoriales.

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En el último cuarto del siglo XIX se hizo patente que Europa había adquirido una gran parte de África en un cortísimo espacio de tiempo, y que existía cierto peligro de que se originasen conflictos entre los estados europeos implicados, como consecuencia de la desorganizada y desigual distribución del botín. Los europeos procedieron a arreglar, estas cuestiones entre ellos de forma razonablemente amistosa. Hubo muchas guerras en Africa durante el período colonial, pero ninguna de ellas fue librada entre estados europeos excepto como parte accesoria de una guerra europea, e incluso las disputas más amenazado·· ras (por ejemplo, el conflicto por el control del Valle del Nilo o por la posesión de Ango· la} fueron solucionadas sin la conflictividad que en el siglo anterior había caracterizado a las ambiciones de las potencias europeas en Asia meridional y en América del Norte. Los europeos tomaron posesión de África cuando se encontraban en la cima de su revolución industrial. La disparidad técnica entre europeos y africanos era enorme, y la desigualdad cultural no era menos abismal. Los europeos casi sin excepción siguieron ignorando por completo la historia africana {daban con frecuencia por sentado que no existía ninguna} y las costumbres de los africanos, mientras que estos últimos adquirie· ron muy pocas de las ventajas de la civilización técnicamente superior de sus nuevos dueños. No hubo ningún intento de colaboración entre las razas hasta casi un siglo después, cuando los europeos estaban retirándose y los africanos se aseguraban de que así fuese. Entre tanto, gran número de africanos murieron de manera innecesaria y terrible, especialmente en las zonas dominadas por belgas y alemanes; las versiones francesa y británica de la civilización fueron menos mortíferas a pesar de las guerras, el trabajo forzoso y las penalidades de las concesiones mineras. Económicamente, el África ocupada estuvo estancada hasta bien entrado el siglo XX en que la Segunda Guerra Mundial, por una parte, y los incipientes éxitos de los líderes nacionalistas, por otra, provocaron algunos asombrosos cambios, la primera al crear una demanda de materias primas africanas, y los segundos al producir una conmoción en las autoridades coloniales las cuales, aun· que vagamente preocupadas por la prosperidad de sus territorios desde el final de la Primera Guerra Mundial, no hicieron prácticamente nada hasta comienzos de la segunda. Hubo algunas excepciones en este panorama general de estancamiento económico que fueron las minas de oro y diamantes de Sudáfrica desde la década de los setenta del siglo pasado, y el cobre de Rodesia del norte y Katanga, ya en el presente siglo. Surgieron ciu· dades con sus aledaños y se proporcionó trabajo (a salarios especiales, no europeos, y en circunstancias todavía peores que las de la Inglaterra victoriana) a un número cada vez mayor de africanos. El efecto de la industrialización fue profundamente negativo para los habitantes de África. Los nuevos obreros industriales obtenían un escaso beneficio, puesto que la industria funcionaba a base de mano de obra barata. La expectativa de vida entre los mineros era baja; regresaban a ~us hogares todavía jóvenes pero moribundos, sin ser útiles ya para nada y aquejados con frecuencia de alguna enfermedad infecciosa que habían contraído en la mina. Surgió una nueva clase de emigrantes, el campo se arruinó y la más extrema de las pobrezas se encontraba -<::orno señaló la Real Comisión para África Oriental en 1955- en las principales áreas de asentamiento euro· peo. La ocupación europea había originado un aterrador problema económico, que ere· aba además graves problemas sociales {especialmente en las ciudades), los cuales a su vez fomentaban en los observadores blancos un aborrecimiento y un desprecio de los africanos y un deseo de rehuirlos y de mantenerse a distancia de ellos. Por su parte, los africanos que se sentían más despechados e indignados comenzaron a acusar a los blan· cos de explotar y de corromper y pervertir a los negros.

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Tanto la India como América fueron fuentes de inspiración para los líderes políticos africanos. Constituyeron Congresos Nacionales a imitación del Congreso Nacional Indio· muchos de ellos se sintieron atraídos por las ideas de Gandhi de la resistencia pasiv~, y la independencia de la India en 1947 tuvo en África un efecto que las poten· cias coloniales no habían previsto. Del continente americano, y concretamente del Caribe, los africanos tomaron confianza y dignidad, y la costumbre de reunirse. Una primera conferencia panafricana se reunió en 1900 y fue seguida de una segunda celebrada en París, durante la conferencia de paz de 1915. Estos primeros encuentros estuvie· ron dominados por los negros americanos, pero a la sexta, que tuvo lugar en Manchester al final de la Segunda Guerra Mundial, asistieron los principales líderes africanos: Ken· yatta, Nkrumah, Akintola, Nyerere, Banda. En ella se pronunciaron voces en demanda de independencia que cinco años antes hubiesen parecido totalmente ini:reíbles. Sólo diez años más tarde África occidental iba en cabeza mostrando el camino hacia la independencia y la emancipación con respecto al dominio europeo. En Acera, la capital de la colonia británica de Costa de Oro, se produjeron revuel· tas en 1948, iniciadas, en protesta por los elevados precios, por antiguos soldados. Tomaron a las autoridades coloniales pcir sorpresa, y una" comisión de investigación emi· tió un informe radical en el que indicaba que, efectivamente, la nueva Constirución propuesta para la colonia estaba desfasada antes de ser promulgada: conceder a los africanos una mayoría de escaños en el consejo legislativo ya no resultaba suficiente. Se designó una comisión de africanos, con un juez africano como presidente, para preparar una nueva Constitución. Estos acontecimientos coincidieron con la aparición de un nuevo líder nacionalista, Kwame Nkrumah, que, con aproximadamente treinta y ocho años, había regresado de Estados Unidos a su país en 194 7, y estaba más decidido a presionar para obtener la independencia que otros líderes de más edad, tales como J. B. Danquah. Nkrumah exigió el autogobierno inmediato. Se separó del parti· do de Danquah, creó el Partido de la Convención Popular, fue distinguido con una condena a prisión, y ganó las elecciones de 1951, 1954 y 1956. Tras las primeras, el gobernador británico, sir Charles Arden·Clarke le concedió la libertad y lo nombró ministro principal, adoptando así el punto de vista de que el problema no consistía en cómo prolongar el colonialismo, sino en cómo hacer el mejor uso posible del tiempo restante; es decir, nadar con la marea (no dejarse llevar), y no luchar inútilmente contra ella. El método británico, en Costa de Oro y en otros lugares, consistía en aumentar gra· dualmente el número de miembros electivos y africanos en los consejos legislativos y ejecutivos. Los consejos legislativos de los territorios británicos evolucionaron pasando de ser asambleas dominadas por funcionarios designados a ser asambleas integradas por una mayoría de miembros elegidos y, al mismos tiempo, el consejo ejecutivo del gobernador se fue transformando de un modo similar mediante la introducción en él de los líderes del principal partido en la legislatura. Al principio el gobernador conservó los amplios poderes que le estaban reservados, pero en una fase posterior esta aso· ciación entre la autoridad colonial y los movimientos nacionalistas se llevó todavía un paso más hacia adelante cuando el líder nacionalista pasó de ser ministro jefe del gobernador a ser primer ministro de un territorio autogobernado. Al llegar a este punto, el territorio se encontraba ya al borde de la independencia, y cuando la independencia fue concedida, el gobernador desapareció. Si el territorio decidía permanecer en la Commonwealth, debía aceptar a la reina británica como su cabeza nominal y a un gobernador general como representante de la reina en la zona, o bien podría

convertirse en una república independiente dentro de la Commonwealth pero sin nin· gún vínculo directo con la Corona británica. El nuevo Estado establecería en cualquier caso relaciones diplomáticas con el gobierno británico (como entidad diferente de la Corona británica) a través de representantes llamados altos comisionados si se mante· nía el vínculo con la Commonwealth, o embajadores si no se mantenía. Una vez concretado el método, el problema fundamental residía en regular el ritmo con que se pondría en práctica. Se trataba inevitablemente de un desigual ejercicio de tira y afloja entre una corriente irreversible y una potencia susceptible de ser desplazada. Costa de Oro alcanzó la autonomía en 1955, la independencia con el antiguo nombre de Ghana en marzo de 1957 y la forma de Estado republicana en 1960. Este país preparó y mostró el camino a los territorios africanos para que se integrasen en la Commonwealth. Nkrumah, influido por el ejemplo de la India, contaba también con que la asociación de la Commonwealth sería una ayuda para los nuevos estados que entraban desP,rotegidos y desasistidos en la sociedad internacional. El segundo Estado de Africa occidental que alcanzó la independencia fue la Guinea francesa ( 1958). Los franceses tardaron más que los españoles o los porrugueses en establecerse en África y al principio lo hicieron con menos éxito que los británicos o los holandeses. Cuando en el siglo XVII emprendieron una actividad colonial de acuerdo con la moda imperante, la razón que les impulsaba era la emulación más que cualquier gran expectativa de obtener ganancias. En el siglo XVIII, sin embargo, participaron en el comercio de esclavos a gran escala, llegando incluso en una época a exportar nada menos que 100.000 esclavos en un solo año, y tras la abolición de la trata en 1815 y de la esclavitud misma en 1848 (catorce años después de una prohibición similar en los territorios británicos), los comerciantes franceses sustiruyeron la mercancía humana por el marfil y el caucho, y los exploradores y misioneros comenzaron a penetrar en el interior y de esa forma estimularon ambiciosos sueños de un vasto y compacto i_mperio que abarcara desde la costa occidental hasta el Nilo y desde Marruecos hasta el Ecuador. Antes de fines de siglo Franda había adquirido tres millones de kilómetros cuadrados, lo que equivalía más o menos a entre una quinta y una cuarta parte de todo el conti· nente. La práctica totalidad del gran saliente o protuberancia del continente afr!cano pasó a depender del dominio francés; se integró en la gobemancia general del Africa occidental francesa en 1895 y abarcó finalmente a ocho diferentes colonias a las que después de 1945 se sumaron los dos territorios fideicomisarios de Tog9 y Camerún. Cuatro territorios ecuatoriales se federaron de forma similar en 1910. Unicamente en los valles del Níger y del Nilo fueron los franceses vencidos por los británicos. En 1900,los avances franceses en el norte desde Marruecos, en el oeste desde Senegal y en el sur desde el Congo, donde el gran explorador De Brazza dejó su nombre, convergieron en el lago Chad. Francia adquirió asimismo en la Primera Guerra Mundial la enorme isla de Madagascar; la mayor parte de los Camerunes alemanes, dejando una pequeña franja que pasó a manos de los británicos, los cuales la administraron junto con la provin· cia oriental de Nigeria; y la mitad de Togolandia, que fue también originalmente ale· mana y se dividió en 1919 entre Francia y Gran Bretaña por ser ambas potencias europeas las poseedoras de los territorios ,adyacentes de Dahomey y Costa de Oro. Tras la caída de Francia en 1940, el Africa occidental francesa optó por el régimen de Vichy hasta la invasión estadounidense y británica de África del Noroeste en 1942. Un intento de la Francia Libre y de Gran Bretaña de tomar Dakar, la capital de Sene· gal, en 1940, resultó un fracaso. En África ecuatorial, sin embargo, el gobernador gene·

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ral Félix Eboué, natural del Caribe, se puso del lado gaullista en agosto de 1940 e intro· dujo una serie de imaginativas reformas sociales y políticas. En una conferencia celebrada en Brazzaville en 1944, se prometió a los africanos una mayor participación en los consejos mixtos franco-africanos así como una mayor descentralización y un sufragio más amplio. La primera Constitución francesa de 1946 era liberal desde el punto de vista colonial, pero fue rechazada por el pueblo francés, y la segunda Constitución de ese año no llegaba tan lejos como la anterior. Cre.aba la Unión Francesa, que abarcaba a la República francesa, los Estados Asociados y los Territorios Asociados (había también Departamentos de Ultramar y Territorios de Ultramar, que formaban parte de la República francesa). Todos los territorios del África occidental y ecuatorial pasaron a ser Territorios Asociados con representantes en la Asamblea Nacional francesa y en el Consejo de la República. Se establecieron asimismo asambleas representativas en cada territorio, con un gran consejo a nivel federal. Desde 1947 hasta 1954, Francia tuvo una sucesión de gobiernos predominantemente conservadores, pero en 1956 el gobierno Mollet, que incluía a Gastan Defferre como ministro para los territorios de ultramar, introdujo la loi cadre que pretendía conducir a un.considerable grado de autonomía interna recurriendo al sufragio universal, los consejos elegidos y la africanización de los servicios públicos. La loi cadre significaba el abandono de la política de integración o asimilación en favor de una federación más libre en la que los territorios africanos, si bien se mantenían asociados a Francia, cada vez más se eneargarían ellos mis· mos de sus propios asuntos y desarrollarían sus propios servicios y su propia personalidad. La loi cadre fue ampliada y desarrollada mediante una serie de decretos en 1957 que dotaban a los doce territorios africanos occidentales y ecuatoriales de asambleas elegidas por un censo común y de consejos de gobierno elegidos por las asambleas. Se reservaban importantes facultades a los gobernadores, los altos c;omisarios o el gobierno metropolitano, pero gracias a las demandas nacionalistas se había conseguido la eliminación de los votos especiales para los blancos y todas las circunscripciones electorales en todos los territorios tenían una mayoría de votantes negros. El Rassemblement Démocratique Áfricain, el principal partido nacionalista que actuaba en todo el África occidental francesa, obtuvo el triunfo en las elecciones que se celebraron a continuación en Guinea, Sudán francés, Costa de Marfil y Alto Volea. Estos cambios políticos no tuvieron su paralelo, sin embargo, en el campo económico, en el que la política francesa siguió siendo integracionista y, a cambio de la ayuda francesa y de garantizar los mercados en Francia, se propuso hacer del África francesa un área altamente protegida que sirviera a los intereses económicos de la Francia metropolitana. A lo largo de los años siguientes, los africanos se sintieron cada vez más inquietos por lo que respecta a la política económica en la zona de dominio del franco. Afirmaban que un sistema que permitía el libre comercio en la zona pero que erigía barreras a su alrededor beneficiaba a los miembros más fuertes en vez de a los más débiles, dificultaba el crecimiento económico de los territorios africanos e impedía que pudiesen diversificar sus economías. Por otro lado, la loi cadre acentuó las diferencias entre los dirigentes africanos. Algunos -entre los que Félix Houphouet-Boigny de Costa de Marfil era representativo-parecían muy satisfechos con las ofertas francesas, mientras que otros -
Cuando el general De Gaulle volvió al poder en 1958, ofreció a los africanos occidentales y a los africanos ecuatoriales la siguiente alternativa: o bien la autonomía dentro de una communauté en la que Francia mantendría claramente el control de los resortes económicos, o bien la independencia, que en realidad era un eufemismo o una forma suave de decir que se arrojaba al territorio que eligiera esa opción a un mundo completamente al margen del sistema monetario del franco. Todos excepto Guinea se pronunciaron por la primera de las opciones. Guinea se convirtió en un Estado soberano independiente en octubre de 1958, humillantemente rechazada por sus mentores franceses y forzada a orientarse hacia las potencias comunistas para obtener los recursos que necesitaba y poder seguir así manteniendo su independencia. La asociación no tuvo éxito y Touré se vio obligado a cambiar de rumbo (véase capítulo XXIV) antes de morir en Estados Unidos, en 1984, de un ataque al corazón. Para entonces, su posición ya había sido minada por el descontento, que alcanzó su punto álgido en un golpe de Estado que instauró en el poder al coronel Lansana Conte, quien debía intentar solucionar un legado de represión, corrupción y quiebra. La posición de Conte se vio fortalecida por el fracaso de un contragolpe, pero se enfrentó a persistentes quejas populares derivadas de rivalidades tribales, y al remedio amargo administrado por el FMI a los países insolventes; un remedio que afectaba principalmente a los pobres. Las tensiones étnicas, los graves déficit comerciales incrementados por la caída del precio de la bauxita, la pérdida del apoyo del FMI, y el declive y colapso de los servicios públicos básicos, debilitaron tanto a Conte que se vio obligado a convocar elecciones en 1993, las cuales ganó por un estrecho margen. Por lo que respecta a las nuevas repúblicas autónomas de África occidental, no permanecieron mucho tiempo satisfechas con su nueva condición. En 1959, Senegal, el Sudán francés, Alto Volta y Dahomey decidieron constituir una federación con el nombre de Malí y exigir la independencia. Los dos últimos territorios cambiaron de opinión empujados por las presiones francesas y, aunque Senega(y el Sudán francés persistieron en el empeño, lá federación resultante sólo duró un par de meses, al cabo de los cuales Senegal se retiró también dejando sólo al Sudán francés, rebautizado con el nombre de Malí. El nuevo Estado se situó en la órbita de Guinea-Ghana. La idea de una federación de Malí había sido impopular no solamente en París sino también entre los estados africanos franceses situados más al sur, especialmente en Costa de Marfil, cuyo líder, Félix Houphouet-Boigny, respondió creando en unión de Níger y de los dos territorios que se habían separado de la federación de Malí (esto es; Alto Volta y Dahomey) una asociación llamada Consejo de la Entente. Más tarde, a comienzos de 1960, la Entente solicitó la independencia, que le fue concedida. Houphouet-Boigny quiso fortalecer la Entente introduciendo la doble nacionalidad, pero se vio en cambio debilitada por los golpes de Estado de 1961 en Alto Volta y Dahomey y por los persistentes recelos que suscitaba, en estos y otros estados (incluido Togo, que se adhirió en 1966), la figura de Houphouet-Boigny, que era considerada cmho excesivamente hostil a Nkrumah y demasiado parcial en relación con lshombé. El resultado final de estas fuerzas centrífugq.s y centrípetas fue la consolidación de varias colonias francesas como estados soberanos independientes. La independencia dé los países de la Entente en 1960 dejó a la communauté desprovista de todo significado, si bien en teoría continuó existiendo como una asociación que comprendía a Francia, Madagascar y los estados ecuatoriales. Estos últimos -Gabón, Chad, Ubangi Shari y el Congo francés (rebautizados los dos últimos

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con los nombres de república Centroafricana y Congo-Brazzaville)- elaboraron un proyecto para constituir una federación que no logró sin embargo prosperar; también ellos alcanzaron la independencia como estados soberanos separados en 1960. En 1963 los estados del río Senegal (Senegal, Malí, Guinea y Mauritania) proyectaron una ~sociación que no obstante acabó frustrándose debido a diferencias políticas. Esta idea fue resucitada en los últimos años sesenta. La asociación que habría de perdurar sería la mucho mayor y más flexible OCAM (véase capítulo V). El inmenso territorio británico de Nigeria también pasó a ser independiente en 1960, seguido en 1961 por Sierra Leona, la colonia británica situada entre Guinea y Liberia, y en 1965 por Gambia, el territorio de Gran J?retaña situado más al norte Y el último que le quedaba a esta potencia europea en Africa occidental: un pequeño enclave embutido dentro de Senegal. En cuanto a los territorios fideicomisarios del África occidental, los Camerunes franceses y la Togolandia francesa, se convirtieron en repiJblicas independientes, mientras que los Camerunes británicos y la Togolandia brit,ánica pasaron a formar parte de Nigeria y de Ghana, re,spectivamente. . España y Portugal fueron las potencias europeas qu_e mas tardaron en re.nunctar a sus posesiones coloniales. La isla española de Fernando Poo en el golfo de Btafra -que cambió el nombre por el de isla de Macías Nguema- y Río Muni, un enclave en Gabón, se convirtieron en el Estado independiente de Guinea Ecuatorial en 1968. Las islas portuguesas Príncipe y Santo Tomé, 300 kilómetros al oeste de Gabón en el golfo de Guinea, alcanzaron la independencia en 1975 y avanzaron también.hacia la democracia cuando el presidente Aristide Pereira fue derrotado en las eleccwnes de 1991 por Antonio Macarenhas Monteiro, pero se vieron envueltas en desempleo, inflación y deuda externa cada vez mayores. El intento de golpe de Estado de 1995, organizado por oficiales de baja graduación contra el presidente Miguel Trovoada, fracasó a pesar de las sospechas de complicidad con el primer ministro, Carlos da Gra~a. En la Guinea portuguesa o Guinea-Bissau, un movimiento de liberación (PAIGC: Partido Africano para la Independencia de Guinea y de las islas de Cabo Verde), fundado en 1956 por Amilcar Cabra!, provocó una revuelta en 1959 y una guerra de grandes proporciones en 1963, en el curso de la cual los guineanos impusieron gradualmente su control sobre la mayor parte del país. En 1970, Portugal se vio implicado en una invasión del estado vecino de Guinea donde el PAIGC tenía su cuartel general. Una investigación de la ONU sacó a la luz.qu€;! barcos tripula~os por hon:bres blancos habían transportado a unos 350 o 400 mvasores; el Conse¡o de Segundad censuró a Portugal. En 1973, Amilcar Cabra! fue asesinado en Conakry. GuineaBissau y las islas de Cabo Verde pasaron a ser estados independientes separados en 1975, con unos proyectos de unión que no llegó a consumarse. Las diez islas, situadas a 320 km del continente, proveían sustento sólo para un tercio de la población. Estaban aisladas, y se mantuvieron políticamente estables debido al férreo control establecido por el grupo gobernante hasta comienzos de la década de 1990, cuando Cabo Verde adoptó una Constitución democrática. En Guinea-Bissau, Joao Vieira instauró la democracia y ganó unas elecciones en las que los partidos de la oposición eran tan numerosos que ninguno tenía oportunidad de ganar. Casi todos los países de África occidental experimentaron después de la independencia uno o más golpes militares. El relato de estos golpes de Estado resulta deprimente. Transcurridos veinte años desde 1960, el año decisivo de la emancipación, los úni·· cos gobernantes originales que permanecían en el poder eran Léopold Senghord en

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Senegal, Sékou Touré en Guinea y Houphouet-Boigny en Costa de Marfil. Senghord, poeta y estudioso (fue el primer agrégé africano) antes de convertirse en estadista, un líder cristiano en un país de abrumadora mayoría musulmana, un líder en el que el atractivo personal era un añadido y no una sustitución de la inteligencia, un presidente que abdicó voluntaria y pacíficamente tras veintiún años en el poder, cedió su puesto en 1981 a Abdou Diouf, que vio confirmada su posición, dos años más tarde, en una clara victoria electoral, pero que no consiguió eliminar las rivalidades sectarias, escapar del cont'rol de los señores locales conservadores, ni recuperar una economía sobrecargada de cacahuetes que nadie deseaba, y afectada por la sequía. El desempleo aumentó, disminuyó el nivel de vida, y las contiendas regionales y el fundamentalismo islámico levan· taron la cabeza. La deuda externa aumentó aproximadamente a la mitad de la renta nacional, el recurso al FMI trajo consigo una penosa austeridad, y empresas tales como las fábricas de fosfatos, los astilleros de Dakar y el Plan para el Río Senegal languidecie· ron, al igual que la agricultura. La ayuda exterior amortiguó estos fracasos. Senegal dis· frutó de una fuerte ayuda por parte de Francia y Norteamérica, y Diouf consiguió ganar de nuevo las elecciones en 1988, por las buenas o por las malas, pero el desorden que siguió lo obligó a imponer la ley marcial, y su situación empeoró aún más con el decli· ve económico, las nuevas medidas de austeridad, la devaluación del franco CFA (véase p. 547), y el hecho de que Francia comenzara a ser reacia a apoyarlo a no ser que diera un contenido más real a la teórica democracia senegalesa. En las siguientes elecciones (1993), las primeras con un sistema múltiple de partidos, Diouf obtuvo sólo un 58% de los votos, porcentaje que se redujo aún más al año siguiente. Las relaciones exteriores de Senegal con Mauritania y Gambia, sus vecinas, no eran sencillas, y condujeron, en el caso de la primera, a una guerra no declarada (ver capítulo precedente). Gambia era un vecino extraño, ya que estaba completamente rodeada por· Senegal. La menor de las colonias británicas en África occidental se mantuvo estable durante un tiempo, tras la independencia. Con una economía que le permitió prescindir de la ayuda británica a partir de 1967, Gambia sólo experimentó los problemas derivados de sus intentos de asociación con Senegal hasta que, en 1981, el presidente Dawda Jawara se vio obligado a solicitar la ayuda del ejército senegalés para evitar ser depuesto. Gambia aceptó una confederación con Senegal, con la que esperaba mantener los beneficios de la independencia unidos a la asociación con un país de economía más importante. Pero las relaciones se complicaron por la preponderancia del contraban· do gambiano y las sospechas por parte de Senegal de que Gambia fomentaba el descontento en la provincia de Casamance, situada el sur del Senegal, y en la que los habitantes, principalmente de lengua uolof, mantenían un movimiento secesionista (que parecía recibir también apoyo de Mauritania y Guinea-Bissau); En 1989, Senegal renunció a los planes de integración de los dos países. En 1994, el largo y honrado gobierno de Jawara, primero como primer ministro y más tarde como presidente, llegó a su fin cuando un golpe militar, dirigido por el teniente Yayá Jammé lo ,obligó a huir. Su partida puso fin al período más amplio de gobierno democrático en Africa, y quizá también a la dominación del mayor grupo étnico gambiano, los mandingas. Al sur de Senegal y también de la Costa de Guinea (Guinea y Guinea-Bissau), Sierra Leona fue gobernada por los hermanos Margai hasta 1966. Milton Margai gobernó hasta su muerte, acaecida en 1964, y Albert Margai, más radical, hasta que sus planes de reforma constitucional le costaron las elecciones de 1966. El ejército intervino bre· vemente, principalmente para impedir que Siaka Stevens llegara al poder. Pero en

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1968, Stevens fue nombrado primer ministro, y en 1971 presidente, de la recién pro· clamada República de Sierra Leona. Stevens convirtió el país en un dominio privado del partido único, un desastre económico, y un paraíso para los magnates corruptos que exprimían Sierra Leona mientras esperaban que el anciano Stevens se largara. Dimitió en 1985, tras diecisiete años de gobierno, y le sucedió el general Joseph Momoh con promesas de poner fin a la corrupción y el desgobierno que habían caracterizado al gobierno del que él mismo había formado parte durante una década. Momoh tuvo dificultades para desligarse de los desagradables pilares del anterior régimen, al tiempo que el mundo empresarial se convirtió en una batalla entre los empresarios libaneses esta· blecidos desde hacía tiempo y los nuevos inmigrantes israelíes (respaldados en algunos casos por Sudáfrica). En 1991, Momoh intentó fortalecer su posición manteniendo una postura abiertamente antiliberiana cuando varias zonas del sur del país fueron invadidas por los partidarios de Charles Taylor {ver más adelante), pero no fue capaz de resis· tir la presión para que estableciera el sistema de partidos. Seis meses antes de que ven· ciera su mandato fue obligado a huir por un grupo de oficiales del ejército. El joven dirigente de este golpe de Estado, el capitán Valentine Strasser, encarceló a algunos de los ministros de Momoh, pero mantuvo a otros, y combinó el atractivo de la novedad con dosis de brutalidad, pero no estableció fecha para las elecciones que supuestamen· te habían de dar un fin democrático a su gobierno de transición. Consiguió la cancelación, aproximadamente, de la quinta parte de la deuda externa que st.i país mantenía con doce acreedores a cambio de promesas de restablecer el régimen civil en 1996. Pero no consiguió imponer su autoridad en el este y el sur del país, donde los disidentes, con ayuda de Guinea y Liberia, se apoderaron de las minas principales y tomaron rehenes nativos y extranjeros. Contra todas las predicciones, Strasser consiguió mantenerse, con ayuda de Ghana y Nigeria, pero el país acabó destrozado debido a la indisciplina de un ejército que, de repente, se vio multiplicado por diez, a las correrías de guerrillas con· centradas en el saqueo oportunista, y a las maniobras, igualmente oportunistas, de orga· nizaciones (en parte extranjeras) atraídas por un extenso comercio de armas. La extraña historia de Liberia, virtualmente un dominio de Estados Unidos, fue interrumpida en 1980 por la destitución violenta de la familia dominante, los Tolbert, y del partido en el poder, el True Whig Party, por el sargento (posteriormente general} Samuel Doe. Doe tenía apoyo principalmente tribal y, aunque se mantuvo diez años, protegido por una guardia preparada por los israelíes y por el servicio secreto israelí, nunca impuso su autoridad en todo el país. El desastre económico aumentó tras las luchas tribales y, en 1990, la invasión realizada desde el nordeste dio comienzo a una nueva cadena de masacres en las que murieron decenas de miles de personas y se pro· dujo un millón de desplazados sin hogar. Estados Unidos, que condenó el derroca· miento del régimen de los Tolbert por parte de Doe pero llegó a un acuerdo con él y usó Liberia como centro de espionaje, le volvió la espalda cuando su gobierno co,menzó a ser descaradamente tiránico y sus perspectivas poco claras. Cinco países de Africa occidental organizaron una fuerza militar (ECOMOG), con efectivos mayoritaria· mente nigerianos pero mandada en un principio por un oficial ghanés, para poner fin a la lucha entre los rebeldes y Doe (cercado en la capital}, y entre facciones rebeldes rivales. Pero el ECOMOG no consiguió proteger a Doe, que fue capturado, torturado y asesinado. El ejecutor testamentario de Doe, Prince Johnson, un psicópata alcohóli· co, se hizo con el control temporal de la capital, pero la mayor parte del país estaba dominado por Charles Taylor, que había pertenecido al gobierno de Doe antes de ser

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acusado de malversación y enviado temporalmente al exilio en Estados Unidos. Taylor reclutó a nigerianos y ghaneses descontentos, frustró los intentos de pacificación del ECOMOG, invadió Sierra Leona y fomentó la sospecha de que Nigeria estaba empleando el ECOMOG con fines imperialistas más que pacificadores (Nigeria aportaba las cuatro quintas partes de los gastos del ejército y dos tercios de los 15.000 soldados). El ECOMOG consiguió lentamente vencer a Taylor, con el objetivo aparente de obligarlo a negociar con el gobierno de Monrovia, presidido (cada vez más teóricamente) por Amos Sawyer y (posteriormente) David Kpormakpor, y protegido por el ECOMOG. La escisión y la multiplicación de las facciones dificultaron las tareas de la reconciliación, y los principales promotores del ECOMOG, Ghana y Nigeria, comenzaron a preocuparse cada vez más por el coste de su intervención. A finales de 1994 fue negociado, principalmente por Rawlings, un amplio pero frágil alto el fuego, que se convirtió al año siguiente en un acuerdo de gobierno compartido. Taylor tenía per· fectas razones para estar satisfecho con él y, por tanto, para cumplirlo. Liberia consti· tuyó, junto con Etiopía, una excepcional advertencia sobre los defectos y fisuras de la formación de muchos países africanos en los que grupos étnicos mutuamente hostiles se enfrentaron entre sí, apoyados por grupos afines residentes en los países vecinos. En la generación posterior a la independencia, el más afortunado y próspero de todos estos estados africano-occidentales fue Costa de Marfil al combinarse la buena admi· nistración con la buena suerte (tenía un clima benigno y carecía de verdadero desierto). Su gobierno se propuso ante todo y sobre todo intensificar y diversificar el sector rural y, en segundo lugar, pretendió dar un moderado aliento a la industrialización, incluyendo oportunidades para la empresa privada dentro de un sistema de control esta· tal, y garantías para los capitalistas extranjeros que quisieran invertir y obtener unas razonables ganancias; en tercer lugar, el gobierno quiso evitar el gasto de fuertes sumas en defensa y otras formas de ostentación. Como consecuencia de estas medidas, el pro· dueto nacional creció ininterrumpidamente a un ritmo de un 3% anual, y la media de ingresos anuales de los 8 millones de habitantes con que contaba el país aumentó desde menos de 100 dólares con anterioridad a la independencia a unos 800 dólares hacia 1980. Pero este incremento medio se debía más al rápido enriquecimiento de unos cuantos que a la prosperidad generalizada de la mayoría y, además, después de 1980 el crecimiento comenzó a mostrar síntomas de estancamiento. El flujo de petróleo se ini· ció en 1984 pero su repercusión sobre la economía fue limitada, ya que lo que hizo fue compensar los efectos de la recesión más que intensificar el crecimiento económico. El hundimiento de los precios del cacao, debido a un exceso de producción mUJ;i.dial, restó importancia a esta materia prima que todavía a comienzos de la década de 1980 apor· taba {junto con el café) la mitad de los ingresos que el país obtenía de la exportación. Y este déficit se sumó al fuerte endeudamiento con altos tipos de interés para provocar una crisis económica. En 1987, Costa de Marfil suspendió el pago de la deuda exterior (que ascendía al 150% del PNB) y las exportaciones de cacao. Dos años más tarde, redujo a la mitad el precio pagado a los productores de cacao. El Estado debía más de 1.000 millones de dólares a las empresas privadas, y los bancos estaban al borde de la quiebra. Los préstamos del Banco Mundial, que expiraban en 1989, no eran renovables, y el país no era suficientemente pobre como para solicitar cancelaciones especiales de deuda. Los recortes de los servicios públicos y los salarios (el FMI exigió recortes de hasta el 75% en los salarios del sector público) provocaron huelgas y manifestaciones, pero no consiguieron rectificar el déficit del país. Al acercarse al fin de su vida, Houp-·

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houet·Boigny, que había declarado tener ochenta años pero se acercaba a los noventa, tomó pocas medidas para asegurar una sucesión ordenada. Una enmienda constitucio· nal introducida en 1980 había designado sucesor al vicepresidente, pero nadie había sido designado para el cargo y, cinco años después, Houphouet-Boigny anunció que continuaría siendo presidente hasta su muerte. En 1990 transigió lo suficiente con las preocupaciones del país y con los nuevos vientos de cambio en África como para lega· lizar varios partidos, pero su ocupación principal en los últimos años fue la construcción, con un coste escandaloso, de un inmenso templo en su aldea natal, y conseguir que el Papa la santificara. Houphouet-Boigny fue reelegido presidente. Unas dos docenas de partidos, recientemente creados, se unieron para presentar un solo candidato que, aun así, sólo obtuvo el 18% de los votos emitidos en unas elecciones controladas, si no manipuladas, por d partido gobernante. La subida de los precios del cacao y el café, a mediados de la década de 1980, no fue sostenida, y la austeridad, unida a la reducción de la burocracia, causó cierto descontento. Houphouet-Boigny murió en 199.3, después de treinta y tres años en el poder, y sin dejar sucesor. El presidente de la Asamblea Nacional, Henri Konan Bédié, maniobró diestramente para convertirse en sucesor, pero con ello provocó divisiones en su partido. Heredó una posición de fuerza en una de las sociedades más e.stables de África, pero decidió adoptar un estilo autoritario, privando incluso del derecho al voto a los residentes no marfilenses, que constituían un tercio del electorado. En 1995 fue reelegido con una amplia mayoría, ya que muchos de sus adver· sarios retiraron su candidatura en el último momei;ito. \ En Ghana, el país pionero de la liberación de Africa occidental, el liderazgo personal de Nkrumah acabó convirtiéndose en una febril autocracia en la que poco a poco los sucesivos objetivos de una lucha por mantener la unidad del nuevo Estado y una lucha por modernizarlo se pervirtieron hasta transformarse en una lucha por imponer y preservar la autoridad del propio Nkrumah. Una vez conseguida la independencia, Nkrumah se propuso tres objetivos principales. En primer lugar, quiso propagar su visión de la unidad africana acelerando el proceso C:le independencia de otros territo· rios y aunando las energías de los africanos y del africanismo al servicio de la dignidad y la eficacia africanas en el mundo; pero sus métodos y su personalidad no siempre lo hacían aceptable para otros dirigentes africanos, cuyo propio concepto del panafrica· nismo estaba condicionado por sus diversas experiencias y ambiciones nacionales. Al igual que el panarabismo de Nasser, el panafricanismo de Nkrumah era sospechoso. La exuberancia y el vigor que tanto habían contribuido a hacer de él al primer gobernante de una república africana subsahariana eran inconvenientes en una nueva situación que requería la habilidad de la diplomacia más que el élan del liderazgo. La segunda ambición de Nkrumah era hacer de Ghana un Estado centralizado eficiente y próspero. Esta aspiración se veía obstaculizada por una compleja mezcla de regionalismo,· conservadurismo y envidias políticas, y también por un grave descenso del precio mundial del cacao, que era la principal fuente de ingresos de Ghana. El Par· tido de la Convención del Pueblo, cuya fuerza radicaba sobre todo en las zonas coste· ras, contaba con la oposición de los jefes tribales, a los que consideraba como una fuer·· za divisoria y reaccionaria, y del Partido Unido dirigido por K. A. Busia y]. E. Appiah. En primer lugar, le falló su baza principal. Recuperó el antiguo plan británico de construir una presa en el río Volta y firmó un acuerdo con una sociedad estadounidense para que construyera una fundición que comprase y procesase la bauxita procedente de las ricas minas del país. El Banco Mundial estaba dispuesto a prestarle el dinero para

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construir la presa, tomando como aval los fuertes beneficios que se esperaban de la venta de la bauxita. Pero el contrato con la sociedad estadounidense, la American Kaiser, no estipulaba que la bauxita que se usara en la fundición debía ser obligatoriamente ghanesa, y la empresa importaba bauxita de cualquier otra parte. La presa fue construida, pero los beneficios obtenidos por la participación en la fundición eran mínimos. De esa forma, un país que había comenzado su existencia independi~nte con unas reservas envidiables, comenzó a endeudarse. Otras empresas extranjeras atrajeron a Ghana a proyectos costosos, el más notorio de los cuales fue la conversión de la carretera Acera-Tema en una carretera de cuatro carriles con accesorios similares a los de las autopistas británicas. Nkrumah aumentó estas extravagancias con grandiosas edificaciones. La inflada actividad económica trajo consigo una com1pción extrema. La incapacidad de Nkrumah para cumplir sus promesas de mejor vida para todos fue exa· cerbada por un carácter cada vez más dictatorial y suspicaz. La intolerancia puesta de manifiesto, por ejemplo, con la destitución del juez supremo tras pronunciar un vere· dicto que no agradó en un juicio por traición, junto a la creciente corrupción y despilfarro en la administración, echaron por tierra los intentos de Nkrumah de lograr aliados y recursos extranjeros y originaron una nueva oposición a su persona en el seno del ejército que, mediante un golpe de Estado incruento en 1966, le derrocó mientras se encontraba ausente del país realizando una visita oficial a China. En tercer lugar, en el ámbito general de los asuntos mundiales, Nkrumah deseaba llevar a cabo una política de no alineación. Las circunstancias eran excepcionalmente favorables para ello. En el momento de la independencia, los recursos y reservas de Ghana -estas últimas ascendían a 200 millones de libras estertinas, es decir, mayores que las de la India- le daban una base material para un considerable grado de independencia que podría man~ener muy fácilmente desde el momento en que la guerra fría no había llegado aún a Africa en aquellas fechas. Pero en la práctica, Ghana nunca consiguió bajo el mandato de Nkrumah la condición de país no alineado a los ojos del mundo. Durante la mitad del período comprendido entre 1957 y 1966 pareció inclinarse hacia Occidente, durante la otra mitad hacia el este. En los primeros años, Nkrumah buscó y obtuvo capital occidental para el desarrollo del país, sobre todo para la construcción de la presa del río Volta. Ghana permaneció integrada en la Commonwealth Yla reina Isabel Il de Inglaterra visitó el país en 1961, pero la crisis del Congo Y concretamente el asesinato de Lumumba, del que Nkrumah acusó a Occidente, le llevó a enfrentarse con el mundo occidental, mientras que la elaboración tanto teórica como práctica de su «socialismo científico», con la institucionalización en 1962 de un sistema de partido único, llevó al mundo occidental a enfrentarse con él. En con· traste con el evidente pragmatismo de Nasser, Nkrumah fue derivando hacia posiciones cada vez más ideológicas e ilógicas, desarrollando un tipo de planificación económica similar a los modelos comunistas pero cuyo éxito dependía, no obstante del capital occidental. El golpe que lo destituyó fue organizado por la CIA. ' Nkrumah malgastó el envidiable patrimonio de Ghana y contradijo sus propias concepciones e ideales. Llevó al país a la bancarrota y dio origen a una com1pción que ningún régimen posterior supo corregir. Con un intervalo de dos años, su caída fue seguida de cuatro gobiernos militares cada cual más incompetente. El primero de ellos, dirigido por el coronel Ankrah, hubo de comprobar cómo la prodigalidad y el despilfarro de Nkrumah habían conducido al hundimiento de las reservas, reducidas a 4 millones de libras, y al aumento de la deuda externa hasta alcanzar los 279 millones de libras. Ghana

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tenía también un déficit en la cuenta externa de 53 millones de libras. El coronel Ankrah y sus colegas introdujeron algunas mejoras en este sombrío panorama antes de renunciar al poder en 1969, pero el crecimiento económico siguió estando por debajo del 1% anual, la población crecía a un índice anual de entre el 3,5 y el 4%, el nivel de vida se había visto reducido por una drástica devaluación y las primeras tentativas del nuevo primer ministro, Kofi Busia, de conseguir una disminución de la deuda externa tuvieron sólo un éxito moderado. A comienzos de 1972, la posición de Busia se había visto minada por el legado de sus prede~esores, por una política imprudentemente liberal que permitió una afluencia de mercancías extranjeras y desequilibró la balanza de pagos hasta hundirla, y por una grave devaluación de la moneda nacional, el cedí, que duplicó la deuda externa de golpe. Fue derrocado mientras se encontraba ausente en Londres y sucedido por un comité militar que se autodenominó Consejo de Salvación Nacional, bajo la presidencia del coronel l. K. Acheampong. Este bien intencionado grupo luchó, no siempre en annonía, contra los problemas económicos que se estaban agravando por las alzas exorbitantes del precio del petróleo y de otras importaciones esenciales, y por la consiguiente carestía de la vida. Ghana logró que sus acreedores aceptasen ciertas moratorias en los pagos de la deuda exterior aunque este desahogo no fue todo lo importante que se esperaba. En 1978 el gobiemo de Acheampong era ya ineficaz y estaba corrompido. Fue derrocado por el general E W. K. Akuffo, que duró menos de un año, teniendo que hacer frente a una corriente de indignación de proporciones cada vez mayores. También él fue eliminado y, junto con Acheampong y otros seis, ejecutado tras un golpe de Estado encabezado por el teniente de aviación Jerry Rawlings, que prometió acabar con la corrupción, invertir el signo de la decadencia económica y restaurar el gobierno civil. En los tres meses en que estuvo en el poder sólo logró esto último, completando un proceso electoral que ya había sido puesto en marcha y que dio a Hilla Liman la presidencia de un país con una economía hundida y unas tensiones sociales agravadas. A finales de 1981, Liman fue expulsado y Rawlings volvió, luchó contra el declive económico y contra las conspiraciones y disturbios que se producían periódicamente, se apartó de sus colaboradores más radicales, llevó a cabo una política deflacionista y efectuó una serie de devaluaciones al objeto de obtener ayuda del FMI. Después de haber atacado a Liman por desear negociar con el FMI, y después de no conseguir ayuda económica en ningún otro sitio, Rawlings cambió a una política de crecimiento controlada por el FMI, y consiguió ciertos éxitos: la inflación disminuyó del 100% al 20%, el presupuesto se equilibró, y el crecimiento alcanzó el 6%. Pero los ingresos derivados del cacao y la madera disminuyeron (las ventas de oro, sin embargo, aumentaron); la deuda extema continuó siendo una carga estranguladora¡ el coste de petróleo importado, que se había quintuplicado en el decenio anterior al regreso de Rawlings, absorbía casi la mitad de los beneficios por importación; la devaluación del cedi en 1983, de 2'75 a 1,62 en relación con el dólar, causó graves problemas; las promesas de un pronto retomo al régimen civil y a las elecciones populares no se mantu· vieron; el Consejo Nacional de Defensa gobemante era una camarilla con buenas intenciones pero sin un verdadero apoyo constitucional; la oposición a su política o a su administración se convirtió en una senda hacia la cárcel, pero este trato no evitó que los enemigos de Rawlings continuaran intrigando contra él, tanto desde el propio país como desde el extranjero (Costa de Marfil y Togo principalmente}. La justificación para estos problemas y estrecheces sería la atracción de capitales extranjeros, pero la cues· tión (y por tanto el resultado de la política económica de Rawlings} continuó siendo

incierta. Había perdido el apoyo de los radicales, introducido medidas que afectaban prin.cipal.mente a la mayoría de la población (y no tanto a la minoría gobernante}, y se habta amesgado a provocar el descontento de los oficiales de baja graduación, que habían protagonizado más de un golpe de Estado en Ghana. La intentona, que se produjo en 1989, sería tanto más llama ti va cuanto que procedía de los ewe, su propia gente. Hacia 1990, Rawlings estaba recibiendo presiones internacionales para que estableciera una democracia, pero él continuaba oponiéndose a un sistema de partidos, 0 al menos a un sistema que incluyera más de dos partidos. Inesperadamente, en 1991, anunció el establecimiento de un programa para restablecer el régimen civil, y a finales del año siguiente fue reelegido presidente por una mayoría d~ dos a uno. Las elecciones parlamentarias fueron boicoteadas por una oposición dividida y desengañada que, al negarse a entrar en el juego del sistema de partidos, pennitió a Rawlings obtener 189 de los 200 escaños, lo que convirtió en la práctica a Ghana en un país con un sistema de partido único y una Constitución de partidos. Era también un país con mejores expectativas económicas que cuando Rawlings subió por segunda vez al poder, once años antes. Con la ayuda de 2.000 millones de dólares, el gasto estatal se había reducido, la inflación había disminuido al 15%, el crecimiento del sector agrícola se había mantenido en una media del 2,5% anual desde comienzos de la década de 1980 se habían desarrollado nuevas fuentes de ingreso como, por ejemplo, la pesca, ; comenzaba a compararse a Ghana con Taiwan, Corea del Sur y Hong Kong (los tigres asiáticos). Por otra parte, el progreso econom1co continuado (al menos hasta las siguientes elecciones de 1996) dependía de la creciente ayuda exterior y de que aumentaran los índices de crecimiento, mientras que la economía seguía dependiendo del cacao y del oro, la corrupción en el sector privado persistía, no había capital inversor interior, y escaseaban las inversiones exteriores; las huelgas estaban aumentando, y no se cumplían las previsiones sobre el presupuesto público y los excedentes comerciales. Pero el equilibrio de estas pérdidas y ganancias políticas y económicas, junto con la discordia en Nigeria (ver más adelante}, animaron a Rawlings a interpretar un papel más importante en los asuntos africanos como presidente del ECOWAS (cuyos miembros francófonos confiaban más en Ghana que en Nigeria), como estadista más antiguo desde el punto de vista de ga1!1bianos y sierraleoneses, y como respetado visi· tante a una serie de países del sur de Africa. En Togo, donde el primer presidente, Sylvanus Olympio, fue asesinado en 1963 y el segundo, Nicholas Grunitzky, destituido unos años más tarde, Gnassingbe Eyadema se mantuvo en el poder a pesar de una sustancial impopularidad (regional y étnica} y de frecuentes conspiraciones. El apoyo político del presidente se encontraba en el norte, de donde procedían también una buena parte de los oficiales del ejército. La situación se convirtió en crisis abierta cuando, tras las revueltas de 1991 y una conferencia, que duró dos meses, para ventilar las acusaciones de fraude y asesinato en las altas instancias y las propuestas de reforma constitucional, el presidente se volvió contra el primer ministro, Joseph Kokou Koffigoh, destituyó al comandante en jefe (ambos pertenecientes a la etnia ewe) y canceló las elecciones proyectadas. El ejército, que había mantenido una actitud dudosa, se alió con el presidente ante el temor de desórdenes generalizados (parte de los cuales fueron supuestamente incitados por el propio presidente para mantener al ejército de su parte). En 1993, nuevas y más graves revueltas obligaron a medio millón de togoleses a huir a Ghana y a Benín, tras lo cual Eyadema permitió la celebración de elecciones y fue proclamado vencedor.

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En Dahomey, denominado Benín a partir de 1972, un país a la sombra de Nigeria y sin empleo ni recursos, los militares se inmiscuyeron continuamente en el gobierno, deponiendo a dos presidentes e imponiendo a otros hasta que en 1970 obligaron a tres ex presidentes a colaborar en un sistema de rotación que no fue en realidad más que un paso previo para introducir, dos años después, un régimen militar. En 1972, el coronel Matthieu Kerekou subió al poder, sobrevivió a una serie de atentados (incluido uno en 1977, supuestamente organizado por Togo con ayuda francesa, marroquí y japonesa), fue reelegido en 1984 y (por un estrecho margen) en 1989, realizó una gira por las capitales comunistas, incluida Pekín (1986), y finalmente regresó con cautela a la conexión con Francia. La oposición contra él estaba dividida y consistía en jóvenes desempleados, oficiales de baja graduación que no conseguían promoción, sindicatos, y rivales étnicos del sur. Vio a su país convertirse en un pequeño exportador de petróleo, pero también en un intermediario para las drogas proce_dentes de Asia. Pero en 1990 sus días estaban contados y Benín fue el primer país de Africa occidental que adoptó el sistema de partidos. Kerekou, como Kaunda en Zambia un año después, aceptó pacíficamente su destitución, y fue sucedido por Nicéphore Soglo, quien liberó a los prisioneros políticos, evitó la política de mano dura e introdujo cambios económicos pensados para obtener la ayuda extrajera (principalmente francesa). Sin embargo, sus reformas económicas produjeron un alto número de desempleados, y aparecieron casi un centenar de partidos. Soglo, que gobernó con una coalición compuesta principalmente por miembros de la etnia fon, cristianos del sur, sólo obtuvo una victoria desigual en 1995, y perdió de nuevo ante Kerekou en 1996. Tras el arco de países que se extienden desde la desembocadura del Senegal hasta la del Níger, se sitúan tres países grandes, áridos y sin salida al mar: Malí, Burkina Faso (antes Alto Volta, el menor de los tres) y Níger. En Malí, Modibo Keita, uno de los diseñadores de la abortada federación malina, fue destituido en 1968 por el general Moussa Traore, que se mantuvo en el poder durante veintitrés años. En b~sca de ayuda internacional, vaciló entre los países comunistas de Europa y Asia (que visitó en 1986), y el socorro, aunque desagradable, más fácil de obtener, del FMI. Parte de los problemas de Malí derivaban de los tuareg, habitantes del desierto, de origen beréber, que vivían también en Burkina Faso, Níger, Argelia, Libia y Chad. Al producirse la descolonización, en la década de 1950, los tuareg esperaban conseguir, con ayuda francesa, un país propio. Tras la independencia, y debido principalmente a la sequía, se dispersaron entre los países vecinos, señaladamente Libia, donde se alistaron en las guerras que Gaddafi libró en Chad. Desde allí regresaron de nuevo a Malí, hacia 1989-1991, provocando luchas en Malí y Níger. Tr~ore estaba intentando poner fin a esta lucha cuando fue destituido por el ejército. (El, Sl1 jefe del Estado Mayor y dos ministros fueron condenados a muerte.) El gobierno de transición alcanzó, con ayuda argelina, un acuerdo con los tuareg por el que se les concedía la autonomía; pero el grupo más extremista no se sintió satisfecho. Con el nacimiento de la democracia en Malí, se crearon veinte partidos para las elecciones locales de 1992. Varios gobiernos civiles (Younnoussi Traore, Abdulaye Sekou Sow) lucharon contra las consecuencias del mal gobierno, las sequías, la corrupción y la deuda agobiante. Parte de la herencia anterior a la independencia de Malí estaba constituida por una disputa fronteriza con Burkina Faso agravada en 1983 cuando el capitán Thomas Sankara tomó el poder en este país (eliminando el régimen civil de tres años de duración que había sucedido al régimen militar del general Saye Zerbo). Sankara era

atractivamente eficaz, joven y honrado, pero su autoridad se apoyaba en una amalgama de elementos discordantes. Estableció buenas relaciones con Benin y proyectó una unión con Ghana, pero esta posibilidad al;:¡.rmó a Malí, que en 1985 puso en marcha una guerra corta, pequeña y mal dirigida. Dos años más tarde, Sankara fue asesinado, y le sucedió un colega y amigo íntimo, Blaise Compaore, quien, menos radical y más autocrático que Sankara, presidió un régimen de partidos en el que su partido tenía la mayoría, hecho que no vaciló en blandir contra sindicatos, estudiantes y todos aquellos que demostraban tener ideas propias. Níger sufrió también conspiraciones y desórdenes, en general instigados por la insatisfacción de los militares con la eficacia o la honradez del régimen civil. Estos golpes se llevaron a cabo con la mínima violencia y equivalían a un mecanismo aceptado, aunque no muy satisfactorio, para cambiar un gobierno que había fracasado pero no tenía sucesor, en un Estado de partido único que carecía de ningún otro sistema para cambiar los gobiernos. El primer dirigente nigerino, Hamami Diori, había obtenido su puesto con ayuda francesa frente a su rival, Djibo Bakary, quien se inclinaba preferentemente hacia la izquierda y hacia el norte musulmán. Durante la guerra civil nigeriana, Diori apoyó al gobierno central en desafío al apoyo de Francia a Biafra, y pagó el precio en 1974, cuando el ejército lo depuso. La sequía del año anterior, extrema incluso según los parámetros nigerinos, había debilitado su posición. Le sucedió el coronel Ali Seybou que, según se esperaba, debía llevar un tren de vida menos ostentoso que Kountche, pero no lo hizo. La nueva Constitución de 1992 se convirtió en receta para paralizar al presidente y al primer ministro, en caso de que no fueran capaces de ponerse de acuerdo. Lo cual sucedió, y el presidente Ousmane Mahamane, de la etnia hausa, se vio obligado a competir con su primer ministro por el apoyo del segundo grupo más numeroso, los songhai. Los tuareg de Níger, que comprendían la décima parte de la población y se sentían excluidos de los empleos y la educación, esta· ban contrariados y se convirtieron en disidentes, pero no fueron capaces de reunir un ejército rebelde activo de más de dos mil soldados. El uranio de Níger lo convirtió en centro de la atención de Francia, ya que se creía que el uranio era un mine_ral escaso. La ruta hacia el sur, saltando desde Nigeria, el país más importante de Africa occi· dental, conduce a tres ex colonias francesas y a otro imperio sin salida al mar. En Camerún, donde se adaptan con relativo éxito las tensiones étnicas y lingüísticas, Francia intervino para apoyar al gobierno de Ahmadu Ahidjo contra una revuelta de causas principalmente económicas. Ahidjo dimitió repentinamente en 1982 y le sucedió Paul Biya, que demostró ser decepcionantemente ineficaz. La brusca caída de los precios de los principales productos de exportación de Camerún (café, cacao, algodón) produjo una deuda agobiante, los funcionarios no recibieron sus sueldos, aumentó la corrupción y el contrabando, y fue necesario acudir al FMI y a la austeridad. La situa· ción estimuló una lucha política que Biya fue incapaz de controlar. Se negó a nombrar primer ministro hasta que fue obligado a ello. Consiguió una mínima victoria, en 1992, en unas elecciones parlamentarias no demasiado bien realizadas, y fue reelegido presidente después de retrasar las elecciones, mientras sus opositores discutían sobre la presentación de un solo candidato. En 1995, Camerún se asoció a la Commonwealth. En Gabón las esperanzas se convirtieron en desengaño. Uno de los países en potencia más ricos de África, Gabón fue gobernado por los presidentes Leon M'Ba (depues· to en 1963 pero reinstaurado por las tropas francesas) y Albert Bongo, que cambió su nombre a Ornar al convertirse al islamismo en 1973 y completó la transición a un país.

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de partido único. A pesar de una riqueza natural que incluía la cuarta parte de las reservas mundiales de manganeso, la crisis económica de las décadas de 1970 y 1980 afectó duramente a Gabón, de tal manera que el gobierno tuvo que establecer un préstamo obligatorio sobre los salarios y renegociar los plazos de su deuda exterior como única forma de evitar el impago. Las graves revueltas de 1990 obligaron a Bongo a introducir un sistema de partidos más rápidamente de lo que habría deseado. Tras las elecciones, en las que su partido, el Partido Democrático Gabonés, ganó cómodamente a sus opositores, formó un nuevo g9bierno de seis partidos, concediendo los ministerios principales, pero una minoría de carteras, al PDG. Y él fue reelegido presidente en 1993, con un margen escasísimo y frente a un opositor apoyado por Camerún. En Congo-Brazzaville el primer presidente, Fulbert Yalou, fue destituido por la revolución. Francia se negó a inte1venir para mantenerlo en el poder porque reconoció que la indignación popular estaba perfectamente fundada. Alphonse Massemba-Debat y posteriormente Marien Ngouabi orientaron el país hacia la izquierda pero éste fue asesinado en 1977 y aquél fue ejecutado poco después. El presidente Denis Sassou-Nguesso, del Partido Congolés del Trabajo, mantuvo bajo control a los partidos pro ruso y pro chino, pero no consiguió apartarlos por completo. El 1~al planeamiento del empleo de fondos públicos y el gasto extravagante en proyectos poco interesantes, al tiempo que descendían la producción y el precio del petróleo, debilitáron la economía, fomentando una contraproducente afluencia a las ciudades, exacerbadas luchas tribales y aumento de las importaciones y de la deuda externa. Cuando el ejército se negó a sofocar las revueltas, en 1985, el presidente consiguió salvarse sólo gracias a su guardia personal. Y seis años más tarde se recortó su poder, aunque se le pennitió mantener su retribución, su puesto, y algunas de sus competencias. Las elecciones de 1992, primero locales y después presidenciales, llevaron al nombramiento de Pascal Loussaba como presidente, en una democracia en desarrollo pero turbulenta, para lo que pidió apoyo estadour:iidense, frente a los partidos de la oposición (principalmente del norte) apoyados por Francia. En la República Cemroafricana, un país sin salida al mar, el golpe del coronel Jean Bedel Bokassa, que en sus orígenes había sido similar a los golpes militares de Burkina Faso, Níger y Benín, condujo a atrocidades cuando el coronel se declaró emperador y alcanzó grados demenciales de ostentación y crueldad. Francia, tras verse vergonzosamente asociada a una de las tiranías más indecentes de la época, ayudó a derrocarlo en 1979. El intento de regreso de Bokassa, en 1983, fracasó, Después de una corta transición, André Kolongba, familiar del presidente Mobutu de Zaire, gobernó durante doce años. Resistió mientras le fue posible la tendencia a adoptar un sistema de partidos, recibió ayuda de lrak hasta la guerra del Golfo, en 1991 (reemplazada sólo parcialmente por la ayuda de Taiwan), y perdió el apoyo de Francia, que todavía conservaba influencia y una fuerza de 3.500 soldados porque consideraba que el país era estratégicamente importante. Incapaz de retrasar más las elecciones, Kolongba fue eliminado en la primera vuelta e intentó cancelar la segunda, pero fue sustituido por André-Félix Patasse en 1992. Nigeria, territorio de enorme extensión y gran diversidad, era una creación del siglo XX. En 1906, los británicos unieron las colonias de Lagos y Nigeria del Sur. La primera de ellas era el país de los yorubas, cuya sociedad estaba basada por una parte en jefes tribales y por otra en ciudades con una cultura desarrollada. En la segunda de las colonias, el pueblo dominante era el de los ibos, que carecía de jefes tribales y de ciudades pero precisamente por ello pudo aglutinarse más fácilmente como nación y dio muestras de una vigorosa y emprendedora energía que llevó a muchos a recorrer

largas distancias desde sus hogares en Nigeria oriental y a internarse en las partes occidental y septentrional de la federación creada por los británicos cuando, en 1914, anexionaron el norte de Nigeria a las dos colonias meridionales. El norte se había caracterizado por un estado de permanente cambio hasta que los británicos llegaron a él a finales del siglo XIX. A comienzos de ese siglo, el pueblo islamizado de los fulani había impuesto su autoridad sobre el preexistente y heter~géneo conglomerado de estados hausa, y había creado así el imperio de Usuman dan Fodio y sus descendientes. Los conflictos entre los fulani y los hausa y otros pueblos continuaron existiendo y los británicos se propusieron acabar con estas Luchas como preludio de la unificación de los territorios de esta parte del globo, pero la federación que constituyeron era una agitada y turbulenta amalgama de estados y culturas sin unidad ni conciencia nacionales. Después de la Segunda Guerra Mundial, la mitad meridional del país reivindicó insistemente la independencia, mientras que el norte adoptó una actitud vacilante por temor a ser reducido a la dependencia con respecto al sur, cuyas costas estaban abiertas al comercio, la técnica y las costumbres del mundo exterior. El norte llegó incluso a acariciar la idea de constituirse como Estado independiente con acceso al mar bien a través de un corredor fluvial río Níger abajo o a través de Dahomey o los Camerunes por uno u otro lado. Los disturbios con resonancias raciales y religiosas ocurridos con anterioridad a la independencia fueron un claro presagio de los peligros a los que tendría que enfrentarse el nuevo Estado, pero las ventajas de la unidad hicieron que el experimento pareciera merecer la pena y en 1960 Nigeria comenzó su andadura como país independiente con una Constitución basada en la existencia de tres regiones. El cargo de primer ministro federal recayó en una personalidad del norte, sir Abubakr Tafewa Balewa. El líder de la parte oriental, Namdi Azikiwe, se convirtió en el presidente y su partido colaboró con el principal partido del norte en el gobierno central. Azikiwe sostenía que un país tan extenso y heterogéneo como Nigeria sólo podría ser gobemado mediante una coalición de todos sus principales grupos dentro de una estructura federal, pero el líder de la zona occidental, el jefe Obafemi Awolowo, prefirió crear una oposición en el Parlamento federal. El acuerdo entre el este y el norte no duró mucho tiempo ni tampoco la cohesión de la parte occidental. Los ibos enojaron a sus socios del norte al tratar de ganar escaños parlamentarios en la región septentrional. En el oeste, el jefe Akintola desafió a Awolowo y logró que éste y otros dirigentes fueran juzgados y encarcelados. Akinto· la no estaba satisfecho con la política de Awolowo de constituir una oposición a nivel federal. Prefería llevar a cabo una política de alianza con el norte, desplazando a los ibos y obteniendo para su propio pueblo una participación en el poder, los recursos y las finanzas del gobierno central. En 1963 se creó una cuarta región, la mediooccidental. En 1964 un censo mostró que la población total del conjunto del país era de 55,6 millones de habitantes, de los que 29,8 millones -es decir, más de la mitadvivían en la región septentrional. Esta preponderancia demográfica del norte acrecentó los atractivos de una alianza con los dirigentes de esa zona y, junto con acusa· dones de que el censo había sido amañado, aumentó también las tensiones políticas. Las elecciones celebradas en 1965 en la región occidental provocaron protestas por los procedimientos poco limpios y los notorios abusos cometidos, y desembocaron en enfrentamientos y luchas. Al año siguiente se originó en el norte un conflicto de caracteres más graves. La complicada constitución tripartita del país se vino abajo debido, primero, a una insurrección principalmente de los ibos, después a un golpe de

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Estado que provocó un intento por parte de los ibos de independizarse y, finalmente, a sucesivas divisiones del país en más y más estados constitutivos. En enero de 1966, un grupo de jóvenes militares se reveló en protesta por el mal gobierno, por un lado, y como manifestación contra el norte y sus aliados del oeste, por otro. Los primeros ministros federal y septentrional, sir Abubakr Balewa y el Sardauna de Sokoto, fueron asesinados junto con el jefe Akintola y muchos otros, pero los altos mandos del ejército intervinieron rápidamente para impedir que tuvieran lugar nuevos sucesos y detener a los militares de inferior graduación que se habían sublevado. El general Johnson Ironsi fue proclamado jefe del Estado con la misión de apartar al país de la desintegración y proporcionarle una administración competente y honesta. El general Ironsi era un ibo. Tenía buenas intendones pero por lo demás carecía de las dotes necesarias para llevar a cabo la delicada tarea de mantener unido al país y, cuando en el mes de julio sugirió imprudentemente que una Constitución unitaria podría ser mejor para Nigeria que una federal, los temores del norte a una tentativa de dominación de los ibas estallaron en forma de un nuevo golpe de Estado y en esta ocasión fue a Ironsi al que le tocó ser asesinado. Le sustituyó el coronel Yakubu Gowon, un cristiano del norte que puso en libertad a una serie de civiles encarcelados, incluido Awo· lowo, y expresó las habituales esperanzas de un pronto restablecimiento del gobierno civil. En septiembre, en una conferencia celebrada en Lagos, se llegó a un acuerdo sobre una flexible estructura federal cuatripartita, pero esta reunión coincidió con una masacre de ibos en el norte (había habido ya una similar, aunque menos violenta, matanza en el mes de mayo), y con el regreso de los supervivientes a la región oriental. Tras el primer golpe de Estado en 1966, el teniente coronel Odumegwu Ojukwu había sido nombrado gobernador militar de la región oriental. Ahora llegó a la conclusión de que la única manera de garantizar la salvación de los ibos era separar esta región del resto de Nigeria. En una conferencia reunida en Aburi, Ghana, en enero de 1967 se le disuadió de que no diera este paso pero, no obstante, en mayo proclamó el Estado inde· pendiente de Biafra y la guerra civil estalló a continuación. Todos los intentos de mediación de la OUA (en Kinshasa en 1967, Argel en 1968 y Addis Abeba en 1969) resultaron infructuosos. El ejército federal, cuyos efectivos aumentaron de 10.000 a más de 200.000 soldados, fue imponiéndose gradualmente a pesar de la dureza de la resistencia biafreña. Mientras que Gran Bretaña y la URSS suministraban armas al gobierno federal, Francia se las proporcionaba a Biafra (prolongando de esta forma probablemente la guerra) y dos de los estados asociados africanos más próximos a Francia, Costa de Marfil y Gabón, reconocieron al Estado que se había separado -como hicieron también Zambia y Tanzania- en un intento de detener la terrible matanza. El sufrimiento de Biafra, superpoblada y prácticamente asediada, fue aterrador y de él se hicieron eco ampliamente las noticias de todo el mundo. En enero de 1970 había llegado a ser tan abruma· dor que Biafra se vio obligada a capitular y dejó de existir como tal. Gowon demostró ser un vencedor con grandes dotes de estadista. Predicó y practicó la reconciliación. El ere~ cimiento económico de Nigeria se reanudó a gran velocidad. El país se convirtió en uno de los mayores productores y exportadores mundiales de petróleo, además de ser rico en carbón, estaño y otros minerales, así como en agricultura. Pero el gobierno, sin embargo, gastaba sus ingresos de forma excesiva y, por otra parte, la riqueza no suprimió los pro· blemas internos. Los ricos se enriquecieron más y los pobres en su mayoría siguieron siendo pobres o, con los efectos de la inflación, se empobrecieron aún más. El enorme ejército y una gran fuerza de policía compuesta por 30.000 hombres alcanzaron notoriedad

por su corrupción, al igual que los sectores más acaudalados y opulentos de la sociedad civil. Hubo huelgas y desempleo. El problema constitucional no se solucionó. Después de la guerra civil, el país fue dividido en doce estados (más tarde aumentados a dieci· nueve) pero Gowon indicó imprudentemente que podrían crearse aún más de acuerdo con un criterio étnico que, si se aplicaba con rigor, podría dar lugar a la diferenciación de 300 ó 400 estados. El censo de 197 3 declaraba una población total de 79,76 millones de habitantes, un crecimiento de un 43,5% desde 1963 y un incremento anual medio dos veces mayor que el de las poblaciones que crecían más rápidamente en el mundo. Nadie daba crédito a estas cifras aunque a ciertas gentes en determinadas áreas les satisfacían. El hecho de que los incrementos demográficos variasen amplia y sospechosamente de un Estado a otro obligó a Gowon a afirmar que no se utilizarían como base de ninguna deci· sión política. En 1974 se anunció, para alivio de muchos nigerianos, que la vuelta al gobierno civil prometido pará 1976 se pospondría. La incapacidad demasiado evidente de Gowon para poner cerco a la corrupción condujo a su destiu1ción en 1975 en un momento en que se encontraba fuera del país. Se le permitió marcharse con su familia a Inglaterra. Sus sucesores, los generales Murtala Mohammed (asesinado al cabo de unos cuantos meses) y Olesugun Obasanjo, fueron más enérgicos en la lucha contra la corrupción y en la forma de atajar otros problemas. Este último prometió restaurar el gobierno civil en 1979 y, tras un prolongado debate constitucional que dio lugar a la Constitución más voluminosa del mundo, Alhaji Shehu Shagari se convirtió en presidente de una nueva federación de diecinueve estados. Nigeria era un gigante entre los estados africanos y no sólo por su tamaño. Poseía grandes riquezas. Estaba entre los seis primeros productores de petróleo del mundo y a finales de los años setenta su PIB era de unos 35.000 millones de dólares (460 dólares per cápita) y un índice de crecimiento anual de entre el 6 y el 7%. En su momento cul· minante, en el período 1974-1976, la producción petrolífera excedía los 2 millones de barriles diarios. Pero esta bonanza originó una orgía de actividad descontrolada. El petróleo nigeriano, cuya producción resultaba excepcionalmente cara, inundó los mercados mundiales llegando a ellos en enormes cantidades al mismo tiempo que llegaba también el petróleo de Alaska y del Mar del Norte, con el resultado de que la deman· da disminuyó, el precio se redujo y la producción descendió a 1,5 millones de barriles: la balanza de pagos, que en 197 4 había tenido un superávit de más de 4 millones de nai. ras, se hizo bruscamente deficitaria en 1977, las reservas disminuyeron en dos tercios y la inflación aumentó en un 40% al año. Pero Nigeria siguió gozando de crédito y logró conseguir préstamos de grandes sumas para reconducir al país hacia una posición eco· nómicamente más sólida. Su principal problema no era cómo obtener una balanza favo·· rabie, sino cómo utilizar sus envidiables recursos. Era en esta época un país inmensamente rico cuyos habitantes sin embargo no participaban de esta riqueza, sino que continuaban viviendo en una sociedad colonial y fundamentalmente agrícola que no explotaba más que la mitad de su tierra cultivable y que, como consecuencia de la negligencia, la ineficacia y las inversiones inadecuadas, importaba alimentos en lugar de exportarlos. El terrible desorden e ingobemabilidad del país eran, junto con la com1p· ción, rasgos característicos de Nigeria. Los recelos y divisiones trivales no habían desaparecido; el ejército, aunque había visto reducidos sus efectivos de los 230.000 soldados que lo componían a aproximadamente la mitad eh 1980, seguía siendo un oneroso y desestabilizador legado de la guerra civil. Pero los recursos y el optimismo del nuevo gobierno civil quedaron puestos de relieve con la elaboración de un plan quinquenal

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para el período 1981-1985 que aspiraba a que Nigeria fuese autosuficiente en lo referente a alimentos y productos manufacturados al final de esa etapa. Tanto el régimen militar saliente como el régimen civil que le sucedió trataron de que Nigeria desempeñase un importante papel en los asuntos africanos y quizá también en los asuntos mundiales. Logró acceder al Consejo de Seguridad en 1976 contra la candidatura de otro Estado africano (y vecino} nominado por la OUA. Invirtió gran cantidad de dinero y energías en el Festival de Artes Africanas celebrado en Lagos, un montaje propagandístico para obtener prestigio que en parte logró todo lo contrario a consecuencia del caos organizativo y los escándalos por el gran dispendio realizado. Dominó de tal forma la Organización Económica de Estados africanos Occidentales (ECOWAS) que dicha organización hubiese carecido por completo de vínculos sin la presencia de Nigeria. Lagos se convirtió en un necesario punto de escala para los políticos británicos, estadounidenses y de otros lugares que trataban de resolver la crisis de Rodesia. Nigeria era un miembro activo de una variada gama de organizaciones internacionales como la OUA, la Commonwealth, la OPEP y la ONU. En el último día del año 1983 el ejército volvió de nuevo al poder. El general Mahommad Buhari sustituyó al presidente Shagari en la jefatura del Estado. Había muchas razones que justificaban una conmoción que a muy pocos nigerianos desagradó: el descarado fraude electoral en los comicios celebrados en el mes de agosto anterior; una corrupción aún más descarada y ostensible; una vertiginosa subida de los precios alimenticios; una economía que ya no podía contar con el petróleo como elemento saneador, ya que los precios del crudo se habían visto drásticamente reducidos en un 10% y su producción había descendido asimismo en casi un 25%; interminables disputas y altercados constitucionales; desórdenes religiosos en el norte (sobre todo en Kano, a finales de 1980). El nuevo gobierno era semejante a su prec\ecesor, conservador y comprometido a crear prosperidad sin corrupción. Para algunos, incluidos los militares de baja graduación que esperaban su tumo y los musulmanes con tendencias puritanas, se parecía demasiado al régimen Shagari y había demasiados hombres de negocios y jefes tribales ocupando todavía los puestos clave del poder, en el nivel federal los unos y en el provincial los otros. A los pocos meses de su instauración, comenzaron a extenderse rumores sobre nuevos golpes de Estado que algunos sospechaban que se fabricaban para permitir al gobierno atajar posibles acciones de los rangos intermedios del ejército, insatisfechos por las medidas dilatorias contra los acaparadores y personajes enriquecidos ilegalmente en el régimen anterior. Cuando el gobierno finalmente emprendió la persecución de éstos, lo hizo de forma absolutamente chapucera. El más conocido de los supuestos estraperlistas, Umaru Dicko, había buscado refugio en Londres, donde fue secuestrado por tres israelíes y un nigeriano con una mal disimulada implicación del gobierno nigeriano y una más que ligera sospecha de participación oficial de Israel. El golpe resultó al final frustrado cuando la policía británica extrajo a Dicko del interior de un cajón de embalaje en el que estaba a punto de ser conducido a Nigeria. El gobierno Buhari fue un fracaso rotundo. Denunció la corrupción pero no la redujo, embistió contra los criminales pero la criminalidad no disminuyó, intensificó la austeridad económica pero no consiguió a cambio ningún beneficio y se vio privado de la muy necesitada ayuda del FMI (para reforzar su capacidad de obtener créditos del exterior} al negarse a devaluar su moneda (naira}. Para los países vecinos, no supuso ninguna mejora en relación con el régimen anterior. Ambos expulsaron a grandes cantidades de inmigrantes que habían acudido en masa a Nigeria en busca de trabajo, y

ambos hicieron de la ECOWAS una organización endeble y raquítica: la ECOWAS 0 era una forma de compartir riqueza y empresas económicas en la región o no era nada, y unas cuantas mejoras en los sistemas de transporte y una mayor libertad de comercio no bastaban para modificar la fisonomía de la zona como un conglomerado de economías distintas y dispares cuyas debilidades y desigualdades no podría paliar un país como Nigeria que, aunque dominante, estaba acosado por una inestabilidad tanto económica como política. Además, el gobierno Buhari irritó a sus socios de la OPEP cuando -al igual que Gran Bretaña y Noruega- redujo los precios de su petróleo pero sin notificar previamente esta decisión a la OPEP: los ingresos procedentes del petróleo habían descendido drásticamente a la mitad con respecto al año 1980 y el gobierno Buhari se puso nervioso porque era consciente del papel que había desempeñado el petróleo en el declive y destrucción del gobierno Shagari. Al cabo de dos años, Buhari fue derrocado por uno de los principales miembros de su consejo de gobierno, el general lbrahim Babangida, una figura que siempre tenía una participación destacada en las crisis políticas de Nigeria pero que hasta ahora se había mantenido apartado del primer puesto de la nación y de las responsabilidades que éste entrañaba. Las principales tareas de Babangida eran rescatar la economía, restaurar el régimen civil en un plazo razonable y evitar que los conflictos regionales de Nigeria acabaran con· virtiéndose en un conflicto religioso entre el norte (musulmán) y el sur (cristiano}. Los problemas económicos de Nigeria no derivaban de la carencia de recursos, sino de un uso excesivamente optimista de una única fuente de riqueza, el petróleo, cuyo valor había disminuido repentinamente debido a causas fuera del control del país. El fin del auge del petróleo golpeó a Nigeria con fuerza porque el país había vivido una época de euforia tal que ahora estaba agotado. Con el fin del auge, el naira, la moneda nigeriana, perdió el 70% de su valor. La inflación, la congelación de salarios y los altísimos tipos de interés golpearon tanto a los pobres como a las bandadas de «nuevos ricos» surgidos con el auge. El ingreso per cápita cayó en nueve años de 1.000 dólares a 250. Babangida necesitaba restaurar la confianza interna y recobrar la confianza y los fondos internacionales, pero sus intentos produjeron fuertes críticas entre aquellos, incluido Obasanjo, que se revelaban contra una política económica que empobrecía aún más a los pobres y enriquecía a los especuladores, sin solucionar la recesión industrial. Como preludio de la restauración del régimen civil, se eligió, en 1987, una Asamblea constituyente, aunque con unas competencias estrictamente limitadas: no podía entrar en consideraciones sobre el Estado federal, el sistema de dos partidos, la prohibición de los políticos del régimen anterior, ni la religión. La confianza en sí mismo de Babangida quedó demostrada en dos hechos llamativos que tuvieron lugar en 1989. Cuando una comisión electoral aprobó seis partidos, de los que el gobierno debía seleccionar dos 1 Babangida rechazó los seis y aprobó otros dos de su propia invención, Y también intervino decisivamente en la sucesión del sultanato de Sokoto. La muerte, en 1988, del anciano sultán provocó una confusión política y religiosa que afectó a las relaciones entre el sultanato y el gobierno central. Un hijo del fallecido sultán fue proclamado sucesor, pero el gobierno interpuso su veto y designó en su lugar a un eminente musulmán, Ibrahim Dasuk, descendiente directo, por línea secundaria, de Usman dan Fodio. Tan preocupante como estos problemas económicos, constitucionales y religiosos, era la demografía. Se calculó que la población de 118 millones de habitantes en 1990 se duplicaría en treinta años si no se introducían controles de natalidad. Y ésta era la proyección más moderada. Era un problema ampliamente extendido en África, pero peculiarmente alarmante en Nigeria, que, de seguir la tendencia,

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acabaría convirtiéndose en uno de los países más superpoblados del mundo, con drásti· ca escasez de alimentos, hospitales y otros servicios básicos. El retomo al régimen civil fue algo repetidamente prometido y también repetidamente pospuesto. En 1991, Babangida canceló por tercera vez unas elecciones presidenciales, pero a finales de año se convocaron inesperadamente elecciones para gobernador y para la Asamblea en los diversos estados (que ahora ascendían a 29). El Partido Socialdemócrata (PSD), recientemente aprobado, obtuvo la mayoría en dieciséis asam· bleas, y la Convención Nacional Republicana la mayor parte de los gobernadores. Las exigencias de que Babangida dimitiera se multiplicaron al producirse un extenso hundimiento de la ley y el orden, con revueltas, principalmente contra la subida de precios, en Lagos y otras ciudades, y con saqueos y enfrentamientos religiosos en el norte y el nordeste. Babangida amplió su mandato hasta agosto de 1993, pero grandes personalidades nigerianas y sus principales acreedores exteriores (Estados Unidos, Japón y Alemania) plantearon públicamente su opinión de que debía dimitir. La deuda externa había alcanzado los 30.000 millones de dólares, la corrupción era descarada, Nigeria se estaba convirtiendo en uno de los principales intermediarios del tráfico internacional de drogas y su propia existencia como un único país se estaba poniendo de nuevo en entredicho. Las elecciones presidenciales de 1993 fueron canceladas cuando parecía que el ganador iba a ser Moshood Abiola, líder millonario del PSD, de origen yoruba. Abiola huyó a Inglaterra. Los planes de Babangida de convocar nuevas elecciones fueron rechazados por el PSD. Este partido y la CNR ofrecieron compartir con los militares un gobierno interino, pero su oferta fue rechazada por Babangida. La preocupación provocó disensiones entre los oficiales de alta graduación, como resultado de lo cual Babangida fue destituido, y en su lugar se nombró al general Sani Abasha, con Emest Shonekan como supuesto hombre de paja que demostró ser demasiado independiente y hubo de dimitir varios meses más tarde. En 1994, Abasha, quizá debido a su debilidad, aprobó una invasión nigeriana de la península de Bakasi (en Camerún) que dominaba el acceso al canal de Calabar y al río Cross, dos áreas ricas en petróleo. La concepción de Nigeria como país estabilizador y como motor económico de África occidental se desvaneció mientras se precipitaba hacia la desintegración política, la discordia religio· sa y el desorden generalizado. La ejecución, en 1995, del escritor y activista político Ken Saro-Wiwa, junto a otros ocho manifestantes de la zona igoni, rica en petróleo, tras un insatisfactorio juicio y en vísperas de una conferencia de la Commonwealth, provocó la condena mundial, pero no una acción efectiva internacional. Aunque Nigeria depen· día especialmente de los ingresos derivados del petróleo, Estados.Unidos y otros compradores no deseaban privarse del mismo imponiendo un bloqueo. Veinticinco años de inestabilidad política, desastre económico y corrupción dejaron a África occidental con la independencia que había obtenido de las potencias occidentales pero con pocos de los fmtos que habían esperado obtener de esa independencia. La moral estaba baja, las expectativas se redujeron, se produjo un amargo resentimiento, y se agotó la paciencia. Diversos países de África occidental esperaban aliviar su situación económica mediante asociaciones. Dieciséis de estos estados constituyeron en 1975 una Comunidad Económica de Estados de África occidental (ECOWAS) como un estadio intermedio entre las soberanías nacionales y la continental OUA. Los primeros objeti· vos consistían en aumentar las relaciones comerciales entre sus miembros y fomentar la cooperación en los campos de la agricultura, las comunicaciones y la educación, tras lo cual podría desarrollarse una mayor cooperación económica. La riqueza de Nigeria daba

esperanzas a sus miembros pero su poder les inspiraba recelo, especialmente a los países francófonos, seis de los cuales crearon una comunidad dentro de la comunid§l-d: la CEAO (Communauté de l'Afrique de l'Ouest). (La CEAO tuvo su paralelo en Africa central en dos organizaciones, la CEEAC -Communaité Economique des Etats de l'Afrique Centrale-y la UDEAC-Union Douaniere et Economique de l'Afrique Centrale-, cuyos nombres eran suficientemente indicativos de sus ambiciones. Los· seis miembros que componían la última formaban parte de la primera, integrada por diez estados no sólo de habla francesa sino también portuguesa e inglesa.) En 1948, Francia li.abía instituido una zona franca, comprometiéndose a comprar monedas locales al precio fijo de 50 francos CFA por un franco francés, una forma cada vez más cara de asegurar su influencia política, y un acuerdo cada vez más perjudicial, ya que las diferentes monedas divergían entre sí. El franco francés se devaluó de manera exorbitante, la mano de obra resultó cada vez más cara, la inversión francesa se desvió a países anglófonos en los que se mantenían tipos de cambio reales, y se produjo un fuerte contrabando de productos hacia países francófonc;_is, a cambio de monedas locales, convertibles en francos franceses mediante un tipo fijo que permaneció invariable durante casi medio siglo. En 1994, el nuevo gobierno francés de Edouard Balladur devaluó el franco CFA, respecto del franco francés, a la mitad (y el franco asociado de Comores en una tercera parte). Los objetivos de esta devaluación eran aumentar la inversión y la liquidez, y (como condición previa) conseguir un cambio de postura en los acreedores que pudiera inducirlos a cancelar parte de la deuda. Se consiguió hasta cierto punto, pero los acreedores, que ya se habían comprometido a cancelar las deudas de los antiguos satélites europeos de la URSS, eran reacios a prestar la misma atención a los problemas africanos. Se redujo la inflación, que se mantenía en el 30-40% e}l casi toda la zona, al 10% aproximadamente. El crecimiento _general en los países de Afr~ca. occidental a~canzaba ~l ~-5%, per~ e~ insignificante en Africa central, donde el crec1m1ento dependia del opt1m1smo. La hqmdez interna aumentó, principalmente debido a la repatriación de capitales que habían huido al extranjero, pero el dinero permaneció en los bancos en lugar de ser invertido, en parte porque los posibles prestatarios retrocedían ante los tipos de interés exigidos por los bancos y en parte porque los bancos desconfiaban de los solicitantes. . Ambos organismos establecieron asimismo acuerdos de defensa: la ECOWAS en 1981, con la abstención de Malí, Guinea-Bissau y Cabo Verde; y la CEAO en distintas fases a partir de 1977, uniéndose Togo a los seis miembros originales. Los signata· rios del pacto de defensa de la CEAO se dividieron entre los que lo c~nsideraron como un primer paso para librarse de las tropas francesas que estaban en Africa occi· dental y los que estaban muy lejos de pretender que se aprobase una medida seme· jante. Estos acuerdos de defensa fueron de menor consecuencia que los económicos; y la puesta en práctica de los acuerdos económicos se vio dificulta.da por la naturaleza inevitablemente mundial de los problemas a los que hacían referencia. Los problemas políticos de África occidental eran principalmente de origen interno y se culpaba de ellos a los nuevos gobernantes. El pasado colonial tenía cierta responsabilidad, pero iba disminuyendo. El colonialismo había destruido, por su propia naturaleza, la clase dirigente y sus instituciones. Incluso en los casos en los que los dominadores coloniales ejercieron un gobierno indirecto, empleando, por tanto, el sistema indígena, este sistema y sus protagonistas se degradaron. Además, los nuevos nacionalistas que dirigieron las campañas para la independencia (al contrario que los líderes del Congreso Nacional de la India, que había sido fundado en el siglo XIX)

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tenían una experiencia mínima de gobierno y una autoridad precaria. Su autoridad era personal. Se derivaba del atractivo personal o del rango, de tal forma que la población sólo podía elegir, en la medida en que tuviera esa oportunidad, entre el demago· go y el general. Algunos resultaron buenos y otros malos, pero todos ellos carecían de respaldo político sistemático y se veían obligados, por tanto, a confiar en su ingenio o en las armas. El resultado lógico fue o bien la tiranía inalterable, o bien los cambios continuos. En África occidental, que en este aspecto se diferenció de la mayor parte del continente, se produjo más inestabilidad que tiranía. Se restringían o violaban las libertades con la disculpa de que el dictador o el régimen de partido único serían más eficaces, pero tales regímenes no conseguían cumplir lo prometido. África occidental, y en este aspecto su modelo se repitió en la mayor parte del África subsahariana, experimentó un modesto desarrollo en la década de 1960, que se redujo en la de 1970, para acabar retrocediendo en la de 1980. En el siglo XX la población de África se multiplicó casi por diez (de 100 millones a casi 1.000) y se trasladó a las ciudades. Los inmigrantes se convirtieron en refugiados. La demanda de alimentos· creada por la primera de estas tendencias fue magnificada por la segunda, ya que los inmigrantes no eran productores, y sí. consumidores; de alimentos. El campo se despobló y las ciudades se convirtieron en lugares insanos y peligrosos. La escasez de alimentos se agravó con el punto de vista que se mantuvo después de la independencia de que el camino hacia la prosperidad pasaba por la industrialización. La aplicación de esta panacea produjo más deudas que éxitos, aumentó sólo de manera marginal la producción manufacturera africana (siguió suponiendo, aproximadamente, el 1% de la producción mundial), puso en evidencia la falta de gestores adecuados y fomentó la corrupción inherente a la caza de contratos. La ayuda se utilizó mal y frecuentemente esa utilización incorrecta fue fomentada por donantes ignorantes o avaros. Los fracasos comerciales e industriales afectaron también a otros sectores: las carreteras, escue· las y universidades decayeron y la salud se deterioró. Sólo la mitad de los niños asistían a la escuela, y la mitad de los maestros carecían de preparación. La corrupción en los negocios apenas se podía diferenciar de la corrupción gubernamental, e intimidó a los jueces y a la prensa. Las guerras, la sequía, el hambre y las condiciones de comercio adversas en un mundo dominado por países más ricos, empeoraron la situación. Algunos países eran demasiado pequeños (nueve de ellos tenían menos de un millón de habitantes en el momento de independizarse) y algunos tan grandes que se hacían inmanejables. En casi todos ellos se daba una multiplicidad de lenguas, razas, religiones, culturas; no constituían las unidades que se reflejaban en el mapa o que los extranjeros pensaban que eran. Sus fronteras, que al principio ~e consideraban intocables, dejaron de serlo. Los extranjeros se negaron a invertir en Africa e hicieron caso omiso de sus atractivos turísticos. Y, sin embargo, buena parte del continente poseía una excelente tierra de cultivo, minerales valiosos y abundant~s fuentes de energía. El balance económico no era completamente negativo, pero la solución para siglos de atraso económico, seguidos de décadas de mala política y mal gobierno, requerían duros sacrificios que recaían principalmente en los pobres, haciéndolos más pobres y disponiéndolos a desconfiar de sus gobiernos. La receta del FMI para la salvación tenía un doble filo. Por una parte, estas instituciones concedían créditos pero por otra exigían la devaluación de la moneda, la liberalización del comercio, y aumentos de pro· ductividad que por lo general sólo podían conseguirse a costa de despidos, subida de precios y recorte de los servicios. Era una medicina que curaba a la comunidad pero

mataba a los individuos. En la mayor parte de los casos, los planes para paliar los efectos secundarios eran ineficaces o no se ponían en práctica. El Banco Mundial, en un estudio de 1989 sobre los conocidos problemas de una agricultura poco productiva, un declive industrial y una deuda excesiva, señaló también su raíz política: la precariedad de la aplicación del derecho y la falta de una prensa libre. Anterionnente, el Banco Mundial y el FMI habían vinculado la ayuda a los planes y resultados económicos, estableciendo condiciones que imponían severas privaciones a las pequeñas empresas y a las personas. Estas instituciones consideraron el buen gobierno como condición básica para la economía, y equipararon buen gobierno con democracia, fomentando así un cambio de regímenes militares o de sistemas de partido único a sistemas de partidos múltiples (Sudán fue la excepción sobresaliente, después de que incluso Malawi cediese), pero quedaba todavía por ver hasta qué punto podría este cambio afectar tanto a la evolución económica como al comportamiento político. La inestabilidad de los países africanos, y con ella sus malos resultados, no sólo se debía a los defectos de sus dirigentes. La explosión demográfica que se produjo desde la independencia anuló el crecimiento económico y aumentó la pobreza, la corrupción y la delincuencia en las atestadas ciudades. En el balance entre campo y ciudad se produjo un giro que las ciudades no podían soportar. El problema demográfico contribuyó a fracasos, que frecuentemente equivalían a hundimiento, de la educación en todos los niveles, de los servicios sanitarios y de la calidad de los mismos, los transportes y otros servicios públicos. Las políticas económicas mal concebidas y mal empleadas dieron lugar a deudas externas paralizantes que excedían la proporción aceptable sobre el PNB o los ingresos por exportación. Pero además de todos estos problemas, el propio Estado carecía de los atributos propios de un Estado: definición y autoridad. En 1964, la OUA decidió fijar las fronteras establecidas por las potencias coloniales para evitar disputas que acabarían conduciendo a la guerra; pero fijarlas significaba también petrificarlas, y la mayoría de los países africanos albergaron, en consecuencia, conflictos étnieos internos, o minorías étnicas establecidas a ambos lados de las fronteras: se convertían en terreno de lucha, no en foro de discusión. Los grupos o partidos políticos eran en general de tendencia sectaria, no nacional, y sólo los ejércitos eran (casi) nacionales. La multiplicación de los partidos políticos en nombre de la democracia (fomentada, a veces impuesta, desde el exterior) tendía a institucionalizar los conflictos étnicos, lo cual redundaba en ventaja de un grupo opresivamente dominante, decidido a monopolizar el poder. La multiplicidad de par· tidos era un ingrediente necesario, pero no suficiente, para alcanzar la democracia.

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Del Congo al Zaire

África occiden~al alcanzó la independencia sin pasar por nada parecido a una cri· sis internacional. Africa oriental iba a seguir esos mismos pasos en los años siguientes. ~ero la independencia del Congo belga provocó nb sólo caos interno y guerra civil, smo también una de las principales crisis internacionales del período de la posguerra, que llevó a las principales potencias al borde de una confrontación, dividió a los estados africanos entre sí y obligó a recurrir a las Naciones Unidas, que desempeñó papeles -unos esperados y otros inesperados- por los cuales recibió ataques de algunos de sus miembros. Su secretario general fue asesinado y la propia existencia de la organización se ~uso en cuestión. Los orígenes de esta catástrofe fueron, en primer lugar, el apresuramiento con que los belgas abandonaron una colonia a la que no habían preparado en absoluto para la independencia; en segundo lugar, la enorme extensión del Congo y su diversidad étnica y tribal; en tercer lugar, el estallido de la revuelta -inmediatamente después de la independencia- de la Force Publique o ejército, cuya con· ducta sediciosa dejó inerme al nuevo gobierno central; hubo, además, un intento de segregar la rica provincia de Katanga, situada en el sur, y convertirla en un Estado independiente; y, por último, hay que señalar el hecho de que la ONU, a la que se recurrió para realizar una multitud de tareas poco consecuentes, se vio obstaculizada e impedida por las insuficiencias de su propia maquinaria y por la hostilidad y las acciones independientes de ciertos gobiernos, fundamentalmente el ruso y el británico. El Congo es un extenso país de unos Z.600.000 km, habitado por muchas tribus diferentes, algunas de las cuales constituyen federaciones tribales. Las más importantes son la de los bakongo en el oeste, incluida la capital, Leopoldville, y también los territorios vecinos de Angola y Congo-Brazzaville; los baluba, en el sur de Kasai y norte de Katanga; y los balunda, al sur de Katanga. A pesar de su gran extensión, el Congo tiene salida al océano sólo en el extremo de un corredor entre Congo·Brazzaville Y Angola, Y su historia contemporánea comienza con aventuras de exploradores a lo largo del río Congo. Se hizo famoso a raíz de la expedición de H. M. Stanley en 1874 Y fue en seguida objeto de la competencia internacional entre las principales

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potencias europeas. Gran Bretaña, entonces ya bien provista de territorio y ocupada en otros asuntos y lugares, no compitió por cuenta propia, sino que defendió las pre· tensiones de su tradicional aliado, Portugal. Francia y el imperio alemán, constituido hacía sólo tres años, no fueron tan altruistas, y en 1896 se alcanzó un compromiso tem· poral en una conferencia internacional, creándose la Asociación Africana Interna· cional, que debía act':!ar como una especie de misión cultural conjunta para alumbrar el corazón oscuro de Africa y descubrir lo que allí había. Esta conferencia se reunió, no de modo accidental, en Bruselas, y fue convocada por el rey belga Leopoldo ll. La Asociación Africana Internacional no supuso la eliminación de las ambiciones y maniobras de las potencias europeas, y a comienzos de la década de 1880 se extendió el temor a una guerra c~yo estallido sería consecuencia de las envidias y pretensiones de dichas potencias en Africa occidental, a lo largo del río Níger y hasta el Congo. En 1884, una conferencia celebrada en Berlín, programada y presidida por Bismarck, llegó a un arreglo sobre la base de que había lugar para todos y de que no existía ninguna necesidad de luchar por un pedazo de territorio: lo mejor que podían hacer los europe·· os era reconocerse unos a otros sus posesiones y aprobar tácitamente por adelantado cualquier nueva adquisición de territorio que todavía no estuviese bajo bandera euro· pea. El Congo fue cedido a la Asociación Internacional del Congo, que era la Asociación Africana Internacional con un nuevo nombre, y que, de hecho, era el propio Leopoldo II en persona. Este monarca se convirtió asf en el mayor propietario particular de tierras de todo el mundo aunque todavía no supiese lo rica que era su propiedad. Sus obligaciones consistían en acabar con el comercio de esclavos, permitir el libre comercio y asegurar el libre tránsito para todos a lo largo del rfo Congo. No cumplió con la primera de estas obligaciones hasta que una ruidosa protesta en Gran Bretaña y en otros lugares le forzaron a abolir este comercio, y a recurrir en su lugar a la mano de obra obligatoria. La administración de su territorio se convirtió en uno de los mas notorios escándalos desde que Cicerón denunció el proconsulado de Yerres, y en 1908 el Congo fue transferido del rey Leopoldo al Estado belga, que envió a un gobernador general para hacerse cargo del gobierno de la zona, con la ayuda de una burocracia ofi· cial belga. Los intereses de los africanos debían tener prioridad sobre la explotación del dominio, pero en la práctica este principio no entrañó ningún ascenso o progreso para los africanos que no fuera el derivado de una mezcla de razas de lo más superficial. Poco antes de la Primera Guerra Mundial comenzaron a explotarse las minas de cobre en Katanga y ello trajo consigo dos importantes cambios. La riqueza de Katan· ga se duplicó en relación con la del resto del Congo; si alguna vez el Congo accedía a la independencia, los katangueñós estarían en una posición de exigir el primer puesto en el nuevo Estado, o bien de abandonarlo y establecerse por su cuenta. El segundo y más inmediato cambio fue la aparición en aquel territorio de una próspera asociación entre la administración, las sociedades financieras belgas y la Iglesia católica, que duró casi medio siglo. Se prestó cierta atención al bienestar económico de los africanos pero no se toleró actividad política alguna, y la educación por enci· ma del nivel elemental estuvo reservada a una exigua minoría. Cuando los belgas pensaban en el futuro, lo que imaginaban era un lento progreso de los africanos hasta alcanzar un determinado nivel en el que quizá tendría que idearse una nueva forma de asociación, pero una transferencia de poder a los africanos no entraba en sus cál· culos y, por tanto, no se tomó ninguna medida para formar y capacitar ni siquiera a una elite. Hasta donde cualquier hombre práctico alcanzaba a ver, el Congo perma·

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necería tan apartado y excluido del resto del mundo como lo había estado el Japón antes de la restauración Meiji. Esta opinión empezó a cuestionarse en los años cincuenta. Los misioneros tomaron conciencia de la presión del nacionalismo y por consiguiente comenzaron a sentir inquietud por los supuestos sobre los que la Iglesia y sus asociados estaban gobernando el territorio. En Bruselas, donde una coalición de izquierdas accedió al poder en 1954, la liberación de los territorios franceses y británicos no podía ignorarse; De Gaulle hizo su oferta de autonomía en 1958 en la localidad de Brazzaville, que estaba situada justo enfrente de Leopoldville pero al otró lado del río. Los líderes africanos, algunos de los cuales se reunieron por primera vez en la Exposición de Bruselas de 1958, comenzaron a adherirse a la causa de la independencia en lugar de a una evolución algo más gra- · dual, y en diciembre de 1958 muchos de ellos asistieron a una Conferencia Pan-Africana en Acera, donde recibieron el aliento de otros compañeros africanos y se vieron fortalecidos en su determinación de no quedarse atrás. Unos días después de fina !izar la Conferencia de Acera se desencadenaron disturbios en Leopoldville. · Hacía poco tiempo que los belgas habían nombrado como gobernador general a Maurice Van Hemelrijk, que era de la opinión de que la única política posible era poner en marcha un programa mucho más audaz para acelerar la independencia de la colonia. Era partidario de que el Congo tuviera un Parlamento antes de 1960 y que accediera a la independencia en 1963 (plazo que se redujo a finales de 1959 a la independencia para 1960). Pero Van Hemelrijk se vio obligado a presentar la dimisión en septiembre de 1959 a causa de protestas conservadoras en Bélgica. Su sucesor, Augi:.tste de Schryver, se dio cuenta de que era preciso ir aún más deprisa. Las luchas tribales comenzaron antes de finales de año, y en enero de 1960 los belgas celebraron una conferencia en Bruselas en la que, para su sorpresa, los africanos pidieron unánimemente la inmediata independencia, sin retrasos ni cortapisas. Los belgas acordaron abandonar el Congo a finales de junio. Nunca se había concedido tanto en tan poco tiempo. Las fronteras del nuevo Estado iban a ser las mismas que las de la colonia, y cuando sir Roy Welensky sugirió que Katanga debía separarse del Congo y unirse a la federación de Rodesia, el gobierno belga se sintió muy ofendido. La estructura interna -militar o federal- del nuevo Estado fue una cuestión que quedó no obstante sin decidir, y la distribución de los altos cargos quedó asimismo pendiente hasta las elecciones, que se celebrarían en mayo. Los belgas hicieron algunos intentos para poner remedio a sus pecados de omisión, desarrollando un programa acelerado de formación para los africanos y consiguiendo la ayuda de Ghana para la preparación y capacitación de un mayor número de africanos en el Congo. En este momento, el más notable de los políticos congoleños, y el favorito de los belgas, era Patrice Lumumba, uno de los fundadores en 1958 del Mouvement National Congolais, que era el principal partido no tribal del Congo. Lumumba y sus principales seguidores, entre los que estaban incluidos Cyrill Adoula y Joseph lleo, exigieron la africanización de los servicios públicos y de las profesiones, con miras a conseguir finalmente la independencia. En la conferencia de Acera, Lumumba trabó amistad con Nkrumah y, aunque durante 1959 radicalizó sus demandas y fue finalmente encarcelado, mantuvo su buena reputación entre los belgas hasta las vísperas de la independencia. Era partidario de un centro fuerte más que de una federación difusa, a diferencia de sus adversarios, que eran en esencia los equivalentes modernos de los caciques tribales y locales: Joseph Kasavubu, el líder más sosegado y aristocrático de ABAKO que los bakongo habían fundado en 1950 con el objetivo de restaurar el viejo

Imperio Kongo, pero que acabó por asumir y respaldar la idea de un Estado del Congo, siempre y cuando éste fuera federal; Moise Tshombé, el rico évolué de clase media y líder de CONAKAT a través del cual los balunda aspiraban a ejercer el poder en Katanga, bien fomrnndo parte de un Congo de estructura federal, o bien constituyendo un Estado independiente; y Jason Sendwe, cuyo BALUBAKAT miraba con considerable recelo a los balunda del sur e impedía que el Conakat se erigiese en representante de todo Katanga. La tendencia de Lumumba a querellarse con otros líderes de su propio partido, y un cambio de actitud en Bruselas, condujeron a intentos de crear un frente antilumumbista, pero estas tentativas fracasaron y el partido de Lumumba salió de las elecciones convertido en la mayor fuerza del Congo, erigiénd~se Lumumba en primer ministro de un amplio gobierno de coalición con Kasavubu como presidente. La independencia se proclamó el 30 de junio de 1960 y la celebración oficial duró cuatro días. Cuarenta y ocho horas más tarde tenían lugar allí los primeros motines en el seno de la Force Publique que provocaron una sucesión de terribles desastres. Los soldados al parecer esperaban que la independencia trajese consigo inmediatamente un aumento de su sueldo y dejase expedito el camino para alcanzar los puestos de mando que estaban completamente copados por hombres blancos. Cuando nada de esto sucedió, decidieron ocupar el lugar de sus jefes. La indisciplina vino acompañada de un cierto grado de violencia, incluidas algunas violaciones, magnificadas en el relato de los hechos. Un sargento africano, Víctor Lundula, fue nombrado comandante en jefe y la situación pareció estar bajo control al cabo de un par de días. Pero en seguida se produjeron nuevos motines y una violencia de caracteres más graves; no hubo, sin embargo, asesinatos hasta después de que Tshombé proclamase la independencia de Katanga el día 11 de julio. La sublevación del ejército congoleño fue la fuente de todas las desgracias del Congo. Privó al gobierno de poder y autoridad. Causó pánico entre los europeos e indujo a los belgas a declarar que, con o sin el consentimiento congoleño, regresarían para proteger a sus connacionales. Tshombé pidió unilateralmente ayuda a Bélgica y proclamó independiente la provincia de Katanga. Las persistentes consecuencias de esta medida serán examinadas más abajo. La consecuencia inmediata fue humillar y enfurecer a Lumumba, que comenzó a abrigar sospechas de una conspiración ~atangueño-belga cuyo objetivo era subvertir la independencia del nuevo Estado y destruirlo al separar de él a su más rica provincia. Los acontecimientos subsiguientes contribuyeron sucesivamente a alentar sus sospechas. Si bien durante un tiempo siguió estando dispuesto a tratar con los belgas el tema del mantenimiento del orden público, no estaba dispuesto a seguir lgs mismos pasos que Tshombé y recurrir a la ayuda belga para sofocar los motines. Puesto que no existía ninguna otra fuerza disponible inmediatamente, esta desavenencia entre Lumumba y los belgas facilitó la extensión y arraigo de dichos motines. Al mismo tiempo, la desavenencia entre Lumumba y Tshombé hizo que el primero estuviera más impaciente por mantener que por desarmar al ejército congoleño, con el resultado de que cuando las fuerzas de la ONU llegaron para restablecer el orden, Lumumba las disuadió de llevar a cabo la imprescindible medida de desarmar a las unidades amotinadas. No fueron éstas las únicas consecuencias. Los belgas, que ocuparon Leopoldville con tropas de paracaidistas el 11 de julio, convirtieron en papel mojado el tratado de amistad recientemente firmado con el Congo y se orientaron hacia Tshombé, al que proporcionaron una fuerza armada y un comandante en jefe belgas. De esta forma no sólo anularon la asociación belga-corigoleña, sino también la unidad del Congo. Esta

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unidad era todavía precaria y los intentos de restablecerla constituyeron uno de los dos principales escollos de la compleja historia de los siguientes tres años. El otro escollo fue el conflicto creado en torno a los poderes y derechos de las fuerzas de la ONU, que comenzaron a llegar a Leopoldville el 14 de julio para restablecer el orden y reemplazar a los belgas, pero sin que existiera un acuerdo sobre si el restablecimiento de la ley y el orden incluía la sujeción de Katanga a la autoridad del gobierno central. En el frente político interno, Lumumba y Kasavubu empezaron a actuar en armonía, pero en septiembre rompieron sus relaciones y Kasavubu destituyó a l.umumba y nom· bró un nuevo gobierno. El Parlamento apoyó a Lumumba, -que sostenía con cierta razón que la actuación del presidente era ilegal. En la consiguiente crisis, el representante de Hammarskjold en Leopoldville, Andrew Cordier, ordenó el cierre de los aeropuertos y la radio, dando así ventaja a Kasavubu, ya que negaba a Lumumba -que era más popular- la posibilidad de defender sus puntos de vista en diferentes partes del país o de hacer oír su voz a través de las ondas. Esta medida provocó una profunda indignació~ dentro y fuera del Congo, y condujo a feroces ataques congoleños a la ONU, con el apoyo ruso. Lumumba permaneció en Leopoldville en su residencia oficial. El suce· sor de Cordier, Rayeshwar Dayal, se negó a ayudarle y ~e convirtió de hecho no en el prisionero, sino en el protegido de la ONU (atacada ahora por ser pro lumumbista), hasta que huyó a Leopoldville a finales de noviembre con· la esperanza de poder llegar en automóvil hasta Stanleyville. Fue alcanzado unos días después con ayuda de un avión y encarcelado en Thysville, de donde escapó a la capital de Katanga, Elisabethville, el 17 de enero, sólo para ser nuevamente apresado y esta vez asesinado. Poco después de la desavenencia entre Lumumba y Kasavubu producida en el mes de septiembre, el coronel Joseph Mobutu, jefe del Estado Mayor del Ejército (el comandante en jefe, Víctor Lundula, no estaba en la capital), se hizo cargo del poder en Leopoldville. Mobutu disolvió el Parlamento y cerró las embajadas rusa y checa, y cuando fracasaron los intentos de reconciliación entre Lumumba y Kasavubu, se pronunció a favor de este último, que dio su conformidad a la virtual usurpación llevada a cabo por el coronel. Mobutu fue el principal gobernante en la capital hasta finales de año. Puso en vigor una nueva Constitución y cierto grado de orden y eficiencia, pero, aunque estaba apoyado por Occidente, no supo establecer un régimen castren· se del tipo de los que otros militares estaban estableciendo en diversos estados asiáti· cos y árabes por aquellos días. Las provincias no respondier~n y los recursos disponibles -comunicaciones, personal capacitado- eran totalmente insuficientes. Además, el propio .ejército estaba dividido; el general Lundula y las fuerzas de la provincia Oriental siguieron siendo pro lumumbistas, al igual que muchos políticos y, en la medida en que era posible de averiguar, al igual también que la opinión popular. En febrero de 1961 era evidente que el tándem Mobutu·Kasavubu había fracasado, y fue nombrado un nuevo gobierno bajo la jefatura de Ileo. Duró seis meses, hasta agosto, en que a Ileo le sucedió Adoula, que ocupó el cargo de primer ministro hasta 1964. Durante este período, los lumumbistas, dirigidos por Antaine Gizenga en Stanleyville, y los katan· gueños, liderados por Tshombé y Godofroid Munongo en Elisabethville, tuvieron una actuación independiente y a menudo independentista. Se hicieron varios intentos de reconciliar las tres partes pero los esperanzadores movimientos en dirección a Stanleyville provocaron normalmente el temor y el distanciamiento de Elisabethville, y viceversa. La secesión de Stanleyville nunca llegó a formalizarse de la misma manera que la katangueña. Empezó a manifestarse tras la ruptura entre Lumumba y Kasavubu y cobró

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fuerza después del asesinato de Lumumba, cuando los rusos parecían estar a punto de reconocer el partido de Stanleyville como gobierno del Congo y de proporcionarle armas. Pero si los rusos esperaban asegurarse un pie firme en África explotando las emociones suscitadas a raíz de la muerte de Lumumba, cometieron un error de cálculo; sus rostros eran tan blancos como los de los belgas, su intervención en principio era igual de desagradable y, en lugar de contentar a los africanos, lo que consiguieron fue ofenderles por la crueldad con que, a su llegada a la provincia Oriental, propusieron atacar a los antilumumbistas. Un pequeño destacamento de tropas de la ONU les faci· litó la retirada, que efectuaron habiendo dañado gravemente su reputación en África. Entre tanto, Gizenga soslayó sus relaciones con Ileo al tiempo que observaba el estado en que se hallaban las de lleo con Tshombé, pero cuando fue nombrado vicepresidente del gobierno de Adoula aceptó el cargo creyendo que Adoula utilizaría la fuerza para poner fin a la secesión katangueña. Acompañó al primer ministro a la conferencia de países no alineados de Belgrado en septiembre de 1961. El fracaso de las operaciones contra Katanga, que en seguida se relatarán, resucitaron no obstante sus recelos y regresó a su base de Stanleyville reproduciendo así nuevamente el esquema tripartito. Al fracasar los intentos de inducirle a que volviera a la capital, fue conducido a ella bajo arresto en enero de 1962, encarcelado y expulsado del gobierno. La secesión katangueña fue un proceso formal, si bien ilegal, con un principio y un final precisos. Fue proclamada por Tshombé el 11 de julio de 1960 y a ella renunció formalmente el 21 de diciembre de 1961. Su inicio coincidió, pues, con la sublevación de la fuerza pública y la intervención belga, y estuvo acompañado de un llamamiento a Bélgica y una negativa a permitir que Kasavubu y Lumumba, el presidente federal y el primer ministro, fueran a Elisabethville. Como consecuencia de estas medidas el caos que en aquellas fechas se extendía por diversas partes del Congo no afectÓ a Katanga, y mientras la ONU trataba de restablecer el orden en la provincia de Leo· poldville, los belgas lo habían hecho ya en Katanga. Los belgas también proporcionaron a Tshombé, a petición de éste, servicios administrativos y -lo que constituye el aspecto más importante de esta cola_boración- explotaron las minas y pagaron los royalties a Tshombé en vez de al gobierno central. Estos pagos suponían una violación directa del acuerdo de preindependencia (la Loi Fondamentale) que había sido firma· do por el gobierno belga y aceptado, entre otros, por Tshombé; pero permitían a este último reclutar y pagar a un ejército de mercenarios extranjeros con el que poder oponerse a sus adversarios congoleños y, si era necesario, a la ONU. Una de las cuestiones que suscitó mayor expectación en las semanas siguientes a la proclamación de la independencia fue precisamente la posibilidad de este enfrentamiento de Katanga -rica, relativamente aislada, fuertemente gobernada y capaz de disponer de ayuda belga- contra el resto del Congo y contra la ONU, que había acudido en defensa de éste. La ONU llegó al Congo respondiendo a tres llamamientos efectuados por Kasavubu y Lumumba los días 1O, 12 y 13 de julio de 1960. En un primer momento pidieron ayuda técnica, incluida la ayuda para la organización y el equipamiento de Ías fuerzas de segu· ridad. En su segundo y tercer mensajes solicitaban ayuda contra la agresión belga. Ham· marskjold, tomando la iniciativa en virtud del artículo 99 de la Carta de las Naciones Unidas, pidió el 13 de julio al Consejo de Seguridad que considerara la posibilidad de ayuda técnica al Congo y el problema del orden público. El Consejo autorizó el envío de ayuda militar al gobierno congoleño con la condición de que las tropas de la ONU no recurriesen a la fuerza excepto en caso de defensa propia. La opinión del Consejo se

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dividió en tomo a la cuestión de si debía exigirse a los belgas que evacuasen la zona, absteniéndose en la votación Gran Bretaña, Francia y China. Hammarskjold pidió a los estados africanos situados al norte del Congo ayuda militar y de otro tipo, petición que se hizo extensiva más tarde a ciertos miembros europeos y asiáticos. Las primeras tropas llegaron al Congo el 14 de julio y cuatro días después se había reunido ya a una fuerza de 4.000 soldados. Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética proporcionaron el puente aéreo. En seguida se suscitaron diferencias de opinión sobre las funciones que deberían desempeñar las tropas de la ONU. El general Alexander, al mando del con· tingente de Ghana, procedió inmediatamente al desarme de los amotinados de la Fuerza Pública. De habérsele permitido continuar con esta operación, todo hubiera sido muy diferente, pero Lumumba insistió en detener el proceso, en parte porque era reacio a las ingerencias externas y en parte porque quería utilizar a la Fuerza Pública contra Ka.tanga. El Consejo de Seguridad se reunió de nuevo el 20 de julio y decidió por unanimidad que los belgas debían retirarse y que otros estados debían abstenerse de agravar la situa· ción¡ confirmó la autoridad que ya se había concedido a Hammarskjold y elogió su actuación. Los belgas comenzaron la retirada el día 20 y antes del 23 habían abandonado nuevamente el Congo, exceptuando Katanga. Ghana y Guinea amenazaron entonces con retirar sus tropas del cuerpo expedicionario de la ONU y ponerlas a dis· posición del gobierno de Leopoldville para ayudar a expulsar a los belgas de Katanga y forzar a esta provincia a aceptar la autoridad del régimen de Kasavubu~Lumumba. La ONU tuvo, por consiguiente, que considerar con la máxima urgencia si sus tropas esta· ban legitimadas para entrar en Katanga con vistas a lograr estos objetivos y si, en caso de no estarlo, debía obtener ahora, mediante nuevas resoluciones, las facultades necesarias para hacerlo. Con la esperanza de eludir esta dificultad, Hammarskji:ild viajó a Bruselas y al Congo para conseguir mediante negociación la entrada de unidades de la ONU y anunció el 2 de agosto que un primer contingente lo haría en el plazo de tres días. Las autoridades de Katanga, sin embargo, declararon que opondrían su resistencia, y Ralph Bunche, enviado a Elisabethville para averiguar si era ésta realmente su intención, aconsejó posponer la maniobra. Antes que utilizar las fuerzas, y no seguro de estar facultado para hacerlo en aquellas circunstancias, Hammarskjold regresó a Nueva York para recibir nuevas instrucciones del Consejo de Seguridad. Este frenazo fue considera· do por los katangueños como una victoria. A Lumumba le encolerizó más aun, y acabó de convencerle de que la ONU le había dejado en la estacada y que lo que debía hacer era conseguir el apoyo africano para iniciar una campaña contra Katanga. La tercera reunión del Consejo de Seguridad tuvo lugar el 8 y 9 de agosto y (con la abstención de Francia e Italia) reiteró el mandato de que los belgas abandonasen inme· diatamente el territorio, autorizó la penetración de fuerzas de la ONU en Katanga y repi· tió una vez más que estas fuerzas no debían ser utilizadas para influir en el conflicto interno. Esta tercera y última parte de la resolución era dudosamente consecuente con la segunda, puesto que la esencia del conflicto era la autoridad de Leopoldville sobre Elisa· bethville, y la entrada de fuerzas de la ONU en Katanga, incluso si sólo estaban destinadas a imponer la salida de los belgas, no podía dejar de tener algún efecto en el equilibrio de las fuerzas internas congoleñas que estaban en conflicto. Hammarskjold, fortalecido por esta resolución, regresó al Congo y a su política de introducir tropas de la ONU en Katanga sin derramamiento de sangre. Entró en Katanga con una fuerza simbólica, pero se negó a llevar consigo a un representante de Lumumba, ganándose de esta forma un antagonismo todavía mayor por parte de Lumumba, que tuvo el convencimiento de que

el secretario general estaba implicado en una conspiración contra él. Hammarskjold por su parte se persuadió de que la máxima aspiración de Lumumba era librarse de la pre· senda de la ONU. Mientras tanto, Tshombé aprovechó el respiro que estas querellas le proporcionaron para consolidar su posición. En Lina cuarta reunión del Consejo de Segu· ridad el 21 de agosto se produjo una señal de mal agüero cuando la Unión Soviética y Polonia se opusieron a una resolución para prestar mayor apoyo a Hammarskjold. La situación en el Congo se deterioró a lo largo del mes de agosto y la perspecti· va de un enfrentamiento entre los ejércitos congoleño y katangueño era cada vez más evidente. Una conferencia de trece estados africanos reunida en Leopoldville no dio a Lumumba el apoyo que éste deseaba y aconsejó que no se llevase a cabo un ataque sobre Katanga, pero las tropas congoleñas estaban tomando el asunto en sus propias manos y realizaron una matanza de balubas, tribu que estaba tratando de establecer un estado propio entre las dos principales fuerzas rivales. (Los baluba ya habían sido víctimas de una masacre por parte de los balunda, puesto que Tshombé no podía imponer su predominio sobre todo el territorio de Katanga sin esta radical alteración del equilibrio numérico.) Estando las cosas en este punto, la decisión de Kasavubu de librarse de Lumumba, cuyas imprevisibles reacciones habían llegado a ser alarmantes y cuyo supuesto procomunismo -aunque infundado- era molesto, concedió a Tshombé un segundo respiro¡ el ataque que contra él se proyectaba fue suspendido y sus tropas belgas aprovecharon la oportunidad para desplazarse hacia el norte y establecerse un segundo estado secesionista en Kasai bajo la efímera presidencia de Albert Kalonji. Un Estado independiente respaldado por los belgas había visto la luz en el sur, mientras en el nordeste los rusos estaban comenzando a acariciar la idea de crear otro Estado independiente que ellos mismos respaldarían. El Congo parecía estar a punto de dividirse en tres grandes unidades enfrentadas entre sí (dos de las cuales serían bases extranjeras), y en otra serie de unidades qiás pequeñas. La situación se vio agravada a raíz de la apertura de la Asamblea General de la ONU en el mes de septiembre, a la que Kruschev asistió personalmente para atacar al secretario general y en la que dos delegaciones rivales congoleñas compitieron por escaños de la Asamblea y por ser escuchados por sus miembros. Esta sesión de la Asamblea fue importante por la admisión de 17 nuevos miembros africanos y por el papel que éstos desempeñaron. Se negaron a apoyar los ataques rusos a Hammarskjold y se unieron al bloque occidental para aislar a los estados comunistas. No estaban, sin embargo, de acue.rdo con las opiniones occidentales imperantes sobre el Congo, ni se mantuvieron sólidamente unidos entre sí. En Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos, la causa katangueña, propagada por un lobby de promoción -muy activo y dotado de un cuantioso presupuesto- que. tendía a anteponer los intereses de sus clientes a la verdad, consiguió en los círculos políticos y económicos muchos adeptos defensores de la idea de que Katanga era un oasis de paz y sensatez en un Congo por lo demás bárbaro y cada vez más comunista. Esta tesis no encontró partidarios entre los africanos, que condenaron unánimemente a Tshombé y sus métodos, si bien estaban divididos en relación con la actitud que debía adoptarse. Hubo un grupo que se volvió contra la ONU y regresó al plan de Lumumba de una invasión conjunta africana de Katanga. Otro grupo permaneció fiel a la idea de una actuación de la ONU, aunque estaba insatisfecho con la acción que al parecer se proyectaba, y se convirtió en un grupo de presión en la ONU cuyo objetivo era persuadir al secretario general y a otros miembros de que era inútil intentar una política de negociación para dominar Katanga

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y que debía ensayarse en su lugar la vía de la acción directa. Un tercer gmpo de africanos, integrado por las colonias francesas recientemente emancipadas, confió durante algún tiempo en la alianza Mobutu-Kasavubu y en una gradual propagación del orden público desde Leopoldville a todas las demás provincias. El declive de Mobutu, el ase· sinato de Lumumba y el acceso de lleo al poder sirvieron de sombrío marco a los acontecimientos de los últimos meses de 1960 y los primeros de 1961 durante los cuales Hammarskjold llevó a cabo fructíferos intentos para lograr que rusos y belgas dejasen de alentar los anhelos independentistas de Stanleyville y Elisabethville. El 21 de febrero de 1961, el Consejo de Seguridad autorizó explícitamente el uso de la fuerza por parte de las tropas de la ONU como último recurso para evitar el esta· llido de la guerra civil. No autorizó, sin embargo, que se utilizara la fuerza contra Katanga ni para expulsar a los belgas o para conseguir una solución política. ESte paso significó la vuelta a unas mejores relaciones entre Hammarskjold, los estados africanos independientes y Occidente -o por lo menos Estados Unidos, donde Kennedy acababa de asumir la presidencia-, pero supuso la enemistad con la ONU no sólo de Tsh:ombé, sino también del gobierno Kasavubu-Ileo, que sospechaba que el organis· mo internacional estaba manejado por Occidente, veía con antipatía cualquier aumento de sus pretensiones y comenzaba ahora a acercarse a Tshombé. En una conferencia celebrada en Tananarive en marzo, Tshombé convenció a lleo para que aceptase un plan de creación de una flexible confederación de estados congoleños soberanos. Ningún lumumbista había asistido a la conferencia, cuyos procedimientos consideraban como un ardiz de Occidente para dar legitimidad a Tshombé mediante una manipulación de las ex colonias francesas a su favor. Ileo no obstante se arrepintió pronto de. haber llegado hasta tan lejos en dirección a Katanga, y se propuso enmendar sus relaciones con Gizenga y con la ONU y, en una nueva conferencia en Coquilhatville, ordenó y en efecto se produjo la detención de Tshombé. En julio, el Parlamento congoleño se reunió en Lovanium, la ciudad universitaria cercana a Leopoldville, para constituir provisionalmente una coalición. Tshombé fue puesto en libertad, Ileo descubrió su vertiente de honesto y respetable dirigente, Adoula {una especie de Eisenhower congoleño) y Gizenga se integraron en el gobier· no. En lo referente a la ONU, la sustitución de Dayal, agobiado por el peso de un pasado poco feliz, por el tunecino Khiari y el ghanés Gardiner, contribuyó a mejorar las relaciones entre el gobierno y la ONU. Pero la gran coalición no se consiguió. Tshombé estaba ahora de más. A continuación hubo operaciones militares contra Katanga. Por entonces Katanga era -si nos circunscribimos al continente africano- una potencia formidablb, bien abastecida desde princ~ios de año de hombres, pertrechos e h1duso aviones, procedentes de Bélgica, Francia, Africa del Sur y Rodesia del Sur. Lentas y difíciles negociaciones dieron como resultado el alejamiento de algunos belgas específicos, pero la trayecroria de estas discusiones y de los acontecimientos convencieron sobre el terreno a los represen· tantes de la ONU de que Tshombé estaba sólo tratando de ganar tiempo y no tenía en realidad intención de expulsar a los mercenarios belgas y de otras nacionalidades ni de llegar a un acuerdo con Leopoldville. Estas sospechas se confirmaron de manera flagran· te a finales del mes de agosto. Las fuerzas de la ONU apresaron a unos 100 oficiales extranjeros que habían sido declarados forasteros indeseables por el gobierno de Adoula. Tshombé hubo de consentirlo pero el representante local de la ONU, Conor Cruise O'Brien, accedió a que el cónsul belga en Stanleyville se hiciera cargo de los destaca-

mentos para reducir al mínimo las afrentas personales. El cónsul garantizó que los oficiales abandonarían el territorio voluntariamente pero luego no cumplió su palabra. Hubo, además, otros oficiales extranjeros que no estaban en Elisabethville a los que no se molestó y que permanecieron incólumes. Este intento de expulsar a algunos oficiales fue doblemente desafortunado para la ONU, puesto que su fracaso alentó la tenacidad e inflexibilidad katangueñas, mientras que su legalidad fue duramente refutada por los representantes británicos en el Congo, y Nueva York y Gran Bretaña se convirtieron durante un tiempo en aliados tan útiles para Katanga como Bélgica o Francia. Ante la repulsa de que había sido objeto la ONU, la organización internacional tenía que decidir si tomaría nuevas medidas o si se resignaría. Khiari y O'Brien, en la creencia de que Munongo era el auténtico núcleo de la resistencia, esperaban poder conseguir que Tshombé saliera de allí y se trasladara a Leopoldville, donde Hammarskjold podría ir a entrevistarse con él para negociar con un estado de ánimo más tratable y razonable. Pero Tshombé no se dejó persuadir y O'Brien, creyendo que contaba con la autorización de Khiari para utilizar la fuerza con el objeto de acorralar a los oficiales extranjeros de Katanga y poner fin a la secesión katangueña, proyectó una segunda operación militar en la que estaba incluido un efectivo secuestro de Tshombé. Resultó un fracaso. Los katangueños estaban mejor preparados y el gobierno británico, al negarse a permitir que aviones a reación etíopes volasen sobre Rodesia y el Congo, ofreció una decisiva ventaja a los katangueños. Las fuerzas de la ONU se apoderaron de la oficina de correos y de la estación radiofónica de Elisabethville, pero Tshombé recurrió a la protección del vicecónsul británico y encontró más tarde refugio en Rodesia. La operación de la ONU había dado lugar a un derramamiento de sangre que, muy exage· rado en los relatos y crónicas de lo sucedido, causó honda impresión y provocó un sentimiento de antagonismo hacia las Naciones Unidas por parte de todos aquellos que pensaban que una fuerza pacificadora debía lograr la paz sin recurrir al empleo de la fuerza, y para colmo Tshombé había logrado escabullirse. Cuando Hammarskjold llegó a Leopoldville se encontró con una situación completamente inesperada: confusión y paralización en Katanga, resuelta y efectiva hostilidad de Gran Bretaña, y en menor medida también de los gobiernos belga y norteamericano, hacia la ONU. Tomó la determinación de ir en busca de Tshombé y hablar con él. Partió rumbo a Ndola, en Rodesia, el 17 de septiembre y murió al estrellarse en route el avión en que viajaba. Esta terrible desgracia -pue~to que Hammarskjold se encontraba entre la media docena de personalidades excepcionales de la política internacional de la posguerra- fue seguida de un alto el fuego y del regreso de Tshombé a Katanga. Después del nombramiento de U Thant para continuar con lo que quedaba de mandato de Hammarskjold, el Consejo de Seguridad retomó a su ya familiar dilema: el de si debía intentar que Adoula y Tshombé se reconciliasen o si era preferible reducir y someter a este último. El 24 de noviembre, el Consejo -con la abstención de Gran Bretaña y Francia- autorizó al nuevo secretario general a utilizar la fuerza para expulsar de Katanga a los mercenarios belgas y a los consejeros políticos, respaldando implícitamente de esta forma la política de O'Brien, aunque personalmente O'Brien fuera retirado de la escena. Las fuerzas de la ONU continuaban aún en Elisabethville pero estaban en una incómoda y delicada posi· ción, puesto que los mercenarios de Tshombé daban muestras de un manifiesro deseo de provocar nuevos combates, en el transcurso de los cuales cercarían y destruiríari a las fuerzas de la ONU. Los representantes de las Naciones Unidas en Katanga decidieron tomar medidas para evitar que se abriera fuego sobre sus dispersas unidades antes de qtie

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pudiesen llegar refuerzos, pero su actuación se vio nuevamente truncada por Gran Bretaña que, habiendo prometido proporcionar un suministro de 100 bombas lb, cedió a las presiones de la derecha y canceló su compromiso. El combate no tuvo resultados decisivos y cuando Tshombé accedió a reunirse con Adoula, U Thant ordenó un nuevo alto el fuego. El 21 de diciembre de 1961, en Kitona, Tshombé renunció a la secesión y dos meses más tarde el acuerdo de Kitona fue respaldado por la asamblea katangueña. Pero no eran tan fáciles de resolver los conflictos del Congo. Durante la mayor parte de 1962, Adoula y Tshombé estuvieron ocupados en una serie de discusiones relativas a la puesta en práctica del acuerdo de Kitona, al que se oponían en Katanga Munongo y los secesionistas europeos. Tshombé, que compaginó sus reuniones con Adoula con visitas secretas a Welensky en Rodesia, parecía incapaz de tomar una resolución. Finalmente partió para una prolongada estancia en Europa. Aunque Adoula introdujo a tres katangueños en su gabinete en abril de 1963, no se logró una verdadera reconciliación. El gobierno central continuó abrumado por problemas de naturaleza económica y de orden público, y a principios de 1964 la situación se agravó con el estallido de una revuelta en Kwilu a la cabeza de la cual se encontraba Pierre Mulele, que había hecho recientemente un viaje a China. Este brote sedicioso resultaba tanto más amenazador cuanto que las tropas de la ONU estaban en retirada. La última escuadrilla de aviones abandonó la zona a finales de junio, cuando se cumplía el cuarto aniversario de la independencia. No resulta fácil establecer el balance de estos cuatro años de esfuerzos internacionales, realizados a veces cooperativamente y a veces competitivamente. En los primeros momentos, la ONU, ciñéndose estrictamente a la letra de la ley, renunció a la tarea de desarmar a la amotinada Force Publique, una de las fuentes principales del permanente desorden. Existieron asimismo errores y malententidos en las relaciones mantenidas con el primer ministro Patrice Lumumba -legalmente designado, si bien de temperamento difícil- y el recelo resultante afectó no sólo a la propia posición y operaciones de la ONU, sino también a las relaciones entre los estados afri~~nos y a las relaciones entre éstos y otros estados. Sin embargo, dadas las circunstancias, los malententidos hubieran podido ser fácilmente más graves. Con sus operaciones en Katanga, la ONU se ganó la hostilidad de ciertas potencias y tuvo que soportar críti· cas según las cuales las fuerzas de las Naciones Unidas habían intervenido con el fin de restablecer el orden pero sólo habían conseguido derramar sangre en nombre de la paz. Dejando aparte el hecho de que cualquier operación de pacificación debe considerar el uso de la fuerza como un recurso extremo, la responsabilidad por las ambigüedades de que dio muestras la ONU en relación con Katanga correspondía en primer lugar a los miembros del Consejo de Seguridad cuyas instrucciones no fueron al principio suficientemente precisas; los reveses sufridos por la ONU en lo que se refiere al sentimiento público hacia la organización internacional demostró por encima de todo la necesidad de dotar al secretario general de una maquinaria consultiva y ejecutiva más efectiva. En última instancia, sin embargo, una operación conjunta como la operación de la ONU en el Congo estaba destinada a tener dificultades tan pronto como apareciera entre sus miembros cualquier seria discrepancia de objetivos. Los éxitos de la ONU fueron considerables. Consiguió casi inmediatamente su objetivo original de expulsar a los belgas del Congo (excepto de Katanga), los cuales habían regresado allí cuando se sublevó la fuerza pública. Además, la intervención de la ONU evitó que estados particulares interviniesen por su propia cuenta, y en un caso concreto, el ruso, obligó a una retirada; los temores de que África pudiera convertirse

en un nuevo escenario de la guerra fría se apaciguaron. La ONU también obtuvo un considerable grado de éxito en lo que respecta a la economía congoleña, ya que logró que ésta siguiera funcionando, proporcionando servicios administrativos básicos e impidiendo que el hambre y las epidemias hicieran su aparición. Las Naciones Unidas podían asimismo atribuirse el mérito de haber aminorado los efectos de la guerra civil en el Congo que hubieran sido casi con toda seguridad mucho peores si no llega a ser por su presencia y que se hicieron sentir con más virulencia en cuanto el organismo internacional se retiró. Por último hay que decir que cuando las fuerzas de la ONU abandonaron el Congo, la secesión katangueña no había llegado a consumarse. Pero esta provincia era todavía y lo sería en el futuro la más rica de todo el país, y tan dominante y superior económicamente que sus líderes estaban en posición de jugar una baza separatista o bien de exigir un preponderante papel en el gobierno central. La falta de autoridad del gobierno central se puso de manifiesto inmediatamente después de la evacuación de las fuerzas de la ONU. De nuevo se desencadenó la guerra civil. En un primer momento se volvió a constituir el gobierno de Adoula y más tarde fue sustituido por una nueva administración bajo la jefatura de Tshombé, que regresó de Europa tan pronto como la ONU se fue del Congo. Tshombé trató de formar una amplia coalición y de granjearse el apoyo de la OUA, pero Gizenga (al que puso en libertad entre otros) constituyó un nuevo partido de oposición y la OUA -a pesar de crear una comisión de reconciliación bajo la presidencia keniata- no logró encontrar un remedio para los males del Congo. Existía un sentimiento demasiado generalizado de antipatía hacia Tshombé como para que éste pudiera controlar la situación de otro modo que no fuera por la fuerza de las armas y, poco después de su regreso, comenzó a reclutar a una nueva fuerza de mercenarios, fundamentalmente belgas y sudafricanos. Esta fuerza obtuvo en seguida éxitos, y los rebeldes, que habían tomado Stanleyville en agosto, se encontraron ante la amenaza de perder todos sus principales baluartes. Mientras tanto habían capturado rehenes y, en un intento de rescatarlos, un avión americano transportó en octubre tropas belgas de paracaidistas desde la isla británica de Ascensión hasta Stanleyville, que fue reconquistado a los rebeldes. A pesar de esta operación (o, como algunos sostuvieron, a causa de ella) unos 200 rehenes fueroq asesinados, y a estas víctimas hay que añadir los 20.000 congoleños que perdieron sus vidas en la vorágine de esta rebelión. Fuera del Congo, los africanos se dividieron entre los que siguieron el fácil camino de denunciar a los belgas, americanos y británicos, acusándolos de imperialistas reincidentes, y los que, reprimiendo su antipatía hacia Tshombé, defendieron el derecho del gobierno congoleño a pedir ayuda del exterior si así lo deseaba. Tshombé, al que ya en julio se le había negado una invitación para asistir a la conferencia de jefes de Estado de la OUA en El Cairo, fue excluido de la conferencia de países no alineados celebrada en octubre en la misma ciudad. A su llegada a El Cairo fue escoltado hasta un hotel y retenido allí hasta que decidió regresar a Leopoldville. Tanto en Leopoldville como en Stanleyville, los líderes congoleños se hallaban divididos entre sí. La unidad de los rebeldes no había sobrevivido a los reveses sufridos, y el nombramiento de Tshombé como primer ministro por parte del presidente Kasavubu no fue un anuncio de una reconciliación real. Aunque Tshombé triunfó en las elecciones de abril de 1965, Kasavubu le destituyó al cabo de poco tiempo. El presidente no logró sin embargo constituir un nuevo gobierno sin la presencia de 1shombé y, en noviembre, el ejército -en la persona del general Mobutu- intervino, destituyó al presidente y estableció un gobierno militar. Con esta revolución, el ejército, que

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sólo había tenido un poder real después de la independencia, tuvo a partir de ahora también la responsabilidad de gobernar el país. Mobutu, que en un tiempo había sido pro lumumbista, sofocó la revuelta de Mulele de 1966 y sobrevivió al año siguiente a un intento de restaurar a Tshombé instigado por mercenarios. Dio un vuelco al mapa político del Congo al reducir de 21 a 12 y luego a 8 el número de provincias, y consiguió que disminuyesen las probabilidades de secesión al nacionalizar los bienes de la Union Miniere. Corrigió y recompuso sus relaciones con Bélgica, país que visitó en 1969; suscribió acuerdos financieros y técnicos, y recibió como huésped al rey Balduino en Kinshasa. Dio una apariencia de paz y alguna perspectiva de mejora económica a un país que estaba exhausto, si bien hubo de encerrar en prisión a muchísimos congoleños a lo largo del proceso. En 1970 se convirtió en presidente por un período de siete años. Se sintió lo suficientemente fuerte en el interior como para prestar atención a problemas africanos más amplios, reuniéndose con el presidente Nguabi de CongoBrazzaville (las relaciones entre ambos países comenzaron a dar señales de una muy necesitada mejora) y también con los presidentes Kaunda y Gowon. Colocó a civiles y a hombres más jóvenes en los más altos puestos del gobierno para ocupar el lugar de Adoula, que se puso enfermo, y de Bomboko y Nendaka, que fueron destituidos. Visitó los Estados Unidos, Rumania y Yugoslavia, y consolidó su poder personal. En el transcurso de la década siguiente desarrolló una implacable autocracia y acumuló enormes deudas (más de 3.000 millones de dólares} en un proceso de enriquecimiento de s~ familia y en un intento de convertir su país -ahora llamado Zaire- en el Irán de Africa. El hambre se extendió y para la mayoría de los habitantes del Zaire los cuarenta años eran la máxima perspectiva de vida. En 1977, los pueblos lunda del Zaire y de la vecina Angola, organizados y constituidos en el Frente de Liberación Nacional Congoleño (FNLC) llevaron a cabo una revuelta en la provincia de Shaba (antigua Katanga}. Occidente dio por senrr¡do que los cubanos -que estaban ayudando a adiestrar a refugiados del Zaire en campos angoleños- habían promovido la revuelta, pero Castro aseguró que, por el contrario, lo que había tratado de hacer era impedir que ocurriese y no se encontraron pruebas que refutasen su afirmación. La riqueza de la provincia -en cobalto, uranio, diamantes y cobrehacía que todo lo concerniente a ella constituyese un asunto de interés internacional, y a pesar de lo embarazoso que resultaba acudir en ayuda de un régimen tan corrupto como el de Mobutu, Francia transportó -en gran medida a expensas de Arabia Saudíª 1.500 soldados marroquíes para robustecer a un ejército zaireño considerado incompetente según una opinión generalizada. Un año después tuvo lugar una segunda revuelta. Ciento treinta europeos fueron asesinados y, para salvar otras vidas, 700 paracaidistas franceses y l. 700 belgas fueron trasladados al Zaire en aviones estadmmidenses. Una vez que 2.500 europeos hubieron sido evacuados, estas tropas fueron reemplazadas por una fuerza africana conjunta, reclutada en Marn1ecos, Senegal, Costa de Marfil, Togo y Gabón. Esta intervención africana se iba a combinar con un esfuerzo internacional más amplio dirigido a salvar al Zaire de la bancarrota en la que se había sumido a raíz del hundimiento del precio mundial del cobre y del cierre de la principal vía ferroviaria (hasta Benguela, en Angola) que daba salida a dicho metal, y a causa también de los procedimientos ilegales y abusivos de Mobutu. Pero la ayuda procedente del FMI y de la CEE dependía del proceso de reformas internas y de la supervisión del presidente del FMI, y puesto que Mobutu aplazó el primero y trató con frialdad al segundo, los planes de ayuda se quedaron en nada. Algunos sectores de la economía

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pro~peraron, pero el Estado acumuló enormes deudas y se sostuvo gracias a los países occidentales, que valoraban sus minerales y su estabilidad superficial. Con el transcurso del cuarto de siglo que duró el gobierno de Mobutu, el nivel de vida de los zaireños fue disminuyendo y la esperanza de vida del ciudadano medio era de cuarenta años al tiempo que Mobutu y su familia se hacían ostentosamente ricos. Durante la ma~or parte de este período, Mobutu parecía irremovible, pero de repente las apariencias cambiaron. En 1990 los bazares y las universidades estaban en ebullición, la infraestmctu· ra económica al borde del colapso, los precios cada vez más altos, y los funcionarios se declara~on en huelga, ex.igiendo que se quintuplicaran sus salarios. Se produjeron graves desordenes que culminaron en la masacre de Lubumbashi. Mobutu prometió cambios constitucionales, pero no cumplió su promesa. Adoptó un sistema de partidos. Surgieron cientos de partidos y él propuso legalizar tres de ellos; pero eran simples maniobras. La realidad estaba constituida por dos gobiernos en la capital, gobernadores que eran virtuales procónsules independientes, y desorden generalizado. Al nombrar un primer ministro tras otro, lo único que Mobutu consiguió fue debilitarlos a todos, y cuando el Consejo Supremo designó un primer ministro (Etienne Tshiseki), él nombró a otro. Mantuvo la servil asamblea nacional más allá del tiempo que le correspondía. La economía siguió disgregándose, los precios se dispararon, los salarios quedaron sin pagar, la educación, el transporte y otros servicios colapsaron, los estafadores florecieron abiertamente, muchas personas estaban atemorizadas, y parte del ejército esta~a fue~ de control. Se produjeron disturbios graves, posiblemente incitados por el propio gobierno, en los que se saquearon tiendas, fábricas y propiedades privadas. Mobutu fue obligado a recluirse, pero no depuesto. Pagaba a buena parte del ejército utilizando los fondos y prensas del banco estatal, para asegurarse su lealtad y mantener su estilo imperial. Recuperó parte de su raída categoría internacional gracias a la mediación en Angola, ayudando cuando la crisis mandesa se extendió a Zaire, y comerciando con el temor internacional que producía la extensión del caos en im país tan importante como Zaire. En la década de 1990 el Banco Mundial pronosticaba un desastre diferente: que la población de Zaire se triplicaría en el plazo de cuarenta años.

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La historia del Sudán en los tiempos modernos es una alternancia de sometimiento y autogobierno. Desde 1820 hasta 1881 formó parte nominalmente del imperio otomano y de hecho de su bajalato egipcio autónomo. Desde 1881hasta1898 fue gobernado por el Mahdi. De 1899 a 1955 estuvo sometido en teoría a un condominio anglo-egipcio pero en la práctica a Gran Bretaña. En 1956 se convirtió en un Estado independiente, y luego en miembro de la Liga Árabe y de las Naciones Unidas. El condominio anglo-egipcio no reflejaba ningún acuerdo anglo-egipcio sobre Sudán. Las potencias administradoras tenían muy pocos punto's de vista comunes y no querían tomarse la molestia de cooperar. Después del tratado anglo-egipcio de 1936, los británicos permitieron un mayor grado de penetración egipcia, pero aunque el Sudán era codiciado por los gobiernos egipcios no ocurría lo mismo con los administradores egipcios, muy pocos de los cuales se sentían atraídos. El nacionalismo sudanés cobró fuerza en los años treinta bajo el liderazgo de Ismail al-Azhari, que se convirtió en secretario del Congreso General de Graduados, creado en 1938. Debido al activo papel desempeñado por Gran Bretaña y el papel comparativamente negativo de Egipto, el nacionalismo sudanés fue al principio más antibritánico que antiegipcio, y de hecho dirigió su mirada hacia Egipto en busca de ayuda para desplazar a los británicos. Esta orientación predominantemente antibritánica se intensificó durante la Segunda Guerra Mundial cuando los nacionalistas suscitaron la cuestión de la condición que tendría Sudán al terminar la guerra y recibieron respuestas poco comprensivas de los británicos que estaban entonces ocupados de lleno en las realidades presentes y apremiantes de las campañas contra los italianos en Etiopía y contra italianos y alemanes en el norte de Africa. Los egipcios se dieron cuenta de las oportunidades que esta situación ofrecía y recibieron favorablemente la formación del partido Ashigga por parte de Azhari, que aspiraba a la unión de Sudán con Egipto. Contaba con el apoyo de Sayyid Ali el-Mirghani, uno de los dos principales líderes

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religiosos del Sudán. Como respuesta directa, se creó un segundo partido, el Umma, cuyo objetivo era alcanzar la independencia del país, bajo el liderazgo del otro impar: tante líder religioso, Sayyid Abd al-Ranman al-Mahdi, hijo póstumo del famos Mahd1 de los años ochenta del siglo pasado. Los que se oponían al partido Umma sospechaban -o al menos le acusaron de ello- que abrigaba sueños de un renacimiento de la . . . monarquía mahdista con la ayuda británica. El conflicto entre Gran Bretaña y Egipto, que existía con independencia del Sudán, se intensificó con estas maniobras, y cuando la adn:iinistración británi~a dio un paso hacia el autogobierno sudanés al crear un consejo ases?r, para Sudan del norte, el primer ministro egipcio, Mustafa al-Nahhas Pasha, resucito e~ eslogan de la unidad del valle del Nilo. Los británicos asimismo se ganaron la enemistad tanto del norte como del sur de Sudán al dejar al sur al margen de los nuevos consejos; el sur sintió que había sido objeto de una afrenta mientras que el norte sospec~ó que G~an Bretaña urdía un plan para segregar el sur y unirlo a Uganda. Este confltcto, qu~ 1.ba a conducir a graves combates en la víspera de la independencia, era en parte reltg10so, en parte racial y en parte económico, pero sobre todo y fundamentalme~te ~ultu· ral en el sentido más amplio del término. El sur comprendía las tres provincias de Bahr al-Gaza!, Alto Nilo y Equatoria, con una población de algo más de tres millones sobre una población total de 10 millones. Estas tres provincias meridionales, que compartían fronteras con cinco estados africanos ~la R~pública C?entroa~icana, el Congo, Uganda, Kenia y Etiopía), se orientaban ma~ hacia sus vecinos africanos que hacia las provincias septentrionales árabes. Sus habitantes, a~nque entre ellos e~ta­ ban incluidos un 40% de africanos musulmanes, eran predominantemente negroides y paganos; algunas de las tribus seguían dando muestras de l~ debi~i~ad causada por los tratantes de esclavos del norte que les habían despojado s1stemat1camente de sus mejores hombres y mujeres; la pobreza del sur era peor que la del norte. Después ~e.'ª guerra, los británicos, a los que en el pasado se les había acusado, ~e que su .ª.dm1~1s­ tración acentuaba la división entre norte y sur, adoptaron una polmca de umftcac1on, pero una conferencia celebrada en 1946 no incluyó ~ representantes d~l. sur,. ~o q~e dio a las provincias meridionales un motivo para quejarse de que la umftcac1on significaba en realidad subordinación. Tras una nueva conferencia en Juba, en 1947, los norteños afirmaron que el sur había accedido a la unificación mientras que los sure· ños rechazaron esta interpretación y continuaron pidiendo la separación con respecto al norte o una forma de federación de garantías. Esta disputa interna se vio no obstante parcialmente e~lipsada por la dispu~a de mayores proporciones entre Egipto, que insistía ~n la un~d~d del va~le del .Nilo, y Gran Bretaña 1 que insistía en el derecho de Sudan a dec1d1r su propto destino tras un período de autonomía bajo tutela británica .. En 1947, Egipto aceptó el.~rincipio de autodeterminación en la equivocada creencia de que acarrearía una umon de los dos países, pero Gran Bretaña y Egipto eran todavía incapaces de po~er~e de a~uerdo sobre los cambios constitucionales inmediatos, y en 1948 Gran Bretana introdujo una nueva Constitución sin contar con el consentimiento egipcio. Se establecieron consejos legislativos y ejecutivos con una cobertura que abarcaba todo el territori~ de Sudán pero las elecciones para cubrir sus escaños fueron boicoteadas por los partidos pro eglpcios. Después de una serie de manifestaciones antib~itáni~as, ~zhari fue detenido. Egipto estaba por entonces involucrado en la guerra arabe-1sraelt y en sus efec· tos inmediatos.

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En 1951, el gobernador británico designó una comisión para considerar y examinar nuevos avances constitucionales. Evidentemente, Sudán se precipitaba rápidamente por la senda que le llevaba de la autonomía a la autodeterminación, y por consiguiente Egipto cumplió la amenaza, proferida en 1950, de derogar el acuerdo de condominio de 1899 y el tratado anglo-egipcio de 1936. El rey Faruk fue declarado rey de Egipto y de Sudán. Pero en 1952, a consecuencia de la revolución en Egipto, dejó de serlo tanto de un país como del otro. Unos meses antes, Gran Bretaña había elaborado un estatuto de autonomía para Sudán que estipulaba la creación de un consejo de ministros, una cámara de representantes y un senado, y reservaba para el gobernador exclusivamente los asuntos exteriores y una autoridad para casos de extrema emergencia en asuntos internos. El nuevo gobierno egipcio, cuyo jefe, el general Naguib, era medio sudanés, aceptó el estatuto de autonomía, lo mejoró (desde el punto de vista sudanés) y persuadió a todos los principales partidos sudaneses para que emitisesn una declaración pro egipcia. El modificado estatuto restringía la autoridad del gobernador al introducir una comisión internacional compuesta por cinco miembros y al reducir los especiales poderes que le estaban inicialmente reservados en el sur. Este estatuto fue incorporado a un acuerdo anglo-egipcio suscrito en febrero de 195.3 y pretendía conducir a la independencia no más tarde de febrero de 1961. Las elecciones, precedidas de una poderosa campaña egipcia, se celebraron a finales de 1953 y concedieron una arrolladora victoria al partido renovado de Azhari, denominado ahora Partido Unionista Nacional. Azhari se convirtió en primer ministro a comienzos de 1954. A finales de ese mismo año, Naguib perdió el poder. La desaparición de Naguib no fue la única causa del reflujo de la marea pro egipcia en Sudán. La marea no había estado de hecho fluyendo tan fuertemente como parecía, puesto que los votos de 1953 habían sido más antibritánicos que pro egipcios. Dos años después de las elecciones, Sudán se sacudió de encima tanto a británicos como a egipcios y declaró su independencia, pero antes de hacerlo tuvo que sufrir motines y revueltas en el sur. Defraudado por la distribución de puestos en el nuevo gobierno y por el persistente rechazo de su demanda de secesión o asociación federal, el sur estalló en agosto de 1955 a consecuencia de un incidente en el que un sector del ejército se rebeló contra su jefe árabe. La desafección se extendió rápidamente y sólo fue dominada cuando el primer ministro imploró la ayuda del gobernador britá· nico y trasladó importantes contingentes del norte al sur. El sur, a punto de rendirse, afirmó que había actuado confiando en la mediación británica y que luego había sido abandonado a su suerte. La represión fue ciertamente profunda y probablemente despiadada. Los habitantes del sur fueron ejecutados por centenas, deportados al norte a millares y decenas de miles huyeron a territorios africanos vecinos. El sur se convirtió en una zona hermética de donde era difícil obtener información fidedigna, reemplazada casi siempre por crónicas horripilantes. La revuelta aceleró la independencia que fue exigida por Azhari antes de que finalizase el año y proclamada el primer día de 1956. A continuación se sucedieron disensiones en el partido de Azhari que acabaron en escisión. Hubo primero un gobierno de coalición presidido por Azhari y luego otro del ql,le él ya no formaba parte. Aparecieron nuevos partidos. Abdullah Jalil, que sucedió a Azhari en 1956, se esforzó durante dos años por resolver los problemas económicos (aliviados por un acuerdo de ayuda suscrito con Estados Unidos en 1958) y por calmar los resucitados temores de Egipto.

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En 1958, Egipto envió tropas a dos zonas en litigio en la frontera egipcio-sudanesa, pero esta maniobra carente de tacto resultó contraproducente para El Cairo y en las elecciones sudanesas celebradas ese Jllismo año, el mayor número de escaños correspondieron al Partido Unna, partidario de la independencia frente a Egipto. No obstante, Jalil tenía una alianza entre Azhari y Nasser y fue considerado sospechoso de haber estado al corriente de un golpe de Estado por el que él, su gobierno y la Constitución iban a ser eliminados. El general Ibrahim Abbud tomó el poder junto con un consejo supremo de oficiales. El gobierno militar duró seis años, durante los cuales la situación en las provincias meridionales se deterioró drásticamente. El gobierno sudanés llevó a cabo en esa región una política de arabización y vio con extremo recelo las actividades de los misioneros cristianos extranjeros a los que consideraba sospechosos de ser no sólo antimusulmanes, sino también activos agentes de la política separatista occidental. La Ley de sociedades misioneras de 1962 restringió sus movimientos e indujo a cierto rtúmero de ellos a marcharse; los 300 que se quedaron fueron expulsados en 1964 tras la reanudación de la insurrección a gran escala, ahora por parte del movimiento Anya Nya, y llevaron consigo hacia el mundo exteriÓr relatos sobre grandes matanzas perpetradas por las tropas gubernamentales. En octubre de 1964, el régimen militar del general Abbud fue derrocado y, tras unas cuanta.5 semanas durante las cuales el general Abbud permaneció al frente de una administración ahora civil, él mismo presentó su dimisión. Sir el-Jatim Jalifa fonnó una coalición transitoria de intelectuales y políticos reaparecidos en la escena, la cual fue sustituida a principios de 1965 por una coalición más normal de políticos en la que el Partido Umma tenía la voz cantante, posición que consolidó y fortaleció en las elecciones de abril. Un sureño, Clement Ngoro, se hizo cargo de la cartera del Interior y se llevaron a cabo negociaciones norte-sur tanto en Sudán como en Nairobi con una serie de destacad.os dirigentes sureños exiliados. Una nueva conferencia proyectada para el mes de febrero en Juba se pospuso debido a la negativa del Anya Nya a deponer las armas previamente, pero las discusiones se reanudaron en Jartum en marzo. Poco pudo conseguirse en una situación en la que el sur exigía una Constitución federal y los políticos septentrionales lanzaban invectivas contra las intrigas separatistas. La lucha continuó y la opi· nión pública sureña fue separándose cada vez más de la idea de una federación y aproximándose a la de la independencia. Ambas partes buscaron apoyo en los estados vecinos. El gobierno sudanés se afanó por mejorar sus relaciones con Etiopía, Uganda y la República Centroafricana, y la Unión Nacional Africana Sudanesa apeló a la opinión africana a través de la Organización para la Unidad Africana y su Comité de Liberación en Dar-es-Salaam. En 1969, un grupo de oficiales del ejército a cuya cabeza estaba el general Numeiry, tomaron el poder y establecieron un gobierno de signo más izquierdista y pro egipcio. La coincidencia de similares golpes de Estado en Somalia y Libia dio origen a proyectos tendentes a una unión de todos estos países con Egipto y a la creación, por consiguiente, de un bloque árabe de estados africanos nororientales. En 1970, este plan se amplió más para atraer a Yemen del Sur y Siria, vinculándolo así con la extinta unión de 1958 con Egipto como punto central y factor común, pero estos proyectos de política exterior no condujeron a nada. En Sudán fueron objeto de ataques y críticas por considerarse que estaban distrayendo la atención de problemas internos más urgentes especialmente el del siempre insatisfecho sur, donde la guerra civil se alargó hasta

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1972. Numeiry ~obre.vivi.ó a una ~erie de intentonas para derrocarle que, en 1975 y 197~, fuer~n :-51 no msttgadas- s1 al menos apoyadas por Libia y Etiopía. En 1977, Sudan se s1tuo al borde de la guerra con Etiopía a raíz de la ayuda que prestaba a la revu~lta. eritrea contra Addis Abeba. En el interior, la reconciliación entre Numeiry y su prmc1pal oponente, Said al-Sadiq al-Mahdi, puesta de manifiesto con la elección de este último para una vicepresidencia de la Unión Socialista Sudanesa, se desvaneció en 1979. Numeiry se negó a romper las relaciones con Egipto después de Camp David, aunque su propio régimen se desplazó también hacia la derecha en esos años. En el transcurso de los primeros años de la década de los ochenta pudo predecirse prematuramente pero con toda certeza la caída del presidente Numeiry. Sus problemas en el sur se reavivaron, su economía fue de mal en peor, los estudiantes y otros secto· res descontentos se manifestaron contra él, sus proveedores -fundamentalmente Arabia Saudí y Estados Unidos- comenzaron a preguntarse si no estarían mejor sin él, y hordas de refugiados indigentes y hambrientos procedentes de Etiopía y el Chad cru· zaron sus fronteras en proporciones cada vez mayores. La reacción del presidente fue imponer y llevar a la práctica de forma salvaje las leyes y castigos islámicos, hacerse llama~ imán (a pe~ar de que un .tercio de sus compatriotas no eran musulmanes), otorgar val10sas conces10nes económicas a magnates saudíes y de otras nacionalidades, y liberar a Sadiq al-Mahdi de la cárcel en la que había estado encerrado desde septiembre de 1983 Y hasta diciembre de 1984. Hacia 1985, aproximadamente un quinto de la P?_blación se m?r.ía de hambre, la mala administración había conducido a la paralizac10n de los serv1c10s y de las obras públicas básicas (la irrigación, por ejemplo), la policía especial de seguridad era con razón aborrecida, el servicio de la deuda externa excedía al valor de las exportaciones, los créditos extranjeros sólo podían obtenerse a un precio ruinoso, el sur estaba en armas contra Jartum y era prácticamente autónomo. En abril, Numeiry, ausente del país por hallarse de visita en Estados Unidos, fue quitado d.e en medio por el ejército tras haberse desencadenado una huelga de las clases profes10nales. Se trataba de un golpe de Estado mediante el cual los militares pretendían anticiparse a movilizaciones más radicales. El consiguiente gobierno militar resultó ser sólo un expediente provisional hasta tanto en cuanto los partidos políticos tradicionales se ponían de acuerdo para formar una coalición civil con Sadiq al-Mahdi como primer ministro. Pero al-Mahdi, débil e inconsecuente, abandonó a su destino a los refugiados al adoptar (en contra de lo prometido en la campaña) una política de fundamentalismo islámico, y se enemistó con sus aliados del Partido Democrático Unionista por no poner fin (o al menos intentarlo en serio) a la guerra en el sur. Fue acu~ado de sabotear Los intentos de paz. El PUD abandonó su gobierno en 1988, y él paso a depender del Frente Nacional Islámico (FNI). El ejército temfa la derrota en el sur y el posible colapso de la economía, y se impacientaba con su indecisión. La guerra, que terminó en 1983, había costado al menos medio millón de muertos y 1,5 millones de refugiados. La deuda externa había aumentado a 7.000 millones de dólares· fracasaron las negociaciones con el FNI; y los motines por la escasez de alim:ntos comenzaron a ser frecuentes. En 1989, el ejército asumió de nuevo el poder abiertamente, a las órdenes del general el-Beshir, un musulmán más circunspecto pero no menos ~onvencido ..Pero para.entonces el FNI ya se había introducido en el ejército y el-Bash1r era en realidad una figura decorativa que enmascaraba el poder real de Hasán al-Turabi, el líder del FNI, que consiguió para él y para su partido un perverso monopolio de la ortodoxia islámica. Además de atraer a los oficiales del ejército, el FNI

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había hecho conversos entre los empresarios y los servicios .~úblicos, co~o reacc~ón frente a la llamativa incompetencia y la indignante corrupcton de antenor~s gob~~r­ nos. Pero el nuevo régimen no consiguió reducir la inflación, ni atr~~r la mve~s10n extranjera, ni poner fin a la guerra en el sur. Su simpatía por lrak enfn? .las relaciones con Arabia Saudí, aunque sus credenciales islámicas merecieron u~a v1s1ta de Rafsanyani, el presidente iraní. En el sur, la caída de Me.ngi~~ en Etiopia su.puso un~ -ª~e· naza para la obtención de provisiones y la comumcac1on con el exten~r del E¡erc1~0 de Liberación Popular de Sudán, expuso a la inanición y al ame~rallan:1ento a m;d10 millón de refugiados que intentaban alcanzar rutas de escape hacia Kema o a ~raves d_e ella, y causó disidencias entre los líderes del Ejército de Liberación ac~rca de s1 se deban aceptar 0 no otras condiciones que no fueran la total soberama pa~a el sur. El · gobierno de Jartum, duramente criticado en el exterior por su atroz mane¡o de la gue· rra civil, ansioso por frenar el hundimiento económico y alarmado por las. ?ropuestas de intervención internacional para crear refugios seguros para la poblac10~ del sur, amenazada de genocidio, aceptó reunirse con el líder del Ejército de Liberación, Jo~n Garang, ~n Abuya, Nigeria, con o sin la presencia de representantes del.15fl:1Pº escmdido del Ejército de Liberación creado por Riak Machar (apoyándose pnnc1palm~nte en los nuer mientras que Riak tenía su apoyo principal entre los dinka). Descarto en 1993 los adornos militares, convirtiendo a el-Bashir y a otros en civiles, pe~o mantuvo sin alteraciones el papel de al-Turabi (a pesar del deterioro que le causo un grave accidente). Al continuar la guerra civil y el declive económico, ~udán se vio. cada vez más aislado sin aliados entre sus vecinos, y empeorando sus relaciones con Egipto, particularmen~e tras la complicidad sudanesa en el atentado que sufrió Mubarak durante su visita a Addis Abeba, en 1995.

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EL CUERNO DE ÁFRICA

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El antiguo reino etíope, una amalgama de razas, lenguas y religiones, mantuvo su independencia incluso en el siglo XIX y con ello una cierta inmunidad ~re~te a las tendencias modernizadoras que acompañan normalmente tanto al colonialismo como a los movimientos anticolonialistas. Sojuzgado sólo durante cinco años en el siglo XX (1936-1941), reanudó su santificadora forma de vida bajo el reinado de su astuto monarca Haile Selassie, que había ascendido por primera vez al trono a la edad de treinta y ocho años. El emperador era un cauto innovador c~yas i~clinacion~s refo~­ mistas resultaban muy avanzadas para los señores feudales latifundistas y los neos clerigos que eran los personajes más eminentes y en última instancia .los más po~erosos de su reino. Un intento de golpe de Estado a finales de 1960, seg111do de motmes en el ejército en marzo de 1961 y el rumor sobre una conspiración en ago~t~ de ese .año, sugerían la existencia de cierto malestar entre los jóvenes .cultos y los oficiales de mferior graduación que dirigían su mirada hacia el príncipe Asfa :Vossen en busca de un progreso más decidido y enérgico, pero el emperador. recupero el c~n;rol. c~n pasmosa facilidad y prosiguió su política de lentos,avances mternos. Culnvo as1m1smo buenas relaciones con los nacientes estados de Africa (quizá como garantía frente a la tradicional hostilidad musulmana hacia su imperio predominantemente cristi~n~); en 1958 su capital se convirtió en la sede de la Comisión Económica para el Afnca de la ONU y en 1963 la Organización de la Unidad Africana tuvo allí su cuna. El empe·

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radar concedió amplios terrenos para la construcción de los edificios que albergarían a estas dos organizaciones. La principal preocupación exterior de Etiopía la constituían sus vecinos somalíes, de raza no bantú. En contraste con lo ocurrido con los etíopes, los europeos no sólo conquistaron el territorio somalí, sino que además lo dividieron y se lo repartieron. Los somalíes, musulmanes pero no árabes, aparecieron en el Cuerno de África hacia finales de la Edad Media europea y posteriormente se unieron a los ataques musulmanes contra el Reino Cristiano de Etiopía. Fueron sojuzgados en la segunda mitad del siglo XIX, primero por los franceses en los años sesenta y luego, en los ochenta, por los británicos y los italianos (que se apoderaron asimismo de Eritrea). La colonia británica de Kenia se extendió hacia el norte sobre un área predominantemente somalí, y Etiopía se apropió -en su provincia de Ogaden- de territorio reivindicado por los somalíes. Las relaciones entre Etiopía y los somalíes fueron por tanto inveteradamente malas y las relaciones de Gran Bretaña con ambos fueron difíciles, puesto que los etíopes sentían recelos de los británicos por creer que defendían las reivindicaciones somalíes frente a Etiopía, mientras que los somalíes pensaban que Gran Bretaña no veía con buenos ojos sus reclamaciones frente a Kenia. En 19.35, los italianos, insatisfechos por la esterilidad de la parte de Somalía que poseían y por la esterilidad en general de sus pretensiones imperialistas, explotaron un incidente de Wal Wal, en la disputada Ogaden, con la intención de conquistar Etiopía. Se sospechaba que acariciaban la idea de una Gran Somalia que se anexionaría la Somalia británica, pero la derrota que los británicos les infligieron en 1941 resucitó el imperio etíope independiente (al que se sumó Eritrea en 1952 tras un período de fideicomiso británico) y dejó a los somalíes aún sojuzgados y divididos. Al aca· bar la guerra, Ernest Bevin propuso en un momento determinado la creación de una Gran Somalia que comprendiera a las Somalia británica e italiana y algunas partes de Etiopía, pero este proyecto suponía el antagonismo de Etiopía sin beneficio para los somalíes. Las discusiones sobre la frontera etíope-somalí prosiguieron con gran lenti· tud hasta 1959 en que una conferencia celebrada en Oslo con Trygve Lie como árbi· tro elaboró una solución de compromiso con la que ninguna de las dos partes se mos· tró conforme. En 1960, la Somalia italiana, a la que los italianos habían vuelto en 1950 para administrar un fideicomiso de diez años, alcanzó la independencia, y con· forme esta fecha se acercaba los británicos, que habían llegado a ponerse nerviosos con la injerencia egipcia en la Somalia británica, aceleraron el proceso de independencia de su propia colonia de forma que pudiera unirse a la Somalía italiana y pásar a constituir la República independiente de Somalia, extensa pero pobre, con una mezcla de razas y muy escasa preparación para convertirse en un Estado, y que debía hacer frente a la desconfianza y las amenazas de sus vecinos, Etiopía y Kenia. En la conferencia de Lancaster House sobre Kenia, en 1962, los somalíes reclamaron sin éxito la celebración de un referéndum en la Provincia de la Frontera Norte de Kenia (un área de más de 260.000 kilómetros cuadrados) y su unión a Somalía. Algo más entrado el año, varios políticos kenianos discutieron con los somalfes la posibilidad de constituir una federación del África oriental que comprendiese no sólo Somalia y los territorios del África oriental británica, sino también Etiopía; Kenia dejó claro que, en caso de que llegase a producirse una unión semejante, pensaba conservar para sí misma toda la provincia de la Frontera Norte. En diciembre, una comisión de fronteras recomendó que la provincia fuera dividida en dos regiones, las cua-

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les serían ambas incluidas en el nuevo Estado de Kenia. Esta recomendación, que fue aceptada por el gobierno británico, provocó disturbios y una ruptura de relaciones diplomáticas por parte de Somalia. Kenia logró que otros estados africanos le dieran su apoyo y una delegación que envió a la conferencia afroasiática celebrada en Moshi, Tanganica, en febrero de 1963, se retiró de la sala de sesiones cuando los somalíes plantearon el tema de la frontera. En una nueva conferencia, en esta ocasión en Addis Abeba en mayo, varios representantes de países africanos reprendieron a los somalfes por volver a plantear de nuevo la cuestión. En ese mismo año se declararon abiertamente las hostilidades entre Somalia y Etiopía. Los somalíes no aceptaban el tratado de 1897 en virtud del cual Gran Breta· ña había cedido parte de la Somalia británica a Etiopía; entre la Somalia italiana y Etiopía no había una frontera definida. Al alcanzar la independencia, los somalíes se habían abstenido de desafiar a un vecino que contaba con equipo y material esta· dounidense. También Etiopía, consciente de las divisiones raciales existentes dentro de sus propias fronteras, evitó el enfrentamiento. Pero la reivindicación somalí fren· te a Kenia alarmó a Etiopía debido a su afinidad con l?s reclamaciones somalíes en la provincia etíope de Ogaden. Durante el año 1962 los combates se desarrollaron de modo extraoficial a lo largo de la frontera. Al año siguiente, el primer ministro somalí, Abdirashid Shermake, visitó la URSS, Egipto, la India, Pakistán e Italia. Obtuvo muy poca ayuda o aliento. La independencia de Kenia a finales de ese año vino acom· pañada de la conclusión formal de un tratado de defensa keniano-etíope previamen· te convenido, y unos cuantos meses más tarde se inició una lucha abierta entre Etio· pía y Somalia. Los rusos se ofrecieron a actuar como intermediarios y un representante del ministro de Asuntos Exteriores viajó a Mogadishu, poniendo así de manifiesto la preocupación rusa, si no por los somalíes, sf en todo caso por una posi· ble influencia estadounidense o china en el Cuerno de África. El presidente del Sudán y el rey de Marruecos ofrecieron una mediación más efectiva y, tras una serie de conversaciones mantenidas en Jartum, se declaró el cese de hostilidades. Pero el problema fundamental no fue resuelto y nuevas discusiones entre Kenia y Somalia en 1965 fracasaron. Los combates esporádicos continuaron hasta 1967, fecha en que un nuevo gobierno somalí pidió al presidente Kaunda que mediara. Las relaciones diplomáticas se reanudaron al año siguiente. En la Somalilandia francesa, el movimiento a favor de la asociación con los terri· torios británicos italianos fue rechazado, tras votar la asamblea de Yibuti a favor de continuar como Provincia de Ultramar de la Unión Francesa, pero en 1975 Francia decidió abandonar el territorio (aunque retuvo en el mismo un ejército de 4.000 soldados) y en 1977 se creó la República Independiente de Yibuti. El nuevo país incluía el puerto de Yibuti y la costa occidental del estrecho de Bah al Mandab, era codicia· do por Somalia y resultaba vital para el comercio exterior de Etiopía. Estaba poblado por afares, que tenían parientes en Etiopía y Eritrea, e issas, de origen somalí. Tras la caída de Megistu en Etiopía, Yibuti adoptó (1992) una Constitución de partidos múltiples que, sin embargo, no alteró la naturaleza étnica de su política. El presidente Hasán Guled Aptidou, de origen issa, fue acusado de diferentes atrocidades contra los afares, lo que le enajenó el apoyo francés y le aisló de los demás países de África orien· tal y de la Península Arábiga. El Cuerno de África, además de las disputas regionales, adquirió importancia internacional durante la guerra fría. Era un puente, en la parte sur del mar Rojo, entre

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Asia y África, prácticamente tan importante como la ruta a través del Sinaí y hacia el este limitaba con las aguas del océano Índico. Estados Unidos estableció su, influencia y sus bases en Etiopía. La URSS hizo lo propio en Somalia, país al que suministró armas a cambio de instalaciones de almacenamiento y comunicación, un puesto de inteligencia Y una gran base aérea. En 1974 estas maniobras aumentaron y se trans· formaron debido a la revolución de Etiopía. En 1973, al alcanzar los ochenta años, el emperador etíope, Haile Selassie, fue presionado por sus amigos y familiares para que abdicara. Era viejo y soportaba una gran carga (su heredero sufrió un derrame cerebral en 1973 ); su alianza con Israel se vino abajo ese año por la guerra en Oriente Medio; la amistad estadounidense estaba decayendo; los estudiantes se amotinaban y los trabajadores se declaraban en huelga. Pero él se negó a abdicar. Maniobró para aflojar las riendas con las que había mantenido sujeto su país, pero el pasado le estalló en la cara. Un grupo de oficiales del ejército se amotinaron. Este motín condujo a una nueva revuelta de soldados rusos, cabos, sar· gentos y otros militares de baja graduación, y al destronamiento del emperador (que murió en prisión, posiblemente asesinado o víctima de malos tratos), después de lo cual se produjeron numerosos asesinatos políticos. La ya muy menguada influencia del anciano, si bien en un tiempo noble emperador había producido intolerables tensiones (entre regiones y clases e incluso en el seno del ejército), y había originado asimismo conspiraciones, corrupción, mala administración y estancamiento económico, todo lo cual vin~ a agravarse aún más a causa de la sequía y el hambre que afligieron a gran parte de Africa a comienzos de la década de los setenta, y a causa de la opu· lencia --que contrastaba violentamente con esta situación- de la que se rodeaban la corte Y los nobles. El primer motín fue seguido de una serie de gobiernos de efímera duración y de la formación de un Deurg o Comité de Coordinación dentro de las fuer· zas armadas, cuyo número de miembros no parecía ser fijo y que er;;¡ en gran medida desconocido pero que se convirtió en el poder fundamental y último en la capital. La figura principal de nuevo régimen fue el coronel Haile Mariam Mengistu, un hábil estratega que derrotó a sus principales rivales del Partido Republicano Popular Etíope con la ayuda del socialista Meison, al que después derrotó. Mengistu y sus alyotawi seded consiguieron el control sobre Addis Abeba, pero no sobre la totalidad del país, en particular, ni sobre Eritrea, al norte, o sobre las disputadas tierras del sur. Obtuvo ayuda de la URSS y de sus suplentes cubanos cuando, en 1977, Moscú decidió apoyarlo, traicionando su alianza con Somalia para poder desplazar a Estados Unidos de Etiopía. Las armas cubanas permitieron a Etiopía conservar Haran y Dire· dawa y expulsar a los somalíes que habían estado a punto de conquistar el Ogaden. Esta ayuda permitió a Mengistu mantener la lucha contra los eritreos hasta que, de nuevo con ayuda rusa y cubana, pudo establecer una contraofensiva. Para entonces, Mengistu estaba salvado, y la URSS se había comprometido a apoyar al. imperio cristiano amhárico, dominado ahora por los dergue. Además de sus conflictos con los eritreos y los somalíes, Mengistu se enfrentó a revueltas en Tigre, al noroeste, y de las tribus oromo o galla, del sur (estos últimos constituían aproximadamente la mitad de la población del país). Estos acontecimientos hicieron que Somalia pasara del protectorado ruso al esta· dounidense. Pero era un país fuertemente dividido. Durante el último tercio del siglo XIX, los colonizadores británicos e italianos habían ejercido un dominio disparejo sobre una red de clanes y subclanes pastoriles que se reafirmaron después de la indepen-

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gente de 25.000 soldados para facilitar la llegada de socorro a los mt·11ones de perso, n.a_s que mona.~ de ham~re, pero estableció un límite de pocos meses para esta opera· un respiro,, en un área limitada ' a los abastecedores d e ayud a, pero a l c1on. Conced10 · d s~r retira a en 1993, _voleo en la ONU los problemas políticos y de seguridad todavía · sm resolver. El esencial apoyo estadounidense se consiguió durante un ti d' d E d U 'd l empo conceten o a sta os m os os puestos de enviado especial del secretario general y de segundo en el mando de una UNOSOM reconstruida, con 28.000 soldados (incluid.os 8.000 estadounidenses) y permiso para establecer la paz por la fuerza. En este con· tmgente de la ONU el componente paquistaní fue superado por Estados Unidos ( 2.600 italian?s y 1.000 fr~nceses en tercer y cuarto lugar), pero Washington tamb~~~ mantuvo, ba10 su ma~do t~dependiente, las tropas de la Unidad de Despliegue Rápido ~u.e, aunque .en ba10 numero (1.000 soldados), constituían una fuerza poderosa, y heltcopteros artillados. Los primeros estadounidenses habían sido bien recibido Aidid, a qui.en Estados Unidos parecía apoyar, frente a Ali Mahdi; pero durante :9~~: ~ta~os Um~o~ aban_d?nó el objetivo de reunir a los señores de la guerra a favor de eltmmar. a A1d1d p_ol1t1camente y, si fuera necesario, también personalmente. El primer enviado especial del secretario general, el argelino Mohammad Sahoun, dimitió como_ protesta ~~r la mili.rancia estadounidense. El nuevo y desconcertado president~ ~lmton envio una unidad especial que en lugar de arrestar a Aidid arrestó a los dmgentes d~ la O~U. Clinton envió entonces una fuerza mayor que prometió retirar transcurridos set~ _mes.es. Cuando lo hizo, no se había alcanzado ningún progreso en cuanto a la reumftcactón de Somalia, ni mediante la negociación ni mediante la fuerza, ni mediante la combinación de ambas. Las diversas partes (ex~luido Aidid, sin emb_argo) comenzaron a plantearse la idea de una nueva federación de Somalia. A la partida de los estadounidenses le siguió, dieciséis meses más tarde, la de la UNOSOM q~e. ~ejó Somalia prácticamente en la misma situación que estaba tres años antes; d~v1d1da entre dos coaliciones tribales enfrentadas y que fingían ignorar la existen· cia d_el f~udo precariamente independiente del presidente Egal, en el norte. La lucha continuo.

dencia, en 1960. En 1969, el presidente Shermake fue asesinado. Le sustituyó, tras un interregno y un golpe de Estado, el coronel Siad Barre. Barre pertenecía al clan merehan, una sección de los darode que, a su vez, se situaban entre los issas del norte y los hauieh del sur. Fortaleció los vínculos somalies con la URSS y el mundo árabe, promulgó un excéntrico programa socialista, se benefició, después de 1977, de los favores estadounidenses, e invadió Etiopía con infundadas esperanzas de obtener ayuda de Estados Unidos. Su ejército fue pronto expulsado por los etíopes, con ayuda cubana y soviética, y esta aventura, humillante y mal concebida, minó su posición. Se convir· tió en un dictador duro y nepotista, perdió el apoyo de los subclanes aliados y, a pesar de recuperar el liderazgo cuando se produjo la invasión etiope de 1982, acabó inmer· so en una guerra tivil que aceleró la desintegración del país y causó hambre, rapiña y la huida de dos millones de personas, aterrorizadas y con graves problemas de inanición. (En un momento determinado la Cruz Roja estaba dedicando un tercio de sus recursos mundiales a Somalia y otras veinte organizaciones humanitarias operaban en la.zona.) Uno de los pocos países homogéneos de África se transformó con el gobierno de Barre en un laberinto de hostilidades agudizadas por la indiscriminada ayuda estadounidense que, aunque generalmente asignada a proyectos poco apropiados que no llegaban a terminarse, creó falsas expectativas. El norte del pafs, anteriormente británico, intentó secesionarse como República de Sorrialilandia, pero su presidente, Mohamed Egal, no consiguió el reconocimiento internacional y apenas obtuvo ayuda extranjera. En esta zona, los jefes de los clanes, que se habían unido contra Barre, regresaron a las hostilidades, al tiempo que parte de sus ejércitos caían en el bandolerismo. El más importante de estos jefes, Mohamed Farah «Aidid», como Barre, era soldado y policía adiestrado por los italianos. Barre lo había encarcelado durante cuatro años, pero lo liberó porque lo precisaba para la guerra contra Etiopía. Estuvo a punto de convertirse en sucesor de Barre, pero por un error táctico permitió que Mogadiscio cayera en manos de su rival, Ali Mahdi Mohammad, quien asumió el título de presidente. Para compensar su fracaso, Aidid buscó aliados en otros grupos, incluidos los zelotes musulmanes, que le apoyaron cuando Estados Unidos lo señala· ron como un enemigo especial e intentaron matarlo. En Somalia se produjeron dos calamidades separadas pero al mismo tiempo entre· cruzadas. Una de ellas fue el caos que siguió a la caída del régimen de Barre; la segunda era la sequía, el hambre y la enfermedad, debidas en primer término a causas natu· rales, pero fuertemente agravadas por la primera. El caos se sintió principalmente en la capital y en la costa, mientras que la sequía y el hambre afectaron con mayor dureza a millones de personas del interior. La primera exigió la mediación y la intervención internacionales para pacificar y desarmar a las distintas facciones; la segunda necesitó comida, medicinas y protección para los que las distribuían. La peor parte de la hambruna había finalizado a mediados de 1992, pero a las organizaciones de ayuda todavía les robaban el 12-20% de los suministros. Después de varias resoluciones del Consejo de Seguridad, en 1992 se envió una fuerza de paz de la ONU (UNOSOM), pero, en contra de los deseos del secretario general, no se le concedió el permiso para desarmar a las facciones. El embargo de armas de la ONU no dio resultados porque ya había armas suficientes. La UNOSOM, compuesta inicialmente por 500 paquistaníes y diseñada para alcanzar un total de 3.500 soldados, fue ineficaz y, a finales de año, el presidente Bush ofreció apoyarlo con 3.000 soldados estadounidenses. Al mismo tiempo, y quizá con la vista puesta en su campaña electoral, Bush envió un contin·

. En ~~iopía, el ~obierno de Mengistu consiguió intimidar al Frente Occidental de L1berac10n Somalt y contener, aunque no derrotar, al Frente Eritreo de Liberación Popular (FELP). Sudán Y Arabia Saudí intentaron unir los grupos minoritarios eritreos (tres de los cuales firmaron un acuerdo en Jeddah a comienzos de 1983) como base. para un acuerdo más amplio con el FELP, de cuya tendencia izquierdista desconfiaban. Pero estos movimientos no dieron resultado y el FELP demostr' s it l'· d d • fl' . d d l O U V a 1 a m ~gten o g~a~es errotas a ejército etíope en 1983 y, de nuevo, en 1988. Esta· dos Unidos recaltf1có al FELP como un movimiento democrático de liberació nen l d . ó ugar e un~ msurrecci n marxista. La revuelta de Tigre produjo altibajos en el destino de los entreos y el gobierno sufrió serios reveses en la zona durante 1989. La ayt d ru~a estaba disminuyendo y Mengistu se vio obligado a conceder a Eritrea la auto~o~ mta federal. El golpe organizado contra él fracasó, pero el ejército, del que dependía estaban cans~do de la gue~ Ypresionó para que aceptara un acuerdo con Eritrea mu; c_ercano a la mdependencta. Las conversaciones comenzaron en 1989, con el ex presidente. Car~er como intermediario. En 1991, Mengistu huyó y Méles Zenawi, un ex comunista \1der del Frente Popular Democrático Revolucionario de los Pueblos Etíope~ (FRDRPE, compu~sto p~~ncipalmente por el Movimiento Popular Democrático Etiope, el Frente de L1berac1on Popular Tigrai y la Organización Democrática Popu-

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La potencia preponderante en la parte oriental y meridional del África central había sido Gran Bretaña, pero los primeros europeos que llegaron fueron los portu· gueses. Díaz tocó tierra en África oriental en su viaje desde El Cabo hasta la India y nuevamente en el viaje de regreso. En esta costa, los portugueses entraron en contacto con el mundo árabe, estableciendo puntos de escala y de reparación en lugares donde ya los árabes se dedicaban al comercio: Kilwa, Zanzíbar, Monbasa, Malinbi. La naturaleza y extensión de los derechos portugueses fueron imprecisos y fluctuantes y los árabes y luego los británicos y holandeses les redujeron gradualmente hasta que el único territorio que quedó en sus manos fue Mozambique. El interés británico en África oriental ha sido doble. Para la potencia dominante en el océano Índico, los territorios costeros eran un aliciente natural, pero Gran Bretaña se convirtió también en una potencia africana continental al establecer sobre regiones del interior un control que se consideraba necesario para garantizar los inte· reses estratégicos británicos en El Cabo y en el valle del Nilo. Un avance septentrional desde El Cabo evitando el contacto con las repúblicas bóers y continuando hasta el interior de Rodesia se sumó a otro avance por el sur desde Egipto y Sudán para dar lugar a la importancia estratégica de Uganda y a la ruta de acceso a ella a través de Kenia. En un capítulo particularmente intenso y agitado de la historia de las exploraciones y de la competencia entre las grandes potencias, Gran Bretaña adquirió

Uganda y Kenia a finales del siglo XIX, agregándose Zanzíbar en 1890 (a cambio de conceder Helgoland a Alemania) y Tanganica en 1919 como territorio mandatario tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. No hubo al principio un despliegue territórial del poderío británico. Gran Bretaña -optando, como de costumbre, por la táctica indirecta-· decidió ejercer influencia en la costa a través del sultán de Zanzíbar, un potentado árabe que era al mismo tiempo sultán de Mascate en Arabia pero que había trasladado su capital a Zanzíbar en 1840. (Zanzíbar y Mascate se separaron nuevamente en 1861, al establecer los dos hijos de un sultán fallecido dos estados y dinastías independientes como consecuencia de la mediación del virrey de la India, lord Canning.}. En el interior, los gobiernos británicos dejaron la tarea de la expansión en manos de los intereses comerciales hasta el último cuarto del siglo XIX en que el fracaso de las compañías a las que se había concedido el derecho de explotar diversas partes de África (que habían resultado ser sólo dudosamel}te remuneradoras}, unido a la competitiva expansión de las potencias europeas en Africa, indujo a Gran Bretaña a orientarse hacia una política de anexión territorial. El fracaso de la compañía británica del África oriental, por ejemplo, llevó al gabinete de lord Rosebery a aprobar un protectorado británico sobre Uganda, una vez persuadidos los indecisos colegas del primer ministro con argumentos estratégicos sobre las intenciones de otras potencias europeas, particularmente Italia y Bélgica, en las regiones de la cabecera del Nilo. Tras la capitulación de los italianos en Adua en 1896 ante el emperador Menelik Il, Gran Bretaña temió que Etiopía concertase una alianza con Francia o con los mahdistas en el Sudán, y lord Salisbury insistió en la construcción del ferrocarril de Uganda como refuerzo de su política de reconquista del Sudán. No menos importante era la pugna con Alemania, cuya determinación de convertirse en una potencia africana se había puesto de manifiesto en la conferencia en Berlín de 1884-1985. Los alemanes habían reivindicado derechos sobre África oriental con la consiguiente tu~bación y disgusto de Gran Bretaña a la que desagradaba la expansión alemana en Africa pero que necesitó, sin embargo, la amistad de Alemania en Europa y en otros lugares durante la época de malas relaciones anglo-francesas que abarcó desde 1,880 hasta 1904. Gran Bretaña aceptó por consiguiente la ocupación alemana de Africa sudoccidental, al tiempo que tomaba la precaución de asegurarse Bechuanalandia contra las posibles aspiraciones alemanas (o bóers} que podrían suponer un obstáculo para la línea ferroviaria desde El Cabo en dirección al norte. En África" oriental, Gran Bretaña accedió asimismo a la presencia alemana y dejó de utilizar al sultán al Zanzíbar para hacerles las cosas difíciles a los alemanes en Tanganica, mientras que al mismo tiempo obtenía del sultán en 1887 el arriendo de una franja costera de unos 16 kilómetros de longitud (incluyendo Mombasa} y acrecentaba el poderío británico en Uganda y Nyasalandia de manera que el naciente imperio alemán pudiera ser contenido dentro de unos límites compatibles con los intereses británicos esenciales. La Primera Guerra Mundial eliminó el factor alemán pero la primera mitad del siglo XX fue testigo en Kenia, una colonia británica situada más al norte, de una empresa que iba a producir más tarde sus propios problemas. Se trataba de la explotación de Kenia por parte de colonos blancos. Mientras que la desaparición de las complicaciones derivadas de un31 gran potencia como Alemania permitió al Foreign Office apartar de su mente a Africa oriental, el surgimiento de nuevas complicaciones de una naturaleza diferente no preocupó al parecer al Ministerio de Colonias hasta que fue demasiado

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lar Oromo), se hizo cargo de la capital y del gobierno. Las elecciones del año siguiente fueron caóticas, y las de 1994 algo menos. El FPDRPE mantuvo el poder, aunque los aromos y otros (como los amharas), deseaban la secesión o al menos una federación. Los afares estaban también divididos. El FPDRPE arrasó en las elecciones generales y locales de 1995, que fueron boicoteadas por los principales partidos de la oposición. En Eritrea, el FELP actuaba como si la región fuera ya independiente, como así sucedió en 1993, con Issayas Afworki como presidente de un país con tres millones de habitantes divididos prácticamente a partes iguales entre musulmanes y cristianos, en el que se hablaban 12 lenguas, donde los alimentos escasearían al menos durante una década, que luchaba a medias por establecer una economía de mercado y que suponía un presa para las intrigas rivales de Sudán 'f Arabia Saudí. En el resto de Etiopía, el nuevo gobierno adoptó una política de transferencia de competencias a lo largo de cinco años a una diversas regiones (originalmente catorce, pero reduci· das a diez) cuyo componente étnico amenazaba, sin embargo, con convertir la transferencia de competencias en fragmentación y, por tanto, con suspender dicha transferencia en sus primeros estadios. Para los pueblos de esta región los horrores de una guerra aparentemente interminable fueron incrementados por hambrunas tan letales que el mundo los puso en primera plana de las noticias y aumentó por breve tiempo el apoyo ofrecido a unas organizaciones humanitarias c:on exceso de trabajo y unos fondos muy escasos. Al desvanecerse la guerra fría, las superpotencias se encontraron unidas en el deseo de poner fin a las guerras y reducir los otros horrores de la región, y promovieron una federación de Eritrea con Etiopía, que podría ampliarse a Yibuti y Somalia, e incluso a Sudán, Uganda y Kenia (todos ellos miembros de un Organismo Internacional para la Sequía y el Desarrollo).

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tarde, pues que, si bien la Declaración de Devonshire de 1923 había afirmado la primacía de los intereses africanos, la comunidad de colonos dio por sentado, y se le permitió que siguiera dando por sentado hasta la víspera de la independencia, que los poderes y privilegios de los que disfrutaban no se verían amenazados en el futuro que se presentaba ante sus ojos. Incluso en los años cincuenta, ambas razas creyeron que la adhesión de un gobierno blanco a los principios de la autodeterminación y del gobierno de la mayoría nunca llegaría tan lejos como para permitir que una importante comunidad blanca fuera gobernada por un régimen negro. La independencia de África oriental se produjo a continuación de la del África occidental y, en parte porque llegó después, se alcanzó a través de la ya conocida secuencia o evolución desde los consejos designados, pasando por los consejos mixtos, y de aquí a los parlamentos plenamente elegidos a los que acompañaba la autonomía, que a su vez era el prólogo de la independencia plena. Tanganica se independizó en diciembre de 1961, Uganda en octubre de 1962 y Kenia e.n diciembre de 1963, pero a pesar de su proximidad geográfica, las circunstancias de cada uno de estos tres territorios fueron muy diferentes. Las especiales características de la trayectoria de Uganda hacia la independencia eran consecuencia de una estructura política compuesta y no unitaria. El protectorado de Uganda comprendía una serie de entidades monárquicas, de las cuales la más importante era Buganda, regida por su kabaka o rey, Frederick Mutesa 11. Otras eran Bunyoro, Toro, Ankole y Busogo. Por añadidura, entre Buganda y Bunyoro existía un contencioso territorial desde hacía mucho tiempo. Una de las consecuencias de la existencia de estos principados era que en Uganda había un nacionalismo relativamente fuerte de tipo tradicionalista que se oponía tanto al dominio colonial británico como a las formas democráticas y antimonárquicas de nacionalismo. La relativa debilidad de estas últimas inclinaciones tendía a asignar a la administración colonial un papel progresista en contraste con el conservadurismo del kabaka, que estaba interesado en preservar sus tradicionales poderes y la identidad separada de su principado. En 1953, un ministro británico dejó caer en Londres un inoportuno comentario acerca de una federación africano-oriental que fue considerada por el kabaka -y por muchos otros africanos- como un anuncio de un proyecto británico para crear una nueva gran unidad política al objeto de preservar más satisfactoriamente el dominio blanco. Por estas fechas se estaba constituyendo una federación del África central y los africano-orientales temieron que se concediera a los colonos blancos de Kenia en todo el África central los mismos poderes que la minoría blanca de Rhodesia del sur estaba consolidando en su propio pais y extendiendo a Rodesia del norte y a Nyasalandia. Se produjo a continuación una disputa entre el kabaka y el gobernador, Sir Anrew Cohen, y el kabaka fue enviado al exilio acusado de no haber observado el acuerdo de Uganda de 1900 por el que estaba obligado a aceptar el consejo de Gran Bretaña en determinadas materias. El exilio del kabaka duró hasta 1955. Una comisión presidida por sir Keith Hancock elaboró una nueva Constitución que fue aceptada por el kabaka mediante el acuerdo de Namirembe por el que se avenía a convertir Buganda en una monarquía constitucional y reconocía este reino como parte integrante de Uganda; el Parlamento de Buganda o lukiko debía enviar representantes al Parlamento de Uganda (si bien comenzó por negarse a hacerlo). El kabaka fue, por tanto, repuesto pero el principado al que regresó era una democracia en ciernes dentro de una democracia más amplia y,

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significativamente, había sido formulada la pretensión británica de crear una Uganda independiente que fuera una democracia parlamentaria unitaria y no una federación. Gran Bretaña no pudo, sin embargo, resolver el contencioso de Buganda con Bunyoro. El origen de esta disputa se retrotraía a 1893 en que los británicos, capitaneados por Lugard y el entonces kabaka, habían guerreado contra Bunyoro. Btiganda le había arrebatado a Bunyoro cinco condados y parte de otros dos, y Gran Bretaña había dado su beneplácito a esta transferencia en el acuerdo de Uganda de 1900, y desde entonces los británicos habían hecho oídos sordos a todas las quejas de Bunyoro. En 1961, sin embargo, Gran Bretaña había designado a una comisión de consejeros privados {la comisión Molson) para tratar de resolver la controversia antes de la independencia. La comisión recomendó una solución de compromiso que los britá· nicos sólo pusieron en práctica parcialmente. Se confirmó la posesión por parte de Buganda de cuatro condados que la comisión le había asignado pero se pospuso la decisión sobre el resto del territorio en litigio. En 1964, después de la independencia, el gobierno de Uganda celebró el plebiscito que la comisión Molson había recomendado, por el que de forma concluyente-se reintegraron estas áreas a Bunyoro. El cambio constitucional en Uganda había comenzado en 1950 al pasar a estar compuesto el consejo legislativo por un número igual de miembros oficiales (es decir, funcionarios coloniales) y no oficiales. De estos últimos, ocho eran africanos, cuatro asiáticos y cuatro europeos en reconocimiento de un problema étnico que sin embargo no impidió el progreso hacia la independencia debido al hecho de que los colonos europeos eran demasiado poco numerosos para pensar en conservar el poder político y los asiáticos juzgaron conveniente en una fecha temprana mostrarse conciliadores en vez de enemistarse con la mayoría africana. Un similar equilibrio entre los miembros oficiales y no oficiales se estableció en el consejo ejecutivo en 1952. En 1954 se duplicó el número de componentes del consejo legislativo. En 1961 se concedió la autonomía política a Uganda y Benedikto Kiwanuka se convirtió en el primer jefe del gobierno, pero el separatismo de Buganda continuó retrasando la concesión de la independencia plena. El lukiko, que en 1957 había solicitado a la Corona británica una mayor autonomía y se había negado al año siguiente a desempeñar el papel que tenía asignado en unas elecciones generales, llegó incluso a declarar independiente a Buganda. El Congreso del Pueblo de Uganda, partido que Milton Obote había creado para luchar por la independencia, estableció una alianza con el partido de la autonomía de Buganda, denominado Kabaka Yekka, al objeto de obtener una mayoría parlamentaria. Obote ocupó el puesto de Kiwanuka. A continuación fue concedida la independencia, en octubre de 1962. Al año siguiente, Uganda se convirtió en una república dentro de la Commonwealth y el kabaka aceptó el cargo meramente decorativo de presidente. Pero la alianza entre Obote y el kabaka no duró mucho tiempo. A comienzos de 1966, se extendieron rumores sobre escándalos en puestos elevados de la administración que amenazaron con debilitar la posición de Obote. El primer ministro abrió una investigación y más tarde declaró el estado de emergencia, asumió poderes excepcionales, destituyó y arrestó a una serie de ministros de su gabinete y eliminó al kabaka de la presidencia. Dos meses después proclamó una nueva Constitución, lo que precipitó un nuevo enfrentamiento entre él y el lukiko y le llevó a ocupar el cargo de presidente. Los constantes rumores sobre planes urdidos en Buganda para recurrir a la fuerza le indujeron a actuar primero (o quizá más bien le dieron la posibilidad de hacerlo). El palacio de kabaka fue saqueado y el kabaka, que logró escapar por los pelos, tuvo que exiliarse una vez más.

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Tanganica siguió en cuanto a la forma un proceso similar, desde la participación de miembros oficiales y no oficiales en el gobierno, pasando por la autonomía política o el autogobierno, hasta la concesión de la independencia, pero las autoridades británicas trataron de dar un especial giro multirracial a los acontecimientos al adherirse al principio de igualdad entre las razas en contraste con el de igualdad entre los individuos. Este concepto se contemplaba en una Constitución del año 1955 que establecía que los electores de cada circunscripción debían elegir todos ellos a un miembro de cada una de las tres razas, pero el partido que se creó para aplicar esta Constitución, el Partido de Tanganica Unida, nunca obtuvo mucho apoyo y fue eclipsado por la Unión Nacional Africana de Tanganica (TANU) constituida por Julius Nyerere en 1954. En 1957, Nyerere, que hacía veinticinco años que reivindicaba la independencja, fue nombrado miembro del consejo legislativo junto con Rashid Kawawa, pero pronto dimitió al objeto de forzar el ritmo del proceso y presionar para que fuera concedida la independencia antes de 1969. El TANU obtuvo la victoria en las diversas elecciones a las que concurrió en el período 1958-1959, y en 1960 sus triunfos se extendieron a todo el país. El experimento multirracial fue abandonado tras un cambio de goberna· dor y de ministro de Colonias en 1959, y Tanganica accedió a la independencia en 1961. Decidió convertirse en república y en miembro de la Commonwealth. Una de las más importantes elecciones de la historia de la descolonización británica se celebró no en una colonia, sino en la propia Gran Bretaña. En 1959, el electorado británico devolvio el poder a Harold Macmillan, y una de las primeras empresas que acometió después de este estimulante ca~bio fue.emprender un viaj~ alrededor d.e Africa que puso de manifiesto una nueva actitud hacia los asuntos colomales. Macm1llan había sentido los «vientos de cambio» y había decidido que soplaran libremente a su alrededor. Su nuevo ministro de Colonias, lan Macleod, hubo de enfrentarse inmediatamente con la más difícil de todas las situaciones africano-orientales: Kenia. En Kenia, los miembros no oficiales del consejo legislativo comenzaron. a recibir nombramientos ministeriales inmediatamente después de acabada la Segunda Guerra Mundial. Estos miembros no eran, sin embargo, negros sino blancos, representantes de los colonos británicos que habían ido llegando a Kenia desde principios de siglo y habían ido adquiriendo y explotando --de buena fe y con inteligente esfuerzo- el excelente y fértil suelo agrícola de lo que vino a llamarse las Altas Tierras Blancas. Esta comunidad llegó a ser también políticamente poderosa. Abrigaba esperanzas bien de gobernar Kenia en lugar de las autoridades coloniales o bien de participar en el gobierno de un Estado multirracial en proporción adecuada a su riqueza, refinamiento y cultura más que a su número. Era, en otras palabras, una aristocracia con poco porvenir en una democracia y que hubo de enfrentarse bruscamente con los problemas -más familiares para el historiador que para el agricultor- de una aristocracia que se ve obligada por los acontecimientos a conformarse con un futuro no aristocrático y a adaptarse a él. En 1953, esta comunidad y el régimen colonial se enfrentaron a una salvaje sublevación de los kikuyos que vivían en Nairobi y sus alrededores, y que habían acumulado rencores contra los colonos blancos, asf como hostilidad contra sus vecinos negros. Los kikuyos y los luos eran los dos grupos mayoritarios de Kenia y estaban dirigidos, respectivamente, por Jomo Kenyata, antiguo estudiante de antropología de la Universidad de Londres y presidente de la Unión Africana de Kenia (que había regresado a África en 1947), y Odinga Odinga. Los británicos no les permitieron crear partidos políticos en Kenia central y promovieron, como contrapeso, una asociación de tribus meno580

res (los kadu). Hacia 1948, los kikuyu habían creado una sociedad secreta denominada Mau-Mau, cuyas actividades -conocidas por las autoridades pero que no trascendían demasiado- eran la expresión más radical y militante de un movimiento nacionalista 0 xenófobo profundamente arraigado. El Mau-Mau sometía a sus miembros a juramento, realizaba ritos secretos y abrigaba fantasías apocalípticas, todo lo cual era antieuropeo y anticristiano. Con el tiempo esta sociedad llegó a ser extremista en sus ambiciones y bárbara en sus prácticas. Se dedicó al asesinato -sobre todo de otros kikuyu- y acabó por emprender una campaña de violencia y actividades guerrilleras. El gobierno declaró el estado de emergencia, pidió refuerzos militares a los tenitorios vecinos y a Gran Breta· ña, arrestó a miles de kikuyu, incluido Kenyata (que fue sentenciado en 1954 a siete años de cárcel por considerársele culpable de la organizaci<)n del Mau-Mau), y fue gradualmente sofocando la rebelión. Inició asimismo un programa de rehabilitación psicológica de los detenidos, aunque determinadas secciones de la administración sucumbieron a las contagiosas pasiones suscitadas por el Mau-Mau y se hicieron responsables de violentas palizas y métodos disciplinarios brutales aplicados a los detenidos, concretamente en el campo de concentración de Hola, donde se cometieron terribles crueldades Yasesinatos, según reveló una investigación judicial en 1959. Las víctimas africanas del Mau-Mau ascendían a unas 8.000; el número de europeos asesinados fue de 68. Para suprimir la insurrección, los británicos necesitaron cinco años y 50.000 soldados. El gobierno británico se dio cuenta de que el Mau-Mau no podía servir de excusa para el abandono del proceso constitucional, y en 1956, año en que fue levantado el estado de emergencia, introdujo cambios en el consejo legislativo. El principio rector era el sistema multirracial o participación conjunta de las razas, una teoría de gobiemo que no encón· tró prácticamente ningún apoyo entre los africanos que reclamaban una mayoría en los consejos legislativo y ejecutivo y se negaban a aceptar la paridad con los miembros europeos elegidos en el primero o una minoría de escaños en el segundo. Para los africanos, el sistema multirracional era un insnumento para conceder a los blancos una participación proporcionalmente injusta y privilegiada. Los africanos exigían asimismo que se les diera una fecha para la independencia mientras que el gobiemo británico, poco dispuesto a aceptar la evidencia de una aceleración del ritmo descolonizador en todo África, o a enfrentarse con los colonos de Kenia al fijar.una fecha aceptable para los africanos, trataba de avanzar hacia la independencia sin dar a conocer la rapidez de los avances y sin perder el control de la situación. En 1959 se abandonó esta política (y hubo también un cambio de ministro de Colonias), concediéndosele a Kenyata la libertad condicional; en 1961 se le pem1itió una total libertad de movimientos y luego se le permitió presentarse como candidato y resultar elegido para ocupar un escaño de la Asamblea legislativa. En 1960 se celebró una conferencia constitucional en Lancaster House en-Londres y poco después el jefe de los asuntos de gobierno en la asamblea, Ronald Ngala, fu~ ascendido a ministro jefe. Pero los dirigentes políticos africanos, que estabati ahora ya claramente destinados a acceder al poder en un futuro próximo, mantenían discrepancias entre sí. Muchos de ellos representaban a tribus y no a una nación, y fueron incapaces, por tanto, de crear un único movimiento de independencia unificado como los que caracterizaban a otros países africanos nacientes. Las nibus más débiles se unieron para oponerse a las de los kikuyu y los luo que eran mucho más poderosas, y también para ejercer presiones con vistas a conseguir una Constitución federal en al que se concederían importantes poderes a las regiones en vez de al gobierno central. Las conferencias constitucionales se convirtieron en luchas entre tendencias rivales: la Unión Democrática

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Africana de Kenia (KADU), los partidarios del regionalismo dirigidos por Ngala, y la Unión Nacional Africana de Kenia (KANU), que objetaba que un nacionalismo exce· sivo haría impracticable la Constitución y que Kenia no tenía ni el dinero ni los admi· nistradores experimentados capaces de hacer frente a las complejidades y duplicidades del sistema federal. La balanza se inclinó a favor del KANU bajo el liderazgo de Kenyata, que se convirtió en primer ministro en junio de 1963, y el gobierno británico se vio obliga· do incluso a rectificar en septiembre las propuestas constitucionales de naturaleza fede · ral que habían sido anteriormente aceptadas por todos los partidos. El éxito del KANU en las elecciones de mayo le permitió ofrecer al gobierno británico entre revisar la Constitución en vísperas de la independencia o verla modificada inmediatamente después. Los británicos prefirieron ceder en la esperanza de ahorrarle a Ke'hia una crisis constitu· cional justo después de la independencia, incluso aunque el coste de esta concesión fuera una no inverosímil acusación de mala fe por parte del KADU. Kenia accedió a la independencia el 12 de diciembre de 1963. Se convirtió en república de 1964, tras lo cual Kenyata eliminó rápidamente las garantías constitucionales para las minorías y, absor· bi~ndo el KADU en el KANU, creó un Estado centralizado de partido único. En 1969 el país perdió al más valioso y capacitado de sus jóvenes dirigentes al ser asesinado Tom Mboya. Antes de que esto ocurriera, Kenyata había destituido de la vicepresidencia a su principal rival de la izquierda, Odinga Odinga, al que posteriormente detuvo. El retraso de la independencia de Kenia había sido fuente de ansiedad para Tanga· nica y Uganda. Kawawa y Obote fueron a Londres en 1963 para intentar persuadir al Reino Unido de que debía acelerar la independencia de Kenia. En junio, los dirigen· tes de los tres países declararon su intención de federarse. Uganda, sin embargo, plan· teaba reservas, ya que Obote temía que Buganda insistiera en convertirse en miembro de pleno derecho de dicha federación, en lugar de formar parte de Uganda. Posteriormente, Kenyata renunció a federarse, declarando que el plan no había sido má;¡ que un medio de presionar al Reino Unido para que acelerara la independencia de Kenia. Probablemente, el único entusiasta había sido Nyerere. El procedimiento fue ciertamen· te dilatorio. Obote no asistió a la reunión mantenida en Nairobi durante el mes de sep· tiembre para discutir el plan, y los kenianos establecieron un extraño sistema según el cual en una reunión eran representados por Kany y en la siguiente por Kadu. Surgieron también dificultades reales como la localización de la capital federal, la elección de presidente (el nombramiento de Kenya ta, el candidato obvio, desataría una ino· portuna lucha por la presidencia keniana}, la división de competencias y otras cues· tiones constitucionales, la oposición de Ghana a cualquier asociación que dificultara los planes panafricanos de Nkrumah, y la tendencia izquierdista de Tanganica. Finalmente, Tanganica insistió en que debía tomarse una decisión, y el plan se vino abajo. Los eres territorios africano-orientales hicieron algunos intentos para integrar sus economías. Bajo el dominio británico, habían tenido una moneda común y una serie de servicios comunitarios (por ejemplo, la red de ferrocarriles, el correo, los servicios médicos), y habían creado además un mercado común. Tanganica y Uganda se quejaban periódicamente y con cierta razón de que Kenia se llevaba la parte del león de los beneficios resultantes, y en 1960 se designó a la Comisión Raisman para informar sobre estas discrepancias. La comisión aconsejó que se mantuviesen los vínculos hasta que se realizase una reorganización en favor de Tanganica y Uganda. En 1964, Kenia ofreció nue· vas concesiones al objeto de impedir la desintegración de esta unión parcial, y en 1968, tras una nueva investigación e informe de un experto danés, los tres estados firmaron

un Tratado de Cooperación Africano-oriental. Se convirtió en letra muerta desde el momento en que los tres miembros desarrollaron políticas económicas y sociales divergentes y sus relaciones se hicieron tirantes, y finalmente en 1977 se disolvió. Bajo el mandato de Kenyata, Kenia llegó a ser un país relativamente estable dirigido por una elite negra cada vez más corrompida. Nairobi se convirtió en un foco de atrae·· ción para los desempleados del campo que se hacinaron en barrios de chabolas, destrui· das periódicamente por las autoridades. Las relaciones de Kenia con sus vecinos se dete· rioraron. Su bullicioso capitalismo chocaba con el socialismo de Tanzania, que gozaba posiblemente de más salud pero también de menos éxito, y estas diferencias ideológicas desembocaron en los años setenta en diversos altercados, expulsiones de ciudadanos por ambas partes y el cierre de la frontera. Con Uganda, una disputa fronteriza iniciada por Amin, a la que se unieron las acusaciones de complicidad de Kenia en la operación de rescate de Entebbe (véase más abajo: los israelíes autores del rescate utilizaron Nairobi en su viaje de regreso), condujo casi a la guerra. La tradicional amistad de Kenia con Etiopía contra los somalíes perdió temporalmente sus encantos cuando el Deurg repuso a Haile Selassie. La senectud de Kenyata era otra fuente de preocupación. Se suponía que su familia y allegados harían un intento de retener el poder y opulencia cuando él murie·· se y de hecho se disponían a hacerlo, pero cuando llegó el momento (1978) el vicepresidente Daniel Moi ocupó tranquilamente el puesto de aquél, prometiendo continuar por la senda de la buena fortuna y erradicar los aspectos menos dignos de estima. Moi demostró una autoridad inesperada y dio a Kenia un segundo período de estabilidad política. Resistió el desafío a medias encubierto de Charles Njonjo (uno de los colegas más entusiastas de Kenyata, y abanderado de los kikuyos) y sobrevivió a un intento de golpe de Estado en 1982, pero la recesión económica y el resentimiento continuado que su nombramiento provocó en los kikuyos minaron su posición. Transformó Kenia en un país gobernado por un partido único, hostigó a los grupos independientes (abogados, por ejemplo) y recurrió a la política de mano dura, encarcelamiento y tortura, al tiempo que él se convertía en un hombre flagrantemente rico y rodeado de compinches mediocres. La ambición keniana de convertirse en la Costa de Marfil del este (en un país capitalista ambiciosamente próspero} perdió su impulso; el desempleo aumentó, los salarios cayeron, los campesinos sin tierra emigraron en desbandad~ a la capital, que se convirtió en una de las ciudades más peligrosas y corrup.tas de Africa. Y a mediados de la década de 1980 esta corrupción había conducido a escándalos financieros, al hundimiento de los bancos y a la intriga de la policía secre· ta. La importancia de la costa oceánica de Kenia (un paraíso tropical) atrajo a Estados Unidos, que construyó bases allí, concedió lucrativos contratos y aportó fondos para servicios estratégicos y otros servicios auxiliares menos serios. Las relaciones exteriores de Kenia con sus vecinos eran poco fluidas, principalmente con Uganda (cada uno de los países albergaba refugiados del otro). El asesinato, en 1990, de Robert Ouko (de la etnia luo}, ministro de Asuntos Exteriores y posible sucesor de Moi, y la detención, en 1991, después de varias acusaciones graves de especulación, del ministro de Economía, Nicholas Biwott, incrementó el clamor contra el gobierno pero no la coherencia de la oposición. Estallaron serios desórdenes, cercanos a la guerra civil, en los que los kalenjin, la etnia de Moi, asesinaron o expulsaron de sus hogares a kikuyos y luos, destrozando la zona del valle del Rife. Las divisiones étni~as se agudizaron con las divisiones de clase, y Moi maniobró entre los nuevos terratenientes y magnates ricos, y los comer· ciantes y especuladores menos ricos de las ciudades en rápido crecimiento. En 199 2,

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las elecciones ya no podían seguir retrasándose. Kanu perdió muchos votos: quince ministros perdieron su escaño. Pero la oposición perdió su oportunidad y buena parte de su crédito. Los gobiernos extranjeros suspendieron sus ayudas debido a que se multiplicaron los informes de corrupción y violación de los derechos humanos. Moi rechazó desafiante las condiciones del FMI para la concesión de un plan de ayudas y se embarcó en provocativas negociaciones para la revisión de un acuerdo. Kenia signifi· có un claro ejemplo del nuevo tipo de intervención extranjera y de sus limitaciones. Las potencias internacionales, a través del FMI o del Banco Mundial, impusieron condiciones para su ayuda y ejercieron presiones, forzando a Moi a qmvocar elecciones, pero sin hacer apenas nada para reducir la corrupción ni introducir algo más que las formas o la jerga de la democracia. El 12 de enero de 1964 el partido de la Unión Afro-Shirazi de Zanzíbar se hizo con el poder mediante un golpe de Estado. Este partido, que representaba al grueso de la población africana compuesta por unos 200.000 habitantes {los árabes ascendían a unos 44.000), había sufrido un duro revés en las elecciones de 1961 que habían dado el control político a una coalición del Partido Nacional de Zanzíbar y el Partido del Pueblo de Zanzíbar; y, en 1963, los británicos, haciendo caso omiso de las advertencias de Tanganica, habían transferido el poder al sultán y a la minoría árabe con él resultado de que Zanzíbar había accedido a la independencia con un conflicto racial en el que la balanza se había inclinado artificialmente a favor de una minoría. La Unión Afro-Shirazi no quería ni el dominio del sultán ni ningún tipo de dominacion árabe. Sus dirigentes -Abeid Karume, Abdullah Hanga, Othman Shariff capitanearon una rebelión que era esencialmente africana y antiárabe- y proclamaron una república, convirtiéndose los dos primeros líderes citados en presidente y vicepresidente respectivamente. Entre sus aliados en este cambio político figuraban un peque· ño partido árabe, el Partido Umma dirigido por Abdul Rahman Muhammad Babu, el corresponsal de lá New Chino News Agency, y un curioso aventurero militar, John Okello, autotitulado «mariscal de campo», del que se decía que había luchado en Cuba pero que fue muy pronto enviado al exilio cuando se vio que el valor de sus servicios resultaba menor que la incomodidad de su presencia. Un mundo asustado calificó en seguida de instrumentos de China a los afro-shirazis y sus amigos. También en Dar-es-Salaam se produjeron sucesos alarmantes, y el 17 de enero Nyerere, rememorando quizás la acción preventiva anticomunista de Nasser en Siria en 1958, envió a su ministro del Interior y a un contingente de policía armada a Zanzíbar, haciéndose así con el control de la situación. El 20 de enero las tropas de Dares-Salaam se amotinaron; al día siguiente tuvo lugar un segundo motín en Tabora, en Tanganica central. Actos similares de insubordinación se p¡odujeron en Uganda y Kenia el 23 y 24 de ese mes respectivamente. En todos estos lugares se restableció el orden con la ayuda de las tropas británicas que estaban todavía estacionadas en Nairobi (su marcha no estaba prevista hasta finales de año). Los amotinados exigían un mejor salario y la sustitución de los oficiales británicos por africanos. Utilizaban la violencia para exponer sus protestas a sus líderes, no para tratar de derrocarlos. Pero a raíz de los acontecimientos de Zanzíbar, circularon rumores de un extenso complot comunista, reforzados por la presidencia de Okello en Dar-es-Salaam la víspera de los prim\!ros disturbios. Los británicos se marcharon una semana después de su llegada. En abril, Tanganica y Zanzíbar se unieron para constituir el nuevo Estado de Tanzania, con Nyerere como presidente y Karume como vicepresidente. La asociación

resultó ser de lo más desgraciada para Nyerere. Le fue negada toda influencia en Zanzíbar e incluso el acceso a este territono. Karume estableció un régimen autocrático que, estuviera o no bajo control chino, lo cierto es que dio lugar a escándalos como los tan aireados de obligar a chicas jovencísimas al matrimonio o el concubinato con miembros de la nueva elite isleña. En 1969, Karume logró imponer a Nyerere la devo· lución a Zanzíbar de enemigos políticos que fu¡¡ron a continuación ejecutados. Esta humillante concesión a la brutalidad por parte de un estadista de calidad humana poco frecuente pudo deberse al temor de Nyerere a que Zanzíbar viniera a sumarse a todas las preocupaciones y problemas que tenía en aquel momento, en que se enfrentaba al descontento en el sur, así como entre los antiguos miembros de los sindicatos {que había suprimido), las organizaciones de mujeres, los oficiales de baja graduación y los funcionarios públicos decepcionados. Karume fue asesinado en 1972. La unificación oficial de langanica con Zanzíbar y Pemba se efectuó en 1977. La estabilidad de Tanzania (a pesar de su pobreza) y su influencia en los asuntos africanos (por ejemplo, en la prolongada crisis rodesiana) se debieron al carácter e inteligencia del presidente Nyerere, que permaneció en el cargo hasta 1985, pero legó a su sucesor -Ali Hassan Mwinyi, anteriormente presidente de Zanzíbar- una economía que, en parte por la mala gestión y en parte por la mala suerte y sus propias debilidades inherentes, tuvo que hacer frente al hambre, el racionamiento, un grave descenso del nivel de vida y unas deudas exteriores impagables. Aunque Nyerere renunció a la presidencia, no se retiró de la política, y continuó siendo presidente del principal partido de Tanzania, el Chama cha Mapindusi (CCM); en 1987, fue reelegido para ocupar este cargo durante cinco años más. Criticó la política económica de su sucesor. Mwinyi solicitó la ayuda del FMI y consiguió grandes créditos, a costa de devaluar la moneda en un 50% y de aceptar la típica receta del FMI de fondos a cambio de austeridad (una política a la que Nyerere se había opuesto siempre). Mwinyi también tuvo problemas en Zanzíbar. Había sido presidente de Zanzíbar desde 1984, cuando sucedió aAboud Jumba1 hasta que se convirtió en presidente de Tanzania, un año después. El nuevo presidente de Zanzíbar, Abdul Wakif, era una figura decorativa, y la población, temiendo una anexión inmediata, se lanzó a las calles, produciéndose muertos. Tras las elecciones de 1990, Mwinyi nombró un nuevo primer ministro, John Malecela, que se convirtió en el primer candidato para suceder a Mwinyi en la presidencia hasta que fue obligado a dimitir por las insatisfechas organizaciones humanitarias. El hecho de que surgieran muchos partidos ayudó a prolongar el gobierno del CCM, pero Nyerere atacó con mordacidad a Mwiriyi. El CCM eligió a Ben Mkapa como sucesor de Mwinyi, pero las caóticas elecciones de 1995 reflejaron la escasa confianza en la democracia de partidos, y el presidente se encontró con el pro· blema de cómo alcanzar una mayoría en el nuevo Parlamento. Kenyata y Nyerere lograron la estabilidad -aunque de dos tipos diferentes- en sus respectivos países. El poder de ambos se mantuvo prácticamente indiscutido a lo largo de sus mandatos. El primero se fue haciendo cada vez más distante e imprevisible con la edad y dio lugar a que se suscitasen temores sobre lo que ocurriría a su muerte. El segundo continuó conduciendo a Tanzania por la senda de la afirmación y la confianza en sí misma según proclamaba la Declaración de Arusha, por la que en 1967 el país se comprometía a aplicar a sus condiciones particulares los principios doctrinales del socialismo y a instaurar una democracia participativa dentro del marco de un partido único. En Uganda, las tosas fueron diferentes. Obote fue derrocado por un golpe

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militar cuando asistía a una conferencia de la Commonwealth en Singapur en enero de 1971. Al acceder al poder se había ganado el antagonismo de muchos tradiciona· listas, sobre todo en Buganda; luego se había enajenado a las clases propietarias con sus declaraciones ligeramente izquierdistas, y a los intelectuales por su desdén autoritario. Tras sobrevivir a un atentado contra su vida en 1969, se propuso limitar el poder del ejército y de su comandante, !di Amin, pero fracasó en el intento. Amin ocupó su puesto. Aclamado al principio como un militar serio y prudente (y un campeón de boxeo}, respetablemente respaldado por los británicos, Amin implantó un reino del terror, especialmente tras un fallido intento de Obote, en septie~bre de 1972, de invadir Uganda desde Tanzania con una fuerza de unos 1.000 hombres. (Obote había ido primero a Sudán pero había tenido que marcharse a raíz de la pacificación del sur por Numeiry.) Amin no era reacio a desempeñar un papel en los asuntos interna· cionales. Se autoproclamó amigo de Israel pero luego cambió de postura y se convirtió en un decidido partidario de los palestinos. En 1976, Uganda ocupó el centro de la atención mundial cuando aterrizó en Entebbe un avión de las líneas aéreas france·· sas, secuestrado en Atenas por el Frente Popular para la Liberación de Palestina en un intento de conseguir la liberación de una serie dé palestinos que se encontraban en cárceles israelíes y de otros lugares. Tras haber sido puestos en libertad los 150 pasajeros no israelíes, un comando israelí rescató a los 100 restantes en una operación espectacularmente atrevida y eficaz. Amin provocó un gran revuelo al notificar a los 70.000 asiáticos de Uganda que debían abandonar el país en un plazo de tres meses, si bien más tarde eximió a todos cuantos fuesen ciudadanos ugandeses. Al ser la mayor parte de ellos ciudadanos bri· tánicos, la decisión de Amin colocó al gobierno del Reino Unido en una posición muy incómoda, ya que, habiendo rechazado tontamente una anterior oferta de Obote para discutir el problema, se encontraba ahora atrapado entre su evidente obligación de permitir la entrada en Gran Bretaña de ciudadanos británicos y los clamores en contra de que se les admitiera si eran numerosos y, además, gentes de color. Amin expulsó también a la misión militar británica y al alto comisario, al que acusó de complicidad en el intento de contragolpe llevado a cabo por Obote. Al año siguiente, comenzó a apropiarse de cientos de empresas extranjeras, fundamentalmente británicas, mientras que a lo largo del país la lista de los ugandeses desaparecidos, distingui· dos y no distinguidos, aumentó de manera espeluznante hasta llegar a una cifra de unos 500.000 en el momento de su derrocamiento en 1979. Amin era lo que vulgarmente se denomina un loco. (De forma fortuita, en el año 1979 desaparecieron tam· bién otros dos monstruos dementes, el emperador Jean-Bedel Bokassa de África central y el presidente Macías Nguema de Guinea Ecuatorial. Los tres habían recibi· do más apoyo del que era decoroso por parte de las tres potencias coloniales que les habían precedido en el dominio de sus territorios.) La caída de Amin se produjo mediante una invasión tanzania, la única actuación práctica llevada a cabo por un Estado africano para desembarazar al continente de una bárbara tiranía. Una fuerza tanzania, en compañía de un Ejército de Liberación Nacional Ugandés, tomó la capital sin dificultad e instauró un gobierno provisional bajo la jefatura de un antiguo vicerrector de la Universidad de Makerere, Yusufu Lule. Cuando sólo habían transcurrido dos meses, Lule fue depuesto por su Consejo Con· sultivo Nacional y sustituido por Godfrey Binaisa, un abogado que había tenido una cartera ministerial bajo el mandato de Obote. Binaisa fue asimismo depuesto por el

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ejército y detenido, mientras un consejo pro Obote se hacía cargo del gobierno del país. Estos cambios, junto con el conocido apoyo que Nyerere -que pronto reapare· ció en Uganda- dispensaba a Obote, presagiaron la vuelta de este último al poder, y a finales de 1980 su popularidad en la mitad norte del país y el activo respaldo de las autoridades civiles y militares le llevaron de nuevo a la presidencia por un estrecho y controvertido margen. Su mandato, que duró hasta 1985, fue desastroso y apenas menos sangriento, si no igual, que el de Amin. Con unas rivalidades étnicas que no habían disminuido y un ejército totalmente descontrolado, las matanzas masivas sólo se vieron reducidas por las huidas masivas, sobre todo a Sudán y Zaire. El verdadero ganador fue el Ejército de Resistencia Nacional de Yoweri Museveni, que, habiendo derrotado al ejército de Obote y al posterior gobierno militar de Okello, puso fin a la oposición organizada mediante la derrota del general Basilio Okello en el norte (aunque la limpieza duró dos o tres años}. Museveni se convirtió en presidente a la edad de cuarenta años, con una reputación de decencia y sagacidad política, un impresio· nante legado de destrucción salvaje, y sin una forma clara de convertir la simpatía exterior en ayuda económica. También se comprometió con el Estado de partido único que, aunque cada vez menos de moda, era bastante aceptado en el complicado camino hacia la reconstrucción de Uganda. Su posición personal estaba un tanto comprometida por su supuesta implicación, en 1990, en la invasión de Ruanda por parte de los tutsis exiliados en Uganda: por inclinación y parentesco era partidario de los tutsis. La invasión fue un fracaso absoluto. Aun así, las elecciones de 1994 para elegir una asamblea constituyente, le dieron una clara, si no abrumadora, aprobación popular. Sus oportunidades de reelección en 1996 aumentaron con el notable crecimiento económico (alrededor del 10%) y la situación de orden de Uganda en África oriental y central, donde se daban tantos casos de anarquía. En su contra estaban las campañas a favor de un Estado unitario con un sistema de partidos o, contradictoria· mente, de una Uganda federal descentralizada.

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Hacia finales del siglo XIX, ante el freno y la amenaza que suponían para la presencia británica en la colonia de El Cabo tanto la ocupación alemana de África del sudoeste como las repúblicas bóers al otro lado de los ríos Orange y Vaal, los británicos decidieron aventurarse hacia el norte al objeto de evitar una confluencia de estos dos potenciales enemigos y al objeto también de asegurarse un paso para el ferrocarril en dirección al norte a través de territorio británico. En 1844 el gobierno británico estableció un protectorado sobre Bechuanalandia, un área inmensa y en gran medida desértica al norte de la colonia de El Cabo, pero durante el resto del siglo fue un ciudadano británico más que cualquier gobierno británico el que dirigió el avance de Gran Bretaña en esta región. Este ciudadano se llamaba Cecil Rhodes, y una de las principales razones por las que estaba en sus manos llevar a cabo esta política era que podía financiarla. Rhodes se dirigió hacia el norte desde la colonia de El Cabo hasta el interior de Bechuanalandia con su mirada puesta en el río Zambeze e incluso es posible que en el Nilo. Su compañía, la British South Africa Company, fue fundada por carta concedida por el gobierno británico en 1899 para administrar Bechuanalandia, y Rhodes no perdió tiempo en continuar el avance. En 1896-1897 luchó contra los matabelé y los mashona y conquistó sus territorios, dominando así lo que más tarde se llamaría Rodesia del Sur, pero en 1896, el fracaso de la incursión de Jameson en el Transvaal dio al traste con su ambición de imponer también su dominio sobre Johannesburgo, de lo que se derivó una gradual reafirmación del control del gobierno británico sobre la política relativa a los bóers: en 1899 fue el gobierno británico y no Rhodes quien llevó a cabo la guerra bóer. Desde Rodesia del Sur, Rhodes continuó a lo largo del río Zambeze y, con métodos y legalidad discutibles, obtuvo concesiones del soberano o litunga de Barotselandia y de otros jefes africanos. (Lewanika, el litunga de Barotselandia, había otorgado una concesión a un cazador de fortunas en Johannesburgo, que

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la división racial de la tierra era asimismo un anticipo de otras irritantes situaciones basadas en criterios igualmente injustos y racialmente discriminatorios. Tras una conferencia preliminar de funcionarios de las dos Rodesias en las cata·· ratas Victoria en 1936 fue designada, en 1938, la comisión Bledisloe para examinar la posibilidad de una unión más estrecha entre ambos territorios y Nyasa:landia. La comisión rechazó la idea por considerar que las divergencias en las políticas indígenas y la hostilidad de los africanos la hacían impracticable. Lo único que recomendaba era la creación de un consejo centroafricano compuesto por los gobernadores de los dos protectorados y el primer ministro de Rodesia del Sur para coordinar los asuntos de interés común. Este pálido y tibio consejo vio la luz en 1944. No obstante, los partidarios y promotores de una unión más estrecha no se desalentaron ni resultaron vencidos, ya que en un plazo de nueve años consiguieron crear la federación centroafricana. A lo largo de estos años, Rodesia del Sur persiguió una política de asociación con Rodesia del Norte tras haber rechazado la alternativa de una asociación con Sudáfrica. No contemplaba la posibilidad de una existencia por separado, aunque había entre los blancos un grupo que deseaba que Rodesia del Sur tuviera un estatuto dentro de la Commonwealth. Los dirigentes blancos de Rodesia del Norte y del Sur se daban cuenta de que sus intereses no eran coincidentes y desconfiaban el uno del otro. Roy Welensky, en el norte -que es donde está la riqueza-, abrigaba sospechas de que Godfrey Huggins, líder del sur, deseaba apropiarse de Rodesia del Norte en beneficio de la más numerosa población blanca de Rodesia del Sur. Por su parte, Rodesia del Sur, aunque más pobre, era más libre por lo que respecta al control británico sobre sus asuntos internos; disfrutaba de una casi independencia que los blancos de Rodesia del Norte (a excepción de los administradores coloniales) codiciaban para sí y deseaban obtener por la puerta trasera sudrodesiana. Estas actitudes se manifestaron claramente en la conferencia de las cataratas Victoria de 1949, que, sin contar con la presen· cia de ningún africano, se convirtió en un forcejeo entre Huggins y Welensky, este último atrincherándose en la postura de que no habría federación si no se celebraba un referéndum. Por estas fechas, los norteños desconfiaban ya de la idea federal, pero la conferencia la puso sobre el tapete e hizo de ella el punto central de las conversaciones en los años siguientes. Esta conferéncia fue seguida de otra, reunida en Lon· dres en 1951, a la que asistiewn funcionarios de los tres territorios y de los dos ministerios británicos implicados (el Ministerio de Colonias y el Ministerio de Relaciones con la Commonwealth). Su informe, al mismo tiempo que reconocía nuevamente la oposición africana a la federación, cifraba sus esperanzas en que ésta se desvanecería bajo el impacto de las ventajas económicas que aparecían enumeradas. En una nueva conferencia celebrada ese mismo año en las cataratas Victoria, los políticos (que com· a los dos ministros británicos así como a los dos gobernadores), los altos funcionarios y los líderes blancos rodesianos aceptaron la mayor par~e de los argumentos de los funcionarios. A esta conferencia asistieron también africanos de Rodesia del Norte y Nyasalandia, pero éstos se sentían menos impresionados por las ventajas eco· nómicas de una federaCión que por el temor a caer bajo el dominio de la minoría blanca de Salisbury. El cambio de un gobierno laborista por otro conservador en Londres hizo que la balanza se inclinara a favor de la federación. Mientras que los ministros laboristas habían llegado a considerar favorablemente la idea de la federación pero no deseaban

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ir más lejos en esa dirección sin antes descubrir algo más acerca de los deseos de la población africana, los ministros conservadores se mostraban partidarios de la fórmula federal de manera mucho más enfática, consideraban que era imposible descubrir qué pensaban realmente los africanos, atribuían la oposición africana a un irascible e ignorante espíritu faccioso, y creían que en cualquier caso el deber del gobierno resi· día en hacer lo que era mejor aunque algunas personas no fueran capaces de darse cuenta aún de lo bueno que era. Todavía se celebró una nueva conferencia, esta vez en Lancaster House en Londres (la sala de maternidad de las nacientes constituciones). Fue boicoteada por los african~s de los dos territorios del norte,-si bien la delegación sudrodesiana comprendía a Joseph Savanhu y Joshua Nkomo, que desempeñaron un dificil e incómoco papel como compañeros de viaje de los blancos hasta el final de la conferencia. El resultado fue una Constitución federal con significativas limitaciones transitorias. La federación debía tener tres diferentes administraciones y asambleas territoriales, así como un gobierno y un Parlamento federales; otros puntos eran el mantenimiento del protectorado británico sobre los territorios del norte, la estipulación de que no se concedería el estatuto de dominio a la federación sin el consentimiento de la mayoría de la población, y la creadon de la Junta de Asuntos Africanos con facultades de bloqueo destinadas (infructuosamente como se demostró) a impedir una legislación racialmente discriminatoria. La ·Federación comenzó a existir el 1 de agosto de 1953. Huggins fue el primero en ocupar el cargo de primer ministro federal, siendo Welensky su vicepresidente en un gabinete de seis miembros; Huggins también se convirtió en el dirigente de un Partido Federal de nueva creación, con ramas a ambos lados del río Zambeze. En Rodesia del Sur, Huggins fue sucedido por Garfield Todd como primer ministro y dirigente del Partido Unido. La Federación del África central tuvo una duración de diez años. Fue aceptada con recelos por algunos blancos de Rodesia del Sur que temían la mano de obra negra barata y opinaban con razón que la conexión con la potencia protectora bri· tánica en el norte actuaría como un lastre en sus planes para manejar la situación racial. Pero, por lo general, la federación fue bien recibida por los blancos, que cre· ían que dentro de ella podrían conservar su privilegiado nivel de vida, aumentar sus ganancias materiales que ya eran considerables, y encontrar algún modo de crear una pequeña clase media.africana. El principio de cooperación entre las razas que estaba en la letra de la Constitución y tranquilizó muchas conciencias inquietas en Lon· ' dres, significaba en el mejor de los casos una coparticipación de los africanos en el poder en un futuro apenas discernible. Al igual que los belgas en el Congo, los blancos consideraban al africano como un hombre cuyas únicas aspiraciones eran mate• riales y al que podía satisfacerse con un medio de vida suficiente para vivir. Excep· ruando a algunos excéntricos demasiado cultos y a unos cuantos profesionales alborotadores, el resto de los negros no tenían -según los blancos- un interés real en la política. Pero los blancos cometieron el grave y lamentable error de infravalorar el nacionalismo, así como la fuerza de la indignación humana frente a la desigualdad y la injusticia. Las ideas no eran su fuerte y por tanto no supieron darse cuenta de que las ideas estaban en la raíz de la negativa de los africanos a aceptar su gobierno. A lo largo de la escala social, desde el primer ministro hacia abajo, todos insultaron y humillaron a sus conciudadanos negros con alusiones del tipo de que lo suyo era vivir en los árboles, y con la aplicación práctica de la segregación en lugares públicos como oficinas de correos o restaurantes, todo lo cual confirmó rápidamente la

convicción de los africanos de que la colaboración y asociación interracial no iba a ser un empeño real sino sólo una ficción. La vida de la federación fue, además de corta, violenta. Los africanos fueron los primeros en recurrir a la violencia. La mayoría de ellos nunca estuvieron interesados en los aspectos económicos de la federación o nunca los entendieron; los i:nás cultos y mundanos se daban cuenta de que eran en gran medida un engaño. A pesar de la existencia de una clara y definida corriente partidaria de la no violencia, los que se manifestaban a favor de los métodos violentos, desempeñaron un papel cada vez más prominente en los movimientos nacionales africanos incitadqs sin duda por las circunstancias y por las exageradas reacciones de los blancos. Un incidente provocado de noche por unos ladrones en Cholo, en Nyasalandia, un día de agosto de 1953, causó la muerte a once africanos y heridas a muchos más, y llevó a las autoridades a exagerar la importancia de la delincuencia y las actividades subversivas. Fue también el prólogo de otros sucesos más relevantes que iban a ocurrir en Nyasalandia. Nyasalandia fue incluida en la federación porque los británicos se empeñaron, ya que no tenían ningún deseo de mantener en sus manos este territorio como una dependencia separada con escasas posibilidades de llegar a convertirse en otra cosa que una sangría para el erario británico. Era un país africano cuya población blanca era de sólo un habitante por cada 500, que carecía de colonos y de industria y que no tenía ni había creado puestos de trabajo para sus gentes, cuyo sustento dependía de Rodesia del Sur y Sudáfrica, que eran los que podían proporcionar empleos. La Iglesia de Escocia había realizado alli una labor muy parecida a la de los jesuitas en Paraguay. Nyasalandia contaba asimismo con una figura carismática en el horizonte, encamada por Hastings Banda, que había pasado la mayor parte de su vida apren· diendo y practicando la profesión de médico en Estados Unidos, Escocia, Liverpool, Tyneside y Ghana. Banda llegó a Nyasalandia en 1958 para dirigir una cruzada antifederación junto con los nacionalistas de una generación más joven que estaban encantados de militar y prestar sus servicios bajo la dirección de esta figura de mayor edad y renombre. Como en muchos casos similares, ciertas diferencias de objetivos y perspectivas que· daron fácilmente eclipsadas ante el único objetivo supremo de separarse de la federa· ción y establecer un Estado soberano independiente. En enero de 1959 tuvo lugar una conferencia secreta y al parecer confusa entre los dirigentes nacionalistas que más tarde se presentó con una criminal conspiración para asesinar a una serie de europe· os y tomar el poder. Banda no estuvo presente en este encuentro y, o bien no sabía nada de él, o no le importaba lo que allí hubiese ocurrido, o lo sabía todo y decidió hacer la vista gorda. El propio Banda era un hombre con considerables -incluso vehementes- facultades oratorias que predicaba la no violencia, pero la situación era de una creciente violencia y nerviosismo y en febrero el gobernador de Nyasalandia pidió tropas rodesianas para que le ayudasen a mantener el orden. El gobierno de Rodesia del Sur envió a 3.000 soldados y aprovechó la oportunidad para declarar el estado de emergencia en su propio territorio. El gobernador de Nyasalandia siguió sus mismos pasos una semana después. Entre 2.000 y 3.000 africanos fueron acorralados dentro de la federación, los congresos nacionales africanos fueron disueltos y Banda y sus principales socios figuraron entre los encarcelados. El ministro británico de colonias, Alan Lennox-Boyd. afirmó que tenía pruebas de que estaba a punto de pro·
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Estos dramáticos sucesos provocaron cierto escepticismo así como alarma, y el gobierno británico designó una comisión presidida por un juez del Tribunal Supremo, sir Patrick Devlin, para verificar las afirmaciones y testimonios que habían justificado estas medidas de emergencia. La comisión no logró encontrar pruebas de que se hubiera urdido ningún complot para asesinar a nadie y concretamente exoneró a Banda de toda responsabilidad. Declaró que el gobernador de Nyasalandia se había situado en una posición en la que había tenido que optar entre abdicar o tratar de conseguir poderes extraordinarios y tropas, y que, en consecuencia, Nyasalandia se había convertido temporalmente en un Estado policial en el que ya no era seguro expresar aprobación a la política del Congreso a la que la mayoría de los africanos eran adeptos. Este informe, al desmentir el mito propagado por las autoridades de · Londres y de Salisbury, dio un estímulo a la campaña antifederación y desacreditó la opinión de los que se oponían a ella. Poco después de la aparición del informe, se situó al frente del Ministerio de Colonias a un miembro más liberal del gobierno conservador, lain Macleod, y el primer ministro Harold Macmillan inició una serie de sfouosas maniobras destinadas a dar a la política colonial británica una orientación hacia la izquierda. Estas maniobras iban a incluir su gira por África, su discurso sobre «los aires de cambio» pronunciado en Cape Town en el transcurso de ese viaje, el nombramiento de la comisión Monokton, y la primera visita de Macleod a Kenia, todo ello en el año 1960. La Constitución federal de 1953 había dejado intactas las estructuras territoriales. También había dejado claro que mientras siguieran intactas la federación no podría tener esperanzas de independencia o de un estatuto de dominio. En 1958 se celebraron elecciones a los parlamentos federal y de Rodesia del Sur. En las primeras, Welensky, que había sucedido a Huggins (ahora lord Malvern) en 1956, obtuvo una arrolladora victoria; muy pocos de los africanos con capacidad de voto se molestaron en censarse ni en votar, en parte porque les desagradaba el existente sistema .de sufra· gio según un doble censo, y en parte porque temían a la policía. En Rodesia del Sur, Todd fue obligado a dimitir por sus colegas de gabinete, que se negaban a admitir el aumento de salarios para los africanos recomendado por la Junta del Trabajo. Más importante aún, consideraban al relativamente liberal Todd como un Jonás electoral y aunque se le concedió una cartera en el nuevo gabinete formado por sir Edgar Whitehead, pronto se prescindió de él y en las elecciones su nuevo Partido de Rodesia Unida no obtuvo ni un solo escaño. Whitehead ganó por los pelos aunque el Partido de Dominio dirigido por Winston Field, que hizo campaña a favor de la independen· cia para el año 1960, logró un mayor número de votos. El eclipse de Todd fue en parte una reacción blanca ante el nuevo impulso que George Nyandoro y Robert Chikerema dieron al Congreso Nacional Africano en 1957 y fue también la primera de una serie de maniobras destinadas a poner la presidencia del consejo de ministros en manos de políticos cada vez más extremistas que se vieron obligados a ser cada vez más explícitos acerca de la primordial demanda blanca de independencia con respecto a Gran Bretaña como único medio de garantizar que los blancos siguieran manteniendo el poder hasta que alguien se preocupara de mirar hacia el futuro. En Rodesia del Norte, una nueva Constitución precedió a las elecciones de 1959, que dieron la victoria al Partido Federal Unido (el nuevo nombre para la versión local del partido Huggins-Welensky); este partido fue, no obstante, casi unánimemente rechazado por los africanos a pesar del apoyo que recibió por parte de toda la prensa. Las elecciones

pusieron de manifiesto que los atractivos de la federación no estaban surtiendo efecto ni siquiera antes de la supuesta conspiración criminal y los juicios emitidos por la comisión Devlin. Desde aproximadamente 1960 hubo de hecho una lucha entre las fuerzas que querían obtener del gobierno británico la independencia para la federación y las fuerzas que querían desintegrar la federación y establecer el gobierno negro en sus diferentes partes. El gabinete inglés, atrapado entre dos fuegos, recurrió al expediente de enviar a una comisión para investigar la situación. Los africanos la boicotearon al igual que hizo la oposición laborista británica. La comisión, presidida por lord Monckton, un eminente asesor de la reina y ex ministro conservador, presentó un ambiguo informe en el que una mayoría de sus miembros ensalzaban el principio de la federación pero lo juzgaban impracticable. La naturaleza del cometido de la comisión suscitó inevita· blemente la cuestión del derecho a separarse de la federación, aunque los dirigentes blancos de Rodesia y sus amigos de Gran Bretaña sostuvieron acaloradamente que la comisión no tenía facultades para considerar el asunto y que el primer ministro británico había prometido que no se discutiría; mayoritariamente se llegó a la conclusión de que no existía derecho legal para separarse pero que, por una cuestión de política práctica, el asunto se pondría en el orden del día de una conferencia de revisión federal y que Gran Bretaña debía manifestar su voluntad de permitir la secesión tras la aprobación de un determinado período en que la federación se pondría a prueba. Ésta era la recomendación más importante que hacía la comisión, puesto que sometía la federación a una experimentación. De hecho, el informe de la comisión marcaba un cambio de orientación a favor de la mptura de la federación a pesar de que dedicaba más atención y espacio a las reformas destinadas a lograr que funcionase (como la igualdad entre europeos y africanos en el Parlamento federal, la implanta· ción de un sufragio más amplio, e inmedialas medidas encaminadas a la autonomía de Rodesia del Norte con una mayoría africana en el consejo legislativo y una mayoría extraoficial en el consejo ejecutivo). Una conferencia de revisión federal se reunió en Londres a finales de 1960. La Constitución federal no exigía que se celebrase semejante conferencia en esta fecha pero a juicio del gobierno británico se había hecho necesaria. De todas formas no consiguió nada y fue suspendida y aplazada sine die para, acto seguido, celebrarse una conferencia constitucional de Rodesia del Norte que dio lugar a una agria lucha entre bastidores en la que Welensky (quien, como Cecil Rhodes, confiaba en el apoyo de un grupo de miembros del Parlame.nto de Westminster) fue derrotado por Macmillan y Macleod. Ambas partes sospechaban -quizá correctamente- que la otra estaba a punto de utilizar la fuerza y Welensky movilizó a las tropas. Las prOpuestas constitucionales surgidas de esta situación turbulenta y confusa hubieran hecho imposible que Welensky se asegurase el control del Parlamento de Rodesia del Norte. Pero, al ser recogidas en un Libro Blanco, las propuestas sufrieron alteraciones y el gobierno británico hizo algunas ligeras concesiones a Welensky. Estos cambios indignaron a Ken· neth Kaunda y a otros líderes del Partido Unificado de la Independencia Nacional (UNIP), que acusaron a los británicos de estar haciendo apaños y manejos ocultos con el resultado acordado en la conferencia. Se produjeron violentas manifestaciones del norte y al final las propuestas se revocaron. Estos vaivenes y oscilaciones eran un reflejo de la división de opiniones en el partido y el gobierno conservadores de Gran Bretaña; por estas fechas estaba ya suficientemente claro que la federación no podría

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sostenerse aunque nadie estaba dispuesto a decirlo, y aunque Welensky y sus seguidores blancos tenían fervientes amigos en Londres, existía una creciente corriente de opinión en el partido que reconocía que era mucho más conveniente estar a bien con Kaunda y con los numerosos estados africanos que estaban detrás de él. Finalmente se propuso una tercera serie de propuestas que aseguraban que ni el UNIP ni el Partido Federal podrían obtener una mayoría parlamentaria, pero; en cualquier caso, eran demasiado complicadas para que nadie que no fuera un fanático del derecho constitucional las entendiera. Fueron rechazadas por Kaunda. Durante este mismo período, otra conferencia hubo de hacer también fmprobos esfuerzos para elaborar una nueva Constitución para Rodesia del Sur. En el transcurso de la conferencia, Nkomo aceptó las propuestas que en ella se formularon, que garantizaban a los africanos una mayor representación parlamentaria minoritaria pero que eliminaban también casi todos los poderes residuales del gobierno británico. Sin embargo, inmediatamente después de la conferencia, Nkomo rechazó estas ofertas porque llegó a convencerse, de nuevo probablemente con razón, de que si aceptaba el a~mento del número de escaños el gobierno británico concedería inmediatamente la independencia a Rodesia del Sur bajo el mandato de sus dirigentes blancos que entonces detendrían e incluso anularían por completo el proceso tendente a establecer un gobierno de mayoría africana. El gabinete inglés abrigaba esperanzas de encontrar una fórmula que contuviese suficientes elementos de acuerdo para permitirse conceder la independencia sin problemas de conciencia y poder librarse así de una situáción desesperada, pero la insistencia africana en la fónnula mágica de los derechos de la mayoría -a la que se adherían muchos en la propia Gran Bretaña después de todo- echó por tierra todos sus esfuerzos, por lo que el gobierno siguió estando en un atolladero. Al año siguiente, es decir, en 1962, se produjo un fallido intento británico de dividir Rodesia del Norte. El proyecto consistía en elevar a Barotselandia al rango de Estado separado bajo el mando de su tradicional y conservador gobernante, el litunga, y conceder otra porción de terTitorio nor-rodesiano a Rodesia del Sur. El único efecto que tuvo esta extraña y anacrónica idea fue crear animadversión entre nacionalistas y tradicionalistas. R. A. Butler fue entonces designado para encargarse de una oficina especial para asuntos centroafricanos. Su cometido consistía en mitigar las rencillas internas en el seno del partido conservador y liquidar la federación. Antes de finales de año se le había prometido a Nyasalandia la autonomía así como el derecho a separarse de la federación. En Rodesia del Norte se pidió al UNIP que participase en el gobierno de 1962 y se reconoció el derecho a separse de la federación en 1963. Con la secesión de Rodesia del Norte no quedaba ya ni rastro de la federación. Dejó de existir el último día del año 1963. Nyasalandia y Rodesia del Norte, independientes desde julio y octubre respectivamente, se convirtieron en las repúblicas de Malawi y Zambia (ambas dentro de la Commonwealth) y sus presidentes respectivos fueron Banda y Kaunda. Banda evolucionó hasta transformarse en un dictador conservador, que no toleraba oposición alguna pero que !ogró sobrevivir a las amenazas de guerra civil y consiguió también desarrollar la economía agrícola de Malawi hasta el punto de obtener uñ empréstito europeo de 14 millones de libras esterlinas en 1978. Recurriendo al convincente pretexto de la necesidad económica, suscribió un acuerdo comercial (1967) y estableció relaciones normales con Sudáfrica. Autocrático, ferozmente anticomunista y niara!- .

mente intolerante, Banda compartía algunos de los rasgos de los nacionalistas sudafricanos. Como la edad afectó a su inteligencia (tenía algo más de cien años), su autoridad pasó a Cecilia Kadzamisa y al tío de ésta, John Tembo, que se convirtió en here·· dero aparente de Banda en una situación de incertidumbre creciente. El referéndum celebrado en 1993 sobre un cambio constitucional, seguido de la operación de ce.rebro de Banda en Sudáfrica, fortalecieron la oposición a un régimen que se aproximaba a su fin. Tras las elecciones, el partido de Banda conservó varios escaños en la zona centro del país, pero en el norte y en el sur fue barrido por dos partidos diferentes, y el vencedor del sur (el Frente Democrático Unido) obtuvo una mayoría parlamentaria clara. Su líder, Bakili Muluzu, se convirtió en presidente, pero con la necesidad de conciliar el norte. El anciano Banda y sus socios fueron acusados de asesinato y otros delitos. La suerte de Zambia fue diametralmente opuesta. Zambia accedió a la independencia con importantes y saneadas reservas y exportaciones. El principal producto con el que contaba era el cobre, pero también poseía riqueza en otros minerales así como en agua y agricultura. El boom de los últimos años sesenta alentó las esperanzas de prosperidad, a las que se sumó el progreso de la educación y de otros servicios sociales; pero los años setenta fueron una amarga decepción, sobre todo tras el cierre de la frontera con Rodesia en 1973. El ferrocarril de Tanzam (véase capítulo 24) no respondió a las expectativas creadas. Los precios del cobre sufrieron una brusca caída en 1975; algunas minas dejaron de ser productivas¡ los blancos comenzaron a abandonar el Copperbelt (ricos yacimientos cupríferos); los negros perdieron sus empleos y sus problemas se agravaron como consecuencia de la escasez de maíz. La popularidad de Kaunda se vio disminuida y hubo conspiraciones o al menos rumores de conspiraciones contra su persona. Al concluir la guerra de Rodesia quedó claro que las desgracias de Zambia no podían atribuirse por comyleto a dicha guerra. Siendo Zambia uno de los países potencialmente más ricos de Africa y receptor de una importante parte de la ayuda financiera y técnica que Occidente destinaba al continente africano, Zambia se había visto atrapada en una peligrosa y apurada situación económica a causa de una desastrosa política de desarrollo. Los pobres eran cada vez más pobres y carecían de productos básicos; la agricultura se descuidaba mientras la elite que habitaba en las ciudades prosperaba y las construcciones urbanas florecían. A pesar de que la rectitud personal de Kaunda seguía siendo intachable, fue no obstante criticado por rodearse de consejeros mediocres y por presidir el ocaso de la fortuna de su pueblo en medio de una desconsoladora y lamentable ineptitud. Para conseguir la reelección en 1978 recurrió a la previa inhabilitación de sus rivales y en 1980 adoptó medidas de emergencia contra un supuesto complot para derrocarle. Para conseguir los vitales créditos exteriores del FMI, redujo las subvenciones de los productos alimenticios, con el resultado inevitable del aumento de precios, que produjo disturbios en el Copperbe!t en 1986. Tanto si estos disturbios habían sido provocados por agentes sudafricanos como si no, Sudáfrica impuso sanciones económicas y militares contra Zambia, que se había convertido en el principal cuartel general y en base para el ANC. Económicamente, la dependencia zambiana de las rutas y puertos sudafricanos se había intensificado con los desórdenes de Mozambique y Angola, que disminuían las alternativas. En 1987, la fuerza aérea de Sudáfrica atacó Lusaka y mató a varios zambianos, y en 1989, Kaunda restringió la presencia del ACN en Zambia, se desvinculó de sus tácticas militares y estableció un diálogo con el presidente entrante

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de Sudáfrica, F. W. De Klerk. El descontento popular cada vez mayor, unido al ere· ciente descontento en el ejército y en las iglesias, forzó a Kaunda a abandonar, en 1990, su oposición al sistema de partidos, que había derogado al comienzo de su man· dato. Los partidos habían florecido, de hecho, y el sistema de partido único se estaba disolviendo por sí solo. Las elecciones de 1992 dieron una abrumadora victoria al Movimiento para la Democracia Múltiple (MMD). El UNlP obtuvo todos los escaños en las provincias del este, pero pocos en el resto del país. Kaunda dimitió inmediatamente y Frederick Chiluba se convirtió en el segundo presidente de Zambia. Kaunda retomó a la política en 1995, reasumiendo el liderazgo del UNIP, al tiempo que la coalición de Chiluba se desintegraba y se desmoronaba su apoyo popular. En Rodesia del Sur, la Constitución de 1961 dejaba pendiente una única cuestión política entre el gobierno sudrodesiano y el gobierno británico: la independencia. Winston Field había previsto la creación de un dominio rodesiano independiente compuesto por Rodesia del Sur y la mayor parte de Rodesia del Norte, dejando aparte a Barotselandia y Nyasalandia, que constituirían estados separados bajo el mando de altos comisarios designados por el Reino Unido, pero los acontecimientos habían dado al traste con este inverosímil proyecto. En 1963, Winston Field inició nego· ciaciones con Gran Bretaña sobre la exclusiva cuestión de la concesión de indepen· ciencia a Rodesia del Sur, y hubo de confrontarse con cinco condiciones: garantías frente a las regresivas enmiendas a la Constitución de 1961; una inmediata mejora de los derechos de los africanos; el fin de la discriminación racial; y una base para la independencia aceptable para el conjunto de la población del país. lan Smith, que desbancó a Winston Field en 1964, trató de cumplir la última y más espinosa de estas condiciones reuniendo a un indaba de jefes que, festejados por el gobierno y habiendo sido invitados incluso a viajes de placer por el extranjero, dijeron exactamente lo que se esperaba de ellos aunque no convencieron a nadie en Gran Bretaña de que se trataba de una manifestación real de la voluntad popular. El advenimiento de un gobierno laborista en Londres a finales de 1964 provocó descorazonamiento entre los blancos en Salisbury e intensificó las demandas en favor de una declaración unilateral de independencia, pero el nuevo gobierno británico, acosado por una gran crisis económica y contando tan sólo con una muy exigua mayoría parlamentaria, decidió seguir manteniendo conversaciones con Salisbury aunque sólo fuera para hablar por hablar y poder ganar tiempo. No había, sin embargo, una base para el acuerdo pues· to que Gran Bretaña se había comprometido a defender unas condiciones que se opO·· nían radicalmente a la demanda fundamental de la gran mayoría de la comunidad blanca de Rodesia: el mantenimiento indefinido de su gobierno de minoría. Como último recurso, el gabinete británico propuso la designación de una comisión real presidida por el juez supremo de Rodesia, sir Hugh Beadle, para considerar las posibles formas de sondear la voluntad popular, pero esta propuesta fue rechazada por Smith, y el 11 de noviembre de 1965 el gobierno Smith declaró unilateralmente la independencia del país. Inmediatamente después, este gobierno fue detituido por el gobernador, sir Humphrey Gibbs. No obstante, se mantuvo como el gobierno efectivo de Rodesia de fronteras adentro. El gobierno británico estaba resuelto a no utilizar la fuerza excepto en caso de un muy grave deterioro del orden público. Vista superficialmente, la situación era semejante a otras en las que gobiernos británicos anteriores no habían dudado en recurrir a la fuerza, pero el caso rodesiano era esencialmente diferente en dos sentidos deter-

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minantes: en primer lugar, Rodesia, aunque era teóricamente una colonia, había sido administrada y gobernada de hecho por su propia población blanca durante más de cuarenta años y no por el Whitehall y, en segundo lugar, el gobierno rebelde no era negro sino blanco, de forma que el recurso á la fuerza en un conflicto que para los blancos de Rodesia era racial hubiera dividido encarnizadamente a la opinión en Gran Bretaña y hubiera podido incluso someter al ejército británico a una prueba de lealtad y obediencia que quizá no hubiera superado. Al gobierno británico le quedaban por tanto dos caminos: la negociación y la coacción económica. Por espacio de un año, puso en práctica ambas vías, haciendo más hincapié en la primera de ellas. Inmediatamente adoptó medidas de carácter económico contra Rodesia, impuso sanciones petrolíferas y consiguió la aprobación de una resolución del Consejo de Seguridad contra el suministro 2e armas a Rodesia y solicitando un boicot económico internacional. Más de cuarenta países además de Gran Bretaña accedieron a esta solicitud En abril de 1966 el Consejo de Seguridad, a petición bri· tánica, autorizó el uso de la fuerza para hacer efectivas las sanciones petrolíferas, y en diciembre, de nuevo a instancias de Gran Bretaña, impuso sanciones obligatorias sobre una amplia gama de productos. Dieciocho meses más tarde, esta prohibición se hizo extensiva a todo el comercio. Pero a pesar de las restricciones que sufrió -que tardaron bastante tiempo en llevarse a efecto o hacerse manifiestas-, el régimen de Smith logró mantenerse gracias al gobierno sudafricano (que le proporcionó créditos y bienes, y facilitó la exportación de las mercancías rodesianas), gracias a la capacidad de Rodesia de tomar represalias económicas contra Zambia (que dependía del carbón rodesiano para sus minas de cobre y era asimismo dependiente de este país en otros aspectos), y gracias también a la escasa predisposición del gobierno británico para endurecer y ampliar sus medidas económicas mientras pudiese seguir manteniendo esperanzas de alcanzar un acuerdo negociado. Las exportaciones de Rodesia sufrieron un sustancial bloqueo, sus reservas se agotaron, su gobierii.o tuvo que recurrir a empréstitos internos, se vio prácticamente subordinado a Sudáfrica, pero el régimen logró subsistir en vez de verse obligado a capitular, y la economía, aunque dañada, pudo reajustarse y adaptarse a la nueva situación. Al aplicar las sanciones, Gran Bretaña no pretendía destruir la economía rodesia·· na ni siquiera el régimen de Smith, sino obligar al dirigente blanco a avenirse a razones. Estas tácticas y objetivos no convencían a la mayoría de los miembros de la Commonwealth, que sospechaban que el gobierno inglés estaba resuelto a llegar a un trato con Smith incluso a costa de traicionar los compromisos de su predecesor y los suyos propios. En una conferencia de la Commonwealth celebrada en Lagos en junio, Gran Bretaña logró ganar tiempo pero no pudo recobrar la confianza de sus socios africanos en la Comunidad de Naciones, y en una nueva conferencia, reunida esta vez en Londres en el mes de septiembre, Gran Bretaña fue obligada, mediante una muestra casi total de unanimidad por parte de los miembros de todos los continentes, a prometer que pediría al Consejo de Seguridad que aplicara unas determinadas sanciones obligatorias si las negociaciones entre Londres y Salisbury no producían un retomo a la legalidad antes de que finalizara el año. Cuando todavía no se había cumplido el primer aniversario de la declaración unilateral de independencia, la inutilidad de estas negociaciones se había hecho ya manifiesta, y Gran Bretaña se enfrentó a una lar· guísima batalla económica que, si se llevaba a cabo, era probable que desembocase en una lucha entre una abrumadora mayoría de las Naciones Unidas por un lado, y Sudá-

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frica y {menos resueltamente) Portugal por otro, cuya política consistía en prolongar la batalla hasta que los adversarios de Rodesia se aburriesen y dejasen gradualmente de imponer sanciones. Dos tentativas de atajar el problema mediante negociaciones personales entre Harold Wilson e lan Smith -una a bordo del crucero Tiger en 1966 y la otra a bordo del crucero Fearless en 1968- resultaron estériles, debido principalmente a la terquedad de Smith (o de sus lugartenientes más extremistas), pero la vuelta de los conservadores al poder en Gran Bretaña en 1970 resucitó las perspectivas de acuerdo y recrudeció la desconfianza del resto de África. Un inicial y extraoficial sondeo de las posibilidades de llegar a un arreglo llevado a cabo por lord Alport produjo un resultado pesimista, pero sir Alee Douglas-Home, de nuevo al frente del Foreign Office de Londres, emprendió un diálogo con Smith a través de lord Goodman y presentó un plan para el retorno a la constitucionalidad que sólo pensaba aplicar si obtenía la seguridad de que resultaba aceptable para el conjunto de la población de Rodesia. Una comisión presidida por lord Pearce viajó a Rqdesia en 1972 para hallar respuesta a esta cuestión e informó de que la mayoría de los africanos rechazaban el proyecto. El gobierno brit~nico se retiró entonces una vez más a un segundo plano. En el interior de Rodesia las operaciones guerrilleras, que habían comenzado prematura e infructuosamente unos años antes, se intensificaron pero fueron contenidas por las fuerzas gubernamentales de Smith con ayuda de la policía sudafricana. Las tentativas de la OUA de paliar las diferencias y escisiones entre los dirigentes rodesianos negros resultaron infructuosas, pero el hundimiento del poderío portugués en Mozambique alteró la situación al descargar un golpe estratégico y psicológico sobre los rodesianos blancos {las fronteras que debían defenderse eran ahora varios centenares de kilómetros más largas) y al plantear nuevos problemas políticos a Sudáfrica. Los dirigentes de los países vecinos -Zambia, Botswana, Mozambique, Zaire, Tanzania- deseaban la caída de Smith sin una guerra. Querían llevar a cabo conversaciones y tratar de persuadir a los rodesianos negros a que parti· ciparan en ellas, para acordar la conveniencia de un corto período de transición antes de instaurar el gobierno de la mayoría, y para obtener garantías con respecto a las vidas y propiedades de los blancos. Se sentían alentados por el giro producido en la política sudafricana, concretamente por un discurso pronunciado en la ONU por el representante sudafricano en el que éste se había referido sin ambages a la existencia del apartheid en Sudáfrica, lo había deplorado y había hablado con esperanza de un momento futuro (sin especificar cuándo) en que sería liquidado. Esta sorprendente declaración fue posteriormente matizada -probablemente para consumo interno- por Vorster, que afirmó que esto no significaba que fuera a introducirse el principio de «un hombre, un voto» ni un Parlamento negro. La maniobra de contrapeso de Vorster resultó clara para los que seguían el asunto desde fuera y no disuadió a Kaunda de mandar a un enviado a hablar con Vorster, que pareció tan interesado como Kaunda y sus colegas por conseguir un cambio de régimen en Rodesia sin derramamiento de sangre. En diciembre de 1974, Smith liberó a los dos principales líderes nacionalistas detenidos, Joshua Nkomo y Ndabaningi Sithole, como paso previo a la imposición de un alto el fuego y a la posible celebración de una conferencia constitucional, y en el mes de septiembre siguiente el dirigente rodesiano, presionado por Vorster, asistió a una conferencia con nacionalistas negros en un vagón de tren sobre las cataratas Victoria, estando presentes asimismo el propio Vorster y Kaunda. La conferencia fue un fracaso, técnicamente por una disputa de procedimiento -que previamente había sido

acordado entre Vorster y Smith- pero sustancialmente porque Smith no estaba dispuesto a discutir ninguna propuesta constitucional que no fuera la suya propia, que por entonces no incluía una transferencia del poder a la mayoría. Smith y Nkomo mantuvieron viva la idea de una conferencia constitucional pero las perspectivas eran poco halagueñas a causa de la intransigencia blanca y las renovadas fisuras entre los líderes negros que habían sido temporalmente persuadidos a crear una apariencia de unidad. El fracaso de la iniciativa Vorster-Kaunda dejaba pocas posibilidades al margen de la guerra. En Rodesia, la situación continuaba en un punto muerto pero a su alrededor habían ocurrido dos grandes cambios. Para Vorster, la situación rodesiana era como tener un lobo a las puertas de casa, pero el lobo había cambiado el color de su pelaje. El fracaso de la conferencia de las cataratas Victoria alejó definitivamente a Vorster con respecto a Smith. El mayor peligro para Sudáfrica no era ya la desapa· rición del gobierno blanco, sino su mantenimiento en circunstancias insostenibles y la forma en que acabaría desmoronándose. Smith no era ya un escudo protector sino un talón de Aquiles. En segundo lugar, la intervención ruso-cubana en Angola tenía que conducir también a Estados Unidos a un campo de fuerzas del que sin embargo hubiese prefe~ido mantenerse apartado. El principal interés estadounidense, aparte de eliminar de Africa a los ejércitos cubanos y detener la expansión de la influencia soviética, era conseguir la estabilidad del continente, lo cual en Rodesia resultaba inalcanzable sin la previa eliminación del poderío blanco. Smith no se dio cuenta de la gravedad de la situación. En primer lugar, las sanciones económicas eran una farsa. La patrulla naval de Beira, que los británicos mantuvieron durante diez años (hasta que Mozambique alcanzó la independencia en 1975) a un coste de por lo menos 100 millones de libras esterlinas, impedía la entrega de crudo a Rodesia a través del puerto de Beira, pero no se hizo nada para detener al abastecimiento de productos refinados a través de Louren~o Marques y otras rutas. Portugal y Sudáfrica no se esforzaron por mantener en secreto la ayuda que prestaban a Smith para eludir las sanciones. Por otro lado, el cumplimiento de dichas sanciones por parte estadounidense fue imperfecto: la importación de cromo y de otros minera· les procedentes de Rodesia se legalizó en 1971 y posteriormente quedó claro que Smith estaba siendo plenamente abastecido de petróleo, fundamentalmente por compañías británicas y afiliadas que inventaban constantemente medios para ayudar a Smith contando con la benevolencia de los funcionarios y ministerios británicos que hacían la vista gorda a un tráfico demasiado voluminoso para resultar invisible. {Incluso cuando esta desacreditadora historia pasó a ser del dominio público, no se procesó a compañías o a individuos que, contraviniendo la ley, habían llevado a cabo una política exterior reñida con los compromisos y pretendidos objetivos de su gobierno.) Smith se vio también alentado por las desavenencias entre sus adversarios negros. Su táctica consistía en explotar estas diferencias con el propósito de seguir conservando el control blanco a través de un acuerdo con uno o más líderes negros, preferiblemente con Nkomo. Era la clásica política del «divide y vencerás». Pero Smith apuntó demasiado alto, aferrándose durante demasiado tiempo al dominio de la minoría blanca, y luego, cuando se vio obligado a llegar a un acuerdo con el obispo Muzorewa y otros dirigentes negros, hizo un trato demasiado bueno para permanecer inmóvil. El fracaso de la conferencia de las cataratas Victoria fue seguido de negociaciones entre Smith y Nkomo, que quedaron interrumpidas en los primeros meses de 1976

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fundamentalmente a consecuencia de la obstinada negativa de Smith a aceptar el gobierno de la mayoría. Durante este tiempo, las operaciones guerrilleras, aunque todavía relativamente ineficaces y circunscritas a áreas fronterizas, se intensificaron y Robert Mugabe se perfiló como el líder en el que confiaban la mayoría de las guerri· llas: era el único que no tenía interés en mantener tratos con los blancos. Mugabe evitó el politiqueo que constituía la segunda naturaleza de Smith y vislumbró -corree· tamente según se vio más tarde- que el conflicto podía resolverse por otros medios. Smith, para quien todos los políticos de izquierdas eran iguales, confiaba excesivamente en su habilidad para presentar a Mugabe como un hombre de paja al servicio de Moscú y se mostraba demasiado desdeñoso con respecto a las guerrillas. El hundimiento del dominio portugués y la intervención ruso-cubana en Angola obligó a Estados Unidos a revisar su política. Ésta se había basado en una estabilidad que ya no existía. El primer examen que hizo Kissinger de la situación de el África austral a comienzos de los años setenta le llevó a la conclusión de que Washington podía y debía mejorar las relaciones tanto con los regímenes blancos como negros al objeto de impedir que la URSS le tomase la delantera haciendo lo mismo. Kissinger dio por sentado que los regímenes de los países que visitó se mantendrían. El derrum· bamiento del dominio portugués echó por tierra esta política. Al cortar todas las salidas para el comercio rodesiano excepto la de Sudáfricá, hizo a Rodesia más dependiente con respecto a la república sudafricana y al mismo tiempo menos atractivo como aliado, y redujo dramáticamente las posibilidades de supervivencia de Smith. Por el este, no sólo se cerraron las rutas de acceso de Rodesia al mar, sino que también se abrió un nuevo frente guerrillero. Por el oeste, provocó en Angola una crisis internacional por la que la URSS se aseguró un puesto avanzado en el África austral. La inmediata respuesta estadounidense, mal concebida en todas sus partes, consistió en dejar de ayudar a los portugueses para pasar a prestar apoyo a los dos movimientos de liberación angoleños, que fracasaron, y en instigar una invasión sudafricana, que también fracasó. Cuando Kissinger volvió a África en 1976 anunció un sorprenden· te y bmsco cambio de política en favor de los negros al declararse partidario del gobierno de la mayoría no sólo en Rodesia, sino también en Namibia y Sudáfrica. Esta afirmación, sin embargo, no fue más que el retórico preludio de una difícil alianza con Sudáfrica para ejercer presión sobre Smith. Vorster retiró su ayuda militar al líder rodesiano y dejó que se bloquearan los únicos canales económicos que le quedaban de vinculación con el exterior. Kissinger fue a Sudáfrica, donde mantuvo una tensa entrevista con Smith, que se había visto obligado a recurrir a una potencia superior. Aceptó la instauración del gobierno de la mayoría al cabo de dos años y un plan para un período de transición que contemplaba la constitución de un gabinete de mayoría negra y la presencia de un primer ministro negro. En el interior de Rodesia, el embate de las guerrillas se convirtió en un factor pri· mordía! durante el año 197 6. Las operaciones guerrilleras se extendieron más allá de las fronteras hasta llegar al corazón del país; su presión sobre la economía y la mano de obra ~e hizo visible y dolorosa, y estimuló la emigración blanca. Pero en su fuero interno Smith estaba lejos de rendirse. Insistía en interpretar que el gobierno de la mayoría no significaba el gobierno de la mayoría negra, sino de la mayoría responsable; es decir, rechazaba el principio de «un hombre, un voto». Al tiempo que anunciaba el fin del dominio blanco se las ingenió para dar la impresión de que el control blanco se mantendría. Logró desarticular el plan Kissinger. Kissinger había dado a

entender a cada una de las partes que la otra había dado su visto bueno a cosas que en realidad nunca había aceptado. Dejó que Smith creyera que las ideas que había expuesto habían sido admitidas por los presidentes de los países de la Línea del Fren· te y por los líderes guerrilleros, cuando no era éste el caso. Los presidentes de la Línea del Frente se quejaron por su parte de que Kissinger les había engañado llevándoles a conclusiones erróneas; tanto ellos como el Frente Patriótico creyeron que eran nego· ciables puntos que Smith consideraba como parte esencial e inseparable del pacto que Kissinger le había obligado a suscribir. Fue fácil por tanto para Smith declararse libre de todo compromiso a menos que no fuese alterada ni una sola letra. El plan Kissinger se reveló como un conjunto de imprecisas promesas que distaban mucho de ser un acuerdo. Una conferencia de todas las partes interesadas celebrada en Ginebra no consiguió salvar el plan. Lo mismo ocurrió con una posterior gira diplomática mara· toniana de los británicos alrededor del continente. Llegados a este punto, el impasse parecía mayor que nunca, pero entre tanto los líderes guerrilleros se habían avenido a cooperar militar y políticamente en el Frente Patriótico. Aunque esta alianza era frágil, el hecho es que iba a ganar la guerra. Tam· poco las potencias extranjeras estaban dispuestas a permanecer inactivas. Gran Bretaña, Estados Unidos y Sudáfrica estaban comprometidos a reemplazar el régimen de Smith por otro. También lo estaban los presidentes de la Línea del Frente, cuyos paí· ses -particularmente Zambia y Mozambique- sufrían enormemente las consecuencias económicas de la guerra y los ataques rodesianos de represalia contra los campos guerrilleros en sus territorios. Al asumir la presidencia en 1977, Carter nombró a Andrew Young para encargarse de los asuntos africanos. Londres también contaba con un nuevo ministro de Asun· tos Exteriores en la persona de David Owen, y ambos, tras un recorrido conjunto por las capitales africanas, presentaron un nuevo plan para acabar con el régimen racista mediante una transferencia del poder a la mayoría negra tras una brevísima etapa en que Gran Bretaña reasumiría la autoridad y unas elecciones que se celebrafían bajo supervisión internacional. El plan fracasó fundamentalmente porque a Smith le indignó la estipulación de «un hombre, un voto» y la perspectiva de perder el control blanco sobre las fuerzas armadas y de seguridad. Smith mantuvo una entrevista secreta con Kaunda, buscando una vez más un alianza con Nkomo, que de nuevo le esquivó. Entonces ensayó una segunda versión de la misma estrategia: un trato con otros líderes africanos, una vía alternativa para prevenir una victoria de Mugabe. Tras una dura y reñida negociación, Smith, Muzorewa, Sithole y el jefe Jeremiah Chirau pudie· ron anunciar un acuerdo sobre un proyecto para compartir el poder entre blancos y negros. Smith aceptó ahora el sistema de «un hombre, un voto» pero la posición blanca quedó asegurada mediante una serie de derechos que se reconocían en la Constitución. Era una maniobra política para derrotar al extremista Frente Patrióti· co. Gran Bretaña y Estados Unidos le dieron su respaldo con una condición que la convirtió en un absurdo: aprobarían este acuerdo siempre y cuando el Frente Patriótico tuviera cabida en él. Pero era un plan que pretendía precisamente mantener al margen al Frente Patriótico. Después de muchos exámenes de conciencia, los blancos rodesianos aprobaron la nueva Constitución en un referéndum celebrado en 1979. Las elecciones, en las que hubo una concurrencia digna de elogio, dieron la victoria a Muzorewa, que se con·· virtió en primer ministro de la acertadamente denominada Z.imbabwe-Rodesia. Pero

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este arreglo era poco convincente. los blancos obviamente seguían controlando la situación por un período de tiempo indefinido y el nuevo gobierno ni siquiera logró introducir algunas vistosas reformas para atenuar -y mucho menos para liquidar- la discriminación racial. De manera fortuita, las elecciones rodesianas coincidieron con las elecciones en Gran Bretaña que supusieron la vuelta al poder de los conservadores bajo el mandato de una primera ministra sospechosa de abrigar mayores simpatías hacia Smith que la mayoría de los políticos británicos. Por sus declaraciones públicas, Margaret Thatcher parecía estar a favor del reconocimiento del gobierno Muzorewa y del inmediato levantamiento del embargo y las sanciones. Pero el pragmatismo británico prevaleció. El Frente Patriótico era ahora demasiado efectivo para ser tomado a la ligera; se podía incluso decir que estaba ganando la batalla. En una conferencia con la Commonwealth celebrada en lusaka, Gran Bretaña siguió negándose a reconocer el arreglo Muzorewa-Smith hasta que pudiera hacerse un nuevo intento de reconciliar a las partes contendientes. Gran Bretarla elaboró una nueva Constitución, despojada de las disposiciones blancas más hirientes del documento de 1978, y la presentó a ambos bandos en una conferencia celebrada en. Londres finales de 1979 advirtiendo que sólo podrían tomarla o dejarla. El nuevo ministTO de Asuntos Exteriores, lord Carrington, amenazó con reconocer a Muzorewa si el Frente Patriótico no aceptaba esta Constitución, mientras por el otro lado Mugabe y Nkomo se vieron sometidos a fuertes presiones por parte de los presidentes de la línea del Frente, que les instaban a llegar a un acuerdo. Este cúmulo de circunstancias logró finalmente prevalecer. los blancos y Muzorewa, aunque amargamente decepcionados y con un profundo malestar, no tenían más remedio que aceptar porque lo que ellos habían construido era muy poco sólido. la conferencia, en contra de las expectativas iniciales, alcanzó un acuerdo. Un gobernador británico estuvo en Salisbury durante cuatro meses. 4is elecciones, limpias y libres en opinión de algunos, todo lo contrario en opinión de otros, concedieron a Mugabe una decisiva y absoluta mayoría y se convirtió en el primer ministro del Estado independiente de Zimbabwe. · la independencia puso fin al conflicto entre blancos y negros pero agudizó el conflicto entre los shona y los ndebelé personificado en las figuras de Mugabe y Nkomo. Durante los siguientes años, las desavenencias personales y tribales se hicieron más profundas. Nkomo fue expulsado del gobierno en 1982 y los ndebelé, lejos de resignarse a una participación secundaria en el nuevo Estado, se fueron distanciando y alarmando progresivamente: los métodos empleados para combatir los desórdenes eran desde luego implacables y parecían tener un tinte racista. Un impresionante plan económico que contó con el apoyo internacional (especialmente occidental) tuvo un carácter precario a causa de la sequía y de la inestabilidad política. las esperanzas depositadas en Mugabe se vieron ensombrecidas cuando la violencia interna condujo a detenciones ilegales sin juicio, a desmanes de determinadas unidades del ejército y a la desviación de alimentos de ciertas áreas políticamente seleccionadas, con la consiguiente extensión del hambre en dichas zonas. la reputación personal de Mugabe siguió siendo elevada pero no todos sus más allegados colegas se resistieron a las tentaciones del poder. la abierta preferencia de Mugabe por el socialismo de Estado en un país de partido único era impopular no sólo entre los países occidentales, sino también en su propio partido, en el que cada sección temía que en un sistema de partido único otra sección del partido se convertiría en el único grupo gobernante.

Africa y Asia: fueron los primeros en llegar y los últimos en marcharse, los primeros

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Un impresionante plan económico que al comienzo atrajo el apoyo internacional (principalmente occidental) se vino abajo debido a la sequía, la inestabilidad política, el transporte y la distribución deficitarios, la huida de la población rural a ciudades supe'.Po?lad~~ con vivien?a inadecuada y sin trabajo, una deuda externa insoportable, d1smmuc10n de los mgresos exteriores debido a la caída de los precios mundiales, y una inflación que oscilaba pero con un producto interior que sólo disminuía: todo lo cual debilitó la posici6n personal de un hombre que por su preeminencia se había hecho vulnerable a los giros de la fortuna. Dos factores especiales agravaron esta situación. El primero fue la guerra en Mozambique. Zimbabwe cre6 en 1982 una Fuerza para Tareas Especiales, para defender el oleoducto a Beira, situado en la costa de Mozambique, contra las guerrillas de la Renamo; y esta empresa comparativamente modesta implicó a Zimbabwe en la guerra civil mozambiqueña. En 1986, la Renamo se declaró en guerra con Zimbabwe, ampliando así las hostilidades a la provincia de Manicaland, situada al oeste de Zimbabwe, y llevando a la creación, en 1989, del Movimiento para la Unidad Zimbabwense p~r parte de miembros escindidos del ZANU, entre los que sobresalía Edgar Zerere, a quien Mugabe había destituido del gobierno. En segundo lugar, la lentitud del programa de asentamiento de colonos, una de las mayores promesas de la independencia, produjo gran descontento. A las familias expulsadas de sus tierras después de 1890 (las expulsiones más masivas habían tenido lugar en el período 1930-1960) se les prometió la recuperación de las mismas, pero el nuevo Estado también se com~ prometió a pagar compensaciones en moneda extranjera a los propietarios blancos expropiados, a un tipo aplicable a la compraventa entre un vendedor voluntario y un comprador también voluntario. A pesar de las contribuciones británicas al programa, el coste era oneroso y el progreso lento. El primer plan para asentar a 162.000 fami· lías en cinco años sólo consiguió la tercera parte de su objetivo, hasta cierto punto por las difi~ultades prácticas, como la necesidad de hacer nuevas carreteras, en parte porque debido a que no había suficiente tierra disponible, y también porque el gobierno insistía en que los recién llegados debían primero renunciar a la tierra (si existiera) que dejaban, a lo que eran reacios. Después de diez años sólo se había llevado a cabo una te.rcera parte del plan; muchos de los nuevos colonos vendieron en seguida su lote de tierra y se encontraron tan pobres como antes o incluso más. El gobierno anunció una actuación más efectiva, pero sólo la podía realizar si no cumplía el trato con los propietarios blancos e introducía una expropiación forzosa. A pesar de estos problemas y a pesar también del desempleo, los deficientes servicios públicos, la falta de comercio con el exterior y las medidas de austeridad, el liderazgo de Mugabe _no se vio seriamente amenazado. El Banco Mundial y el FMI apoyaron un plan qumquenal de inversión en el sector público y en el privado, con un fondo social para paliar el desempleo, a cambio de promesas de drásticos recortes en la administración y de rotunda negativa a subvencionar empresas privadas fracasadas.

ANGOLA Y MOZAMBIQUE

Hasta 1975 el cono sur de África estaba flanqueado por los territorios portugueses

~e Angola Y Mozambique. los portugueses batieron el récord de permanencia en

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colonizadores y los últimos imperialistas. Este pequeño país europeo se había lanzado de la exploración de extraños y desconocidos continentes hacía 500 años y había adquirido en África un territorio cuya extensión era veintitrés veces mayor que la del propio Portugal. En 1487, Bartolomé Díaz dobló el cabo de las Tormentas, seguido en 1498 por Vasco de Gama. El comercio de Guinea, del que la Guinea portugesa era un vestigio, floreció durante el siglo XVI, pero los portugueses fueron gradualmente arrojados fuera del África occidental por los holandeses, los británicos y los franceses, e iban a encontrar sus más preciadas recompensas algo más al sur. Luanda, la capital de Angola, fue fundada en 1976 por un nieto de Díaz; estuvo en poder de los holandeses durante un corto período de tiempo en el siglo XVII pero fue reconquistada por el rico aventurero brasileño Salvador de Sá, que se convirtió en su gobernador y estableció el dominio portugués. En los siglos XVII y XVIll Angola proporcionó esclavos a Brasil. La trata fue abolida en 1836 y la propia institución de la esclavitud lo fue supuestamente a partir de 1858. Durante la etapa más intensa de la pugna europea por el reparto de África, Portugal recibió el esporádico e ineficaz apoyo de Gran Bretaña pero de nadie más. Alemania codiciaba territorios portugueses, a los que esperaba poder acceder prestando a Portugal más dinero del que pudiera pagar para acabar embargándolos. El sueño portugués de enlazar Angola con Mozambique mediante una faja de tierra nunca se materializó. Si bien Mozambique fue colonizado en los veinticinco años anteriores a la Primera Guerra Mundial, los portugueses manifesta· ron solo un tibio interés en África, al tiempo que su laxitud a la hora de suprimir la esclavitud les valía una escandalosa notoriedad, especialmente tras la publicación en 1906 de la obra de H. W. Nevinson A Modero Slavery. Las importantes sublevaciones ocurridas en Angola en 1922 y 1935 fueron dura· mente reprimidas pero contribuyeron asimismo a fomentar los movimientos nacionalistas. Lisboa empezó a darse cuenta de que su dominio se veía amenazado no tanto por los dirigentes nativos blancos como por el nacionalismo negro, a pesar d~ que al menos por el momento los nacionalistas estaban irremediablemente constreñidos por el analfabetismo, las divisiones tribales y el impresionante poder de la policía y el ejército portugueses. En 1952 las colonias de Portugal se rebautizaron con el nombre de provincias de ultramar y en los años cincuenta se produjo una explosión de pro· greso material manifestada sobre todo en las obras públicas y los planes de desarrollo. El cambio de nombre permitió a Portugal afirmar que no tenía obligación de enviar informes a la ONU en virtud de lo estipulado en el artículo 73(e) de la Carta, desde el momento en que Angola y Mozambique no habían pasado a ser territorios no autó· nomos sino provincias de Portugal. Al mantener esta pretensión, Portugal contaba con el apoyo de sus aliados estadounidenses y británicqs y de sus parientes brasileños, pero en 1963 Estados Unidos y Gran Bretaña respaldaron una resolución de la Asamblea General que instaba a Portugal a acelerar la autodeterminación; sólo España y Sudáfrica votaron en contra; Francia se abstuvo. Los portugueses pusieron en práctica una política de asimilación como medio de ampliar progresivamente el derecho a voto, pero la creciente inmigración desde Portugal a mediados de los cincuenta alteró la estructura social y económica, reforzó la exclusión de los negros {el colour bar) y redujo a muchos angoleños al desempleo o el semidesempleo. Hacia 1960 decenas de miles de angoleños estaban en el exilio, la mayoría de ellos en el Congo, y los movimientos nacionalistas establecieron su sede en Leopoldville. La confianza hacia los portugueses sufrió un duro golpe al producir-

se una disputa acerca de la elección de un jefe norteño, en la que las autoridades lusitanas actuaron de acuerdo con la letra de Ja ley pero con dudosa prndencia y probidad. La emancipación de las colonias del Africa occidental británica y francesa y del Congo belga llevó el problema contemporáneo africano a las puertas de la Angola portuguesa y, en febrero de 1961, se desencadenaron disturbios en Luanda, en parte alentados por las aventuras del capitán Galvao que se hizo con el control del transa· tlántico Santa María y al que en Luanda se esperaba ver aparecer en la costa convertido en libertador. Estos disturbios fueron sofocados pero en marzo se produjeron nuevos desórdenes en el norte y una invasión desde el otro lado de l¡¡. frontera congoleña. A los portugueses les cogió desprevenidos. Sufrieron unas 1.400 bajas entre muertos y heridos y desgraciadamente respondieron a esta barbarie con más barbarie. El número de víctimas en el lado africano fue de unas 20.000 y el Congo recibió a continuación una oleada de refugiados espantosamente heridos -20.000 en 1961 y 150.000 más durante los tres años siguientes- que tiñó de negro el nombre de Portugal, al tiempo que el coste del restablecimiento de la autoridad portuguesa producía graves tensiones en la economía de este país europeo. En Mozambique, un movimiento guerrillero de liberación, el Frelimo, inició un levantamiento armado en 1964 y consiguió imponer su control sobre determinadas partes del país, pero en 1969 se vio privado de su dirigente, Eduardo Mondlane, que fue asesinado. La economía sufrió un duro golpe a raíz del bloqueo del puerto de Beira con objeto de hacer efectivas las sanciones contra Rodesia, pero los portugueses no dieron señales de darse por vencidos. Al no poder comerciar con Rodesia, se embarcaron en un gran proyecto para desarrollar la economía de Mozambique en estrecha vinculación con los intereses sudafricanos, europeos y estadounidenses {países todos ellos que a partir de ahora estarían interesados en el mantenimiento del dominio por· tugués). Este proyecto, que estaba centrado sobre todo en la construcción de una cen· tral hidroeléctrica en Cabora-Bassa, iba a significar un aumento de la población blanca en un millón de personas. Apenas fue posible ocultar la naturaleza política de este plan. Resultaba desde luego difícil encubrir su verdadero propósito teniendo en cuen· ta que Mozambique contaba ya con seis proyectos hidroeléctricos y no necesitaba ninguno más. Las implicaciones políticas y las presiones ejercidas por los estados africanos llevaron a algunos participantes a analizar más detenidamente el asunto y, en los casos de Suecia e Italia, a retirarse del proyecto. Para 1970, las guerras coloniales de Portugal habían obligado a este país a desti· nar la mitad de su presupuesto y más del 6% de su producto nacional bruto a gastos militares, a reclutar el mayor número de tropas de la historia de Portugal y a alistar a sus hombres jóvenes en el ejército por un período de cuatro años. La ausencia de una 0 '1f>inión pública políticamente activa libró al gobierno de una de las fuerzas descolonizadoras más poderosas -quizá la más poderosa- de cuantas habían existido en Londres, París y Bruselas, pero diez años de costosa e infructuosa lucha en tres territorios muy separados entre sí socavó el entusiasmo del ejército portugués. El movimiento de liberación había sobrevivido y crecido, ganando apoyo popular, ampliando geográficamente su control y consiguiendo armas del exterior. Como respuesta, los portugue· ses recurrieron al bombardeo y a las alambradas, pero el bombardeo resultaba ineficaz contra las guerrillas y las alambradas no lograban separarlas de las masas populares porque, a diferencia de lo ocurrido con anteioridad en Malasia, el pueblo estaba a favor de los guerrilleros. En Guinea-Bissau, el gobernador, general Spinola, acabó por

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convencerse de la inutilidad de la lucha, dimitó de su cargo en 1973 y regresó a Lisboa, donde se declaró abierto adversario del mantenimiento del dominio colonial. Sus actividades y escritos contribuyeron al derrocamiento por parte del ejército, en 1974, de la dictadura militar instaurada en 1926, y el Movimiento de las Fuerzas Armadas que se hizo con el control en Lisboa se declaró a favor de la independencia de las colonias africanas de Portugal. A ella accedieron inmediatamente Guinea-Bissau y Mozambique. Vorster, cediendo ante los hechos consumados, aceptó públicamente la victoria del Frelimo y deseó suerte al nuevo gobierno. Tanto él como Samora Mache!, sucesor de Mondlane y pri~er presidente del nuevo Estado, sabían que una cuarta parte de la mano de obra negra de las minas sudafricanas estaba compuesta por emigrantes mozambiqueños, lo que quitaba libertad de acción a ambos gobiernos. En Angola, el resultado de la descolonización no estuvo tan claro. No existía ningún equivalente al Frelimo y cuando, en vísperas de la independencia, el Fl\ILA de Holden Robert atacó al MPLA de Agostinho Neto, Sudáfrica invadió clandestinamente Angola en apoyo de un tercer movimiento, la UNITA de Jonas Savimbi. Pero Neto pidió ayuda a Fidel Castro y los sudafricanos se vieron obligados a retirarse por el momento, aunque continuaron armando abiertamente a Savimbi, que consiguió conquistar una parte importante del país. El principal objetivo de Estados Unidos era expulsar·a los cubanos. Aunque Washington y Pretoria estaban unidos en el apoyo a la UNITA, ese apoyo minó la capa· cidad del gobierno angoleño de deshacerse de los cubanos, y Pretoria negociaba con el presidente Dos Santos al mismo tiempo que ayudaba a Savimbi a hundirlo. Desde el punto de vista militar, las incursiones de Sudáfrica le resultaron dudosamente útiles. Ocupaban zonas de Angola y las devastaban para después abandonarlas. Pero en 1985, Angola, fortalecida por nuevo equipamiento militar ruso, tomó la ofensiva contra la UNITA y Sudáfrica aceptó el reto de rescatarla, a costa de aumentar el conflicto. Ambas partes fracasaron. Sudáfrica sufrió otro revés. Un ataque aéreo conjun· to de la UNITA y Sudáfrica contra la estratégica base de Cuita Canavale, en 1987-1988, fue rechazado y la fuerza aérea sudafricana humillada. La UNITA, aun· que vencida en el sur, fue restablecida en Zaire por Estados Unidos, pero resultó sólo un movimiento táctico, ya que se habían entablado conversaciones en Londres entre Sudáfrica, Angola y Cuba, con el visto bueno de los estadounidenses (pero dejando fuera a la UN ITA), y se continuaron en Brazzaville, donde se alcanzó un acuerdo por el que se retiraban de Angola las tropas cubanas y las sudafricanas. Las tropas sudafricanas se retiraron en 1989, al igual que la mitad de las cubanas, mientras que la mitad restante se retiró a mediados de 1991. El final de diecisiete años de guerra parecía a la vis~a. La llegada de los cubanos en 1994 para proteger al gobierno de Luanda, y la ayuda sudafricana y estadounidense a la UNITA había impedido la victoria de cualquiera de los dos bandos. En la década de 1980, Reagan, desafiando la Enmienda Clark de 1975, por la que se suprimía la ayuda a la UNITA, había entregado ayuda en grandes cantidades a Savimbi, a quien calificó de demócrata. Pero en 1991, Savimbi sólo controlaba la quinta parte del país y estaba dispuesto a mejorar su posición acudiendo a las urnas. La guerra civil se suspendió temporalmente gracias a los Acuerdos de Bicesse de ese año, en los que actua· ron de mediadores Portugal, Estados Unidos y la URSS; y a la ONU, que había supervisado la retirada cubana en 1989-1991 a través de la UNAVEM 1, se le pidió que supervisara la puesta en práctica de estos acuerdos (UNAVEM II) y, a continuación,

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las elecciones generales y presidenciales. En los acuerdos, Savimbi reconoció a Dos Santos como presidente y los dos dirigentes aceptaron retirar sus tropas a cincuenta puntos específicos y fusionarlas en un ejército de 50.000 soldados (la cuarta parte de los efectivos de ambos). Se crearon docenas de partidos y las elecciones se celebraron bajo supervisión de la ONU, en 1992. Gracias en gran parte a la UNAVEM, se lle~ varan a cabo de manera pacífica, limpia y llamativamente popular (votó el 90% del electorado). Pero, al contrario de lo que esperaba, Savimbi descubrió que no era el ganador. La UNITA obtuvo el 34% de los votos, mientras que el MPLA obtuvo el 54%, y aunque Dos Santos obtuvo muy poco más del 50% que precisaba para ser confirmado como presidente, Savimbi obtuvo sólo el 40%. Por esa razón, comenzó de nuevo la guerra que, con una media de mil muertos diarios, sobrepasó los horrores de las campañas anteriores. La UNAVEM, con tan sólo 400 personas (aumentadas a mil para las elecciones) y carente de fondos y otros recursos, fue incapaz de evitar la destrucción de los éxitos que tanto le había costado alcanzar. Los intentos de poner fin a la lucha dieron lugar a nuevos acuerdos, pero la UN ITA se negó a entregar el territorio conquistado en las últimas operaciones, a no ser que en el país se introdujera una UNAVEM renovada. El Consejo de Seguridad se negó a aceptar esta condición mientras la UNITA no aceptara los acuerdos. Angola fue devastada durante tantos años porque era rica. La guerra, en la que cada bando gastó entre 1.000 y 2.000 millones de dólares, fue financiada por el petróleo y los diamantes. Petróleo que permitió al gobierno pedir préstamos en el extranjero (hipotecando as( el futuro del país) y diamantes que la UNITA vendía al cartel internacional administrado por De Beers. La comparativamente pequeña pro· vincia de Cabinda, de poca importancia hasta que se descubrió allí petróleo en 1966, supuso un argumento secundario en el drama de Angola. Su población de 100.000 habitantes incluía un movimiento secesionista. Era codiciada por Zaire, pero Mobutu fue sobornado por Agostinho Neto en 1978. Los intentos ocasionales de Savimbi para obtener la ayuda de Mobutu contra el gobierno de Angola en Luanda fracasaron porque la UNITA no tenía una presencia sustancial y continua en la provincia. Pero los grupos de cabindas separatistas mantuvieron las hostilidades con· tra el gobierno de Luanda. En Mozambique, como en Angola, Sudáfrica planteó un doble juego durante buena parte de la década de 1980, y más adelante. Firmó en 1984, a las orillas del Nkomati, un acuerdo por el que se comprometía a dejar de entregar suministros a la RNM o Renamo (Resistencia Nacional Mozambiqueña) y poner fin a la guerra eco· nómica a cambio de que Mozambique d¡;jara de apoyar al ANC, pero, a ¡:iesar de la confirmación de estas promesas, la Renamo continuó recibiendo ayuda de Sudáfrica. Al presidente Botha (se había convertido en presidente en virtud de una nueva Constitución) le interesaba eliminar al ANC y pacificar el sur de Mozambique, pero no le preocupaba en absoluto impedir las actividades de la Renamo más al norte, siempre que no forzasen al presidente Mache! a pedir de nuevo apoyo a la URSS. Los acercamientos de Pretoria a Mozambique, antes del acuerdo de Nkomati, estaban provocados por la presencia allí del ANC y por un empeoramiento de las relaciones que había provocado rumores de guerra y visitas de buques de la armada soviética. Para Sudáfrica, la Renamo era un útil aguijón contra Mache!. Pero, a pesar de la ayuda de Sudáfrica y de simpatizantes portugueses, la guerrilla no consiguió crear un gobierno rival. Sin embargo, el gobierno de Mache! tampoco consiguió eliminarla y su fracaso no sólo se

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debió a la ayuda exterior, sino también a factores internos: el hecho de que Mozambique era un país inmenso dividido en numerosas áreas que mantenían suspicacias entre sí y con el gobierno central, y la impopularidad del gobierno de Mache!, que hacía caso omiso de las costumbres y la cultura tradicionales en sus precipitados intentos de modernizar el país mediante decretos y dogmas. El presidente falleció en accidente aéreo {probablemente fortuito) en Sudáfrica, en 1986. Su sucesor, Joaquim Chissano, era, a los cuarenta y nueve años, un representante de la nueva generación que criticó buena parte de la incompetencia militar y la corrupción personal de la vieja guardia del Frelimo. Chissano prefería la diplomacia a la guerra, aunque sólo fuera porque su gobierno podría incluir a la Renamo pero no extinguirla mientras Sudáfrica la sostuviera. En el bando gubernamental había poca disciplina y la moral era baja, ya que el coste de la vida subió y la pacificación del pafs parecía lejana. Bajo el impacto de la guerra civil y el hundimiento económico, dos problemas que se interrelacionaban, Chissano estableció reformas que se alejaban del centralismo comunista para acercarse a un sistema de partidos, y prometió elecciones para 1991. El Mozambique comunista abandonó el sistema de partido único antes que sus vecinos no comunistas de Malawi, Zambia y Tanzania. En 1990, Mozambique estaba dispuesto a mantener conversaciones con Sudáfrica, aunque sólo fuera para recuperarse de recientes reveses, y el A:cuerdo de Roma, negociado con la ayuda del presidente Kaunda, estableció un alto el fuegó y un plan para la reducción de fuerzas y su concentración en áreas específicas. La Renamo denunció más tarde el tratado con el argumento de que las tropas de Zimbabwe no habían sido retiradas de territorio mozambiqueño; y mientras que el gobierno se debilitó debido a una intentona golpista contra Chissano en 1991, la Renamo se fortaleció cuando su líder, Alfonso Dhlakama, fue recibido por el Papa y por los dirigentes de Portugal y de otros países europeos. Se firmaron nuevos acuerdos y la ONU aceptó enviar 7.000 observadores (ONUMOZ), pero la Renamo siguió constituyendo una obstruceión, ya que su posición mejoró conti~uamente en el norte y el centro, que se habían alejado del gobierno no sólo debido a la mísera pobreza de esas regiones, sino también a la desconfianza que provocaba la preponderancia del elemento shangaan (procedentes del sur) en la composición del gobierno.

Los pueblos bantúes alcanzaron el extremo sur del continente africano en el siglo XVIll y tropezaron allí con los holandeses, se enfrentaron con ellos y fueron gradualmente sojuzgados y destinados a las tareas de tala de bosques y extracción de agua. Los holan· deses, que habían seguido a los portugueses hasta El Cabo y que al principio sólo hubieron de enfrentarse con los hotentotes, disfrutaron de un corto período de dominación hasta que -cuando su país de origen pasó a ser parte del imperio revoluciona· rio francés- se convirtieron en blanco legítimo de los ingleses en las guerras napoleónicas y perdieron su base en Ciudad de El Cabo, que habían fundado en 1652. En la década de los treinta del siglo pasado abandonaron en masa esta colonia para esta· blecerse más al norte, donde fundaron nuevos estados, con éxito más allá del río Orange y del Vaal, pero infructuosamente en el Natal, ya que aquí, si bien derrotaron a los zulúes, se vieron sometidos de nuevo al acoso de los británicos, que continuaban

su expansión y que finalmente se anexionaron este territorio en 1843. La colonia bri· tánica de El Cabo creció política, económica y demográficamente, y en 1853 Y 1872 se le otorgaron constituciones, siéndole concedido en esta última el derecho a disponer de un primer ministro propio. En la segunda mitad del siglo XIX, Sudáfrica adquirió una importancia completa· mente inesperada en el ánimo de Gran Bretaña por dos razones bastante indepen· dientes entre sí. La primera fue el descubrimiento de su riqueza: diamantes en los años sesenta y oro en los ochenta. La segunda fue la convicción de que Sudáfrica consti· tuía un enlace vital en las comunicaciones del imperio británico y de que, por consiguiente, Gran Bretaña debía mantener un firme control no sólo en Ciudad de El Cabo y Simonstown, sino también en el interior del territorio. Esta segunda preocupación convirtió en enemigos potenciales a los holandeses o bóers, desde el momento en que podrían invitar a otras potencias europeas a ocupar el inestable interior o causar problemas a los británicos en la colonia de El Cabo al establecer una alianza con los de su misma estirpe en la colonia. Por añadidura, las tentativas de los bóers de alcanzar las costas en territorio portugués y comerciar con el exterior a través de puertos portugueses constituían otra fuente de fricciones, puesto que estas actividades suponían una amenaza para el monopolio de los comerciantes británicos de El Cabo. Los ingleses, por consiguiente, prosiguieron su expansión, ahora con más ímpetu y mayor determinación que antes. Conquistaron Basutolandia a los bóers, convirtiéndola en colonia en 1868. Se anexionaron Kimb~rley, la ciudad de los diamantes, en 1871, y el Transvaal en 1877. Arrojados contra los bantúes, lucharon en una serie de guerras (concretamente la guerra zulú de 1879) y en 1880-1881 libraron una guerra contra los bóers, a los que acusaron entre otras cosas de maltratar a los bantúes. En Gran Bretaña, el gobierno liberal, acuciado en aquellas fechas por los más graves dilemas prácticos y morales de la cuestión irlandesa, mantenía opiniones divididas sobre la actitud que debía adoptarse hacia los bóers y, tras la batalla de Majuba en 1881, optó por una política de conciliación, restattró las repúblicas bóers del Transvaal y del Estado Libre de Orange y reconoció así implícitamente la existencia de un nacionalismo bóer con entidad y vida propias. Cecil Rhodes se convirtió en primer ministro de la colonia de El Cabo en 1890 y durante unos cuantos años fue su voz y no la: de Londres la decisiva. En el interior de la colonia su política fue la de cooperación con los bóers en el paternal gobierno de los africanos, pero los temores británicos hacia las actividades políticas y comerciales de las repúblicas bóers impidieron cualquier extensión de esta política que pudiera conducir a la formación de una entente anglo-bóer en un terreno más amplio. Rhodes desarrolló y financió el eje El Cabo-Bechuanalandia-Zambeze que hizo peligrar a las repúblicas bóers, contrarrestró la amenaza alemana procedente del África sudoccidental e impidió una alianza antibritánica entre los alemanes y el Transvaal. Pero en 1895 fue demasiado lejos. Con la connivencia de una parte del gobierno británico, estimuló un levantamiento contra el presidente Kruger del Tra~vaal y para apo· yarlo envió a Jameson a realizar una incursión en territorio bóer. El resultado fue un rechazo de los invasores y un desaire para el gobierno británico, ya que el emperador alemán expresó su apoyo moral a Kruger mediante un telegrama. Pero aunque Kruger triunfó y Rhodes fracasó, el gobierno británico, que volvió a asumir ahora el papel dominante, mantuvo la tesis básica de Rhodes según la cual el primordial objetivo británico debía ser evitar el surgimiento de una república bóer sudafricana que abar·

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case las repúblicas bóers y las colonias británicas. Al luchar y conseguir la victoria en la guerra bóer de 1899-1901, Gran Bretaña logró posponer por algún tiempo la materialización de esta idea pero no logró que se abandonara, ya que, de hecho, acabaría por hacerse realidad en 1961. Gran Bretaña también se ganó el odio y la enemistad de los ultrajados bóers pero no supo apreciar la profundidad de estos sentimientos . Tras la paz de Vereeniging de 1902, los británicos adoptaron dos líneas políticas apenas compatibles entre sí. Por un lado se esforzaron por ser justos y generosos con los derrotados bóers, olvidando con frecuencia a los africanos en el proceso. Al Transvaal y al Estado Libre de Orange se les concedió la autonomía de 1906-1907, y la Constitución de 1908 estipulaba la creación de un Parlamento totalmente blanco que, si bien pretendía ser un símbolo de reconciliación anglo-bóer, retrospectivamente parecía más bien una garantía de la exclusión africana. Por otro lado, sin embargo, Gran Bretaña había reforzado la política de la supremacía británica al insistir en la extinción de la soberanía de las repúblicas y en el dominio de la lengua inglesa, de forma que los bóers comenzaron a hacer proyectos para el día en que la balanza del poder en Sudáfrica se inclinara a su favor y pudieran entonces, al volverse las tomas, devolver el golpe a los británicos. Mediante la creación de la Unión de Sudáfrica en 1910, el gobierno británico trató de que las dos repúblicas bóers autónomas y las dos colonias británicas se confederasen para constituir un dominio independiente dentro del imperio británico, pero hubo una fundamental aunque imperceptible diferencia entre este domino sudafricano y los otros tres viejos dominios, y ello a causa de la persistente cultura no británica de los bóers (o afrikáners) y la existencia de una mayoría africana en la sombra. Cuando estalló la guerra europea en 1914, el dominio se unió a las hostilidades y envió fuerzas al exterior; los bóers, sin embargo, se rebelaron, negándose -como volverían a negarse en 1939- a ser considerados simplemente como una parte de la nación sudafricana. Ellos se veían a sí mismos como un pueblo o volk y no como un Estado. La persistencia de un nacionalismo afrikáner específico y distintivo, que finalmente triunfaría mediante las victorias electorales del Partido Nacionalista, estuvo acompañada del crecimiento de un movimiento nacionalista africano que los afrikáners reprimieron. Los afrikáners tuvieron que recurrir a medidas cada vez más rigurosas y a ideologías cada vez más extremistas para preservar y ju~tificar su recién ganada supremacía y, hacia mediados de siglo, Sudáfrica se había convertido en una oligarquía regida por un determinado grupo racial sin el consenso de la mayoría de los gobernados, los cuales, para empeorar aún más las cosas, tenían la piel de un color diferente. . La actitud racial de los afrikáners era un ejemplo extremo de un prejuicio corriente. Había desempeñado lin papel importante en su decisión de emigrar de la colonia de El Cabo, donde los británicos estaban poniendo en práctica ideas más liberales y donde a los coloureds o mestizos (resultado de alianzas entre blancos y criados negros} les fue concedido el derecho a voto en 1853. Pero el elemento africano era esencial dentro del Estado, ya que se necesitaba mano de obra negra en la industria y ésta podía conseguirse barata debido a la escasez de trabajo en las reservas nativas (que abarcaban la décima parte de la superficie del Estado y se suponía en teo~ía que daban cabida a todos los africanos aunque de hecho no podían mantener a más de la mitad de ellos). La raza negra se convirtió por tanto en sinónimo de degradación económica; un negro era un obrero del que se podía y debía disponer a un bajo

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salario. Y la degradación económica condujo a la degradación social, ya que los africanos fueron hacinados en lugares sórdidos, lo que generó un sentimiento de vergüenza hacia sí mismos, así como criminalidad. Mientras que en Europa las víctimas de la revolución industrial fueron los miembros más desvalidos y menesterosos de la sociedad, en Sudáfrica la revolución, que ensalzó la minería y la industria pesada por encima de la agricultura, encontró sus víctimas en una sociedad aislada, postergada y crecientemente hostil. El Natal contaba además con el elemento adicional de los asiáticos, los cuales en un primer momento, a mediados del siglo XIX, habían emigrado allí en busca de trabajo. El Partido Nacionalista fue creado por el general James Hertzog, que recibió el apoyo del Partido Laborista (representante de los obreros blancos) y contó con la oposición del sector británico del electorado y de los afrikáners moderados, dirigidos por Luis Botha hasta su muerte, en 1919, y luego por Jan Smuts. Hertzog fue primer ministro de 1924 a 1939. Él y Smuts unieron sus fuerzas en un gobierno de coalición de 1933, pero al estallar la guerra en Europa en 1939 volvieron a separarse y Hertzog se orientó entonces hacia D. F. Malan, que había preferido fundar un nuevo partido nacionalista antes que seguir a Hertzog en su alianza con Smuts. Los naciona· listas rehusaron, sin embargo, aliarse con el fascista Ossewa Brandwag dirigido por Oswald Pirow. En las primeras elecciones tras la guerra mundial, celebradas en 1948, el Partido Nacionalista desplazó al Partido Unido e inició un largo período de estan· cia en el poder a través de una serie de primeros ministros -Malan, J. G. Strijdom, H. F. Verwoerd, B. J. Vorster- que convirtieron a Sudáfrica en una república independiente al margen de la Commonwealth y en un Estado policial basado en la discriminación racial. La política del Partido Nacionalista estaba basada por una parte en los temores y los odios de una minoría enfrentada a una mayoría de diferente raza, y por otra parte en una teoría que había sido elaborada en este contexto. El afrikáner veía al africano, especialmente al africano urbano, como un bárbaro incivilizado, incapaz de asumir ninguna responsabilidad pública e incompetente para el desarrollo de actividades o negocios privados; o, alternativamente, lo consideraba, especialmente en el caso del africano rural, como un criado sumiso, feliz y más bien perezoso cuya máxima aspira· ción era permanecer en el estado apacible aunque servil en que se encontraba. Además, desde el punto de vista afrikáner, la mezcla de razas era perniciosa. La lógica y los prejuicios dictaron, pues, las tentativas de separación de las razas, las cuales en conjunto configuraron la política del apartheid. Si bien las razas tenían que seguir manteniendo algún contacto entre sí durante un período transitorio, el objetivo que se perseguía era la segregación de los africanos negros en territorios aislados -conocí· dos con el sobrenombre de bantustanes- que serían enclaves raciales, autosuficientes desde el punto de vista económico, dentro de un único Estado sudafricano. Esta teoría y su elaboración eran igualmente imperfectas. Los científicos, incluidos los científicos sudafricanos, rechazaron los argumentos biológicos que estaban en la base de la política del apartheid; los economistas demostraron que las áreas indígenas nunca sedan viables excepto a un coste inaceptable para la población blanca, y que la comuni · dad blanca no podría arreglárselas sin la mano de obra negra: el africano debía regre· sar a un área rural semiindustrializada cuando, sin embargo, los centros urbanos blancos reclamaban ansiosamente sus servicios. La teoría olvidaba además la fuerza que podía llegar a tener el sentimiento humano de indignación justificada y pasaba

también por alto la conc;iencia política de aquellos africanos que sabían lo que ocurría en otros lugares de Africa. Por último, muchos de los protagonistas del apartheid probablemente no supieron calibrar hasta qué punto su política les obligaba a gobernar mediante la violencia y el fraude, atrayendo sobre sí la atención y la condena mundiales. Las cárceles se abai;rotaron, las palizas y los malos tratos se convirtieron en un elemento habitual del proceso de gobierno, se ejecutó a un promedio de una persona diaria, la correspondencia dejó de ser privada, los espías e informadores se multiplicaron; la policía, inevitablemente embrutecida, dictaba sus propias leyes basadas en la agresión y el ultraje, y el propio régimen se vio obligado a crear un ejér· cito de ciudadanos blancos con una fuerza potencial de 250.000 hombres, además de una fuerza escogida de 50.000 soldados con dedicación parcial (basada en un servicio obligatorio de cuatro años), una fuerza policíaca de 20.000 hombres y una reserva de polícia de 6.000. Por su parte, el movimiento nacionalista africano también adoptó la estrategia de la violencia. Un Congreso Nacionalista indígena, más tarde rebautizado con el norn· bre de Congreso Nacionalista Africano, se había constituido en 1912. El objetivo de sus primeros dirigentes -al principio jefes tribales, luego abogados- era garantizar al negro africano un lugar en la sociedad sudafricana sin pretender con ello obstaculizar los planes de nadie, por tanto los dirigentes negros como las masas africanas en gene· ral comenzaron a abrigar dudas sobre su porvenir durante el período Hertzog. La vic· toria del Partido Nacionalista afrikáner en 1948 agudizó los temores y recelos de los africanos. Los dirigentes del Congreso emprendieron una política de huelgas y deso· bediencia civil para llamar la atención sobre sus demandas, formuladas en 1955 en una conferencia celebrada en Kliptown. La respuesta del gobierno a_la Carta de Klip· town fue acusar a los dirigentes de traición. Ciento cincuenta y seis personas fueron procesadas en un juicio que duró cuatro años y acabó con la absolución de todos los acusados. En 1956, una subida de las tarifas del transporte en autobús provocó un boicot general contra este servicio en el que los africanos, recorriendo diariamente a pie muchos kilómetros hasta sus trabajos, pusieron de manifiesto su pobreza y su disciplina, pero las acciones violentas comenzaron también a intensificarse, y en 1958 varios brotes de violencia en el Transvaal fueron brutalmente reprimidos. En 1959, un sec· tor del Congreso Nacional Africano se escindió para crear el Congreso Panafricanis·· ta dirigido por Robert Sobukwe. El 21 de marzo de 1960, una multitud de africanos, compuesta probablemente por unos 3.000 ó 4.000 negros, aunque posteriormente los cronistas aumentaron estas cifras a proporciones muy superiores, se concentró en la comisaría de policía de Shar· peville. En aquel momento y a lo largo de todo el país se estaban produciendo similares concentraciones multitudinarias ante diversas comisarías en protesta contra las leyes de los «pases» que obligaban a los africanos adultos a llevar siempre consigo sus documentos de identidad. Al organizar esta manifestación, Robert Sobukwe había dicho a los africanos que dejaran los pases en sus casas y se present~ran en las comi· sarías de manera ordenada y sin portar armas. Los periodistas afirmaron más tarde que el estado de ánimo de la muchedumbre concentrada en Sharpeville y en otros lugares era alegre y festivo. En Sharpeville, donde había sido destacada una fuerza de policía de setenta y cinco hombres, nerviosos ante la 'presencia de las masas africanas, alguien disparó una pistola y en unos minutos docenas de negros murieron abatidos por los tiros y muchos más resultaron heridos; las heridas de las víctimas, según el tes-

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timonio del hospital, estaban localizadas en su mayor parte en la espalda. En Langa, en la provincia de El Cabo, se produjeron escenas similares y en conjunto ese día hubo 83 muertos y unos 350 heridos entre la población africana. El nombre de Shar· peville dio la vuelta al mundo. Estadistas de todas las razas denunciaron la matanza, las banderas se arriaron a media asta y se rir~dieron solemnes tributos de silencio a los muertos. En Sudáfrica, al no cesar las protestas contra las leyes de los pases, fue declarado el estado de emergencia, se movilizó al ejército y miles de africanos fueron detenidos y encarcelados. No obstante, los principales dirigentes africanos -el jefe Albert Luthuli (al que poco después le fue concedido el Premio Nobel de la Paz), Nelson Mandela, Walter Sisulu- continuaron la lucha con métodos no violentos. Tras el éxito en 1961 de una huelga de tres días de duración, comenzaron los preparativos para emprender un movimiento de no cooperación en todo el país y Mandela pasó a la clandestinidad al objeto de organizar la campaña. Poco a p9co el gobierno iba metiendo entre rejas a la mayoría de los líderes responsables. Ambos Congresos, al ser proscritos sus dirigentes, sus ~tividades y sus organizaciones, crearon ramas más extremistas: la Espada del Espíritu y Poqo, fundadas eri. 1961 y 1962 respectivamente, recurriendo esta última organización al asesinato como arma política. En 1963, el gobierno procesó a Mandela, Sisulu y otros líderes que, tras un nuevo juicio colectivo celebrado en Rivonia, fueron condenados a largas penas de prisión. . El gobierno no dudaba en emplear la fuerza como respuesta pero, como cualquier gobierno, prefería dar a sus actuaciones una cobertura legislativa. Su programa legislativo fue muy extenso y no es posible considerarlo aquí con detalle. Sus principales características pueden examinarse en diferentes apartados, si bien se enmarcan dentro de un único contexto general. En primer lugar existían una serie de estatutos que afectaban al individuo y a sus actividades privadas. Las relaciones sexuales entre africanos y europeos habían cons• tituido un delito penal desde 1927. En 1950 esta prohibición se hizo extensiva a las relaciones entre europeos y mestizos, y en 1949 la Ley de Prohibición de Matrimonios Mixtos (a diferencia de otras muchas leyes) hizo precisamente lo que su nombre indicaba sin pasar siquiera por alto el matrimonio de Seretse Khama de Bamang· wato con una joven inglesa. También en 1950, el gobierno promulgó la Ley de Inscripción Popular, calificada por Malan como la base del apartheid, que prescribía la inscripción y clasificación según la raza. La posición del individuo ante la ley se vio asimismo afectada por otra serie de disposiciones legales: la Enmienda de las Leyes Indígenas de 1957, que confería poder a las autoridades para excluir a los africanos de ciertos lugares como las iglesias aduciendo el argumento de que podrían causar un problema jurídico (la Iglesia Reformada Holandesa protestó pero acabó acatando la nueva ley); la Ley de Lugares de Esparcimiento Separados en 1953, que declaraba que estos lugares separados para negros y blancos no tenían que ser iguales, en contra de la tendencia manifestada por los tribunales de justicia que habían insistido en lo contrario: las Enmiendas de la Ley General de 1961, 1962 y 1963, que redujeron drásticamente los derechos del individuo frente a la policía, introdujeron el arresto domiciliario por períodos de hasta cinco años y aprobaron la detención indefinida de sospechosos; y la Enmienda de las Leyes Bantúes de 1963, que convertía al africano en un intruso en las áreas urbanas, ya que sólo se le permitía trabajar en ellas pero no fijar su residencia.

Una segunda categoría de leyes fortaleció y formalizó el control nacionalista sobre el aparato del Estado. En 1949 fue abolida la representación separada de los indios en el Parlamento y el gobierno lanzó entonces su ataque contra el derecho a voto de los mestizos en la provincia de El Cabo. El Proyecto de Ley de Representación Separada de Votantes de 1951, por el que se retiraba del censo común a los votantes mestizos para meterlos en un censo aparte, fue declarado anticonstitucional por los tribunales, puesto que suprimía derechos reconocidos y garantizados en la Ley de Sudáfrica de 1909 y necesitaba contar, por tanto, para que la supresión fuera legítima, con una mayoría de dos tercios de las dos cámaras del Parlamento reunidas en sesión conjunta. El gobierno acto seguido presentó el Proyecto de Ley del Alto Tribunal del Parlamento (1952) para conceder a una comisión de miembros del Parlamento facultades para anular una decisión del Tribunal de Casación, pero los tTibunales lo invadieron también. Malan disolvió entonces el Parlamento y consiguió aumentar su mayoría parlamentaria, pero no pudo obtener la mayoría de dos tercios necesaria para llevar a la práctica sus propósitos. Logró atraerse a algunos miembros del Partido Unido en la Cámara Baja pero no a los suficientes, y entonces convocó una sesión conjunta de las dos cámaras para considerar un proyecto de ley que enmendara la Ley de Sudáfrica. Esta maniobra también fracasó a pesar del apoyo del Partido Unido, y Malan fue entonces sustituido por J. G. Strijdom, el cual abandonó las tácticas legalistas de Malan y ensayó otros métodos como asegurarse el voto favorable de algunos miembros de la judicatura o alterar la composición del Senado. Por estos medios consiguió, por un lado, la aprobación, cumpliendo con el requisito de mayoría de dos tercios, de la Enmienda de la Ley de Sudáfrica de 1956 (que daba validez a la malograda Ley de Representación Separada de Votantes de 1951), y por otro lado, lograba el respaldo judicial a la Ley del Senado en 1956. Esta larga batalla incitó a los liberales blancos así como a los africanos a oponerse al gobierno por medios extraparlamentarios aunque todavía fundamentalmente no violentos. El Comando Torch, el movimiento negro Sash y el boicot contra los autobuses fueron las principales manifestaciones de esta oposición, pero sus principales consecuencias fueron la desaparición de pequeños partidos de la oposición (los Partidos Liberal y Progresista), el creciente recurso al arresto domiciliario y a la detención sin juicio, y la machacona utilización del fantasma comunista para tildar a todos los adversarios del apartheid de agentes subversivos de una conspiración internacional. El Partido Comunista de Sudáfrica, tras ciertas vacilaciones, había abrazado la causa de los obreros negros a la que se había negado a adherirse el Partido Laborista, pero, como en todas partes, también en Sudáfrica los comunistas se habían visto perjudicados por las vicisitudes de Moscú y no habían prosperado mucho. En 1950, no obstante, el gobierno Malan consiguió la aprobación de la Ley de Supresión del Comunismo, que tuvo importancia no porque prohibiera las actividades comunistas y el relativamente débil Partido Comunista, sino por la definición que hacía de los comu· nistas y por los poderes que otorgaba al ejecutivo para actuar contra ellos. Un comunista era cualquier individuo al que el ministro de Justicia decidiera calificar como tal, y al atribuirse esta facultad de determinar quién era comunista el ministro escogió el criterio más amplio posible, puesto que cualquier persona que pretendiese promover ¡.i.lgún cambio político, laboral, social o económico mediante actos contrarios a la ley o mediante omisiones o simplemente amenazando con unos y otras, iba a ser considerada comunista, así como otras diversas y amplias categorías de personas. La ley era

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de hecho un instrumento para eliminar cualquier oposición en el Parlamento, los sindicatos, los colegios, las universidades y en todas partes, y al mismo tiempo era un elemento de propaganda con el que se pretendía exagerar la amenaza comunista y ganar de esta forma apoyos para el régimen nacionalista. En el terreno laboral, a los africanos se les había prohibido crear sindicatos desde 193 7. La prohibición de realizar huelgas, impuesta durante la guerra, siguió vigente una vez que ésta hubo acabado, y la Ley del Trabajo Indígena (Arreglo de las Disputas) de 1953 renovó la prohibición de sindicación y de huelga y mantuvo las relaciones laborales bajo el control blanco. Había otro apartado de disposiciones legislativas que se refería al tema especial de la educación. La Ley de Educación Bantú de 195.3 puso de manifiesto que el gobier- · no tenía conciencia del hecho decisivo de que los niños no adoptan los antagonismos raciales de forma natural (siendo otros los motivos de los amores y odios infantiles) y también de la necesidad absoluta de dar a los africanos una educación cualitativamente diferente si se pretendía que constituyeran una comunidad permanentemente separada e inferior en una sociedad regida por la minoría blanca. La ley creaba una nueva división dentro del Ministerio de Asuntos Indígenas que se encargaría de dirigir y financiar la educación bantú y sustituiría a las misiones religiosas que hasta entonces eran las que dirigían la mayor parte de los cotegios para africanos. Algunas iglesias cedieron sus escuelas de buena gana, otras lo hicieron muy a su pesar; los anglicanos prefirieron cerrar sus colegios en el Transvaal y los católicos decidieron continuar su labor y correr ellos con todos los gastos. En los nuevos colegios nacionalizados, la educación se adaptó al lugar que debía ocupar el africano de Sudáfrica, es decir, el de un obrero no cualificado en la industria o el de un dócil campesino en los territorios especiales que iban a serle asignados. Otro proyecto de ley cuyo objetivo era excluir a la población de color de las universidades hubo de ser retirado en 1957, pero dos años después el Estado se hizo cargo de la Facultad de Fort Hare y fueron creadas facultades separadas (aunque bien dotadas) para africanos. Los africanos siguieron teniendo derecho a solicitar la admisión en universidades para blancos si podían demostrar que estaban capacitados para asistir a cursos que no les era posible realizar en otro lugar, pero en la práctica las autoridades siempre consideraban carentes de fundamento estas solicitudes de ingreso, y el liberalismo de las universidades se veía fustrado desde el poder. El meollo del programa nacionalista era la separación territorial de las razas. En este terreno, la Ley de Zonas de Grupo de 1950 establecía la segregación racial con respecto a la residencia, la ocupación profesional y la propiedad de tierras. Uno de sus inmediatos efectos (que la Ley de Reasentamiento Indígena de 1954 consolidó) fue la expulsión masiva de africanos que habitaban diversas zonas de Johannesburgo que los blancos necesitaban. Algunas de estas zonas eran barrios pobres pero otras no; para los africanos eran zonas donde habían logrado tener una propiedad. A esta ley le siguió en 1951 la Ley de Autoridades Bantúes, que pretendía volver a crear la institución del jefe tribal como base de la administración de la población africana. Los jefes o caciques, designados y pagados por el gobierno, debían ejercer su autoridad en áreas tribales que se agruparían en regiones, las cuales a su vez se agruparían en territorios sobre los que el ministro de Asuntos Indígenas ejercería el control último. Este esquema se llevó aún más lejos con la Ley de Promoción de la Auto· nomía Bantú de 1959 que, aparte de privar a los africanos del derecho a elegir a

blancos para que les representaran en el Parlamento, agrupaba todas las reservas africanas en ocho bantustanes. A finales de 1962 se establecieron seis autoridades territoriales, una de ellas para el Transkei (un área económicamente inviable de 40.000 km con una población de dos millones de habitantes y situada al nordeste de la provincia de El Cabo) al que se dotó de un gabinete de seis miembros presidido por el jefe Kaiser Matanzima y de un órgano legislativo compuesto por cuatro jefes tribales supremos, sesenta jefes y cuarenta y cinco miembros elegidos. Entre tanto, la comisión Tomlinson, nombrada por el gobierno, había informado en 1955 de que el coste de poner en práctica la política de los bantustanes sería de 104 millones de libras esterlinas a lo largo de un período de 10 años y que la población africana en 1960 ascendería según las estimaciones a 21,5 millones. El gobierno prometió una cifra de 3,5 millones de libras para el desarrollo de los bántustanes y estableció en 1959 una Sociedad de Inversión Bantú con un capital de 500.000 libras para desarrollar las industrias bantúes. La política racista interna de Sudáfrica se convirtió en el principal determinante de sus relaciones exteriores y condujo inevitablemente al casi total aislamiento. Incluso con el Reino Unido, un socio cercano y reciente aliado en la Segunda Gue· rra Mundial, las relaciones se complicaron: por ejemplo, sobre la firma de una nueva alianza en la que uno de los escollos era la exigencia de garantías especiales acerca del tratamiento de los empleados negros en la base naval británica de Simonstown. Los acuerdos de Simonstown, firmados en 1955, fueron el resultado de varios años de conversaciones en las que ni el Reino Unido ni Sudáfrica obtuvieron lo que querían. El Reino Unido deseaba la cooperación sudafricana en la defensa de los intereses británicos en Oriente Medio. Sudáfrica deseaba una amplia alianza de países (blancos), similar a la OTAN, para la defensa de Sudáfrica contra el ataque comunista y la subversión, y la transferencia de Simonstown a la soberanía sudafricana. Ambos países esperaban demasiado. Los acuerdos de 1955, uno de los cuales -sobre conversaciones del alto mando- era secreto, transfirieron Simonstown a Sudáfrica a cambio del uso indefinido por parte del Reino Unido, en tiempos de guerra y paz, y en tiempos de guerra también por los aliados de éste, y a cambio también de la expansión y modernización de la armada sudafricana con materiales suministrados por los.astilleros británicos. Aparte de estas disposiciones, todo eran vaguedades: se acordó, en principio, que sería deseable una organización africana de defensa (que nunca llegó a existir) y aquiescencia sudafricana, también sólo en principio, para contribuir a la defensa de África, y de Oriente Medio como puerta de acceso a la misma (una frase carente de sentido). Si el Reino Unido se había sentido simplemente incómodo en las negociaciones con Malan y Strijdom, con Verwoerd (que sucedió a Strijdom en 1958) y su ministro de Asuntos Exteriores, Eric Louw, el distanciamiento fue mayor. Lo aumentaron acontecimientos como la masacre de Sharpeville en 1960 y la expulsión de Sudáfrica de la Commonwealth. Resultó también que el desastré de Sharpeville se produjo poco antes de una reunión de primeros ministros de la Commonwealth en la que Sudáfrica pretendía obtener garantías de que se aceptaría su continuidad como miembro de la Comunidad de Naciones si se convertía en república. Este cambio de status había constituido uno de los principales puntos del programa nacionalista y no se había previsto que pudiera originar ningún tipo de dificultad desde el momento en que la Commonwealth ya se había adaptado a la presencia de repúblicas en su seno. Formalmente, sin embargo,

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era necesario que este cambio recibiese la debida aprobación y había una serie de miembros en la Commonwealth a los que la política racista de Sudáfrica inspiraba tal repulsa que se agarrarían a cualquier pretexto para negarse a conceder su consentimiento. Verwoerd, que había sucedido a Strijdom como primer ministro en 1958, no pudo asistir a la conferencia debido a un atentado contra su vida perpetrado por un agricultor blanco y, por consiguiente, Sudáfrica estuvo representada por su ministro de Asuntos Exteriores, Eric Louw. La cuestión del apartheid se mantuvo con mucha dificultad al margen del orden del día oficial a condición de que los distintos primeros ministros pudieran expresar a título personal sus opiniones a Louw en privado. Louw, lejos de causar en sus colegas la impresión que él había deseado, se vio obligado en el curso de estas conversaciones a reconocer la fuerza de los puntos de vista de sus interlocutores y hubo de aceptar un comunicado final que insinuaba q~e una solicitud sudafricana de permanencia en la Commonwealth sería rechazada si no iba acompañada de una reforma de la política racista. Por lo que respecta a Ghana, que ya había decidido mediante referéndum convertirse en república, se aceptó que continuase siendo miembro de la Commonwealth. La Comunidad de Naciones, por consiguiente, evitaba dar el paso desagradable y sin precedentes de la expulsión, dejando la iniciativa a Sudáfrica. En ese mismo año se celebró un referéndum con un resultado favorable a la república según era de esperar. Sudáfrica abandonó la Commonwealth inmediatamente después. Los sucesos de Sharpeville también tuvieron repercusiones en las Naciones Unidas. La Asamblea General había venido interesándose por el apartheid por espacio de algunos años. Durante su sesión de 1952-1953 había designado una comisión para examinar la situación racista de Sudáfrica y esta comisión había informado que dicha situación era perjudicial para el mantenimiento de unas relaciones internacionales pacíficas. En sesiones subsiguientes, la Asamblea aprobó con regularidaq diversas resoluciones por las que instaba a Sudáfrica a revisar su política de acuerdo con la Carta de la ONU, y lamentaba que no lo hubiera hecho. Después de lo ocurrido en Sharpeville, el Consejo de Seguridad determinó que la situaci6n de Sudáfrica podría hacer peligrar la paz y seguridad internacionales, apeló a este país para que enmendara sus métodos y dio instrucciones al secretario general para que, previa consulta con el gobierno sudafricano, tomara las medidas pertinentes para hacer respetar la Carta. Hammarskjold viajó a Sudáfrica en enero de 1961, pero su visita fue tan infructuosa como las resoluciones de la Asamblea. Esta última reiteró sus críticas en 1961 y, finalmente, en 1962 pidió a sus miembros que rompiesen las relaciones diplomáticas con Sudáfrica, que cerrasen sus puertos y sus aeropuertos a los barcos y aviones de aquel país, que evitasen hacer escala con sus propios barcos en puertos sudafricanos y que declarasen el boicot a los productos sudafricanos y suspendieran sus exportaciones a Sudáfrica. La Asamblea nombró también una comisión especial para seguir examinando la situación. Esta comisión elaboró una serie de informes y, en agosto de 1963, el Consejo de Seguridad recomendó la suspensión de todas las ventas de material militar. En todos estos debates de la Asamblea, los miembros africanos presionaron para conseguir una reacción de la ONU, en parte por verdadera adhesión a la idea de una acción internacional colectiva como la contemplada en la Carta, y en parte porque no tenían ninguna posibilidad de lograr nada eficaz por sí mismos frente a la potencia inmensamente superior, tanto militar como económica, de Sudáfrica. Por eso era doblemente amargo el rencor que sentían ante la negativa de Gran Bretaña y

de otras potencias que, aunque susceptibles de ejercer presiones económicas, se resistían a llevarlas a cabo. . La campaña a favor de las sanciones económicas contra Sudáfrica se desarrolló en los años sesenta cuando la ola de independencia chocó contra su más poderoso obs· táculo en el profundo sur de Africa. Existía aquí una minoría blanca fortalecida por una teología autoritaria y antiigualitaria totalmente distinta del secular sentido de la libertad y del igualitarismo que, aunque fuera inconscientemente, había conformado la política de las principales potencias coloniales europeas. Esta minoría era además rica y poderosa, y no era una ramificación colonial, sino una gente que se considera· ba en su propio país y que no tenía intención de ir a ningún otro sitio. Los nuevos estados africanos se vieron impotentes frente a un problema al que habían concedido una prioridad absoluta. Se sintieron, por tanto, impulsados a orientarse hacia aquellos países que podían hacer algo en este asunto, en primer lugar Gran Bretaña y en segundo lugar Estados Unidos. Esperaban que estos países no sólo se indignarían ante las atrocidades cometidas por el régimen sudafricano, sino que se convencerían asimismo de que el apartheid era un peligro para la paz internacional; querían que se impusieran sanciones económicas internacionales que pudieran, o bien obligar a los nacionalistas a negociar con los africanos y concederles una participación en el poder político, o bien provocar la desintegración del régimen y el surgimiento de algo nuevo que en ningún caso podría ser peor de lo que había. Los británicos y estadounidenses no estaban dispuestos a aceptar que la práctica del apartheid suponía una amenaza para la paz internacional según se entendía en el artículo 39 de la Carta. Sus razones eran múltiples. Ambos países estaban preocupados por problemas que les parecían más urgentes. Para Estados Unidos, al menos dos cuestiones, Vietnam y Latinoamérica, tenían una indudable prioridad, La implicación de Gran Bret?ña era mayor por los viejos lazos de la Commonwealth y por un cono· cimiento de Africa que venía de mucho más atrás, pero, dada la situación financiera del Reino Unido, este país no podía renunciar alegremente ni siquiera al beneficio relativamente pequeño que proporcionaba el comercio con Sudáfrica; el valor de las exportaciones británicas a Sudáfrica era de 150 millones de libras ~nuales, lo que suponía el 4% del total de las exportaciones de Gran Bretaña, mientras que importa· ba de Sudáfrica por un valor de 100 millones de libras, lo que equivalía al 2% de la factura de importaciones, dejando una balanza favorable de unos 50 millones de libras. Por otra parte, unos dos tercios del oro sudafricano iban a fommr parte de las reservas occidentales y eran manejados en gran medida por el mercad~ de Londres, obteniendo una ganancia. Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos existían intereses creados de tipo financiero y grupos de presión, que, aunque no fueran tan influyentes en el gobierno como a veces se creía, eran no obstante eficaces debido a la consistente asiduidad con que defendían su causa contra la intervención. El valor de las inversiones británicas en Sudáfrica se estimaba en unos 1.000 millones de libras. Además, a Gran Bretaña también le frenaban y le echaban para atrás los temores y represalias contra sus dependencias de Bechuanalandia, Basutolandia y Swazi· landia, así como la importancia residual del derecho a utilizar la base naval de Simonstown y la tendencia posbélica de mantenerse al margen de los asuntos en lugar de verse involucrada en ellos. La opinión pública no estaba en su mayor parte sensi· bilizada y se pensaba que las minorías comprometidas eran demasiado exiguas para tener alguna significación electoral.

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De ~odas estas consideraciones, la que tenía un mayor peso era la existencia de otros compromisos internacionales que absorbían en gran medida la atención de Lon· dres y Washington y les hacían abrigar la esperanza de que pudiera aplazarse una conmoción en Sudáfrica, pero casi igual de importantes eran las dudas sobre la eficacia de las sanciones, sobre su legalidad en las circunstancias que se habían originado y sobre las inmediatas consecuencias de su aplicación. La economía sudafricana no sólo había experimentado una rápida expansión, sino que se había hecho también más autosuficiente; al mismo tiempo, se habían ido acumulando petróleo y otras materias. Los expertos no se ponían de acuerdo sobre cuánto tiempo podría aguantar Sudáfrica un cerco efectivo, ni tampoco había acuerdo sobre el grado de eficacia del bloqueo naval que sería necesario efectuar durante un corto -o posiblemente un largo- período de tiempo. En cuanto al enfoque legal del asunto, se argumentó que las condiciones previas para poder llevar a cabo una acción semejante, según lo estipulado en el artículo 39 de la Carta (es decir, una amen.aza para la paz internacional), se cumplían plenamente en este caso y habían sido de hecho reconocidas por los miembros del Consejo de Seguridad que, en 1963, decidieron formalmente que la política del gobierno de Sudáfrica «perturbaba» la paz internacional. Pero la utilización del verbo «perturbar» en vez del verbo «amenazar» era un indicador preciso del ambiente político reinante, ya que permitía a los miembros del Consejo decir una .cosa y evitar sin embargo las consecuencias de sus palabras. Gran Bretaña y Estados Unidos no podían seguir negando por más tiempo la solidez de los argumentos presentados por los estados africanos, pero, a pesar de todo, estaban decididos a no verse implicados en Sudáfrica y por eso insistieron en utilizar un verbo que no formaba parte de la terminología en que se había redactado el artículo 39. Esta actitud no era simple hipocresía, aunque es posible que fuese poco aconsejable desde el momento en que daba largas a un asunto que cada vez se ponía más feo. No era simple hipocresía porque aquellos países que tenían poder para tomar medidas eran reacios a utilizarlo mientras viesen tan oscuros sus probables efectos. Las sanciones requerirían un bloqueo, y el bloqueo conduciría a la guerra. Dentro de Sudáfrica, el hundimiento del régimen podía provocar una situación de anarquía, derramamientos de sangre y miseria. ¿Debían ellos asumir esta responsabilidad? No era una pregunta de muy difícil respuesta desde el momento en que, en cualquier caso, no tenían intención de cargar con ella sobre sus espaldas. La negativa de británicos y estadounidenses a dejarse impresionar por los argu· mentas a favor de las sanciones basados en que el apartheid constituía una amenaza para la paz no fue, sin embargo, el final de todo el asunto. La República de Sudáfrica también podía ser atacada desde un punto de vista diferente. Era la potencia manda· taria en Africa del Sudoeste y fue acusada de violar el acuerdo de mandato, entre otras cosas, por introducir el apartheid. Si esta 8;_Cusación podía probarse, se podría exigir a Sudáfrica que rectificara sus métodos en Africa del Sudoeste o se expondría, en caso de no hacerlo, a una intervención legítima por incumplimiento del acuerdo; de esta forma, el apartheid podría ser condenado por lo menos en un determinado contexto. Los estados africanos decidieron recurrir a la vía jurídica. África del Sudoeste, la más estéril y árida extensión del continente africano exceptuando el Sahara, fue dominada por los alemanes a finales del siglo XIX porque no había nadie más que la quisiera. En la década de los setenta del siglo pasado, la colonia El Cabo había examinado y rechazado expresamente la posibilidad de una

anexión e incluso el gran reparto llevado a cabo en Berlín en 1884 dejó aparte al África del Sudoeste considerándola res nullius. En los años finales del siglo, sin embar· go, los alemanes penetraron en este territorio, primero como aliados de la tribu bantú de los herero contra los nama (un pueblo aborigen al que sólo los bosquimanos ganaban en antigüedad) y más tarde como colonizadores y agricultores. Las rebeliones pro· tagonizadas primero por los herero y luego por los nama condujeron á una· salvaje represión que bien puede calificarse de genocidio, y hacia 1907 el territorio había sido devastado, subyugado y entregado a agricultores alemanes junto con los africanos supervivientes, que fueron prácticamente sometidos a la condición de esclavos. En la Primera Guerra Mundial fue conquistado por el general Botha y un ejército sudafricano en cuestión de semanas, pero una vez finalizada la contienda fue sometido a un mandato internacional ~al igual que las demás posesiones alemanas fuera de Europaen vez de ser tratado como botín de guerra. El mandato fue confiado por las principales potencias aliadas y asociadas al rey Jorge V que habría de administrarlo a través de su gobierno de Sudáfrica. El acuerdo de mandato estipulaba, entre otras cosas, la supresión del comercio de esclavos, armas y licores; prohibía el establecimiento de bases militares y el entrenamiento militar de los africanos; garantizaba la libertad de culto; y exigía a la potencia mandataria que presentara informes anuales a la Comisión Permanente de Mandatos de la Sociedad de Naciones y que enviase al organismo ginebrino las quejas y peticiones formuladas por los habitantes. Al poner en práctica el mandato, el gobierno sudafricano actuó como si se tratase de una anexión. Hubo tentativas de convertir África del Sudoeste en una quinta provincia de la Unión Sudafricana y, aunque la Sociedad de Naciones logró oponerse a ellas, el carácter del territorio resultó profundamente alterado por la influencia de los sudafricanos blancos que adquirieron tierras a bajo precio y se convirtieron en la clase diri· gente convenientemente respaldada por un Parlamento elegido. En el norte, ciertas áreas se reservaron a los africanos. Se prohibió la inmigración blanca en estas zonas, que fueron administradas por un gobernador general designado por Sudáfrica, el cual actuaba a través de jefes tribales o caciques africanos que recibían un salario si eran complacientes o se les deponía si resultaban no serlo. Tras la Segunda Guerra Mundial, Smuts reiteró la petición de integración del territorio dentro de Sudáfrica alegando a su favor la proximidad y las ventajas económicas que se derivarían; rechazó que, como mandataria, Sudáfrica tuviera la obligación de negociar un acuerdo de fideicomiso con las Naciones Unidas, y sostuvo que los habitantes del territorio eran prósperos y felices y deseaban formar parte de Sudá· frica. Smuts se vio obligado a abandonar su tentativa de conseguir la integración y aceptó enviar informes a la ONU sobre las condiciones en que se hallaba el territorio, pero después de 1948 el gobierno nacionalista dejó de mandar informes y al mismo tiempo asignó seis escaños en la Cámara Baja sudafricana y cuatro en el Sena· do a representantes de los 53.000 habitantes europeos de África del Sudoeste {la población no europea se cifabra en unos 400.000). El Tribunal de Justicia Internacional decidió en 1950, mediante un dictamen (que luego fue desarrollado en algunos puntos suplementarios en posteriores dictámenes, en 1955 y 1956), que Sudáfrica no estaba obligada a poner el territorio bajo fideicomiso, pero sí estaba obligada a presentar informes y transmitir las solicitudes y peti·· dones de sus habitantes. Desde este momento, las tribus herero, nama y clamara comenzaron a dar a conocer al mundo sus opiniones a través de su portavoz, el Rev.

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Michael Scott que, en nombre de estas tribus, presentó una imagen de sus condicio· nes y deseos muy diferente de la línea oficial sudafricana. Sudáfrica se ofreció a nego· ciar con Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia -por ser éstos los países supervivientes de las Principales Potencias Aliadas y Asociadas de la Primera Guerra Mundial- un acuerdo para que el Tribunal Internacional se hiciera cargo de la administración de África del Sudoeste, pero esta original idea fue rechazada por un comité especial de las Naciones Unidas y retirada finalmente en 1955. En 1957, la ONU designó un comité tripartito (Gran Bretaña, Estados Unidos y Brasil) que debía hacer valer sus buenos oficios; el comité visitó Pretoria al año siguiente y recomendó que bien el Consejo de Fideicomisos o bien un nuevo organismo compuesto por antiguos miembros de la Sociedad de Naciones recibieran los informes de la potencia mandataria, pero Sudáfrica sostuvo que el período de manda.to ya había concluido y que era completamente gratuito seguir administrando el territorio según el espíritu del mandato. Sudáfrica sugirió a continuación que el país se dividiera en una parte meridional que se anexionaría a Sudáfrica, y una parte septentrional (en la que no había blancos) que se sometería a fideicomiso sudafricano y administrativamente formaría parte de Sudáfrica. La Asamblea General rechazó este proyecto. En la práctica, el territorio fue progresivamente absorbido por el sistema administrativo de Sudáfrica y . acabó por someterse asimismo a la polít~ca del apartheid: En 1959, un informe del Comité de Africa del Sudoeste de la ONU condenó globalmente la forma en que Sudáfrica había desempeñado el mandato y al año siguiente la Organización para la Unidad Africana decidió llevar el asunto ante el Tribunal Internacional alegando que se había violado el acuerdo de mandato. Etiopía y Liberia, que eran antiguos miembros de la Sociedad de Naciones y también los estados independientes más antiguos del continente, fueron los que -según estaba establecid
cial de la Asamblea General en 1967 las posturas se dividieron entre aquellos que afirmaban, sin que nadie les contradijese, que los procedimientos de Sudáfrica eran atroces, y aquellos que preguntaban, sin que nadie les respondiese, qué era lo que podía hacerse al respecto. En 1968, la ONU creó un Consejo para Namibia (así fue como el territorio se llamó de aquí en adelante). Este Consejo no estaba en posición de hacer nada. Mientras aún se veía la causa en el Tribunal Internacional, el gobierno sudafricano había nombrado a la comisión Odendaal para hacer recomendaciones sobre África del Sudoeste. La comisión presentó un informe en 1964 en el que se manifestaba a favor de la división del territorio en una zona blanca y diez negras y propoponía un gasto de 80 millones de libras a lo largo de cinco años para llevar a cabo diversos proyectos de comunicaciones, hidráulicos y de otro tipo. Las áreas de población negra tendrían ciertas competencias por lo que respecta al gobierno local, pero los asuntos de defensa, seguridad interna, fronteras, agua y energía estarían reservados a las autoridades centrales. Las tierras habitables y las reservas conocidas de minerales estaban dentro del área blanca. La consideración de este informe se aplazó hasta que se conociese la decisión del Tribunal Internacional. El fracaso de la ofensiva judicial contra Sudáfrica y la cada vez más patente negativa de las principales potencias a librar una guerra económica contra este país coincidieron con el agravamiento de la crisis de la independencia rodesiana, así como con la concesión de independencia a los regímenes negros de los tres territorios protegidos de Gran Bretaña situados al lado o dentro de las fronteras de Sudáfrica, esto es, Bechuanalandia, Basutolandia y Swazilandia. Sudáfrica se vio simultáneamente fortalecida y enfrentada a problemas de política exterior. El gobierno sudafricano pretendía mantener la supremacía blanca mediante el poder económico y militar y no dudaba de su habilidad para conseguirlo. Tenía que examinar hasta qué punto la supremacía blanca podría mantenerse más allá de sus propias fronteras y, en segundo lugar, qué tipo de relaciones debería establecer con los estados negros ya constituidos. La supremacía blanca se vio reforzada con el debilitamiento de la vieja enemistad entre la minoría afrikáner y la de habla inglesa. La victoria nacionalista afrikáner en las elecciones de 1948 se aceptó como un hecho irreversible. Además, el rápido crecimiento de la economía sudafricana hizo borrosa la vieja diferenciación entre un grupo rural afrikáner y un grupo urbano inglés. Si bien los afrikáners continuaban constituyendo un grupo rural, muchos de ellos estaban accediendo también a las altas esferas de la plutocracia industrial y compartiendo el nivel de vida propio de esa clase social. Este cambio de fortuna de una parte de la comunidad afrikáner podría plantear un dilema en el futuro, ya que era posible que los afrikáners acaudalados se vieran ante la disyuntiva de tener que elegir entre el rigor de sus doctrinas racistas o el mantenimiento y mejora de su nivel de vida aviniéndose a infringir los límites impuestos en el acceso de los empleos. Esta perspectiva daba cierta tranquilidad a los liberales más optimistas, que abrigaban la esperanza de que las presiones económicas forzarían a un gradual abandono de las práctias del apartheid. Por lo que respecta a la política exterior, el gobierno sudafricano parecía haber llegado a la conclusión de que el dominio blanco en Rodesia y en los territorios portugueses no podría mantenerse indefinidamente y que, por otra parte, la necesidad podría inducir a los estados negros más débiles a r~sponder a una demostración de amistad, rompiendo así la unánime hostilidad del Africa negra. Sudáfrica apoyó al régimen ilegal de Smith en Rodesia no

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tanto porque creyese en la permanencia de la dominación blanca en este territorio, sino por la fuerza de la simpatía popular de los sudafricanos blancos hacia dicho régimen, y también para demostrar que las medidas económicas con las que se amenazaba a Sudáfrica ni siquiera daban resultado al ir dirigidas contra la muchísimo más débil economía rodesiana. Al mismo tiempo, Verwoerd y Vorster presionaban a Smith para que llegase a un acuerdo con Gran Bretaña en la esperanza de retrasar así la transferencia del dominio blanco al negro y evitar una lucha tan próxima a las fronteras de Sudáfrica. A más largo plazo, Sudáfrica, fuerte pero acorralada igual que la URSS después de 1945, podría hacer frente a un mundo hostil mediante una serie de satelites entre los que algún día se encontrarían también una Rodesia, una Angola y un Mozambique negros. El modelo era Malawi. En los últimos años sesenta, el Partido Nacionalista era lo suficientemente fuerte como para poder afrontar una disputa interna sin arriesgarse a perder el poder. Un sector representante de la línea dura o verkrampte («resistentes al cambio») se enfrentó a la corriente «ilustrada» o verligte (un término comparativo), pero resultó duramente derrotado en las urnas. La mayoría verligte comenzó a desarrollar relaciones económicas con diversos estados africanos, concertó un acuerdo económico con la República de Madagascar en 1970 y se vio alentada por la respuesta de líderes africanos tan distintos como Houphouet-Boigny y Busia o· Kenyatta y Bongo. Sudáfrica también vio en 1970 la oportunidad de mejorar su reputación obteniendo del nuevo gobierno británico un sello de respetabilidad en forma de revocación de la negativa del gobierno laborista a venderle armas. Yorster se dio cuenta y supo sacar provecho del hecho de que los conservadores siguieran concibiendo los asuntos mundiales según los parámetros de la guerra fría y fueran reacios a consumar la retirada británica de posiciones militares ventajosas en Asia y el océano Índico. El abandono de Gran Bretaña de sus posesiones mundiales fuera de Europa había continuado durante los años sesenta. En parte por la poca disposición británica a reti~ rarse y en parte porque los británicos estaban llenando un hueco que los estadounidenses no tenían prisa por ocupar, el poderío militar de Gran Bretaña había seguido siendo ostensible en el arco comprendido entre el mar Rojo y Singapur. Pero tras la retirada de Adén en 1967, el mantenimiento de fuerzas en el Golfo Pérsico parecía más que nunca anómalo y transitorio, y en 1968 las dificultades económicas condujeron al gobierno laborista a anunciar que las fuerzas británicas del golfo, así como las que se encontraban más al este, serían evacuadas en una fecha tan temprana como 1971. Este adelanto con respecto a las intenciones originales produjo alarma en Malaysia y Singapur. El primer ministro de Singapur, Lee Kuan Yew, viajó a Londres para rebatir esta decisión: obtuvo algo de dinero y una prórroga de nueve meses. Se emprendieron entonces nuevas discusiones, que hasta entonces habían sido estériles, para alcanzar un acuerdo de defensa entre Malaysia, Singapur, Australia y Nueva Zelanda. La decisión británica de retirarse en 1971 en lugar de unos años más tarde apareció en aquel momento precipitada. No obstante, era en otro sentido un reconocimiento tardío de algo inevitable y su trascendencia estribaba más en el retraso que en la prisa, porque el retraso significaba que iba a coincidir con el crecimiento del poderío naval soviético. De este modo, una evacuación británica que, con anterioridad, hubiese obligado a estadounidenses, asiáticos y australianos a llenar el vacío, ofrecía ahora como alternativa la perspectiva de que el poderío naval soviético ocupara el

lugar del poderío naval británico en Oriente. Aunque el cierre del canal de Suez a raíz de la guerra de 1967 supuso un obstáculo para los rusos, éstos lograron aumentar su presencia en Oriente Medio extendiéndose hasta el océano Índico, donde fue destacada una pequeña fuerza naval soviética que llegó a convertirse en un elemento familiar, apoyada por las bases de Socotora, Mauricio, y aún más al este, las islas Andaman, en el golfo de Bengala. Tanto si lo que impulsó a la URSS a llevar a cabo esta expansión fue el conflicto con China como si actuó impulsada por la tendencia natural de las grandes potencias a estar en todas partes, el caso es que tuvo el efecto de reforzar la oposición estadounidense a la evacuación británica e hizo que la propia Gran Bretaña -que vio la retirada como un acto humillante en vez de como un acto de sensatez- buscase una política diferente. Y las estrategias con respecto a las zonas situada al este de Suez tuvieron desde entonces un cariz anticomunista y de guerra fría. Durante la campaña electoral británica de 1970, sir Alee Douglas-Home, aspirante a ministro de Asuntos Exteriores, afirmó que si los conservadores ganaban, el nuevo gobierno revocaría la política del gabinete laborista de no vender armas a Sudáfrica. Los conservadores no eran partidarios del apartheid pero deseaban mantener buenas relaciones con la República de Sudáfrica a pesar del apartheid y, además, no veían que hubiese ningún Estado más próximo al océano Índico que fuese a la vez fuerte y anticomunista. Tras la victoria conservadora, una de las primeras actuaciones de sir Alee fue reiterar y comenzar a poner en práctica sus declaraciones. Recibió el apoyo del nuevo primer ministro, Edward Heath, que al parecer alegó razones de tipo fundamentalmente sentimental para rebatir los argumentos en contra de esta política: que las promesas electorales debían cumplirse y que las decisiones de la política británica sólo competían a Gran Bretaña (algo que nadie había puesto en duda). Heath consideraba los argumentos de los dirigentes africanos como tentativas de injerencia en los asuntos de Gran Bretaña y, por su parte, Douglas-Home consideraba la política con respecto a África como un anexo de la guerra fría anticomunista. Pero había, no obstante, argumentos opuestos que aludían a que una amenaza naval soviética, en caso de que llegara a materializarse, no podía en todo caso ser combatida con una fuerza naval británico-sudafricana que siempre sería comparativamen· te pequeña; además, el foco de semejante amenaza, que era esencialmente una amenaza sobre el tráfico del petróleo, no estaría localizado en las aguas oceánicas meridionales sino junto a las costas meridionales que rodean a Oriente Medio. Y, por último -se argumentaba-, la toma de partido de Gran Bretaña a favor de Sudáfrica daría lugar en África a oportunidades políticas para los rusos mucho mayores que todos los beneficios militares que pudieran derivarse para el bando antisoviético. Del mismo modo que el conflicto .en Oriente Medio y la consiguiente carrera de armamentos en esa área junto con la alianza estadounidense con Israel habían dado lugar a la creación de un frente ruso-árabe, también una vinculación de Gran Bretaña con Sudáfrica arrojaría a los países africanos, aunque fuera de muy mala gana, a los bra· zos de la URSS; así pues, en los años setenta, la URSS podría aspirar no sólo a desempeñar un papel cada vez más importante en el mar, sino, además, y de nuevo a causa de los errores occidentales, a obtener inesperados beneficios en el continente africano. En el interior de Sudáfrica, estas discusiones externas mantuvieron viva la ilusión de que el país sería aceptado en una organización homóloga a la OTAN, en el marco de una estrategia anticomunista mundial. Sin embargo, Sudáfrica, prin· cipalmente por razones técnicas, se estaba convirtiendo en una pieza innecesaria

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para dicha estrategia y, principalmente por razones políticas, era un aliado inaceptable. Los británicos permitieron que el acuerdo para el uso de la base naval de Simonstown se extinguiera en 1975. Para Sudáfrica, los años setenta fueron una década de superación de situaciones alarmantes. Al finalizar este período, Sudáfrica aparecía como un Estado más fuerte e independiente, a pesar del colapso de la dominación portuguesa en Mozambique y Angola, del advenimiento del gobierno negro en Rodesia y del repentino cese del suministro de petróleo iraní. En el interior, un espectacular alza en el precio del oro supuso para Rodesia un súbito golpe de suerte. Pero las relaciones entre las razas, incluido el problema especial del control de la mano de obra negra, siguió sin resolverse y al parecer sin solución posible. La independencia de Angola, en 1974, dio a Namibia frontera con un país negro, permitió a la SWAPO establecer bases cercanas a dicha frontera, e hizo resurgir la preocupación internacional por la zona. Dado que el creciente desorden en Namibia obligaría a Sudáfrica a establecer una ocupación más dura y, por tanto, exacerbaría las críticas externas y la amenaza de sanciones internacionales, ésta abandonó su política de anexión a favor de la alternativa de transferir ta autoridad a una alianza contraria a la SWAPO que tuviera en cuenta las necesidades y susceptibilidades sudafricanas. Las discusiones de Turnhalle, en Windhoek, durante 1975-1977, condujeron a la formación de la Alianza Democrática de Turnhalle (DTA), una asociación interracial de partidos con base racial. Se le oponían el Partido Nacional de Namibia, una coalición interracial de cinco partidos, y los blancos segregacionistas. La Conferencia de Turnhalle dio lugar a un plan para la transición hacia la independencia a finales de 1978, junto con un borrador de Constitución tan complejo y una fragmentación tan excesiva del territorio, que se agudizaron las sospechas de que su principal objetivo era mantener en manos de Pretoria todo el poder efectivo. El plan, cuyo objetivo esencial era nombrar un gobierno namibio afín antes de las elecciones y de la independencia, no llegó a nacer porque no era aceptable para la ONU, que estaba elaborando planes simultáneos. Vorster, que había desechado la anexión, desechó también la alternativa Turnhalle. No la sustituyó por ninguna política nueva, pero se anexionó formalmente el puerto de Walvis Bay, que nunca había pertenecido al dominio, y las islas Penguin, situadas frente a lá costa. La iniciativa pasó entonces a la ONU, que, por resolución 435/1978 del Consejo de Seguridad, adoptó su propio programa y estableció un «grupo de contacto», compuesto por Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Alemania occidental y Francia, para negociar con Sudáfrica. El programa de la ONU exigía un alto el fuego, la liberación de prisioneros, el retomo de los refugiados a Namibia, pero retención de las guerrillas de la SWAPO en sus bases de Angola, la retirada de 18.500 de los 20.000 soldados sudafricanos, el envío de tropas de la ONU, elecciones para una asamblea constituyente, supervisión del proceso por un enviado especial de la ONU y por un Grupo de Asistencia de las Naciones Unidas para el Período de Transición (GANUPT), y finalmente, la independencia, el último día de 1978. Sudáfrica, aunque con vacilaciones, aceptó este plan con la condición de que Walvis Bay quedase expresamente excluida y que se garantizase un alto el fuego efectivo antes de proceder a la evacuación de las tropas sudafricanas. A la SWAPO le preocupaba el despliegue de las restantes fuerzas sudafricanas, que deseaba ver concentradas en el si.Ir, y la mal definida cooperación entre los representantes sudafricanos y de la ONU.

Cuando aún se preparaban los debates sobre estos puntos, Sudáfrica lanzó duros ataques sobre las bases de la SWAPO en Angola y de la SWAPO rompió las conversaciones. El asesinato del jefe tribal Clemens Kapuuo, enemigo de la SWAPO y pilar de la DTA, y la terrible represión desatada a coiltinuación por el administrador sudafricano, no hicieron sino acabar de arruinar las negociaciones. Pudieron recuperarse, no obstante, tras las fuertes presiones de Zambia y Tanzania sobre la SWAPO instándole a que las prosiguiese, y la ONU logró convocar en Ginebra una conferencia de todas las partes interesadas a principios de 1981. Aparte de los protagonistas (Sudáfrica y la SWAPO), cinco potencias mediadoras occidentales y seis estados africanos negros asistieron como observadores. La conferencia fracasó porque Sudáfrica hizo todo lo posible porque así fuera. La independencia de Namibia sufrió aún más retraso debido a dos hechos: la sucesión de P. W. Botha a la dirección de Sudáfrica y la llegada de Reagan a la Casa Blanca. La política de Botha en la zona fue, durante unos años, más enérgica que la de su antecesor; Reagan vinculó el avance de la cuestión de Namibia a la retirada de Angola. Se llegó así a un punto muerto. La DTA languidecía; su líder, Dirk Mudge, dimitió del consejo de ministros y se creó una nueva asociación de grupos contrarios a la SWAPO, la Conferencia de Partid?s (MPC). En 1984, Sudáfrica se declaró dispuesta a conceder la independencia a un gobierno de unidad nacional, pero la conferencia celebrada en Lusaka, a la que asistían la SWAPO y la MPC, no obtuvo resultados, ya que la primera se negó a colaborar con la MPC a no ser que se estableciera un calendario preciso para la independencia. En 1985, Sudáfrica devolvió parte de las competencias a un gobierno de transición, pero la clave de la situación permanecía en Angola. Como parte del Acuerdo de Brazzaville de 1988, los gobiernos de Sudáfrica y de Angola aceptaron establecer un control militar conjunto de la frontera de Namibia y poner en práctica la resolución 435 del Consejo de Seguridad. La ONU (GANUPT) se encargó del cumplimiento de este acuerdo y de la preparación y supervisión de las elecciones. En las elecciones de 1989, la SWAPO obtuvo el 51 % de los votos y 41 escaños de los 72 que componían la Asamblea constituyente, menos de los dos tercios que le habrían dado poder absoluto en la elaboración de la Constitución. La DTA obtuvo el 29% de los votos y 21 escaños. Los escaños restantes. se dividieron entre pequeños y resentidos grupos derivados de la SWAPO, expulsados o escindidos durante los años de exilio (cuando los disidentes habían recibido un trato deplorablemente severo y cruel). Se adoptó una Constitución en 1990 y el líder de la SWAPO, Sam Nujoma, fue elegido como primer presidente de Namibia. La SWAPO demostró ser realmente conciliadora; no intentó monopolizar puestos o competencias, y respetó la independencia del poder judicial y de la prensa. En 1978, en parte como resultado de escándalos semiencubiertos y en parte porque estaba enfermo, Vorster pasó a ocupar la presidencia de la República de Sudáfrica y fue sucedido en el cargo de primer ministro por Botha. Vorster había gobernado durante doce años. Fue el heredero de un problema irresoluble y lo entregó sin resolver, aunque cambiado, a su sucesor. La tarea de los gobernantes de Sudáfrica no consistía en defender un Estado, sino un Estado dentro de un Estado y un sistema racista odiado por muchos de los habitantes del país, vilipendiado en el resto del continente y detestado en todo el mundo. Vorster intentó cambiar su situación en la zoná y en el mundo, pero no consiguió mejorarla. En términos de poder, eran diametralmente opuestas. En la zona, Sudáfrica era una potencia dominante, pero mundialmente su

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importancia era, como mucho, secundaria. Incluso en los momentos clave de la guerra fría no consiguió convencer más que a un puñado de conservadores {la mayoría en el Reino Unido y Estados Unidos) de que era más importante para ellos de lo que ellos eran para Sudáfrica. Era rica en minerales, pero dependía del capital exterior para explotar esos recursos, lo que la hacía vulnerable a presiones o sanciones finan· cieras, y desde el punto de vista geográfico y estratégico era más marginal de lo que deseaba creer. Dado que defender a Sudáfrica significaba defender el apartheid, el país encontró pocos amigos, y aquellos que encontró (traficantes de armas israelíes y taiwaneses, por ejemplo) eran m~s mercenarios que amigos. Vorster captó la imposibilidad de obtener la alianza de las principales potencias occidentales y se dirigió a los países cercanos, principalmente después de que la retirada portuguesa de Angola y Mozambique y la caída del gobierno blanco de Rodesia expusieran sus flancos terrestres. En un intento por congraciarse con la transición de Rodesia, procuró conseguir la cooperación del presidente Kaunda para evitar por adelantado una victoria de las guerrillas en Rodesia¡ y ofreció a Mozambique cooperación y ayuda económi· ca. Pero se embarcó en una guerra en Angola. Y lo hizo de manera ineficaz. La invasión de Angola en 1975 no tenía unos objetivos políticos o militares claros, y si, como parece probable, contaba con recibir la ayuda occidental, debido a la presencia cubana, se equivocó, o la menos lo hizo en cuanto al alcance e importancia de la ayuda (principalmente estadounidense) que recibiría. Las bajas sudafricanas escandalizaron a los habitantes del país, a los que nadie había informado de que estaban involucrados en una guerra. A este fracaso se unió el de 1977, cuando salieron a luz operaciones clandestinas de diferente tipo. El Departamento de Inteligencia del Estado había obtenido permiso para emplear el engaño y el soborno para conseguir aliados y desbaratar críticas, y buena parte del dinero asignado para estas campañas había sido empleado en otros fines o se habían apropiado de él funcionarios no relacionados con el tema. En los últimos años de Vorster se produjo un acontecimiento que simbolizó la problemática situación de Sudáfrica y que complicó todavía más sus relaciones con Occi · dente. Se convirtió en una potencia nuclear; pero esta capacidad militar añadida resultó irrelevante para la resolución de sus problemas particulares y distanció a los posibles aliados. La preparación, en 1977, de una prueba nuclear en el desierto de Calahari, sobre la que la URSS informó a Estados Unidos, dio lugar a fuertes protestas de las principales potencias. Sudáfrica negó que el emplazamiento estuviera destinado a una explosión nuclear, pero en general no se le creyó porque, además, siguió sin firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear. Estados Unidos, que había estado suministrando a Sudáfrica uranio enriquecido, adoptó en 1978 una legislación que prohibía dichas ventas a cualquier país que no permitiera la inspección del Organismo Internacional para la Energía Atómica (Reagan encontraría más adelante medios para burlar esta prohibición). En 1979, un satélite espía estadounidense situado sobre el océano, entre Sudáfrica y el Atlántico, registró un fenómeno que sólo podía inter· pretarse como una explosión nuclear. En 1987, Sudáfrica cambió repentinamente su actitud y firmó el Tratado de No Proliferación, bajo amenaza de ser expulsada del OIEA. Para entonces había quedado claro que Sudáfrica estaba cuando menos pre· parada para fabricar y utilizar armas nucleares, incluso aunque no tuviera necesidad lógica de las mismas. Contra los países vecinos eran innecesarias, y no podía usarlas contra sus propias ciudades y los enemigos internos.

P. H. Botha heredó, por tanto, una siniación no sólo desoladora en sí, sino además empeorada por los recientes fracasos internos y externos. Gobernó (1978-1989) casi durante tanto tiempo como Vorster. Obtuvo el liderazgo por un estrecho margen, y no lo habría obtenido de no ser porque su principal rival y sucesor obvio de Vorster, Connie Mulder, se vio implicado en los escándalos y divisiones que provocaron la retirada del primero. Botha parecía relativamente moderado, pero más en el sentido de que dudaba que en el sentido de que tuviera una firme política propia. Era un polí: tico de El Cabo y no de la caldera del Transvaal, dominada por los afrikáners. Había ocupado la cartera de defensa durante once años y gozaba del respeto y la confianza del ejército; aunque obtuvo la victoria en el Partido Nacionalista, no era suficiente· mente fuerte como para ofender a los partidarios de la línea dura. Perseverante y cauto, pero cada vez más dominante, estaba decidido a gobernar con mano dura y a que Sudáfrica permaneciera aislada antes que estar en deuda con aliados que acompañabah su amistad con ofensivas lecciones sobre los asuntos internos del país. Los graves disturbios de Soweto, en 1976 (sofocados con una brutal intervención policial), y el surgimiento del movimiento Conciencia Negra, dirigido por Steve Bico hasta que la policía lo mató a palos en 1977, demostraron que no se había extingui· do el deseo de rebelarse y de enfrentarse a los peligros. Estas tendencias mostraban la negativa de la nueva generación a negociar con los blancos¡ había dos comunidades sin posibilidades, ni grandes deseos, de comunicarse entre sí. Aun así, Botha aceleró la supresión de las manifestaciones menores del apartheid: equipos de fútbol y es· pectadores, por ejemplo. Recorrió los homelands o bantustanes (ver nota al final de esta parte). Esperaba atraer hacia sí y separar de la mayoría a una pequeña burguesía negra con acceso a una proporción marginal de la prosperidad del país; e intentó también impedir que los indios y los mestizos hicieran causa común con los negros, ofre·· ciéndoles una limitada autonomía interna. Se crearían asambleas separadas de blancos, indios y mestizos¡ un colegio electoral mixto, con mayoría absoluta de blancos, elegi· ría al presidente, éste nombraría tres primeros ministros, quienes, a su vez, escogerían sus propios ministros; habría también un consejo de ministros multirracial, con mayo· ría blanca. En este esquema no tenían cabida los negros, ya que su preponderancia numérica habría destruido la situación dominante que, basada en principios numéri· cos, los blancos mantenían sobre indios y mestizos. Pero estos gestos no produjeron cambios sustanciales. Los bantustanes se habían convertido en un sinsentido y los superficiales cambios constitucionales fueron primero desdeñados por indios y mesti· zos, y más tarde aceptados sólo a medias. Se barajaron otras diversas fórmulas federales y confederales como solución. Su aplicación era más teórica que real. Volvió a hablarse de una posible división del país en dos estados, uno blanco y otro negro, pero no pudo trazarse ninguna línea de demarcación que pudiera resultar aceptable para ambas partes¡ era imposible lograr un trato justo en el sentido de un reparto equitativo de la riqueza que satisficiese a ambas comunidades de forma que pudiera alcanzarse la paz. El jefe tribal Gatsha Buthelezi, que había resucitado el movimiento Inkatha (fu~dado en 1928) y aspiraba a convertirlo en vehículo para llegar a un arreglo pacífico con los blancos, propuso que una Convención Nacional discutiera los pasos que debían seguirse en la evolución no vio· lenta hacia el gobierno de la mayoría en un Estado unitario y regido por una Consti· tución aceptada por los cuatro grupos raciales. Esta propuesta compartía con el resto de los proyectos el mérito de preferir el diálogo a la lucha, pero parecía ofrecer pocas

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perspectivas de acuerdo entre negros y blancos dadas las actitudes imperantes. Tampoco estaba claro hasta qué punto podía Buthelezi, que era un jefe zulú, hablar en nombre de los no zulúes o de la generación más joven. En las elecciones de 1981, Botha perdió votos pero no escaños; sus proyectos se paralizaron pero no se abandonaron. Al año siguiente, el ala derechista del Partido Nacionalista dirigida por Andreas Treurnicht se escindió al no haber conseguido el control del partido, permitiendo a Botha una mayor libertad para proseguir sus cambios constitucionales. El electorado bl.anco los aprobó por una mayoría de 2 a 1 en un referéndum celebrado a finales de 1983 y, tras ciertas dudas, las comunidades mestiza e india también los aceptaron, pasando desde entonces a integrarse en el nuevo órgano legislativo tricameral con 85 y 45 representantes, respectivamente, frente a los 178 de los blancos. Los negros fueron totalmente excluidos pero se les prometió ci.erto relajamiento de algunos aspectos ultrajantes del apartheid no muy importantes, y cierta participación en la administración local de sus propias comunidades. La respuesta negra fue abrumadoramente desdeñosa y escéptica, como lo fue también la respuesta internacional. El proscrito Congreso Nacional Africano (ANC) intensificó sus actividades tanto en el interior de Sudáfrica como en los países vecinos. En los asuntos relacionados con los países limítrofes, Bocha se comportó de manera tan ambivalente como Vorster. Le gustaba hacer patria y no se privaba de disparar. Por otra parte, resucitó el proyecto de asociación de todos los países de Africa austral. Verwoerd había jugado con la perspectiva de una comunidad africana que alcanzara (incluyéndolo, si fuera posible) hasta Zaire, y estuviera bajo control sudafricano. La versión de Botha recibió el apelativo de «constelación» pero era demasiado vaga como para atraer la atención, y los países negros lo consideraron como un simple plan para hacerlos más dependientes de Sudáfrica. El poderío económico de ésta servía para asustar a los países de la zona, más que para unirlos. La desconfianza y l¡i aversión hacia Sudáfrica eran profundas y los países negros estaban más preocupados por disminuir su dependencia de un vecino todopoderoso que por asociarse con él. Por esa razón crearon, como mecanismo de compensación, un Consejo para la Coordinación del Desarrollo de Africa Meridional (SADCC), compuesto por nueve países, que trazó, en conferencias celebradas en Arush en 1979, y en Lusaka y Maputo en 1980, ambiciosos planes de cooperación económica regional y consiguió que desde el exterior le prometieran 670 millones de dólares, dando prioridad a la agricultura y a las comunicaciones. El SADCC constituyó un ensayo de agrupación de estados soberanos con una población de 60 millones de habitantes y considerables recursos naturales, pero con escasez de capitales, y tecnología o técnicas de administración inadecuadas. Sus miembros padecían sequías esporádicas, ataques directos de la República Sudafricana, crecientes gastos de defensa, y una disminución general de la producción del 15-20% en la primera mitad de la década de 1980. Los primeros pasos fueron modestos, pero la organización alcanzó reconocimiento internacional y en el quinto congreso, celebrado en Harare en 1986, estaban representados treinta y siete países. Dado, sin embargo, que Sudáfrica no estaba incluida, el SADCC no fue capaz de generar suficientes recursos para obtener el capital extranjero que precisaba. En 1994, Sudáfrica se unió al mismo y el SADCC cambió su nombre a Comunidad para el Desarrollo de África Meridional (SADC) formada por doce países, desde Tanzania a Sudáfrica, además de Mauricio, con un PNB total de 150.000 millones de dólares, la mayor parte correspondientes a Sudáfrica.

Durante la mayor parte de la década de 1980 Sudáfrica careció de una política clara. A pesar de su dominio económico y político en la zona, no llevó a cabo más que ai~ladas inter:venciones oportunistas. El acuerdo de Nkomati con Mozambique fue primero ambivalente y luego se extinguió; la atrevida política en Angola se abandonó y luego se reanudó parcialmente; y ninguno de los virajes políticos de Pretoria en Namibia fue favorable a sus propios intereses. Pero el elemento crucial para la seguridad de la Sudáfrica blanca no estaba en los países vecinos, sino en el interior del propio país, y en 1985 el control blanco sufrió por primera vez un grave desafío. Los homelands o reservas indígenas, la mayor parte de los cuales aún sólo existían sobre el papel, se habían convertido en un monumento al dogmatismo y la intransigencia y el final hacia el que apuntaban era el de su desaparición; la policía actuaba como un estado dentro del Estado y su atroz conducta provocaba disttirbios en el interior e indignación en el exterior; los blancos situados tanto a la derecha como a la izquierda de Botha cuestionaron las reformas de 1984 y la pobf'ación no blanca se opuso a ellas; el propio presidente vacilaba eritre la continuaci'Ón del proceso de reformas o la vuelta a la pura y simple represión. En 1985 anunció el relajamiento de las normas del apartheid referentes al sexo y el matrimonio, pero no de l~s restricciones impuestas por las leyes fundamentales del apartheid tales como la de Areas de Grupo o la de Educación Bantú. Botha preveía cierta delegación de autoridad a los negros en el terreno local, pero se oponía de manera inflexible a cualquier participación de la población negra en las esferas más .altas del poder, ni siquiera eon las limitaciones con que se había concedido a los mestizos e indios. Cuando la violencia condujo a escenas que recordaban los sucesos de Sharpeville de 1960 y los de Soweto de 1976, los países que mantenian relaciones comerciales más intensas con Sudáfrica -incluido en esta ocasión Estados Unidos- se asustaron y comenzaron una vez más a hablar de saneiones económicas. Los capitalistas occidentales empezaron a paralizar sus inversiones, el rand se derrumbó temporalmente Y el sector blanco de las finanzas de Sudáfrica expresó su justificada consternación cuando Botha respondió con más mano dura en lugar de con mayor dosis de conciliación. En 1985, Sudáfrica parecía estar al borde de una explosión. Había estado tantas veces en ese umbral que los blancos y sus amigos extranjeros insistían tercamente en c.onsiderar exagerada la crisis: el poderío blanco podría preservarse gracias a una supe· nor fuerza, una superior inteligencia y unos cambios que no incluirian concesiones en relación con la Ley de Zonas de Grupo, la Ley de Lugares de Esparcimiento Separados o el dominio constitucional del voto blanco. No obstante, se configuraba por estas fechas una nueva situación en la que ya no sólo intervenía la constante acumulación de presiones y de inquietud; el cambio más importante que se había producido era la aceptación pública -aunque por parte de un pequeño sector de los blancosde que era necesario negociar con el ANC. Los mayores obstáculos para este cambio de mentalidad habían sido, en prhrier lugar, la casi universal creencia blanca de que no había necesidad de dialogar con el ANC ni con ninguna otra organización negra y, en segundo lugar, la creencia igualmente extendida de que el ANC era un simple pretexto para los comunistas, y el gobierno negro sólo el preludio del dominio de Moscú. La segunda de estas creencias, alentada por la presencia de una importante minoría de comunistas entre los líderes del ANC, siguió muy arraigada pero la primera se había convertido en objeto de discusión. Durante 1985, los dirigentes blan-

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cos de la industria y la banca mantuvieron un encuentro formal con los líderes del ANC fuera de Sudáfrica, y a finales de año la creación de un nuevo Congreso de Sindicatos Sudafricanos acentuó los problemas del gobierno para mantener a los trabajadores organizados bajo control. El gobierno impuso una estricta censura sobre las noticias relativas a los disturbios negros y las brutales acciones de respuesta de la policía, pero aunque estas medidas dificultaron la labor de los periodistas extranjeros no pusieron fin a h1 agitación y los tumultos ni hicieron menos ingobernables a los poblados negros. El proscrito ANC y el precariamente legal UDF (Frente Democrático Unido) eran los principales beneficiarios de esta ruptura de la solidaridad blanca y de la confianza del gobierno, aunque ellos mismos tampoco estaban inmunes a recelos y envidias que era de esperar que aumentasen conforme la causa negra fuese adquirien· do mayor fuerza y optimismo. Sin embargo, el cambio decisivo de estos años fue que pasasen a ocupar los primeros lugares de la agenda política las cuestiones de cómo, cuándo y dentro de qué límites podría tratarse con los negros. Este giro se debía en parte a la internacionalización de los asuntos del profundo sur de África (internacionalización que constituía anatema para los blancos de Sudáfrica) y la reticencia de los gobiernos de los principales países blancos a los que les habría encantado permitir que Sudáfrica arreglara sus propios asuntos si la hubiesen considerado capaz. Pero con la pérdida de autoridad moral del Estado dentro del Esta· do y su apoyo cada vez mayor en el uso de la fuerza, con los blancos cada vez más pre· ocupados y divididos, y con los negros capaces tan sólo de hostigar al régimen de los blancos pero no de suplantarlo, el caos parecía una perspectiva posible. Para los países interesados por los valiosos minerales de la República Sudafricana, o por los beneficios de sus empresas, el caos era algo que había que evitar. El rechazo cada vez mayor del apartheid no era suficiente. Como tampoco lo eran las sanciones parciales 0 de advertencia. La ONU había impuesto en 1977 una prohibición obligatoria de venta de armas a Sudáfrica (lo cual fomentó la fabricación de armamento relativa· mente ligero, pero hizo que el país dependiera de los suministradores clandestinos para la obtención de equipamiento más pesado y tecnología avanzada). Por lo demás, Margaret Thatcher y, en menor medida, Ronald Reagan mantuvieron el comercio en la suposición de que la prosperidad suavizaría las asperezas y permitiría a los blancos mantener el control de una situación que, si bien se estaba deteriorando con el domi· nio de los blancos, se deterioraría aún más con el de los negros. Thatcher, que consideraba el ANC como una simple organización terrorista, intentó evitar que los miembros de la Commonwealth votaran a favor de la imposición de medidas económicas más duras, pero sólo consiguió desairarlos. (Volvió a estar aislada en una nueva conferencia celebrada en 1989.) En el intento de llegar a un acuerdo, la Commonwealth envió un Grupo de Personas Eminentes a Sudáfrica. Los ataques, quizá no por casualidad simultáneos, de Sudáfrica contra Botswana, Zimbabwe y Zambia echaron abajo cualquier utilidad que pudiera haber tenido dicho grupo; y la misión del ministro de Asuntos Exteriores británico, sir Geoffrey Howe, al año siguiente, sólo encontró un categórico y resentido rechazo: ambas misiones esperaban mantener el juego diplomático consiguiendo la legalización del ANC y del PAC (Congreso Panafricanista), y la liberación de Nelson Mandela, encarcelado desde 1963. Sin embargo, dado que los esfuerzos de Sudáfrica por eliminar el ANC habían fracasado, estaba empezando a adquirir forma un nuevo plan internacional que incluía la negociación y el acuerdo con el ANC.

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Y también se estaba produciendo, si bien muy lentamente, un cambio de menta· lidad en la población blanca de Sudáfrica. En términos generales, la década de 1970 había sido testigo de un sorprendente grado de confianza; los 80 pusieron en cuestión dicha confianza. En la década de 1970 los blancos, que se habían acostumbrado a las críticas externas, suponían que las amenazas a su posición disminuirían. Lá facilidad con la que las empresas occidentales, con la connivencia gubernamental, eludieron las sanciones económicas a Rodesia convirtió en insignificante la amenaza (nunca demasiado fuerte) de tomar acciones similares contra Sudáfrica. El final de los seten· ta fue testigo de una recuperación económica imprevista unos años antes. El crecimiento, en parte fomentado por las exportaciones, pero también por el aumento de la demanda interna, superó los pronósticos. El auge del precio del oro llenó las arcas del país y le permitió saldar las deudas externas; se rebajaron los impuestos; mejoró la balanza de pagos. Sudáfrica no sobrevivía sin más, sino que prosperaba, a pesar de las tensiones internas y de los ataques externos. Estaba pasando de ser una economía «caída del cielo» (aunque el auge del oro pertenecía a dicha categoría) a una más autosuficiente e independiente. Su debilidad principal era su dependencia del com· bustible y los capitales exteriores, la escasez de mano de obra especializada y las incer· tidumbres referentes a la mano de obra negra. El capital continuó afluyendo a pesar de los riesgos políticos, y la obtención de combustible a partir del carbón local avanzó tan rápidamente que el cese de los vitales suministros de petróleo después de la revolución iraní de 1979 no provocó más que pequeñas restricciones en el consumo privado. Pero el mercado de trabajo, cualificado y no cualificado, presentaba problemas graves. La escasez de mano de obra cualificada obligó a abandonar muchos proyectos prometedores y aumentó el desempleo. La sindicalización de los trabajadores negros era una fuente potencial de militancia eficaz, a través de huelgas o violencia; no estaba claro cómo podrían los blancos mantener el control de la mano de obra negra. Tanto desempleado como organizado en sindicatos, el proletariado urbano negro podría asociarse con el tradicional nacionalismo negro. La década de 1980 oscureció esta perspectiva. El PNB descendió; prácticamente desapareció la inversión extranjera; la inflación superó el 20% anual; l_a economía ya no generaba beneficios que invertir para· el futuro; y las reservas disminuían rápida· mente. El descontento fue patente en cinco elecciones parciales celebradas en 1985, en las que el partido del gobierno perdió votos a favor de la extrema derecha en cir· cunscripciones muy diversas. El ANC había recibido graves daños, aunque sin ser eli· minado: las redadas efectuadas en .los países limítrofes, con las que se esperaba que éstos expulsaran a los miembros del ANC, no surtieron efecto. Los intentos de controlar las barriadas negras mediante decenas de miles de detenciones y la declaración del estado de emergencia hicieron flaquear la confianza, principalmente entre los empresarios. Incluso la indudable capacidad militar de Sudáfrica resultaba menos tranquilizadora que en años anteriores. A pesar de no ser una potencia mundial ni una superpotencia, Sudáfrica era un país moderno con capacidad para gastar 2.000 millones de rands (aproximadamente 1.000 millones de libras) al año en defensa, vulnerable sólo al ataque directo efectuado por una superpotencia, o a una prolongada guerra de guerrillas apoyada por una generalizada rebelión interna. Aun así, dependía de fuentes externas para el mantenimiento y mejora de su equipo más avanzado; su ejército en aumento estaba escaso de oficiales, suboficiales e instructores; y su perímetro era incómodamente largo.

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Para mantener la buena voluntad, o negar la mala voluntad, de los occidentales, Sudáfrica alardeaba de poseer valiosos minerales de los que, según su opinión, Occidente no podría prescindir. Estos minerales no sólo eran importantes en sí mismos, sino además, en un buen número de casos, irreemplazables a no ser que se recurriera a la URSS, el otro gran productor. En manganeso, esencial para la fabricación de acero, la República Sudafricana era el principal productor y disponía de las mayores reservas mundiales; poseía asimismo importantes reservas de uranio, y aunque otros países también extrajeran este mineral, la mayoría no producía excedentes para la exportación, y Europa occidental y Japón podían verse seriamente perjudicados en caso de que se produjeran recortes de los suministros procedentes de Sudáfrica (o de Namibia); en platino, empleado en industrias tan diferentes como las químicas, eléctricas, del vidrio o del petróleo, Estados Unidos dependía de la República Sudafricana. En cierta medida, esa dependencia podía mitigarse mediante el almacenamiento y la búsqueda de materiales sustitutivos, pero el capricho de la naturaleza de dotar a estas dos zoilas (África del Sur y la URSS) con grandes proporciones de los depósitos mundiales conocidos de diversos minerales estratégicos constituía un factor importánte en las reladones internacionales, y en la manera en que los blancos de la República Sudafricana evaluaban sus posibilidades en el mundo. En estas confusas y peligrosas contracorrientes, sobresalían dos aspectos. Las elites políticas e intelectuales afrikáners estaban perdiendo su fe en el apartheid que los había mantenido desde la llegada al poder del Partido Nacionalista, en 1948. Eran menos dogmáticas, más flexibles. Pero aunque se estaban deshaciendo de su ideología, no estaban dispuestos a deshacerse del poder, al menos mientras que aquellos que pronosticaban la necesidad de suprimir su monopolio se vieran constreñidos por un electorado que no preveía tal pérdida. Los negros, por su parte, no se sentían impresionados por un cambio de actitud que no parecía reportar cambios en la vida diaria ni en la realidad política. Los acontecimientos eran más expresivos que las reuniones en las que unos cuantos dirigentes de ambos bandos comenzában a conocerse. La muerte de Steve Biko fue sólo el incidente más famoso y flagrante de toda una serie que estaba aportando mártires a la causa negra y haciendo cada vez menos probable el acuerdo pacífico. Cada mártir era una figura con la que estaban en deuda sus compatriotas sobrevivientes; una deuda que, para ellos, no se podía negociar. Los meno· res de treinta años asociaban capitalismo sudafricano con explotación, apartheid y dominación policial, y no estaban interesados por dialogar con los blancos, ni siquiera con los blancos liberales. Esta situación la cambió un hombre: F. W. de Klerk. Los fracasos políticos de Botha, su personalidad poco atractiva y su mala salud se combinaron para hacer que sus compañeros desearan deshacerse de él. De los candidatos a sucederle, De Klerk era el más conservador, pero transformó el ambiente político. Dejó de intentar apaciguar a la extrema derecha; se dispuso a poner freno a las fuerzas de seguridad, tanto militares como policiales, que estaban actuando como si ellas fuesen la ley; acentuó, al contrario que Botha, el papel del consejo de ministros y del Parlamento; abandonó la polftica de desestabilización de los países vecinos; permitió las protestas y manifestaciones pacíficas; inició conversaciones secretas con Nelson Mandela; puso en libertad a Walter Sisulu y a otros líderes negros; y liberó al propio Mandela. Estas medidas mostraban una determinación, probablemente irreversible, de negociar un tratado

con los negros del país, representados principalmente por el ANC, y de dotarlo de una nueva Constitución. Nelson Mandela era un personaje todavía más llamativo. Junto con Oliver Tambo y Walter Sisulu había formado un trío de jóvenes líderes negros. En 1963 lo habían condenado, en el juicio de Rivonia, a un encarcelamiento que parecía iba a durar toda la vida. Era el vicepresidente del ANC; el presidente del mismo era Tambo, que no había sido encarcelado pero estaba en ese momento en Suecia gravemente enfermo. El ANC había sido creado por una elite liberal negra. Aunque sus bases se ampliaron a partir de los cincuenta, sus dirigentes continuaron siendo miembros selectos, urbanos y de clase media. Solicitó ayuda a la URSS y se acercó al Partido Comunista de Sudáfrica, a pesar de la desconfianza que sentía por una organización blanca. Prefería las tácticas pacíficas, pero respaldó las acciones violentas cuando se vio que el pacifismo no conducía a nada. Al contrario, por ejemplo, que Conciencia Negra (un producto de los desesperanzados años setenta), el ANC no rechazaba el apoyo de los blancos y no era dogmáticamente contrario a los mismos. Cuando fue liberado de prisión, después de 27 años, Mandela demostró ser un hombre de extraordinaria compostura y dignidad. Si bien De Klerk había creado una nueva situación, Mandela fue el hombre sin el que el nuevo comienzo probablemente no habría servido de nada. Los dos se enfrentaban con la tarea de encontrar una base para la elaboración de una nueva Constitución. Ambos eran conscientes de que el inicio de las conversaciones constituía un mero preludio y un presagio para el posible acuerdo futuro. Y ambos se enfrentaban al problema de alcanzar un consenso adecuado de sus propios electorados, para lo cual debían marginar a los extremistas. El ANC insistió en el sistema de sufragio universal. El gobierno precisó encontrar una manera de reconciliar este reconocimiento de derechos democráticos a la mayoría con salvaguardas para la aprensiva minoría blanca, parte de la cual era ferozmente contraria a cualquier cesión de su dominio. El ANC aceptó (al igual que el SACP) un sistema de partidos múltiples y una economía mixta, pero era más partidario del control de la economía por parte del Estado de lo que aprobaban los políticos y empresarios blancos. El orden público constituía un asunto urgente. De Klerk intentó que Mandel.a y el ANC renunciaran a la violencia, algo a lo que no estaban muy dispuestos, ya que los únicos cambios reales habían sido la liberación de Mandela y algunos más, y la evidente sinceridad y deseo del presidente de entablar conversaciones. Aun así, el ANC aceptó en 1990 suspender la violencia a cambio de la gradual liberación de todos los prisioneros políticos, y la supresión del estado de emergencia, que concedía a las autoridades amplios poderes de detención arbitraria y arresto indefinido. El gobierno levantó el estado de emergencia pero exceptuando Natal, que era el escenario de una violencia especial que tenía lugar entre los propios negros. Aunque el ANC era en la totalidad del país el representante de la comunidad negra en conjunto, en Natal esta posición se la disputaba el Inkarha, el movimiento liderado por el jefe zulú Gatsha Buthelezi. El lnkatha tenía un sólido apoyo en la zona rural, pero en las ciudades estaba perdiendo fuerza a favor del ANC (o, antes de que el ANC fuera legalizado, del Frente Democrático Unido, un ANC disfrazado). La lucha resultante se convirtió en una espantosa violencia entre zulúes, en la que murieron miles de personas. La violencia se extendió más allá de Natal, especialmente al Transvaal, donde enfrentó a los zulúes con otras etnias. El ANC se quejó con razón de que la policía estaba ayudando al lnkatha, al menos de manera pasiva, ya que permanecía impasible en lugar

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de restaurar el orden, e incluso activa, fomentando la violencia para así obstaculizar las conversaciones del gobierno con el ANC. Se consideró que las revelaciones poli· ciales {posiblemente un montaje) sobre una conspiración revolucionaria entre negros y comunistas tenían el mismo propósito, pero De Klerk y Mandela continuaron con su trabajo. De Klerk señaló que se permitiría a los negros asociarse al Partido Nacionalista, creando así la perspectiva de dos partidos de masas -el NP y el ANC {ya abierto a los blancos)- como los principales pilares políticos de una Sudáfrica democrática y no racista, en la que la minoría blanca no se vería confinada en un partido permanentemente minoritario. La evolución interna de la República Sudafricana estableció el principal objetivo en el debate sobre la eficacia de las sanciones económicas internacionales, que antes de la Segunda Guerra Mundial había estado enfocado sobre la amenaza de Italia a Etiopía. Cuanto más se generalizaba esta cuestión, más inextricable se volvía, ya que la propia cuestión era intrínsecamente compleja y las distintas aplicaciones prácticas de la misma eran especialmente divergentes. En general, la eficacia de las sanciones se basa en dos tipos de cálculos emparentados entre sí: las consecuencias económicas, y el impacto en la voluntad política de los diferentes·grupos afectados por las mismas. En el caso particular de Sudáfrica, las sanciones agravaron los problemas estrictamente económicos de una economía en expansión y compleja, muy dependiente de la economía internacional, en un período de retroceso mundial. Comercialmente, las sanciones obligaron a las empresas sudafricanas a trasladar sus áreas de negocio, par· ticularmente desde Estados Unidos a Alemania occidental y Japón, pero esta búsque· da forzosa de nuevos mercados no resultó negativa en sí, y con la ayuda de evasivas sutiles, y no tan sutiles, para rodear los obstáculos impuestos por las sanciones, el comercio de la República Sudafricana no sufrió graves pérdidas. Se consiguió atenuar, si no plenamente compensar, las pérdidas concretas, y Sudáfrica aprendió a convivir con la pérdida marginal, al menos a corto plazo. Desde el punto de vista financiero, la retirada de sociedades extranjeras dio a las sudafricanas la oportunidad de comprar, a menudo a precios de ganga, las factorías y operaciones que los extranjeros dejaban atrás; algunos se hicieron ricos gracias a estas transacciones. Más grave, aunque tam· bién más ambivalente, fue la reducción de los fondos extranjeros. Al igual que otros países, Sudáfrica experimentó a mediados de los ochenta una crisis de pagos que supe· ró renegociando los plazos de sus deudas, pero que aun así constituyó un molesto recordatorio de su dependencia del capital extranjero. En términos puramente eco· nómicos, esta dependencia de los agentes de crédito extranjeros estuvo compensada por la conciencia de los acreedores de que si se negaban a ampliar el plazo se arriesgaban a perder su dinero y sus principales bazas de negociación. Psicológicamente, sin embargo, supuso un duro choque, y un elemento del mismo lo constituyó la idea de que las sanciones habíiin agravado la situación y podrían hacer más daño en el futu· ro. Esta reacción psicológica tuvo repercusiones políticas, primero entre los financieros e industriales y, a partir de ellos, entre los políticos, que se dieron cuenta de que los agentes económicos blancos necesitaban participar en la economía mundial y temían el aislamiento. Mientras que a los blancos más pobres las sanciones podrían conducirlos a apoyar a los partidos racistas de extrema derecha, las clases empresaria· les se movieron en la dirección contraria, y esta tendencia dio fuerza, en el exterior, a los argumentos a favor de continuar con las sanciones, e incluso intensificarlas. En el plazo de pocos meses, durante la segunda mitad de 1984, la OEA, la Commonwealth

y .1,a ONU no sól~ defendieron la eficacia de las sanciones existentes, sino que tamb1en las trataron, ¡unto con la promesa de levantarlas cuando se produjeran cambios sustanciales en Sudáfrica, como un instrumento básico para obtener las reformas sociales y constitucionales con las que De Klerk parecía irreversiblemente comprometido, pero que estaba introduciendo con desesperante lentitud. La principal tarea de los años 1991-1994 fue la elaboración e inauguración de una nueva Constitución, no racista y democrática. Se convocó una Convención para una Sudáfrica Democrática (CODESA). En ella estaban incluidos más de veinte parti· dos. El contexto de pasadas rencillas, persistente violencia y temores de una futura guerra civil estaba contrarrestado, sin embargo, por un compromiso primordial de los dirigentes del Partido Nacionalista y del ANC de continuar su tarea sin violencia y sin retrasos fatídicos. La esencia de esta tarea era el equilibrio entre los derechos de la mayoría y los de la minoría; las salvaguardas por las que la minoría (blanca) podría disfrutar de una capacidad de bloqueo cercana al veto. El principio de gobierno de la mayoría, es decir, el gobierno de los negros, no era negociable, pero las condiciones para limitar su ejercicio sí lo eran. Las negociaciones estuvieron ensombrecidas por la existencia de numerosos grupos además de los dos protagonistas: blancos de diferente grado de extremismo, el PAC y otros grupos negros (algunos de ellos dentro del ANC) que desconfiaban de la dirección de Mandela, y el Partido de Liberación lnkatha (IFP), con un poder sobrestimado tanto por su líder, Mangosuthu Buthelezi, que esperaba conseguir un territorio autónomo zulú, como por De Klerk, que deseó durante un tiempo establecer con el IFP una alianza de derechas en el nuevo sistema político no racista. La posición de Mandela no se vio nunca seriamente amenazada. El primer congreso nacional del ANC en treinta años, celebrado en 1991 en Durban con la asistencia de 2.234 delegados, puso a prueba su autoridad y la confirmó, en un momento en que el resto del mundo planeaba retirar las sanciones económicas que habían representado un papel importante para convertir a De Klerk a la reconciliación y la democracia. Durante los procedimientos de la CODESA, el dominio personal de Mandela resultó crucial para mantener la unidad del ANC, por encima de las clisen· siones sobre el manejo de las negociaciones, del tono de la propaganda política y del uso de la violencia que muchos en el ANC éonsideraban justificada, después de des· cubrir la ayuda que estaba recibiendo el lnkatha, tanto en dinero como en armas, e incluso por las incitaciones a la lucha entre negros. De Klerk se vio debilitado, por el contrario, frente al ANC debido a la negativa de Estados Unidos a apoyar las exige~cias blancas de un poder de bloqueo equivalente a un veto. La evidencia de que o bien no podía controlar por completo las fuerzas de seguridad y el ejército, 0 bien había sido cómplice de quebrantamientos de la ley y de las instrucciones policiales, también lo debilitó. El ANC respondió a las presiones que se ejercían sobre De Klerk con la emisión de un calendario preciso que preveía el nombramiento de un gobierno interino para mediados de 1992, elecciones generales para una Asamblea constituyente en el primer trimestre de 1993, un gobierno mixto para mediados de ese año, y una nueva Constitución que debía entrar en vigor un año después. Al insistir en la importancia del calendario, el ANC obligó a De Klerk a reconsiderar y abandonar sustancialmente sus esperanzas de mantener a muchos de los blancos intransigentes dentro del Par· tido Nacionalista o de formar una alianza con el IFP que sirviera como contrapeso, o

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como alternativa, a la alianza que en ese momento tenía establecida con el ANC. Este último no consiguió todo lo que proponía, pero tuvo que renunciar a menos aspiraciones que el gobierno. El ANC consiguió zarandear al gobierno. Lo consiguió en parte porque se mantuvo más firme desde el momento en que De Klerk decidió liberar a Mandela, y en parte porque la oposición a las iniciativas de la CODESA resultó más perjudicial para él gobierno que para el ANC. Esta oposición procedía de blancos y negros, unidos por su objetivo común de obtener el mayor grado posible de transferencia del poder, o incluso el derecho a secesionarse, pero divididos en cuando a los medios para hacerlo, principalmente en cuanto al recurso a la violencia. Se unieron a pesar de no set muy compatibles entre sí en una Alianza por la Libertad que incluía al Afrikáner Volksfront (Frente del Pueblo Afrikáner) dirigido por el general Viljoen¡ el Partido Conservador, dirigido por Ferdie Hertzenberg; el Frente del Pueblo Blanco de Derecha (AWB) de Eugene Ferre Blanche, el IFP de Buthelezi, los presidentes de dos bantustanes (Bophuthatswana y Ciskei) y otros veinte grupos menores. Al haber ejercido poca o ninguna influenCia en el debate constitucional, estos grupos se enfrentaron al dilema de participar en las elecciones o desbaratarlas. Los dos líderes m·ás importantes (Viljoen y, a última hora, Buthelei) decidieron participar. Viljoen se disoció del partido de Ferre Blanche y de otros extremistas después de una riña que tuvo lugar cuando el jefe Lucas Mangope invitó al Afrikáner Volksfront para que le ayudara a mantenerse en el poder y el AWB aprovechó la oportunidad para fomentar disturbios. Mangope fue destituido, y Viljoen abandonó la violencia y formó un nuevo partido con desertores del Partido Nacionalista. En Ciskei, el Brigadier Oupo Gqoso dimitió tras un conflicto sobre el salario y las pensiones de la policía, y ambos bantustanes fueron tomados de hecho por el ejército de Sudáfrica. Buthelezi, el que tenía más capacidad para desbaratar las elecciones, se encontró entre la espada y la pared, incapaz de obtener más que un voto mínimo, incluso en territorio zulú, e igualmente incapaz de obtener de Mandela y De Klerk más que una mínima parte de sus exigencias sobre las disposiciones de la Constitución y la fecha de las elecciones. Una semana antes de las mismas revocó su negativa a participar a cambio de declaraciones, para salvar las apariencias, referentes al status de su sobrino el rey zulú (que había dado muestras de estar molesto con su tío) y promesas por parte de Mandela y De Klerk de aceptar la mediación internacional sobre la autonomía de Kwazulu-Natal. Estas promesas no llegaron a cumplirse. No quedó claro si el objetivo de Buthelezi era la autonomía o la independencia. Las elecciones se celebraron en abril de 1994. A finales de 1992, diecinueve de los participantes en la CODESA habían acordado un programa en el que se establecía un Consejo Ejecutivo de Transición que trabajaría en conjunto con el gobierno del Partido Nacionalista; que las elecciones se celebrarían, por sufragio universal, en abril de 1994; un Estado federal con nueve regiones, un presidente y un máximo de dos vicepresidentes (nombrados por aquellos partidos que obtuvieran más del 20% de los votos); un ejecutivo no superior a 24 miembros elegidos por los partidos, a razón de uno por cada 5% de votos obtenido; un legislativo formado por una Asamblea de 400 miembros (la mitad elegidos de las listas nacionales y la otra mitad de listas regionales) y un Senado de 90, diez de cada provincia; legislativos regionales con un mínimo de 30 miembros y un máximo de 100, dependiendo de la población; una Ley Fundamental y un Tribunal Constitucional. Los militares de alta graduación habían decla-

rado su lealtad a estos acuerdos. El gobierno y el ANC acordaron que habría un único ejército y que no se producirían despidos de funcionarios ni confiscaciones de tierras. La firma de estos acuerdos se debió a la persistencia de Mandela y De Klerk, y a que se necesitaban mutuamente porque ambos témían la anarquía. Tácticamente, sin embargo, se encontraban divididos, porque De Klerk deseaba tiempo para poder reducir a sus extremistas y Mandela no se lo podía conceder por miedo a perder terreno frente a los suyos. Las elecciones no estuvieror1 afectadas por una violencia grave pero sí se complicaron, teniendo finalmente que prolongarlas, por defectos administrativos. Fueron declaradas básicamente libre y transparentes, y este veredicto lo aceptaron los principales partidos, a pesar de la sospecha generalizada de que los partidarios del lnkatha en Kwazulu-Natal habían cometido graves faltas. El ANC obtuvo una victoria arrasadora pero no consiguió alcanzar la mayoría de dos tercios; obtuvo el 62,6% de los votos, 252 escaños en la Asamblea. El Partido Nacional obtuvo el 20,4% de los votos, con 81 escaños, y el lnkatha el 10,5% de los votos y 43 escaños. Otros tres partidos consiguieron entrar en la Asamblea, pero no alcanzaron el porcentaje suficiente para entrar a formar parte del ejecutivo, para el que el ANC nombró 19 miembros; el Partido Nacional, seis; y el lnkatha, tres. El ANC obtuvo la mayoría en siete de las asam· bleas provinciales, pero el Partido Nacional venció en El Cabo occidental (con la ayuda del voto mestizo) y el lnkatha en Kwazulu-Natal.

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Sexta Parte AMÉRICA

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Canadá, el segundo país más extenso del mundo, ha representado un papel llama· tivamente sencillo en los asuntos internacionales. Luchó en las dos guerras mundia· les no por su interés, sino por el interés de otros. Se mantenía en un inusual aisla· miento geográfico y político, con un solo vecino, a todos los efectos, y sin conflictos externos serios. Tenía considerables recursos y una población relativamente escasa. Había sido, después del Reino Unido, el miembro más antiguo de la Commonwealth británica y, tras la guerra, se convirtió en el socio más preocupado por las necesidades y susceptibilidades de los socios más modernos. A la relación histórica, política y sen· timental con el Reino Unido, se yuxtapuso la relación económica, estratégica y geo· gráfica con Estados Unidos. La Segunda Guerra Mundial y la guerra fría aceleraron el giro de la primera a la segunda, reconocida por la Declaración de Ogdensburg, de responsabilidad conjunta de Estados Unidos y Canadá en la seguridad de América del Norte, por la mayor obligación contraída con la asociación a la OTAN, por la partí· cipación en el Sistema de Advertencia Rápida para eliminar los ataques por sorpresa de los misiles soviéticos a América del Norte, y por la creación, en 1958, del Mando de Defensa de América del Norte (NORAD). Con el envío de tropas a la guerra de Corea, Canadá se asoció a la idea de que el factor principal en los asuntos interna· cionales era la lucha contra la Unión Soviética y contra el comunismo. Sin embargo, lo hizo con reservas. Muchos canadienses rechazaban el maniqueísmo simplista de la guerra fría. Algunos dirigentes canadienses se plantearon el acercamiento a los no ali· neados y cuestionaron la utilidad de mantener tropas canadienses en Europa; en un momento determinado, tras la retirada del ejército francés de la OTAN, el gobierno redujo unilateralmente los efectivos a la mitad. La forma en que Estados Unidos manejó la guerra de Vietnam fue ampliamente condenada, y los canadienses se sin· tieron molestos cuando Estados Unidos pasó por alto informar de la situación a sus aliados, como por ejemplo en la crisis de los misiles de Cuba. Canadá apoyó las fracasadas disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas en las que se creaba una fuerza internacional y una comisión de estados mayores; y Canadá

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Los rusos y los cubanos en África

Era poco lo que los rusos sabían de África al acabar la Segunda Guerra Mundial. Unos cuantos viajeros decimonónicos por el valle del Nilo, una invasión de ópera cómica de Somalia y Etiopía en los años ochenta del siglo pasado y cierta actividad marginal de la Iglesia ortodoxa era todo cuando la Rusia zarista podía ofrecer frente al cúmulo de conocimientos adquiridos por los comerciantes, exploradores, misione· ros y gobernadores coloniales de Occidente; y puesto que casi ninguna zona de África era independiente, Rusia no tuvo misiones diplomáticas que observaran el continen· te e informarán sobre él. La revolución bolchevique dio un gran impulso a los estl.i· dios africanos pero pronto quedaron relegados ante la presión de preocupaciones más urgentes. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Stalin inténtó conseguir una par· ticipación en las colonias arrebatadas a Italia, pero su tentativa fracasó. En los años cincuenta, se produjo una expansión de los estudios africanos, se fundó en Moscú ( 1959) un Instituto de África bajo la dirección de un eminente historiador, l. l. Potekhin, y la URSS comenzó a enviar representantes a las conferencias afroasiáti· cas. En 1960 fue fundada en Moscú la Universidad de la Amistad entre los Pueblos, que más tard!! cambió su nombre por el de Universidad Lumumba. Los dirigentes africanos eran por definición anticolonialistas y por tanto antioccidentales. La mayor parte de ellos se declaraban adem;ís socialistas. Para Moscú era una perspectiva prometedora, pero los frutos resultaron ser menores de lo que se esperaba, por una serie de razones: la lucha anticolonial fue inesperadamente cona y pacífica; los dirigentes africanos, comenzando por Nkrumah, se manifestaron partidarios de la no alineación; los caminos hacia Londres y París, que ya se conocían y resultaban familia· res, permanecieron accesibles y libres de obstáculos; la ayuda soviética nunca pudo igua· lar a la occidental. Ni siquiera el socialismo africano estableció vínculos estrechos de la Meca socialista. Se trataba de un concepto vago que debía por lo menos tanto al socialismo occidental como al comunismo soviético. El principal vehículo no había sido el Partido Comunista Soviético sino el Partido Comunista Francés, y aunque el Rassemblement Démocrate Africain (RDA) -creado en octubre de 1946 en Bamako- tuvo en

Gabriel d'Arboussier a un secretario próximo al pensamiento comunista, su presidente, Felix Houphouet·Boigny, era hostil al mismo. Otro de los fundadores del ROA, Sékou Touré, fue el clásico insumiso con respecto a la URSS. Expulsado de la federación de sindicatos franceses, CGT, se había afiliado a su homólogo africano, el COTA (más tarde UGTAN), en el que los comunistas estaban en minoría, y se convirtió en el pri· mero de una serie de presidentes africanos que expulsaron a los rusos de su país. La primera intervención de Moscú en la política africana al sur del Sahara fue una respuesta a una oportunidad. Guinea, arrojada a la independencia en 1959 tras negar· se a formar parte de la communauté de De Gaulle, nació como Estado en medio de numerosas y graves dificultades. País pobre y escasamente poblado, ocupaba no obs· tante una importante posición estratégica en la esquina sudoccidental de la parte superior de África, y poseía un puerto que estaba más cerca del Atlántico medio que ningún otro, así como una tercera parte aproximadamente de la bauxita conocida en el mundo y gran cantidad de motivos de queja y rencor hacia Occidente. Moscú actuó con prontitud en el reconocimiento diplomático, la concesión de créditos ( 140 millo· nes de rublos en 1959), las ofertas comerciales y el suministro de armas checas. Sékou Touré fue invitado a la capital soviética. Kruschev prometió visitar Conakry y Breznev lo hizo. Daniel S. Solod, que había prestado importantes servicios como embajador en Siria y Egipto, fue trasladado a Guinea con Ja misión de convertir Conakry en un centro de influencia y actividad soviéticas en Africa occidental. Malí y Ghana entraron en esta escena de forma más o menos fortuita. Malí ~o Sudán francés, como aún se llamaba) fue el pariente pobre de una efímera unión con Senegal que se desmoronó en agosto de 1960 bajo el peso de las incompatibilidades entre ambos asociados. País inmenso, árido y sin salida al mar, no tenía nada que ofrecer a un aliado, pero una amistad igualmente tibia fue la que llevó a Modibo Keita, un socialita de la línea de Sékou Touré, a entrar en la esfera de influencia soviética de la mano de Guinea. Los rusos le ofrecieron créditos por valor de 40 millones de rublos y el aeropuerto de Bamako quedó abierto a los servicios de la compañia aérea soviética Aeroflot. A Ghana, independiente desde hacía tres años, se le ofrecieron en esta época 160 millo· nes de rublos, aunque en un principio Moscú sólo había mostrado un superficial interés en Ghana y no habia enviado embajador hasta 1959. Nkrumah era un firme partidario de la Commonwealth, sincero por lo que respecta a su necesidad de ayuda occidental y -a los ojos de Moscú- un típico producto del equivocado sector de la burguesía africa· na que estaba siempre dispuesto a hacer tratos con los británicos. Pero Nkrumah había sido asimismo el primero en tender 1,1na mano a Sékou Touré, concedió ayuda y refugio a la auténticamente revolucionaria Union Populaire du Carneroun y se convirtió en un profundo y feroz antiamericano tras el asesinato de su amigo Lumumba. Era un péndu· lo que oscilaba ahora en el sentido que convenía a Moscú. Al igual que Sékou Touré y Modibo Keita, también él iba a recibir el premio Lenin; Sin embargo, al cabo de pocos años no quedaba nada de este panorama pro soviético en África occidental. Tras la caída de Nkrumah en 1966, el régimen del general Ankrah expulsó a todos los expertos soviéticos (unos 1.000), así como a la mayor parte de los miembros de las embajadas soviética, cubana y china, y al conjunto de la misión comercial alemana-oriental; las relaciones con la URSS degeneraron en un intercambio de insultos. Modibo Keita sobrevivió hasta 1968 (en que fue destruido por el ejército y encarcelado hasta su muerte, ocho años más tarde), pero la «cone· xión» rusa languideció casi desde el principio, la ayuda soviética llegó a suspenderse

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por completo y, aunque en los años setenta se dijo que un grupo de rusos estaba realizando prospecciones mineras en Malí septentrional y oriental, la creencia común era que la URSS estaba más interesada en posibles campos de aterrizaje para aviones o paracaidistas. La inicial y sumamente prometedora asociación con Guinea se fue al traste aún más rápidamente cuando, en diciembre de 1961, Solod fue obligado a hacer el equipaje y abandonar el país acusado de complicidad en un complot de inspiración comunista contra Sékou Touré. Moscú envió nada menos que a Anastas Mikoyan para tratar de arreglar las cosas, pero no lo logró, y en 1962 Sékou Touré dio el primer paso hacia una posición más neutral al aceptar 70 millones de dólares de ayuda estadounidense. Durante la crisis de los misiles cubanos se negó a permitir que los rusos utilizaran el aeropuerto de Conakry, que ellos mismos habían construido. Irónicamente, el primer reactor que aterrizó allí fue francés. La consecuencia más importante de estos fracasos rusos en África occidental fue el impulso que dieron a una nueva concepción del continente africano en Moscú. Las interv~nciones rusas en Guinea, Ghana y Malí fueron en parte fortuitas y en parte ideológicas originariamente. Su principal instrumento, sin embargo, fue económico: dinero y asesoramiento de expertos. Los créditos .rusos (de los qu~ se pudo disponer con unas condiciones de pago excepcionalmente favorables) debían utilizarse para financiar proyectos de gran envergadura que contasen con la aprobación' de ambas partes, para cubrir el déficit de la balanza comercial, ya que las impo1taciones rusas no podían pagarse con la bauxita Guinea o el cacao de Ghana, y asimismo para contribuir al entrenamiento de africanos occidentales en la URSS. Moscú pretendía de esta forma que estos estados se desligasen de sus vínculos económicos con Occidente, y aspiraba también a asegurarse el control de sus exportaciones y a introducir a expertos rusos. Pero los expertos resultaron ser más numerosos que bien recibidos (llegó a haber en una época 3.000 sólo en Guinea). Tenían tendencia a recomendar obras deslumbrantes y llamativas más que útiles -como, por ejemplo, un gran estadio o gran teatro en Conakry- y la colectivización agraria que promovieron fue tan impopular que en Guinea provocó agitaciones y malestar social que el gobierno hubo de reprimir. Se importaron cantidades excesivas de productos rusos. Las facturas y el resentimiento se fueron acumulando. Lo peor de todo desde el punto de vista de Moscú era el sentimiento cada vez más extendido de que los rusos sólo estaban interesados en hacer tratos para su propio y exclusivo provecho desde una posición de fuerza. Esto no era del todo justo. Durante toda la década de los sesenta, la URSS compró el cacao de Ghana a un precio bastante más alto que el mundial. La URSS fue para Ghana un cliente seguro y fijo y, cuando cayeron los precios mundiales, las compras rusas frenaron la caída al reducir la oferta a otros mercados. El contrato con los rusos mantuvo los precios en los tradicionales mercados de Ghana más sostenidos de lo que lo hubieran estado en otro caso. En Guinea, por el contrario, la avidez rusa de bauxita estuvo muy lejos de tener algún parecido con la generosidad o el tacto. Después de que expertos soviéticos hubiesen hecho prospecciones de las reservas existentes en Kindia, se creó una compañía que se denominó conjunta; en realidad, fueron únicamente rusos los propietarios y administradores de la misma. Los beneficios de esta compañía se destinaron en un primer momento a una cuenta de compensación para contrarrestar las compras guineanas de armas y otros artículos soviéticos pero fueron falseados en el peor estilo neocolonialista. Por añadidura, la URSS se las ingenió para pagar 6 miserables dólares por tonelada de bauxita en todo el período transcurrido hasta 1976, fecha en que

el precio se elevó a 16 dólares que de todas formas sólo equivalía a las dos terceras partes del precio mundial. Al rencor así generado se sumó la negativa rusa a ayudar a Guinea a crear una flota pesquera o a entregar ningún porcentaje de sus propias capturas en aguas guineanas, una tacañería ridícula que contrastaba profundamente con la actitud de los alemanes orientales y los cubanos, que estaban totalmente dispuestos a ceder parte -en el caso cubano la totalidad- de las suyas. En suma, Guinea, Ghana y Malí no cumplieron casi ninguno de los fines que los rusos se habían propuesto y su contribución a la imagen de la URSS en África fue peor que nula. Pero estos países fueron un terreno de pruebas. En estos años, Moscú estaba desarrollando un estilo nuevo, más pragmático, como resultado de la muerte de Stalin, en 1953. La muerte de Stalin dio rienda suelta a un fennento intelectual que el temperamento de Kruschev alentó aún más. Las rígidas categorías dogmáticas con las que se había movido el pensamiento comunista estalinista se hicieron más flexibles y Kruschev, un viejo intelectual con prisas, se mostró más que dispuesto a remover las aguas sin importarle demasiado adonde pudiera conducir el espíritu de indagación. África, que en cualquier agenda soviética ocupaba siempre uno de los últimos lugares, no fue una de las causas que precipitaron esta nueva actitud, cuyo principal motor, en cuanto a la política exterior se refiere, lo constituyó probablemente la determinación de los nuevos dirigentes de encontrar un terreno propicio para poner fin a la disputa con 11to. Pero sí tuvo repercusiones en la política africana. La búsqueda de amigos en África ya no tenía que limitarse a dirigentes cuyas credenciales superasen el examen de ortodoxia estalinista, lo que de hecho no ocurría con ninguna destacada figura africana. Cualquier nacionalista, con tal de que se orientara en una dirección socialista, podía ser un amigo y aliado aceptable. ~a vía «no capitalista» --un témüno favorito de Kruschev, muy útil dada su vaguedad- era a partir de ahora digna de todo respeto. Fue en este contexto en el que se establecieron los lazos con Sékou Touré, Nkrumah y Keita sin dañar ni violentar los postulados soviéticos básicos y, aunque estos vínculos en particular sólo produjeron decepción, la política subyacente en ellos siguió viva. En consecuencia, Moscú contó con un campo de maniobra diplomática muchísimo más amplio. Moscú también empezaba a estar mucho mejor informado. El Instituto Africano experimentó una expansión, particularmente en sus secciones económica y social y, al morir Potekhin, en 1965, la dirección recayó en V.G. Solodovnikov, un economista (y, desde 1976, embajador en Zambia). También se puso a Solodovnikov a la cabeza de un Consejo Coordinador de Estudios Africanos, creado por la Academia de Ciencias en 1966. Hacia 1970, la URSS contaba con 350 becarios trabajando en temas de etnografía, economía, derecho, filosofía, historia y geografía africanas; 22 de ellos alcanzaron el grado de doctores. Cuando Solodovnikov abandonó el Instituto Africano, el prestigio de este órgano era tal que fue sucedido por el hijo del ministro de Asuntos Exteriores, A. A. Gromyko. Un similar desarrollo de los estudios africanos se produjo en Leningrado y en las universidades de los países de Europa del este. Fueran o no éstas las razones, el caso es que fue muy diferente la forma en que Moscú trató las crisis y las oportunidades derivadas de las dos grandes guerras civiles de los años setenta, en el Congo y en Nigeria. En el primero de estos países, la URSS respaldó al principio la intervención de la ONU, en parte porque Lumumba -que era el candidato de Bélgica para dirigir el nuevo Estado-se ajustaba a'ta idea que Moscú tenía de un adecuado líder socialista africano; pero cuando Lumumba fue expulsado y más tarde asesinado, Moscú atacó a Hammarskjold por su forma de manejar la situación y amenazó

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con una intervención militar unilateral en apoyo del heredero de Lumumba, Antoine Gizenga. Gizenga, sin embargo, no contó con un respaldo suficiente en el país ni en los territorios vecinos (la hostilidad sudanesa selló el destino de su revuelta en la provincia Oriental); su rebelión creó una alianza temporal entre Kasavubu y Tshombé que actuó en detrimento de los objetivos rusos; y el resultado final -el establecimiento de Mobutu, la gran esperanza negra de Estados Unidos- vino acompañado del cierre de la embajada soviética en Kinshasa. La URSS se retiró, perjudicada por sus propios errores de cálculo. Asimismo, había ofendido a la gran mayoría de los miembros de la OUA, organización que vio la luz en 1963, en gran medida como consecuencia de esta guerra. Por el contrario, Moscú fortaleció considerablemente su posición en Nigeria durante la guerra civil en este país. Fue una victoria del pragmatismo sobre la ideología. Lá URSS había tardado en prestar atención a Nigeria. Aunque un embajador nigeriano fue a Moscú unos meses después de que su país accediera a la independencia en 1960, Moscú no correspondió a esta muestra de cortesía hasta 1964. Sus simpatías instintivas no estaban con el dominante norte ni con un general como Johnson Ironsi que era considerado como un miembro de una casta feudal y pro británica. Pero la decepción con respecto a los dirigentes civiles del África occidental llevó a Moscú a ver con buenos ojos a los militares, de los que podía esperarse que dirigieran gobiernos más estables y que resultaran ser amigos más previsibles y duráderos. La teoría se ajustó a las necesidades prácticas presentando al ejército como una fuerza popular y progresista que barría y eliminaba las lacras burguesas capitalistas. Gowon, el sucesor de Ironsi, no procedía del norte y dio varias muestras de querer aliarse con Awolowo, al que liberó de prisión. (Awolowo se había ganado el favor de Moscú inmediatamente después de la independencia al convertirse en el primer líder de la oposición en el Parlamento federal. Moscú esperaba ahora, equivocadamente, que Gowon le concediera el puesto de primer ministro.) Además, al orientarse Ojukwu hacia la secesión biafreña, quedó claro que una abrumadora mayoría de los miembros de la OUA se oponían a él. Moscú no pretendía ofenderles. Decidió respaldar -y armar- a Gowon. Las negociaciones se llevaron.ª cabo con rapidez, profesionalidad y gran facilidad si se tiene en cuenta que Nigeria estaba negociando aún con la URSS para conseguir ayuda económica. Los planes de desarrollo de Nigeria eran tan vastos que no podía obtener toda la ayuda que necesitaba sólo de Occidente de forma que, venciendo su profundo anticomunismo, se volvio también hacia la URSS y Europa oriental. En 1967, un equipo de cinco expertos rusos estuvieron cuatro semanas en Nigeria viajando por muchas partes del país y estudiando las posibilidades de crear una industria siderúrgica (p~ra lo que, junto con otros proyectos, la URSS adelantó finalmente una suma de 140 millones de dólares a últimos de 1968). Pero al estallar la guerra civil, los problemas de Gowon se redujeron a uno solo: la obtención de armas. Gran Bretaña y Estados Unidos se negaron a concederle lo que quería y se dirigió entonces al embajador ruso, Alexander Romanov, un hábil y sensible negociador que no se propuso hacer un trato excesi· vamente duro (en cualquier caso Lagos estaba dispuesta a pagar al contado) y entendió que aunque no era posible conseguir una Nigeria comunista, sí podía conseguirse una Nigeria amiga. Unas semanas después del inicio de las hostilidades, comenzaron a llegar armas rusas y checas y el apoyo soviético a Gowon siguió siendo firme y abierto. Fue una política que logró los limitados objetivos que se había propuesto. Los sucesivos gobiernos nigerianos, todos ellos profundamente anticomunistas, mantuvieron las afables relaciones con la URSS que se habían establecido durante la guerra civil.

Por espacio de diez años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la URSS no pudo encontrar una vía de acceso a África del Norte. La oportunidad se presentó de una forma curiosamente indirecta. Nasser quería armas que no podía obtener de Occidente. No conocía a los sucesores de Stalin pero al ir hacia Bandung tuvo un inesperado encuentro con Zhou Enlai en el aeropuerto de Rangún. Le explicó sus problemas y Zhou le sugirió que probase con Moscú, prometiéndole que intercedería a su favor. Tras varias discusiones en El Cairo y Praga, los rusos enviaron a Shepilov a El Cairo para dar a entender a Nasser que podía hacer lo que quisiera con los comunis· tas egipcios: no entraría dentro de los términos de un posible acuerdo sobre armamento el que dichos comunistas hubieran de beneficiarse del pacto. Cuando un año más tarde los estadounidenses se negaron a aportar su ayuda para la financiación de la presa de Asuán, Nasser declaró que de todas formas seguiría adelante con el proyecto. Contaba con obtener la ayuda rusa. Fue una oportunidad para la URSS que, tras cierta vacilación inicial, se metió de lleno en el asunto hasta el punto de ofrecerse a financiar la primera fase de construcción de la presa. Cuando Francia y Gran Bretaña alentaron a Israel a invadir Egipto y se unieron en la tentativa de derrocar a Nasser, la posición de Moscú acabó de consolidarse. Este matrimonio de conveniencia funcionó razonablemente bien mientras estuvo personificado por Nasser y Kruschev. La URSS proporcionó medios de transporte a Nasser para su expedición al Yemen en 1962 y dos años después Kruschev asistió a las celebraciones de Asuán con motivo de la inauguración de la presa. Esto ocurrió unos meses antes de su caída. Por entonces sus colegas ya le acusaban de adular excesiva· mente a Nasser. Las dudas y desconfianza con respecto a Nasser se intensificaron cuando el dirigente egipcio se negó a respaldar a la URSS en la disputa con China sobre si la primera era una potencia asiática y por tanto capacitada para asistir a una segunda conferencia de Bandung. Durante el ataque israelí sobre Egipto en 1967, El Cairo acusó al Kremlin de prestar sólo un raquítico apoyo militar y diplomático. Cuando Nasser murió en 1970, la presencia rusa en Egipto había llegado a ser tan per· turbadora como extensa. En 1972, Sadat exigió la inmediata retirada de los 20.000 consejeros y expertos soviéticos. Abandonaron el país en el plazo de siete días. Sadat se apoderó de todas sus instalaciones y mat~rial. Tanto Nasser como Kruschev eran jefes de Estado excepcionalmente francos. Ambos fueron capaces de abrirse camino a través de gran cantidad de recelós, inevitables en el diálogo entre dos países que se conocían tan poco entre sí como Egipto y la URSS. Sus sucesores carecieron de esta habilidad. Sadat sospechaba que el Kremlin apoyaba las intrigas de Ali Sabry y otros adversarios que tenía que el interior del país. Sospechaba también que Breznev deseaba llegar a un acuerdo global con N ixon por el que, entre otras cosas, ambas superpotencias dejarían de prestar ayuda a los árabes para la lucha contra Israel. Sentía rencor por haber tenido que ir a mendigar a Moscú dos veces en un mismo año, sin que esos viajes hubiesen servido de gran cosa. Por su parte, Breznev sospechaba que Sadat -al que consideraba acertadamente mucho menos radical que Nasser- llevaba a cabo detestables e infames transacciones con acaudalados saudíes y estadounidenses. En la guerra de 1973, la URSS, tragándose su orgullo en un intento de recuperar el terreno perdido, salvó a Egipto y volvió a suministrarle armas, pero fue sólo un intervalo en el proceso de separación de Sadat con respecto a la alianza rusa de N asser y de acercamiento a Carter y Begin que se consumaría en el encuentro de Camp David. En 1976, Sadat derogó el tratado que

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había concertado con la URSS en 1971. El Kremlin había perdido la pieza más valiosa de cuantas tenía en África. La URSS también tuvo sus tropiezos en Sudán. Moscú en seguida reconoció y acogió favorab\emente la independencia sudanesa; clasificó a Abbud, al acceder éste al poder en 1960, como un combatiente progresista, y el golpe de Numeiry en 1969 alentó aún más a los rusos. Numeiry concedió al comunista Mohammad Ahmed Mahgoub un puesto en el gabinete, y la coincidencia de golpes de Estado similares en Somalía y Libia creó la grata ilusión. de que pudiera constituirse un bloque de izquierdas compuesto por estos tres países además de Egipto. Pero al año siguiente, Numeiry expulsó a Mahgoub de Sudán y, cuando éste regresó y fomentó un revuelta, lo mandó ejecutar. Esto resultó particularmente embarazoso para Moscú, que había aplaudido er golpe en la creencia de que ya había triunfado. Más importante que Sudán y apenas menos tentador que Egipto era Argelia. Mers el-Kebir era una base naval casi tan atractiva como Alejandría y, dada su orientación hacia Occidente en el Mediterráneo, ofrecía oportunidades de flanquear a la OTAN y.podía servir de contrapeso al fortalecimiento que para la alianza occidental suponía la adhesión de Grecia y Turquía. P~ro las relacione~ ruso-argelinas no fueron nunca fáciles. Moscú era poco entusiasta con respecto al FLN, cuyos líderes parecían situarse justo en el extremo contrario del espectro socialistá. Tenía sus dudas sobre si era prudente ofender al Partido Comunista francés y a su homólogo argelino, ambos hostiles al FLN. También dudaba sobre si convenía ofender a De Gaulle teniendo en cuenta que era una espina para Washington. El reconocimiento ruso del FLN como gobierno no se produjo hasta 1960 (China lo reconoció en 1958), y el respaldo soviético siguió siendo restringido hasta que el fracaso del golpe de los generales franceses en 1961, seguido de la segunda conferencia de Evian en 1962, selló el éxito del FLN. Moscú dio entonces a Ben Bella un apoyo entusiasta hasta su caída en 1965, en que, con una rapidez casi indecente, buscó la amistad de Bumedián con igual ardor. El problema de Argelia era cómo conciliar sus intereses con la URSS y con Francia de modo que pudiera obtener ventajas por ambas partes. DesarroÜó sus vínculos comerciales con la URSS mediante una serie de acuerdos, envió a cientos de jóvenes a estudiar a la URSS y acogió a unos 2.000 técnicos soviéticos y otros tantos consejeros militares. Pero contrató a un número similar de técnicos franceses y de otras nacionalidades; insistió en rendir homenaje a dirigentes heterodoxos como Tito y Ceaucescu¡ y se manifestó a favor de que tanto la flota estadounidense como la rusa se retirasen del Mediterráneo. Argelia se convirtió en un claro ejemplo de la principal dificultad de la URSS en África. Las simpatías ideológicas condujeron a una ayuda militar pero a poco más. Las economías rusa y argelina no eran complementarias; sus diversas necesidades y recursos no se acoplaban correctamente. La URSS, cuya agricultura crónicamente enferma necesitaba fosfatos, podía obtenerlos en mayores cantidades de Marruecos que de Argelia; pero ideológicamente Marruecos se oponía a la URSS y estaba también enfrentada con Argelia. La URSS lo pasó mal en África orientaL En Tanzania, Nyerere no trató de ocultar que desconfiaba de Moscú tanto como de Washington. En Kenia, la URSS cometió un grave error táctico al respaldar a Oginga Odinga, que, en el momento de la independencia en 1963, parecía ser el candidato favorito de Kenyatta para ocupar el puesto número dos pero se arrogó atribuciones que no le correspondían y cayó en desgracia en 1966. Aunque Kenya no había suscrito ningún acuerdo de armamento con la URSS,

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annas soviéticas y checas llegaron al país y fueron halladas en fincas de Odinga. Ken· yatta acusó a Moscú de organizar y financiar una conspiración contra él y a Odinga de ser un agente comunista. Los diplomáticos rusos y de otros países comunistas fueron expulsados del país. En esta parte de África, lo mejor que Moscú podía hacer era mejorar sus relaciones con Uganda, lo que efectivamente hizo incluso bajo el mandato del atroz Amin (a cuya corte fue enviado como embajador en 1972 un colabotador'del ministro de Asuntos Exteriores, Alexei Zakarov). Pero Uganda, que no tenía salida al mar, era el menos prometedor de los estados africano-orientales en términos geopolíticos. La URSS encontró compensaciones más al norte. En 1963, concertó un primer acuerdo con Somalía, ofreciéndole créditos y subvenciones por valor de 35 millones de dólares. Las relaciones se estrecharon tras el golpe de 1969 que llevó al poder al coronel Siad Barre. En pago a la ayuda prestada, a la URSS se le permitió la construccióú de una base naval en Berbera y de una base aérea en Hargeisa, el almacenamiento de misiles y otros tipos de armamento, y facilidades para los servicios de inteligencia y las telecomunicaciones. En 1972, cuando las posiciones de la URSS en Egipto y Sudán comenzaron a ser poco seguras, el mariscal A. Grechko, ministro ruso de Defensa, realizó una visita a Somalía. Le siguió dos años más tarde el presidente Podgomy, que firmó un tratado de amistad y colaboración de diez años de duración, el cual, entre otras cosas, saldaba la deuda que Somalía tenía contraída con la URSS, lo que realmente era una poco habitual muestra de generosidad. Hacia 1977, la ayuda militar soviética a Somalía había alcanzado los 250 millones de dólares, había 2.000 técnicos militares rusos en el país y el valor de las bases y del material disponible para la utilización soviética era de alrededor de 1.000 millones de dólares. La URSS había apostado fuerte. Sus intereses en la zona eran considerables. Todo esto tenía más que ver con el océano Índico que con el continente africano. La preocupación rusa por estas aguas viene de muy antiguo. Con anterioridad a 1917, el Imperio otomano y Persia bloqueaban el acceso de Rusia a lo que es en realidad un segmento de la principal ruta marítima del mundo. A partir de esa fecha, una serie de estados árabes y sus garantes occidentales interceptaron el camino hasta que en 1955 el convenio de armamento con Egipto abrió una puerta de acceso a Oriente Medio y de esa forma, a través del mar Rojo, al océano Índico. Y en 1971, Adén pasó a formar parte del estado independiente y de izquierdas de Yemen del Sur; se trataba de un puesto avanzado estratégico de enorme importancia si podía integrarse, bajo la tutela soviética, en un grupo más amplio de estados clientes de la URSS. En la medida en que se fueron debilitando sus posiciones en Egipto y Sudán, la URSS empezó a interesarse por contrarrestar el dominio estadounidense en Etiopía, país que, tras su virtual anexión de Eritrea en 1952, disponía de 1.500 kilómetros de costa del mar Rojo (estando la costa opuesta bajo el control de un amigo todavía más incondicional de Washington, Arabia Saudí). Durante los años sesenta, además, Estados Unidos desarrolló sus misiles Polaris-A3 con un alcance de 4.000 kilómetros. Si esta nueva arma se lanzaba desde barcos situados en el océano Índico, sería capaz de alcanzar ciudades soviéticas. La primera reacción de Moscú fue una propuesta para declarar el océano Índico zona desnuclearizada. Al caer en el vacío esta idea, el almirante S. G. Gorshkov, padre de la moderna mari· na de guerra soviética, envió una fuerza simbólica desde Yladivostok al océano Índico y estableció allí durante los años setenta una patrulla permanente. De esta forma, el desarrollo del poderío naval ruso, uno de los rasgos más sobresalientes de la lucha posbélica entre las superpotencias, se llevó a cabo en aguas en las que una gran cantidad

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del petróleo importado por Estados Unidos y dos tercios del que importaba Europa occidental se encontraba en peligro. A mediados de los años setenta, ciertos acontecimientos proporcionaron a Moscú una oportunidad de aumentar enormemente su esfera de influencia en esta parte del globo. En 1974 se produjo la caída de Haile Selassie. Anciano y con muchas cargas sobre sus espaldas -su heredero había sufrido un ataque en 1973; su alianza con Israel sucumbió en la guerra de ese año en Oriente Medio; la cordialidad de Estados Unidos se había visto debilitada; los estudiantes organizaban manifestaciones y tumultos y los obreros huelgas- hizo un intento de aflojar la mordaza que había puesto a su mal gobernado país y todo el pasado se le echó entonces encima. En la consiguiente confusión, las potencias extranjeras se anduvieron con pies de plomo. Estados Unidos, que toda· vía estaba realizando el traslado de su base etíope de Kagnew a un nuevo puesto fortificado en Diego García en el océano Índico, continuó suministrando durante algún tiempo ayuda financiera, armas y entrenamiento. Por su parte, la URSS se veía impulsada en dos diferentes direcciones: su aliado somalí era profundamente hostil a Etiopía, pero la · oportunidad de desplazar en este país a los estadounidenses resultaba sumamente atractiva para Moscú. Hacía mucho tiempo que Moscú era consciente de la importancia de Etiopía. En 1959, cuando la monarquía etíope estaba firmemente asentada en el campo estadounidense, la URSS había enviado como embajador en Addis Abeba a A. V. Budakov, jefe del departamento africano del Ministerio de Asuntos Exteriores, y Moscú había asimismo ensalzado el papel desempañado por Haile Selassie en la creación de la OUA, había calificado a su anticuado y represivo régimen de progresista, y le había concedido una ayuda relativamente generosa. Tras su caída, Moscú se encontró en posesión de un arma de la que Washington carecía. Podía armar al nuevo régimen. Washington no. El suministro de armas a la Etiopía de Mengistu hacía peligrar la alianza con Somalia pero Moscú esperaba que ambas cosas fueran compatibles. En 1977 se decidió a dar el paso decisivo. Se aseguro el control de la capital, aunque no de la totalidad del país. Se perfiló como el líder al que debía respaldarse, pero tendría que ser respaldado tanto frente a sus enemigos internos como externos, y en particular frente a Somalia. Moscú se dirigió a Castro para que persuadiera a Siad Barre a olvidar su dis· puta con Etiopía y le instara a unirse a una agrupación de izquierdas cuyo núcleo lo constituirían Etiopía, Somalia y Yemen del Sur. Las simpatías de Castro estaban con los somalíes (y los eritreos) más que con los etíopes: había habido una misión de entrenamiento cubana en Somalia desde 1974. No obstante, aceptó el encargo de Moscú. Como era previsible, no logró convencer a Barre de que renunciara a la oportunidad dorada de arrebatar a Etiopía la provincia de Ogaden durante tanto tiempo disputada. Inmediatamente después, Castro volvió a complacer a Moscú nuevamente. Puso sus ejércitos a disposición de Moscú y de Addis Abeba para derrotar a sus antiguos amigos somalíes. Los primeros contingentes se trasladaron desde Cuba hasta Moscú y de allí a África. Otras unidades llegaron más tarde desde Angola por vía aérea y marítima. Estas fuerzas consiguieron detener la conquista de Harar y Diredawa por parte de los somalíes, frenaron el avance somalí y luego lo rechazaron por completo. La contribución rusa a estas operaciones consistió en un puente aéreo vía Adén que, a partir de octubre de 1977, transportó 550 tanques T54 y T55, al menos 60 Mig-17 y Mig-21 y 20 Mig-23, SAM 2, y 3 misiles tierra-aire, lanzamisiles BM21, artillería de 152 y 180 mm, sistemas antiaéreos de autopropulsión, carros blindados para transporte humano y mucho más. Para la URSS no se trataba sólo de una

maniobra estratégica, sino de una demostración de fuerza, eficacia y seguridad. Su signi· ficación era tanto mayor por cuanto nunca antes de ahora, ni siquiera para defender sus posiciones en Egipto, había recurrido la URSS al uso directo de la fuerza en África. Pero una vez que hubo salvado a Etiopía de un ataque somalí, la URSS no permitió un con· traataque etíope sobre Somalia, una prudente limitación probablemente dictada por la determinación de no provocar excesivamente a Estados Unidos y evitar así una abierta confrontación entre las superpotencias. Pero, incluso con ayuda rusa, Mengistu sólo consiguió mantener a distancia a sus enemigos y pedir más ayuda. Cuando Gorbachov subió al poder estaba claro que Mengistu era mucho más caro de lo que valía la pena. Se le dijo que tanto la ayuda rusa como las tropas cubanas desapar~cerían. Las derrotas infligidas a los somalíes permitió a Mengistu resistir las suyas propias en la lucha contra los eritreos hasta que, de nuevo con la ayuda rusa y cubana, pudo lanzar una contraofensiva. De momento, Mengistu se había salvado, y la URSS se había implicado o, como algunos pensaban, se habían metido en un lío. La Etiopía de Mengistu, no menos que la de Haile Selassie, era un imperio mosaico dominado de forma precaria por su minoría cristiana amharica. Aparte de los problemas con los eri· treos y somalíes, al Deurg se oponían los pueblos aromo del sur (que constituían aire· dedor de la mitad de la población del país) y los tigrayanos en el noroeste. En la conferencia islámica de Taif celebrada a principios de 1981, once miembros de la OUA se unieron en una unámime condena de la represión a que eran sometidos los musul. manes en el Cuerno de África. Ni como aliado ni como subordinado era probable que Etiopía resultase ser una ventajosa baza para el poderío mundial ruso. Al producirse la caída de Salazar en Lisboa en 1974, la URSS envió a V.G. Solo· dovnikov como embajador a Zambia. Solodovnikov no había ocupado ningún puesto diplomático hasta entonces. Era el más destacado africanista de Moscú. Se decía que le había sido concedida una elevada posición en el KGB. Persona accesible y cordial aunque no gustaba de frecuentar sin embargo los cócteles diplomáticos, le fue encomendada la tarea de hacer de Lusaka el centro de influencia e información soviético que El Cairo y Conakry no habían logrado ser. Solodovnikov estaba tan interesado por el ZAPU de Rodesia y la SWAPO de Namibia como por los asuntos de Zambia. Por estas mismas fechas, la URSS creó una embajada asombrosamente importante en Botswana. Durante el resto de la década, la URSS llevó a cabo una política de escaso riesgo en África, en contraste con sus anteriores actuaciones en el Cuerno. Prestó un mínimo apoyo a los movimientos insurgentes de Rodesia y Namibia, suficiente para que siguieran adelante y para mantener buenas relaciones pero nada más. En Angola se las arregló para intervenir sólo de forma indirecta pero su actitud se fue haciendo cada vez más vigilante. En 1976, el general (más tarde mariscal) S. L. Sokolov en el trans· curso de su viaje a África llegó por el sur hasta Mozambique. Al ano siguiente, un grupo compuesto nada menos que por once generales ru~os se concentraron en el sur de Angola y un año más tarde el general V. I. Petrov visitó Angola y Mozambique. Estos exploradores eran de notable importancia. Sokolov era miembro del grupo más alto de la jerarquía militar, grupo compuesto sólo por cuatro personas. Petrov era el número dos de las fuerzas de tierra, había prestado servicios en el Lejano Oriente y había sido el máximo responsable de las operaciones en Etiopía y en el Cuerno. El grupo de los once generales incluía a especialistas en planificación, entrenamiento, intendencia, trasporte aéreo, radio y electrónica; estaban representados tanto el ejér· cito de tierra como el del aire. Todos estos trabajos de reconocimiento no condujeron

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a ninguna operación. Eran, no obstante, sintomáticos de la conciencia del Kremlin de que tales operaciones podrían ser deseables algún día. Un poco antes, una prestigiosa delegación del Instituto de Africa visitó (en 1976) las islas de Madagascar y Mauricio para dar testimonio del interés soviético en estas zonas. En 197 5, Madagascar dio un brusco giro a la izquierda con la llegada al poder de Didier Ratsirake, mientras que en las islas Comores -situadas en el extremo septentrional del canal de 1.600 kilómetros que separa Madagascar de Mozambique y por el que pasan las tres cuartas partes de los minerales estratégicos de la OTAN-Ali Soilih (asesinado en 1978) llevó también a su país hacia la izquierda. Lo mismo hizo France-Albert René en las Seychelles en 1977. Pero las más importantes novedades ocurridas en el África austral en los años setenta fueron las secuelas del derrumbamiento del dominio portugués. En Mozambique, Samora Mache! estableció, prácticamente sin oposición, un Estado de partido único que era claramente izquierdista en los asuntos internos pero no alineado por lo que se refiere a los bloques de poder en la política internacional. En Angola, la lucha por la sucesión fue más conflictiva y dio lugar a una de las más extrañas intrusiones de toda la historia del continente: la llegada en masa de los cubanos. Esta sorprendente iniciativa fue provocada por el temperamento personal de Fidel Castro, pero hubiera sido imposible sin la ayuda y la aprobación rusas. Proporcion6 a Moscú un instrumento vicario en una zona en la que se resistía a actuar directamente y de la que (al igual que Washington) desconocía probablemente todavía demasiadas cosas para que sus operaciones tuvieran buenos resultados. Condujo asimismo a la utilización de fuerzas cubanas en el Cuerno de África. Como consecuencia de las sanciones económicas estadounidenses contra Cuba, tro había llegado por estas fechas a depender decisivamente de la URSS. Una serie de desastres económicos internos lo habían puesto a la entera disposición de Moscú. Pero es poco probable que la URSS le hubiera pedido intervenir en África si la idea no se le hubiera ocurrido a él en primer lugar. África siempre había atraído a Castro. Cuba era demasiado pequeña para él; sus intentos de propagar su revolución en América Latina habían fracasado; y cuando recordó que «sangre africana corre por nuestras venas» y habló de los africanos como de sus hermanos y hermanas, estaba expresando algo que era para él tan real como romántico. Quería ayudar. Después de dos años de su llegada al poder, envió instructores para ayudar al entrenamiento de guerrillas en campos de Ghana. Dos años más tarde, en 1963, una segunda misión de entrenamiento fue enviada a Argelia. Pero aquí la ayuda fue más lejos del simple entrenamiento. Cuando Argelia se vio envuelta en una lucha fronteriza con Marruecos, Castro envió a Ben Bella tres bar· cos y un avión cargados de material, acompañados por cubanos que sabían cómo manejarlo. Estos cubanos hubieran intervenido sin duda en la lucha si ésta no se hubiera acabado justo antes de que alcanzaran la línea de fuego. Las tropas de combate fueron entonces evacuadas, pero la misión de entrenamiento perm,aneció allí hasta la caída de Ben Bella en 1965. Castro intervino también en el Congo. Algunos consejeros y una pequeña fuerza de combate de unos 200 hombres con Che Guevara en persona, acudieron en ayuda de los herederos de Lumumba, pero el golpe de Mobutu a finales de 1965 puso fin a su aventura. Unos cuantos de aquellos consejeros cruzaron el río Congo hasta Brazzaville, pero cuando, al año siguiente, la misión cubana en Ghana se retiró después de la caída de Nkrumah, las expediciones africanas de Castro parecían haber resultado tan inútiles como las que había enviado a América Latina.

Pero el líder cubano no perdió el interés por la zona. La cabeza de puente de Braz. zaville fue seguida de otra en Conakry -la capital africana más próxima al Caribe y centro de entrenamiento de las guerrillas que combatían contra los portugueses en Guinea· Bissau-Castro organizó también una fuerza de seguridad interior y una guardia personal para Sékou Touré y otras para los presidentes Alphonse Massembe-Debat de Brazzaville y Siaka Stevens de Sierra Leona. (En los años setenta extendió sus activi· dades a Yemen del Sur, la provincia Dhofar de Omán, y los Altos del Golán.) Castro estableció contactos con los movimientos de liberación de todas las colonias portuguesas de África durante los años sesenta. El escenario angoleño era particularmente confuso. Surgieron docenas de movimientos, pero confluyeron en tres fuerzas principales: el MPLA de Agostinho Neto, el FNLA de Holden Roberto y la UNITA de Jonas Savimbi. El FNLA parecía la más efectiva, pero Roberto era anticomunista y estaba estrechamente ligado a Mobutu. Obtuvo ayuda de diferentes lugares: Zaire, China, .Rumania, Libia y Estados Unidos (que permanecieron fieles a Portugal hasta el último minuto pero desviaron el grueso de su ayuda hacia el FNLA a principios de 1975). Por lo tanto, la URSS respaldó a Neto, pero sólo esporádica· mente; el año anterior a la caída de Salazar la ayuda rusa se había reducido hasta tal punto que Neto recurrió desesperado a los países escandinavos y a Cuba. Pero seis meses después del golpe en Portugal, Moscú reanudó su ayuda y, cuando el FNLA atacó al MPLA en marzo de 1975, salvó de hecho a Neto al enviarle urgentemente suministros y armas por avión vía Conakry y Brazzaville, y también por mar. En octubre, China se había retirado de la escena, incapaz de igualar la ayuda rusa al MPLA, que -según la CIA- había hasta entonces recibido de la URSS y Europa del este armas por valor de 80 millones de dólares. Rumania también se retiró, pero Estados Unidos, tras ciertas vacilaciones, continuó y gastó mucho dinero. Estos éxitos del MPLA no sirvieron para nada porque en octubre, cuatro semanas antes de la fecha fijada para la independencia, Sudáfrica invadió el país. En n;viembre, el MPLA se autodesignó gobierno provisional; otros países africanos se apresuraron a reconocerlo y a denunciar la invasión sudafricana y a sus garantes estadounidenses; y Nigeria entregó a Neto 20 millones de dólares. No obstante, la posición de Neto era precaria. Esta vez fue Castro quien le salvó. · Castro y Neto se habían convertido en amigos personales. La ayuda cubana había contribuido a llenar el vacío dejado por Moscú cuando sus relaciones con Neto se enfriaron en 1973-1974. Varios cientos de consejeros cubanos llegaron a los campos del MPLA en abril y septiembre de 1975 y cuando Neto recurrió a Castro a primeros de noviembre en demanda de tropas para luchar contra los sudafricanos, no lo hizo en vano. La primera unidad llegó por avión do~ días más tarde. La componían ochenta y dos hombres disfrazados de civiles, avanzada de lo que llegaría a ser un ejército de 20.000 a 30.000 hombres. Los primeros refuerzos llegaron por mar a finales de noviembre y esta primera travesía del océano de casi 10.000 kilómetros iba a ser seguida por otras cuarenta y una en los seis meses siguientes de activas hostilidades. Hubo un momento en que estuvieron simultáneamente en el mar -en ruta hacia el este- no menos de quince barcos, la mayor procesión de hombres y material bélico que había cruzado el Atlántico desde que los estadounidenses habían navegado hacia el norte de África y Europa para luchar contra Hitler. El esfuerzo marítimo fue complementado por un puente aéreo en el que los anticuados Britannias cubanos, después de tomar tierra en Barbados, volaron a Guinea-Bissau y Brazzaville. Cuando la esca-

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la de Barbados fue suprimida bajo presiones de Estados Unidos al impedir que repos· tasen los aviones, se improvisó para sustituirla otra escala en las islas de Cabo Verde. La expedición cubana a Angola fue una apuest~ cuyo balance resultó positivo. Su fracaso hubiera puesto fir:i a la presencia cubana en Africa y quizá al propio gobierno de Castro en Cuba. Pero el éxito no fue completo. El MPLA no logró una victoria total sobre sus rivales internos, particularmente por lo que respecta a la UNITA, que siguió existiendo en el sur de Angola. Tampoco la expedición se desarrolló como Castro había pretendido. Él esperaba que sus tropas estuvieran de regreso en Cuba en seis meses y seguía esperándolo en una fecha tan tardía como marzo de 1976. En realidad, su fuerza destacada en el extranjero, que representaba una considerable proporción del total del ejército cubano formado por 160.000 hombres, se vio obligada a permanecer en Angola indefinidamente al objeto de mantener en el poder a Neto y (tras su muerte, en 1979) a su sucesor, José Eduardo dos Santos. Aún cuando los rusos pagasen las cuentas, el qui· jotismo de Castro impuso tremendos sacrificios amiles de cubanos, que lucharon, murieron 0 regresaron a sus casas en penosas condiciones. A diferencia de los piamonteses enviados por Cavour a hundirse en el lodo del Chómaia, no podían sentirse conforta· dos con la idea de que estaban pagando el precio de la independencia de su propio país. Nadie ha sido generoso con África, y los rusos han estado entre los menos gene· rosos. Si la ayuda económica es un instrumento diplomático de primer orden, la uti· lización que los rusos han hecho de él es entonces sorprendentemente escasa: ni siquiera se han preocupado de competir con sus rivales. A finales de los años setenta, la totalidad de la ayuda rusa para el desarrollo de otros países era equivalente al 0,002% de su PNB. Incluso Italia hacia algo más que eso. (Los paises más generosos eran Suecia, Holanda, Noruega y Francia, con un 0,99, 0,85, 0,82 y 0,6% respectiva· mente. Gran Bretaña dedicaba a este fin un 0,38% y Estados Unidos un 0,22, Suiza un 0,19 e Italia 0,09%. Aunque hay distintas formas de interpretar estas canti?ades, las posiciones relativas no resultan alteradas.) En el conjunto de la ayuda a Africa, tanto nacional como internacional, la URSS contribuye con menos del 3%. La ayuda económica por consiguiente es considerada por la URSS no como un instrumento de primer orden, sino como una inversión política de escasa importancia. Por otra parte, los efectos de la ayuda rusa pueden haber resultado mayores de lo que tales cifras sugieren porque estaba concentrada en un número relativamente pequeño de países. Algunos estados resultaban especialmente favorecidos: Egipto, Argelia, Marruecos, Guinea, Somalia. Fueron elegidos por razones políticas y eran susceptibles de ser abandonados por las mismas razones. Entre ellos, la URSS -como otros donantes- mostraba preferencia por grandes proyectos industriales más que, por ejemplo, por el desarrollo agrícola: en Egipto, por ejemplo, la presa de Asuán, las fábricas de acero de Helwan y las de aluminio de Nag Hammadi. Los técnicos sovié· ticos estaban también concentrados; de los 34.000 que había aproximadamente en África en 1977, sólo 5.000 estaban al sur del Sahara. L~ proporción entre créditos y ayudas a fondo perdido concedidos por la URSS era de 2 a 1 aproximadamente. Los intereses se situaban por debajo del 2,5% o incluso eran nulos; pero los períodos para su amortización eran comparativamente cortos, nor· malmente de diez o doce años, mientras que un crédito occidental podía amortizarse en un plazo de treinta o cuarenta años. La URSS se mostró incluso más reacia que otros acreedores a cancelar o renegociar las deudas, si bien Somalia fue favorecida en este sentido en 1974. La devolución de los créditos se efectuaba normalmente en mer-

candas a precios fijos, una práctica que provocó muchas protestas por parce de los deu· dores, que se veían así privados de los beneficios de la subida de los precios mundiales. En términos comerciales, sólo un 2% de los intercambios de la URSS se efectua· ban con países africanos, pero esta insignificante proporción no carecía de importancia, puesto que la URSS obtenía de su comercio con África un superávit que era más que suficiente para compensar el déficit de su comercio con Occidente. Para África, la URSS tenía poca importancia comercial: únicamente Egipto y Guinea llegaron a superar en alguna ocasión en sus intercambios con la URSS el 10% del total de su comercio exterior. La ayuda militar podía clasificarse en dos grandes categorías. Por un lado, estaba el suministro de material y el entrenamiento ofrecidos como un elemento más en su táctica de hacerse amigos en lugares prometedores; y, por otro lado, se hacían espe· dales esfuerzos para conseguir ventajas de interés estratégico. Las estadísticas de la ayuda militar mostraron por consiguiente grandes saltos en puntos cruciales. Duran· te los años setenta, hasta 1976 inclusive, la ayuda militar rusa y europeo-oriental ascendía a 300-350 millones de dólares al año. Estaba bastante extendida: más de la mitad de las fuerzas aéreas de los países de África adquirieron aviones rusos. En 1977, principalmente debido a Angola, la ayuda militar alcanzó los 1.500 millones de dólares y en 1978 otros 1.000 millones se gastaron sólo en Etiopía. Eran para la URSS cifras altas, una demostración de que Moscú estaba dispuesto a pagar el precio necesario para dar un paso decisivo en África. Las invitaciones y becas para estudiantes constituyen otro tipo de ayuda. Los riesgos que comporta son bien conocidos. Los estudiantes se sienten frecuentemente decepcionados por los países que les acogen y los rusos no tuvieron más éxito que los occidentales en evitar los desaires provocados por los prejuicios raciales. La URSS abrió sus brazos a los estudiantes extranjeros ya en 1922 cuando los primeros mongo· les fueron recibidos en Moscú, pero sólo tras la Segunda Guerra Mundial se desarro· liaron programas importantes para estudiantes. En la primera década de la posguerra, casi todos procedían de los países satélites europeos, pero con la descolonización de Asia y África, y la rivalidad durante la guerra fría para conseguir la amistad del Ter· cer Mundo, se dieron pasos encaminados a atraer también a estudiantes de aquellas zonas y de América Latina. Muy pocos sabían ruso. Pasaban por tanto un año preliminar aprendiendo la len· gua (para lo cual se reclutó a 4.500 profesores) y haciendo un curso de «socialismo científico». Algunos rechazaban esta segunda parte del programa pero quizá menos de lo que a los occidentales les gustaba suponer. Cuando los estudiantes de Kenia se declararon en huelga en Bakú en 1965 y pidieron regresar a su país, incluyeron en sus motivos de queja el adoctrinamiento a que eran sometidos; pero el comunismo formaba parte de lo que la URSS podía ofrecer y muchos estudiantes iniciaban estos cursos con al menos una cierta curiosidad inicial. De los cursos fundamentales, los que tenían una mayor aceptación eran los de medicina e ingeniería. Los estudiantes extranjeros en la URSS recibían 100 rublos al mes -el doble de la beca que se le concedía a un ciudadano soviético- además de un alojamiento barato a un coste de unos dos rublos al mes, asistencia médica gratuita, y unas vacaciones anuales dotadas con 100 rublos para gastar en la URSS. Aproximadamente la mitad de todos los estudianes del Tercer Mundo iban a la Universidad Patrice Lumumba y más de la mitad de ellos procedían de África. Según algunas fuentes rusas, había en

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esos años unos 50.000 extranjeros estudiando en universidades y escuelas técnicas, sin contar otros que realizaban cursos profesionales a niveles más bajos o estudios para posgraduados a niveles más altos. A estas cifras habría que añadir las universidades y escuelas especiales en Europa del este -por ejemplo, las escuelas establecidas en Budapest y Berlín para instruir a los africanos en sindicalismo y periodismo respectivamente-. En términos puramente numéricos, esto suponía una útil y bien recibida contribución para responder a una de las más urgentes necesidades de Africa, pero (también en términos exclusivamente numéricos) era sólo un pequeño complemento a otras posibilidades educativas más familiares. En los años sesenta y setenta, sólo Gran Bretaña tenía el doble de estudiantes que la URSS y todos los países del este de Europa juntos y, por citar un ejemplo, a los diez años de su independencia, Nigeria tenia unos 15.000 estu· diantes en el extranjero y casi todos ellos estaban en Gran Bretaña. Al estudiante extranjero en Europa oriental, igual que al nacional, se le concedía mucha menos libertad que a un estudiante en el más permisivo Occidente; la vida diaria era más rutinaria y tenía menos atractivos, si bien Alemania occidental proporcionaba algo del estilo alegre y movido que buscaban los ióvenes que se embarcaban en una aventura extranjera; en estos países, el estudiante estaba más supervisado, incluso más aislado, y sufría más disgusros de los habituales cuando reclamaba la atención de las chicas del lugar. En 1963, los estudiantes de Ghana se manifestaron en la Plaza Roja de Moscú tras la muerte de uno de ellos en una trifulca, y en un incidente particularmente fastidioso 250 estudiantes egipcios fueron trasladados de la URSS a los Estados Unidos, tras haber protestado por sus condiciones de vida y por los cursos de adoctrina· miento que se veían obligados a seguir. Era, en otras palabras, la otra cara de la moneda. Para el número inmensamente superior de africanos que por fuerza se quedaban en sus casas, la URSS fue gradualmente organizando sus emisiones radiofónicas exteriores. A finales de la década de los setenta, emitía para todo el mundo 2.000 horas semanales en ocho lenguas diferentes (China sólo utilizaba la mitad de esas horas). Pero el continente africano, con la excepción de África del norte que cubrían los impecables servicios de Oriente Medio, no era un objetivo primordial. En 1979 se le adjudicaron 147 horas semanales, las mismas que en 1966. Las lenguas mas utilizadas por el servicio africano .eran el francés, el swahili y el hausa que ocupa· ban 66,5 horas, reservando las 80,5 horas restantes a emisiones en otras 11 lenguas. Aparte de su servicio africano, la URSS emitía en inglés las veinticuatro horas del día y muchos de estos programas podían escucharse en África. Entre los países del este de Europa que emitían para Africa, Alemania oriental ocupaba el primer lugar. Los programas consistían por lo general en la ya conocida mezcla de noticias y música, pero la música desde luego no estaba a la última y probablemente hacía que un mayor número de oyentes se sintiera más impulsado a apagar que a encender los receptores. Los africanos parecían querer una dosis de la decadencia occidental mucho mayor de la que los locutores rusos (o chinos) podían animarse a propor· donar. La calidad de los programas de crónicas y nóticias mejoró considerablemente después de los años cincuenta en que el desconocimiento de las áreas a las que éstos de dirigían y la ignorancia sobre sus culturas había dado lugar a muchas opiniones inconsistentes y datos erróneos, pero -al menos para el oyente occiden· tal- estas emisiones siguieron estando enormemente sesgadas y los locutores rusos y chinos dedicaron una gran cantidad de tiempo a lanzarse aburridos y reiterativos improperios los unos a los otros.

Todas esta~ actuaciones complementarias a la política exterior reflejaban el carácter marginal de Africa en el conjunto de las preocupac;iones soviéticas. Merecía la pena dedicar algún estudio, algún esfuerzo y algún gasto a Africa, pero durante la mayor parte del tiempo esta zona del globo no constituyó un campo de acción primordial ni siquiera secundario de la URSS. La atención que se le dedicaba, no obstante, parecía indicar que estaba en la mente de Moscú que algún día pudiera llegar a serlo. Hubo excepciones -áreas y ocasiones en que los esfuerzos adquirieron proporciones mucho más impor· tanes (Egipto, Etiopía)-, pero en estos casos los motivos se encontraban en Oriente Medio y no en el propio continente africano. Entre tanto, Moscú acumulaba conocimientos a través de sus embajadas, sus servicios secretos, sus periodistas de las agencias TASS y NOVOSTI, y sus organismos académicos en Moscú y otros lugares. Esta labor coincidió con el impresionante desarrollo de la potencia soviética que ~aracterizó a la época de Bremev. Ni bajo Stalin ni bajo Kruschev había sido la URSS una verdadera potencia mundiaL Stalin convirtió al país en una potencia nuclear lo suficientemente amenazadora como para ser el contrapeso de Estados Unidos en un mundo bipolar. Kruschev heredó esta posición y demostró, con el fracaso de la crisis de los misiles cubanos, que el alcance de las actuaciones de Moscú era aún limitado. Pero en los años setenta, el crecimiento constante del poderío y la tecnología soviéticos hizo posible que la URSS llegase a todas las partes del globo. A partir de ese momento la cuestión era, en relación con cada una de las partes, qué sería lo que Moscú juzgaría oportuno hacer. Gorbachov comprendió que lo que estaba llevando a cabo en África era a un tiempo caro e infructuoso. El compromiso en Etiopía, al igual que el de Vietnam o el de Afganistán, no era más que una cara locura. Las intervenciones militares ocasionaban un gasto excesivo y no reportaban beneficio político. Incluso las subvenciones relati· vamente pequeñas concedidas al ANC eran dinero malgastado mientras éste confiara en la violencia para destruir el apartheid: la URSS debía seguir apoyando al ANC y al Partido Comunista de Sudáfrica, pero no estaba obligada a apoyar sus métodos. Gorbachov prefería centrarse en los países de Primera Línea. Mejoró las relaciones con Zimbabwe, donde sus predecesores habían cometido el error de apoyar a Nkomo frente a Mugabe. Redujo la presencia rusa a lo político, retórico y encubierto, y esperó a que otros cometieran errores, en lugar de cometerlos él. A lo largo de estas décadas, lo~ chinos interpretaron un esporádico disobligato a la actuación de rusos y cu~anos en Africa. Los logros de China en Africa se han exagerado portentosamente. Africa es aún más ajena para China que para la URSS. A finales de la década de los setenta, China no tenía todavía un enlace directo con África ni por vía aérea ni por vía marítima. (La compañía estatal soviética Aeroflot realizaba vuelos con veinte aeropuertos africanos.) El comercio, que ascendía a una cifra de unos 400 millones de dólares a~uales, era desdeñable para ambas partes. Sin embargo, China llegó a Africa en la posguerra no mucho después que la URSS y al mismo lugar: Egipto, país en el que se creó una embajada china tras la conferen· cia de Bandung de 1955. Los principales motivos que impulsaban a China -recono· cimiento internacional, admisión en la ONU y de ese modo establecimiento de lazos amisrosos con el 1ercer Mundo- no tenía mucho que ver con África. Tras la ruptura con la URSS, el deseo de China fue hacerle las cosas difíciles a Moscú, fundamentalmente ofreciendo un mayor fervor revolucionario en un momento en que la URSS se orientaba hacia una diplomacia más pragmática. Pero la rápida propagación de la independencia minó el impulso que Pekín pretendía dar a esta subversión; y, aunque

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Zhou Enlai visitó diez países africanos en 1963-1964 (las revueltas de Kenia, Tanganica y Uganda acortaron su viaje), la Revolución Cultural provocó una retirada casi total durante un tiempo: los dieciocho embajadores de China regresaron todos a su país en 1966. Para los africanos, los chinos eran gente amable y simpática que venía de muy lejos y que se comportaba de manera más agradable que los rusos o los estadounidenses pero tenían mucho menos que ofrecer. China reconoció a Sudán y a Ghana en 1956 y 1957, respectivamente, pero para obtener ella a su vez el reconocimiento de estos dos países hubo de esperar tres años en el primer caso y dos en el segundo. Fue la primera en reconocer al FLN como gobierno provisional de Argelia en 195?. Se apresuró a ofrecer ayuda a Sékou Touré: Guinea es uno de los pocos países de Africa con una considerable población china ( 4.000; los otros son Mauricio, Madagascar y Sudáfrica). Pero los créditos chinos concedidos a Guinea (26 millones de dólares), Ghana y Malí (19,5 millones de dólares a cada uno) eran mucho menores que las ofertas rusas. Los términos en que se otorgaban eran, no obstante, extraordinariamente favorables: sin interés, amortizables en largos períodos de tiempo, e incluso (en el caso de Kenia en 1961) sin devo· lución. Pero cuando la Revolución Cultural redujo la ayuda a una pequeñísima can· tidad, sólo alrededor de un 15% de los créditos chinos se habían hecho efectivos. Eran aún más marginales que los rusos. · A la risueña cara del comunismo, China añadió ardor revolucionario. Desde Conakry, los chinos prestaron apoyo a un grupo de exiliados de Costa de Marfil y a la tremendamente violenta Union des Populations du Cameroun hasta el asesinato de su líder, Belix Moumié, en 1960. Dieron a Lumumba un millón de libras, apoyaron a Gizenga hasta que se unió al gobierno de Adoula y entonces ayudaron al entrenamiento de las guerrillas de Nulele y Soumaliot. En 1963 intervinieron en las agitadas aguas de Burundi, donde los refugiados tutsis de Ruanda estaban planeando un regreso a su país. Los chinos respaldaron a los feudales tutsis, pero la expedición fue un desastre, y Burundi, que abrigaba sospechas sobre la ingerencia china en la no menos turbulenta política interna del país, expulsó al embajador y al resto de los diplomáticos llegados recientemente. Una embajada más importante, establecida en Congo-Brazzaville en 1964, se fue también al traste tras. un golpe militar ocurrido en ese país en 1966. El amigo más constante y estable de cuantos China tenía en África era Tanzania. El acceso de los chinos a este país se produjo por la puerta trasera como consecuencia de la revolución de Zanzíbar en 1964. Uno de los líderes, Mohammed Babu, tenía contactos con China lo suficientemente buenos como para conseguir un préstamo de 14 millones de dólares y, cuando Zanzíbar se unió a Tanganica (paradójicamente Babu se opuso a esta unión), los chinos lograron ganarse la amistad de Nyerere, cuyas relaciones con Gran Bretaña se habían enfriado por aquella época, a lo que se sumaba su permanente escepticismo con respecto a Moscú y Washington. Zhou Enlai y Nyerere hicieron un intercambio de visitas en 1965 y el jefe del departamento africano del Ministerio de Asuntos Exteriores chino fue enviado como embajador a Dar es-Salaam. A continuación llegó el ferrocaril de Tanzam, la obra de mayor envergadura de China en África. En el momento de la independencia, no existía enlace ferroviario entre Tanganica y Zambia. Kaunda estaba particularmente interesado en crear un paso para los minerales de Zambia que eludiera el territorio portugués, y tanto él como Nyerere consideraban el proyecto de vía férrea como un medio de desarrollar áreas de ambos

Ruanda Y Bunmdi, anteriormente colonias alemanas, pasaron a dominio belga tras la Primera Guerr: Mundial. La población estaba compuesta por hutus, tutsis (supuestos descendientes de gue· rreros invasores llegados en el siglo XVI y convertidos en una minoría gobernante semidivinizada) Y l~s pigmeos tui, una minoría definida pero pequeña en número y despreciada por las otras do~ e~mas. ~utus Y tutsis hablaban el mismo idioma, se casaban entre s( y eran muy parecidos, pero se d1ferenc1ab~n por su ocu~ación: los hutus eran principalmente agricultores que sembraban bananos Yotros cultivos Y los tutsts eran ganaderos. La diferenciación aumentó durante los ochenta años de

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países, hasta, entonces abandonadas. China, que en 1964 ofreció ayuda para construir una linea ferrea dentro de Tanzania, hizo extensiva al año siguiente su oferta a la construcción de una línea internacional. Ambos presidentes africanos estaban tra· tando de conseguir ayu~a o~ciden~al y se dirigieron a China sólo cuando no lograron obtenerla. En 1967 se firmo un pnmer acuerdo tras una visita de Kaunda a Pékín. El acuerdo definitivo tuvo lugar en 1970 y las obras se iniciaron en ese mismo añ' La línea ferroviaria de Tanzan es una vía única de casi 2.000 kilómetros c~~ 91 estac_ion~s de dobl~ vía. Se terminó dos años antes de lo previsto en el proyecto y, una vez finalizada, ?aso a ser pr~piedad de los gobiernos tanzanio y zambio a partes iguales: Se contrato a 15.000 chinos para su construcción. Dieron buen ejemplo en el traba¡o Y s_e ~omportaron c~rrectamente al marcharse. Hubo una cierta exhibición propagand1st1ca pero, despues de las quejas de los gobiernos africanos, se redujo al simple re~~rto de las_o~ras de Mao, una versión moderna de la distribución de biblias por los m1s1oneros cnsttanos. La construcción de la vía férrea benefició mucho a los chinos durante un tiempo, pero su mantenimiento fue deficiente, los servicios se fueron degenerando Y la terminal de Dar es-Salaam acabó colapsándose. Los chinos no eran responsables de estos defectos, pero no por ello sufrió menos su reputación cuando este ferrocarril dejó de ser una de las maravillas del mundo moderno. El reconocimiento francés del_régimen comunista de Pekín a comienzos de 1964 facilitó _la pene_tración china en Africa. La mayor parte del África francófona siguió en segmda el e¡emplo de Francia. Al volver a este continente después de la Revolución Cultura~ ~os chinos ~ornaron rápidamente posesión de las embajadas ocupadas antes por el reg1men de Taiwan, frecuentemente en países en los que el acceso hubiera resultado difícil si no llega a ser porque los taiwaneses se habían instalado en ellos previamente. Las emisiones radiofónicas chinas para África que se inciaron en árabe en la época de la crisis de Suez en 1956, fueron ampliándose gradualmente pero nunca llegaron a igualar a las rusas ni en el mímero de horas semanales ni en el númer~ de len~uas utiliza.das. ~n los años sesenta y setenta, los chinos no instigaron ningun cambio revoluc1on~no, en gran parte porque los pueblos que eligieron para apo· yar no fueron los apropiados o porque los apoyaron demasiado débilmente· un líder guerrillero que buscase armas hada mejor recurriendo a Moscú. Pero Chi~a mostró interés por Africa y no era fácil que su presenda fuese suprimida. En 1982 casi veinte años después del viaje de Zhou por el continente, un nuevo primer minlstro Zhao Ziyang, visitaba diez estados africanos, pero África continuó siendo para Pekfn una preocupación marginal y especializada. ·

NOTAS A. RUANDA Y BURUNDI

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dominio colonial, cuando los tutsis fueron tratados como una casta administrativa superior. En 1959, los hutus de Ruanda se rebelaron. El monarca tutsi, que había accedido al trono tras la misteriosa muerte de su medio hermano, fue depuesto y huyó a Uganda. Se proclamó una república bajo la presidencia del hutu Grégoire Kayibanda. En 1962, el mandato belga llegó a su fin y Ruanda y Burundi dejaron de estar administrados conjuntamente. Ruanda se convirtió en una república inde· pendiell[e y Burundi en una monarquía (con un monarca tutsi). En Burundi los hutus atacaron brutalmente a los tutsis, que constituían la clase dirigente, y el monarca fue destronado al año siguiente, pero los tutsis mantuvieron el poder hasta 1972, año en que los hutus se rebelaron de nuevo. Muchos tutsis murieron asesinados y unos 200.000 huyeron a Tanzania. En 1977, un nuevo presidente conciliador, Pierre Buyoya, concedió a los hutus mayoría en su gobierno y el puesto de primer ministro. Era lógico que esperase que estas medidas lo hicieran acreedor de la necesaria ayuda extranjera, pero se enfrentó a la hostilidad de los tutsis (que constituían tan sólo el 16% de la población y temían que estas concesiones significaran el principio de algo peor) y de los hutus, que calificaron de colaborador al primer ministro hutu. A Buyoya, que sobrevivió a un atell[ado y a una invasión desde Tanzania, le sucedió, tras las elecciones de 199.3, el hutu Melchor Ndadye, que fue asesinado por oficiales tutsis. A Ndadye le sucedió Cyprien Ntarya· misa, asesinado en el mismo ataque en que perdió la vida el presidente Habyarimana de Ruanda, cuando ambos regresaban de mantener conversaciones de paz en Tanzania. Tras la explosión de violencia que tuvo lugar en Ruanda en 1994, el ejército (tutsi) de Burundi eclipsó a un débil gobierno de coalición, y, como mínimo, dio su aprobación a masacres dispersas que alcanzaron el grado de una guerra civil reprimida y desigual. ' En 1964, poco después de la independencia, los hutus de Ruanda perpetraron una masacre genocida de tutsis, y muchos de éstos huyeron a Uganda. Los hutus estaban también divididos entre sí: la división era en parte regional, pero también hada referencia a sus relaciones con los tutsis. El presidente Kayibanda, hutu sureño, fue depuesto en 1973. Lo reemplazó el general Juvenal Habyarimana, procedente del norte, que en 1990 repelió, con ayuda francesa, una invasión tutsi realizada desde Uganda, a costa de aceptar compartir el poder con los tutsis. Para protegerse contra hutus rivales que desconfiaban de sus actitudes, creó un movimiento juvenil hutu, que con los años se convirtió en un ejército siniestro al que el gobierno suministraba armas y la radio incitaba a masa: erar tutsis y hutus más moderados. Los primeros eran considerados por muchos hutus como una especie de quinta columna dispuesta a asociarse a los exiliados tutsis en Uganda para exterminar a los hutus. Pero en 1993, Habyarimana, en buena parte como respuesta a las presiones extranjeras, aceptó, en una conferencia celebrada en Arusha, lanzania (para instrumentar un acuerdo anterior alcanzado en Kinshasa, Zaire}, crear un gobierno dual. Este acuerdo alejó y alarmó a aquellos hutus que deseaban un Estado exclusivamente hu tu y no se sentían seguros con ningún otro. Por esa razón, Haba1yamana vaciló hasta que el Banco Mundial y el FMI lo amenazaron con imponerle sanciones económicas. En 1994, cuando regresaba de una nueva conferencia en Dar es-Salaam, Tanzania, murió junto con el presidente de Burundi, al ser destruido el avión en el que viajaban cuando se disponía a aterrizar en la capital del país. Ésta fue la señal para la conflagración inmediata y para la invasión tutsi. Medio millón de hutus murieron asesinados y más de un millón huyeron a países vecinos, principalmente Zaire. La negativa de los gobiernos (excepto el francés) a aportar tropas o fondos para ayudar a aquellos países africanos dispuestos a intervenir frustró los intentos internacionales de proteger a los refugiados. El intento francés de ayuda a los mismos en el extremo sudoccidental de Ruanda se paralizó cuando el pequeño ejército involucrado se encontró bajo amenaza militar. Las organizaciones humanitarias fueron incapaces de persuadir a los refugiados de campos situados en las fronteras de Ruanda con Zaire, Burundi y Tanzania de que regresaran a sus casas e intentaran salvar sus cosechas porque en estos campos se encontraban no sólo un millón de refugiados sin hogar, sino también hutus arma· dos y deseosos de venganza cuya única perspectiva era recuperar el poder obligando a punta de pistola a los desventurados refugiados hutus a enfrentarse a los tutsis. La ONU y otros organismos se vieron obligados a elegir entre abandonar al hambre a los miles de refugiados o continuar con los

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suministros de comida, a sabiendas de que buena parte acabaría en manos de las bandas que domi· naban los campos. La designación, por parte del gobierno tutsi, del hutu Pasteur Bizimanga como primer ministro, en el intento de persuadir a los refugiados para que regresaran a sus hogares, no consiguió generar suficiente confianza. En Ruanda, los tutsis, entre los que la violencia había pro· ducido quizá un millón de muertos, se convirtieron en minmía dominante todavía más minoritaria, asediada, vulnerable e intransigente. Al cabo de un año, el gobierno de Zaire decidió obligar a los hutus acampados en su territorio a regresar a Ruanda, pero muchos de ellos prefirieron, de manera desesperada, huir a los montes y yermos de Zaire. Las guerras y masacres de estos años, aunque de origen no por completo étnico, fueron la mayor muestra de genocidio desde la adopción de la Con· vención sobre el Genocidio de 1948.

B.

LA REPÚBLICA MALGACHE y El OCÉANO INDICO

La isla de Madagascar, situada a escasa distancia de la costa de Mozambique, cayó bajo dominio francés a finales del siglo XIX. En 194 7, una grave revuelta contra la restauración posbélica de ese dominio fue reprimida con dureza, pero, no obstante, la independencia no tardó mucho en llegar. Dentro de la isla existía un conflicto de intereses entre la minoría dominante de los hova, que que· ría la independencia cuanto antes, y un grupo nacionalista más amplio dirigido por Philibert Tsirinana, que prefería posponerla durante algún tiempo para asegurarse de que el poder fuese para él y no para los hova. Este grupo consiguió sus objetivos. Madagascar se convirtió en la República Malgache en 1958, permaneciendo dentro de la Unión Francesa. Tsirinana accedió a la presidencia en 1960 se logró la independencia plena. Tsirinana adoptó una política pro francesa y llegó a ser un destacado defensor del diálogo negro con Sudáfrica. Aunque fue reelegido en 1972, se vio obligado ese año a entregar el poder real al general Gabriel Ramanantsava, candidato del ejército, quien cedió la presidencia tras un referéndum que respaldó la acción de los militares. Ramanantsava fue desplazado tres años más tarde por el coronel Richard Ratsimandrava, que fue asesinado al cabo de una semana y sucedido por el capitán Didier Ratsiraka. Las tropas francesas abandonaron la isla en 1973. Ratsiraka nacionalizó las empresas francesas sin indemnización y se disputó con Francia la posesión de las lles Glorieuses, Jua.n de Nova, Bassas de India y Europa, en el canal de Mozambique. Las revueltas que tuvieron lugar en 1972 en Tsrinana se repitieron y fueron brutalmente sofocadas en 1975. Se produjeron asaltos indiscriminados contra los asiáticos, y muchos huyeron. Fuera de la capital predominaba la ley de las bandas. Las elecciones programadas para 1988 se pospusieron hasta fines de 1989, cuando Ratsiraka mantuvo la presid.encia. Pero estallaron de nuevo graves disturbios y, tras haber gobernado durall[e diecisiete años, a Ratsikara lo sustituyó Albert Zafy. La nueva Constitución de 1992 redujo los poderes presidenciales pero dio lugar a una Asamblea en la que estaban representados veinticinco partidos. El partido del primer ministro, Francisque Ravony, sólo obtuvo dos escaños. El plan del Banco Mundial y el FMI para rescatar la economía, gravado cqn cinco mil millones de deuda externa, era tan estricto que la Asamblea y el presidente lo rechazaron, Madagascar era un país en el que prácticamente sólo aumentaba la población. En el extremo norte del canal de Mozambique están situadas las Comores. Mayotte, la más meri· dional, continuó, por elección propia, perteneciendo a Francia cuando el resto del archipiélago obtuvo la independencia en 1976. Su primer presidente, Ali Soilih, un hombre de izquierdas, fue asesinado dos años más tarde, y las islas se convirtieron en bases para los mercenarios de derechas y su comandante belga, Bob Denard, dudosamente denominado coronel, que consiguió el control sobre este pequeño feudo, después de varias aventuras en África y Asia, y mantuvo su dominio gra· cias a contactos con los franceses y (cada vez más} con organismos encubiertos sudafricanos, al sal .. vajismo de un pequeño ejército privado, y a su conversión al islamismo. Las Comores se convirtieron en escala para el abastecimiento de ayuda militar sudafricana y saudí a las guerrillas de la Renamo, ya que Mozambique estaba situado a menos de 300 km de distancia. Denard destituyó al presidente Ahmed Abdallah, sucesor de Soilih, en 1975; en 1978 lo reinstauró en el puesto, y en

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1989 lo hizo matar. Volvió al ataque en 1995, cuando invadió de nuevo las islas, capturó al presidente Said Djodar y trasladó a uno de sus amigos desde la cárcel a la presidencia. Las tropas fran· cesas invirtieron estos acontecimientos unos días más tarde. Al nordeste de las Comores se encuentra la isla británica de Aldabra, famosa por sus tortugas gigantes, y más al este, las Seychelles. Este archipiélago, situado a unos 1.500 km de la costa africana, y aproximadamente al doble de distancia de Bombay, fue colonia británica, de la que los británicos sepa· raron los archipiélagos de Aldabra y Chagas (en su mayor parte deshabitados) para formar en.1965, con propósitos estratégicos, una nueva colonia denominada Territorio Británico del Océano indico (BlOT). Al resto de las Seychelles se les otorgó una Constitución en 1967, revisada en 1970, Yse con· virtieron en 1978 en miembro de la Commonwealrh. A cambio de las islas separadas para formar parte del BlOT, el Reino Unido construyó en Mahé, la isla capital, un aeropuerto, para ayudar a las Sey· chelles a convertirse en zona turística. El primer presidente del nuevo país, James Mancham, fue pron· to sustituido por su primer ministro, Albert René, situado más a la izquierda y no alineado en asuntos exteriores. René sobrevivió a una invasión de mercenarios blancos, con complicidad de Sudáfrica, en 1980. En 1983 se produjo un nuevo intento, pero esta vez Sudáfrica le puso freno. En 1986, René evitó un golpe promovido por la ClA con ayuda británica y sudafricana. Posteriormente mejoró sus rela· ciortes con estos enemigos, principalmente para poder expandir la actividad turística de las islas. y aún más al noroeste, más cerca de las costas asiáticas, las Maldivas ( 1.200 pequeñas islas que se elevan tan sólo unos metros sobre el nivel del mar y están situadas a unas 1.300 millas al sur de Sri Lanka) alcanzaron la independencia del Reino Unido en 1965, co,ncediendo a este país el arrenda· miento durante veintiséis años de la isla de Gan, donde los británicos estaban constmyendo una base aérea. El Reino Unido también compró, por tres millones de libras, la isla de Diego García a su colonia de Mauricio (situada al este de Madagascar) antes de concederle a Mauricio la independencia en 1966. En 1970, Gran Bretaña y Estados Unidos decidieron construir una base naval conjunta en Diego Garcfa, y en 1971 la isla fue arrendada en secreto a Estados Unidos. Se desalojó a los habitantes, trasladándolos principalmente a los barrios pobres de Mauricio, Y se les entregaron 650.000 libras (aumentadas posteriormente a cuatro millones), a cambio de su renuncia a regresar. Unos años más tarde, Mauricio reclamó Diego Garcfa. Esta reclamación se moderó con posterioridad, pero sin renunciar a ella. Mauricio era una colonia británica de habla francesa, con una población racial mixta en la que los indios constituían mayoría. Originalmente adquirida para ganar terreno sobre Francia, acabó convertida en plantación de azúcar cuando desapareció su importancia estratégica, Y se importó mano de obra india para trabajarla. Con el tiempo, los indios acabaron haciéndose pro· pietarios de la mitad de la tierra, y se les oponían políticamente los creoles, de habla francesa, que a su vez estaban apoyados por la minoría china (aproximadamente un 3% de la población). Mauricio era un pa(s próspero y esperaba aumentar su prosperidad estableciendo vínculos económicos con las Seychelles y la República Malgache. Recelaba de Reunión, todavía dependencia francesa, Y de los planes franceses de crear una asociación francófila entre Reunión, Mayotte y las Comores. En 1988 fracasó un atentado contra el primer ministro Aneerood Jugnaurh, hindú de casta inferior. Una Comisión del Océano Indico creada para la cooperación económica, en la Hnea de la ASEAN, aproximó a los antiguos adversarios: Madagascar, Mauricio y las Seychelles. El aumento del tráfico aéreo, la inversión y el comercio con Sudáfrica sugería que este país estaba desplazando a la CE como principal motor externo de la región. Se realizaron propuestas para establecer una zona desmilitarizada con el objetivo de reducir la actividad militar estadounidense en Diego Gar· cfa, que había sido utilizada por Estados Unidos en la guerra del Golfo de 1991.

Los tres territorios de Bechuanalandia, Batusolandia y Swazilandia se convirtieron en protecto· radas de la Corona británica en 1884, 1868 y 1890, respectivamente. La cuestión de su transferen· cia a Sudáfrica, que había sido prevista en la Ley de Sudáfrica de 1909, fue discutida por Nalan

durante la Conferencia de la Commonwealth de 1949, así como durante una visita que realizó en 1950 a Sudáfrica el secretario de relaciones con la Commonwealth, Patrick Gordon-Walker, y de nuevo en 1951, 1954 y 1956. Pero el desarrollo de la política de segregación racial y el endurecí· miento del gobierno policial en Sudáfrica eliminó la posibilidad que hubiera podido existir de que Gran Bretaña diese su conformidad. El informe Tomlinson incluía a estos tres territorios entre los bantustanes de Sudáfrica, pero el propio Tomlinson reconoció unos años más tarde que no era pro· bable su transferencia. En 1960, una transferencia de acuerdo con los terminas previstos en la Ley de Sudáfrica se convirtió en una imposibilidad desde el momento en que, según dicha ley, se nece· sitaba una orden real por parte del monarca, una vez recibidos los memoriales de las dos cámaras del Parlamento sudafricano, procedimiento imposible al haberse convertido el país en una república. Y lo que era más importante, el Parlamento británico había dado garantías, reiteradas con frecuencia, de que no se produciría la transferencia sin que previamente fuera debatida la cuestión en West· minster y se celebrase una consulta para averiguar los deseos de los habitantes. Pero el descuido y falta de atención de Gran Bretaña hacia estos territorios los hab(a hecho eco· nómicamente dependientes de Sudáfrica¡ las tradicionales preferencias manifestadas por Gran Bretaña hacia los jefes tribales conservadores obstaculizó el proceso de autogobierno sin atraer a los tra· dicionalistas, que, temerosos del nuevo tipo de nacionalistas, encontraban cierto atractivo en los proyectos sudafricanos de crear territorios africanos aislados, basados en la autoridad de los jefes tri· bales. La debilidad británica con respecto a Sudáfrica se puso de manifiesto cuando Seretse Khama, el jefe hereditario de los bamangwato de Bechuanalandia, se casó con una joven inglesa en 1949. Presionada por los escandalizados e indignados sudáfricanos, Gran Bretaña desterró a Seretse y a su tío Tshekedi Khama, hombre de gran talento y eficacia, alegando que la tribu estaba dividida sobre la cuestión de si debía o no aceptar a Seretse como jefe al tener una esposa blanca. Seretse perma· neció en el exilio hasta que en 1956 renunció a sus derechos y a los de sus descendientes. Poste· riormente creó el Partido Democrático de Bechuanalandia y tras unas elecciones generales celebradas en 1965 de acuerdo con la nueva Constitución promulgada en 1961, se convirtió en primer ministro. Bechuanalandia -enorme, escasamente poblada y en gran medida desértica- pasó a ser en 1966 Estado independiente con el nombre de Botswana, pero su independencia nominal se vio aún más constreñida que la de la mayor(a de los países pobres, ya que su pobreza la hacía depender bien de la ayuda exterior o bien de su gran vecino, y en ausencia de una ayuda externa significativa, pare· ció condenado por el abandono sufrido en el pasado y las difíciles circunstancias del presente a con· vertirse en un satélite de Sudáfrica, con la consiguiente amenaza para el gobierno moderado y democrático que Seretse y su partido pretendían dar al país. Bajo el mandato de Seretse, que ocupó la presidencia hasta su muerte, en 1980, Botswana permitió que las guerrillas rodesianas establecieran campos de entrenamiento en su suelo, y se adhirió al grupo de estados de la Línea del Frente cuyo objetivo era conseguir el gobierno de la mayoría en Rodesia con la mínima violencia posible. A Seretse le sucedió Quetumile Masire, que mantuvo un gobierno tolerante y relativamente demo· crático, si bien es cierto que se trataba en la práctica del gobierno de un partido único en un Esta· do aparentemente con régimen de partidos. Fue uno de los pocos países africanos en los que mejo· ró el nivel de vida de la población en general. En Batusolandia, totalmente inserta y encerrada en Sudáfrica, el jefe supremo Constantine Bereng, que accedió a su puesto en 1960 a la edad de veinticinco años tras haber recibido una edu· cación inglesa, dirigió un partido nacionalista moderado (el Partido de la Libertad Maramotlou) pero quedó encajonado entre los tradicionalistas del Partido Nacionalista Basuto, dirigido por el jefe Lea· bua Jonathan, y el nacionalismo más radical del Partido del C'..ongreso Basuto, cuyo líder era Ntsu Mokhehle. En las elecciones de 1965 los nacionalistas derrotaron por un estrecho margen al Congreso, pero luego el resultado de las elecciones parciales demostró que habían perdido terreno. Los partidos de la oposición, recelosos de los vínculos de los n~cionalistas con Sudáfrica, donde el jefe Jonathan era considerado como un mal menor, presionaron a Gran Bretaña para que reforzara los poderes que el jefe supremo tendría como monarca cuando el país fuese independiente y para que se celebrasen n"uevas elecciones antes de acceder a la independencia, pero el gobierno británico per·

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BoTSWANA, LESOTHO, NGWANE

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maneció insensible a estas súplicas, y en 1966 Batusolandia se convirtió en el Estado independiente de Lesotho con un inestable equilibrio de las fuerzas políticas internas y una tirantez en la atmósfera política que no presagiaba nada bueno para el gobierno del jefe Jonathan y hada pensar que, si se encontraba con dificultades para mentener su autoridad, no tendría más remedio que pedir ayuda a Sudáfrica. Los disturbios ocurridos a finales de año dieron a Jonathan, la oportunidad de lograr que el rey Moshoeshoe ll se comprometiera a permanecer al margen de la pol!tica y limitarse a la vida palaciega. En 1968, algunos jefes que habían prestado su apoyo a Jonathan, parecieron desviar su leal· tad hacia el rey y cuando todo indicaba que Jonathan estaba perdiendo las elecciones celebradas ese año, decidió interrumpir el proceso y suspender la Constitución, lo que le permitió mantenerse por el momento en su puesto de primer ministro. El rey se exilió pero regresó en 1970. Jonathan sobrevivió hasta 1986, cuando Sudáfrica, decidiendo que ya no constituía la mejor apuesta, impuso presiones económicas y animó al ejército a tomar el poder. El general Justine Lekhanya, que había sido destituido por Jonathan en 1964, puso fin a los veinte ;:¡ñas de gobierno del Partido Nacionalista. El nuevo gobierno era más cauteloso respecto a Sudáfrica, menos complaciente con el ANC. Los mili· tares destronaron al rey en 1990. Se exilió de nuevo y le sustituyó su hijo, pero conservó partidarios dentro y fuera del ejército. En 1994 el Congreso, comparativamente de izquierdas, obtuvo una cómoda victoria en las elecciones generales, pero sufrió el ataque de un grupo de militares que exigían el regreso del antiguo rey. La actividad diplomática de (la nueva) Sudáfrica, Botswana y Zimbabwe consiguió resolver el conflicto. El rey Moshoeshoe fue reinstaurado como monarca constitucional, con Ntsu Mojehle como primer ministro, pero murió un año después.en accidente de tráfico. Swazilandia, posteriormente Ngwane, el más pequeño de los tres territorios y el último en alcanzar la independencia, tenía como jefe supremo al anciano Sobhuza 11, asistido en su tarea de gobierno por un poderoso consejo tribal conservador. En las elecciones de 1964, su Partido Mbokodo se alió con el Partido Unido Swazi, representante de la comunidad blanca agraria y financiera compuesta por unas 10.000 personas, y el resultado fue una aplastante derrota de una oposición desgajada integrada por nacionalistas divididos y mal preparados. En la Constitución elaborada para la independencia a la que accedería el país en 1968, se concedía al monarca un papel político denominante: podía nombrar a un número de miembros del Parlamento suficiente para obstaculizar las medidas que no fueran de su agrado; no tenía la obligación de actuar de acuerdo con el asesoramiento de los ministros en todos los asuntos en los que un monarca constitucional está normalmente obligado a hacerlo; se le confería el control sobre la principal riqueza de Swazilandia (sus minerales), sujeto en esta materia exclusivamente al asesoramiento de su consejo tradicional y no de su ministro; y se reforzaba el poder de su partido mediante un sistema electoral en el que las ciudades, y por tanto los nacionalistas, quedaban diluidos en grandes circunscripciones rurales. En vÍS·· peras de la independencia se les retiró, no obstante, el control sobre los recursos mineros. La oposición se vio debilitada por la fuga de nacionalistas que se afiliaron al Partido Mbokodo por razones oportunistas. A la muerte de Sobhuza Il, en 1982, a la edad de ochenta y tres años aproximada· mente, se instauró una regencia de una reina madre que fue en seguida depuesta en favor de otra reina madre. Ante las presiones sudafricanas, el Partido Nacionalista Africano (ANC) fue proscrito. Un nuevo rey ocupó el trono en 1986. Se opuso a los partidarios de la democracia y al ANC, pero cuando intentó reprimir a sus adversarios mediante detenciones generalizadas y juicios por traición sufrió un revés con la absolución de los procesados.

explotación forestal; 1,7 millones de xosa-parlantes que residían fuera del bantu tá d' . _ . . ., . . . s n per ieron su ciudadama sudafricana. Transke1 rompio sus relaciones d1plomátt'cas con Suda'f i' • re ¡a. . , r ca -no tema c10nes con nmgun otro Estado- a raíz de la negativa de esta última a añadir Griqualandia oriental al bantustán Yde la expulsión a Transkei de los xosa·padantes no deseados En 1979 S d 'f · f · . . · , u a nea puso m ~I pnnc1pa~ recurso ~e estos em1grant~s fo~osos: la construcción de carreteras en la provincia de El Cabo. El pnmer presidente de Transkei, Kaiser Matanzima (posteriormente encarceladó), perdió · terreno gradualmente a favor de la izquierda, personificada por el general Bantu Hol 'h · . . omisa y por C ns Han1, ¡efe de personal de Umkhoutona Swize y secretario general del Partido Comunista d Sudáfrica (asesinado en 1993 ). e

Bophu~atswana: un bamustán para albergar aproximadamente a la mitad de los bantúes tswana

q~e no _estan en Bots~ana, en el cual, desde las emigraciones a los yacimientos de oro en el siglo XIX, solo reside una pequena parte de ellos; •independiente» en 1977, su extensión es de unos 40.000 kilómetros cuadrados repartidos en siete zonas diferentes; no posee capital pero cuenta con las mayores minas de platino del mundo. Venda: un b~ntustán con ~astame cohesión de 6.500 kilómetros cuadrados e incapaz de manten:r a sus 1,3 millones de nativos de la etnia vavenda (emparentada con la de los shona); un área agncola pobre pero con cierta importancia estratégica al estar situada a sólo 10 kilómetros de Zimbabwe, •independiente» en 1979. Ciskei: un área pobre e ingobernable de 5.500 kilómetros cuadrados y 500.000 xosa·parlantes XIX; reivindicada por Transkei; dotada de autogobiemo desde 1972. Cisk~i Yel •corredor blanco• que conduce a la región de East London (donde están los puestos de traba¡ o) son mutuamente dependientes y hostiles. Otros territorios que han sido designados bantustanes son: Kwazul~: un bantustán que pretendía albergar a 4 de los 5,5 millones de zulúes y que comprende 31.000.ktlómetros cuadrados repartidos en diez (originariamente cuarenta y ocho) zonas; incluye ~n t_ercio del Natal, que los zulúes reivindican en su totalidad. El jefe Buthelezi, la personalidad zulu mas destacada (aunque formalmente inferior en rango al rey Goodwill Zwelithin) rehusó aceptar la indepe.ndenci~. Lebowa y ~wagwa: bantustanes pequeños y áridos para los sod~o del norte y del sur; el pmnero tiene autogobierno desde 1972. Kangawne: al norte de Ngane; 3. 700 kilómetros cuadrados en dos zonas que albergan a 250.000 swazis (un tercio del total). Gazankulu: 6.500 kiló-· me~ros c~adrados. repartidos en cuatro zonas, para dar cabida a 350.000 shangaan, árido pero con posible riqueza mmeral en el subsuelo. Ndebelé del Sur: territorio extraído de Bophuthatswana· lo ' s ndebelé del norte, destinados a Lebowa, es posible que se unan a él. En 1990, en los cuatro bamustanes establecidos se convocaron manifestaciones para demostrar el rec~azo a la política d:t gobierno y el apoyo al ANC. En Bophuthatswana se produjeron mani· festaciones contra el presidente Lucas Mangope. En Venda, el presidente Frank Ravele se vio obligado a ~!mitir: En Ciskei, ~ennox s.ebe, presidente vitalicio, fue derrocado por el ejército local, que renuncio a la mdependencia y se abó con el ANC. En el más antiguo de los bantustanes Transkei un golpe similar había expulsado del poder a dos ministros jefes en 1987. Los bantusta~es en far: mación también renunciaron a su proyectada independencia y declararon su apoyo al ANC, inclui· do Kwazulu. Todos los bantustanes dejaron de existir como tales con la adopción de la nueva Constitución de Sudáfrica en 1994.

q~e ci:uzaron el Kei en el siglo

D. Los «HOMELANDS» o BANTUSTANES

En 1990 se habían establecido cuatro bantustanes (o reservas territoriales para africanos) y seis más estaban en proyecto. Transkei: un conglomerado -bastante coherente geográficamente- de 2,5 millones de nativos xosa-parlantes, al que le fue concedido el autogobiemo en 1963 y la •independencia• en 1976; 45.000 kilómetros cuadrados de tierras (en gran medida muy abandonadas) para la agricultura y la

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tro durante veinte años (1948-1968), y, con un breve lapso intermedio, Pierre Trudeau, como primer ministro, durante dieciséis (1968-1984). Ambos eran partidarios de que Canadá desempeñara un papel internacional independiente de Estados Unidos. Ambos fueron notables y más efectivos por lo que decían que por lo que alcanzaron: en un contexto mundial, los recursos de Canadá eran modestos, pero estos dirigentes hicieron que la voz de Canadá fu~ra significativa. Pearson, que ocupó cargos públicos durante toda la vida, se adaptó más fácilmente a la guerra fría y a las prioridades de Washington durante las presidencias de Truman, Eisenhower, Kennedy y Johnson. Trudeau, casi un recién llegado a los altos cargos cuando se convirtió en primer ministro, hubo de enfrentarse a menos presidentes y era de naturaleza más cínica o desdeñosa. Viajó por cuatro continentes. En 1970, poco desp1,1és de suceder a Pearson, reconoció al gobierno comunista de China y animó a otros países a hacer lo mismo. Trudeau no estaba tan establecido en el poder como Pearson. Estuvo a punto de perder las elecciones de 1972, recuperó su mayoría en 1972, perdió el puesto en 1979, y volvió a ocuparlo en 1980, pero elegido por las provincias orientales solamente; los liberales obtuvieron pocos escaños en el oeste. También mantenía una incómoda postura respecto al gran problema interno de Canadá, la situación de Quebec, ya que, además de ·ser quebequés, era un federalista convencido. El rápido aumento de la prosperidad canadiense planteó un problema en Quebec, donde se sitúan el patrimonio y la cultura franceses de Canadá. Cuatro quintos de la población eran francófonos, la mayoría conservadores y residentes en zonas rurales. A pesar de su número, poseían sólo la quinta parte de la economía y su ingreso medio era claramente inferior al de los angloparlantes. Desde 1944 a 1959 la provincia estuvo dominada por Maurice Duplessis (también primer ministro entre 1936-1939), que se presentaba como quebequés tradicional al tiempo que se asociaba, no siempre abiertamente, con los canadienses angloparlantes y los capitalistas estadounidenses, que estaban contribuyendo a la transformación económica de Quebec. Le s~cedió en el puesto el liberal Jean Lesage, que asoció la modernización de Quebec a una política más determinada de asegurar beneficios para la mayoría francófona, pero en 1966 los liberales fueron inesperadamente derrotados, al perder los votos de los trabajadores, que llegaron a la conclusión de que la modernización sólo estaba beneficiando a las clases medias. De Gaulle visitó la provincia en 1967 y entusiasmó a los separatistas. No es probable que deseara crear problemas en Canadá. Lo que pretendía era atraer Quebec hacia la comunidad internacional francófona, principalmente africana, y al finalizar el discurso en Montreal con el antiguo y emotivo lema de «Viva Quebec libre» representó dramáticamente las muestras de disensiones internas, y forzó a sus huéspedes de Ottawa a emitir una réplica reprobatoria. Regresó a Francia sin visitar Ottawa. En los siguientes años se generaron muchos malos entendidos sobre si la provincia de Quebec o el gobierno de Canadá deberían ser invitados a los encuentros de países francófonos celebrados en África. En 1968, el año en que Trudeau se convirtió en primer ministro, se formó un nuevo partido, el Partido Quebequés (PQ), para promover la independencia de Que~ bec. Más extremista que el PQ, el Frente de Liberación de Quebec (FLQ) propugna· ba y ejercía la violencia para obtener una independencia que el PQ esperaba obtener de forma pacífica. El FLQ consistía en un puñado de hombres y mujeres que, invocando a Che Guevara o a Mao Tse-tung, cometió una serie de atracos a bancos y otros actos de violencia, sin atraer un apoyo amplio ni, hasta 1970, mucha atención. En las

elecciones de ese año, el PQ obtuvo la cuarta parte de los votos emitidos pero sólo siete de los 108 escaños. Los ganadores fueron los liberales, dirigidos por Robert Bourasa. El FLQ recurrió a violencia más seria, secuestrando al agregado de Negocios británico, James Cross, y al ministro de Trabajo provincial, Pierre Laporte, a quien estrangularon. El gobierno central aplicó la Ley de Medidas de Guerra, pero permitió que los secuestradores huyeran a Cuba a-cambio de que liberaran a Cross, que llevaba meses secuestrado. Las fuerzas de seguridad, cuyo ineficaz sistema de inteligencia había permitido que el FLQ se mantuviera durante un tiempo sorprendentemente largo, consiguieron extinguirlo en 1972. La causa separatista tomó un sendero no violento que, sin embargo, no la condujo a ninguna parte. El problema volvió al debate constitucional. En 1971 se celebró una conferencia entre el gobierno federal y las diez provincias canadienses, de la que salió la Carta de Vic~ toria, un compromiso que Quebec rechazó, y en 1976 el PQ ganó las elecciones en la provincia. Su líder, Jean l.evesque, se convirtió en primer ministro provincial, visitó Francia e introdujo una serie de medidas para conceder al francés una categoría especial (el país había sido declarado oficialmente bilingüe en 1969). Pero el independentismo sufrió un revés en 1980 cuando el referéndum celebrado en Quebec, por el que se propo· nía el establecimiento de negociaciones para una «asociación soberana», fue derrotado. El nacionalismo de Quebec incidió en el país cuando el sucesor de Trudeau, el conservador Brian Mulroney, intentó atraer a los votantes liberales de Quebec, en 1984, mediante el apoyo de cambios constitucionales (la enmienda de Meech Lake) pensados para aumentar la influencia de los gobiernos provinciales en el nombra· miento de magistrados y senadores, en inmigración y en asuntos financieros. En las demás provincias la enmienda no consiguió el respaldo suficiente, y en 1990 no obtuvo el apoyo necesario. Este rechazo provocó por primera vez que en una encuesta la mayoría de la provincia se mostrase a favor de la soberanía independiente. El siguiente intento de Mulroney de resolver el problema, concediendo a Quebec un swtus especial, fue respaldado por diez primeros ministros provinciales (el Acuerdo de Charlottestown), pero fue rechazado por plebiscito en Quebec y en otras cinco provincias. Estos reveses constitucionales, combinados con la recesión económica el aumento de los impuestos y el desempleo destruyeron el prestigio de Mulroney h~sta el punto de que se vio obligado a dimitir. Mulroney fue sucedido en 1993 por la primera ministra Kim Campbell, la primera canadiense que ocupó el puesto, que llevó su partido a una derrota cercana a la desaparición. Los conservadores obtuvieron dos escaños y los liberales volvieron al poder, con Jean Chrétien como primer ministro y los problemas familiares de las relaciones con Estados Unidos (en forma de NAFTA, véase capítulo XXVII); de equilibrar las cuentas públicas, particularmente la financiación de un generoso sistema social con unos impuestos relativamente bajos; y de Quebec, donde, sin embargo, el PQ ganó las elecciones provinciales de 1944 con un margen tan estrecho que su promesa de convocar un referéndum sobre la independencia parecía imprudente, tanto más cuando los inuit y otros pueblos indígenas comenzaron a sugerir que el derecho de la provincia a secesionarse de la federación les concedía a ellos el mismo derecho a secesionarse de la provincia. El referéndum de 1995 dio la victoria a los federalistas por un 1%, un resultado nada concluyente. El último vínculo constitucional de Canadá con el Reino Unido 1 derivado de la Ley para la Norteamérica Británica de 1867, fue eliminado en 1982 cuando, a peti·

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ción de Canadá, el Parlamento británico promulgó una arraigada carta de derechos y simultáneamente anuló todas sus atribuciones de legislar para Canadá. Esta medida había sido anacrónicamente retrasada por las disensiones en el propio Canadá acerca del reparto entre el gobierno central y los provinciales de los derechos a los que renunciaba el Reino Unido, por decisiones judiciales opuestas sobre si el gobierno central podría realizar la petición al Parlamento inglés sin el consentimiento de todas las provincias (consentimiento que Trudeau no obtuvo en dos conferencias constitucionales), y por la determinación de Trudeau de conseguir que el Parlamento británico legislara el equivalente a una Declaración de Derechos canadiense. En Quebec, Lévesque se opuso a la legislación de los mismos tanto por el Parlamento británico como canadiense y no fueron aplicables excepto en tanto en cuanto estuvieran ya · promulgados, o pudieran serlo en un futuro, por el Parlamento quebequés. En 1949, Terranova se convirtió en parte de Canadá mediante un referéndum en el que una estrecha mayoría votó a favor de la confederación frente a un mísero autogobiemo .

XXVI

Sudamérica

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En el siglo XIX, Sudamérica se encontraba aislada de la política internacional, no como consecuencia del imperialismo europeo --como África y gran parte de Asia-, sino por la herencia del poscolonialismo. Al mismo tiempo, las repúblicas latinoamericanas estaban en su mayor parte aisladas entre sí como lo estaban del resto del mundo. El siglo XX fue testigo de una transformación radical y acelerada de este modelo, acompañada y complicada por intentos espasmódicos de asimilar las revoluciones democrática e industrial que caracterizaban a las experiencias, y hasta cierto punto a los éxitos, de Europa occidental y Estados Unidos de América; es decir, intentos de implantar fórmulas políticas democráticas y valores sociales democráticos en oligarquías resistentes e intolerantes y de desarrollar industrias manufactureras allí donde el comercio de productos primarios había bastado hasta entonces para satisfacer las necesidades de las clases dirigentes. En un siglo, y más aún después de la independencia, Latinoamérica se había convertido en un prototipo de inestabilidad política y pudo, de no ser por la ignorancia general qu~ existía en tomo a sus asuntos internos, convertirse también en un pro·· totipo de inmovilidad social. Era conocida por sus guerras civiles, revoluciones, gol· pes de Estado, asesinatos políticos y efímeras constituciones, pero a.l mismo tiempo escondía enormes injusticias sociales y económicas. Sus necesidades primordiales eran la estabilidad política y el cambio social y económico, es decir, lo contrario de lo que era su situación actual. Latinoamérica no era única en este sentido, pero sus males se fueron agravando con el tiempo hasta que plantearon un desalentador dilema: ¿era posible conseguir el cambio político y social sin una revolución? ¿Era posible conseguir la estabilidad política sin perpetuar el estancamiento social y económico? El conflicto subyacente entre la minoría y la mayoría no tenía la mediación de una clase media como la que había librado a Europa occidental de la oligarquía sin una excesiva violencia. Después de fin del dominio español, el gobierno de Sudamérica recayó sobre una elite social formada por grandes terratenientes apoyados por la Iglesia católica y por

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una casta militar que aspiraba a conseguir el mismo status social. Hacia 1945, el poder tradicional de las clases superiores permanecía vigente en todos los países situados al sur del istmo de Panamá, y diez años después sólo Bolivia lo había eliminado. No obstante, los pilares de la oligarquía se estaban debilitando. En los privilegiados sectores religiosos y militares había cada vez más dudas acerca de la inmutabilidad y la conveniencia de su monopolio sobre el poder y los beneficios, y una cierta preocupación, expresada con muy diferentes grados de acierto y sinceridad, hacia la difícil situación de los pobres de las zonas rurales, el creciente proletariado urbano y los reprimid~s indios. El conocimiento de las grandes desigualdades existentes estaba agitando conciencias y suscitando temores, alistando así al servicio de los desvalidos a esas dos poderosas fuerzas políticas que son la indignación y el replanteamiento sobre la conveniencia de semejante situación. Las iglesias comenzaron a desplazar su atención y su peso político hacia la izquierda, y aparecieron en las fuerzas armadas algunos militares con ciertos instintos populistas y un gusto por la demagogia. En toda Sudamérica, una gran parte de la población era extremadamente pobre, analfabeta, improductiva y prácticamente marginada del Estado. Muchos estados no estaban sólo gobernados por una oligarquía, sino que también eran porpiedad de ésta, en el sentido de que la tierra, lo que en ella crecía y lo que había debajo eran propiedad privada de un reducido número de individuos: en varios países, del 60 al 90% de la tierra cultivada era propiedad de un 10% de la población. Dejando al margen nociones abstractas sobre la justicia o la injusticia de la repartición, esta distribución eran la causa de una gran ineficacia. Muchos terratenientes, que poseían más tierra de la que necesitaban cultivar, dejaban gran parte de ella sin explotar y sin atender, pero se oponían con firmeza a cualquier redistribución a otros propietarios que pudieran estar más dispuestos a cultivarla. (La redistribución forzosa producía el mal opuesto, una multitud de parcelas económicamente poco rentables: en Colombia, por ejemplo, más de dos terceras partes de la tierra estaban sin cultivar, mientras que una gran parte del área cultivada había sido dividida en propiedades de unos pocos acres.) Al disponer de mano de obra abundante y barata, los grandes terratenientes no tenían necesidad de invertir sus beneficios en sus tierras, de modernizar sus métodos o de aumentar la producción. Los pobres de las zonas rurales continuaban siendo pobres hasta la indigencia y, o bien soportaban una corta vida de inútil y desesperada miseria, o bien se dejaban arrastrar hacia grandes ciudades donde no les iba mucho mejor, puesto que no estaban capacitados para realizar los trabajos que se ofrecían. La enseñanza pública en el conjunto de Sudámerica era tan insuficiente que menos de la décima parte de la población completaba el ciclo primario, mientras que íridices de analfabetismo del 50% eran frecuentes y en ocasiones se llegaba al 90%. En el caso de los indios, los campesinos que marchaban a las ciudades provocaban incomprensión y burlas por sus extraños dialectos y actitudes. Además, si los campesinos tenían poco que ofrecer, las ciudades tampoco podían por su parte ofrecer gran cosa. La industria no puede florecer en lugares donde la mitad de la población es demasiado pobre para comprar sus productos. Las industrias latinoamericanas estaban en desventaja a causa de la inexistencia de un mercado nacional, <;:on lo que los países sudamericanos continuaban importando bienes que podrían haber fabricado ellos mismos. De ahí que las ciudades a las que emigraban los campesinos, lejos de necesitar su trabajo, contaban ya con una población desempleada; en algunas de ellas una tercera

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parte de los habitantes carecían de alojamiento. Y el desempleo crecía no sólo por razones económicas, sin también porque la explosión demográfica en Latinoamérica era mayor que en ningún otro lugar del mundo: la población llevaba camino de duplicarse cada veinticinco años. Existía por tanto una situación revolucionaria en la mayor parte de Sudamérica. Esta situación se veía acentuada por la conciencia que se tenía de ella, puesto que el hecho de asumir que un modelo no puede durar mucho es en sí un potente factor de cambio. Las fuerzas que contribuían al cambio eran los relativamente pasivos proletariados rural y urbano y los líderes activos que surgían de los grupos sociales establecidos o de la naciente clase media y que, descontentos con el estado de cosas existente, podían unirse en una causa común con las masas y contribuir a la revolución. El crecimiento de la clase media sudamericana se había visto frenado por el lento ritmo del desarrollo industrial, del mismo modo que el desarrollo industrial se había visto frenado por la autosuficiencia de una clase dirigente capaz de mantener su nivel de vida exportando productos primarios y utilizando los ingresos para importar todas las necesidades y lujos que quería del mundo exterior. Este modelo económico tenfa sus consecuencias sociales y políticas, ya que es poco probable que una clase media poco numerosa adopte costumbres sociales distintivas y objetivos políticos propios, y en Sudamérica, esa clase media poco numerosa, aprisiona dentro del sistema oligárquico, fue seducida por éste sin apenas esfuerzo, y se dejó atraer por las clases superiores de un sistema que no tenía poder para subvertir, y que de ese modo estaba protegiendo. Tampoco en esto Sudamérica era única, excepto quizá en el grado. La situación de la clase media, no obstante, se vio alterada por la segunda gue· rra mundial, que privó a Sudamérica de sus importaciones habituales y promovió por ello el desarrollo industrial. Después de una pausa en los años inmediatamente posteriores a la guerra, la demanda creada por la guerra de Corea dio un nuevo empu· jón a la expansión industrial. Estas guerras, acontecimientos ajenos a los propios asuntos del subcontinente, alteraron así su línea económica, si bien no hasta el punto de alterar seriamente su jerarquía social. La clase media industrial prosperó en algunos centros, especialmente en Brasil, pero por lo general no llegaron a parecer en absoluto capaces de suplantar a la tradicional clase dominante en el ejercicio del poder político. La emergencia de una clase media está habitualmente asociada al aumento de la democracia, ya que esta clase media, adquiriendo parte del poder ejercido por la aristocracia terrateniente, establece las bases para una expansión del sistema político. Este proceso se reforzó en Sudamérica con la tendencia marcada por su origen europeo. Mientras que Sudamérica debió su independencia a las circunstancias creadas por las guerras napoleónicas que la separaron de España y Portugal así como de ef~ Francia, y aunque las guerras de liberación favorecieron el establecimiento de Q:}:l gobiernos militares y autocráticos, el rechazo del dominio europeo también trajo -~ consigo ideas ilustradas, de forma que la Sudamérica libre estaba imbuida del rech\il<"~~ zo tanto a la autocracia como a un gobierno extranjero y distante. Pero esta ter'!::;, dencia no era dominante y sólo esporádicamente consiguió modificar seriamente el modelo cuasifeudal, que se apoyaba en el elemento más poderoso del Estado: las fuerzas armadas. Después de las guerras de liberación de principios del siglo XIX, los nuevos esta· dos latinoamericanos no entablaron demasiadas guerras entre ellos y no tuvieron

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que hacer frente, con pocas excepciones (entre las cuales las disputas de México con Estados Unidos de América eran el ejemplo más importante) a amenazas enemigas provenientes del exterior del subcontinente. Los ejércitos asumieron por consiguiente un papel político interior, más que la función de la defensa nacional. Los militares, con el conservadurismo propio de su casta y las ambiciones sociales, que se convirtieron en un sustituto de ocupaciones castrenses más serias, se vefan a sí mismos como los guardianes o los padrinos del Estado, y al Estado como sinónimo de statu quo. Los políticos excesivamente ineficaces o corruptos serían sustituidos por otros o por un período de gobierno militar directo, y en el ejercicio de su función reguladora, la clase de los militares afirmaba estar actuando por el bien público, una forma de ver las cosas que podía conducir a resultados sorprendentes si la interpretación que el ejército hacía del bien público cambiaba. Y hacia la mitad del siglo XX se produjeron indicios de tal cambio. Al ampliarse los ejércitos, éstos admi· tieron en su sene -a militares de orígenes un tanto diferentes, de modo que la conciencia de la necesidad de un cambio social y un ligero apoyo al mismo comenzaron a introducirse en las fuerzas armadas. Las consecuencias de este cambio eran, no obstante, ambivalentes. Por una parte, la inseminación de un elemento radical en la mentalidad militar era un estímulo para los defensores del cambio, pero, por otra parte, una institución preparada sólo para una pequeña dosis de cambio podía fácilmente asustarse y retroceder a un conservadurismo más rígido si el ritmo del cambio empezaba a sobrepasar la propia valoración cautelosa que los militares progresistas hacían de la necesidad del mismo. La adición de un elemento militar a las fuerzas progresistas podía afectar al ritmo del cambio de una de es.tf!_s__dos formas: bien acelerándolo, dejando de contar entonces con la simpatía de los militares progresistas y provocando un enfrentamiento con las fuerzas del conservadurismo, o bien reduciéndolo a un nivel aceptable para esos militares, apartando por tanto a los elementos más atrevidos y produciendo un choque en un lugar diferente del espectro político. Junto a este reagrupamiento de fuerzas interiores antiguas y nuevas, cuyo resulta· do podía diferir de un Estado a otro, había una búsqueda de nuevos modelos, de formas políticas para sustituir a las formas existentes que estaban siendo juzgadas y declaradas deficientes; Esta búsqueda llevó a las mentes más inquisitivas a examinar dos modelos extranjeros, cada uno de los cuales pareda tener algo que aportar: la demo· erada occidental, con su énfasis en la libertad y los derechos humanos, y el comunismo, con la reputación de haber conseguido un gran crecimiento económico. El inte· lectual latinoamericano que descubriese el modo de extraer lo mejor de cada uno de estos sistemas habría encontrado tal vez el atajo sintético hacia la prosperidad y la jus· ticia. Pero también tendrfa que hacer frente a un múltiple dilema. Sabía que, por razones económicas, Sudamérica necesitaba ayuda extranjera; sabía que, por razones históricas, Sudamérica quería evitar la ayuda extranjera; y tenía que afrontar el hecho de que, si en su búsqueda de ese atajo sintético, trataba de obtener ayuda e inspira· ción de los dos baluartes, el occidental y el comunista, se encontraría en ambos con el argumento de que los dos modelos eran antitéticos y de que tenía que decidirse por uno de ellos antes de esperar ayuda de los guardianes de uno u otro. Al igual que los asiáticos y los africanos, aunque por diferentes razones, tendría que adoptar una postura de no alineación, solicitando al mismo tiempo los favores de aquellos cuya línea había rehusado seguir de forma exclusiva.

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El acercamiento de Sudamérica al mundo exterior reflejaba las necesidades de unos países cuyas economías estaban en un proceso de transición sin recursos interiores ni maquinaria adecuados, luchando contra la mala regulación de la ayuda extranjera llevada a cabo en la generación anterior. Hacia el fin del siglo XIX y en los comienzos del XX, las principales naciones capitalistas habían concedido préstamos excesivos y con intereses muy altos a Sudamérica, para el descontento mutuo de ambas partes: de los latinoamericanos, a los que les parecía que habían sido explotados, y de los acreedores, que se resentían por la consiguiente falta de pago y la expropiación de una serie de empresas que ellos habían creado. (La xenofobia de Sudamérica aumentó a causa de la política imperialista de Estados Unidos, de la que hablaremos más adelante.) Pero Sudamérica no podía prescindir del capital extranjero si quería llevar a cabo programas de desarrollo, equilibrar su balanza comercial y hacer frente a su enorme (y a muy corto plazo) deuda exterior. El capital necesario no se estaba produciendo en el interior. Los pobres eran demasiado pobres para ahorrar y estaban cada vez más depauperados, los ricos invertían o depositaban su riqueza en el extranjero con frecuencia, y los bancos y otras instituciones financieras nacionales no habían desarrollado el hábito o el mecanismo para suministrar créditos para la expansión industrial. Los reformistas, que comprendían la necesidad de ayuda extranjera pero se ve'ían obligados por su entorno a ser antiextranjeros, al igual que contrarios al establishment, esperaban poder salir de este dilema consiguiendo ayuda de agencias internacionales en lugar de obtenerla de gobiernos extranjeros, pero estas agencias resultaron decepcionantes, ya que aplicaban reglas financieras muy estrictas a sus préstamos, insistían en la estabilización de la moneda y en unas perspectivas de beneficio razonables como condiciones previas y dudaban en acudir en ayuda de solicitantes con credenciales financieras y competencia económica limitadas: en los años posteriores a ~a guerra se cometieron en Sudamérica demasiados errores económicos, ya que los beneficios obtenidos durante la guerra fueron derrochados en lujos y la industrialización se llevó a cabo irregularmente. En cuanto a características comunes en los asuntos externos de este vasto subcontinente, podemos encontrar dos: las actitudes respecto al norte, y la deuda externa. Sudamérica se diferenciaba de Norteamérica no sólo por su latinidad, sino también por su fragmentación. Mientras Sudamérica había quedado dividida en multitud de estados, Norteamérica no. Desde los tiempos de los libertadores, cuando el subcontinente quedó balcanizado como consecuencia de las guerras y las políticas postimperialistas, se añoraba la solidaridad que había caracterizado al subcontinente durante los grandes virreinatos españoles. Subsistía una comunidad cultural que, junto con una cierta compacidad geográfica y un cierto aislamiento, promovió con el tiempo un sistema interamericano que se amplió hasta convertirse en una organización panamericana (en oposición a una organización latinoamericana). Pero el contraste entre el sur y el norte no podía ser eliminado. En el norte, Estados Unidos había mostrado una asombrosa capacidad para conciliar una mezcolanza de razas y había mantenido su unidad a pesar de las fuerzas sociales y económicas desunifica· doras que provocaron la guerra civil, mientras que Canadá conseguía mantener a sus poblaciones británicas y francesa bajo un mismo techo político. Estos dos estados eran por consiguiente mucho más grandes y poderosos que cualquier Estado latinoamericano, y los latinoamericanos comenzaron a temer la preponderancia y el

imperialismo de Estados Unidos. Canadá, que podía haber servido como comodín, se mostraba reacia a unirse a una organización que podía mezclarse en los conflictos entre Estados Unidos y los estados latinos. Estados Unidos alimentó los temores y sospechas de los latinoamericanos. Durante sus años de expansión, Estados Unidos tuvo dudas acerca de su postura hacia sus vecinos de América Central y el Caribe, y durante los años en los que tuvo lugar su surgimiento como gran potencia actuó frecuentemente como si esos estados no fuesen soberanos. Del mismo modo que en el siglo XX a Gran Bretaña le resultaba difícil pensar en los países de Oriente Medio como independientes o dignos de independencia, a Estados Unidos le ocurría en ese mismo período algo muy parecido con un grupo de países de los que se suponía que tenían una repercusión importante sobre los intereses vitales norteamericanos. Cuando el presidente Monroe prohibió la expansión de los dominios territoriales europeos en el Nuevo Mundo, España y Portugal ya habían perdido los suyos; los británicos, franceses y alemanes, que habían llegado demasiado tarde como para obtener algo más que las sobras de la partición hispano-portuguesa, tenían escaso interés en desafiar la declaración unilateral de Monroe, y el único intento serio de hacerlo -el intento francés de convertir a México en un nuevo imperio de Habsburgo durante la guerra civil americana- fue un fracaso absoluto. Para entonces, Estados Unidos se había anexionado una tercera parte de México, había mostrado interés por un canal ístmico y acariciaba la idea de adquirir las vastas islas de Cuba y la Española (esta última contenía las repúblicas dominicana y haitiana). La doctrina de Monroe, enunciada en 1823, era la base de una política destinada a convertir a América en una isla por medio de adquisiciones (Luisiana, Florida, Cuba, Alaska) e impidiendo a todas las potencias europeas que recuperasen sus pose~ siones o extendiesen su influencia en el continente. Venía motivada por los temores hacia los soviéticos en el noroeste y hacia otros europeos en el sudeste. Durante más de un siglo, la doctrina requirió escaso ejercicio por parte de Estados Unidos, debido fundamentalmente al estado de las relaciones anglo-americanas, y no fue puesta en tela de juicio hasta que, en la década de los sesenta, los soviéticos se atrevieron a realizar una incursión en el área meridional en la que Monroe y su gabinete habían temido en un principio actividad británica o española. Gran Bretaña no llevó a cabo ningún intento de ampliar su imperio de las Antillas. Durante las décadas posteriores a la ruptura entre Gran Bretaña y los recién surgidos Estados Unidos, el poder naval británico sirvió para reforzar la doctrina más que para desafiarla. La geografía no ha querido que existan islas entre las islas británicas y el litoral de Estados U~idos, así que el período inmediatamente posterior a la independencia fue un período de distanciamiento pero no de conflicto; resulta difícil pensar que se hubiera podido evitar un conflicto, especialmente durante la guerra civil, si el Atlántico norte hubiese estado salpicado de islas por cuya ocupación hubieran competido las dos potencias. Dado que el hecho de compartir una misma lengua y unas mismas tradiciones no estaba contrarrestado por disputas territoriales (excepto la que tuvo lugar en torno a Canadá, que, de forma muy reveladora, no consiguió demasiado apoyo de Londres), y que al terminar el siglo el poder de Estados Unidos había crecido hasta adquirir proporciones considerables, la buena voluntad de los dos países prevaleció sobre conflictos ocasionales y condujo en el siglo siguiente a una alianza que sacó a Gran Bretaña de la órbita europea y la atrajo hacia la americana. Esta alianza no hubiera podido lle-

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varse a cabo de no ser porque Gran Bretaña renunció al papel que una vez había estado en situación de desempeñar en América Central. A mediados del siglo XIX, cuando Estados Unidos comenzó a pensar por primera vez en un canal que atravesara Nicaragua uniendo el Atlántico y el Pacífico, el con· sentimiento y la cooperación británicos parecieron esenciales. Gran Bretaña tenía territorios y concesiones a lo largo de la costa más cercana (en las Honduras britá· nicas, la costa de los Mosquistos y las islas de la Bahía); Estados Unidos negoció tratados favorables con Nicaragua y Honduras. Desde estas posiciones, los dos países negociaron el tratado Clayton-Bulwer de 1850, por el cual acordaban que ninguno de los dos obtendría el control exclusivo de un canal o privilegios especiales en él; y más aún, que ninguno de ellos ocuparía, fortificaría, colonizaría, tomaría o ejercería dominio alguno sobre ninguna parte de América Central. Este tratado, firmado en un tiempo en que Estados Unidos era la más débil de las dos partes, se convirtió en un obstáculo para planes posteriores de construir un canal sin colaboración británi· ca y de conseguir el control sobre su curso y sus diques, pero al final del siglo el interés británico en esta parte del mundo era escaso comparado con su interés en Oriente Medio y Asia meridional, y en 1901 el tratado Clayton-Bulwer fue sustituido por el tratado Hay-Pauncefote, que reafirmaba los principios de la neutralidad y la utilización libre e indiscriminada, pero sin embargo eliminaba las limitaciones establecidas por el tratado anterior. Estados Unidos entró entonces en discusiones con Colombia para una cesión de territorio en Panamá. Se negoció un tratado, pero el Senado colombiano lo rechazó, después de lo cual Estados Unidos promovió en 1903 una revuelta en Panamá y su separación de Colombia. Se creó una nueva república panameña y, a cambio de 10 millones de dólares y una renta anual de 250.000 dólares, ésta cedió a Estados Unidos la soberanía perpetua sobre el área, que recibiría el nombre de Zona del Canal y también el derecho de intervenir en los asuntos internos de Panamá. Estados Unidos hizo uso de este derecho enviando tropas en una serie de ocasiones. Más importante para Estados Unidos que Panamá era la extensa isla de Cuba, más próxima a Estados Unidos que ningún otro país latinoamericano, con la única excep· ción de México. Por motivos estratégicos, durante el siglo XIX Estados Unidos trató en varias ocasiones de comprar Cuba a España y estuvieron en guerra durante diez años. Fueron derrotados, pero se sublevaron de nuevo en 1895. En Estados Unidos existía un sentimiento de indignación por la crueldad que las autoridades españolas empleaban para sofocar la revuelta y de preocupación por las inversiones americanas, pero el gobierno no tomó medidas hasta que, en febrero de 1898 y en circunstancias que aún no han sido explicadas, el acorazado USS Maine fue hundido en el puerto de La Habana. Washington lanzó un ultimátum y, a pesar de que los términos de éste fueron en gran medida aceptados y la guerra se encontraba prácticamente finalizada, declaró la guerra a España. La lucha, que se extendió al Pacífico, duró tres meses y terminó con la derrota absoluta de España y la cesión a Estados Unidos, por el tratado de París, de las islas Filipinas, Guam y Puerto Rico a cambio de 20 millones de dólares. Cuba quedó en realidad bajo la tutela de Estados Unidos, y así permaneció hasta 1933. En 1901, Estados Unidos declaró, mediante la enmienda Platt {una enmienda al Proyecto de Ley de Adscripción del Ejército) que no retiraría sus fuerzas militares a no ser que su derecho a intervenir para preservar el buen gobierno de la isla apareciese expresado en la Constitución cubana. Fuerzas estadounidenses fueron estado-

nadas en la isla entre 1906 y 1909 y entre 1913 y 1921 en apoyo de regímenes militares corruptos, y se construyó una base naval en Guantánamo. Pocos años después de la guerra de Cuba, en 1905, Estados Unidos intervino en la República Dominicana. Temiendo una intervención europea como consecuencia del impago de las deudas por parte del gobierno dominicano, el presidente Theodo· re Roosevelt formuló el Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe, por el cual Estados Unidos se atribuía el derecho de intervenir en países latinoamericanos para man· tener en orden a los gobiernos. Fuerzas estadounidenses reaparecieron en 1916 y durante los ocho años siguientes el país estuvo bajo el mandato militar directo de Estados Unidos, con uri oficial estadounidense como presidente. Una ocupación similar de la vecina república haitiana, proyectada igualmente para anticiparse a los acreedores europeos, duró desde 1915 hasta 1934. En el continente, Estados Unidos intervino abiertamente en la revolución y la guerra civil mexicanas con un bombar· deo naval en 1914 y una expedición militar -que no tuvo éxito- en 1916-1917; asimismo, fuerzas estadounidenses, enviadas a Nicaragua en 1911 para apoyar a un presidente que contaba con el respaldo de Estados Unidos, mantuvieron controlada a la oposición liberal hasta 19.33, año en el que, a su marcha, se inauguró la dictadura de Anastasia Somoza. Esta política estadounidense de dirección y control, sustentada por incursiones militares esporádicas, fue abandonada por el presidente Franklin C. Roosevelt y su secretario de Estado, Cordell Hull. En su discurso inaugural, Roosevelt promulgó una política de buena vecindad basada en la no intervención, y repitió su compromiso en la Conferencia Panamericana de 1936 en Buenos Aires. La enmienda Platt fue revocada. El derecho a intervenir en los asuntos internos de Panamá fue aboli· do mediante tratado. Se aceleró la retirada de los marines estadounidenses de Haití. El presidente acepto el derecho del gobierno mexicano a nacionalizar los yacimientos petrolíferos en su territorio. Las esperanzas latinoamericanas aumentaron también con la aprobación del Acta de Acuerdos Comerciales Recíprocos de 1934, que concedía al presidente poder para reducir los aranceles hasta en un 50%, y con el establecimiento, el mismo año, del Banco de Importaciones y Exportaciones para llevar a cabo préstamos de fondos públicos de Estados Unidos-a gobiernos extranjeros. Pero esta mejora de la atmósfera reinante dentro del continente americano no trajo consigo todas las consecuencias que Washington deseaba. Antes de la Segunda Guerra Mundial, al igual que después de ella, Estados Unidos quería conseguir las simpatías y el apoyo latinoamericanos para asuntos de mayor envergadura, pero fra· casó en gran parte. Con anterioridad al estallido de la guerra, Hull, teniendo pre· sente el intento alemán de hacer que Japón atacase a Estados Unidos a través de México en la Primera Guerra Mundial, intentó sin éxito persuadir a Sudamérica de que el nazismo y el fascismo eran peligros reales contra los cuales todos el conti· nente americano debía tomar precauciones conjuntas. En La Habana, en julio de 1940, los países americanos acordaron que no debía permitirse a ningún país no americano ocupar territorio alguno en el continente, pero este nuevo y antialemán enunciado de la Doctrina Monroe debía ser defendido mediante la acción americana conjunta; no se invitaba a Estados Unidos a intervenir por su cuenta contra cualquier amenaza externa, sino más bien a proveer a sus vecinos con las armas y el equipamiento necesarios para hacerlo. Por consiguiente, un resultado de los temores de

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Washington con respecto a la defensa del hemisferio fue el fortalecimiento de la clase militar a lo largo de esa área. Pequeñas fuerzas brasileñas y mexicanas fueron enviadas a ultramar durante la guerra, pero los suministros militares americanos afectaron a la estructura política de sudamérica mucho más de lo que afectaron al desarrollo de la guerra. Después de Pearl Harbar, México, Colombia y Venezuela rompieron las relaciones con Japón, Alemania e Italia, y todas las repúblicas centroamericanas y caribeñas declararon la guerra. Cuando se divisaba el fin de la contienda, los países americanos, reunidos en Capultepec, México, en febrero de 1945, se declararon a favor de la defensa colectiva contra amenazas tanto internas como externas (el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, firmado en Río de Janeiro de 1947, dotaría a este acuerdo de un cáracter más permanente), pero la preocupación de Washington por crear una alianza o un sistema de defensa continental anticomunista encontró poca respuesta entre estados que aún estaban acostumbrados a pensar en Estados Unidos, y no en la URSS, como ei país que más asiduamente intervenía en sus asuntos internos, y estaban mucho más preocupados por los problemas econÓ· micos en la posguerra que por el comunismo. Las clases militares, que eran las que se veían afectadas de un modo más inmediato por los esquemas de defensa conjunta, estaban menos interesadas en la cooperación que en reforzarse a sí mismas. Lo que buscaban de Estados Unidos era más -y más moderno- equipamiento. Estados Unidos, por otro lado, estaba cada vez más preocupada por el comunismo y cada vez más atrapada entre dos políticas diferentes, el conjurar mediante ayudas económicas a sus vecinos e interferir en sus asuntos para suprimir a los comunistas a cualquiera que pudiera parecer comunista para Washington. En 1951, la Acta de Seguridad Mutua fue extendida a Latinoamérica, y a partir de 1952 Estados Unidos firmó una serie de acuerdos bilaterales de defensa. Si Estados Unidos (y los civiles latinoamerieanos) tenía sus dudas sobre este nuevo fortalecimiento de unos ejérdtos que operaban la mayoría de las veces como fuerzas políticas interiores, Washington se sentía obligado a ello por la amenaza velada de que esos ejércitos, al no poder satisfacer sus necesidades en Estados Unidos, pudieran ir de compras a algún otro lugar. En Fort Davis, en la Zona del Canal, se fundó en 1962 una academia de policía interamericana para el estudio y la práctica de técnicas de contrarrevolución, pero otros modos de cooperación militar interamericana no parecían excesivamente fructíferos ni populares. Las conferencias de Chalputepec y Río eran la séptima y la octava de una serie de conferencias interamericanas que se habían inaugurado en Washington en 1889. El noveno de estos encuentros se celebró en Bogotá en 1948, y creó nuevas instituciones y una maquinaria permanente para consultas y acciones panamericanas (Canadá, por voluntad propia, fue excluida). La Organización de Estados Americanos, aparentemente panamericana pero que era, según algunas opiniones, un contrapeso latino al poder del norte, tenía como objetivos el mantenimiento de la paz en el área de sus miembros, el arreglo pacífico de las disputas entre éstos, la acción conjunta contra las agresiones y el desarrollo cooperativo de intereses económicos, sociales y culturales. En Sudamérica, esta asociación con Estados Unidos era favorablemente acogida, fundamentalmente por la perspectiva de un aluvión económico similar al Plan Marshall en Europa, pero semejante perspectiva resultó ser un espejismo, por cuanto Washington veía a Europa y a Sudamérica de distinto modo:

Europa había sido asolada por la guer:ra, estaba al borde del hundimiento económico y se pensaba que era un cebo indefenso para nuevos avances soviéticos. Estos argumentos, que estaban en el corazón y en la cabeza de los directores de la políti· ca estadounidense, eran difícilmente aplicables a Sudamérica, incluso en el caso de que estuviesen tan preocupados por la buena vecindad como Franklin D. Roosevelt en los años treinta. Sudamérica no gozaba de prioridad para el Washington de la posguerra. El desencanto creció en ambos lados. Cuando estalló la gue1rn en Corea, que a los ojos de Washington era una guerra anticomunista en la que todos debían estar preparados para ayudar, sólo Colombia envió tropas. Parecía que la acción colectiva no significaba ni ayuda económica para Sudamérica ni ayuda militar para Estados Unidos. La guerra de Corea agudizó las susceptibilidades anticomunistas de Washington, y clarificó sus prioridades respecto a América Latina, donde instigó y organizó la destitución del presidente de izquierdas Jacobo Arbenz Guzmán (véase capítulo XXVII). Demostró hasta qué punto los estadounidenses concedían una importancia mucho mayor a la supresión del comunismo que al principio de la no intervención o a las buenas relaciones con sus vecinos latinos (a no ser que calculasen la reacción latinoamericana tan erróneamente como sin lugar a dudas interpretaron la magnitud de la amenaza comunista). Washington manifestó su creencia de que sus acciones en la mitad sur del continente no debían ser obstaculizadas por consideraciones de las grandes potencias: la reacción de la URSS podía considerarse, en aquel momento, como mínima o imponente. La lección final que se desprendía del caso guatemalteco era, o debía haber sido, la imposibilidad de trazar una línea divisoria entre programas radicales que eran sociales y por consiguiente malig· nos. En Guatemala, Estados Unidos había expulsado a una administración reformista cuyas acciones no eran perniciosas en sí mismas, pero cuyos móviles e intenciones últimas resultaban sospechosos. Sudamérica no aceptó la justificación anticomunista propuesta por Washington. · En 1958, el vicepresidente Richard Nixon, en una gira por países latinoameri· canos, fue recibido con insultos e incluso con violencia, lo que sirvió para ilustrar a la opinión oficial y pública al norte del Río Grande sobre la postura de algunos latinoamericanos hacia Estados Unidos. En dos de los países de su itinerario, Perú y Venezuela, habían sido recientemente destituidos otros tantos dictadores, pero no sin antes haber recibido del presidente Eisenhower la Legión del Mérito: Nixon se vio a sí mismo convertido en el blanco de la indignación popular contra la aprobación de los dictadores por parte de Estados Unidos. En 1960, el propio Eisenhower emprendió una gira por suramérica que formaba parte de un calculado intento de mejorar las relaciones. En el intervalo entre las dos visitas, Estados Unidos estuvo de acuerdo en la creación de un Banco Interamericano y un Fondo para el Desarrollo Social Interamericano (este último para financiar proyectos improductivos que el Banco Mun .. dial tenía prohibido fomentar); anteriormente, Washington había desaprobado estas instituciones. Aunque la undécima conferencia interamericana, que debía celebrarse en Quito en 1959, fue pospuesta, los ministros de Asuntos Exteriores de los países americanos se reunieron una vez ese año en Santiago y dos veces al año siguiente en San José. El primero de estos encuentros estaba dedicado principalmente a censurar a Trujillo y a Batista, cuestiones en la que no era difícil conseguir un amplio consenso. En 1960, la afirmación por parte de Venezuela de que Trujillo había instigado el intento de asesinato del presidente Betancourt dio lugar a una investigación, una

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censura de Trujillo y la expulsión de la República Dominicana de la OEA, pero cuando Estados Unidos propuso sanciones económicas y elecciones con una supervisión internacional en la República Dominicana, sus asociados se volvieron atrás por temor a sentar un precedente que pudiese servir para intervenir en sus propios asuntos (el propio Trujillo fue asesinado en 1961). Se produjo también un conflicto entre Estados Unidos y los demás países en torno a si el giro hacia la izquierda de Cuba resultaba razonable o peligroso. La conferencia era anticubana en general, pero no estaba dispuesta a expresarse con franqueza. Una propuesta de mediación interame· ricana entre Estados Unidos y Cuba no prosperó. No obstante, la Organización de Estados Americanos estaba funcionando y se procuraba que siguiese haciéndolo, y las disensiones que tenían lugar en su seno no eran graves, aunque, en lo referente al eterno problema de la cooperación económica, un intento del presidente Kubitschek de obtener ayuda estadounidense para una «Operación Panamérica» había tenido poca acogida en Washington. Al afio siguiente, sin embargo, el presidente Kennedy llevó a cabo un cambio de p0lítica. Con una dedicación a Sudamérica que ningún presidente de Estados Unidos había mostrado desde Franklin D. Roosevelt, Kennedy propuso una Alianza para el Progreso, que suponía una cooperación masiva y a largo plazo entre Estados Unidos y sus vecinos latinoamericanos para mejorar, a costa de Estados Unidos, sus economías, a condición de que introdujesen también determinadas reformaS fundamentales. Estados Unidos proporcionaría 20.000 millones de dólares a lo largo de diez años para pagar, en realidad, la reforma social y económica. Aunque los gobiernos latinoamericanos preferían una ayuda bilateral a una multilateral, y aunque probablemente preferían también una ayuda sin condiciones a una ayuda ligada a ciertas reformas, la Alianza para el Progreso suponía un tipo de intervención que habían estado buscando desde la inauguración del Plan Marshall para Europa, y no el tipo de intervención que constantemente habían temido o decían haber temido. Posteriormente, en ese mismo año, todos los miembros de la OEA excepto Cuba suscribieron un documento que hacía efectivas las propuestas de Kennedy. La Alianza para el Progreso supuso un fuerte golpe psicológico, importante por su impacto tanto en los ciudadanos de Estados Unidos como en los pueblos situados más al sur, pero no fue correctamente estudiada con antelación y los resultados prác· ticos no habían llegado a ser más que decepcionantemente pobres en el momento de la muerte de su artífice. Las razones de la decepción eran numerosas. En primer lugar, la muerte de Kennedy se produjo demasiado poco tiempo después de su inauguración; había habido poco tiempo para conseguir resultados. Pero, en segundo lugar, había razones más materiales. La suma de dinero prometida era grande, pero era discutible que incluso tal suma pudiese hacer algo más que evitar que la situa· ción siguiese deteriorándose. Se esperaba, por otra parte, que los fondos del gobier· no atrajesen la inversión privada, pero el volumen de ésta no alcanzó las previsiones, y parte de los fondos gubernamentales tuvieron que ser desviados hacia objetivos a corto plazo imprevistos, debido a una caída de los ingresos que Sudamérica obtenía de productos primarios. En tercer lugar, existía, desde el punto de vista de Washington, cierta confusión en torno a los objetivos y las prioridades de la Alianza. ¿Estaba concebida fundamentalmente para modificar la estructura social, para aliviar la pobreza, para promover el progreso económico de un Estado, para facilitar la integración económica entre los estados, o para combatir el comunismo?

A no ser que se estableciesen unas prioridades, era difícil saber por dónde se debía empezar o qué se debía aprobar. Finalmente, la Alianza planteaba algunos malen· tendidos y algunos peligros. Los malentendidos se revelaron cuando se planteó la cuestión de si los fondos podían obtenerse inmediatamente o sólo condicionados a la introducción de determinados cambios sociales. Se hicieron patentes cuando se presentó el problema de dar ayuda a un regímen reaccionario o inconstitucional. Suprimir la ayuda significaba dañar las esperanzas de las gentes pobres e inocentes. Continuar con ella podía significar tolerar la violencia inconstitucional en lugar de promover una reforma constitucional, financiar regímenes regresivos en lugar de fomentar regímenes progresistas. El segundo factor común en el subcontinente era la deuda. A comienzos de siglo, a muchos países sudamericanos les había resultado fácil obtener préstamos del exte· rior. Superficialmente, esta relación había parecido durante un tiempo mutuamente satisfactoria, pero el endeudamiento externo enmascaró la necesidad de reestructura· ción económica interna, y buena parte del dinero obtenido fue gastado incorre¡:ta· mente, por ejemplo en ejércitos (tan nefastos para la economía y la estabilidad política como lo habían sido las legiones romanas, y sin nadie a quien combatir). La Segunda Guerra Mundial eliminó los mercados de exportación. Después de la guerra, las industrias tendían a producir excedentes no exportables. Los mercados internos estaban empobrecidos y el comercio entre países era escaso. La hiperinflación, las excesivas deudas y, en la década de 1990, la necesidad de fondos por parte de Europa del Este alejó a los inversores, que se veían aún más desincentivados por la situación política: insurrecciones, una situación en la que la mitad de la población se podía calificar como extremadamente pobre, y tráfico de drogas. En algunas zonas el tráfico de drogas, los traficantes ·y aquellos que encubiertamente los apoyaban, sus ejércitos privados y las personas que trabajaban para ellos, constituían el único sector floreciente de la economía. Sus actividades incluían no sólo las zonas productoras de Colombia, Bolivia y Perú, sino también rutas comerciales y fuentes de financiación en Argentina, Brasil, Venezuela, Panamá e incontables islas. Económicamente, la mayor parte de Sudamérica permanecía a la sombra de la dominación externa. La industrialización era débil y se vio atrasada por muchas razones: las elites gobernantes se oponían a tarifas arancelarias que las jóvenes industrias precisaban pero que desagradaban a los clientes ricos; los diferentes mer· cados internos eran demasiado pequeños y los intentos de unificarlos fueron rudi· mentarios; las industrias tendían a exceder su capacidad, los productos eran normalmente demasiado caros; la tecnología era o bien local y atrasada o bien extranjera y, por tanto, cara. El transporte y otros servicios públicos eran deficien· tes o inexistentes, excepto en las zonas cercanas a las grandes ciudades. La mitad de la población afluyó a ciudades de 20.000 o más habitantes, superpobladas, sucias, violentas y presa de los especuladores inmobiliarios. El vacío económico entre la ciudad y el campo se estaba acentuando. La tierra aportaba categoría, riqueza y una forma de vida para unos pocos; la mayoría de las ciudades fracasaron en el intento de convertirse en motores de nueva actividad económica. La necesidad de reforma agraria era manifiesta y varios países aprobaron leyes pertinentes, pero sólo se llevaron a la práctica como consecuencia de las revoluciones. Los trabajadores agrarios estaban mal pagados y subempleados, y su número aumentaba a pesar de la emigra· ción hacia la ciudad. Sin créditos ni comunicaciones adecuadas o, en muchas áreas,

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agua, los pequeños propietarios no obtenían semillas, abonos ni maquinaria para hacer económicamente productiva la tierra. La década de 1990 contempló un renacimiento de planes promovidos en la de 1960 para mejorar la situación de debilidad económica y los problemas sociales sudamericanos mediante la asociación regional. El Pacto Andino, establecido en 1966 entre Colombia, Bolivia, Perú y Venezuela, fue reanimado en 1989 con el objeto de establecer un mercado común y la unión aduanera para 1995, y posteriormente una unión económica. Al sur, Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay crearon en 1991 Mercosur con objetivos y fechas similares. (De la misma forma, en Centroamérica, el Caricom, creado por trece estados en 1964, fue revitalizado, con una proyectada unión económica para 1993.) Aunque estos planes podrían ser despre· ciados como fantasías, eran también un signo de los tiempos en los que la cooperación regional, con o sin reformas constitucionales o políticas, se consideraba la vía para la salvación. Las preocupaciones externas complicaron, que no provocaron, los problemas internos de Sudamérica en cuanto a formas de gobierno que oscilaban entre la oligarquía, la tiranía y la democracia. Durante la década de 1950 se produjo la caída de una serie de dictadores, comenzando por Juan Domingo Perón, de Argentina, en 1955. Durante los tres años siguientes tuvo lugar la retirada de los pres,identes Gustavo Rojas Pinilla y Marcos Péres Jiménez, de Colombia y Venezuela, respectivamente. Durante esos años, los militares se retiraron de la vista. No podían renunciar a su poder real porque era inevitablemente suyo. El ejercicio de ese poder en política se había convertido en hábito dado que, al no tener enemigos a la vista, no tenían nada más que hacer, y en parte también, debido a los defectos de la clase gobernante. El oficial que no es requerido para la guerra puede bien optar por la sociedad o bien por la política. Muchos optaron exclusivamente por la mejor sociedad; otros por la sociedad y una parte de la dominación política que ejercían las clases altas, y otros, en fin, habiendo optado por la política, se sintieron insatisfechos y, aunque pudieran despreciar la democracia, deseaban hacer más eficaz y menos corrupto el manejo de los asuntos públicos, y comenzar, si bien levemente, la reforma social. Este último grupo acabó recibiendo el apodo de nasseristas y fueron los que hicieron que se extendiera la noción, a finales de la década de 1950 y en la de 1960, de que la política y los ejércitos nacionales debían profesionalizarse y hacerse más conscientes socialme'nte. Pero si el primer impacto fue la destrucción de los dictadores al estilo antiguo y la disminución del prestigio de los funcionarios al viejo estilo, no significó que el gobierno de civiles fuera la nueva regla, ya que los civiles podían quedarse demasiado cortos, en eficacia o integridad, respecto a lo que se esperaba de ellos, o exceder las expectativas y la tolerancia, acelerando demasiado las reformas sociales. En cualquiera de los casos, los militares regresaron. Por una parte, la autocracia personal del caudillo, interesado sólo por su propio poder y sin ideología de ningún tipo, sólo estuvo representado en Sudamérica por Alfredo Stroessner, de Paraguay, que sobrevivió hasta 1989 en un lugar atrasado, un apartado feudo de Brasil (que obtenía energía eléctrica de Paraguay)¡ por otra, el dominio ejercido por un partido único correspondía a un intento de estabilidad, una forma de eludir un sistema parlamentario demasiado liberal que amenazaba con la anarquía, y de evitar también un recurso a la violencia que auguraba el desastre. Habían fracasado dos cosas. La revolución violenta, rural o urbana, sólo tuvo éxito en Cuba.

Los que habían esperado el avance del liberalismo burgués o de la social democracia familiar a los europeos de los siglos XIX y XX, se vieron igualri1ente frustrados. Los intentos de este tipo, aunque apoyados por una pequeña elite cosmopolita, estaban muy poco enraizados en la política sudamericana, donde las tradiciones que perdura· ban eran las de la España anterior a Napoleón. Sudamérica no se rebeló contra España. Simplemente, la conquista de España por parte de Napoleón había causado que se viniera abajo el poder de aquélla sobre las colonias americanas. Los Libertadores fueron, por tanto, sucesores más que libertadores, y asumieron, para ellos y para las generaciones futuras, los poderes centralistas y las actitudes que la corona española había exportado a los virreinatos de América del Sur y Central. Era una tradición autocrática, a menudo interpretada de manera liberal, pero en absoluto democrática. Los hombres de la segunda mitad del siglo XX, no todos ellos militares aunque sí la mayoría, no se preocuparon, salvo raras excepciones, por cambiar el sistema. Lo que les preocupaba era obtener el poder y la dirección que hasta entonces había monopolizado una clase dirigente diferente o más restringida. Desde comienzos de la década de 1970 la actividad guerrillera, característica de buena parte de Sudamérica en la década anterior, disminuyó. La muerte de Che Guevara en Bolivia, en 1967, había constituido un duro golpe para la moral. El desarrollo de las técnicas antiguerrilleras, con la supervisión de militares estadounidenses, permitió a los gobiernos derrotar movimientos que nunca habían sido numéricamente fuertes y sólo estaban fugazmente unidos. La protesta encontró medios de expresión nuevos y menos románticos. El foco guerrillero fue sustituido por los secuestradores urbanos: los tupamaros uruguayos y similares, que en Argentina, Brasil y demás se especializaron en el secuestro de diplomáticos. Una de las hazañas más notables de los tupamaros fue la captura del embajador británico en Montevideo¡ pero aunque lo retuvieron durante ocho meses no obtuvieron nada. Las tácticas urbanas no significaron ninguna mejora sobre los focos guerrilleros y, en las elecciones de Uruguay de 1971, el Frente Amplio, de izquierdas, fue tercero, tras Blancos y Colorados, los partidos tradicionales. Juan Bordaberry, que alcanzó la presidencia en 1972 tras complicados y polémicos recuentos, como sus predecesores, se preocupó más por encontrar para Uruguay, anteriormente rico gracias a sus exportaciones de lana, un futuro económico en un mundo que había inventado el rayón. Fue depues· to por los militares, pero, en 1980, los uruguayos, con inesperada temeridad, rechazaron la nueva Constitución presentada por el régimen, que esperaba un voto más obediente, y, a partir de 1985, Uruguay retornó a las pacíficas vías civiles por las que se había caracterizado durante tanto tiempo. Los optimistas esperaban que dichas tendencias resultaran cada vez más características en los últimos años del siglo, pero no se podía pensar que ninguna tendencia persistiese, ni era posible hacer generalizaciones para la totalidad del subcontinente. Los dos elementos fundamentales eran el crecimiento económic;o y la reforma institucional. Sin ellos, las perspectivas de gobierno democrático y de justicia social serían confusas. A comienzos de 1990, el crecimiento económico era evidente en muchos paí~es, pero precario y desigual. En general (Brasil fue la principal excepción), inten· taran solucionar sus problemas financieros inmediatos mediante la privatización de las empresas y propiedades estatales para pagar la deuda externa, sanear los presupuestos y evitar el aumento de impuestos: el plan argentino de privatizar la sociedad petrolífera estatal fue la más extensa medida de este tipo, en Chile y en el resto de los

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países se tomaron medidas similares, pero en Perú y Venezuela fueron suspendidas. Estaban obstaculizadas no sólo por la díscola voluntad de las clases dominantes, sino también por la debilidad de las instituciones financieras y administrativas necesarias para formular y llevar a cabo complicadas maniobras económicas. Brasil, un país perpetuamente a punto de ser más influyente de lo que en realidad es, el cuarto o quinto país más grande del mundo y el segundo de América detrás de Canadá, se convirtió en país independiente en forma de imperio que duró de 1822 a 1889, año en que el segundo emperador fue desplazado por una revolución pacífica dirigida por un profesor de matematicas. Posee enormes recursos económicos y un amplísimo mercado interno; ocupa la tercera parte de América Latina y, con México y Argentina, alcanza casi las dos terceras partes de la producción. Según el censo de población de 1970, su población había aumentado en una tercera parte en diez años y había alcanzado más de 93 millones. Gracias a sus amplios y variados recursos con· siguió progre3ar económicamente antes y después de la Primera Guerra Mundial. En 1930, Getúlio Vargas accedió al poder democráticamente, y como consecuencia de uha serie de rivalidades sociales e interprovinciales. Comenzó a llevar a cabo la modernización de Brasil. Reforzó el gobierno central, alimentó a la industria e intro· dujo una planificación económica estatal. Contó con el apoyo del ejército hasta que empezó a crear un poder alternativo basado en las clases bajas. En 1945, el ejército le destituyó. En 1950 llevó a cabo un nuevo intento de conseguir el poder dirigiéndose no sólo al proletariado, sino también a una nueva clase de jóvenes oficiales, y resultó elegido. Las fuerzas armadas, con la esperanza de poder controlarle y reacias a burlarse de forma tan descarada de unas elecciones limpias, le permitieron acceder al cargo, pero en 1954 ya estaban hartas de él y a punto de expulsarle -·a causa de su incompetencia- cuando se suicidó. La década siguiente asistió a la anulación de todo lo que había supuesto la era Vargas, bajo el mandato de tres presidentes. Las elecciones de 1955 dieron el triunfo a Juscelino Kubitschek y Joao Goulart como candidatos a la presidencia y a la vicepresidencia, respectivamente. Las fuerzas, divididas en su actitud ante estos resultados, no pusieron objeción alguna, y de hecho tomaron las medidas necesarias para que la pareja triunfadora ocupase el poder. Demostraron de ese modo la dependencia que el nuevo presidente tenía de ellas, y éste, a cambio, reconoció tácitamente tal relación aumentando los salarios de los militares y suministrando fondos para más y mejor material militar. Algunos oficiales, al igual que sus colegas de otros países, querían algo más y tenían esperanzas en una administración ligeramente reformista que ata· case la corrupción, la incompetencia y las manifestaciones más evidentes de injusticia social, pero no estaban dispuestos a aceptar med_idas muy radicales ni tampoco tenían -en el caso brasileño- la satisfacción de observar el funcionamiento de una buena administración, ya que el presidente Kubitschek se embarcó en extravagantes empresas {tales como la construcción de la nueva capital, Brasilia) y en el transcurso de un gobierno mal orientado en el capítulo energético abrió nuevas y enormes opor· tunidades para la especulación privada. En las siguientes elecciones, en 1961, salió vencedor Janio Quadros, con Goulart todavía como vicepresidente, pero dimitió al cabo de siete meses, dejando su puesto a Goulart bajo la mirada de un ejército dividido y cada vez más dubitativo y una marina y unas fuerzas aéreas unánimemente conservadoras. En estas circunstancias, el poder del presidente Goulart estaba estrictamente limitado, y muy pronto llegó al

límite. Donde Quadros habría preferido dimitir, Goulart optó por seguir adelante· fue su perdición. Propuso una extensa ampliación del derecho al sufragio, la reform~ agraria y una política exterior neutralista. Hizo un llamamiento al pueblo contra las fuerzas armadas y el Congreso, aceptó ayuda comunista dentro del país, estableció relaciones con la URSS y se opuso a la expulsión de la Cuba de Castro de la OEA {pero se unió al bloqueo naval estadounidense de Cuba durante la crisis de los misi· les). Estas medidas le valieron una cierta popularidad, pero también provocaron temores y odios, permitieron que los comunistas se infiltrasen en la administración central y de los estados y en los sindicatos y, dado que las diferentes provincias se alineaban en lados diferentes, produjeron una amenaza de guerra civil, momento en el cual el ejército intervino. Una vez que hubieron expulsado a Goulart, los jefes del ejército obligaron al Congreso, después de una pausa en la que se observó la corrección constitucional al reconocer al presidente de la cámara de diputados como presidente, a instalar el general Humberto Castelo Branca en la presidencia para lo que restaba del mandato de Goulart. Al general le sucedió el mariscal Costa e Silva, y a éste los generales Garrastazu Médici, Ernesto Geisel y Joao Batista de Oliveira Figueiredo. Fueron prohibidos los partidos políticos, a excepción de dos partidos nuevos sin ninguna vitalidad ni independencia. El régimen se mostró duro con los sindicatos, los campesinos y los estudiantes. Hizo pocos progresos con la reforma agraria y detuvo unos programas de alfabetización que le parecían peligrosos: Brasil continuó siendo el país de tierras y talento desaprovechados. Para hacer frente a la creciente oposición, recurrió con dureza a las armas, incluyendo entre sus métodos una espantosa y generali· zada crueldad con los prisioneros políticos, que eran arrojados a las cárceles en can· tidades cada vez mayores. Por otra parte, el régimen militar se atribuyó el mérito de una buena dirección económica. Habiendo heredado una inflación galopante, no sólo cambió por com· pleto la política económica de los difíciles años sesenta, sino que consiguió, durante algún tiempo (1968-1974), un ritmo de crecimiento anual del 10%, muy superior a todo lo visto en los veinte años anteriores. El principal instrumento para conseguirlo fueron las exportaciones, que, estimuladas por grandes préstamos de países extran· jeros impresionados por los recursos naturales y el disciplinario gobierno de Brasil, se cuadriplicaron. Pero 1974 fue un año de ajuste de cuentas en Brasil como en el resto del mundo. Los saludables me~cados mundiales que habían recibido las exportaciones brasileñas se volvieron enfermizos. El progreso interno financiado desde el exte· rior se hizo más lento y Brasil introdujo controles de importación y exportaciones alternativas. Los beneficiarios del boom comenzaron a quejarse, y sus víctimas a imponerse. Estos últimos eran muy numerosos. A pesar del boom, cerca de la mitad de la población había visto como su situación empeoraba; el 40% se repartía menos del 10% de la renta nacional. Las tensiones regionales, al igual que las sociales, se agravaron, ya que el indigente y depauperado noroeste mostraba su indignación ante la riqueza existente en el sur. Con el advenimiento del presidente Figueiredo en 1979, el gobierno emprendió la doble tarea de reestructurar la economía y al mismo tiempo humanizar el régimen. Se relajó la censura, probablemente disminuyó la tortura y se decretó una amplia, aunque no total, amnistía para presos políticos. En el campo económico, se dio un énfasis especial a la búsqueda de alternativas al petróleo extranjero: prospecciones petrolíferas en el mar {cuyos resultados resultaron

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decepcionantes), búsqueda de sustitutos y un programa nuclear. Este último provocó los interrogantes habituales acerca de si Brasil tenía previsto desarrollar un poderío militar nuclear al igual que una economía nuclear. En los años setenta, Brasil no estaba a la cabeza del desarrollo nuclear en Sud· américa. Su viejo adversario, Argentina, iba por delante. Brasil no había firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear, pero había firmado, con reservas, su equivalente regional, el Tratado de Tlatelolca (1967). Argentina no firmó ninguno de los dos. (México, involucrado también en la carrera nuclear, firmó ambos.) En 1975, Brasil, tras recibir una negativa de Estados Unidos, solicitó la ayuda de Alemania Occidental para acelerar su programa de nuclearización. A cambio de que parte del pago se efectuase en uranio brasileño, Bonn acordó suministrar a Brasil ocho reactores, una planta procesadora de combustible y la teq1ología necesaria para el enriqU:ecimiento del uranio. El propósito de Brasil era poseer no menos de setenta y tres reactores antes del fin del siglo. Aunque los objetivos principales de este programa eran industriales y civiles, la planta procesadora y la tecnología que Alemania occidental debía suministrar apuntaban hacia una capacidad militar. Las garantías incluidas en el acuerdo eran estrictas, pero, dadas las circunstancias, no suficientes. Los programas brasileño y argentino creaban la posibilidad de una carrera armamentística nuclear en Sudamérica similar a la existente entre India y Pakistán o·entre Israel e lrak. Pero la actitud de Brasil hacia su tradicional adversario no era belicosa. Su enorme extensión, sus recursos sin explotar y su gobierno relativamente estable pennitían a los brasileños esperar el día en que la irreductible superioridad de Brasil terminase para siempre con una de las enemistades clásicas de Sudamérica. Quedaban algunas cuestiones relativas a los estados tapón de Paraguay y Uruguay, pero por lo que a Brasil se refería, éstos eran asuntos que podían ser afrontados con confianza y dejando que el tiempo decidiese. El tamaño de Brasil hacía de él un gigante entre los estados de América Latina. Su riqueza potencial podía convertirle en un gigante poderoso. Sus orígenes portugueses lo diferenciaban de sus vecinos de habla española y le daban un aire más cosmopolita, acentuado por la conciencia de sus orígenes africanos. Brasil era parte de Sudamérica pero le daba la espalda. Estaba no menos separado de Norteamérica, resueltamente decidido a afomar su independencia con respecto a Estados Unidos y a no desempeñar un papel subordinado a Washington, a pesar de que los dos países compartían puntos de vista conservadore~ y capitalistas. Pretendía establecer lazos más estrechos con los astros nacientes de Africa y Asia -Nigeria y Japón- y también con lrak, otro país con ambiciones bien fundadas y, por el momento, proveedor de la mayor parte del petróleo importado por Brasil. Sus pu_ntos débiles residen en el exce· sivo crecimiento de su población y en su deuda externa, que conducen lo primero a una pesadilla social, lo segundo a una pesadilla económica, a una grave situación de desempleo y malestar, y a la inflación. Cuando los sueños de los años setenta se esfumaron, las elecciones generales y provinciales de 1982 proporcionaron al gobierno desacostrumbrados reveses¡ el FMI insistió en 1983 en las clásicas medidas dolorosas como condición para su ayuda, y en 1985 los militares juzgaron prudente retirarse a un segundo plano después de veintitrés años de ejercer el poder político. Tancredo Neves fue elegido presidente pero inmediatamente sufrió un colapso y murió, dejando un sustituto y sucesor poco conocido, José Sarney, que tuvo que enfrentarse con desalentadores problemas económicos y sociales. Samey abandonó las recetas mane-

taristas para la rehabilitación económica, en parte porque sus dictados puramente económicos fomentarían seguramente la miseria y provocarían probablemente una revolución, en parte porque la fuerza inherente a Brasil le permitía -o parecía permitirle- renegociar su deuda con sus acreedores y conseguir del FMI recursos para costear un plan económico moderadamente expansionista. A pesar de su enorme deuda, Brasil era capaz de pagar sus intereses con puntualidad, y tuvo la habilidad de dar a entender que sin la ayuda extranjera el régimen de Sarney se hundiría dejando a los acreedores sin esperanza de cobrar su capital ni los intereses y enfrentando al mundo con la detestable posibilidad de una vuelta al gobiemó militar o a un régimen situado muy a la izquierda del de Samey. Pero Samey carecía de anclaje político. Su gobierno era una coalición en la que el socio mayoritario, el Movimiento Democrático Brasileño, apoyó al presidente sólo cuando menos lo necesitaba. El Movimiento obtuvo una mayoría abrumadora en las elecciones estatales y provinciales de 1986 y entonces, con la introducción de durísimas medidas económicas, se enfrentó a Sarney. Estas medidas fomentaron la oposición sin frenar la inflación, que había alcanzado el 200% anual y se estaba acercando al 1.000%. Las elecciones de 1989 dieron una clara mayoría a Ferdinando Collar de Mello, quien, a la edad de cuarenta años, obtuvo casi el doble de votos que su principal rival. Collar, gobernador de la provincia nororiental del país, hizo que el régimen de Sarney pareciera aburrido e incompetente, tuvo suerte al tener que enfrentarse en la segunda vuelta con el candidato de izquierdas más extremista, y gastó en su campaña gran cantidad de dinero. Introdujo duras medidas que redujeron la inflación, pero al precio de reducir todo lo demás. Las cuentas bancarias estuvieron dieciocho meses congeladas, retirando así unos 80.000 millones de dólares de la economía; se introdujo una nueva moneda; los servicios públicos se redujeron drásticamente¡ los cambios en los impuestos trasladaron el dinero del sector privado al público. El desempleo se multiplicó, las empresas se colapsaron y las clases más pobres fueron conducidas a la penuria y la desesperación. Y Collar resultó ser escandalosamente corrupto. Después de haber robado, junto con sus secuaces, mil millones de dólares, fue procesado, y sustituido por el vicepresidente ltamar Franco hasta las elecciones de 1994. En el intermedio, los partidos de la derecha se recuperaron suficientemente de estas agitaciones desacreditadoras como para que Femando Cardoso (del Partido Socialdemócrata, un componente menor de la derecha) obtuviera una victoria amplia gracias al éxito de las medidas contra la inflación que había establecido como ministro de economía. El mismo año, el Tribunal Supremo, por el mínimo margen posibie, absolvió a Collar de Mello de los cargos que se le imputaban. Argentina, el segundo país más importante de Sudamérica, consiguió su independencia de España a costa de perder una serie de territorios que formaron los nuevos estados de Uruguay, Paraguay y Bolivia. Su unificación tuvo lugar gradualmente y con dificultades, pero a partir de las últimas décadas del siglo XIX prosperó gracias a la explotación de sus tierras, llevada a cabo en gran parte por inmigrantes europeos. El gobierno estaba en manos de políticos conservadores y radicales de las clases altas, que competían entre sí por el poder y esporádicamente permitían una dosis de demo· erada, especialmente entre 1916 y 1930. La población del país, su agricultura y sus vías férreas crecían continuamente, y con la introducción de la refrigeración Argentina se convirtió en uno de los países exportadores más importantes del mundo antes

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de la Primera Guerra Mundial; pero carecía de minerales y de la capacidad para desa· rrollar una industria al lado de la agricultura y del comercio. Recibió un duro golpe con la crisis de 1929 y sufrió, en parte como consecuencia de ello, una sublevación en la que oficiales del ejército (entre ellos un Juan Perón de treinta y cinco años de edad) tenían el apoyo de las clases poseedoras y las clases desposeídas. Este suceso vino seguido por un período de gobierno autocrático conservador, respaldado por el ejército y por una renovada prosperidad. Al mismo tiempo, la urbanización y la inmi· gración estaban dando lugar a una clase trabajadora con mayor conciencia política y más socialista. Durante la guerra, la presidencia estuvo en manos del ultraconservador Ramón Castillo, primero como presidente en funciones desde 1940 hasta 1942 y después como presidente durante un año más. Castillo se negó a romper relaciones con las potencias del Eje, en parte porque él mismo tenía inclinaciones fascistas y en parte por contrariar a Estados Unidos, hacia la cual las clases gobernantes de Argentina habían sido tradicionalmente hostiles. En 1943 el ejército intervino de nuevo en política, esta vez para derrocar al reaccionario régimen de terratenientes cuyo ejercicio del poder desde 1930 había demostrado que no habían aprendido nada. La revolución fue más que un cambio de poder. Sus dirigentes tenían un programa o, al menos, una serie de objetivos generales, que personificaban los deseos de una parte u otra de la sociedad y la mentalidad argentinas. Uno de estos objetivos era el de Argentina para los argentinos: un rechazo del papel representado en la economía argentina por los extranjeros, que promovían empresas útiles pero se llevaban todos los beneficios, y el rechazo también a la clase dominante argentina que remedaba las modas extranjeras, principalmente francesas, y pasaba la mitad de su tiempo en París. Otro objetivo, que iba más allá de la afirmación de la preeminencia argentina en el subcontinente, era hacer del país no sólo una potencia independiente en el mundo, sino una gran potencia con una voz que se pudiera oír y respetar en los asuntos internacionales. Y, en tercer lugar, los nuevos hombres, incluido Perón, deseaban justicia social, mediante una distribución menos descaradamente desigual de la riqueza, y una concentración menos extrema del poder en la capital, a expensas de las provincias. En los dos años siguientes ocuparon la presidencia varios generales. En 1944, Argentina rompió relaciones con Alemania y Japón, menos debido a un cambio de sentimiento que a una necesidad bien calculada de mantenerse a bien con Washing· ton, una vez que la guerra europea se acercaba al fin. Al año siguiente, Argentina declaraba la guerra. (Todos los países independientes de América Central y del Sur, y del Caribe, declararon la guerra a Alemania y sus aliados entre 1941 y 194 5. Argen· tina fue el último en hacerlo.) Durante este período, Perón ocupó diferentes puestos, estableció buenas relaciones con los dirigentes sindicales, y consiguió gran popularidad con los descamisados, que invadieron el panorama político. A lo largo de esta contienda, el embajador estadounidense se opuso abierta e insultantemente a Perón. Perón gobernó durante nueve años y medio, repletos de medidas legislativas y de otro tipo, pensadas para convertir a Argentina, con métodos principalmente autori· tarios, en un país moderno y justo. Se nacionalizaron los bancos y otras empresas; con los beneficios obtenidos de la guerra, se compraron las empresas extranjeras; se extendieron la educación y los servicios públicos; la industrialización se aceleró, y se introdujo la centralización de la compraventa de productos agrícolas para amortiguar

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los efectos de la fluctuación de precios. Pero el ritmo resultó demasiado rápido para la economía y para las clases propietarias, y Perón también se enfrentó gravemente a la Iglesia. Aunque el programa fue ajustado en los últimos años, Perón cometió demasiados errores e hizo demasiados enemigos, y en junio de 1955 la marina y las fuerzas aéreas, con el apoyo en la sombra de la Iglesia, intentó asesinarlo. El ejército de tierra, sin embargo, no sólo se mantuvo leal durante el intento de golpe de Esta· do, sino que no se sintió obligado a reemplazarlo por otro líder. Perón destituyó a varios de los ministros más molestos para los conservadores, y se dispuso a proteger su posición organizando y armando a los descamisados. Esta maniobra alarmó al ejér· cito, que se puso en su contra y, en septiembre de 1955, dio un golpe de Estado y puso otro general en su lugar. La oligarquía había cerrado filas para conseguir poner fin a una polítiea económi· ca que estaba dañando al país, y a una reforma social que los estaba perjudicando a ellos. Tenían el apoyo de intelectuales que, aunque pudieran aprobar los objetivos sociales de Perón, desaprobaban sus métodos autoritarios, principalmente la censura; porque el apoyo de Perón a la reforma social no incluía el derecho de expresión. La caída de Perón paralizó el movimiento reformista y, como en Brasil, planteó la cuestión de qué hacer cuando la necesidad de reforma es urgente pero las clases dirigentes sólo están parcialmente dispuestas a aceptar los cambios. Los partidarios de Perón, y de la vivaz Eva Duarr.e, con quien se había casado antes de su triunfo de 1942 pero que había fallecido de cáncer en 195 2, no desaparecieron. Representaban una fuerza a la que, de no poder atraer a otro movimiento, habría que prohibir el voto o permitir que siguiera adelante con la trayectoria peronista. Mientras tanto, el ejército gobernaba. Primero instaló al general Eduardo Lonardi en la presidencia, en la que más tarde le sucedió el general Pedro Aramburu, hasta las elecciones de 1958. Ese año, Arturo Frondizi, un político representativo de la clase media, accedió a la presidencia con el consentimiento del ejército. los seguidores de Perón continuaron siendo numerosos y los radicales estaban divididos en cuanto a la posible alianza con ellos; Frondizi optó por una alianza, mediante la que esperaba atraer a los peronistas a su partido. La apuesta fracasó rotundamente. La persistencia del sentimiento peronista quedó demostrada en las elecciones de 1960 cuando, al no poder presentar candidatos propios, se registró un millón de abstenciones. En 1962, a los peronistas se les permitió de nuevo votar. Oficiales de los tres ejércitos, encolerizados por el error de cálculo de Frondizi, prescindieron de él y se reunieron en consejo, sobre la base de que el primer objetivo de gobierno sería que continuase la exclusión de Perón (exiliado en España) y sus semejantes. La marina, el más fuerte oponente de Perón, insistió en que sencillamente no se celebrasen elecciones, y con· taba con el apoyo de un sector de oficiales del ejército de tierra conocidos como los gorilas. No obstante, otros oficiales de dicho ejército, apoyados por las fuerzas aéreas, preferían volver al sistema de celebrar elecciones, tal como exigía la Constitución, pero privando a los peronistas del derecho al voto. Se originó una lucha de la que salió vencedor este último grupo. Se celebraron unas elecciones, pero no se pudo disimular la fuerza de los peronistas, que siempre podía manifestarse por medio de votos pro peronistas o bien de abstenciones. Al año siguiente, el grupo moderado del ejér· cito hizo presidente a Arturo Illía. Las fuerzas armadas habían rehusado aceptar el veredicto electoral de 1962 y no habían encontrado un método constitucional de excluir a Perón. Por consiguiente, habían recurrido a maniobras inconstitucionales, y

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en el proceso que siguió a continuación habían mostrado las divisiones existentes en sus propias filas. En 1966 destituyeron a Illía y lo sustituyeron por Juan Onganía. En 1970, Onganía fue a su vez destituido y sustituido por Roberto Levingston, que fue destituido del cargo en 1971 para dejar paso al general Alejandro Lanusse. Ninguno de estos gobiemos pudo dominar la inflación o mantener el orden. El desorden tomaba cada vez más la forma de secuestro con el objeto de conseguir publicidad y exigir un rescate (un ejemplo de ello fue el secuestro y asesinato del director general de Fiar en Argentina a manos de un grupo trotskista). En 1972, Perón, que contaba ahora setenta y siete años, volvió entre especulaciones y recelos. Su llegada careció de todo dramatismo, y su estancia fue corta. Apoyó la candidatura de Héctor Cámpora en las elecciones presidenciales que se aproximaban y regresó a España al cabo de pocas semanas. Cámpora ganó las elecciones en 1973 con un 49,6% de los sufragios, y su partido -el Frente Justicialista, alias peronista- consiguió veinte de los veintidós gobernadores y el control de las dos cámaras parlamentarias. Pero Cámpora fue incapaz de controlar la ola de violencia y secuestros llevada a cabo por grupos que reclamaban una participación en el espacio político peronista pero eran rechazados por el Frente, y después de un breve intervalo Perón reapareció, Cámpora dimitió, el Frente designó a Perón y a su segunda esposa para la presidencia y la vicepresidencia y obtuvieron el 61,8% de los votos. Perón introdujo elevados impuestos, que recaían especialmente sobre los ricos pero también -como en el caso de un IVA del 16%- sobre otras clases. Murió en julio de 1974, dejando a su viuda la tarea de hacer frente a los problemas de la inflación y el orden público, en la que no tuvo más éxito que su predecesor. Ella y su gobierno fueron derrocados en 1976 por el ejército, que colocó al general Jorge Rafael Videla en su lugar, pero al que no se le ocurrió nada mejor que hacer que encarcelar y matar a sus críticos. El régimen militar, que continuó bajo las presidencias de los generales Eduardo Viola y Leopoldo Galtieri, duró hasta 1982, año en el que se vino abajo por el humillante resultado de la guerra de las Malvinas (capítulo 4). Bajo sus auspicios y por sus agentes, fueron torturados y asesinados unos 30.000 argentinos, muchos de ellos arrojados vivos al mar desde aviones. La inflación sobrepasó el índice del 250% anual, la deuda externa se sextuplicó, y la producción y la industria se derrumbaron. Galtieri pretendió compensar este conjunto de desastres conquistando las islas Malvinas, en el 150 aniversario de su ocupación por los europeos. Después de unas conversaciones en las Naciones Unidas a principios de 1982, que no resolvieron el eterno contencioso anglo-argentino, Galtieri envió una unidad civil bajo protección naval a Georgia del Sur, en la Antártida, para desmaqtelar una estación ballenera británica en desuso y después procedió a invadir las Malvinas. La expedición argentina, que desembarcó el 1 de abril, triunfó inmediatamente y el mismo Galtieri visitó la capital, Port Stanley, tres semanas más tarde. Pero los británicos enviaron un ejército que reconquistó Georgia del Sur y después atacó a los argentinos en las Malvinas, en una guerra para la que Argentina no estaba preparada ni militar ni psicológicamente. Sobre la soberanía de las Malvinas ha habido una larga disputa que ni la diplomacia bilateral ni la negociación internacional habían conseguido disipar. Las islas fueron descubiertas por John Davis a finales del siglo XVI y recibieron su nombre en inglés, Falklands, un siglo más tarde, en honor a Lucius Cary, vizconde de Falkland,

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una de las víctimas más ilustres de la guerra civil inglesa. Los franceses colonizaron la Isla Soledad (East Falkland) en 1764, y los ingleses la Gran Malvina (West Falkland) en 1765. Los españoles compraron la primera y conquistaron la segunda unos años más tarde, pero posteriormente la cedieron a los británicos, que p.ronto la abandonaron. Los españoles tampoco tardaron en abandonar Soledad. En 1829 se estableció una nueva colonia en nombre de las Provincias Unidas de't Río de la Plata, sucesores titulares del imperio espafiol en América del Sur y predecesores de la República Argentina. Gran Bretaña presentó una protesta formal. Había establecido una presencia simbólica en 1820, que fue destruida por Estados Unidos en 1833, después de lo cual los ingleses expulsaron a los pocos argentinos que permanecían en las islas y fundaron una colonia que abarcaba las dos grandes islas. Argentina recusó persistentemente el derecho de los británicos y éstos ofrecieron acudir al Tribunal Internacional de Justicia, una oferta siempre rechazada. Argentina también reclamaba su soberanía sobre las Islas Georgias del Sur, las Oreadas del Sur y otros territorios del Pacífico Sur y la Antártida. Esta reivindicación chocó también con los chilenos. En 1979, el Foreign Office británico, preocupado por el peligro, elaboró un plan para renunciar a la soberanía de las Malvinas y entregarlas. Este plan fue presentado a una comisión del gobierno que le concedió escasa atención, a pesar de que la aproximación del 150 aniversario de la reocupación: británica, en 1833, constituía una probable fuente de discordia: no se previó una invasión a gran escala, ni siquiera tras los rumores que siguieron al acceso a la presidencia del general Galtieri a finales de 1983; rumores que fueron seguidos de actuaciones sospechosas. Tras conversaciones bilaterales celebradas por los ministerios de Exteriores en Nueva York, los argentinos emitieron en febrero una brusca declaración que las discretas conclusiones de las conversaciones no parecían respaldar, y el mes siguiente un grupo de chatarreros argentinos fue enviado a Georgia del Sur, con protección naval, a desmantelar una estación británica abandonada. Este movimiento estaba conectado con el abandono de la zona, el año anterior, en contra del consejo del Foreign Office, por parte del Endurance, un barco británico de investigación, símbolo de la presencia británica en la zona, cuya partida hizo pensar a los argentinos que el Pacífico Sur ya no constituía un territorio importante para Londres. Dos semanas después de la llegada de los chatarreros a Georgia del Sur, los argentinos atacaron las Malvinas, haciendo caso omiso del intento, por parte de Estados Unidos, de evitar en el último minuto este acto de agresión desvergonzadamente ilegal. El presidente Galtieri consiguió realizar una visita triunfal a Port Stanley, la capital de las islas. Al gobierno británico, que no había sido capaz de prever las intenciones argentinas, le quedaron pocas posibilidades de elección: la negociación desde una posición de debilidad, o la guerra. Proclamó estar utilizando la fuerza para asegurar la negociación, pero, una vez puesta en marcha la armada, había pocas alternativas a la guerra: los negociadores de la paz trabajaban contra reloj y se enfrentaban a obstinaciones nacionalistas. Es posible que el gobierno británico barajara la posibilidad de alcanzar un acuerdo por el cual, siempre que el ejército invasor argentino se retirase voluntariamente, los británicos transferirían la soberanía a Argentina tras restablecer su dominio durante un cono tiempo; pero la tendencia británica dominante era no negociar con el enemigo sino destruirlo, y, en este ambiente, la negociación, y las terceras partes negociadoras, aparecían como impedimentos. El resultado de la guerra

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para el Reino Unido fue una drástica victoria, mientras que la negociación podría haberlo conducido a algo menos satisfactorio. La expedición británica fue enviada a la acción con rapidez, pero sólo precariamente protegida; su cobertura aérea fue inferior a la recibida por cualquier contingente británico desde que el Repulse y el Prince of Wales habían sido hundidos por los japoneses en 1941. Obtuvo una sonada victo· ria, pero por suerte, y a costa de graves pérdidas. Recuperó las Malvinas, provocó la caída de una odiosa dictadura, y cargó con la defensa de las islas por tiempo indefinido y con un coste mucho mayor. Entre las consecuencias de la victoria sobresalió un episodio: el hundimiento, el 2 de mayo, del crucero argentino General Belgrano. Dicho episodio llamó la atención por diversas razones: la pérdida de vidas (368 muertos); las circunstancias en que fue autorizada la acción; la posterior sospecha, en el Reino Unido, de que el gabinete de guerra especialmente constituido no había ejercido un control adecuado sobre las operaciones navales; y la acusación, también en el Reino Unido, de que torpedear al Belwano formaba parte de la determinación de torpedear las negociaciones de paz. Las dos últimas acusaciones parecen incompatibles entre sí. La controversia despertó poco interés fuera del Reino Unido. · Los intentos de mantener la paz mientras la armada navegaba hacia el sur, consistieron, en primer lugar, en una febril actividad diplomática por parte del secretario de Estado de Estados Unidos, Alexander Haig, cuyo principal objetivo era persuadir al presidente Galtieri (y a sus asociados de la junta militar) de que el ejército británico no era una simple fanfarronada, y recuperaría las Malvinas por la fuerza si no se llegaba a un acuerdo antes de que la expedición llegara a las islas. El 29 de mayo este intento había fracasado ya, y las principales consecuencias del fracaso fueron dos: Estados Unidos, que no había condenado la acción argentina, como exigía la Carta de las Naciones Unidas, abandonó la neutralidad y apoyó al Reino Unido; y segundo, el gabinete de guerra en Londres cedió ante la petición de la Armada Real de establecer una acción más violenta. Por razones profesionales, pero también políticas (el recorte económico estaba amenazando más a la armada que a otras ramas del ejército), los altos mandos navales deseaban demostrar que eran especialmente importantes para la nación. Las propuestas de ataque a Georgia del Sur habían sido rechazadas, la armada deseaba cobrar un trofeo en forma de buque de guerra argentino, preferiblemente el portaaviones 25 de mayo o, alternativamente, el Belgrano. El colapso de la primera fase de la diplomacia de Haig abrió el camino para que el 2 de mayo el gabinete, en una despreocupada reunión celebrada en Chequers, cambiara las órdenes de combate emitidas con anterioridad y autorizara un ataque sobre cualquiera de los dos navíos. Por las anteriores órdenes el Reino Unido había anunciado públicamente que atacaría y hundiría cualquier buque argentino que se encontrara dentro de las doce millas de «exclusión» alrededor de las Malvinas. El 2 de mayo, esta orden se cambió para permitir el ataque en cualquier zona situada fuera de las aguas territoriales argentinas aunque, al contrario que la definición de zona de exclusión, la nueva orden no se hizo pública hasta el 7 de mayo. El hundimiento de un barco enemigo en tiempo de guerra no suele resultar un acontecimiento sorprendente. El hundimiento del Belgrano fue controvertido por dos razones: porque fue supuestamente innecesario, y porque destruyó la segunda oportunidad, esta vez con intervención diplomática peruana, de mantener la paz.

La disculpa para el hundimiento fue que mientras estuviera navegando constituía una amenaza, independientemente de su situación o de su rumbo. La razón en contra, era que se sabía que el Belgrano había puesto rumbo a puerto, no estaba (en con· tra de lo declarado por el ministro de Defensa y la primera ministra ante la Cámara de los Comunes, y de lo que la primera ministra repitió un año después) ac~rcándose rápidamente a la fuerza británica, y había dejado de suponer una amenaza. (En un extraño cambio de declaración, el ministro de Defensa explicó, siete meses después, que la única amenaza provenía del 25 de Mayo.) El segundo factor de controversia fue la posible conexión entre el hundimiento del Belgrano y las propuestas de paz que el secretario general de la ONU y el gobierno peruano estaban propugnando. Alexander Haig escribió posteriormente que tanto él como el presidente peruano, Fernando Belaúnde Terry, habían recibido la aprobación general de ambos contendientes antes del hundimiento del Belgrano, y estaban trabajando en los detalles, todo lo cual era conocido por los oficiales británicos. El gobierno británico negó este informe. El ministro de Exteriores británico, Francis Pym, viajó a Washington el 1 de mayo e informó a Londres del estado de las negociaciones a última hora del 2 de mayo, después del hundimiento. Que se estaban llevando a cabo negociaciones, era sabido por todos. Que el hundimiento del Belgrano les puso fin, es por completo evidente. Que el gabinete de guerra británico instigara el hundimiento como medio para poner término a las mismas es una acusación de la que no hay pruebas. Thatcher, partidaria del arbitraje de las armas y no del político, era hostil a la iniciativa conjunta de la ONU y Perú, pero prefirió que fuera Galtieri quien la bloqueara, lo cual éste hizo, debido a que juzgó mal el delicado equilibrio existente en Washington entre los simpatizantes del Reino Unido y los simpatizantes de Argentina. También subestimó la importancia crucial de la información naval que el servicio de inteligencia estadounidense podía entregar a Margaret Thatcher. En junio, tres días después de la victoria definitiva de los británicos, Galtieri fue destituido. Tras un breve lapso, se restauró el régimen civil, y en las elecciones venció el Partido Radical, y su líder, Raúl Alfonsín, se convirtió en presidente, con las tareas de reparar la economía, investigar la desaparición de cientos de víctimas del régimen militar, mantener en orden a los militares, y restablecer las relaciones con el Reino Unido sin dejar de lado la reivindicación de las Malvinas. En política, Alfonsín tenía poco más que decencia a su favor. Los militares, con una actitud altanera que sobrevivió al rotundo fracaso de las Malvinas, desconfiaban de él; también desconfiaban la Iglesia, los sindicatos y, finalmente, la población, que lo había aclamado pero se alejó cuando los precios comenzaron a doblarse cada mes. Sobrevivió a diversos motines militares, al precio de no proseguir juicios contra oficiales acusados de cometer grandes crímenes contra los civiles durante la dictadura. En las elecciones parciales, un redivivo partido peronista, el Partido Justicialista, obtuvo dieciséis de los veinte gobernadores del país y, en las elecciones presidenciales de 1989, el candidato peronista, de origen sirio, obtuvo con facilidad el voto popu. lar. Durante su campaña, Menem elogió a Castro y a Stroessner indiscriminadamente; desplegó el familiar estilo retórico peronista; hizo extravagantes promesas a los pobres, aunque no parecía tener ni idea de cómo cumplirlas; y se mostró un firme partidario de la recuperación de las Malvinas. El estado económico de la nación era tan alarmante que Alfonsín dimitió para permitir que Menem fuera nombrado en junio en lugar de noviembre. El nuevo presidente autorizó pronto conversaciones para

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intentar restablecer las relaciones diplomáticas y económicas con el Reino Unido (que progresaron lentamente debido a la falta de entusiasmo británica), y se embarcó en un programa económico similar al establecido por el presidente Collar en Brasil. Eliminó los controles sobre precios y salarios; los primeros aumentaron de manera drástica y los segundos se redujeron a la mitad. Las empresas y el empleo se vinieron abajo. Y lo mismo sucedió con la moneda. Los minoristas dieron en poner el precio de sus productos en dólares, cuyo valor se quintuplicó en dos meses. La hiperinflación fue reducida al 60% anual, pero en seguida de disparó de nuevo a más del 1.000%. Menem intentó vender empresas estatales, pero tuvo dificultades para encontrar compradores. Su gobierno no podía obtener dinero mediante la emisión de bonos, ya que nadie podía o estaba dispuesto a comprarlos. Redujo en una tercera parte las fuerzas armadas e indultó a los altos mandos militares por sus crímenes contra los derechos humanos. Las elecciones parciales de 1993, en las que se disputaban la mitad de los escaños de la Cámara Baja, dejaron a los peronistas sin la mayoría absoluta y a Menem con la tarea de reformar la Constitución para poder presentarse a un nuevo m~ndato, en 1995, como el hombre que había derrotado la inflación, que había enriquecido a los ricos sin enriquecer ni empobrecer a los pobres, y que había mostrado una desconcertante capacidad para cambiar de política, adaptándose a las circunstancias a la primera de cambio. Las relaciones con el Reino Unido mejoraron con el establecimiento de un acuerdo sobre el petróleo que se creía abundaba en las Malvinas. Los dos gobiernos acordaron dividir los beneficios de la explotación al 50% en un área, y en la otra en una proporción del 75% a favor de Gran Bretaña y el 25% a favor de Argentina. En lo referente a la soberanía, los dos países se expresaron de manera clara, contundente y diametralmente opuesta. La historia de Chile en el siglo XIX había sido una historia de progreso, sólo interrumpida brevemente por la guerra civil en 1891 y basada en ricos recursos minerales y victoriosas guerras contra Perú y Bolivia. En el siglo XX, Chile tenía sin embargo su ración de inestabilidad política e inflación, y sus dificultades venían agravadas por la competencia existente en el campo de los nitratos artificiales. La oligarquía terrate· niente perdió su control del poder después de la revuelta de 1891, y a partir de entonces Chile avanzó de forma difícil y penosa hacia un orden más democrático. En 1938, las elecciones dieron la victoria a un frente popular que incluía a comunistas, y las fuerzas armadas no le impidieron tomar el poder. A continuación tuvo lugar un período pacífico de gobierno civil, más conservador que radical. En 1964, dos fuerzas políticas progresistas compitieron para suceder al presidente Jorge Alessandri: un frente popular liderado por el socialista Salvador Allende y un Partido Demócrata Cristiano liderado por Eduardo Frei Montalva. Este último salió vencedor y estableció un gobierno progresista y anticomunista, con una evidente semejanza con los partidos demócratas cristianos de Europa pero ostensiblemente más radical. Al término de su mandato, Frei tenía en su haber un considerable avance en el campo de la educación, una notable disminución del analfabetismo, un cierto desarrollo industrial, la creación de nuevas viviendas y la introducción de impuestos progresivos. Pero no se dominó la inflación, los salarios continuaban siendo bajos y el número de campesinos sin tierra seguía siendo alto; tanto que comenzaron a ocupar tierras, y muchos de ellos fueron desalojados por la fuerza y algunos asesinados. Consciente de la magnitud del problema económico, Frei intentó evitar un enfrentamiento directo con la oligarquía o con Estados Unidos, pero su moderación ofen-

dió por un lado a los elementos más combativos y por otro a los más chauvinistas. En 1970, en unas elecciones presidenciales a las que concurrían tres candidatos, el sucesor que Frei había designado, Radomiro Tomie, quedó relegado al último lugar en el escrutinio y, en medio de la sorpresa general, Allende derrotó apuradamente al conservador Alessandri. La coalición de Allende tenía, en términos generales, un programa, pero no gozaba de una mayoría popular o parlamentaria clara; los seis partidos que la componían se convirtieron pronto en un equipo incómodo, y sólo había conseguido el apoyo de algunos de los militares de alto rango. El principal objetivo de la coalición era crear un Estado socialista con una base democrática establecida; los medios para ello debían ser el control estatal sobre los centros de poder capitalistas, extranjeros y del país, la nacionalización generalizada, la reforma agraria conducente a una mayor productividad, la redistribución de la riqueza mediante la reforma fiscal, el pleno empleo, y una aceleración de los planes educativos y sociales de Frei. Estas reformas, principalmente la redistribución de la riqueza para generar nuevo poder adquisitivo y la paraliza· ción del drenaje de beneficios hacia Estados Unidos y otros países, debían generar la financiación necesaria; un cálculo impreciso y optimista. De los principales partidos en el gobierno, el más antiguo era el Partido Radical, un partido típico del siglo XIX, progresista y anticlerical, que se había formado entre las clases privilegiadas (terra· tenientes y propietarios de minas) y estaba debatiendo si era o no marxista. El Partido Comunista Chileno era el mayor y mejor organizado de la América continental y estaba dispuesto a la cooperación con otros partidos en un Frente Popular. El Partido Socialista de Allende había comenzado como un grupo heterogéneo de intelectuales, y había conseguido atraer el voto de los pequeños empresarios, el profesorado y otras profesiones liberales, pero estaba dividido en cuanto a la legitimidad del uso de la fuerza. Allende tenía algunas de las virtudes del mago, pero le fallaron tras un comienzo prometedor. En su primer año, el precio del cobre aumentó temporalmente; los salarios crecier6n y los precios permanecieron estables, también temporalmente; la inflación se mantuvo, temporalmente. La expropiación de las empre· sas mineras estadounidenses y de los bancos chilenos fue una medida popular, al igual que la reforma de la tierra mientras no afectó a los propietarios medianos en la misma medida que a los grandes terratenientes. En 1972, sin embargo, las evidentes tensiones económicas causaron disensiones entre los miembros del gobierno que deseaban avanzar más deprisa y aquellos que querían frenar el ritmo. Allende intentó negociar el apoyo de los cristianodemócratas, pero fracasó. Persuadió a algunos altos mandos militares para que apoyaran al gobierno, pero sin conseguir atraer a suficientes. En 1973, cuando ya había gobernado durante más de la mitad de su ~andato, sus dificultades económicas comenzaron a ser graves, con una tendencia a la fuerte inflación y a la escasez de alimentos. También perdió el apoyo de muchos por un estilo de vida no sólo alejado del socialismo sino incluso del que habían mantenido Frei, Alessandri y otros presidentes chilenos, acostumbrados a vivir tan sencillamente durante la presidencia como vivían antes de ocupar el cargo. El Parlamento se negó a aumentar los impuestos y la dotación para seguridad social, y la alternativa del gobierno, emitir dinero, empeoró la situación. El descontento de la.armada y del ejército de tierra culminó en un golpe de Estado en el que el general Augusto Pinochet Ugarte se hizo cargo del poder con ayuda estadounidense. Allende se suicidó. Pinochet consolidó su éxito en un referéndum celebrado en 1980, que lo mantuvo en el poder hasta 1989.

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Su régimen restauró el orden económico, revirtiendo las medidas de Allende. También se ganó el rechazo internacional por su barbarismo. La Iglesia se sintió cada vez más molesta por verse identificada con un régimen atroz; los jefes militares y de policía comenzaron a preocuparse por la dificultad de mantener el orden frente en un estado de ira e indignación crecientes; los empresarios se preguntaron si estarían mejor sin Pinochet que con él. La amenaza para Pino· chet procedía de estos grupos, que deseaban el Chile de Pinochet, pero sin Pinochet. En 1988, el dictador no obtuvo ~a renovación de su mandato. En las elecciones convocadas participaron unos veinte partidos, pero la elección real se centraba en el regreso a Frei o a Alessandri. El centro y la izquierda, asociados en tomo a Patricio Aylwin Azocar, un hombre de centro-derecha, derrotaron a una derecha completa· mente dividida. El mandato de Pinochet, el más largo de la historia de Chile, llegó a su fin. Aylwin, que asumió la presidencia a comienzos de 1990, heredó una deuda externa de 16.000 millones de dólares, un descenso en el precio del cobre (un mineral qu~ suponía la mitad de los ingresos por exportación chilenos), y el descontento de una población que había visto aumentar la diferencia entre ricos y pobres, con los salarios reducidos a la mitad, durante los dieciséis años de gobierno de Pinochet. Pero Pinochet, que, al contrario que el sha de Irán, era un ferviente modernizador, también legó a su sucesor una economía en bastante buen estado, y Aylwin consiguió mante· ner el empleo en niveles aceptables, al tiempo que se producía un crecimiento económico anual de, al menos, un 5%. La actitud del ejército continuó siendo, sin embargo, ambigua, y la emigración a las ciudades anunciaba continua inestabilidad. En las elec· dones de 1993, el hijo de Frei derrotó a Alessandri en la lucha por suceder a Aylwin. Un problema que Aylwin no heredó fue la antigua disensión con Argentina, en el extremo sur del continente americano, donde el canal Beagle comunica el océano Atlántico con el Pacífico. La cuestión entre ambos países nacía de la dific1,1ltad de determinar dónde comienza un océano y dónde acaba el otro. Su disputa atañía a un grupo de islas situado en el extremo oriental, o atlántico, del canal. En 1977, una decisión arbitral otorgó las islas a Chile, pero Argentina se negó a acatar la decisión y envió efectivos navales y aéreos, a lo que Chile respondió de la misma manera. En 1979 acordaron no acudir a la fuerza y aceptar la mediación del Vaticano. En 1980, Chile envió de nuevo el ejército a la zona. La disputa se solucionó en 1984, básica· mente a favor de Chile. Los tres países mayores de Sudamérica, que ocupan casi la totalidad del sur y este del cono sur, dejaron espacio para otros siete sucesores del imperio español (a los que en 1966 se unió Guyana; ver nota al final de esta Parte). En el noroeste, donde Bolívar había esperado crear la Gran Colombia, surgieron tres países: Colombia, Vene· zuela y Ecuador, estos dos desgajados de la primera. Colombia y Venezuela poseían una excepcional riqueza, derivada de dos productos muy diferentes: cocaína y petróleo, respectivamente. Al sur, Perú y Bolivia (con anterioridad Alto Perú) también poseían considerable riqueza mineral; Bolivia había perdido las regiones costeras en favor de Chile en el siglo XIX. En Venezuela, la clase dirigente fue desplazada en 1945 por un golpe de Estado interno: una alianza de los oficiales del ejército, frustrados por el estancamiento social de su estamento, con Acción Democrática, un partido de tendencia levemente radi • cal dirigido por Rómulo Betancourt. Sus lemas eran la modernización y el cambio. Su gobierno duró tres años. Consiguió iniciar la reforma agraria, pero su política educa·

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tiva molestó a la iglesia, que consideraba la educación como parte del d · · 1. ., · T: b omm10 ec e siasttco. am ién presentaba divisiones internas sobre la política econo'm 1· . l · b , 1 . ca. os mtem ros mas caute osos preferían modernizar la agricultura en lugar de foment l ·1~ dustna, · ya que est~ , daría lugar a un proletariado urbano de peso político significaar a tivo. En.1948, el gobierno fue depuesto mediante un contragolpe dirigido por. el general Carlos Delgado Chalbaud, quien inauguró una dictadura militar que duró d' P roh'b" anos. 1 10 los parti d os po líticos y los sindicatos, suprimió la libertad de pren tez . , d' l d sa, y patrocino gran tosos p anes e construcción al tiempo que permitía que aumentasen las diferencias entre ricos y pobres. El más efectivo de los dictadores de este período fue.Marcos Peres Jiménez (1952-1958), que se benefició de los crecientes ingresos denvados del petróleo pero no consiguió controlar la recesión de finales de la década de .1950. Una_ revuelta militar fracasada fue seguida de huelgas, enfrentamientos, la hui.da ~el pres1dent~ y un gobierno transitorio al mando del almirante Wolfgang Uarazabal, Y las ~le~::1ones q~e repusieron en el poder a la Acción Democrática y a Betancourt. S1gu10 un penodo de gobierno civil en el que se alternaron Acción Democrática y el COPE!, el equivalente venezolano de la Democracia Cristiana. Los seis presidentes d_el pe~íodo, inclui~o Bentancourt, fueron elegidos pacíficamente y ocuparon la pres1~~nc1a durante c!nco años. Este régimen estable se interrumpió cuando Peres volv10 al poder y cayo en el gobierno autocrático, disfrazado de demo· cracia;,se vio envuelto en la corrupción y, tras ser procesado, fue destituido del cargo. Despues de dos presidencias interinas, el ex presidente Rafael Caldera, que se había separ.ado de su antiguo partido, el COPE!, para crear uno nuevo, rompió el esquema venciendo tanto al COPE! como a la Acción Democrática. . Los gobi~mos civiles de Venezuela aseguraron la estabilidad política; obtenían importantes ingresos de petróleo, el hierro y otros recursos n.aturales· mantuvieron la lealtad de~ ejército y (aunque a veces de mala gana) de los empresari~s; alcanzaron un compromiso con la Iglesia acerca de la educación; e intentaron satisfacer las necesidades.de un~ población escasa (12 millones) y homogénea. Pero dieron lugar a pocos camb10s sociales, no mejoraron la situación agraria, crearon puestos de trabajo en el sector ma.~ufacturero y de servicios que fueron ocupados principalmente por mano de ob:a cualificada ?r?cedente del extranjero, y acabaron víctimas de la secuencia augequ1ebra caractensttca de los países con una riqueza ligada al precio internacional del pet~óleo'. En la dé~ada de 1970, ese precio se multiplicó por diez. El petróleo fue nac10~altzado (vanos años antes de que finalizaran las concesiones a las compañías extran1er~s.) pero lo~ economistas no se ponían de acuerdo sobre si se debían aplicar los benef1c1os obtenidos del petróleo a la diversificación de la economía o si sería más posi.tivo inverti: t~davía más en petróleo y productos petroquímicos. A pesar de producirse un crec1m1ento económico anual del 10 al 15%, se incurrió en una enorme deuda exterior y se comenzaron grandes empresas cuya financiación dependía de algo s~br~ lo que Ven~zuela no tenía control. El precio del petróleo se recuperó y los precios internos se dispararon, entre quejas de ineficacia de las empresas nacionalizadas gasto excesivo y corrupción en las altas instancias de la administración abandono d~ l~ e~~cación y la sanidad, y persistencia de la pobreza. El descontento p~pular se conv1rt10 en revueltas en 1989. Se produjo un aumento de la guerrilla, pero los intentos de unir a comunistas, no comunistas y militares descontentos bajo el estandarte del Ejército de Liberación fracasaron: los comunistas, en particular, eran escépticos acer· ca del valor de las actividades guerrilleras.

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En asuntos exteriores, los sucesivos presidentes intentaron, sin resultado, resolver las disputas fronterizas con Colombia y Guyana, para después quitarles importancia. Betancourt y sus primeros sucesores dieron importancia a la alianza con regímenes democráticos contra la dictaduras, pero en la expansionista y ambiciosa década de 1970, Peres, que restableció relaciones diplomáticas con Cuba en 1974, planteó un papel protagonista para Venezuela en la región caribeña y sudamericana, y en el Ter· cer Mundo. Había sido socio fundador de la OPEP en 1960, y se unió a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) seis años más tarde. Por desgracia, se estaba involucrando, a comienzos de fo década de 1990, en el mundo del tráfico internacional de drogas, que tenía su centro en la vecina Colombia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Colombia tenía reputación de ser un país políticamente estable y con un relativo progreso económico. Este último estaba basado en el café, el cacao, una serie de empresas manufactureras y una deuda exter· na manejable. La clase dirigente estaba dividida en dos partidos, Conservadores Y Liberales, que compartieron el poder en un sistema de alternancia, hasta que se vio amenazado por los insurgentes de izquierdas y por la dictadura de Rojas Pinilla (1935-1938). Las décadas de 1940 y 1950 fueron un período durísimo, que se recuerda como el período de la violencia¡ en 1949, la provincia de Maquetalia, no muchos kilómetros al sudoeste de Bogotá, se declaró independiente y fue recuperada en la década de 1960 gracias a la ayuda de Estados Unidos. La revolución cubana despertó esperanzas de ayuda en los desanimados revolucionarios, pero estas expectativas eran vanas, y los guerrilleros colombianos tuvieron una suerte poco mejor que la de sus camaradas venezolanos. En las elecciones de 1974, el candidato liberal Julio César Turbay Ayala venció al candidato conservador y a un grupo variado de candidatos izquierdistas. Le sucedió Alfonso López, el primer presidente del Frente Nacional, una alianza de Liberales y Conservadores creada para derrotar la violencia y a la dictadura militar. En 1978, el candidato conservador, Belisario Betancur, ven· ció a una oposición dividida pero se vio obligado, tras las elecciones posteriores, de 1983, a gobernar con un Parlamento hostil. Limitando con el Caribe y Centroamé· rica, así como con el Pacífico y Sudamérica, Colombia fue arrastrada a la política del norte y a emitir una crítica discreta contra la política de Reagan en Nicaragua. Mediante acuerdos formales con las guerrillas, Betancur puso fin a una guerra civil de treinta y seis años, pero su política pacificadora no obtuvo la aprobación general, y un ataque espectacular a la sede del Tribunal Supremo, en el que fallecieron muchas personas antes de que los atacantes se vieran forzados a rendirse o suicidarse, fue interpretado bien como el último gesto desesperado del M-19, o bien como el recrudecimiento de la guerra civil. La amenaza más seria surgió desde otro punto. E;l comercio de cocaína se convirtió en la empresa más próspera, y sus jefes se establecieron no sólo como hombres de inmensa riqueza, sino también en un Estado dentro del Estado en la parte noroccidental de país, incluidas las ciudades de Medellín y Cali, donde gobernaban con la ayuda de mercenarios principalmente israelíes y británicos, y proporcionaban más empleos, y mejor pagados, que el gobierno en su propia esfera de competencia. El imperio económico de estos señores de la droga dependía de su mercado en Estados Unidos, donde, durante un tiempo, las agencias estuvieron menos preocupadas por la droga que por la oportunidad de financiar la política estadounidense contra Nicaragua: se hizo muchas veces la vista gorda, hasta que el asesinato, en 1989, de Luis

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Carlos Galán, quien habría de ser probablemente elegido presidente de Colombia, concentró la atención en el hecho de que el país no se había deslizado hacia la anar· quía, sino hacia el dominio por parte de un cartel siniestro cuyo único objetivo era el dinero. El presidente Virgilio Barco prometió una acción dura y el presidente Bush prometió ayuda generosa; pero Barco era reacio a aceptar una ayuda militar que disgustaba a muchos colombianos. Fueron arrestadas unas 12.000 personas, pero ninguna realmente importante. Estados Unidos presionó para obtener la extradición de los principales delincuentes, pero los señores replicaron con la amenaza de asesinar jueces, magistrados y niños por cada narcotraficante extraditado. Dado que ya habían sido asesinados más de cincuenta jueces, la amenaza era plausible. En 1987, el Tribunal Supremo de Colombia anuló el tratado de extradición con Estados Unidos, firmado en 1979. En las elecciones de 1990, los temas principales fueron la solicitud de mejores precios para el cacao y otros productos de exportación, y la promesa de no negociar con los señores del narcotráfico. El ganador fue el candidato liberal César Gaviria, cuyas promesas sobre este último tema no parecieron soportar la prueba de la realidad. Al sur de Colombia, las repúblicas andinas de Ecuador, Perú y Bolivia padecieron los penosos vaivenes entre gobierno militar y civil, y los problemas, poco menos inquietantes, de las alianzas entre ejército y civiles. Perú tenía una clase gobernante extraparlamentaria, paralela a un mundo parlamentario de partidos políticos; también tenía un sector económico moderno, o en vfas de modernización, paralelo a una economía empobrecida. Estos mundos políticos y económicos estaban asimismo divididos. La clase gobernante, aglutinada por una común apariencia conservadora, y, frecuentemente, por los matrimonios, comprendía a los oficiales del ejército, a los grandes terratenientes, y a los más eminentes banqueros y empresarios. El ejército, sin embargo, contenía un ala radical que no apoyaba todos los valores conservadores del grupo dominador. El principal partido político era el APRA, fundado en la década de 1920 con un programa semisocialista, al que los conservadores consideraban muy peligroso, y con cierta tendencia a recurrir a la violencia. Hacia 1945, dejó de lado la violencia y se acercó al centro, en parte porque su postura anterior lo había condenado casi permanentemente a la oposición, y en parte para ganar votos a la Acción Popular, de tendencia radical. Estos partidos se enfrentaban por obtener el poder entre sí y también, aunque guardando las distancias, con los poseedores del poder militar y econórriico, quienes frecuentemente se planteaban si ejercer el poder indirectamente, a través de los partidos políticos, o bien directamente, ocupando la presidencia y otros cargos públicos. Los principales recursos económicos eran los agrícolas (algodón y azúcar), pero el petróleo adquiría cada vei. mayor importancia. Su de.sarrollo requería inversión externa, básicamente estadounidense, tan impopular como necesaria. Casi la mitad de la población estaba formada por indios, desposeídos y despreciados, y otra tercera parte por mestizos. En 1948, un golpe militar, dirigido por el general Manuel Odria, expulsó del poder al gobierno de José Luis Bustamante, perteneciente al APRA y presidente desde 1946, y obligó al líder aprista, Víctor Raúl Haya de la Torre, a refugiarse en la embajada de Colombia, donde permaneció durante varios años, para después partir para su exilio en Italia. Tras mantener un poder represivo durante ocho años, Odria autorizó la celebración de elecciones antes de transferir el poder a Manuel Prado,

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miembro de una de las más importantes familias de banqueros peruanas. Pero Fernando Belaúnde Terry, arquitecto de profesión y líder de Acción Popular, que se presentaba como una fuerza intermedia entre el APRA de izquierda y la asociación de militares y oligarcas, obtuvo un número sorprendente de votos. Cuando se volvieron a celebrar elecciones presidenciales y parlamentarias, en 1962, Belaúnde se enfrentó a Odria y a Haya de la Torre. Ninguno de ellos obtuvo una victoria clara; el ejército vetó a Odria y a Haya de la Torre y declaró fraudulentas las elecciones, sin indicar ninguna razón adecuada. Tras un intervalo de gobierno por parte de la junta militar, se volvteron a celebrar las elecciones y Belaúnde fue declarado vencedor en una contienda igualada entre Acción Popular y el APRA. Belaúnde no era conservador, pero desde el punto de vista del ejército era un hombre seguro, y la opinión política de los militares había cambiado por diversas raz.ones: desprecio por la corrupción de la elite empresarial, deseo de modernizar las fuerzas armadas y el país, y la preocupa· ción por las insurrecciones guerrilleras, la afluencia de desposeídos a Lima y las ocu· paciones de tierras en el interior. Las elecciones de 1963 registraron, si bien a modo de tentativa, una nueva formación política, con una sección del ejército que deseaba apoyar un cambio significativo y con Belaúnde deseoso de obtener el respaldo del ejército a un programa progresista. Los levantamientos de 1950 habían sido aislados y fácilmente eliminados. Sus dirigentes estaban divididos y, como en Venezuela, los comunistas se oponían a la guerrilla: en este caso, en parte porque el líder guerrillero más importante, Hugo Blanco, era trostkista, y en parte porque los comunistas estaban divididos en una facción pro rusa y otra pro china. Pero en la década de 1960 se volvieron a producir insurrecciones, hasta el punto de que en 1965 Estados Unidos intervino con una fuerza especial, algo que no agradó en absoluto a los militares peruanos. El gobierno de Belaúnde no fue capaz de derrotar o pacificar a los rebeldes. Su pro· grama económico, otro fracaso, le obligó, en 1967, a devaluar la moneda en un 40%. Pero lo que resultó fatal para él fue su incapacidad de solucionar el problema del petróleo. La lnternational Petroleum Company (IPC) representaba el ejemplo más claro de la importancia del capital extranjero para Perú, y, simultáneamente, de la ofensa que eso suponía para el orgullo peruano. Los gobiernos anteriores habían intentado obte· ner beneficios de la compañía sin llegar al límite de expropiarla (lo que obligaría des· pués a dirigirla). Su presencia era el único tema en el que estaban de acuerdo la extrema derecha, la extrema izquierda y el gobierno, ya que todos ellos culpaban a los extranjeros de los malos resultados económicos. La compañía se había establecido en Perú poco después de la Primera Guerra Mundial mediante un acuerdo que proba· blemente quebrantaba la legislación peruana pero que había sido claramente firmado por la compañía y el Estado peruano. El embrollo legal resultante dio lugar a una serie de disputas con Estados Unidos, así como con la compañía. Belaúnde firmó un acuer· do con la compañía respecto a las disputas más sobresalientes, pero de manera tan secreta y susceptible de ser mal interpretada, que su adopción formal, mediante la Ley de Talara, fue recibida con escándalo y discutida en un cónclave de generales, que decidieron que Belaúnde debía ser depuesto. Para entonces, el presidente se había visto obligado a pactar una coalición con el APRA que había provocado la escisión de su propio partido y la pérdida del apoyo militar. Huyó del país. Los gobiernos posteriores hundieron la economía peruana.

Esta vez el ejército no buscó un socio civil, sino que decidió asumir toda la res· ponsabilidad del gobierno. El general Juan Al varado Velasco, con el apoyo entusias· ta de un grupo de coroneles radicales y un apoyo más mesurado de conservadores desilu· sionados, asumió el poder con promesas de reforma social y económica, y de mayor eficacia e integridad. Pero su gobierno se vio inmediatamente afectado por el proble· ma, heredado, de la IPC y, optando por la expropiación completa, perdió el apoyo del sector menos radical. También se ganó el antagonismo de Estados Unidos al declarar el límite de aguas jurisdiccionales de 200 millas y abrir fuego contra un barco esta· dounidense situado en la zona. La reforma social, que supuestamente debería incluir una ampliación del poder político y del bienestar económico de las clases más pobres, fue asimismo fuente de disensión entre los radicales y otros grupos; también dependía del crecimiento económico, principalmente de las exportaciones de cobre y otros minerales, que no comportaron los beneficios esperados. La trayectoria política de Perú a partir de 1968 fue un experimento, bajo una dirección militar y fuertemente centralizada, para introducir una planificación eco· nómica y una cierta reforma social en un sistema capitalista (del que, no obstante, había sido expulsado el capital extranjero), con especial énfasis en la innovación tecnológica y administrativa al servicio de la industria y las exportaciones. El mismo Velasco era un nacionalista hostil a la penetración de Estados Unidos en Perú, un hombre de la derecha moderada pero que no procedía de la oligarquía dominante. Algunos de sus colegas y partidarios militares y civiles eran radicales tan hostiles a la oligarquía como a Estados Unidos. El régimen tenía por lo tanto una estabilidad innata, que se hizo notar cuando sus primeros éxitos dieron paso a la división ideo· lógica y quedaron ensombrecidos a causa de presiones económicas. A pesar del amplio acuerdo que inicialmente existía acerca de un programa de nacionalización (que incluía a la compañía nacional del petróleo) y reforma agraria, Velasco perdió rápidamente el apoyo de los principales grupos políticos que le habían ayudado a llegar al poder y se vio obligado a buscar en su lugar una base popular al margen del establishment político. Su gobierno, por tanto, dio un giro hacia la izquierda. Al hacer esto, Velasco perdió más de lo que ganó, especialmente porque la reforma agraria, aunque distaba mucho de ser insignificante, no colmó las expectativas y le impidió por tanto ganarse el voto del campesinado y los estudiantes. En 1973 estos dos gru· pos se unían en levantamientos contra el gobierno que encrespaban a sus enemigos derechistas dentro de éste. Los conservadores, alentados por el golpe de Pinochet en Chile en septiembre, se alarmaron aún más cuando las consecuencias de la recesión económica mundial alcanzaron a Perú en un momento en el que el presidente se encontraba gravemente enfermo. Para responder a la acumulación de la deuda exterior en los años anteriores y un claro empeoramiento en la balanza de pagos se toma· ron desagradables medidas de las que se culpó a la incompetencia de la izquierda. Un incruento golpe de Estado conservador derrocó a Velasco en 1975 y ascendió a su primer ministro el general Francisco Morales Bermúdez a la presidencia. Pero los militares estaban cansados de enfrentarse a las tareas de gobierno y cargar con las culpas de sus fracasos. Parecía oportuna la vuelta a un gobierno civil, y después de unas elecciones celebradas en 1980, Belaúnde volvió al palacio presidencial del que había huido doce años antes. Poco habían cambiado las cosas en ese intervalo. Belaúnde fra. casó en la lucha contra la inflación y el insurgente Sendero Luminoso y en 1985 el APRA conquistó la presidencia y Perú anunció que limitaría el pago de la deuda a

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un porcentaje fijo sobre el producto nacional, innovación de la que parece que van a tomar nota las naciones deudoras de todo el mundo. El nuevo presidente Alan García adoptó una actitud de centro··izquierda teñida con gestos anti-Washington en su país y en América Central. Pero la guerra sucia continuó, con múltiples asesinatos y torturas, e incontables «desapariciones» de aquellas personas que resultaban molestas para la policía o el ejército. Los prnblemas económicos también continuaron: la inflación en límites inalcanzables, un gran déficit presupuestario y la suspensión, por parte del Banco Mundial y del Banco Interamericano, de las líneas de crédito. García tuvo pronto problemas con el ejército. Propuso concederle una, en lugar de tres, carteras ministeriales, reformar la administración militar, recortar la proporción del gasto militar ( 40%) en el gasto estatal, e investigar la masacre, supuestamente responsabi- · lidad del ejército, de 300 personas en la prisión de Lima. Las fuerzas armadas y la derecha, con apoyo encubierto de Estados Unidos, socavaron el gobierno de García, y, finalmente, lo derrocaron. Pocos lo lamentarnn, ya que el presidente había perdido el apoyo de los pobres al mismo tiempo que enfurecía y alarmaba a los ricos. García dejó Perú en peor estado económico que lo había encontrado cuando fue elegido presidente. Con su propio partido, el APRA, desacreditado y un opositor, Belaúnde, que no ofrecía mucho más, el país deseaba un hombre nuevo. En las elec· · dones tuvieron la oportunidad de elegir entre dos: Mario Vargas Llos¡¡, que había evolucionado del comunismo a la extrema derecha, no consiguió atraer a los ciudadanos «medios» y asustó a muchos posibles partidarios con sus proclamas de austeridad. Fujimori prometió solución a los principales problemas de Perú, pero sin ser muy específico en cuanto a los medios que emplearía para ello. Una vez elegido, revocó la suspensión del pago de la deuda externa que había establecido Alan García, consiguió que la producción del país dejara de ser negativa, redujo la inflación desde cifras astronómicas a simplemente alta, y encarceló a Gonzalo. También suspendió la Constitución, prescindió del Parlamento, se inmiscuyó en el poder judicial, encarceló a sus opositores políticos y suprimió la libertad de prensa. En 1995 fue reelegido, arrasando al ante· rior secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar. Los inesperados éxitos electorales de Fujimori señalaron cambios en la sociedad peruana que habían pasado desapercibidos, y que estaban superando la simplicidad de los antiguos partidos. La configuración social de Bolivia era bastante diferente de la de sus vecinos, debido a que Víctor Paz Estenssoro, después de un intento fallido en 1943, había dirigido en 1952, esta vez con éxito, una sublevación en la que no comunistas, comunistas, trotskistas y oficiales subalternos, horrorizados por la corrupción y la ineficacia, la injusticia y la pobreza, habían participado. Su régimen nacionalizó las extensas minas de estaño de Bolivia, dividió las grandes propiedades, introdujo el sufragio universal y servicios sociales elementales, e intentó diversificar la economía para reducir la dependencia del país con respecto a la minería. El régimen tropezó rápidamente con problemas económicos al intentar ir más allá de lo que sus recursos permitían, y se vio obligado a adoptar severas medidas de estabilización que redujeron sus programas y produjeron por ello problemas políticos en forma de disputas entre los diferentes componentes del nuevo régimen. Pero no corrió ninguno de los riesgos que acabaron con el presidente Arbenz, porque Bolivia, un país que no tiene acceso al mar, no estaba tan cerca de Estados Unidos como Guatemala y sus clases poseedoras no eran compañías estadounidenses. El presidente Paz, al que le sucedió Hemán Siles Zuazo en 1956, regresó al cargo en 1960 pero fue exiliado en 1964 después de un golpe dirigido por el general Alfre-

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do Ovando Candía. En 1967 la existencia de actividades guerrilleras fue admitida y se hizo famosa en el mundo entero debido al arresto y el procesamiento del escritor marxista francés Regís Debray (condenado a treinta años de prisión) y la muerte de Che Guevara. El gobierno quedó debilitado por una serie de escisiones y por el con· flicto entre Ovando y el presidente titular, René Barrientos. En 1969, pocos meses después de la muerte de Barrientos, Ovando tomó el poder, instaló un régimen puramente militar y emprendió una política copiada en parte del régimen militar populista del general Velasco en Perú. Un año después, un golpe frustrado de carácter derechista, apoyado por Estados Unidos, vino seguido de un golpe de izquierdas dirigido por el general Juan Torres, pero en 1971 el péndulo osciló de nuevo y el coronel Hugo Banzer desplazó a Torres. El gobierno de Banzer fue un estereotipo de represión militar, censura y brutalidad, pero observó las formas constitucionales hasta el punto de permitir unas elecciones en 1978 para la sucesión de Banzer. El candidato del ejército, Juan Pereda Asbun, fue inesperadamente derrotado por el veterano Siles, que inició una huelga de hambre cuando no se le permitió tomar el poder. El Congreso boliviano anuló las elecciones, pero un levantamiento militar provocó la retirada prematura de Banzer y la colocación de Pereda en su lugar. Pereda, no obstante, duró solamente cinco meses, y en unas nuevas elecciones celebradas en 1979, Siles derrotó a Pereda, a Banzer y a otros candidatos. Siles ofreció al ejército una serie de concesiones y garantías, pero no se le permitió tomar el poder. Después de un intervalo de dos semanas, en el que el coronel Alberto Natusch Busch parecía haberse hecho con el control, Lidia,Guelier Tejida se convirtió en la primera mujer presidente de la historia del país. Esta, a su vez, fue expulsada en 1980 por una coalición de oficiales derechistas y prósperns traficantes de drogas que, con el general Luis García Meza y Celso Torrelio Villa como presidente, inauguraron un nuevo régimen de terror y tortura. Quince años de gobierno concluyeron en 1982 con la vuelta al poder de Siles Zuazo, aplaudida, aunque sin gran entusiasmo, por Estados Unidos. El crecimieii.to del tráfico de drogas provocó que Estados Unidos enviara tropas y policía para eliminarlo; una intervención que causó gran resenti· miento, particularmente entre los campesinos productores de coca. A Siles le sucedió, una vez más, Paz. Se esperaba que a éste le sucediera Banzer, que, sin embargo, fue derrotado, en 1993, por el general Gonzalo Sánchez de Losada, que presentó un candidato indio a la vicepresidencia. La hiperinflación se detuvo mediante métodos que produjeron enorme desempleo. En Ecuador, con un clima político más tranquilo, los militares tomaron el poder en 1976, pero sólo por poco tiempo, cediendo el puesto ert 1979 a una coalición de izquierdas liderada por Jaime Roldas Aguilera, que murió en accidente aéreo dos años más tarde. El poder político osciló entre el centrn izquierda y el centro derecha, pero ningún partido obtuvo una mayoría absoluta, y la austera rectitud de la economía de mercado provocó descontento y revueltas. Ecuador se disputaba con Perú un área que se creía rica en minerales y petróleo. Esta disputa se solucionó en 1942 mediante un tratado que Ecuador revocó en 1960. Las zonas fronterizas continuaron siendo incon· trolables. En 1992, el presidente Fujimori, de Perú, aceptó la propuesta de mediación del Vaticano, pero en 1995 el ejército peruano provocó serios enfrentamientos armados. El mismo año, los escándalos financieros dieron lugar a la huida del vicepresidente y a una preocupación sobre el futuro del gobierno civil, ya que se aproximaban las elecciones de 1996.

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México, al igual que Canadá, está probablemente destinado a formar parte de un área económica norteamericana dominada por Estados Unidos. Entre ambos países existe, .sin embargo, una enemistad tradicional más fácilmente olvidable en Estados Unidos que en México. México perdió Texas en 1836. Diez años más tarde, lastropas estadounidenses ocuparon Ciudad de México. La mitad del territorio mexicano pasó a formar parte de Estados Unidos. En 1862, una expedición francesa, encargada del cobro de deudas, se convirtió (con el apoyo británico y español} en una aventura imperial, creando uri imperio mexicano de corta duración, con un archiduque austriaco como emperador. A este gobierno le siguió, tras un corto intervalo, la dictadura de Porfirio Díaz, que se mantuvo de 1876 a 1910, con un solo intermedio de cuatro años. Su mandato impecable y modernizador acabó en revolución y en siete años de guerra civil, en la que Estados Unidos intervino a favor de la contrarrevolución, lo que estuvo a punto de hacer estallar la guerra entre los dos países. A la larga dictadura de Porfirio Díaz le sucedió el gobierno, todavía más largo, de un único partido, el Partido Revolucionario Institucional (PRI}, que se comprometió a fomentar la moví· lidad social y Ja reforma económica. Pero los años erosionaron el fervor revolucionario del PRI, que nunca se ocupó verdaderamente de gravar con impuestos a los ricos ni de reformar una agricultura notor-iamente ineficaz, y acabó convertido en el vehículo político de la clase pudiente. En 1938, el presidente Lázaro Cárdenas nacionalizó las reservas de petróleo y la industria petrolífera. Los presidentes se sucedieron unos a otros de manera decorosa y constitucional y, a finales de la Segunda Guerra Mundial, México era un país estable con régimen civil. Las relaciones con Estados Unidos evolucionaron hacia una orgullosa desconfianza. México declaró la guerra a Alemania, Italia y Japón en 1942, y envió un contingente aéreo a Filipinas. Después de la guerra representó un papel importante en el establecimiento de un sistema de seguridad interamericano: por el tratado de Chapultepec, los países americanos se comprometieron a consultar entre sí en caso de que sus fronteras fueran violadas, y preveían la acción conjunta, incluido el uso de la fuer-

za; el Tratado de Río de 1947 estableció disposiciones más precisas para la solución pacífica de disputas y para la defensa colectiva; y estos acuerdos culminaron en la crea· ción, en 1948, de la Organización de Estados Americanos (OEA). Los dirigentes extranjeros prestaron atención a México. Todos los presidentes de Estados Unidos, desde F. D. Roosevelt en adelante, visitaron el país, y lo mismo hicieron los presidentes franceses, incluido De Gaulle. En asuntos regionales, México se unió al bloqueo a Cuba en 1962, pero cambió esta actitud en 1975; se unió a Venezuela y a otros países americanos para restablecer la respetabilidad de Cuba en el continente y para solucionar la guerra de Nicaragua; condenó a Pinochet y simpatizó, apoyándolos a veces, con los movimientos izquierdistas de Centroamérica; sus objetivos incluían la reducción de la influencia de Estados Unidos y Rusia en toda América Latina, se negó a aceptar una misión militar de Estados Unidos (1951) y criticó abiertamente las intervenciones estadounidenses en Guatemala, Cuba y Nicaragua; promovió el Tratado de Tlatelolco en 1967, que intentó prohibir el armamento nuclear en toda el área; y, principalmente como consecuencia de su riqueza petrolífera, estableció vínculos con otros productores, especialmente Nigeria, al tiempo que se negó a convertir· se en miembro de la OPEP. Desde mediados de siglo, la economía mexicana se transformó mediante una política de industrialización, urbanización e internacionalización diseñada para reducir la dependencia económica de otros países y asegurar, al mismo tiempo, la financiación ·externa necesaria para promover y mantener el desarrollo industrial. El empleo indus· tria! superó al agrícola. Los ingresos del exterior aumentaron gracias a las exportado· nes de petróleo, pero no significaban más que un tercio del total, en el que el algo· dón, el café y el azúcar representaban un porcentaje importante. El crecimiento, ya sustancial durante la guerra, continuó y permitió a México soportar con tranquilidad, durante un tiempo, una explosión demográfica sin precedentes. Estuvo acompañado de un cambio de régimen militar a régimen civil pero no de una suavización del esta· blecido sistema del PRI como partido único. Durante la década de 1970, sin embar·· go, el progreso se vio atacado desde distintos frentes: recesión mundial e inflación interna; inadecuada creación o inversión de capitales internos; inadecuada formación de la mano de obra; un serio descenso en la producción de alimentos; fuerte endeudamiento externo y déficit del comercio exterior; y una distribución de la riqueza cada vez más desigual, principalmente en el sur, donde a la mayor parte de la población india no le habían llegado los beneficios del crecimiento económico (cerca de las nueve décimas partes de la riqueza estaban en manos de medio millón de persa· nas, en un país con 85 millones de habitantes}. Estos problemas fueron parcialmente enmascarados por el petróleo. En 1980, México producía 2,5 millones de barriles diarios, y exportaba más de la mitad (y la mitad, a su vez, de las exportaciones a Estados Unidos), tenía unas reservas comprobadas de 60.000 millones de barriles y las reservas reales eran tres o cuatro veces mayores, y lo situaban en el sexto puesto en la lista de los principales productores de petróleo. Pero el aliciente del petróleo llevaba al gobierno a un extravagante afán de crecimiento y, cuando el petróleo dejó de producir tantos beneficios, a la deuda. El descontento, que explotó alarmantemente con la masacre de jóvenes manifestantes en Tlatelolco, en 1968, en vísperas de los juegos olímpicos de Ciudad de México, combinado con los problemas económicos y la insatisfacción general, llevaron a pensar en la necesidad de una fuerte revisión. Ésta produjo en 1982 una devaluacipn

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COLOMBIA 27.1. Centroamérica. de la moneda en un 70%, In nncionnli:ación de los hnncos, la reducción de lus sala· rios reales casi a la mitad durante los cinco años siguientes, recortes en educación, salud y otros servicios públicos, y una cultura cada vez más adaptada a la especulación a corto plazo que al crecimiento a largo plazo. Miguel de la Madrid Hurtado, notable político y economista, licenciado en Harvard, elegido presidente en 1982, a la edad de cuarenta y siete años, se enfrentó a un peso hundido, a un desempleo creciente, recortes del capital público¡ y a la corrupción propiciada por el petróleo. Consiguió un acuerdo con el FMI que aseguró al país un crédito de 3.400 millones de dólares y la renegociación de los plazos de la mitad de la deuda externa, que ascendía a 96.000 millones de dólares. Pero México fue incapaz de cumplir con las condiciones estipuladas por el acuerdo, y el FMI estaba a punto de rescindirlo cuando, en 1984, un terrible terremoto asoló Ciudad de México, e hizo que el endurecimiento de las condiciones resultara inoportuno. Incluso con el pago de la mitad de la deuda aplazado, México necesitaría, durante lo que quedaba de siglo, unos 6.000 millones de dólares para pagar los intereses y los plazos de la otra mitad, cantidades que debían proceder, por acuerdo o mora, de bancos extranjeros siempre que los ingresos del petróleo no alcanzaran para pagarlos. La ayuda, de 3.700 millones de dólares anuales durante treinta años, se estableció mediante un acuerdo alcanzado

con sus acreedores en 1990, en virtud del Plan Bradly (véase capítulo V). El presidente De la Madrid fue sustituido por Carlos Salinas de Gortari, otro licenciado de Harvard, que tuvo la mala fortuna de ver cómo el partido perdía un gobernador por primera vez en más de medio siglo. El control del poder por parte del PRI comenzó a parecer cuestionable pero, durante un tiempo, Salinas alcanzó un grado de popu· laridad muy superior a sus predecesores. Aunque la mecanización y la modernización de la industria, unidas a la baja educación, provocaban un alto desempleo, y la privatización enriqueció sólo a unos cuantos, la inflación se reduío al 10%, el déficit presupuestario se convirtió en un superávit sin precedentes, el capital extranjero afluyó al país y la proyectada Área de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) ofrecía a los trabajadores mexicanos la oportunidad de emigrar legalmente a Estados Unidos. México propuso la NAFTA inmediatamente después del acuer· do comercial celebrado en 1989 entre Estados Unidos y Canadá, mediante el que aquél esperaba contrarrestar la penetración japonesa en su mercado a través de Can.adá, y también eliminar las ayudas canadienses a la exportación a Estados Unidos (por ejemplo, para la madera). La adición de México crearía un área económica con 370 millones de habitantes. Pero el Congreso y la población de Estados Unidos estaban preocupados por la adhesión de México (y quizá más delante de Chile y otros países latinoamericanos), temiendo que podría fomentar el traslado de las empresas estadounidenses a México, y de los trabajadores mexicanos a Estados Unidos. El presidente Bush retrasó la propuesta en 1992, durante la campaña electoral, para desesperación del gobierno mexicano, cuyo programa económico, incluida la previsión de crecimiento del 6% anual, dependía fuertemente de la inversión de Estados Unidos en México. Pero, al año siguiente, Clinton obtuvo la aprobación del Congreso. Al comienzo, las exportaciones de México a Estados Unidos crecieron en mayor medida que en sentido contrario, pero estos beneficios estaban desigualmente repartidos y no afectaron, por lo general, a las pequeñas empresas. El gobierno mexicano se vio muy negativamente afectado por dos acontecimientos que tuvieron lugar en 1994: la revuelta en la provincia de Chiapas, al sur del país, y el asesinato del candidato del PRI a la presidencia: Luis Donaldo Colosio. La revuelta de Chiapas había fermentado durante años. El problema básico lo constituían la indigen· cia y la desesperación de los siervos recientemente liberados y de los campesinos sin tierra, en su mayoría mayas. Sl.I sentimiento de dolor y aislamiento estaba acentuado por el hecho de que no hablaran español, o lo hablaran muy poco, y su pobreza por el colapso del precio del café en 1989, Su situación ganó el apoyo de la lgÍesia católica, dirigida a partir de 1960 por el obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz, y generó la ere· ación de grupos maoístas, que pusieron su fe en la insunección guerrillera. Y, lo más importante, dio lugar al evocador Eíército Zapatista de Liberación Nacional, dirigido ·por el blanco, o medio blanco, subcomandante Marcos. El aumento de la oposición, a partir de finales de la década de 1980, causó disensiones y escisiones, prindpalmente acerca de la utilidad de la violencia, algo sobre lo que Marcos se mostró ambiguo o, al menos, discreto. El agudo, aunque de corta duración, brote de violencia de 1994 fue seguido por una tregua y por propuestas gubernativas que fueron rechazadas casi en su totalidad en Chiapas, por considerarlas la inadecuada respuesta de un régimen en el que no se podía confiar. Casi por las mismas fechas, Colosio fue asesinado. El gobierno mexicano cerró los mercados financieros y el gobierno de Estados Unidos emitió rápida y públicamente un crédito de 6.000 millones de dólares.

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Pocos meses después, el PRI consiguió mantener la presidencia y la mayoría parlamentaria, aunque con una escasa mayoría del voto popular y en medio de un abierto cinismo acerca del funcionamiento de la democracia mexicana. El nuevo presidente, Ernesto Zedillo Ponce de León, aunque considerado menos interesante que sus predecesores, parecía una elección segura para tiempos problemáticos. La economía, sin embargo, tuvo más problemas que seguridad y la confianza en la capacidad del gobierno para manejarla era escasa. El recurso de Zedillo al FMI obligó a hacer promesas de limitaciones en la subida de los salarios y de compensación del déficit público mediante la privatización de empresas estatales. Unas promesas más fáciles de hacer que de cumplir cuando los sindicatos exigían mejores sueldos y los compradores de empresas públicas eran escasos y mezquinos. La oleada de importaciones estaba trastocando la balanza de pagos; una devaluación inesperadamente fuerte del peso, a finales de 1994, se interpretó como pánico; y los tipos de interés subieron al 40%. La devaluación estuvo acompañada de emisión de deuda vinculada al dólar (a cambio de bonos estatales a corto plazo), pero el total de estos tesobonos excedió rápidamente las reservas en divisas exteriores . Para evitar el c.olapso del peso, y de los bancos y empresas de Estados Unidos que negociaban con México, Clinton \ogró que el FMI y el Banco de Pagos Internacionales concedieran un~ fianza de 50.000 millones de dólares, de los que Estados Unidos aportó 20.000, tomando como garantía las reservas petrolíferas mexicánas. Pero la crisis mexicana ponía en cuestión tanto la capacidad de las finanzas internacionales para enfrentarse a úna crisis de ese tipo como el deseo de los financieros mundiales de ayudar a los gobiernos latinoamericanos a llevar a cabo políticas económicas dependientes de los préstamos y la inversión extranjera. Aunque constituyera principalmente un asunto interno y bilateral (entre México y Estados Unidos), el colapso del peso causó consternación en todos los países latinoamericanos, donde el crecimiento económico era desesperadamente necesario, tanto en sí mismo como para establecer las bases de un gobierno democrático estable. En México, el desastre económico amenazaba la estabilidad política, dado que las diferencias entre pobres y ricos aumentaban, al tiempo que la distancia entre la pobreza y la indigencia disminuía. Esta doble inestabilidad amenazaba el futu· ro de un país cuyos problemas, aunque extensos, eran también simples, porque no se derivaban de una pobreza inherente, sino de la mala gestión de una riqueza potencial, y de la esclerosis producida por un régimen casi centenario de partido único. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, América Central estaba en proceso de transformación; se estaba abriendo a un mundo más amplio, estudiaba los mercados mundiales y era a su vez analizada por las grandes compañías internacionales. Esta revolución tuvo consecuencias, para la propiedad de la tierra, la estructura política y la organización del trabajo, que las elites dirigentes no supieron manejar o, incluso, percibir. Se encontraron enfrentadas a liberales y a radicales más enérgicos que esta· ban, sin embargo, divididos entre sí, en parte por diferencias de clase, y en parte por puntos de vista opuestos en lo referente a la moral y al uso de la violencia. En déca· das de conflictos, la capacidad militar y la autoridad tradicional de las elites prevaleció sobre insurrecciones frustratorias, de forma que la década de 1990 fue testigo del retomo de un pacífico orden político, debido principalmente a la fatiga. México comparte con Guatemala la casi totalidad de su frontera sur. (La Honduras Británica, independiente, como Belice, desde 1981, presenta una frontera de corta extensión con México, así como otra mayor, y fuente de conflicto, con Guatemala.)

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De las tres repúblicas de tamaño comparable en Centroamérica, Guatemala está al norte, Nicaragua al sur, y Honduras se sitúa entre ambas. Durante más de cien años (1838-1944 ), Guatemala estuvo gobernada por cuatro dictadores militares, con bre·· ves intervalos de gobiernos civiles entre ellos. En 1944, el ejército se dividió y un grupo de jóvenes oficiales apoyó a un candidato relativamente izquierdista; Juan José Arévalo, que fue presidente hasta 1950. Durante este período continuó la división en el seno del ejército, representada por la rivalidad entre dos comandantes, Francisco Xavier Arana y Jacobo Arbenz Guzmán. El primero fue asesinado en 1949 y el segundo ganó las elecciones de 1950. Esta victoria alarmó a Estados Unidos, que consideraba al nuevo régimen (de un modo discutible) pro comunista o precursor del comunismo y por lo tanto una amenaza para el Canal de Panamá; y también (esta vez correctamente) enemigo de los intereses capitalistas extranjeros y especialmente de la United Fruit Company, la cual, como propietaria de la décima parte de la tierra del país, ejercía un poder económico en Guatemala superior incluso al de la Compañía Petrolífera Anglo-iraní en Irán, y era un obstáculo para la necesaria reforma agraria. Los guatemaltecos, en su mayor parte de raza india, padecían una pobreza, unas enfermedades y una falta de atención social extremadas que se hacían aún más into· lerables para el sector más consciente de la sociedad debido a la prosperidad de una pequeña minoría y a la omnipresencia económica de empresas extranjeras que po· seían no sólo abundantes tierras, sino también los ferrocarriles, puertos y empresas públicas. El presidente Arbenz aceleró el programa de reforma de su predecesor; nacionalizó las tierras no cultivadas y apoyó huelgas en contra de intereses extran·· jeros. Estas medidas fueron interpretadas en Washington como el inicio de una política comunista pura y simple, a pesar de que en el gobierno, el Parlamento y la Administración guatemaltecos los anticomunistas eran mucho más numerosos que los comunistas y de que el poder estaba del lado de un ejército anticomunista. En la décima conferencia interamericana, celebrada en marzo de 1954 en Caracas, Dulles intentó conseguir una condena al régimen de Arbenz, pero descubrió que ningún otro Estado aceptaba la interpretación que Washington hacía de los hechos ocurridos en Guatemala. La conferencia aprobó una resolución general que condenaba la dominación comunista de cualquier Estado americano, pero rehusó hacer una mención especial a Guatemala, y por consiguiente Dulles abandonó Caracas bruscamente y empezó a conspirar con guatemaltecos desafectos que estaban preparándose para invadir su país desde Honduras y Nicaragua. Estos dos países, que se habían quejado de invasiones comunistas provenientes de Guatemala, fueron provistos de armas estadounidenses, mientras que Washington trataba de impedir que Guatemala consigt~iese armas rogando a sus aliados que no se las suministrasen e intentando interceptar cargamentos comunistas provenientes de Europa. La inva· sión se produjo en junio y tuvo éxito. El gobierno guatemalteco apeló al Consejo de Seguridad, pero su apelación se vio frustada por una propuesta de remitir el asunto a la OEA. Este intento de desviar la cuestión fue vetado por la URSS, pero una semana más tarde el presidente Arbenz fue obligado a dimitir. El hombre que había dirigido la invasión, el coronel Carlos Castillo Armas, le sucedió y conservó el cargo hasta que fue asesinado en 1957. El ritmo anual de crecimiento de la economía guatemalteca descendió de un 8,5% (durante el período 1944-1954) a un 3%, y durante el gobierno de los sucesores de Castillo Guatemala vivió en un estado de guerra civil larvada.

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A Castillo le sucedió el general Miguel Ydígoras Fuentes. En unas elecciones celebradas en 1957, Ydígoras quedó en segundo lugar, pero después de algunos desórdenes y de unas segundas elecciones en 1958, fue debidamente instalado en el poder. Unas elecciones fraudulentas en 1961 le confirmaron en su puesto, pero una serie de disturbios, reprimidos por el ejército, demostraron una dependencia que Ydígoras no fue lo suficientemente juicioso como para reconocer. La opinión de los militares se volvió contra él por considerar que gastaba demasiado dinero en sí mismo y demasiado poco en las fuerzas armadas. En 1962, el ejército le defendió contra un intento de golpe de Estado de las fuerzas aéreas, pero entonces, fatalmente, se enemistó con aquél al permitir al ex presidente Juan Arévalo que regresase a Guatemala e hiciese campaña para la presidencia. Arévalo, que parecía estar convencido de ganar unas elecciones limpias, fue considerado como una reencarnación de Arbenz, y en 1963 el ejército, bajo el mando del coronel Enrique Peralta, expulsó a Ydígoras y suspendió la Constitución. En 1965, el ejército toleró la elección de un presidente relativamente liberal, Julio César Méndez Montenegro, pero no fue más capaz de pacificar el país que su más opresivo predecesor. Una oposición heterodoxa y frecuentemente dividida, integrada por comunistas, trot:Sk,istas y guerrillas que no eran ni lo uno ni lo otro, organizaba levantamientos sin éxito y recurría al asesinato y el secuestro cuandos sus levantamientos fallaban. Fuerzas estadounidenses ·ayudaron al gobiemo. Un embajador de Estados Unidos figuró entre los asesinados. En la década de 1970, el ejército y los partidos civiles compartían el control nominal; los partidos de izquierdas estaban prohibidos. Varios altos cargos se hicieron ricos con los negocios, despertando así la envidia de otros y atrayendo acusaciones de corrupción. En las elecciones de 1974 se enfrentaron varios candidatos, de los cuales venció el coronel Efraín Ríos Montt, un apasionado protestante y el más joven de los candidatos, pero fue apartado por los demás. Los militares estaban divididos entre los partidariOs de la línea dura, que sólo veían guerrillas, y una minorí; más ilustrada que veía también pobreza generalizada, injusticia y, en el centro de todo ello, corrupción. A la violencia, la corrupción y el colapso económico se añadió el sectarismo. Los abusos de poder llegaron a ser tan flagrantes que, en 1977, Carter paralizó la ayuda de los Estados Unidos (en 1981, Reagan, que tenía otros valores y prioridades, la renovó). Las elecciones de 1978 dieron la presidencia a Romeo Lucas García, un general de derechas, especialmerite brutal, que erradicó aldeas enteras, pero no a las guerrillas. Fue desbancado en 1982 por Ríos Montt, que prometió el fin de los asesinatos, de la guerra civil, y de los escándalos financieros. Pero él mismo fue retirado del po~er al año siguiente, sin haber podido cumplir esas promesas. Le sucedió el general Osear Mejía Víctores, que se preocupó menos por los conflictos exteriores, para los que Guatemala no tenía dinero extra. El regreso teórico al régimen civil en 1985 no impuso ninguna restricción al ejército, El presidente Vinicio Cerezo era poco más que una figura decorativa a quien poder culpar del caos económico. Se alejó de la dura política antisandinista de Washington en Nicaragua y colaboró con otros presidentes centroamericanos para alcanzar la paz con el gobiemo de Nicaragua, reconciliar al presidente Duarte de El Salvador con el presidente Ortega de Nicaragua, y acabar con la utilización de Costa Rica por parte de la Contra para realizar un movimiento de tenazas contra Nicaragua. En las elecciones de 1990 se presentaron doce candidatos, desde la extrema derecha hasta el centro-derecha. Ríos Montt, que había sido declarado constitucionalmente inelegible por el Tribunal

Supremo, respaldó a Jorge Serrano Elías, protestante y candidato de la clase media, que venció en la segunda vuelta, en la que votó menos de la mitad del electorado. En 1993 chocó con el vicepresidente y el ejército y, en la confusión que siguió, surgió un nuevo presidente, Ramiro de León Carpio, un defensor de los derechos huma· nos. No consiguió evitar los excesos de delincuentes comunes, ni de militares y funcionarios psicópatas. La guerra civil se calmó, pero sin finalizar. Tenía su origen en la década de 1950. Era al principio un movimiento de jóvenes, principalmente cristianos, que decidieron establecer comunidades rurales en los terrenos reclamados, pero que se convirtieron, d~bido a la persecución, en un movimiento en parte misionero y en parte militar. Fue atacado brutalmente por el ejército, que envió 40.000 solda· dos, destruyó entre 4.000 y 5.000 aldeas, mató a decenas de miles de personas, y produjo al menos medio millón de desplazados sin hogar. Después de los ataques más duros, en 1980-1984, los militantes se vieron reducidos a unos 2.000, los visionarios perdieron la ilusión de alcanzar la justicia en Guatemala y el país estaba escindido entre la indignación amarga y la represión brutal; sin embargo, con la derrota del último candidato a la presidencia de Ríos Montt, a finales de 1995 comienzos de 1996, comenzó a vislumbrarse cierta esperanza en un provenir más benigno. En la costa pacífica de Centroamérica, al sur de Guatemala, el pequeño, y en un tiempo rico, país de El Salvador estaba destrozado por la guerra civil. La dictadura clásica del general José María Lemus fue modificada en 1971 por la instauración del gobierno moderado del general Julio Rivera, que adoptó un programa de reforma social e inversión económica que, aunque inadecuado para la izquierda, significó un gran paso frente al drástico conservadurismo de anteriores dirigentes. Pero las modestas esperanzas producidas por este cambio resultaron ilusorias, y durante la década de 1970 estalló una violencia extrema entre el gobierno y las guerrillas del Frente de Liberación Farabundo Martí (FLFM), el brazo armado de la izquierda. La investidura, en 1977, del presidente Carlos Humberto Romero fue.boicoteada por la Iglesia en protesta contra la violencia y la tortura practicadas por el régimen y, en 1979, un golpe de Estado promovido por militares subaltemos instaló en el poder un nuevo gobierno que se comprometió a establecer una reforma agraria y a nacionalizar una serie de empresas financieras y comerciales. Pero este gobierno de la derecha moderada no consiguió controlar el terrorismo de extrema derecha. El asesinato, en 1980, del arzobispo de San Salvador constituyó el principal ejemplo de una anarquía creciente, y de una polarización que dejaba al gobierno en medio, incapaz de actuar. Estados Unidos, temiendo que pudiera vencer la extrema izquierda, apoyó al gobierno, como mal menor, e intentó persuadir a Guatemala y Honduras para que intervinieran si se producía la caída del gobierno y la extrema izquierda asumía el poder. Pero ninguno de los dos países estaba dispuesto a complicar su situación interna enviando tropas al exterior. Con la elección de Reagan en 1980, El Salvador se convirtió en una pieza casi obsesiva para Estados Unidos, empeñada en deponer al gobierno de Nicaragua y en ayudar a cualquier gobierno de derechas de Centroamérica. El FLFM fue catalogado como terrorista, y Reagan certificó, a pesar de todas las pruebas en contra, que el gobiemo de El Salvador respetaba adecuadamente los derechos humanos y tenía el ejército bajo control. Pero, a pesar de la ayuda estadounidense, el presidente Napoleón Duarte fue incapaz de eliminar al Farabundo Martí. Tampoco consiguió liberarse de la extrema derecha que, en las elecciones de 1982, obtuvo más escaños que el partí-

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do de derecha más moderada al que pertenecía el presidente. Roberto d'Aubuisson fue elegido presidente, pero la presión de Washington lo convenció para que cediera el puesto a Álvaro Mangana, más respetable y neutral. Las elecciones, celebradas dos años más tarde, tampoco resultaron decisivas entre Duarte y d'Aubuisson. Los éxitos cada vez mayores de la guerrilla durante 1984 fueron contrarrestados con más ayuda estadounidense en dinero, helicópteros y armamento variado. Si, como parecía, Duarte deseaba sinceramente tratar con los insurgentes e introducir algunas reformas, se vio frustrado por una guerra civil particularmente sucia, en la que la mayoría de los asesinatos se los apuntaron los escuadrones de la muerte asociados al ejército o incluso pertenecientes a él. En 1985, Duarte venció a la extrema derecha y obtuvo de esa forma mayor margen de maniobra para pactar la paz con la izquierda, siempre que las condiciones resultaran aceptables para el ej.ército, que gozaba del poder r~al. Pero continuó atrapado entre los dos extremos, sin apenas apoyo independiente, con una autoridad más nominal que real, agotado (de salud y políticamente) y convertido en el árbitro ineficaz de una guerra que costó a su país 50.000 vidas en doce años. La guerrilla, a pesar de seguir suponiendo una amenaza, no consiguió incitar una revuelta popular más amplia, y se vio reducida a unos miles de hombres contra un ejército de 50.000 que disponía de una ayuda estadounidense que alcanzaba el millón de dólares diario. Los militares y los políticos de izquierda estaban divididos sobre la pertinencia de pactar con Duarte; en cuanto a la derecha, los militares y sus escuadrones de la muerte asociados, estaban fuera de control y perpetraban masacres indiscriminadas. Los intentos de establecer un alto el fuego en 1986 no obtuvieron ningún resulta· do. En las elecciones de 1989, venció el partido de d'Abuisson, la Arena (Alianza Republicana Nacionalista), que situó a Alfredo Cristiani como presidente, pero perdió la mayoría parlamentaria en 1991. Los escuadrones de la muerte hicieron el mismo caso omiso de Cristiani que de Duarte. La ayuda de Estados Unidos se incrementó, pero no consiguió ninguno de sus supuestos objetivos: la estabilidad y la democracia. En 1991-1992, la intervención de la ONU consiguió un alto el fuego, la retirada de las fuerzas armadas, un acuerdo para la creación de una nueva fuerza policial y la absorción en el ejército de las unidades de la guerrilla. El FLFM se desmovilizó gradualmente, bajo supervisión de la ONU. Las elecciones de 1994, supervisadas y respaldadas por la ONU, dieron una confortable victoria a la Arena. Internacionalmente, buena parte de la más grave conmoción de Centroamérica tuvo lugar en Nicaragua tras el hundimiento de la dictadura de los Somoza, que había durado 50 años. La dinastía de Somoza comenzó con el general Anastasio Somoza García, que llegó al poder en 1930, con ayuda de EE.UU. Él y su hijo Luis, que le sucedió en 1956, gobernaron en alianza con las prósperas clases de terratenientes y empresarios, pero tras la muerte del segundo, su hermano, Anastasio Somoza Debayle, perdió el apoyo de estos aliados, a los que llegó a escandalizar por la brutalidad y corrupción de su gobierno, principalmente la apropiación de grandes cantidades de dinero procedentes de la ayuda internacional enviada a Nicaragua después del grave terremoto de 1972. En 1961 comenzó la resistencia armada por parte de una guerrilla que se denominaba Frente Sandinista, en honor del coronel Augusto César Sandino, ejecutado en 1934 por haber dirigido un levantamiento sofocado con ayuda de tropas estadounidenses. Durante muchos años, los sandinistas no consiguieron muchos adeptos entre el campesinado ni entre los obreros urbanos. Pero el mal gobierno de Anastasio Somoza les granjeó más simpatía entre los profesionales liberales y la lgle-

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sia católica, y el asesinato, en 1978, del director del diario más importante de Mana· gua, La Prensa, fue la señal para intentar en serio poner fin a una de las dictaduras más escandalosas de América Latina. El presidente Peres, de Venezuela, intentó persuadir a Carter para que intervi· niera. Carter se encontraba atrapado entre su odio a las torturas .y los malos tratos generalizados en Nicaragua y el temor a que los excesos de Somoza condujeran al extremo opuesto, instaurando una segunda Cuba en América Central, por una parte, y su renuencia a intervenir en los asuntos internos de un Estado soberano, principalmente a intervenir militarmente, por otra. Mientras estos temas se debatían y se discutía sobre diferentes formas de presión económica, la oportunidad de sustituir a Somoza por un régimen moderado y democrático se desvaneció. La indecisión de Washington endureció la determinación de los sandinistas y de sus aliados dentro y fuera del país (Cuba suministró armas a través de Costa Rica), y en 1979 Somoza se vio obligado a huir. La alianza victoriosa comenzó a escindirse. Se archivaron las promesas de celebrar elecciones en seguida y de instalar un sistema de partidos. Los aliados eclesiásticos y profesionales de los sandinistas se desmarcaron. El presidente Reagan comenzó una guerra encubierta que acabó por movilizar contra el nuevo gobierno a 12.000 hombres, los contras, denominados por Reagan luchadores por la libertad. La Contra estaba compuesta por antiguos y nuevos opositores a los sandinistas, reforzados con bandidos mercenarios sin ideales políticos claros (excepto que no eran en absoluto demócratas). Sus bases principales estaban en Honduras, y Estados Unidos constmyó una base aérea y multiplicó por diez la ayuda al gobierno hondureño. Sin embargo, estos esfuerzos no consiguieron eliminar al gobierno nicaragüense; al contrario, le facilitaron una excusa para mantener y hacer más estricto el régimen autoritario, y para retrasar las prometí· das elecciones. También se granjearon el rechazo de muchos antisandinistas que reprobaban el apoyo que Reagan daba a los somocistas que se habían instalado en Florida y en Honduras. Y, gradualmente, hizo que los países limítrofes de Nicaragua pasaran de ser auxiliares de la guerra de Reagan a ser activos defensores de una paz en la que se incluyera el reconocimiento del gobierno sandinista. El ataque a Nicaragua, aunque principalmente lanzado desde Honduras, al norte, también tenía un movimiento de tenazas al sur, en Costa Rica. El entusiasmo de Honduras por ayudar a Estados Unidos disminuyó a finales de la década de 1980, particularmente a partir de la elección, en 1989, de Leonardo Callejas, partidario de abandonar la guerra. En Costa Rica, el principal dirigente de la Contra era Edén Pastora, un socialdemócrata que se había unido a los sandinistas en la década de 1970, cambió en seguida de idea, abandonando el movimiento, y fue persuadido para unirse de nuevo en 19.76, convirtiéndose en comandante en jefe, con el sobrenombre de Comandante Cero, dos años más tarde. De nuevo se desligó poco después de la victoria de 1979, para convertirse en líder del ejército antisandinista situado en Costa Rica, y finalmente abandonó en 1988 su oposición al gobierno sandinista debido a su desacuerdo con las tácticas de Reagan. Sus cambios simbolizaban la confusión y perplejidad reinantes entre los antisomocistas, que estaban en parte desencantados con los sandinistas pero no menos descorazonados por la política de Estados Unidos. Los gobiernos de otros países centroamericanos evolucionaron de la misma manera. A pesar de no ser de izquierdas, acabaron prefiriendo a los sandinistas ~n lugar de la guerra de Reagan.

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El arraigado desagrado que Washington sentía por cualquier gobierno de izquierdas en Centroamérica fue acentuado, en el caso de Nicaragua, por el hecho de que los sandinistas, independientemente de que los estadounidenses exageraran sobre sus vínculos con Cuba y la URSS, necesitaban, y obtuvieron, armas de Cuba. Esta confusión de la guerra fría con las agitaciones que siguieron a la caída de Somoza se convirtió en un elemento clave, y en buena medida cegador, de la política de Reagan. El gobierno de Reagan llegó al poder decidido a dar prioridad a Centroamérica como zona crítica en el conflicto mundial eptre las superpotencias. Sus problemas endémicos, tanto económicos como políticos, se habían exacerbado durante la década precedente. Su crecimiento económico, que se había apoyado en una clase media creciente, estaba paralizado por la recesión mundial, con el resultado de que esta clase acabó dividida en lo referente a preferencias políticas, y los pobres acabaron siendo más pobres. La clase media fue atraída, por una parte, hacia las viejas oligarquías, que representaban, cuando las clases medias ya no podían organizarlo, el orden establecido que el dinero y la mediana empresa necesitan. Pero, al mismo tiempo, la brutalidad de los oligarcas y la sospecha de que tenían los días contados impulsaban a las clases medias a alejarse de los mismos. Los pobres se habían animado con la perspectiva de un orden más justo, y las dificultades de finales de la década de 1970 los endurecieron. Washington consideró los desórdenes consiguientes como algo más siniestro, y cualquier inclinación de los liberales estadounidenses a apoyar las tardías revoluciones centroamericanas fue acallada por la convicción de que estaban provocadas y apoyadas por la Cuba comunista y por la URSS. Veía a Nicaragua como un satélite soviético en potencia, mucho más peligroso que Cuba, por estar situada en el continente. No fue, por tanto, difícil persuadir a Reagan de que debía asegurarse de la destrucción de la guerrilla salvadoreña, eliminar cualquier otro movimiento de izquierdas que pudiera surgir en la zona, y derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua. Se utilizaron para ello medios militares, abiertos y encubiertos, que fracasaron. Además de organizar, preparar y sufragar las tropas antisandinistas establecidas en Honduras y Costa Rica, la armada de Estados Unidos realizó maniobras demdstrativas frente a las costas de Nicaragua, en 1983, y, al año siguiente, minó los puertos nicaragüenses de ambos océanos; esta acción, que contravenía el derecho inten1acional, fue censurada por el Consejo de Seguridad (aunque Estados Unidos vetó la resolución), y condenada por el Tribunal Internacional de Justicia. El Congreso de Estados Unidos impidió la puesta en práctica de nuevas maniobras hostiles, rechazando la solicitud de fondos que el presidente hizo para la Contra. Esta negativa se incumplió mediante diversos subterfugios, como vender armas a Irán y desviar los beneficios, o parte de los mismos, a la Contra, con la connivencia, prácticamente indudable, del presidente. En 1983, cuatro países (México, Venezuela, Colombia y Panamá) formaron el Grupo de Contadora, un anillo externo de países preocupados por los desórdenes generalizados de América Central. Su propósito era conseguir la pacificación general de la zona, mediante el reconocimiento de los gobiernos que en ese momento estuvieran en el poder, la autodeterminación y la reducción de armamento. Pero Washington desconfiaba de un grupo que por su imparcialidad reconocería y probablemente daría validez a la posición de los sandinistas en Nicaragua, Honduras, Guatemala y El Salvador se negaron, presionados por Estados Unidos, a asistir a una conferencia propuesta por el grupo en 1985. Pero éste perseveró y planteó en 1986 un programa detallado (la Declaración de Carabellada) para establecer conversaciones

entre los gobiernos centroamericanos. Este programa se oponía irremediablemente a la insistencia de Reagan en que la paz debía alcanzarse mediante conversaciones entre los sandinistas y la Contra, y en que los primeros deberían primero introducir reformas en Nicaragua. Según todas las apariencias, Reagan anteponía el derrocamiento de los sandinistas a la paz, mientras que el Grupo de Contadora planteaba una pacificación que podría dejar a los sandinistas en el poder. Washington definió las propuestas de Contadora como una amenaza para la zona y para Estados Unidos. Pero Reagan evitó la intervención militar abierta, la única que habría podido conseguir lo que él deseaba, y su apoyo a la Contra se vio obstaculizado por la revelación, el día de las elecciones parciales de 1986, de los acuerdos de venta de armas a Irán. El gobierno estadounidense consiguió mantener a los contras con base en Honduras, pero, a pesar de constituir un ejército de 15.000-20.000 efectivos, y con un equipamiento moderno y costoso, no consiguieron conquistar ninguna ciudad nicaragüense importante. Honduras, que les daba asilo y percibía a cambio un buen pago, no recibía el apoyo de ningún otro gobierno centroamericano, mientras que, en el s~r, Costa Rica abandonó la guerra. Los recelos del anillo externo habían alcanzado al anillo interno. Costa Rica había sido un país comprometidamente pacífico que, tras un siglo o más de peculiar turbulencia, había llegado al extremo de abolir su ejército para así tener más dinero para gastar en servicios públicos. Pero continuó siendo pobre y dependiente de Estados Unidos y, después de la victoria sandinista de 1979, aceptó el llamamiento de Washington para representar un papel en la contención y eliminación del comunismo en Centroamérica. Esta actitud, sin embargo, cambió cuando, en 1986, el presidente Luis Alberto Monge fue sucedido por Óscar Arias, quien estableció un plan (por el que le sería concedido el Premio Nobel de la Paz) suscrito por cincó presidentes centroamericanos, incluido el nicaragüense. En él se proponía que en febrero de 1990 se celebraran en Nicaragua elecciones presidenciales, legislativas y locales, precedidas de la eliminación de la censura y de los obstáculos que impedían la actividad de los partidos políticos. Este plan fue contemplado con recelo en Washington y con esperanza en cualquier otra parte. El gobierno de Nicaragua se puso en marcha en seguida, liberando a los presos políticos, permitiendo la reaparición de La Prensa y derogando el estado de emergencia y la prohibición de los partidos políticos. Pero fue criticado por no hacer más. Otros signatarios también discutían acerca de si habían llevado a cabo lo que se pedía a sus países. Aun así, el plan de Arias resultó un buen presagio, aunque sólo fuera porque señalaba hacia una dirección que condenaba al fracaso la política de Reagan y forzaba a su sucesor, George Bush, a revisarla, y finalmente a dejarla de lado. En 1989, los cinco presidentes avanzaron más, al exigir la disolución de los contras y su reintegración en la sociedad nicaragüense. En 1990, los nicaragüenses celebraron sus primeras elecciones desde 1984. En aquel momento habían dado la victoria a los sandinistas, pero ahora no. Aunque continuaron siendo el partido más votado, fueron derrotados por una coalición liderada por Violeta Chamorro, viuda del director de La Prensa asesinado. Aunque el ataque de los Estados Unidos, a través de la Contra, había resultado un caro fracaso, las sanciones económicas habían hundido la economía de Nicaragua, y los nicaragüenses deseaban un nuevo gobierno que pusiera fin a dichas sanciones y les pem1itiera alcanzar un nivel de vida digno. Además, los logros sandinistas en materia de educación se

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vieron eclipsados por la incompetencia económica, la corrupción y, en un sentido más amplio, las tristes consecuencias de atraer a Estados Unidos a una guerra que había costado decenas de miles de muertos. Aunque más de la mitad de la tierra y más de un tercio de las principales industrias permanecían en manos privadas, el gobierno había nacionalizado los bancos y tomado el control de los salarios, los precios y las importaciones, con desastrosos resultados. La ayuda externa, principalmente de la URSS y Alemania oriental, fue considerable, pero se malgastó. Los salarios reales cayeron, durante el decenio de 1980, a la décima parte de su valor; la producción industrial disminuyó en un quinto cada año y el producto per cápita interior descendió a 300 dólares al año, el más bajo de la zona. Violeta Chamorro formó un gobierno en el que se encontró lugar para los sandinistas, pero no para los dirigentes de la Contra. El enfrentamiento entre bandas de sandinistas y de contras se convirtió en algo endémico, avivado por la fuerte subida de precios y por el desempleo. La elección de Chamorro, que coincidió con el fin de la presidencia de Reagan, permitió que se pusiera fin a la guerra. La revolución de Gorbachov en la URSS (la política de reducción de gastos, y el final del omnipresente enfrentamiento entre las superpotencias) fue induciendo a Estados Unidos a mirar con más calma la izquierda centroamericana y a ser menos indulgente con los excesos cometidos por sus aliados de la derecha. Y el comunismo comenzó a parecer una amenazá menos grave que la cocaína. En la década de 1990 los gobiernos centroamericanos se ocuparon principalmen· te de la cooperación económica, aunque los acuerdos comerciales (por ejemplo, con México) fueron de escaso alcance, ya que el comercio interno en toda la zona no era demasiado extenso. Un barniz de paz se extendió por toda Centroamérica. En Panamá, el presidente Arnulfo Arias Madrid alcanzó el récord de ser depuesto tres veces de la presidencia (1941, 1951, 1968). Su sucesor en la tercera ocasión fue el coronel Ornar Torrijas Herrera, un popular mestizo con apoyo del ejército que consiguió un cierto auge fomentando la inversión de los bancos extranjeros en Panamá y el aprovechamiento, por parte del comercio extranjero, de su puesto franco. Negoció los tratados de 1977, por los cuales Estados Unidos se comprometía a devolver el canal de Panamá en 1999, con la condición de que continuara siendo neutral y Estados Unidos pudiera mantener el derecho permanente a defenderlo. Las tropas esta· dounidenses se retirarían en el año 2000. El canal estaba perdiendo importancia estratégica para Estados Unidos, pero continuaba siendo económicamente vital para Panamá, cuya economía se basaba en la renta pagada por los Estados Unidos, en el comercio de la zona franca, en el tráfico de banderas de conveniencia y en la banca extraterritorial situada en la zona del canal. En 1981, después de renunciar a la presidencia, pero mientras era todavía comandante en jefe, Torrijas falleció en accidente aéreo. Desde 1982, tras un golpe militar, se sucedieron diversos generales mediocres, y el poder acabó en manos del general Manuel Noriega, segundo jefe del ejército. Noriega era un probable presidente, pero, en 1984, Arias fue reelegido, en contra de los deseos del ejército. Apoyado por la CIA, a pesar de que existían conocimientos sobre su papel en el narcotráfico, y aclamado como demócrata en Estados Unidos Noriega se mantuvo en segundo plano, organizando la tortura y el asesinato de su~ opositores, disfrutando de unos ingresos que, según se comentaba, alcanzaban los 100 millones de dólares anuales, convirtiendo a Panamá en el principal conducto para la droga que pasaba de Colombia hacia Estados Unidos, ayudando a ésta a armar a la Contra nicaragüense, y convirtiéndose en el principal jefe del ejército. Washington

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le retiró su apoyo cuando los escándalos resultaron demasiado obvios y le acusó públicamente de tráfico de drogas, fraude electoral, y asesinato. En 1988, Estados Unidos exigió al presidente Eric Delvalle que relevara a Noriega de su puesto en el ejército, pero fue Noriega quien depuso al presidente. Al año siguiente canceló las elecciones presidenciales, en las que muy probablemente habría sido elegido Guillermo Endara. Fue procesado por tráfíco de drogas en Estados Unidos; el gobierno estadounidense intentó sobornarlo para que abandonara Panamá y se trasladara a vivir a España, pero se negó. Después de que todos estos intentos fracasaran, Bush decidió invadir Panamá y capturar a Noriega, y lo consiguió en una operación que, dependiendo del punto de vista, resultó a un tiempo cómica y humillante. Noriega fue encarcelado en Estados Unidos. En su lugar se situó a Endara, que perdió fa presidencia en 1944, a favor del heredero político de Noriega.

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XXVIII

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La isla de Cuba, la mayor de las Antillas, hunde su extremo occidental entre las fauces del golfo de México, casi a medio camino entre las penínsulas de Florida y Yucatán, de las cuales está separada por canales de unos 150 kilómetros. Cuba es también, por consiguiente, de todas las islas de las Indias Occidentales, la más próxima al continente de América del Norte y Central, y como ya se ha dicho, sus asuntos interesan especialmente a Estados Unidos a partir de mediados del siglo XIX. Su liberación de España a finales de siglo resultó ser (como la liberación de las tierras ára~es del dominio turco después de la Primera Guerra Mundial) un simple cambio de amos, y supuso la entrada en un período de dominio colonial sin los beneficios de una administración colonial. Muy por delante de sus vecinas del Caribe en nivel educativo y dotada asimismo de una de las clases medias más avanzadas de América Latina, sufrió no obstante un récord de malos gobiernos, ininterrumpidamente desde su liberación hasta, e incluso, el régimen castrista. La derogación en 1933 de la enmienda Platt coincidió con el fin del corrupto y odioso gobierno de Gerardo Machado, que había subsistido en cierta medida gracias a la ayuda de Estado~ Unidos. Machado acababa de transferir la presidencia a Manuel Céspedes, pero una revuelta de militares de baja graduación (entre ellos el sargento Fulgencio Batista) y de estudiantes derrocó al régimen e inauguró un período de veinte años durante los cuales se sucedieron varios presidentes. Batista, que gobernó de 1940 a 1944, se abstuvo en esa ocasión de infringir una Constitución que prescribía mandatos de cuatro años con prohibición de inmediata reelección, pero en 1952 se nombró dictador perpetuo e introdujo un reinado del. terror. El 26 de julio del año siguiente, fecha que dio nombre a un movimiento, Fidel Castro dirigió un ataque a los Cuarteles de Moneada, en un intento fracasado de derrocar a Batista. Tras dieciocho meses de prisión, Castro reapareció para preparar en México un segundo intento y en diciembre de 1956 capitaneó una inva· sión de un grupo compuesto de ochenta y cuatro hombres, que fue inmediatamente vencido. Los supervivientes, que fueron sólo doce, escaparon a Sierra Maestra, donde cambiaron la táctica del coup de main por la guerra de guerrillas, que practicaron

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durante dos años. En 1958, Batista atacó a las crecientes fuerzas de la rebelión, pero su campaña fue un fracaso y sirvió sólo para acelerar la desintegración de su régimen. El 1 de enero de 1959, éste sucumbió y Castro triunfó. En el plazo de un año se hizo evidente que la victoria de Castro era un suceso revolucionario diferente del modelo habitual de las revoluciones de América Latina. En primer lugar, el celo reformador del nuevo gobierno era poderoso e ilimitado. En segundo lugar, estaba pensado para ser exportado. En tercer lugar, el castrismo se alió con el comunismo cubano, y en cuarto lugar, Cuba entró en alianza con la URSS. Esta evolución llevó a Estados Unidos a implicarse en una contrarrevolución y una invasión de Cuba en 1961, y un año más tarde, a una directa y abierta confrontación entre Estados Unidos y la URSS, que ha sido descrita en otro lugar de este .libro. Fidel Castro no asumió inmediatamente ningún cargo. La presidencia fue conferida a Manuel Urrutia Lleo, que quiso dimitir casi inmediatamente y consiguió hacerlo unos pocos meses después; le sucedió Osvaldo Dorticós Torrado. La jefatura del gobierno correspondió en primer lugar a José Miró Cardona, que dimitió por primera v~z a los pocos días y definitivamente al cabo de pocas semanas; le sucedió Fidel Castro. Estas vacilaciones y signos de falta de confianza por parte de los reformistas mode· radas revelaban el malestar y la incertidumbre con que contemplaban una transferencia de poder que había estado acompañada por juicios sumarios y sangrientas venganzas. En los años anteriores a su llegada al poder, Castro había hecho declara· dones de carácter moderado, pero él y su principal lugarteniente, el marxista argen· tino Ernesto Che Guevara, estaban decididos a realizar reformas reales y no a jugar a las reformas a medias como tantos latinoamericanos. A diferencia de éstos, Castro no se molestó en respetar formalmente la Constitución ni en celebrar elecciones sin sentido. Se puso a trabajar en cambiar las cosas. Por otra parte, Cuba, también a dife· renda de tantas repúblicas latinoamericanas, era un país relativamente próspero, con una economía relativamente diversificada. Su principal debilidad era su dependencia del azúcar y por ello de Estados Unidos, a causa de su comercio exterior. Castro y Guevara fueron por consiguiente tentados, tanto por las circunstancias como por sus temperamentos, a actuar deprisa y, confiando en una cierta fuerza económica, a ata· car sin demora el vínculo con Estados Unidos, que representaba una forma de servi· dumbre económica y tenía también connotaciones políticas de reminiscencias del dominio estadounidense. Al mismo tiempo, y con una semejante falta de considera· dones prácticas inmediatas, Castro trató de extender los beneficios de la revolución y de la reforma a los pueblos de los países vecinos. Se involucró en actividades sub· versivas en la República Dominicana, Haití, Nicaragua, Panamá y Venezuela, y alar· mó a todos aquellos cuyos sentimientos liberales eran menos activos que su amor al orden público, dando dinero a grupos de izquierdas y difundiendo el mensaje castris· ta a América Latina, tan pertubador como la voz de Nasser en Oriente Medio. La política económica de Castro necesitaba ayuda y créditos extranjeros así como clientes extranjeros para reemplazar a Estados Unidos. Hizo lo obvio. En febrero de 1960, Mikoyan visitó La Habana y firmó un tratado con Cuba que, entre otras cosas, capacitaba a ésta para comprar petróleo ruso. Posteriormente, en el mismo año, Gue· vara hizo un viaje por los países de Europa del Este. En mayo, Cuba estableció rela· dones diplomáticas con Moscú y en junio comenzó a comprar armas a la URSS y a otros gobiernos comunistas. Al mismo tiempo, Castro atacó los derechos de Estados Unidos en la base naval de Guantánamo y su influencia económica en el mercado del

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azúcar. En junio las refinerías estadounidenses y británicas se negaron a refinar el petróleo ruso dando con ello una excusa a Castro para expropiarlas. La administra· ción Eisenhower en Washington, que había estado observando los acontecimientos con prudencia, esperaba que se ejerciera una presión americana conjunta, pero en agosto, en San José, una conferencia interamericana de ministros de Asuntos Exte· riores, aunque condenó la intervención rusa y china en América Latina, rehusó referirse explícitamente a Cuba. Washington decidió actuar por su cuenta. Suspendió las compras de azúcar cubano y después de que Castro respondiera con la nacionalización de las propiedades de Estados Unidos en Cuba, impuso un boicot comercial total y en 1961 rompió las relaciones diplomáticas. Desde principios de 1960, Estados Unidos habían estado ayudando y estimulando a los refugiados cubanos en dos lugares, en ambos bajo los auspicios de la CIA. En Florida, algunos políticos exiliados habían constituido un comité político, que aspiraba a convertirse en el gobierno de Cuba; incluía a hombres de muy diferentes tendencias, que se mantenían unidos sólo por su común oposición a Castro y por sus asesores estadounidenses. En Guatemala se estaban entrenando fuerzas con vistas al día en que pudieran regresar a Cuba en pequeños grupos y emprender una guerra de guerrillas. Al principio no se pensó en una participación militar de Estados Unidos en la aventura, pero luego se cambió el proyecto original de infiltración en pequeños grupos por una única invasión con cobertura aérea de Estados Unidos, y se permitió creer a los exiliados que Estados Unidos apoyaría militarmente sus operaciones en tierra antes de permitir que fracasaran. Cuando Kennedy fue informado de estas actividades inmediatamente después de su victoriosa campaña presidencial, sintió preocupación, pero entre esta fecha, en noviembre de 1960, y el lanzamiento del ataque en la noche del 14 al 15 de abril de 1961, nunca tradujo sus dudas en una prohibición. La operación estaba ya en marcha; los jefes de Estado Mayor, los consejeros que le inspiraban más respetó, estaban a favor de ella; no deseaba abandonar a varios centenares de cubanos, con los que simpatizaba, ni sabía qué hacer con ellos si tenían que ser disueltos; la perspectiva de que Castro tendría pronto aviones a reacción rusos hubiera hecho muy difícil, si no imposible, posponer la invasión para una fecha posterior. Kennedy reafirmó la prohibición de intervención del ejército de Estados Unidos, pero hizo caso omiso de la oposición del senador William Fulbright y de otros cuantos consejeros civiles que preconizaban una atenta vigilancia de Cuba en lugar de la acción directa, que sería contraria a la Carta de la OEA y demasiado en consonancia con la reputación de Washington de actitudes imperialistas e hipocresía en sus relaciones con sus vecinos del sur. La invasión fue un completo fracaso. Un ejército de i.400 hombres (el 90% de ellos civiles semientrenados), apoyado por bombarderos B-?6 que operaban desde Nicaragua con pilotos cubanos, desembarcó en la bahía de Cochinos, sólo para des· cubrir que en contra de las seguridades que le había dado la CIA, la administración de Estados Unidos no estaba dispuesta a respaldarlo y que los esperados levantamientos en la propia Cuba no se materializaban. La reacción del gobierno cubano fue más eficaz de lo que se había previsto y después de 48 horas todo había terminado. Por añadidura, Castro detuvo a miles de sus conciudadanos, aprovechando así la oportu· nidad de silenciar, desmoralizar y en algunos casos eliminar a sus oponentes. Su prestigio dentro de Cuba aumentó mucho. No obstante, en otros aspectos, su posición era desfavorable. Las medidas eco· nómicas adoptadas por su gobierno habían sido, según propia confesión, mal con-

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cebidas. La obsesión por la industrialización llevó a construir fábricas para producir en Cuba artículos que hubieran podido importarse del extranjero a un coste menor que el de las materias primas necesarias para su elaboración. En el campo, los campesinos mostraron el universal disgusto de todos los campesinos por las cooperati· vas, la nacionalización de la tierra y el cultivo forzoso de productos destinados a la venta a bajos precios fijos. La clase media, que había constituido un ingrediente más activo en la revolución que el campesinado o las clases trabajadoras urbanas, se convirtió en opositora cuando la nacionalización se extendió de las empresas extranjeras a las domésticas y cuando el nuevo régimen adoptó las viejas malas costumbres de sus predecesores encerrando a sus adversarios políticos en sórdidas prisiones. En 1962 había una crisis económica, una negativa general a trabajar por parte de los campesinos, racionamiento de alimentos y una desilusión, descontento y pobreza ampliamente extendidos. A finales de 1961, Castro se declaró marxista. El Partido Comunista Cubano era un
Kruschev envió armas de un significado completamente distinto. El resultado ya ha sido descrito y analizado en otro lugar de este libro. En el contexto más limitado de América Latina el resultado fue que la OEA (que había expulsado a Cuba de sus filas a principios de año) aprobó el despliegue de fuerzas de Estados Unidos ante la proximidad de los barcos rusos; que algunos estados de Américia Latina contribuyeron al bloqueo iniciado por Estados Unidos; que se dejó a Cuba fuera de las negociaciones cuando Kennedy y Kruschev se dispusieron a resolver la crisis; pero que Castro fue objeto de una recepción excepcionalmente espléndida cuando visitó de nuevo Moscú en 1963 y recibió seguridades de que Rusia continuaría prestándole ayuda y apoyo. La crisis de 1962 supuso para Castro una amenaza de extinción, puesto que la repulsa hacia la URSS podía tener como consecuencia una libertad implícita de Estados Unidos para conseguir sus propósitos en Cuba y eliminar a un gobierilo que había consentido o incluso posiblemente instigado el intento más radical desde el siglo XVIII de alterar el equilibrio de poder en el continente americano. Pero el tiempo pareció demostrar que el triunfo de Kennedy sobre Kruschev no tenía que ser interpretado de ese modo. El mismo Castro se sintió lo bastante seguro contra una nueva intervención de Estados Unidos como para comprometerse, hacia finales de 1963, en un complot contra el gobierno de Venezuela (por el que la OEA le declaró agresor en julio de 1964 y recomendó la ruptura de relaciones diplomáticas y comerciales con Cuba, un paso que el único país que se negó entonces a dar fue México; y el castrismo fue también uno de los ingredientes de un levantamiento en el Perú andino en el que unos desesperados desposeídos, con la ayuda de suministros y apoyo moral a través de la radio de castristas y comunistas, intentaron llamar la atención de su gobierno sobre su terrible situación. Pero si Castro fue sometido al ostracismo en 1964 no dejaba de ser porque estaba todavía allí, y si estaba allí era en parte porque su Estado estaba bajo la protección de una gran potencia). Los rusos habían sido físicamente expulsados del Caribe pero continuaban teniendo una capacidad de protección e injerencia de otro orden. La afirmación de la Doctrina Monroe había revelado sus limitaciones. No iba a haber bases foráneas en el continente americano pero su política no podía seguir estando cerrada a una política internacional más amplia. Estados Unidos había estado insistiendo machaconamente durante algún tiempo en los peligros del comunismo internacional en América Latina, pero este planteamiento ideológico había descuidado el punto principal, que era la apertura de América Latina al proceso de una política internacional no ideológica de modo muy semejante a como el Oriente Medio y el resto de Asia y después África se habían convertido en campos magnéticos internacionales, tan pronto como las dos mayores potencias del mundo decidieron ejercer allí una acción que nadie podía impedirles. En las primeras décadas de la posguerra se daba por supuesto que h.abía dos áreas en el mundo inmunes a esté juego de influencias: América Latina, a la sombra de Estados Unidos, y el imperio satélite de Moscú en Europa, inevitablemente a remolque de la URSS. La crisis cubana demostró que este supuesto era por lo menos u1,1a exageración. En el caso de América Latina, Kruschev, a quien Castro abrió los ojos, olfateó que había llegado el momento de cuestionar lo incuestionable. Esta capacidad de intuición era una de sus mejores cualidades como político. Característicamente, no obstante, siguió su instinto con más entusiasmo que prudencia, y así se expuso a una humillante derrota táctica. Característicamente también Washington, con las limitaciones que impone la democracia a la acción, e incluso a veces al pensamiento, no intentó ninguna política com-

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parable en Europa, evitando así una comparable derrota. Pero la más importante consecuencia de la crisis cubana fue la demolicición de la teoría de que las grandes potencias tienen jardines propios en los que basta con poner carteles prohibiendo la entrada a los intrusos. Aunque la intromisión en tales áreas sigue siendo extraordinariamente arries· gada, las áreas en sí mismas no son cercados donde se cultivan condiciones especiales, sino zonas en las que los distintos vientos de la política internacional soplan con intensidad diferente. Esta revelación marcó un hito tanto en la historia internacional de América Latina como en la valoración de la política de las grandes potencias. Para la misma Cuba, la experiencia fue amarga. Durante el período del dominio de Estados Unidos hasta 1933, Cuba había sido un territorio casi colonial al que no se le permitía contraer alianzas ni tener bases extranjeras. Castro invirtió esta situación hasta el extremo de hacer una alianza con la URSS y convertir a Cuba en una base rusa. Lo hizo pensando en los intereses cubanos, lo que resultó ser un cálculo equivocado, puesto que la URSS mostró al retirarse ante el desafío de Washington que los intereses cubanos contaban poco en sus cálculos sobre sus propios intereses y posibilidades en el hemisferio occidental. Aunque la URSS había desafiado la Doctrina Monroe, no lo había hecho para apoyar al nacionalismo ni a las ambiciones cubanas. ('.,astro, que esperaba convertirse en el equivalente latinoamericano de Tito, Sukarno y Nasser, personificación al mismo tiempo de una nueva dignidad nacional y líder regional d~ la revolución, se encontró en lugar de ello convertido en el gobernante de una isla que había pasado a ser una curiosidad internacional más que un ariete internacional, y que estaba empe· zando a deteriorarse a consecuencia del desorden económico y administrativo. Para Guevara, el argentino panamericano para quien la revolución cubana {no la de México o la de Bolivia) iba a ser el verdadero comienzo de la revolución americana, el replanteamiento de la situación exigido por la retirada rusa fue incluso más amargo que para Castro y durante su curso los dos hombres rompieron sus relaciones y Guevara desapareció, llevando consigo gran parte del aura internacional de la revolución cubana que intentó insuflar en Sudamérica hasta que encontró la muerte en Bolivia, en 1967. Las aventuras de Castro en África han sido descritas en el capítulo XXIV de este libro. Aumentaron y evidenciaron su dependencia de la URSS y coincidieron con la inflación y recesión mundiales de los últimos años setenta. En la primera parte de esta década, la economía cubana creció a un índice del 10% anual, pero este índice des· cendió al 4% durante el resto de los años setenta. La alimentación, la vivienda y el transporte se hicieron escasos y caros; el precio de la gasolina resultaba prohibitivo para mucha gente; muchos trabajadores tenían que viajar cuatro horas al día para ir y regre· sarde su trabajo. Una serie de reglas estrictas contra los pequeños negocios crearon un amplio subproletariado económicamente desamparado. El nepotismo, la desigualdad y los rígidos controles no acompañados de beneficios compensatorios agravaron su situación. En 1979, un ciclón vino a empeorar las cosas, la campaña azucarera fracasó y se perdió la cosecha de tabaco. El peso del bloqueo económico de Washington se hacía sentir cada vez más. En abril de 1980, 10.000 cubanos invadieron la Embajada de Perú en La Habana pidiendo ser acogidos en aquel país, y esperando en realidad ir a Estados Unidos. Algunos de ellos eran delincuentes comunes o aspirantes a refugiados políticos, pero la mayor parte eran cubanos que estaban hartos de vivir en Cuba. Castro hizo lo mejor, dadas las circunstancias, dejándoles marchar, pero eran una señal de alarma que indicaba que algo marchaba mal en su modo de conducir los asuntos del país. Su difícil situación empeoró unos años más tarde, cuando Gorbachov, que visitó

Cuba en 1989, suprimió la ayuda rusa, y el tráfico comercial con la Europa del este cesó de repente. Se produjo el colapso de los servicios públicos, el cierre de empresas por falta de combustible, el impago de salarios y una aceleración de la emigración (duran· te el período castrista Cuba perdió el 15% de su población). El mayor símbolo del penoso estado del país fue la evacuación de 11.000 soldados soviéticos al tiempo que " las tropas de Estados Unidos permanecían en Guantánamo. Pero no se produjo revuelta alguna. Castro incluso consiguió capitalizar a su favor las desgracias de su pueblo, permitiendo, e incluso facilitando, el éxodo a Estados Uni· dos. El gobierno de Clinton heredó una política de admisión de los refugiados cubanos con los brazos abiertos, pero cuando se enfrentó a una nueva oleada de 50.000 personas decidió interceptarlos (al menos a aql!ellos que no se ahogaban en el camino) y transportarlos a la base de Guantánamo. Esta, sin embargo, ya estaba atestada con 14.000 refugiados haitianos, con el coste que su mantenimiento indefinido suponía. En esta situación, Clinton se vio obligado a negociar con el gobierno cubano, que no mostraba signos de derrumbamiento. El único propósito de Castro en dichas negociaciones era conseguir la supresión de las sofocantes sanciones económicas, que constituían la piincipal arma de Clinton contra él, si se exceptúa el recurso a la fuerza armada. En cierto sentido, Castro fue un dirigente revolucionario que fracasó porque Esta· dos Unidos estranguló su revolución; pero, en un sentido más profundo, ésta fracasó porque convirtió el optimismo en pesimismo o, cuando menos, en resignación. Antes de Castro, Cuba era un país relativamente próspero pero mal gobernado que obtenía sus ingresos, principalmente, de la venta de azúcar a Estados Unidos. Era también un país relativamente joven, independizado de España a finales del siglo XIX, pero gober· nado por una pequeña elite, ineficaz y cada vez más corrupta, que acaparaba los fru· tos del desarrollo y no conseguía sacar de ellos el máximo rendimiento. La revolución de Castro parecía complementar la revolución contra España, y suscitó esperanzas. Pero sus componentes cada vez más dogmáticos encendieron pocas emociones y echaron por tierra la base económica del país. Y al ser incapaz de cumplir las espe· ranzas, la propia revolución fue un fracaso. Lo que la URSS apoyó hasta 1989 había dejado de ser una revolución para convertirse en un desconsolado país en quiebra. Aun asf, Castro fue reelegido presidente en 1993 por otros cinco años. Aparte de Cuba y la gran isla vecina, La Española (dividida entre Haití y la República Dominicana), el Caribe fue de dominio colonial, principalmente británico, hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La desconolización fue el tema más impor· tante de las primeras décadas de la posguerra. Se había discutido sobre la posibilidad de una federación de colonias británicas en el Caribe desde mediados del siglo XIX. Esa federación se creó en 1958, pero fracasó en 196L Ha habido puntos de vista divergen· tes acerca de las causas de este fracaso. Por un lado, se alegó que el retraso en llevarla a cabo después de finalizada la Segunda Guerra Mundial permitió que se desarrollaran las animosidades entre las islas y que la culpa de ese retraso era del gobierno británico que, juzgando a los líderes de las Indias Occidentales mucho más izquierdistas de lo que eran en realidad, retardó el momento de la independencia y por lo tanto de la federación. Según esta opinión, había un auténtico deseo de federación, tanto a nivel popular como político, a pesar de las conocidas dificultades (grandes disparidades en el tamaño y riqueza de las distintas islas y grandes distancias entre ellas). El punto de vista opuesto es el de que, excepto quizá en las islas más pequeñas, no había un interés ni respaldo popular hacia la federación y que la federación de 1958 se apoyaba por

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lo tanto en una estrecha base de líderes políticos y sindicales que podían ser desautorizados por una reacción popular: y que esa reacción fue de hecho fomentada por otros líderes que vieron en ella una vía de acceso al poder. Esta opinión enfatiza la importancia de los modos de pensar de los pueblos del Caribe, isleños con un profundo sentimiento de pertenencia a su isla particular, pero con poco sentimiento de comunidad con las otras, situadas más allá de ese limitado horizonte (actitud alentada por el hecho de que bajo el gobierno colonial, cada colonia había sido tratada por el Ministerio de Colonias británico como una entidad diferenciada, en una serie de relaciones bilaterales con Gran Bretaña). Poco después de la constitución de la federación y antes de que sus beneficios económicos hubieran tenido oportunidad de mostrar su efecto, el primer mini.stro de Jamaica, Norman Manley, fue desafiado por su rival, Alexander Bustamante, a celebrar un referéndum en que se consultase a los jamaicanos si deseaban o no continuar en la federación. El resultado fue una derrota por un estrecho margen para Manley y la federación, a la que Ja.maica dejó de pertenecer en 1966. le siguió Trinidad y Tobago. Ambas se convirtieron en miembros independientes de la Commonwealth y de la OEA. las islas más pequeñas pasaron a ser miembros asociados de la Commonwealth, con autogobiemo, excepto en lo concerniente a la política exterior y de defensa en las que Gran Bretaña conservó una parte de responsabilidad. Había seis de estos miembros asociados: Antigua y Barbuda, que abandonó su condición de Estado asociado para acceder a la independencia y ocupar un lugar en la ONU en 1981; Granada, que alcanzó notoriedad internacional en 1983 (véase más adelante); Dominica; Santa lucía; San Vicente; y St. Kitts-Nevis-Anguilla. Esta última resultó mal integrada y Anguilla se rebeló contra el gobierno de St. Kitts. logró una separación de facto que Gran Bretaña, a pesar de su comprensión de las quejas de Anguilla, se negó al principio a admitir pero que acabó por aceptar en 1980, año en que Anguilla se convirtió formp.lmente en un Estado separado, asumiendo Gran Bretaña cierta responsabilidad en su defensa, asuntos exteriores y seguridad interna, y con derecho a intervención en la designación de los principales cargos públicos. Cuatro colonias británicas continuaron siéndolo: Montserrat, las Islas Vírgenes británicas, las Islas Turks y Caicos, y las Islas Caimán, algunas de las cuales se convirtieron en refugios para banqueros evasores de impuestos y sus equivalentes del Tercer Mundo en el negocio de las drogas. En el continente, la Honduras británica, que cambió su nombre por el de Belice en 1973, avanzó muy lentamente hacia la independencia bajo la amenaza de la reivindicación por parte de Guatemala sobre todo el territorio. En 1981, se convirtió en miembro independiente de la Commonwealth protegido por un pequeño ejército británico. En 1968, se puso en marcha una empresa de cooperación nueva y más modesta bajo el nombre de Carifta (Asociación Caribeña para el libre Comercio). Formaron parte de ella todos los estados y territorios de la Commonwealth excepto la Honduras británica y las Bahamas. la primera se unió tres años más tarde y, como ya se ha dicho, en 1973 cambió su nombre por el de Belice. los miembros más débiles se quejaban de que Carifta beneficiaba más a los miembros más fuertes que a ellos. Todos estaban preocupados por la entrada británica en la CEE, puesto que tenían bajo el Acuerdo del Azúcar de la Commonwealth y otros similares un mercado seguro y precios estables para su azúcar, fruta, ron y otros productos. Con la excepción del único productor de petróleo, Trinidad y Tobago, se vieron duramente afectados por el alza de los precios del crudo en los años setenta, que agravó el desempleo endémico y el

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sentimie~to antigubernamental. En 1973, cuatro estados -Trinidad y Tobago, Guyana, Ja.matea y Barbados-,crearon u~a Comunidad Caribeña (CARICOM), que esta· ba abierta a todos los paises de la Commonwealth que quisieran unírsele en el plazo de un año. la participación de Jamaica, que había torpedeado la federación de 1958 era vital. Esta nueva asociación, que venía a sustituir a esporádicas reuniones de jefe~ de gobierno, tenía una pequeña población pero que resultaba excesiva para sus escasos recursos económicos: sus dos miembros mayores, Jamaica y Trinidad (cuyo eterno primer ministro, Eric Williams, murió en 1981), contaban sólo con medio millón de habitantes, pero la cuarta parte de la población en edad de trabajar estaba desempleada y el tém1ino medio de ingresos estaba por debajo de los 500 dólares al año. la más grande, con mucha diferencia, de las posesiones británicas era Jamaica. En 1961, los jamaicanos, a los que se pidió en un referéndum que eligieran entre la independencia y la federación de las Indias Occidentales, optaron por la independencia. Ésta era la política defendida por el Partido laborista de Jamaica (JlP) dirigido por Alexander Bustamante y después sucesivamente por Donald Sangster, Hugh Shearer y Edward Seaga. El Partido Nacional del Pueblo (PNP) de Norman Manley (que gobernó de 1957 a 1962), partidario de la federación, dimitió y el JlP gobernó durante los diez años siguiente. Fue un período de reconstrucción poscolonial, desafortunada en gran parte. la base económica, tradicionalmente dependiente del azúcar, fue ensanchada para abarcar también al turismo, la bauxita y la industria, pero el cambio de la agricultura a la industria aumentó el desempleo entre la población trabajadora del 20 al 30% en un momento en que la habitual válvula de escape -la emigración a la Gran Bretaña- estaba casi cerrada. De ahí las presiones y los conflictos, sobre todo en la superpoblada Kingston, y el descontento dirigido contra el esuiblishment económico: una pequeña oligarquía, el capital extranjero y -en el terreno comercial- las minorías libanesas, sirias y chinas. El malestar desembocó en una violencia cercana a la guerra civil (los disturbios más graves tuvieron lugar en 1968) y el impotente gobierno del JlP perdió las elecciones de 1972. El PNP volvió a gobernar y continuó haciéndolo hasta finales de 1980. Manley, como Castro, quiso romper el yugo económico de Washington y se rebeló también contra los términos en que el FMI negociaba con los países pobres en vías de desarrollo, solicitando ayuda de la URSS y de la Europa del Este. Como resultado, se desprestigió en Occidente sin conseguir beneficios compensatorios por parte del este. En 1980, en unas elecciones que costaron un mínimo de 500 vidas, triunfó el comparativamente derechista JlP con un programa de recuperación nacional basado en los remedios capitalistas convencionales. El nuevo primer ministro, Edward Seaga, realizó una rápida visita a Washington y a otras capitales occidentales y cerró la Embajada cubana pero no fue capaz de frenar la vertiginosa caída de las principales exportaciones de Jamaica (azúcar, plátanos Ybauxita), ni de reducir una deuda externa que engullía la mitad de los beneficios obtenidos de la exportación. Con la infraestructura económica al borde del colapso y unos pobres cada vez más pobres, Manley ganó las elecciones de 1989. Obtuvo nuevos préstamos del FMI pero a cambio tuvo que comprometerse a recortar los subsidios estatales, a devaluar la moneda y a mantener la inflación por debajo del 9% anual. la subida de los precios, ocasionada por la primera parte de su programa, condujo a exigencias de fuertes subidas salariales que ponían en peligro el control de la inflación y, por tanto, todo el conjunto. El declive económico, la creciente infladón, y el aumento de los impuestos menoscabaron la posición de Manley, que cedió el puesto a P. J. Patterson, quien prácticamente eliminó a la oposición en las elecciones de 1993.

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Durante la generación posterior a la independencia, además de estar situada en el otro lado del Caribe, Trinidad y Tobago presentaba un gran contraste con Jamaica en estilos y fortuna. Sus dos comunidades principales, originarias de África y las Indias Orientales, coexistían sin presentar conflictos serios. Mantenía una política de préstamos a sus vecinos, y obtenía a su vez préstamos del Banco Mundial. Pero después de 1980, los altos tipos de interés y la disminución de los ingresos derivados del petróleo hicieron mella en su prosperidad y en su estabilidad. Mientras tanto, había perdido su categoría de país en vías de desarrollo, al tiempo que los intentos de diversificar su economía y reducir su dependencia del petróleo y el azúcar chocaban contra el proteccionismo de Estados Unidos y la Comunidad Europea. Con la caída del precio de sus exportaciones aumentó el desempleo; una serie de devaluaciones produjo la subida de precios, la congelación de los salarios, y el aumento de la delincuencia y el desorden. En estas circunstancias, el gobierno del Movimiento Nacional Popular llegó a su fin en 1986, cuando la Alianza Nacional para la Reconstrucción, dirigida por Robbie Robinson (de origen africano), obtuvo una clara victoria. El nuevo gobierno asumió las recomendaciones del FMI. Con la excepción de Jamaica y tal vez de Trinidad, los diversos nuevos estados del Caribe tenían electorados con características del siglo XVIII para unas constituciones propias del siglo XX. Consecuentemente, las elecciones se manejaban fácilmente con amenazas y promesas (promesas de abolir los impuestos, por ejemplo): Estas circunstancias no eran apropiadas para gobiernos buenos y estables. Ello privaba también a los resultados electorales de mucho significado, de modo que las generalizaciones acerca de las tendencias hacia la izquierda o hacia la derecha eran extraordinariamente erróneas y engañosas. La pobreza de tantas de estas islas, sumada al mensaje y a las intromisiones de Castro, favoreció a los partidos con programas radicales. Sin embargo, en los lugares donde podría trazarse una distinción válida entre derecha e izquierda, hubo en los años setenta una tendencia a elegir a los partidos más derechistas. En Antigua, por ejemplo, el Partido Laborista de Vere Bird recobró en 1976 el poder que había perdido en 1971 frente a un rival más radical; pero su regreso fue facilitado por su prome· sa de abolir el impuesto sobre la renta y por la extremada comipción de su predecesor. En el mismo año, en Barbados, el Partido Laborista de .J. M. G. Adams derrotó al más izquierdista partido de Erro! Barrow, y en Trinidad y Tobago, el relativamente conservador Eric Williams, que gobernaba desde 1956, ganó unas nuevas elecciones. En 1979, San Vicente y Se. Kitss-Nevis dieron también un giro a la derecha, y quizá hizo lo mismo Dominica, donde el gobierno de Patrick John se vio obligado a dimitir tras las revelaciones relativas a unas peculiares transacciones con Sudáfrica. Muchos de estos pequeños estados se veían forzados a buscar fuentes de recursos poco ortodoxas, pero el proyecto de Patrick John de alquilar parte de su isla al gobierno de Sudáfrica era demasiado excéntrico y sorprendente para ser aceptado. La contraria tendencia izquierdista, respaldada por la ayuda y la inspiración de Castro, tuvo cierto éxito en Granada, donde el Partido Laborista Unido de Eric Gairy, reelegido en 1976, no pudo hacer frente a las angustias económicas de la isla ni mantener una apariencia de gobierno honrado. Fue destituido por la fuerza por Maurice Bishop, un admirador de Castro. Otros partidos caribeños afines al castrismo permanecían en sus puestos, sus posibilidades todavía latentes, pero su presencia era lo suficientemente sig· nificativa como para inducir a Washington a cuadruplicar su ayuda financiera a la región entre 1975 y 1980. La alarma provocada en este último año por la supuesta llegada a

Cuba de una brigada rusa, reforzó su generosidad así como el sentimiento de que el Caribe estaba convirtiéndose una vez más en un foco de atención de la política mundial, como había ocurrido en la época de la crisis de los misiles cubanos en 1962. La elección de Reagan añadió un toque de diplomacia del cañón a la hasta entonces predominante diplomacia del dólar, cuya proeza más notable fue la invasión de Granada en 1983. Bishop había comenzado su mandato con una apertura hacia Estados Unidos, pero fue desairado en Washington y sus planes de desarrollo fueron bloqueados por el voto de Estados Unidos en las instituciones financieras internacionales. Obtuvo, no obstante, una mención favorable del Banco Mundial en 1982 para sus proyectos agrarios y de extensión de los servicios públicos, y liberó en el mismo año a algunos de los prisioneros políticos que había encarcelado a su llegada al poder. Su partido, el JEWEL, era una amalgama de dos sectores aproximadamente iguales, uno liderado por él mismo y otro por Bernard y Janet Coard, que eran considerados más cercanos en temperamento e ideología a Castro (o incluso, a los ojos de sus enemigos, a Poi Pot). En 1983, estos dos gnipos se habían hecho abiertamente hostiles y sus componentes se asesinaban entre sí. Bishop era atacado desde dos flancos: sus colegas más izquierdistas por un lado, y por otro Estados Unidos, que había decidido derrocarle y hacía uso de una propaganda descaradamente exagerada contra él. Fue asesinado por la fraccción Coard. Un ejército estadounidense desembarcó en la isla y destruyó a los Coards y a sus partidarios, usando de las más variadas excusas para justificar la operación: que el aeropuerto que estaba siendo construido por contratistas británicos no estaba como se decía, destinado a impulsar el turismo, sino para servir a los propósitos de Castro y sus aliados; que las vidas de un grupo de investigadores estadounidenses en Granada corrían peligro; y que había ya en la isla un importante contingente militar cubano. Washington se aseguró la aprobación de sus actos por los gobiernos vecinos del Caribe, y pudo alegar la indudable satisfacción de la mayoría de los ciudadanos de Granada ante su llegada, pero la mayor parte de los gobiernos de la Commonwealth, incluyendo el británico, se sintieron molestos por lo que consideraban que era un acto ilegal y políticamente innecesario. Washington salió con bien de él porque la operación fue breve, bien recibida por los habitantes de Granada y en consonancia con los predominantes sentimientos antiizquierdistas. Se creó un nuevo partido bajo la dirección de Herbert Blaize, que logró en 1984 todos los escaños excepto uno. Blaize murió en 1989, y en las elecciones celebradas unos meses más tarde el Congreso Nacional Democrático no consiguió, por un escaño, la mayoría de los quince miembros del Parlamento. Lo que quedaba del par· tido de Bishop no alcanzó ningún escaño (y sólo obtuvo el 2% de los votos). Nicholas Braithwite se convirtió en primer ministro. Participó en unas irregulares conversaciones sobre el establecimiento de una federación de las Islas de Barlovento. La independencia de Haití se consiguió mediante revueltas de esclavos contra la Francia revolucionaria y napoleónica, tras haber sido colonia francesa desde 1697. Los gobernantes franceses establecieron un ejemplo de comportamiento atroz, continuado por sus pupilos y sucesores. Hasta 1843, la isla de La Española comprendía un solo país, pero en ese año se dividió entre Haití y la República Dominicana. Haití estuvo ocupa· do por Estados Unidos entre 1915 y 1934. La sociedad y la política giraban en torno a una mayoría negra y una minoría mulata que, después de asociarse un tiempo contra el dominio francés, se enfrentaron salvajemente. Los dictadores fueron habituales pero no siempre, o no enteramente, sanguinarios. Las principales características del gobierno del coronel Paul Magloire (1950-1956) fueron la extravagancia, la jovialidad y la

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corrupción. Su puesto fue ocupado por Fran\:ois Duvalier (Papa Doc) que había permanecido oculto durante el gobierno de Magloire, pero ganó las elecciones de 1957 y sobrevivió, en primer lugar, siendo mejor conspirador que sus rivales y, en segundo lugar, reclutando (principalmente de los barrios bajos), uniformando y equipando un ejército paralelo, los temibles Tonton Macoute. Consiguió el apoyo del ejército y de la Iglesia, obteniendo del Vaticano un Concordato (1966) que ponía en sus manos la elección de los obispos. También tenía el apoyo de Estados Unidos, hasta que Washington permitió que sus enemigos refugiados en Florida llevaran a cabo una invasión que resultó absurdamente incapaz. Tras este fracaso rotundo, Washington volvió a Duvalier. Su gobierno fue cada vez más brutal, despiadado y demencial. Murió en 1971 y le sucedió su hijo Jean-Claude (Baby Doc). Mientras que Papa Doc había sido el líder de una camarilla negra de clase media que secuestró el Estado, tratándolo como una propiedad privada, al tiempo que exaltaba la negritud, la religión budú y las ideas más drásticas del fascismo europeo, Baby Doc buscó la amistad de los mulatos ricos. Era menos inteligente que su padre y quizá menos despiadado, pero fue expulsado en 1986, después de abusar de la indulgencia de la Iglesia católica, los profesionales liberales y los jóvenes (a los que aquí, como en muchos países, se denominaba normalmente estudiantes). El régimen de Duvalier fue seguido de inestabilidad, dos elecciones, en 1987 y 1990, echadas a perder por la violencia, y la expulsión, en 1990, de otro hombre fuerte: Prosper Avril. Las terceras elecciones dieron una clara victoria al sacerdote JeanBertrand Aristide, tras una campaña en la que prometió mejor vida para las clases oprimidas y el electorado se permitió esperar que le dejarían hacerlo. Aristide era un valiente sacerdote de izquierdas que denunció a la jerarquía eclesiástica al igual que a los Duvalier. Estados Unidos lo aprobaba, y le concedió cierta ayuda en recompensa por la democracia; pero no estabande acuerdo con su tendencia de izquierdas. Al año siguiente fue depuesto y estuvo a punto de ser asesinado, tras lo cual se vio ob.ligado a huir. Los jefes de policía y el ejército tomaron el control (los generales Raoul Cédras y Philip Biamfy, y el coronel Joseph Frarn;ois) y los Tonton Macoute reaparecieron bajo la denominación de attachés. Mediante el Acuerdo de Washington de 1992, Estados Unidos se comprometió a reinstaurar a Aristide si él aceptaba un bloqueo militar, a lo que accedió sin entusiasmo. Por el Acuerdo de Gobierno de la Isla, Clinton apoyó la política de sus predecesores al tiempo que intentaba persuadir al triunvirato militar de que permitiera el regreso de Aristide, sin suprimir realmente el gobierno militar, para evitar la invasión. Esta maniobra fracasó y la marea de refugiados haitianos hizo que Clinton se decidiera. Consiguió la imposición de sanciones por parte de la ONU y el permiso para emplear todas las medidas necesarias para restaurar la democracia, y envió una fuerza naval para invadir la isla. En un intento por evitar el empleo de la violencia, Clinton envió al ex presidente Jimmy Cartera negociar un desembarco sin resistencia, lo cual consiguió, pero a costa de retirar la exigencia de que el triunvirato abandonara Haití, de prometerles amnistía, y de permitirles mantener el poder durante un mes. Pero tras un breve período de suspenso, Aristide pudo regresar al poder, restaurado por Estados Unidos, donde se esperaba que pronto fuera sustituido por una figura menos radical que resultara más del agrado de Washington. Pero cuando el mandato de Aristide expiró en 1995, le sucedió (dado que él no podía presentarse a dos mandatos consecutivos) René Prevál, cuyas tendencias resultaban incluso más sospechosas. El objetivo explícito de Clinton en Haití era restaurar la democracia. Aunque fuera loable en sí y aunque probablemente consiguiera detener inhumanas atrocida-

des, este intento por parte de un país de cambiar por la fuerza el gobierno de otro país constituía un quebrantamiento de la Carta de las Naciones Unidas, aun cuando Clin· ton había obtenido la ayuda de otros veinte miembros de la ONU para llevar a cabo la invasión. Incluso si la barbarie aportara argumentos para la intervención internacional (ver capítulo 4) ese derecho sería completamente cuestionable en el caso de que la defensa de los derechos humanos sólo se pudiera llevar a cabo mediante el derrocamiento del gobierno de un país soberano. El wilsoniano propósito de Clinton, situar la democracia en el centro de su política exterior, era un propósito basado en la moral, pero no claramente apoyado por el derecho. En la otra mitad de La Española, la República Dominicana, gobernada por Rafael 1iujillo durante más de treinta años, hasta que fue asesinado, en 1962, fue dominada durante los siguientes treinta años por su heredero político, Joaquín Balaguer, un político sagaz y comparativamente discreto que consiguió en la década de 1990 dominar la inflación y aumentar la producción total, pero no reducir el desempleo (que afectaba aproximadamente a la cuarta parte de la población activa), mejorar la vida de la mitad más pobre de la población, o compensar la balanza comercial del país. A Balaguer se opuso persistentemente Juan Bosch, que ganó las primeras elecciones celebradas tras la muerte de Trujillo, pero fue depuesto por el ejército pocos meses más tarde. La intervención de Estados Unidos puso fin a un brote de guerra civil y marcó el comienzo de los seis mandatos de Balaguer. Cuando ambos rivales eran ya octogenarios, entró en las listas políticas un tercer hombre, José Francisco Gómez, quien, a pesar de la desventaja que suponía ser negro y haber nacido en Haití, relegó a Bosch al tercer puesto en las elecciones de 1994, y evidentemente venció a Balaguer, aun· que los encargados de realizar el escrutinio decretaron lo contrario. En el extremo norte del Caribe, al nordeste de Cuba y al sudeste de Florida, la Commonwealth de las Bahamas, miembro independiente de la Commonwealth desde 1973, floreció como principal auxiliar de la parte más sórdida de las finanzas internacionales y del tráfico de drogas. Sir Lynden Pindling, ministro principal entre 19671973 y primer ministro desde 1973 a 1992, subió al poder como el paladín de la mayoría negra contra la elite mercantil blanca (los Bay Street Boys, o Chicos de Bay Street). Sus mandatos se vieron periódicamente asaltados por escándalos, particularmente en 1984 (al que consiguió sobrevivir), y en 1987, cuando se sintió obligado a convocar elecciones que ganó el Partido Liberal Progresista al cabo de una confusa y agresiva campaña que, sin embargo, fue calificada de suficientemente limpia por los observadores de Estados Unidos. El opositor Movimiento Nacional Libre, acusado de ser igualmente corrupto y además elitista, consiguió ganarle varios escafios al PLP, pero, aun así, Pindling obtuvo 31. de los 49 escaños. Las Bahamas era probablemente el único país del mundo en el que la mitad de los parlamentarios eran millonarios.

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NOTAS GUYANA Y SURINAM

Guyana, antes Guayana británica, es un país birracial dividido en dos parte casi iguales en el que los descendientes de los indios importados por los británicos (tras la abolición de la esclavitud en 1838) superan ligeramente a los africanos, en tanto que una pequeña minoría católica de origen

europeo puede, en esas circunstancias, resultar electoralmente importante. Los indios son predomi·· nantemente rurales, los africanos urbanos. En la posguerra, los líderes de esos dos grupos estaban al principio divididos más por su temperamento que por su política. El líder indio, Cheddi Jagan, un liberal rooseveltiano, con una esposa estadounidense socialista, unió sus fuerzas a las de Forbes Burnham, un sagaz político de ascendencia africana. Ambos se desplazaron hacia la izquierda, pero el primero lo hizo más deprisa que el segundo. Mientras Jagan se dejó llevar por los conflictos hacia actitudes más extremas, Burnham ejerció un mayor autocontrol y subordinó con éxito la expresión de sus opiniones a la conquista del poder. Se convirtieron así en líderes de partidos opuestos, sepa· radas al principio por consideraciones tácticas, pero su confrontación fue adquiriendo, cada vez más, matices raciales. En 1961, Jagan ganó unas elecciones, pero su radicalismo, y muy especialmente sus proyectos para sindicar a los trabajadores alarmaron a los colonos europeos, mientras que los inte· reses estadounidenses en el país lo presentaron como un peligroso comunista. Estas actitudes pro·· vacadas por la política de Jagan en la colonia se agudizaron a causa de una serie de disturbios -para sofocar los cuales fue necesario enviar tropas británicas- y también a causa de la inclinación de Jagan hacia la Cuba de Castro, inclinación en parte temperamental pero en parte también econó· mica: Cuba era tino de los principales mercados de Guyana para sus excedentes de arroz y este mer· cado se había cerrado tras la revolución de Castro. Con la independencia en perspectiva, Estados Unidos y en cierta medida Gran Bretarla desea• ban asegurar la victoria de Burnham sobre Jagan. Burnham se atrajo a la pequeña minoría católica y ganó las elecciones de 1964 después de que los británicos hubiesen alterado oportunamente la Constitución introduciendo la representación proporcional. ('..,Q~ un sistema may¿ritario, Jagan hubiera podido vencer y probablemente hubiera vencido; con el sistema de representación propor· cional no pudo. Estas elecciones fueron seguidas en 1966 por la independencia, en virtud de la cual la Guáyana británica se convirtió en Guyana y entró a formar parte de la ONU pero no de la OEA, debido a un litigio fronterizo con Venezuela. En los años siguientes, el victorioso Burnham, comen· zó a desplazarse hacia la izquierda, impulsado fundamentalmente por el desempleo que afectaba a los trabajadores urbanos de origen africano y también por imperativos ideológicos contrarios a los estadounidenses y a los colonos. El eterno rival de Bumham, Cheddi Jagan, y su Partido Progresis· ta del Pueblo, sufrieron una serie de derrotas demasiado aplastantes para resultar creíbles, yel otro partido de la oposición, la Alianza del Pueblo Trabajador, se retiró de las elecciones de 1980 tras el asesinato de su líder. Una nueva Constitución estableció en 1978 una forma de gobierno presiden· cialista. Bumham falleció repentinamente en 1985. Su sucesor, Desmond Hoyte, mantuvo la posi· ción dominante del partido de Burnham, el Congreso Nacional del Pueblo, objeto no obstante de acusaciones cada vez más duras de prácticas electorales viciosas. Los ingresos derivados del azúcar y la bauxita disminuyeron, la moneda fue devaluada, los alimentos y la energía eléctrica comenzaron a escasear y se recortaron los salarios. Hoyte se vio obligado a posponer las elecciones más de una vez, porque era imposible garantizar los procedimientos adecuados. Al este de Guyana, Surinam alcanzó la independencia de los Países Bajos en 1975. Desde 1980 a 1988 estuvo sometido a un régimen militar, renovado en 1990 tras un golpe condenado por los demás países del Caribe y de Sudamérica. Unos años después, las elecciones supervisadas interna· cionalmente dieron el poder al coronel Desi Boutresse y a sus aliados civiles; y en las elecciones pre·· sidenciales su candidato, Ronald Venetiaan, obtuvo la victoria con promesas de reducir el ejército en dos terceras partes. Concedió la amnistía a varios grupos de la oposición a cambio de que entregaran las armas. Boutresse dimitió de su puesto de comandante en jefe en 1992. La Guyana Francesa con· tinuó siendo un departamento de Francia. A 1.500 kilómetros de Surinam, a las Antillas Holande·· sas y a Aruba se les prometió, mediante acuerdo firmado en 1986, la independencia para 1996.

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APÉNDICE: RELACIÓN DE MISIONES DE LAS NACIONES UNIDAS (MAPA 4.1) GANUPT: Grupo de Asistencia de las Naciones Unidas para el Período de Transición-Namibia. . MINURSO: Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara. ONOMOZ: Operación de las Naciones Unidas en Mozambique. ONUC: Fuerza de Naciones Unidas del Congo. ONUCA: Grupo de Observadores de Naciones Unidas en América Central. ONUSAL: Misión de Observadores de Naciones Unidas del Salvador. UNAMIC: Misión Preliminar de Naciones Unidas de Camboya. lJNAMIR: Misión de Ayuda de Naciones Unidas para Ruanda. UNAVEM: Misión de Verificación de Naciones Unidas en Angola. . . UNBOG: Grupo de Observación de Naciones Unidas en la Frontera Ta1land1a/Camboya. . UNCI: Comisión de Naciones Unidas para Indonesia. UNCIP: Comisión de Naciones Unidas para India y Pakistán. UNCOK: Comisión de Naciones Unidas sobre Corea. UNDOF: Fuerza de Vigilancia e Interposición de Naciones Unidas en los Altos del Golán. UNEF: Fuerza de Emergencia de Naciones Unidas en Oriente Medio. . lJNFICYP: Fuerza de Naciones Unidas para el Mantenimiento de la P~ ~n Chip.re., UNGOMAP: Misión de Naciones Unidas de Buenos Oficios en Afgamstan y Pak1stan. UNIFIL: Fuerza de Interposición de Naciones Unidas en el Líbano. UNIIMOG: Grupo de Observadores Militares de Naciones Unidas lrán/lrak. UNIKOM: Misión de Observadores de Naciones Unidas lrak/Kuwait. UNIPOM: Misión de Observación lndia/Pakistán-Kashmir. UNITAF: Fuerza de Acción Unificada de Naciones Unidas en Somalia. UNMIH: Misión de Naciones Unidas en Haití. . . , UNMOGIP: Grupo de Observación Militar de Naciones Unidas en India-Pak1stan Kashmir. lJNOGIL: Grupo de Observadores de Naciones Unidas en el Líbano. UNOMIL: Fuerza de Control de Naciones Unidas en Liberia. UNOMUR: Misión de Observadores de Naciones Unidas en Uganda/Ruanda. . UNOSOM: Operación de Naciones Unidas en Somalia. UNPREDEP: Fuerza de Desarrollo y Prevención de Naciones Unidas-Macedonia. UNPROFOR: Fuerza de Protección de Naciones Unidas Croacia/Bosnia. UNSCOB: Comité Especial de Naciones Unidas en los Balcanes. UNSCOP: Comité Especial de Naciones Unidas para Palestina. UNTAC: Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas en Camboya. UNTEA: Autoridad Ejecutiva Temporal de Naciones Unidas-West lrian. . UNTSO: Organización de Naciones Unidas para la Supervisión de la Tregua-Palestma. UNYOM: Misión de Observación de Naciones Unidas en Yemen.

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Índice analítico

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ABAK0,552 Abasha, Sani, 546 Abbas, Abu, 372 Abbas, Ferhat, 510, 512-513 Abbud, Ibrahim, 568 Abd, al-liaba, 132, 566 Abdallah, Ahmed, 661 Abdul Aziz ibn Saud, rey de Arabia Saudí, 344, 403-405, 415, 420, 475-476, 490, 584-585 Abdullah de Jordania, 325 Abdullah, jeque, 431, 440-441 Abiola, Moshood, 546 Abu Dhabi, 415 Acera, conferencia de, 552 Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATf), 168, 222 Acuerdos de Bicesse, 60B Acheampong, 536 Acheson, Dean, 109, 313 Achille Lauro, 145, 372, 420 Adamec, 278 Adams, Gerry, 307 Adams, J. M. G., 734 Adenauer, Konrad, 28-29, 201 Adoula, Cyrill, 552 Advani, Lal Krishna, 448 Afganistán, 35, 42, 53-54, 6667, 80, 82, 102, 116, 120,

129, 161, 273, 387-389, Akihito, emperador, 129 423, 436, 450-452, 485, Akuffo, F. W. K., 536 487-489, 494, 657 Alaska, 81, 102, 543, 671, 681 África, 5, 8, 16, 50, 56, 116albaneses, 122, 288-289, 300117, 122-123, 146, 155302 158, 160, 162-165, 167, Albania, 56, 122, 139, 246, 172, 177, 194, 207, 213, 253, 257-259, 268, 284, 248, 282, 319, 338, 379, 288, 290, 300-302 405, 408, 413-414, 420, Alessandri, Jorge, 700 503, 505-507, 509, 512, Alexander, general, 556 516, 519, 522-523, 526Alexandrov, Chudomir, 2 79 532, 534-535, 537-539, Alfonsín, Raúl, 699 545-548, 550-551, 555, Alia, Ramiz, 302 558, 560, 562, 564, 570Aliyev, Geidar, 78 574, 576-578, 580-581, Almirante, Giorgio, 234 583, 586-588, 592, 594, Alport, Lord, 600 597. 600-602, 605-607, Alto Volea, 165-166, 520, 611, 615, 619, 621-625, 528-529, 538 627, 632, 634, 636, 642Alleg, Henri, 512 659, 661, 672, 675, 692, Allende, Salvador, 700 729-730, 734 Ama!, 370-371 África ecuatorial, 589 América, 9-10, 17, 56-57, 94, afrikáners, 613-614, 625, 631, 123, 523, 526, 652, 655, 636 667, 669, 675, 679, 681· Afworki, lssayas, 576 682, 685, 689-690, 692, Agencia Internacional de Ener694, 697, 701, 708, 710gía Atómica, 389, 493 711, 713-714, 719-720, Ahidjo, Ahmadu, 539 724, 726-730 Ahmed, imán, 408 América Central, 56-57, 681Aidid, Mohamed Farah, 574 682, 694, 708, 714, 719-720 Aidit, K. N., 479 Amin, Hafizullah, 487

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Bymes, James E, 31 Cabinda, 609 Cabra!, Am[lcar, 520, 530 Cabra!, Luis, 520, 530 Caldera, Rafael, 70.3 Calfa, Mariam, 278 Callagham, James, 221 Callejas, Leonardo, 719 Camboya, 95, 153, 167, 4.39, 453, 455-456, 458-460, 466-467,469,473, 480 Cameroun, 643, 658 Camerún, 141, 164, 520-521, 527, 539.540, 546 camerunes británicos, 530 Camp David, acuerdos, 66, 372, 375 Campbell, Kim, 673 Cámpora, Hécror, 696 Canadá, 60, 66-67, 89-90, 133, 190, 231, 275, 302, 339, 628, 669, 671-674, 680-681,684,690, 710, 713 Canri.ing, Lord, 577 capitalismo, 25, 37, 68, 72·73, 87, 94-95, 130, 132, 157, 208, 238, 257, 279, 514, 583, 6.36 Cárdenas, Lázaro, 710 Cardoso, Femando, 693 Caribe, 55, 163-164, 173, 180, 207, 526, 528, 653, 681, 694, 704, 724, 729, 731732, 734·735, 737-7.38 CARICOM (C,omunidad Cari· beña}, 733 Carifta (Asociación Caribeña para el libre Comercio), 732 Cameiro, Francisco Sá, 249 Carrera de armamentos, 42, 49-50, 53-54, 62-63, 377, 627 Carrillo, Santiago, 233 Carrington, Lord, 291, 604· Carter, Jimmy, 53, 736 Cary, Lucius, 696 Casablanca (grupo}, 165, 346, 506,509 Castelo Branca, Humberto, 691 Castillo Armas, Carlos, 715

Castillo, Ramón, 694 Castro, Fidel, 40, 608, 652, 724, 726 Catroux, general, 510 Cattani, comité, 222 Cáucaso, 75, 82, 278 caudiUo, 688 CEAO (Communauté de l'Afri·· que de l'Ouest), 547 Ceaucescu, Nicolae, 263, 280 CEEAC (Communauté Econo• mique des États de l'Afrique Centrale), 54 7 Ceilán, 160-161, 165, 167, 412, 436, 439, 494-495 CENTO (Organización del Tratado Central), 343 Cerezo, Vinicio, 716 César, Julio, 231, 704, 716 Céspedes, Manuel, 724 CFE (Fuerzas Convencionales Europeas), 60, 62 Cicerón, 551 Ciller Tansu, 238 Claes, Willy, 68 Clayron·Bulwer, tratado, 682 Clementis, Vladimir, 258 Clinton, Bill, 71 Coard, Bemard, 735 Coard, Janet, 7.35 Cochinchina, 453, 464 Cohen, Andrew, 578 Colombia, 324, 677, 682, 684· 685, 687-688, 702, 704· 705, 720, 722 colonialismo, 156, 158-159, 166, 526,547,570 Colosio, Luis Donaldo, 713 Collar de Mello, Ferdinando, 693 Comecon, 259, 263, 265, 268· 269,467 Cominform, 257 Comintem, 253 Comisión Bledisloe, 591 Comité de Cooperación Económica Europea (CCEE), 190 Comité Fouchet, 222 Comité para la Observancia de la Paz, 13 7

744

Commonwealth, 57, 87, 157, 164, 17.3, 180-181, 184, 207-208, 213-215, 217-218, 231, 303, 312, 339, 412, 428-429, 475, 478, 526527, 535, 539, 544, 546, 579-580, 586, 591, 596, 599, 604, 614, 619-621, 634, 638, 643, 662-663, 669, 671, 732-733, 735, 737 Coni.ores, 547, 652, 661-662 compañía británica del África oriental, 577 Compañía Universal Marí· tima del Canal de Suez, 336 Compaore, Blaise, 539 Comunidad de Estados lnde· pendientes (CEI), 76 comunismo, 5-6, 15·16, 24·25, 37, 72, 84, 89, 95, 99, 106, 113, 115, 122, 125, 130, 132, 135, 157, 159, 161 • 162, 197, 232-233, 240, 253-254, 256-257, 266, 268, 276, 281, 310, 342, 456· 458, 461, 467, 473, 500, 516, 617, 642, 655, 658, 669, 679, 684-686, 708, 715, 721-722, 726, 729 CONAKAT, 553 Conferencia de Bandung, 121, 16i,331,478,647,657 Conferencia de El Cairo, 343 conferencia en las cataratas Viccoria, 591 Conferencia Islámica, 404, 489,651 Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE), 60, 62, 66-68, 292 Congo, 55, 138, 140-141, 163-166, 168, 506, 527, 529, 535, 550-557, 559·562, 566, 592, 606-607, 645, 652 Congo-Brazzaville, 530, 540, 550,562,658 Congreso Panafricanista, 615, 634 Connaly, John, 397 Consejo de la Entente, 165, 529

Consejo de Ministros (CE), 8 Cosic, Dimitri, 292 Consejo de Reconciliación Costa Rica, 716, 719-721 Nacional en Vietnam, 466 Craig, William, 304 C'.onsejo de Seguridad (NU), Craxi, Bettino, 23.3 291, 295 Cresson, Edith, 204 Consejo del Caspio, 494 Cripps Stafford, 424 Consejo Europeo, 228 crisis del petróleo, 232, 475 Constantino, rey de Grecia, Cristiani; Alfredo, 718 240, 246, .312 Croacia, 152, 276, 286, 289Cante, Lansana, 529 294, 296-299 «contra», 63·64 croatas, 152-153, 288-294, Convención de Montreal, 521 297-299 C'..onvención de Montreux, 54, Cross, James, 673 331 Cuba, 33-34, 40·41, 49, 54, Convención para la Protección 104, 196, .397, 459, 584, de las Minorfas Nacionales, 608, 650, 652-654, 669, 279 673, 681-683, 686, 688, Convención para la Regula· 691, 704, 711, 719-720, ción de las Actividades Mi· 724, 726-731, 7.35, 7.37-738 neras, 184 Cuerno de África, 408, 570Convención para los Recursos 572, 651-652 Marinos Vivos, 184 Curzon, Lord, 87, 423 Convención sobre Armas Quf· Cyrankiewicz, Josef, 254 micas, 62 Chaban·Delmas, Jacques, 204 Convenios sobre derechos civi· Chad, 518-521, 527, 529, 538, les y polfticos, y sobre dere· 569 chas económicos, sociales y Challe, general, 512 culturales, 153 Chamorro, Violeta, 721-722 Córcega, 511 Chamoun, Camille, 343 Cordier, Andrew, 554 Chang Hsuehliang, general, Corea, 16, 26, 30-31, 34, 50, 99 87-88, 90, 9.3, 102-103, Chang-chun, ferrocarril, 107 106-109, 112-113, 115, Chapultepec, Tratado de, 710 119-120, 123-124, 128, Charlottestown, Acuerdo de, 137-140, 157, 159, 161, 67.3 172, 179, 191-192, 206, C\uicila, masacre de, 368 300, 330-331, 334, 408, Checoslovaquia, 43, 58, 75, 429, 435, 443, 455, 457. 119, 202, 233, 252-254, 458, 461, 491-493, 537, 256,258-260,262-268,270, 669,678,685 . 272-273, 275, 277-279, 283, Corea del Norte, 50, 108, 119, 289,.388,461, 728 491-493 Checoslovaquia, 4.3, 58, 75, Corea del Sur, 50, 90, 93, 108119, 202, 233, 252-254, 109, 113,491-493,537 256, 258-260, 262-268, 270, Corte Internacional de Jus272-273, 275, 277-279, 283, ticia, 6.3, 65, 115, 154, 167, 289,388,461, 728 170, 212, 215, 237, 243, Chechenia, 82-83 296, 304, 313, 383, 481, Chemenko, Konstantin, 7Z 492, 510, 515, 521, 616Chemobyl, accidente, 13 617, 62.3, 677, 679, 689, Chichester Cla~k, James, 304 694, 697, 111, Chikerema, Robert, 594

no

745

Chile, 689, 700, 702, 707, 713 Chiluba, 598 China, 5-6, 9-10, 16, 34, 4647, 49-50, 54, 87-93, 98-99, 102-109, 111-133, 137, 140, 153, 155, 161-163, 166-169, 181, 259-260, 263, 281, 302, 343-344, 351, 362, 396-397, 401, 411-412, 414, 42.3, 428429, 4.34-44.3, 445, 447-449, 451, 453, 456-461, 467-468, 471, 47.3-476, 478-481, 484, 487, 492.495; 499-500, 5.35, 556,560,572,584,627,643, 647-648, 653, 656-659, 662, 672, 706, 727 Chipre, 65, 138, 140, 152, 163, 226, 231, 239-240, 242-244, 295, 309-315, 319, 338, 343, 372, 411, 420, 442,463 Chirac, Jacques, 50, 205 Chirau, Jeremiah, 603 Chissano, Joaquim, 610 Choi Kyu Hwa, 491 Choonhaven, Chatichai, 481 Chrétien, Jean, 673 Chubanov, Yuri, 79 Churchill, Winston, 212 d'Abuisson, Roberc, 718 Daddah, Ould, 516 Dahomey, 165, 527, 529, 538, 541 Dalai Lamas, 435 Damara, 623 Danquah, J. B., 526 d'Arboussier, Gabriel, 643 D'Arcy, W. K., 384 D'Arcy, W. K., 382 Dar·es-Salaam, conferencia, 564,584 darode, 574 Daud Khan, Muhammad, 487 Davis, Jóhn, 696 Dayal, Rayeshwar, ~54 Dayan,Moshe,360 De Brazza, 527 De Gaulle, Charles, 28, 4 7, 64, 194-198,200-202,204,217223, 348, 510-513, 529, 552,643,648,672, 711

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1

Amin, ldi, 586 Amnistía lntemacional, 153 Andropov, Yuri, 72 Angola, 5, 53, 153, 469, 505, 523, 550, 562-563, 597, 601-602,605-609,626,628630, 633, 650-652, 654-655 Anguilla, 732 Ankole, 578 Ankrah, general, 643 Annam, 453, 480 Antall, Josef, 276 Antártida, 184, 696-697 Antigua, 98, 127, 180, 236, 278, 300-301, 330, 337, 343-344, 381, 396, 481, 562, 702, 732, 734 Antillas, 681, 724, 738 Antonescu, general Ion, 281 apartheid, 600, 614-617, 620622, 624-625, 627, 630634, 636, 657, 671 Appiah, J. E., 534 Aquino, Benigno, 482 Aquino, Corazón, 482 Arabia Saudí, 146, 148, 329, 332·333, 341-343, 345, 349, 359, 364, 366, 368, 370, 373.374, 382, 389, 393-405, 408, 411, 414416, 452, 490, 518, 569· 570, 575-576, 649 Arafa, Muhammad ben, 509 Arafat, Yassir, 352, 358 Aramburu, Pedro, 695 Arana, Francisco Javier, 715 Arbenz Guzmán, Jacobo, 685, 715 Arboussier, Gabriel d', 643 Arden-Clarke, Charles, 526 Aref, Abdul Rahman, 344 Aref, Abdul Salem, 344 Arévalo, Juan, 716 Argelia, 30, 55, 122, 144, 164-. 166, 200, 221, 305, 334, 347. 351, 374, 419, 453, 463, 489, 506-507, 509-518, 538,648,652,654,658 Argentina, 10, 50, 144, 146, 172, 180, 208, 489, 687690, 692-694, 696-700, 702

Arias Madrid, Amulfo, 722 Arias, Óscar, 721 Aristide, Jean-Bertrand, 736 armas nucleares, 6-7, 10, 16, 23,30,32,40,42-45,47-53, 55, 57, 59-63, 77, 89, 95, 103, 116-117, 121-122, 156, 178, 181, 184, 191, 196, 199, 213, 219, 389, 449,451,465,493,630 Armenia, 73, 78-79, 416-417 A1uba, 738 Asamblea General de las Naciones Unidas, 158 ASEAN, 8, 180, 471, 475476, 483-484, 662 Asia, 8, 10, 16, 47, 55, 61, 68, 75, 79, 84, 87, 89-90, 92-93, 102-105, 107-108, 111-114, 116-118, 120-121, 123, 146, 156-158, 160-162, 167, 170, 172, 191, 194, 207, 213, 236, 238, 282, 309-310, 319, 338, 343, 405, 408, 413, 416, 420-421, 429, 432, 435, 441-442, 453, 456-457, 460-461, 471, 473, 476,478-479,481,483-484, 488, 493, 499-500, 509, 523, 538, 573, 605, 626, 655,661,682,692, 729 Asia Central, 68, 75, 79, 102103, 107, 236, 238, 319, 435,488,493 Asociación Internacional del Congo, 551 Assad, Hafiz, 347, 352, 363364, 367, 369, 377, 396 Ataturk, Mustafá Kemal, 236, 416,497 Audin, Mauricio, .512 Aung San, 160, 499-500 Aung San Suu Kyi, 500 Australia, 90-91, 114, 160, 180-181, 184, 213, 231, 339, 460, 468, 478, 483, 495, 500-501, 626 Austria, 27, 35, 162, 214, 217, 227, 230, 252,260,276 Awolowo, Obafemi, 541 Aylwin Azocar, Patricio, 702

742

Azerbaiján, 78, 331, 379, 417 Azhari, lsmail al-, 564, 566568 Azikiwe, Namdi, 541 Babangida, Ibrahim, 545 Babu, Muhammad, 584 Backfire, bombardeos, 58 Badinter, Robert, 292 Badr, Muhammad al, 221 Bagdad, Pacto de, 32, 161, 311-312, 314, 331, 333, 341-343,350,353,385,485 Bahamas, 218, 732, 737 Bahía de Cochinos, 162, 459, 727-728 Bakaiy, Djibo, 539 Bakdash, Khaled, 342 Baker, James, 180 Bakhtiar, Shaphour, 386-387 Bakr, Ahmed Hassan, 344 Balaguer, Joaquín, 737 Balcanes, 31, 102, 134, 246, 289, 293-294, 319 Balewa, Abubakr, 542 Báltico, repúblicas del, 74, 2 71 balubas, los, 550, 557 Balladur, Eduardo, 205, 547 Bamangwato, 616, 663 Banco Mundial, 10, 69, 83-84, 155, 170, 177, 180, 235, 335, 384, 448, 533-534, 549, 563, 584, 605, 660661, 685, 708, 734-735 Banda, Hastings, 593 Bandaranaike, Saloman, 494 Bandaranaike, Sirimavo, 497 Bangladesh, 395, 443-445, 447,449,500 Bani-Sadr, Abolhassan, 388 Banna, Hassan al-, 418 bantúes, 610-611, 616, 618619, 665 Banzer, Hugo, 709 Bao-Dai, 455-456, 460, 462463 Barbados, 654, 734 Barbuda, 732 Barco, Virgilio, 705 Barotselandia, 588, 596, 598 Barre, Raymond, 225 Baue, Siad, 151, 574, 649-650

Barrientos, René, 709 Barrow, Eric , 734 Barsandyi, Mahmud, 417 Barsandyi, Mahmud, 417 Baruch, Bernard, 23, 25, 42-43 Barzani, Mustafá, 417 Bashir, Ornar el-, 367-368 Basutolandia, 611, 621, 625 Batista, Fulgencio, 724 Batusolandia, 662-664 Bavadra, 'Timothy, 181 Bávaros, 32 Bayar, Cela!, 236 Bazargan, Mehdi, 387 Beadle, Hugh, 598 Bechuanalandia, 577, 588, 621, 625, 662-663 Bédié, Henri Konan, 534 Begin, Menahem, 365, 368 Belaúnde Terry, Fernando, 699, 706 Bélgica, 56, 68, 190, 302, 505, 552-553, 555, 558-559, 562, 577, 645 Belgrano, hundimiento del, 698-699 Belice, 714, 732 Ben Bella, Ahmed, 510, 513 Ben Gurión, David, 323 Ben Khedda, Yusuf, 513 Benes, Eduard, 254 Bereng, Constantine, 663 Beria, Lavrenti, 13-34, 260 Berisha, Sali, 300, 302 Berlín, muro de, 34, 162, 202, 277-278 Berlusconi, Silvia, 234 Bermúdez, Francisco Morales, 707 Bemadotte, Folke, 325 Berri, Nabih, 370 Betanccíurt, Rómulo, 702 Betancur, Belisario, 704 Bevin, Ernest, 213, 323, 571 Bhumipol, rey de Tailandia, 481 Bhután, 432-433, 435, 439, 447 Bhutto, Benazir, 448, 450-451 Bhutto, Zulfíkar Ali, 444 Biafra, 166, 530, 539, 542

Bidault, Georges, 27, 158, 458 Bielorrusia, 20, 75, 78 Bierut, Boleslaw, 36, 254 Biko, Steve, 636 Bildt, Karl, 291 Binaisa, Godfrey, 586 Bindranwale, Sant, 446 Bird, Vere, 734 Birendra, rey de Nepal, 438 Bishop, Maurice, 734 Bismarck, Otto van, 209, 221, 551 Biwott, Nicholas, 583 Biya, Paul, 539 Bizimanga, Pasteur, 661 Blaize, Herbert, 735 Blanco, Carrero, 247, 308 Blanco, Hugo, 706 Bluestreak, misiles, 21 7-218 bóers, 576-577, 588, 611, 613 Bogra, Muhammad Ali, 430 Bokassa, Jean-Bedel, 586 Bolivia, 677, 687-689, 693, 700, 702, 705, 708, 730 Bongo, Albert, 539 Bophuthatswana, 640, 665 Bordaberry, Juan, 689 Borghese, Valerio, 232 Borneo, 141,474,478,481 Borodín, Michael, 99 fusch, Juan, 737 Bosnia, 7, 10, 68, 152, 289299, 301-302 Bossi, Umberto, 234 Botha, Luis, 614 Botswana, 600, 634, 651, 662-665 Botha, P W., 629 Boun Oum, príncipe, 459 Boupacha, Dja~ila, 512 Bourasa, Robert, 673 Boutresse, Desi, 738 Boutros Ghali, Boutros, 151, 153 Brady, Nicholas, 180 Braithwite, Nicholas, 735 Brandt, Willy, 178, 202 Brandwag, Ossewa, 614 Brasil, 10, 46, 50, 180, 606, 624,678,687-693,695, 700 Brazzaville, grupo de, 165

743

Bretton Woods, conferencia, 154, 168, 170 Bretton Woods, sistema, 69, 171 Breznev, Leónidas, 52-53, 55, 60, 67, 72, 74, 79, 119, 203, 233, 263, 265, 267-268, 270-271, 273, 356, 385, 643,647,657 Breznev, tesis de, 52-53, 55, 60,67, 72, 74, 79, 119, 203, 233, 263, 265, 267-268, 270-271, 273, 356, 385, 643,647,657 Briggs, Harold, 4 73 Brighton, bombardeo en, 306 Brooke, Charles, 474 Brown, George, 348 Brunei, 468, 474-475, 479, 483 Bruton, John, 307 Bubulis, Gennadi, 80 Budakov, A. V., 650 Buganda, 578-579, 582, 586 Buhari, Mahommad, 544 Bulganin, Nikohti, 34-36, 116, 162, 259-260, 429 Bulgaria, 16-17, 25, 139, 202203, 246, 252-253, 256, 258-259, 267-268, 274-275, 279-280, 283, 290, 300302, 388 Bumedian, Hou:¡ri, 514 Bunche, Ralph, 326, 556 Bundesbank, 226 Bunyoro, 578-579 Burguiba, Habib, 507 Burkina Faso, 538, 540 Burma,9,35,90 Burnham, 738 Burundi, 165, 658-660 Bush, George, 281, 721 Busia, K. , 534, 536, 626 Busogo, 578 Bustamante, Alexander, 732· 733 Bustamante, José Luis, 705 Buthelezi, Gatsha, 631, 63 7 Buthelezi, Mangosuthu, 639 Butler, R. A., 596 Buyoya, Pierre, 660

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De Klerk, F. W., 598, 636 Debray, Regis, 709 Deby, ldriss, 520 Declaración Balfour, 321 Declaración de Carabellada, 720 Declaración Tripartita, 327, 334 Declaración Universal de los Derechos Humanos, 153 Defferre, Gaston, 528 Dehaene, Jean-Luc, 230 Delgado Chalbaud, C'..arlos, 703 Delors, Jacques, 205, 225 Delvalle, Eric, 723 Demirel, Suleiman, 237 Denard, Bob, 661 Desai, Morarji, 446, 449 desintegración de la URSS, 72, 79, 281 Devlin, Patrick, 594 Díaz, Bartolomé, 606 Díaz, Porfirio, 710 Dicko, Umaru, 544 Dimitrov, G. M., 253 Dini, Lamberto, 235 Diori, Hamami, 539 Diouf, Abdou, 53 l Disraeli, Benjamin, 309 Dixon, Owen, 431 Doctrina T ruman, 28, 31, 189, 197,236,343 Doe, Samuel, 532 Doi, Takako, 93 Dorticós Torrado, Osvaldo, 726 Dostum, Abdul Rashid, 490 Douglas-Home, Alee, 627 Duarte, Eva, 695 Duarte, Napoleón, 717 Dubcek, Alexander, 264 Dudayev, Dzokhar, 82 Dufferin, Lord, 453 Dulles, John Foster, 31 Duplessis, Maurice, 672 Duvalier, Fran~ois, 736 Duvalier, Jean-Claude , 736 Eanes, Antonid Ramalho, 249 Ecevit, Bulent, 23 7 Eden, Anthony , 35, 43, 134, 193, 215, 310-312, 329, 334-339, 350, 458 Egal, Muhammad, 574-575

Egipto, 46, 55, 95, 123, 137, 140, 161, 164-165, 167, 177, 221, 258, 309, 319, 321, 326, 328-339, 341342, 344-357, 360, 365367, 372, 374-375, 387, 389, 395.397, 399, 401, 404-405, 408, 410, 416, 419, 429, 495, 506, 509, 511, 518-521, 564, 566· 570, 572, 576, 643, 647· 649,651,654-655,657,671 Eisenhower, Dwight; .31, .35, 37-38, 40, 48, 89, 112, 114, 118-119, 192-193, 197-198, 336-337, 341-343, 385, 457, 459, 462, 558, 672, 685, 727 Ejército Republicano Irlandés, 303 Elchibéi, Abulfa, Endara Galimany, Guillermo, 723 Enrile, Juan Ponce, 482 Episher, Marshal, 266 Erbakan, Necmettin, 239 Erhard, Ludwig, 202, 221 Ershad, Hussein Mohammad, 445 Escalante, 728 Eshkol, Levi, 348 Eslovenia, 276, 287, 290, 292, 294 España, 2, 52, 68, 104, 184, 190, 215, 217, 225-227, 245, 247-249, 308, 506, 515-516, 522, 530, 606, 678, 681-682, 689, 693, 695-696, 723-724, 731 Europa, 5-6, 9, 15-17, 20, 2227, 30-32, 37-38, 43-44, 47, 52, 55-68, 70-71, 7.3, 79-80, 84, 89, 98, 102, 105, 118, 122-123, 1.34, 146, 155-159, 161, 170, 187, 189-196, 198, 200-20.3, 205, 207, 209,211-215,217-221,226227, 229-2.30, 23.3-2.34, 236, 2.38-240, 242, 245, 247, 249-250, 252, 254, 257, 259, 26.3, 265, 267-269,

746

273-274, 276-279, 281-28.3, 289, 291, 299-300, .303, .319, .321, 323, .326, 334, 388-.389, 413-414, 460, 487, 521, 523, 5.38, 560-561, 577, 614, 626, 636, 645· 646, 650, 65.3, 656, 661, 669, 675, 684-687, 700, 715, 726, 729-7.31, 7.3.3 Europa occidental, 6, 22, 25, 30-.31, 55-57, 59, 61, 66, 89, 98, 102, 118, 123, 134, 146, 157, 159, 189-191, 193, 196, 200, 211, 217, 219, 226, 245, 247, 249, 252, 259, 269, 276, 282-28.3, 6.36, 650, 675 estados trucios, 4 U Estados Unidos de América, 17, 65, 679 European Currency Unit-ECU, 225 Evren, Kenen, 23 7 Exposición de Bruselas, 5 5 2 Eyadema, Gnassingbe, 5.37 Faisal, Emir, .360 Farouk, rey de Egipto, .326 Faruq Abdullah, jeque, .348, 452 Faullmer, Brian, 303-304 Faure, Edgar, 201, 508 Federación Centroafricana, 591 Fidji, 181 Field, Winston, 594, 598 Fierlinger, Zdenek, 255 Figueiredo, Joao Batista de Oliveira , 691 Filipinas, 90-91, 104, 114, 160-161, 408, 460, 468, 471, 47.3-475, 480-484, 682, 710 Fini, Gian&anco, 234 Finlandia, 20, 35, 76, 162, 227, 230, 247, 250, 252253, 255, 3 L3 Fitzgerald, Garret, .305 Fondo Monetario Internacio· na!, 69, 168, 171, 448 Foot, Hugh, .312 Ford, Gerald, 52, 64

Francia, 27, .30, 32, 35, 43, 46· 50, 56, 64-65, 67-69, 77, 828.3, 85, 91, 94, 102, 106, 122, 140, 144·145, 150, 160, 164-166, 169, 17.3, 180-181, 184, 190-205, 211, 215, 217-223, 227, 233, 259, 275, 290, 296, 298, .302, .308, .324, 327, .3.34340, 346-347, .350-.351, .389, 395, 401, 412, 429, 4.38, 455-461, 46.3, 468, 505-514, 516, 519-521, 527-529, 5.31, 5.38-540, 542, 547, 551, 556-559, 562, 572, 577, 606, 624, 628, 647-648, 654, 659, 661-662, 672-67.3, 678, 7.35, 738 Franco, Francisco, 96-97, 137, 205, 225, 2.3.3, 247, 276, .308, 522, 528-529, 531, 547, 69.3, 722 Franco, Itamar, 69.3 Fran~ois Duvalier, 7.36 Franjieh, Suleiman, .363 Frederick Mutesa 11, Kabaka de Buganda, 578 Frei Montalva, Eduardo, 700 Frente de Liberación Nacional (FLN), 463, 562 Frente Islámico de Salvación (FIS), 515 Frondizi, Arturo, 695 Fujimori, Alberto, 708-709 Fukuda, Takeo, 93 Fulbright, William, 727 Gadafi, M., 145 Gagarin, Yuri, 42 Gaidar, Yegor, 80, 84 Gairy, Eric, 734 Gaitskell, Hugh, 43 Galán, Luis Carlos, 704 Galtieri, Leopolodo, 696-699 Gama, Vasco de, 122, 134, .383,544, 599,606 Gamsajurdia, Zviad, 78, 82 Gandhi, Mahatma Mohandas K., 160, 166, 424-425, 44.3, 445-449, 497, 526 Gandhi, Rajiv, 446, 448, 497 Gandhi, Sanjay, 446

Garang, John, 570 García, Alan, 708 Gasperi, Alcide de, 2.31 Gaviria, César, 705 Geaga, Samir, .370-.371 Geisel, Ernesto, 691 Gero, Erno, .36, 261-262 Gheorghe Gheorghiu-Dej, 263 Gheorghiu-Dej, Gheorghe, 26.3 Giap, Vo Nguyen, 455 Gibbs, Humphrey, 598 Gierek, Edward, 270, 272 Giscard d'Estaing, Valery, 69, 203-205, 225 Gizenga, Antoine, 554, 646 Gligorov, Kiro, .301 Glubb, John, .335 Gokhale, G. K., 424 Golfo Pérsico, .351, .359, .368, 379, .385, .390, 403, 409, 411-414, 416, 418, 488, 521,626 Gomez, Jos Francisco, 7.3 7 Gomulka, Wladyslaw, .36, 254 González, Felipe, 247·248 Gorbachov, Mijaíl, 56, 59-61, 63-64, 72- 76, 78-80, 83-84, 93, 129, 146,204, 25.3, 265, 274, 276-279, 281-282, 490, 651 Gordon-Walker, Patrick, 66.3 Gottwald, Klement, 25.3, 26.3 Goulart, Julio, 690-691 Gowon, Yakubu,542 Gqoso, Oupo, 640 Gra~a, Carlos da, 530 Grady, Henry, .324 Graham, Frank P., 4.31 Gran Bretaña, 24-26, .32, .35, 4.3, 48-50, 56, 65, 87, 90-91, 94, 102, 104-106, 123, 1.31, 135, 140, 144-147, 150, 157, 168, 180-181, 190~193, 195, 197-199, 204, 206-209, 211-221, 223-225, 228-229, 248, 258, 275, 281, 290, 296, 298, .305, .307-.314, .321, 32.3-.324, .326-3.33, .3.35.342, .346, .350-351, .353, .359, 379, 381-.385, .390, 408-415, 417, 423-424, 428·

747

4.30, 433-4.34, 4.38, 440-442, 456,458,460-461,47.3-474, 476, 485, 494-495, 499, 505-506, 514, 519, 527, 530, 542, 545, 551, 556557, 559-560, 564, 566-567, 571-572, 576-581, 586, 588, 594-596, 598-600, 603-604, 606, 611, 613, 620-622, 624-627, 646-647, 654, 656, 658, 662-66.3, 681-682, 697, 700, 732 Grecia, Albania, 290 Grechko, Marshal A., 266, 649 Grivas, coronel, .311-312, .314 Gromyko, A., 645 Gross, Ernest, 624 Grosz, Karolyi, 2 76 Grotewohl, Otto, .32 Groza, Petru, 25 Gruner, Dov, 324 Grunitzky, Nicholas, 537 Grupo de Contadora, 720·721 Guayana británica, 7.3 7•738 Gueiler Tejida, Lidia, 709 guerra civil estadounidense, 58.3, 6.39, 710 guerra de los bóers, 576-577, 588, 611, 613 guerra de Suez, 138, .310, .319, .3.3.3-.3.34, .341-.34.3, 410-411 guerra fría Afganistán, 488 África, 560 carrera de armamentos, 42· 6.3 Pacto de Bagdad, .3.31 conferencia de Bandung, 161 Canadá, 672 China, 106 colonialismo, 156 Checoslovaquia, 26.3 Egipto, .329 final, 146 Europa, 18-19, 158 Francia, 196, 197 Grecia, 246, 247 Cuerno de África, 570-57.3 India, 4.30 Japón, 89- 90, 96

¡ 1, ! ~

1

!.

1

Oriente Medio, 344 OTAN, 191-192 neutralismo, 158 Nicaragua, 719 eras la muerce de Scalin, 33· 42 Sudáfrica, 62 7·630 Sudamérica, 682 España, 247 polrcica de Scalin, 15·33, 250-260 polícica de la ONU, 148, 149, 150 desintegración de la URSS, 72-84 Europa occidencal, 189 Yugoslavia, 288 guerra lrán·lrak, 321, 379 guerra zulú, 611 Guerra, Alfonso, 248 Guevara, Che, 652, 672, 689, 709, 726 Gumey, Henry, 474 Gürsel, Cerna!, 237 Gucerres, Antonia, 249 Gyani, general, 313 Gysi, Gregor, 277 Habash, George, 358, 419 Habib Burguiba, 507 Habyarimana, Juvenal, 660 Haig, Alexander, 57, 698-699 Hailsham, Lord, 46 Hallscein, Dr., 223 Hammarskjold, Dag, 156, 339 Hancock, Keich, 578 Hani, Chris, 665 Harding, John, J 11 Harlech, Lord, 40 Harriman, Averell, 46 Hasokawa, Mori, 96 Hassan, rey de Marruecos, 344, 389, 418-419, 514, 516-517, 585 Haca, Tsucomu, 96 Hacoyama, Ichiro, 89 Haughey, Charles, 305 Havel, Vaclav, 278-279 Hay, John, 104 Haya della Torre, Vfccor Raúl, 203, 214, 220. 291, 296, 624, 705-706

Heach, Edward, 220, 397, 627 Hebrang, Andriye, 257 Hekmacyar, Gulbuddin, 490 Hemelrijk, Maurice van, 552 Herczenberg, Ferdie, 640 Herczog, James, 614 Herzen, Alexander, 272 Hicam, Dacuk Musa, 476 Hicler, Adolfo, 17, 105, 194, 209, 241, 263, 321, 334, 653 Hobeika, Elie, 370 Holomisa, Bantu, 665 Honduras bricánié:a, 714, 732 Honecker, Erich, 277 Houphouec-Boigny, Félix, 528529 Howe, Geoffrey, 634 Hoxha, Enver, 253, 258, JOZ Hoyce, Desmond, 738 Hrawi, Elias, 370 Huggins, Godfrey, 591 Hughes, Charles Evans, 105 Hull, Cordell, 16, 134, 683 Hume, John, 307 Humphrey, Huberc, 240 Hurley, Patrick, 105 Husak, Guscav, 278 Husni Zaim, 326, 328, 132 Hussein, rey de Jordania, 343, 347,367,408 Hussein, Saddam, 148, 151, 344,374,389-401,418,521 Idfgoras Fuentes, Miguel, 27, 42, 128, 176, 215, 224, 235, 483, 500, 526, 537, 548, 560, 635, 655, 687, 716; 728, 734 Idris, rey de Libia, 519 Ileo, Joseph, 554-555, 558 Iliescu, Ion, 246, 281 Illía, Arturo, 695 India, 35, 46, 50, 88, 102, 108, 111, 116, 118, 121, 129, 139, 155, 157-158, 160161, 163, 167-168, 181, 207, 212-213, 258, 281, 323, 328-329, 332, 409, 412-413, 415, 417, 423425, 428-449, 451-453, 455-456, 458, 461, 471,

748

474, 476, 480, 485, 494495, 497, 499, 509, 516, 526-527, 547, 572, 576577, 632, 661-662, 692, 711, 715 Indonesia, 90-91, 113, 118, 136, 139, 141, 160-161, 167, 405, 436, 439, 455, 462, 468, 471, 473-476, 478-479, 48.3-484, 501 inflación, 70, 75-77, 80, 82, 88, 125, 128, 132, 200-201, 208, 226, 228-229, 232, 238-239, 244, 246, 269-271, 275, 277, 279-280, 284, 288, 366, 371, 386, 392, 401, 448, 462, 480, 500, 530, 536-537, 542-543, 545, 547, 570, 605, 635, 691693, 696, 700-701, 707-708, 711, 713, 730, 733, 737 Informe Brandc, 178-179 lnonu, lsmec, 236, 313 intifada., J 73 lrak, 5, 8, 64, 71, 95, 146-151, 159, 204, 238-239, 296, 321, 325-326, 329-133, 341345, 348, 351, 353, 356, 359-360, 363-364, 366, 370, 373-375, 379, 387-401, 403404, 408, 413-414, 416-419, 520-521,540,570,692 Irán, 63-64, 69, 90, 95, 138, 141, 146, 236, 238, 314, 321, 325, 331, 333, 343, 346, 355, 359, 366, 370, 373.374, 377, 379, 381-383, 385-394, 397-401, 404-405, 411-412, 414-420, 423, 450, 452, 485, 487-490, 494, 516, 521, 562, 702, 715, 720-721 Irlanda, 209, 211, 217, 220, 303-308, 362 Ironsi, Johnson, 542, 646 Isabel 11, reina, 535 Isla de Cabo Verde, 530, 547, 654 Islam, 279, 294, 370, 379, 405, 416,441,445 Islas Bay, 455, 482, 628, 737

Islas Bikini, 89, 181 Islas Caimán, 732 Islas Canarias, 515 Islas Vírgenes, 732 lsmail, Abdel Faccah, 411 lsmail, general, 411, 564 Israel, 49-50, 63-65, 132, 139· 140, 161, 163, 207, 281, 319, 321, 325-327, 329, 331, 333-334, 337-338, 343, 345-357, 359-377, 386, 389, 392, 397, 399-400, 404-405, 408-409,419-420,514,518519, 544, 573, 586, 627, 647. 650, 671, 692 Icalia, JO, 32, 56, 68-69, 133, 195, 197, 200, 214, 220, 222-223, 225-226, 231-235, 248, 258-259, 288, 297, 302, 389, 506-507, 518-519, 556, 572, 577, 607, 638, 642,654,684, 705, 710 lzecbegovic, Ilia, 294 Jackson, Henry, 269 Jackson, Jesse, 397 Jagan, Cheddi, 738 Jakes, Milos, 278 Japón, 5-6, 10, 16, 23, 32, 54, 61,66,69, 71,85,87-97,99, 102-105, 107-109, 112, 114, 123, 127, 129, 132-133, 139, 170, 181, 184, 190, 208, 275, 359, 388-389, 414, 423, 438, 452, 479, 492-493, 546, 552, 636, 638,671,683-684,694, 710 Jaruzelski, general, 57, 272, 274 Jawara, Dawda, 531 Jayawardene, Junius R., 495, 497 Jenkins, Roy, 225 Johnson, Lyndon,66 Johnson, Prince, 532 Jamenei, Ayacollah Ali, 401 Jomeini, Ayacollah Ruhollah, 325, 387-393, 400-401, 405, 418-419, 489 Jonachan, Leabua, 663 Jorge Il, rey de Grecia, 239 Jorge V, rey de lnglacerra, 623

Jospin, Lionel, 205 Jouhaud, general, 512 Juan Carlos, rey de España, 2, 247 Juan Pablo Il, papa, 271 Juan XXIII, papa, 231 Jugnauch, Aneerood, 662 Juin, Marshal, 455, 508 Jumblacc, Kamal, 361 Jumblacc, Walid, 361, 363, 370 Junejo, Mohammad Khan, 451 Kadar, Janos, 36, 262 Kadzamisa, Cecilia, 597 Kahn, Liaqac Ali, Kaifu, Toshiki, 93 Kalonji, Alberc, 557 Kanemaru, Shin, 96 Kania, Scanislaw, 272-273 Kapuuo, Clemencs, 629 Karadzic, Radovan, 292-293 Karamanlis, Conscantino, 240, 312 Karawi, Rashid, 370 Karl, Bildc, 291 Karma!, Babrak, 487 Kamo, Bung, 479 Karume, 584-585 Kasavubu, Joseph, 552 Kassim, Abdul, 342-345, 393, 417-418 Kaunda, Kennech, 595 Kawawa, Rashid, 580 Kayibanda, Grégoire, 660 Keica, Modibp, 538, 643 Kemal, Muscafa, 236 Kenia, 165-166, 214, 410-411, 566,570-572,576-578,580· 584,594,648,655,658 Kennedy, John E, 38, 40-41, 46, 196, 198, 218-219, 222· 223, 267, 459, 462-463, 558,672,686, 727, 729 Kennedy, Roberc, 40 Kenyaca, Jomo, 580 Khama, Serecse, 616, 663 Khama, lshekedi, 663 Khan, Yahya, 391 Khanh, Nguyen, 391 Kiprianou, Spyros, 3 l5 Kirov, Serge, 36 Kishi, Nobusuke, 89

749

Kissinger, Henry, 120, 466 Kiwanuka, Benedikco, 579 Klaus, Vaclav, 279 Koffigoh, Joseph Koukou, 537 Kohl, Helmuc, 56, 203-204 Koirala, B. P., 438 Kolongba, André, 540 Kong Le, capican, 459 Konoye, Fumimaro, 96 Koscov, Traicho, 256, 258 Kosiguin, A. N., 119, 266, 356, 441,456 Kountche, Seyni, 520 Kovacs, Bela, 255, 261 Kpormakpor, David, 533 Kraprayoon, Suchinda, 481 Kravchug, Leonid, 76 Krenz, Egon, 277 Kruger, Srephanus, 611 Kruschev, Nikica, 33-38, 4041, 44, 46, 48, 72, 114-119, 162, 197, 258, 261-263, 284, 302, 340, 343, 429, 437, 557, 643, 645, 647, 657, 728-729 Kubicschek, Juscelino, 690 Kuchma, Leónidas, 77 Kumaracunga, Chandriga, 497 Kwasniewski, Alexander, 275 Ky, Nguyen Cao, 463 Lamizana, Sangoule, 520 Lamont, Norman, 230 Lanusse, Alejandro, 696 Laporce, Pierre, 673 Larga Marcha, 99, 448 Lacinoamérica, 40, 116-117, 122, 156, 172, 179, 621, 675,678,684 Lacere, general, 456 Laurel, Salvador, 482 Lee Kuan Yew, 474-475, 626 Lee Tenghui, 129 Lemus, José María, 717 Leniri, Vladimir Ilich, 36, 73, 114, 119, 233,253,643 Lennox-Boyd, Alan, 665 León Carpio, Ramiro de, 717 Leopoldo 11, rey de Bélgica, 551 Lesage, Jean, 672 Lesseps, Ferdinand de, 336 Lévesque, Jean, 674

-

1

·~i

Levingston, Roberto, 696 Levy, David, 373 Li Mi, 499 Li Peng, 128·· 129 Líbano, 64, 136, 138, 141, 236, 319, 329, 332, 342· 343, 345·347, 355, 360364, 366-377, 392, 400, 416, 419-420, 507 Liberia, 5, 9, 161, 164, 505, 530, 532-533, 624 Libia, 55, 145·146, 161, 164· 165, 34.3, 351, 355, .359, 365, 374,413-414,420,489,506, 516-521, 538, 568-569, 648, 653 Liman, Hilla, 536 Lin Biao, 126 línea Curzon, 25.3 Liu Shaoqi, 125-126 Lon Nol, 466-467 Lonardi, Eduardo, 695 López, Alfonso, 704 Loussabá, Pascal, 540 Louw, Eric, 619-620 Luca, Vasile, 263 Lukanov, Andrei, 280 Lule, Yusufu, 586 Lumumba, Patrice, 552, 560, 655 Lundula, Víctor, 553.554 Luthuli, Albert, 616 Luxemburgo, Rosa, 25.3-254 Lloyd, Selwyn, 312, .335 MacArthur, Douglas, 87 Macleod, lan, 580 Macmillan, Harold, 46, 213, 217,310,312,580,594 Machado, Gerardo, 724 Machar, Riak, 570 Mache!, Samora, 608, 652 Madrid Hurtado, Miguel de la, 712 Magloire, Paul, 7.35 Mahamane, Ousmane, 539 Mahdi, Saquid al·, 564, 566, 574.575 Mahendra, rey de Nepal , 438 Majar, John, 208, 229, 307-308 Malasia, 91, 113, 141, 160· 161, 170, 461, 464, 471, 473-476,478,481,483,607

Malawi, 165, 549, 596, 610, 626 Malaya, 473-475 Maldivas, 412, 447, 662 Malecela, John, 585 Malenkov, G. M., 33 Maleter, Pal, 262 Mal!, 165, 520, 529-530, 538· 539, 547,643-645,658 Malik, J. A., 112 Malloum, Félix, 519 Mancham, James, 412, 662 Mandela, Nelson, 616, 634, 636-637 Mangana, Álvaro, 718 Mangope, Lucas, 640, 665 Maniu, Ion, 255 Manley, Norman, 7.32-733 Manley, Norman Jr., 732-733 !Vlansholt, Sicco, 222 Mao Zedong, 98-99, 127, 161, 464 Marcos, Ferdinand, 481 Marcos, lmelda, 481-483, 688, 703, 713 Marcos, subcomandante, 713 Margai, Albert, 531 Markovic, Ante, 288 Marruecos, 164-166, 367, .395· 396, 399, 405, 506-509, 511, 514-518,527,562,572,648, 652,654 Marshall, George C., 105 Martin, Joseph W., 112 Martola, A. E., 313 Masari, Mahammad, 402 Masud, Ahmed Shah, 490 Matanzima, Kaiser, 619, 665 Matathir, Muhammad, 476 Mauricio, 379, 412, 627, 632, 652,658,662 Mauritania, 165, 514-518, 520, 530-531 Mazowiecki, Tadeus, 274 M'Ba, Lean, 539 McCarthy, Joseph, 31 McNamara, Harold, 40 Meciar, Vladimir, 279 Médici, Garrastazu, 691 Meir, Golda, 360 Menderes, Adnan, 236

750

Mendes France, Pierre, 508 Méndez Montenegro, Julio César, 716 Menem, Carlos, 699·· 700 Mengistu, Haile Mriam, 570, 573, 575, 650-651 Menzies, Robert, 337 Meshkov, Yuri, 77 Metaxas, general, 239 México, 46, 170, 179-180, 679, 681-684, 690, 692, 710-714, 720, 722, 724, 729-730 Meza Tejada, Luis García, 709 Micronesia, 181 Miki, Takeo, 93 Mikolajczyk, Stanislaw, 254 Mikoyan, Anastas, 644 Milosevic, Slobodan, 288-289 Minh, Duong Van, 463 Minh, Tan Van, 47, 197, 455, 459,463,466 Mintoff, Dom, 56 Mirza, lskander, 430 misiles Cruise, 56, 558 Mitsotakis, Constantino, 246 Mitterrand, Franc;:ois, 56, 201, 203 Miyazawa, Riichi, 95 Mkapa, Ben, 585 Mladenov, Petar, 280 Mladic, Radko, 292 Mobutu, Joseph, 554 Modrow, Hans, 277 Mohammad, Ali Nasser, 430·· 431, 445, 451-452, 487, 508, 574-575, 648 Moi, Daniel, 583 Mokhehle, Ntsuru, 663 Molyneaux, James, 306-.307 Mollet, Guy, 334, 510 Momoh, Joseph, 532 Mondlane, Eduardo, 607 Monge, Luis Alberto, 721 Monnet,Jean, 194, 197 Monrovia, 165, 5.33 Monteiro, Antonio Mascaren· bas, 530 Montserrat, 732 Moro, Aldo, 232 Morrison, Hebert, 324

Moshoeshoe 11, rey de Lesotho, 664 Mosquistos, 682 Moumié, Félix, 658 Mountbatten, Lord, 425, 473 Mozambique, 95, 165, 505, 576, 597, 600-601, 605· 610, 626, 628, 630, 6.33, 651-652, 661 Mubarak, Hosni, 367, 396 Mudge, Dirk, 629 Mugabe, Robert, 602 Muhammad V ben Yusuf, sul· tán de Marruecos, 379, 408, 430, 432, 451, 476, 490, 508-509, 515, 519, 584 Muhammad, Ali Mahdi, 430 Muhammad, Ghulam, 432, 451 Mulder, Connie, 6.31 Mulele, Pierre, 560 Mulroney, Brian, 673 Muluzu, Bakili, 597 Munongo, Godofroid, 554 Muraviev, M., 102 Musaddaq, Muhammad, 383· 385 Musavi, Atlas, 375 Museveni, Yoweri, 587 Muzorewa, Bishop Abe!, 601, 603-604 Mwinyi, Ali Hassan, 585 Myanmar, 497, 500 Nabiyev, Rakhmon, 494 Naciones Unidas (NU), 5, 1· 10, 20, 23, 25, 36-37, 41-42, 44-46, 68, 84, 88, 95, 106, 108-109, lll, 121, L33, 135. 141, 144-155, 158-160, 162, 164-168, 172-173, 180-181, 195, 203, 310-315, 325, 339, 348-349, .351, 356-.358, 364· 366, 372, 374-375, 377, 393. 395,397-401,418,420,431432,441,445,459,469,475, 479,484,489-492,515,518· 519, 521, 530, 544. 550, 553-561, 574-575, 600, 606, 608-610, 620, 623-625, 628· 629,634,639,645,657,660, 699, 708, 718, 732, 736-738 Nagy, Ferenc, 255

Nagy, lmre, 36, 261, 276 Nahas Pasha, Mustafa al·, .329 Najibullah, Muhammad, 490 Nakasone, Yasuhjro, 93, 397 Namibia, 57, 602, 625, 628· 629,633,636,651 Nasser, Gama! Abdel, 328 Natusch Busch, Alberto, 709 Navarre, general, 457 nazismo, 202, 323, 683 Ndadye, Melchor, 660 Nedelin, Marshal, 38 Nehru, Jawaharlal, 157, 423, 425 Nepal, 432, 435-436, 438· 439,445,447 Neto, Agosthino, 69, 608· 609, 653-654 neutralidad, 108, 111, 156· 159, 161-162, 215, 258, 331,342,429,440,466 Neves, Tancredo, 692 Nevinson, H. W., 606 Ngala, Ronald, 581 Ngoro, Clement, 568 Ngouabi, Marien, 540 Nguema, Macias, 586 Nguyen Duy Trinh, 465 Nhu, Ngo Dinh, 463 Nicaragua, 54, 56, 63, 146, 682-683, 704, 711, 715721, 726-727 Nidal, Abu, 420 Nigazov, Saparmarad, 494 Níger, 165, 519-520, 527, 529, 538-541, 551 Nigeria, 5, 46, 91, 164-165, 173, 359, 521, 527, 530, 5.32533, 537-546, 570, 645-646, 653, 656, 711 Nimitz, Chester, 431 Nixon, Richard, .37, 64, 465, 685 Njonjo, Charles, 583 Nkomo, Joshua, 592, 600 Nkrumah, Kwame, 526 Nogues, general, 508 Noriega Morena, Manuel, 722-723 North, Oliver, 64 Nosavan, general Phoumi, 459

751

Nosek, Vaclav, 255 Novotny, Antonin, 264 Ntaryamisa, Cyprien, 660 Nueva Zelanda, 90, 114, 160, 180, 213, 339, 460, 483, 626 Nujoma, Sam, 629 Nunn, Sam, 508 Nyandoro, George, 594 Nyerere, Julius, 580 Obasanjo, Olesugun, 543 Obeid, Abdul Karim, 420 Obote, Milton, 579 O'Brien, Conor Cruise, 559 Oceanía, 180 Ochab, Edward, 260 Odinga, Oginga, 648 Odria, Manuel, 705 Ohira, Masayoshi, 93 Ojukwu, Odumegwu, 542 Okello, Basilio, 587 Okello, John, 584 Okello, Tito, 584, 587 Oleski, Josef, 275 Olympio, Sylvanus, 5.37 Omán, 379, 408, 411, 413, 416,653 Ommar, Acheikh Ibn, 520 O'Neil, Terence, 33, 479, 519 Onganía, Juan, 696 Onn, Dato Hussein, 476 ONU, política, 5, 7·10, 20, 23, 25, 36-.37, 41-42, 44-46, 68, 84, 88, 95, 106, 108109, 111, 121, 13.3, 135. 141, 144-155, 158-160, 162, 164-168, 172-173, 180-181, 195, 20.3, 310-.315, 325, 339, .348-349, 351, .356-358, 364-366, 372, 374-.375, 377, 39.3-395, .397-401, 418, 420, 4.31-432, 441, 445, 459, 469, 475, 479, 484, 489-492, 515, 518-519, 521, 530, 544, 550, 553-561, 574-575, 600, 606, 608-610, 620, 623-625, 628-629, 634, 639, 645, 657, 660, 699, 708, 718, 732, 736-738 opción cero, 58, 61, 63 OPEC, 173

1



1:

1r,;

t:

Organización de Estados Ame· ricanos (OEA), 138, 147, 167, 684, 686, 711 Organización del Mar Caspio y Tratado de Cooperación Económica, Z38 Organización para la Unidad Africana (OUA), 153, 164, 166-167, 517, 521, 542, 544. 546, 549, 561, 600, 646, 650-651 Oriente Medio, 8, 10, 16, 31, 36, 48-49, 55, 57, 63, 65-66, 69, 90-91, 118, 139, 146, 148, 160, 177, 206, 213, 217, 236, 241, 269, 297, 299, 310, 317, 319, 323, 327-331, 333-335, 340,342· 344, 350-351, 355-357, 359361, 363, 366, 368, 372, 374, 376-377, 379, 382-383, 386, 394-396, 398-401, 404, 409, 412-416, 420, 423, 494, 506, 509, 573, 619, 627, 649-650, 656-657, 671, 681-682, 726, 729 Ortega, Daniel, 63 Osóbka·Morawski, Edward, 254 OTAN, 30, 32, 35, 37, 4.3-44, 47,53,55-68, 138, 146, 156, 159, 171, 191-193, 195-199, 213, 219-221, 231, 233, 236, 242, 244. 246-248, 250, 260, 268, 278, 296299, 309-313, 330, 372, 460,619,627,648,669 Ouko, Robert, 583 Ould Taya, Masouiya, 517 Ovando Candia, Alfredo, 709 Owen, David, 603 Ozal, Turgut, 237 Ozawa, lchiro, 96 Pacífico Sur, 180, 411, 697 Pacto de Varsovia, 35-36, 57, 59-60, 63, 260-264, 266· 268, 273, 281 Pacto de Bagdad, 32, 161, 311-312, 314, 331, 333, 341-343, 350, 353, 385, 485 Paisley, lan, 304, 306-307

Pakistán, 37, 50, 112, 139, Petkov, Nicola, 256 157, 160-161, 238, 314, petróleo, 7-8, 65, 69, 73, 76, 331-333, 377, 395, 419, 78, 82-83, 85, 90-91, 107, 424-425, 428-433, 435-436, 115, 171, 173, 176-179, 184, 439-445, 447, 449-452, 456, 206,208-209,215,217,232, 460-461, 480, 485, 487-490, 236-237,269,281,283,319, 494-495,516,572,692 321, 323, 349, 351, 355, Palestina, 138-139, 160, 309, 358-359, 364, 374, 379, 381321, 323-327, 329-330, 332, 386, 388·395, 397, 399-402, 350, 357-358, 361-362, 365405, 409, 413-415, 436, 440, 366, 373, 375-377, 413, 468,475,479,493-494,497, 416, 419-420, 586 513-514,519,521,533,536, palestinos, 145, 326-327, 345, 538, 540, 542-546, 601, 609, 347, 350-352, 355, 357622, 627-628, 635-636, 650, 360, 362-365, 368-377, 671, 691-692, 700, 702-703, 394,419-420,519,586 705- 707, 709-712, 726-72 7, Panamá, 63, 146, 677, 682· 732, 734 683, 687, 715, 720, 722Petrov, General V. l., 651 723, 726 Pflimlin, Pierre, 511 Panomiong, Nai Pridi, 480 Phouma, Souvanna, 458-459 Papadopoulos, George, 241-242 Pieck, Wilhelm, 32 Papagos, Alexander, 240 Pindling, Lynden, 73 7 Papandreu, Andreas, 240, 245 Pineau, Christian, 334 Papua-Nueva Guinea, 91, 478 Pinilla, Gustavo Rojas, 688 Paraguay, 593, 688, 692-693 Pinilla, Rojas, 688, 704 Pastora, Edén, 719 Pinochet Ugarte, Augusto, 701 Patasse, André-Félix, 540 Pite, William, 207 Pace!, Vallabhai, 425 Plan Baruch, 23, 25, 42-43 Patrasceanu, Lucretsiu, 255 Plastiras, General, 309 Pattakos, Stiliano, 241 Pleven, René, 28, 192 Pacten, Christopher, 131 plutonio, 50, 451-452, 493 Patterson, P. J., 733 pobreza, Tercer Mundo, 176 Pauker, Ana, 263 Poher, Alain, 201 Pavelic, Ante, 288 Política Agrícola Común, 169, Pawlak, Waldemar, 275 216, 222-223 Paz Estenssoro, Víctor, 708 política de Stalin, 22, 34, 103 Pearce, Lord, 600 Polisario, 516-518 Pearson, Lester, 339 Polonia, 20, 25-26, 34, 36, 43Pele, Adrian, 519 44, 47, 54, 57, 67-68, 76, Peralta, Enrique, 716 102, 108, 116, 202, 252Pereda Asbun, Juan, 709 254, 258-262, 264-265, 270Pereira, Aristide, 530 279, 282-283, 557 Peres Jiménez, Marcos, 703 Pompidou, Georges, 200-201, Peres, Simón, 365, 371, 373, 220, 513 377, 703-704, 719 Popieluszko, Jerzy, 272 Pérez de Cuéllar, Javier, 315, Popov, Dimitriu, 280 397,518, 708 Portugal, 55, 68, 130, 215, Perón, Juan Domingo, 688 217, 226-227, 230, 245, Perú, 179, 275, 685, 687-688, 247-249, 429, 501, 530, 690, 699-700, 702, 705551, 600-601, 606-608, 610, 709, 729-730 653,678,681

752

Poszgay, lmre, 276 Pocekhin, l. l., 64 2 Prado, Manuel, 705 Premadasa, Ramasinghe, 497 Prevál, René, 736 Primera Guerra Mundial, 88, 98, 103-104, 181, 194, 286, 301-302, 310, 332, 382, 393, 417, 424, 523, 527, 551, 577, 606,623,659,683,690,694, 706, 724 Protocolo de Alejandría, 329 Puerto Rico, 682 Pym, Francis, 699 Qatar, 413, 415-416 Quadros, Janio, 690 Quebec, 672-674 Rabin, Yitzhak, 360, 365, 373, 375-377, 420 Rabuka, Siliveni, 181 Radcliffe, Cyril , 311 Rahman, Mujibur, 443-444 Rahman, Tunku Abdul, 475476 Rajk, Laszlo, 258 Rakosi, Matyas, 36, 258 Rallis, Georgios, 242 Ramadier, Paul, 197 Ramanantsava, Gabriel, 661 Ramos, Fidel, 482 Rannarith, Príncipe, 469 Rao, Narasimha, 448 Rapacki, Adam, 44 Ratsimandrava, Richard, 661 Rau, Benegal, 111 Ravele, Frank, 665 Ravony, Francisque, 661 Rawlings, Jerry, 536 Razak, Tun Abdul, 475 Razmara, Ali, 382 . Reagan, Ronald, 53, 56, 366, 634 Reino Unido, 65, 68, 129, 131, 181, 184, 214-215, 218220, 303, 306, 308-309, 323, 329, 341, 383, 393. 396, 412, 441, 470, 475, 483, 521, 582, 586, 598, 619, 621, 628, 630, 662, 669, 671, 673-674, 698-700 René, France·Albert, 652

República Árabe Unida, 141, 342,344-345,408,439 República Centroafricana, 530, 540,566,568 República Checa, 279 República de Weimar, 197 República Popular China, 119 Reuter, Emest, 29 Revolución Cultural, 126-12 7, 130, 401, 420, 467, 658-659 Revolución Industrial, 224, 523,614 Reynolds, Albert, 307 Reza Shah Pahlevi, 236, 379, 382,416 Rhodes, Cecil, 588, 595, 611 Ridgway, general, 457 Ríos Monte, Efraín, 716 Rivera, Julio, 717 Robert, Holden, 608 Robinson, Robbie, 734 Rocard, Michel, 204 Rodesia, 165, 207, 214, 308, 505, 514, 523, 544, 552, 558-560,576,578,588,590602,607,625-626,628,630, 635, 651, 663 Rogers, William, 120, 351 Roh Tae Woo, 492 Rokossovski, Konstanty, 258 Roldas Aguilera, Jaime, 709 Romanov, Alexander, 646 Ronda Uruguay, 168, 224 Roosevelt, Franklin D., 16, 20, 323, 507, 685-686 Roosevelt, Theodore, 683 Rosebery, Lord, 577 Rovero, Carlos Humberto, 717 Ruanda, 5, 9, 165, 587, 658661 Ruhe, Volker, 68 Ruiz, Samuel, 713 Rumania, 16·17, 25, 35, 78, 129, 201-202, 246, 252-253, 255-257,259-260,263,265266,268-270,274·276,280281, 283,302,562,653 Rusia, 9, 17, 36, 61, 67-68, 7580, 82-84, 94, 102, 108-109, 117,132, 155,202,233,236, 238,253,258,261,268,273,

753

276,280,290,294-295,297298, 300, 309, 379, 423, 492-494,642,649, 711, 729 Rusk, Dean, 120 Rutskoi, Alexander, 80 Ryzhkov, Nicolai, 75 Sabry, Ali, 647 Sadat, Anwar, 145, 177, 355357, 359-360, 363-367, 372, 404,408,419, 516,647 Said, Nuri es es·, 336, 420, 569,662 Salan, Genéral, 464, 512-513 Salinas de Gortari, Carlos, 713 Salla!, brigada, 345, 409 Sam Yu, 500 Samoa Occidental, 181 Samson, Nikos, 314 Sánchez de Lazada, Gonzalo, 709 Sandino, Augusto César, 718 Sandys, Duncan, 313 Sangster, Donald, 733 Sankara, Thomas, 538-539 Santer, Jean, 230 Santos, José Eduardo dos, 654 Sari e, Thanarat, 480 Samey, José, 692 Saro-Wiwa, Ken, 546 Sash, movimiento negro, 617 Sassou-Nguesso, Denis, 540 Sato, Eisaku, 90, 92 Saud, rey de Arabia Saudí, 342 Savanhu, Joseph, 592 Savimbi, Jonas, 608, 653 Sawyer, Amos, 533 Scalfaro, Osear, 235 Scott, Michael, 624 Scheel; Walter, 202 Schmidt, Helmut, 69, 203, 225 Schuman, Robert, 28, 197, 508 Seaga, Edward, 733 Sebe,Lennox,665 Segunda Guerra Mundial, 5, 15-16, 66, 76-77, 82, 87-88, 95, 97, 103, 114-115, 130, 134, 150, 156, 158-159, 166, 168,181,203,211,213,230, 235-236,239,241,250,263, 286, 288, 290, 294, 297,

''

1'

301-302, 309, 319, 328, 379, 382, 390, 403, 409, 411, 413-414, 416-417, 424, 436, 452,455,471,505,507,523, 526,541,564,580,619,623, 638,642,647,655,669,678, 683,687, 704, 710, 714, 731 Sein Lwin, 500 Selassie, Haile, 570, 573, 583, 650-651 Senanayake, D., 494 Senegal, 165, 517, 520-521, 527, 529-531, 5.38, 562, 643 Serbia, 152, 246, 257, 276, 287-290, 292-302 serbios, 152-15.3, 246, 288-300 Serrano, Jorge Elfas, 717 Seselj, Vojislav, 292, 296, 300 Sforza, Count, 231 Shagari, Alhaji Shehu, 543 Shah, Ghulam Muhammad, 452,490 Shamir, Jitzhak, 371, 373, 377 Sharif, Nawaz, 451 Sharon, Ariel, 327, 373 Shastri, La! Bahadur, 440 Shearer, Hugh, 73.3 Shehab, Fuad, 343 Shehu, Mehmet, 302 Shekhar, Chandra, 448 Shermake, Abdurashid, 572, 574 Shevardnadze, Eduard, 74, 78 Shigemitsu, Mamoru, 89 Shishakli, Adib, 328, 332 Shonekan, Ernest, 546 Sierra Leona, 530-533, 653 Sihanouk, Norodom, 456, 467-469 Sihanouk, príncipe de Cam· boya,456,467-469 Sik, Ota, 264 Siles, Zuazo, Hernán, 708 Silva, Aníbal Cavaco, 249 Singapur, 212, 411, 414, 471, 473-476, 478, 483-484, 495,586,626 Singh, Hari, 431 Singh, Manmohan, 448 Singh, V. P., 447·448 Singh, Zail, 447

sionismo, 321, 32.3, 325 Siria, 136, 138, 145, .319, 326, 328-329, 3.32-334, 342, 345. 348, 350, 352, 355-356, 358, .360, 362-364, .366-371, .373-377, 389, 391, 394-395, 397, 403-404, 416, 418-419, 489,507,519,568,584,643 Sisulu, Wa)ter, 636-637 Sithole, Ndabaningi, 600 Slansky, Rudolf, 258 Smith, Jan, 598 Smuts, Jan, 614 Soames, Christopher, 220 Soares, Mario, 248 Sobhuza 11, 664 Sobukwe, Robert, 615 Soglo, Nicéphore, 538 Sohn, Louis, 45 Soilih, Ali, 652, 661 Sokolov, S. L., 651 Solad, Daniel, 643-644 Solodovnikov, V.G., 645, 651 Somalia, 5, 7, 9, 151, 164, 166, 518, 568, 571-576, 642, 648-651, 654 Somoza García, Luis, 718 Somoza, Anastasia, 683, 718 Son Sann, 468 Songgram, Pibul, 480 Sotelo, Leopoldo Calvo, 248 Spinola, Antonio de, 248 Spring, Dick, 307 Sril.anka,9,447,494,497,662 Stalin, Joseph, 6, 15, 17, 20, 22-23, 30, 32-36, 75, 82, 103-104, 107, 111·112, 114· 115, 117, 119, 1.34, 157, 162, 250, 252-261, 273-274, 280, 282, 284, 301, 325, 381, 642, 645,647,657 Stanley, H. M., 550 START, 58, 61-62, 77 Stevens, Siaka, 531, 653 Stevenson, Adlai, 41 Stilwell, Joseph, 105 Stoltenberg, Thorvald, 291 Strasser, Valentine, 53 2 Strijdom, J. G., 614, 617 Stroessner, Alfredo, 688 Suárez, Adolfo, 247

754

Sudáfrica, 57, 146, 155, 164· 165, 412, 523, 532, 590-591, 593, 597-603, 606, 608-611, 613-614,616-640,653,657· 658, 661-665, 671, 734 Sudán, 161, 330, 335, 352-353, 355, 401, 41.3, 419, 506, 519-521, 528-529, 549, 564, 566-570, 572, 575-577, 586· 587, 64.3, 648-649, 658 Sudamérica, 675, 677-680, 683-689, 692-693, 702, 704, 730, 738 Suecia, 46, 76, 163, 177, 214· 215, 227, 230, 313, 447, 607,637,654 Suharto, T. N. J., 4 79 Suiza, 94, 163, 215, 217, 227, 255, 361, 459, 654 Sukarno, Achmed, 161, 343, 462, 474, 478-479, 483, 730 Sumatra, 91, 478, 480 Sun Yat-sen, 98 Surinam, 737-738 Suzuki, Zenko, 93 Svoboda, Jan, 264 Swazilandia, 621, 625, 662, 664 Szakasits, Arpad, 255 Taft, William H., 671 Tailandia, 91, 161, 408, 45.3, 456, 458-460, 467-469, 471, 474. 480-481, 483-484, 499 Taiwan, 88, 90, 92, 98, 102, 105-106, 109, 113, 117-118, 120, 122, 129, 133, 153, 161, 166, 460, 481, 495, 499,537,540,659 Tajikistán, 83 Takriti, Saddam Hussein; véase Hussein, Saddam Talabani, Yalal, 418 Tambo, Oliver, 637 Tanaka, Kakuei, 92 Tandom, Purshottandas, 425 Taraki, Nur Muhammad, 487488 Taruc, Luis, 481 Taylor, Charles, 532 Taylor, Maxwell, 463 Tembo, John, 597 Templer, Gerald, 474

Tercer Mundo, 37, 70, 93, 156157, 171, 17.3, 176-178, 180, 245,270,655, 704, 732 Thatcher, Margaret, 57, 207, 305,.374,604,6.34,699 Thieu, Ngyuen Van, 46.3 Thimayya; general, 313 Tíbet, 432 Tigré, 97, 106, 573, 575 Ttlak, B. G., 424 Ttldy, Zoltan, 255 Timor, 4 7.3, 4 75, 500-501 Ttnsulanonda, Prem, 481 Ti to, mariscal, .34, 162-163, 239, 253-254, 256-258, 261, 265,273,284,286-289,294, 301-302, 460, 645, 648, 728, 730 titoísmo, 254, 258 Todd, Garfield, 592 Togliatti, Palmiro, 22, 2.33 Togo, 141, 164-165, 527, 529, 536-538, 547-562 Togolandia británica, 530 Tojo, Hideki, 105 Tokes, Laszlo, 281 Tombalbaye, Franc;:ois, 519 Tomie, Radomiro, 701 Tonga, 181 Tonkin, 42 Toro, 224, 578 Torrelio Villa, Celso, 709 Torres, Juan, 709 Torrijas Herrera, Ornar, 722 Touré, Sekou, 528-·529, 531, 643-645, 653, 658 Traore, Moussa, 538 tras la muerte de Stalin, 82, 107, 119, 261 Tratado de Berlín, 300 Tratado de Bruselas, 190, 193 Tratado de Bucarest, 301 Tratado de París, 222, 682 Tratado de Roma, 173, 195, 197,216,222,225, 227-228 Tratado de Washington, 45 Tratado Nuclear de No-Proliferación, 10, 49-50, 95, 199, 219,389,493,630,692 Treurnicht, Andreas, 632 Tribhuvana, rey de Nepal, 438

Trimble, David, 308 Trinidad y Tobago, 732, 734 Trotski, L., 253 trotskismo, 258 Trovoada, Miguel, 530 Trudeau, Pierre, 672 Trujillo, Rafael, 737 Truman, Harry S., 23, 323 Tshiseki, Etienne, 563 Tsirinana, Philibert, 661 tuareg, pueblo, 538-5.39 Tudjman, Franjo, 289, 292 Túnez, 164-165, 372, 420, 453, 506-509, 511-513, 516-519 Turbay Ayala, Julio César, 704 Turkes, Alparslan, 237 Turquía, 25, .30, 40-41, 65, 78, 95, 150-151, 160, 190, 192, 197, 212, 214, 226, 231, 235-238, 240, 242-244, 246, 250, 258, 267-268, 279-280, 302, 309-315, 329-331, 3.33, 342·343, 414, 416-418, 423, 494,497,648 tutsi, pueblo, 660-661 Tymiinski, Stanislaw, 275 Ucrania, 20, 62, 74·78, 155, 276, 281 UDEAC, 547 Uganda, 165, 173, 335, 419, 520, 566, 568, 576-579, 582-587,649,658,660 Ulbricht, 38 Unión Aduanera Africano· central, 165 Unión Sudafricana, 623 uranio, 50, 85, 452, 519, 521522, 539, 562, 630, 636, 692 Urbanek, Karel, 278 Urrutia Lleo, Manuel, 726 URSS, 6·7, 15·17, 20, 22-27, 29, 31-33, 35-37, 40-44, 47, 49, 51-59, 61, 63-65, 67, 71· 73, 75-76, 78-80, 82, 88-89, . 94, 99, 103, 105-107, 114124, 126-129, 134, 136-137, 139-141, 144. 146, 148, 155· 159, 161, 163, 181,190,192, 196-197, 202, 212, 232-2.33, 235-236, 240, 252-254, 256257, 259-266, 268-269, 271-

755

274, 276-278, 281-282, 302, 321, 325, 330-332, 341-343, 349-351, 354-357, 360, 362, 373, 379, 385, 388-389, 392, 396, 399, 405, 411, 417, 432, 435-4.36, 440.442, 445, 447, 449-450, 460-461, 467, 476, 479, 484-485, 487-490, 495, 514,521,542,547,572-574, 602, 608-609, 626-627, 630, 636-637, 642-657, 684-685, 691, 715, 720, 722, 726, 728-731, 733 Uruguay, 168-170, 224, 688· 689, 692-693 Uzbekistán, 79, 494 Vanee, Cyrus, 152, 291 Vandenberg, Arthur H., 190 Vanvalu, 181 Vargas Llosa, Mario, 708 vascos, 247-248, 308 Vassiliou, George, 315 Velasco, Juan Alvarado, 707 Velebit, Vladimir, 257 Venetiaan, Ronald, 738 Venezuela, 2.31, 684-685, 687· 688,690, 702-704, 706, 711, 719-720, 726, 729, 738 Ver, Fabian, 482 Verwoerd, H. F., 614 Videla, Jorge Rafael, 696 Videnov,Zhan, 280 Viera, Joao, 48, 223, 265, 400, 474 Vietcong, 4 7, 463 ·467 Vietnam, 16, 42, 47-48, 53, 65, 69,90-91,95, 112, 114, 120, 122, 153, 177, 200, 206, 333, 351,397,436,455-456,458· 470,473,476,480,482-484, 491,500,621,657,669 Vietnam del Norte, 47, 122, 351, 461-467 Vietnam del Sur, 436, 455, 459-462, 464-466, 468 Viljoen, general, 640 Viola, Roberto Eduardo, 696 Voroshilov, Klimentiv, 461 Vorster, B. J., 600-602, 608, 626, 628-632 Voznesensky, Nikolai, 259

Vulcan, misiles, 58 Wakif, Abdul, 585 Waldheim, Kurt, 357, 397 Walesa, Lech, 271, 275 Wavell, Lord, 424 Wedemeyer, Alberto C., 106 Weizmann, Ezer, 366 Welensky, rey, 552, 560, 591592, 594-596 Whitehead, Edgar, 594 Wilson, Harold, 206, 219, 221, 442,600 Wilson, Woodrow, 302 Williams, Eric, 7J3-734 Wossen, Safa, 570 Xoxe, Koci, 258, 302 Yahya; lmam, 408, 443-444 Yalou, Fulbert, 540 Yavlinski, Grigosi, 84 Yeltsin, Boris, 76, 79, 129 Yemen, 141-329, 341-.342, 344· 346, 349, 354, 374, 397, 404, 408,410,489,568,647,649650, 653

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Yemen del Sur, 489, 568, 649650, 653 Yoshida, Shigeru, 88 Yosuke,lvlatsuoka, 105 Young, Andrew, 603 Younghusband, Francis, 433 Yugoslavia, 16-17, 22, 25, 56, 115, 129, 139, 150-152, 162-163, 190, 230, 246, 252-253, 256-259, 262263, 265-266, 268, 273, 275-276, 280, 284, 286296, 298, 300-302, 372, 420, 562 Zahedi, general, 384 Zahir Sha, lvlahammad, 487 Zaim, Husni, 326, 328, 332 Zaire, 166, 516, 520, 540, 550, · 562-563, 587, 600, 608609, 632, 653, 660-661 Zakharov, Alexei, 649 Zambia, 165, 538, 542, 596599, 603, 610, 629, 634, 645, 651, 658

Zanzíbar, 123, 165, 576-577, 584-585, 658 Zedilla Pande de León, Ernesto, 714 Zeller, general, 512 Zenawi, lvléles, .575 Zerual, Lamine, 515 Zhdanov, A. A., 33 Zhelev, Zhelu, 280 Zhirinovski, Vladimir, 81 Zhivkov, Todor, 279 Zhou Enlai, 107, 121, 127, 162,456,478,647,658 Zhukov, G. K., 34 Zia, Khaleda, 445 Zimbabwe, 604-605, 610, 634, 657, 664-665 Zogu, Ahmet, 302 zona del canal, 328-330, 353, 413, 682, 684, 722 Zorin, Valerian, 255 Zujovic, Sreten, 257 Zwelithin, Goodwill, 665 Zyuganov, Gennadi, 84

Índice general

Prólogo a la séptima edición ............................................................................... ..

5

PRIMERA PARTE: PODER MUNDIAL Y ORDEN MUNDIAL



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11

1

Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo

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l. 11. III. IV.

Las superpotencias...................................................................... 15 Japón ........ ;.................................................................................. 85 China ......................................................................................... 98 El orden mundial........................................................................ I34 V. Un Tercer Mundo (y un cuarto)................................................ I56

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SEGUNDA PARTE: EUROPA

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Capítulo VI. Europa occidental........................................................................ I89 Capítulo VII. Europa central y occidental....................................................... 250 Capítulo VIII. Yugoslavia y Albania.................................................................. 284

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TERCERA PARTE: ORIENTE MEDIO

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IX. Capítulo X. Capítulo XI. Capítulo Capítulo XII. Capítulo XIII.

756

Los árabes e Israel hasta la guerra de Suez .... ........ .... .... .... ......... De Suez a la muerte de Nasser ................................................... Acercamiento al Líbano............................................................ Las guerras del Golfo.................................................................. La Península Arábiga y el Golfo................................................

757

319 341 355 379 403

CUARTA PARTE: ASIA

Capítulo XIV. Capítulo XV. Capítulo XVI. Capítulo XVII. Capítulo XVIII.

El subcontinente indio ..... ""........................................................ 423 La península de Indochina......................................................... El sudeste asiático y la ASEAN................................................. Afganistán.................................................................................. Corea..........................................................................................

453 471 485 491

QUINTA PARTE: ÁFRICA

Capítulo XIX. Capítulo XX. Capítulo XXI. Capítulo XXII. Capítulo XXIII. Capítulo XXIV.

África del Norte......................................................................... África occidental ....................................................................... Del Congo al Zaire..................................................................... África oriental............................................................................ El profundo sur de África .......................................................... Los rusos y los cubanos en África ......... :....................................

505 522 550 564 588 642

SEXTA PARTE: AMÉRICA

Capítulo XXV. Canadá ...................................................................................... Capítulo XXVI. Sudamérica ..........................................................:····················· CapítuloXXVII. México y América Central ....................................................... CapítuloXXVIII. Cuba y el Caribe ......................................................................

669 675 710 724

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I' i

Índice analítico .................................................................................................... 741 1

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758

226548377-Calvocoressi-Historia-Politica-Del-Mundo ...

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